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EL SENTIMIENTO DE LA NATURALEZA EN LA EDAD

MEDIA ESPAÑOLA
(Juaquin Casalduero)

Castilla en la edad media y en el impresionismo

Castilla ha sido durante el Románico el impulso y la fuerza que dirige a la España occidental
hacia el florecimiento político, el cual dará todos sus frutos en el siglo XVI. En el
Impresionismo, Castilla se ha transformado en paisaje. Galdós ya encontró, y quizá otros
antes que él, la índole propia de este paisaje en el cielo. Un paisaje sin árboles, sin flores y
sin agua; solo con cielo. De este cielo físico se pasa en seguida a un cielo espiritual, y
Castilla se ve como la tierra de España, mística por Excelencia. Altura mística rodeada de
sensualidad e ímpetu comercial, eso es la Meseta que da carácter a Castilla. Los
impresionistas harán paisaje siempre, ya sea físico, ya psíquico: paisaje y alma.
El siglo XIX nos ha educado en un cierto sentimiento de la naturaleza: unida a las pasiones
en el Romanticismo, hecha sentimiento y moral en el Realismo idealista, naturaleza física y
social en el Naturalismo positivista,, conjunto de fuerzas activas en el Impresionismo.

Nosotros hemos heredado esa gran riqueza. ¿Quién no sabe hoy leer el drama de la
tormenta, o sentir el recogimiento del mediodía, o el bienestar fisiológico del aire libre, o
analizar el color y la luz? Todo se lo debemos a los artistas del siglo XIX; la deuda es mayor
para con nuestros antepasados de ayer: Juan Ramón, Antonio Machado, “Azorín”, Baroja,
Valle-Inclán, Unamuno, Blasco Ibáñez.

Desde el punto de vista histórico, esta formación de nuestra sensibilidad ha tenido, junto a
todos sus valores, dos inconvenientes.
Los impresionistas, cuando no encontraban la luz, el color, la atmósfera, las cosas tal y
como ellos las sentían, volvían los ojos a otra parte, impidiendonos así captar el sentimiento
de la naturaleza de otras épocas. Esta limitación de la manera de ver y de sentir ya era
grave; pero todavía más grave me parece cuando daban con un espíritu afín al suyo donde
no existía, falseando, sin querer, toda la manera de ser de una obra, de una época.
El sentimiento de la naturaleza, tanto en el Románico como en el Gótico, es
específicamente simbólico y alegórico. La flor y el animal, se presenten de un modo
abstracto o naturalista, son signos y figuras que expresan algo que va más allá de lo
representado.
Leamos la notación de un Baroja, o de un Valle-Inclán, o de un Juan Ramón; notación que
comparta un sentimiento, es claro: tristeza, melancolía, nostalgia; sentimiento que, además,
viene cargado de subjetiva emoción; sin embargo, ante nosotros se nos presenta un azul
transparente o un rosa encendido o un malva exquisito, como instrumentos primeros e
insustituibles de la emoción. Y cuando Azorín, con su notación directa y breve, va haciendo
surgir Castilla no traspasa esa línea, ese color. Azorín, Valle-Inclán -no solo el de los
Esperpentos, sino el de las ​Sonatas -, Baroja provocarán incluso con su paisaje un
pensamiento económico, social, moral, religioso, político, histórico, de la misma manera que
una descripción de Fernán Caballero o de Pereda nos llevará a sentir la grandeza de Dios o
de la Patria, y un romántico -Rivas, Espronceda-, con la luna entre nubes o rielando en el
mar, nos entregará el destino del hombre y su anhelo de libertad; pero pensamientos, ideas,
sentimientos son adherencias más o menos importantes, a veces muy importantes, de la
pintura; son armónicos preparados intencionalmente o instintivamente por el poeta, y que el
lector al captarlos no debe hacer que representen la tónica principal.

El primer gótico: santidad y milagros.

En el Gótico pinta Berceo su prado con sus cuatro fuentes, lleno de flores y de árboles, lleno
de pájaros. Queda muy fijo el color verde, la sombra templada; junto al término general de
flores tenemos la diversidad de los árboles –milgranos, figueras, peros, manzanedas–. Ese
prado está ahí con toda su belleza; pero antes, mucho antes, de que empiece el poeta su
transposición, nosotros notamos que este prado es mucho más que un prado, que es otra
cosa, y el alivio que ofrece su verdor y su sombra trasciende el consuelo físico. Los aromas
son sumamente delicados; de los pájaros ha eliminado los torpes y roncos; pero Berceo
hace más que seleccionar; estamos muy lejos de una idealización tipo Renacimiento; ese
prado
siempre estaba verde en su entegredar,
non perdíe la verdura por nulla tempestat.

Es la manera de aprehender el Gótico la eternidad como integridad, como lo que no cambia;


el Barroco nos da el sentimiento de lo eterno como algo infinito e insondable, y al tratar de
asirlo exactamente acabará por encontrar la relación algebraica, o la frase concisa de
Gracián, o la luz de Georges de la Tour, o el juego escénico de los personajes de Calderón,
que es como una danza o un movimiento de ajedrez. De aquí que lo que será misterio
preciso en el Barroco católico y protestante, sea en el Gótico una presencia.

Meticulosamente, sabiamente, con reverencia, sosteniendo toda la arbitrariedad con una


gran fuerza lógica y constructiva, se va pasando del mundo de las formas al de los
significados: el verde es esto: la sombra, aquello; las fuentes…; y el movimiento imaginativo
es de una elegancia esbelta, de una seriedad tan fervorosa, que nos sometemos por
completo a la gracia del poeta, que avasalla así las formas de la naturaleza al sentido del
mundo.

Sin la explicación del poeta no estaríamos perdidos: pero entonces nosotros tampoco nos
detendríamos en el paisaje, sino que iríamos encontrando, hoy uno y mañana otro, mil
significados a una forma. Cuando leemos en Valle-Inclán: “Envuelto en el rosado vapor que
la claridad del alba extendía sobre el mar azul…”, no debemos buscar nada tras esa
pincelada, aunque el esquife que avanza por entre estos colores sea una gaviota o un
cisne, pues la gaviota y el cisne son sólo comparaciones, gracias a las cuales penetramos
con más seguridad, más hondamente en el ser poético de la barca. En el Gótico de nada
nos sirve saber que las cuatro fuentes son los cuatro evangelistas. Los cuatro evangelistas
podían estar representados por cuatro figuras; las cuatro fuentes podían representar otra
cosa. Es lo peculiar del simbolismo y de la alegoría. Lo que debemos siempre tener
presente, sin embargo, es que en el Gótico, a diferencia del Impresionismo, nuestra mirada
no debe detenerse nunca en el mundo de las formas. La realidad cambiable es una forma
que nos imanta con su presencia, trasladándonos a la inmutabilidad de su sentido.

El segundo gótico: vida moral.

El Gótico del XIV es mucho más complejo; las vidas y los milagros –la vida como milagro–
son sustituidos por el ser moral, surgiendo así el hombre como pecador:
Decir de tu alegría,
rogándote todavía,
yo​ pecador.
Que a la gran culpa mía
non pares mientes, María,
mas al loor

El ​Tratado d​ e Arcipreste de Hita todavía no está estudiado por lo que se refiere a su


composición. Advirtamos que nos cuenta doce aventuras amorosas. Cuatro al comienzo,
con un gran espacio entre la tercera y la cuarta; cuatro en el centro, un grupo muy apretado,
y cuatro finales. De estos grupos, el primero tiene como núcleo la “Pelea con don Amor”; el
central es el de la sierra, y los episodios amorosos están unidos a la Pasión de Cristo; el
último nos cuenta los lances que van a dar a la Muerte: muerte de Trotaconventos, muerte
de la monja que encamina al “yo pecador” hacia un mundo mejor. La “pelea con don Amor”
de la primera parte hace juego con la lucha entre Don Carnal y Doña Cuaresma de la
tercera parte. mientras que en el centro (estrofas 945-1066), la parte más breve, se alzan
muy juntas las serranillas y la Pasión.

Encantaba el paisaje de Bercero; pero como venía en seguida la realidad del símbolo, los
lectores de hace cincuenta años no parecían desorientarse, aunque no nos han dejado
testimonio, si no me equivoco, de que captaran la belleza de ese engarce entre el símbolo y
lo simbolizado, ni de que en él vieran el fundamento de la piadosa y ardiente elevación
vertical del Gótico. Esa unidad arbitraria es en mi opinión la clave del arte medieval. Hita
nos ha dicho cómo deberíamos leer su obra; pero ninguna declaración acompaña al
Tratado,​ y así se despistó el lector del siglo pasada y el de éste.

Al llegar a las serranillas, veían, olían la sierra, trazaban mapas; se entusiasmaban con la
naturaleza brava y recia del paisaje, de las mujeres y del hombre, para ellos, es claro, el
mismo poeta. (Arcipreste mujeriego, Quevedo el de los chistes, Espronceda buscarruidos,
Valle-Inclán extravagante: visión popular de universitarios y escritores que era, que es, difícil
desarraigar.) Propongo dos cosas: primero, que se vea en la sierra de Hita el paisaje natural
al pecado: primavera de nieve con hielo, cansancio, temor, miedo: éstos son los elementos
con los que se crea la naturaleza desapacible del hombre que se pierde; segundo, que se
vea en el yo del ​Tratado ​al “yo pecador”, como aún diría Cervantes, el “pecador hombre” (​El
rufián dichoso, ​jornada III).

El amor, que tanto al principio como al final de la obra se ha situado en un medio social y
urbano, necesitando siempre de intermediario o intermediaria, al llegar al centro del poema
se ofrece aislado en la naturaleza pavorosa, la verdadera naturaleza del pecado. No hay
medianera; es el hombre frente a frente con la carne, y la mujer surge rápida, múltiple, como
una gárgola, chorreando sensualidad, como un monstruo, y el poeta siente que le falta todo
medio de expresión para calar la hondura del mal:

En el apocalipsi San Joán Evangelista


no vido tal figura, nin de tan mala vista
(1011 a-b)

Sí, estamos en una altura demoníaca y simbólica, estamos en lo que era el monte y la selva
para la Edad Media. Por medio del contraste paralelístico –procedimiento tan corriente en la
época– pasa el poeta de la narración al canto, del terror al placer. y precisamente cuando
acaba de presentar toda la monstruosidad de la figura, canta la belleza que hace pecar, la
belleza que seduce. Esa forma que no se encuentra ni en el ​Apocalipsis,​ es en la serranilla:
Fermosa, lozana
e bien colorada.

He advertido alguna vez que Maritornes, la Venus barroca del desengaño, en cuanto se ha
presentado monstruosamente fea, deja de repeler y aparece como una muchacha
juguetona, bondadosa y atractiva. Esta doble faz de Martiones tiene, como se ve, sus raíces
en el Gótico, aunque, es claro, el Barroco trate el tema de una manera muy diferente. La
prueba de que esto es así la encontramos en La ilustre fregona​. Carriazo describe a la
Argüello: “Vive Dios, amigo, que habla más que un relator, y que le huele el aliento a
rasuras desde una legua, todos los dientes de arriba son postizos, y tengo para mí que los
cabellos son cabellera; y para adobar y suplir estas faltas, después que me descubrió su
mal pensamiento, ha dado en afeitarse con albayalde, y así se jalbega el rostro, que no
parece sino mascarón de yeso puro”. Terminada la descripción, se organiza una fiesta.
Carriazo, “de improviso, comenzó a cantar desta manera:

Salga la hermosa Argüello,


moza una vez y no más,
y haciendo una reverencia,
dé dos pasos hacía atrás.”

La monstruosidad en el Barroco no se apoya en la imaginación apocalíptica de lo


sobrenatural, como hace el Gótico, sino en una visión grotesco-naturalista del cuerpo
humano. Así se expresa la fealdad del pecado, y cuando pasa de la narración a cantar la
belleza de los sentidos, no lo hace como en el siglo XIV directamente, sino que necesita dar
a esa faceta del mundo, de la carne, en un tono irónico, muy frecuentemente en los
Entremeses​ cervantinos. Lo comprueba la nueva transformación de la Argüello:

Cambia el son, divina Argüello,


más bella que un hospital.
pues eres mi nueva musa,
tu favor me quieras dar.
La índole moral de estos cambios la subraya el Barroco: “transformaciones dignas de
anteponerse a las del narigudo poeta”, dice el mismo Cervantes de la metamorfosis de
Carriazo y de Avendaño en pícaros.
Hita presenta de manera corriente y típica en el Gótico el pecado, la caída del hombre,
unido inmediatamente a la Pasión: siendo el eslabón, siendo la intermediaria, como e Gótico
no se cansa de representar, la Virgen:

Virgen Santa e dina, oye a mí pecador.

Es la relación constamente de los planos:


Serpiente (demonio) - Intermediaria (eEva-Celestina), Hombre-Pecado (muerte).
Dios-Intermediaria (La virgen). Hombre-Cristo (vida).

La Pasión va acompañada, en la época de Hita, a diferencia del Románico, del canto que
mueve a dolor. Por eso se representa la Crucifixión, para que el hombre recuerde el
sacrificio y se conmueva, sintiendo compasión de sí mismo:

Los que la ley de Cristus habemus de guardar,


de su muerte debemos dolernos e recordar.
(1059 a-b)

La profecía se ha cumplido; junto a los que la certificaron antes de que se cumpliera,


tenemos el hecho, que es un certificado de la verdad de los profetas -siempre lo uno
respondiendo de lo otro, siempre la íntima unidad-. Así la doctrina se hace pasión viva: Por
salvar fue venido, fue de Judas vendido, fue preso e ferido, fuéronlo a azotar, en su faz
escopieron, espinas le pusieron, en la cruz lo sobieron, con clavos le enclavaron, la su set
abrevaron con vinagre, las llagas son miel. época didáctica, sí, pero cjamos el tono, el alma
del didactismo. Así se ruega en el XIV:

A los que en él creemos, él nos quiera salvar.

El grito de Hita, el grito del XIV es un clamor humanamente apasionado e, es un acto de fe,
se implora la salvación. El hombre, tan hundido en el espesor del mundo, del demonio y de
la carne, no pierde la esperanza, fuerte (fortificado) en su creencia, en su fe. La Virgen, más
que la Gloriosa del Románico, es la Intercesora, y a Cristo se le contempla como el
Salvador:

El nombre profetizado fue grande Emanuel,


Fijo de Dios muy alto, ​salvador​ de Israel;
en la salutación, el ángel Grabiel
te fizo cierta desto: tú fueste cierta dél.
Por esta profecía e por la salutación,
por el nombre tan alto, Emanuel Salvación,
Señora, dame tu gracia, e dame consolación;
gáname del tu fijo gracia e bendición.
(8 y 9).
Hemos visto el prado, ahora vemos la sierra. No se trata únicamente del sentimiento de la
naturaleza, sino de toda la obra. Acercándonos a la sierra con la emoción de los hombres
de 1900, a quienes tanto debemos, perderíamos por completo la función de la naturaleza en
el siglo XIV (el bien y el mal) y además no podríamos captar nada de una obra como la de
Hita y quizá tampoco de una obra como la de Berceo, que sólo por su composición
aparentemente más sencilla parece más fácil. El ​Tratado de Hita, en su luz, su espacio, su
movimiento, su humanidad tan naturalmente relacionada con Dios, es como una Catedral.

El Románico final: hazaña personal y expresión

Pasemos al Románico. En el Cantar del Mio Cid, el protagonista se proyecta en dos


direcciones diferentes: la pública o política y la familiar. En la relación entre el Cid y el Rey,
el poeta sigue la historia con bastante fidelidad, como ha demostrado Menéndez Pidal; la
relación del Caballero con su esposa y sus dos hijas es inventada. Las hazañas del héroe
unen el tema principal al secundario. Quizá lo mejor sería que no hubieran puesto títulos a
las tres partes del Cantar; pero de llevarlos, es desconcertante que a la segunda se la llame
“Cantar de las bodas” y a la ´ltima “Cantar de Corpes”. Por esos dos títulos debemos inferir
que al decir “Cantar del Destierro” querían significar “de la Despedida”. Para mí lo mejor es
suprimir los títulos,que tanto realce dan al tema secundario e inventado. No puedo
acostumbrarme a que la parte que narra la conquista de Valencia sea el “Cantar de las
Bodas”. Las hazañas del Cid unen el tema al subtema, y a la injusticia del comienzo del
poema se opone la justicia del final: los enemigos del Cid fueron la causa de que el Rey le
desterrara -el Rey le vuelve su gracia, y el Cid triunfa de sus enemigos-. Es un Cantar de la
lucha entre dos bandos políticos, y el Rey, que primero favorece a los “malos”, acaba
reconociendo plenamente al “bueno”, según exige el mundo poético. Como es natural, el
héroe no nos permite titubear ni un momento; por eso se es héroe en la épica, porque se ha
ganado la confianza del que oye contar sus hazañas. La gradación reside en el Rey, el cual
va poco a poco reconociendo al héroe. Esto nos lleva a hablar de la composición del
poema.

Menéndez y Pelayo dice respecto al Mio Cid: “la enérgica simplicidad de la composición que
procede arquitectónicamente por grandes masa”. El Cantar tiene una estructura épica​,
que el poeta dispone con gran sencillez y limpieza de líneas: de un lado, la anticipación​; de
otro lado, el ​contraste​; por último, la gradación​. En la parte segunda, desde el comienzo
se va anticipando, con acumulación tan característica de la épica, la caída de Valencia:
“Dentro de Valencia non es poco el miedo” (1097). “Pesa a los de Valencia, sabet, no les
plaze” (1098), “A los de Valencia escarmentados los han” (1170), hasta que por fin llega al
verso decisivo: “Cercar quiere a Valencia pora cristianos la dar” (1191). En la misma parte
vemos el contraste utilizado de una manera estructural. La conquista de Valencia es un
clímax que la derrota del rey de Sevilla no hace nada más que redoblar, y en seguida se
dispone el anticlímax: las bodas de las hijas del Cid. El poeta, ni por un momento, nos
permite pensar que las bodas son el coronamiento de tanta hazaña; al contrario, desde el
instante en que se habla de ellas nos dirige gradualmente a la afrenta de Corpes: egoísmo
de los Infantes, recelo del Cid, miedo de los de Carrión, por fin cobardía. Afrenta que está
contrastando con el triunfo final.

Si el Cid no hubiera salido victorioso en cien batallas, no hubiera podido volver por su honra
política. El momento cumbre es el de la conquista de Valencia; en posesión de la ciudad, el
Rey deja ir libres a Jimena y a sus hijas. Éstas acuden al lado del Caballero; Jimena, en
actitud feudal, se muestra agradecida a su esposo.

Sacada me avades de muchas vergüenzas malas (1596)

Y el Cid les invita:


Entrad conmigo en Valencia la casa,
en esta heredad que vos yo he ganada. (1607)

La serie 87 se ha hecho muy famosa gracias a tres versos. El Cid lleva a toda su familia a la
torre más alta del alcázar:
Oido velidos cantan a todas partes
miran Valencia cómmo iaze la cibdad,
e del otra parte a oio han el mar,
miran la huerta, espessa es e grand;
alzan las manos pora Dios rogar,
desta ganancia cómmo es buena e grand. (1612-1617)

Estamos ante un paisaje: la falta de descripción y la ausencia de detalles hacen que un


realista o un naturalista no le concedan demasiado valor. Lo destacó, sin embargo,
Menéndez y Pelayo con un gran sentido literario, y es muy interesante comparar la manera
de ver de su formación realista y naturalista con la del Impresionismo. Menéndez y Pelayo
dicen: “Y cuando subamos con el Cid a la torre de Valencia, desde donde muestra a los
atónitos ojos de su mujer y de sus hijas la rica heredad que para ellas había ganado, nos
parecerá que hemo tocado la cumbre más alta de nuestra poesía épica, y que después de
tan solemne grandeza sólo era posible el descenso”. Azorín lo lee con sensibilidad
impresionista, dice que los versos evocan una emoción indefinible.

Sin embargo, no podemos leerlo así. Menéndez y Pelayo no habla explícitamente de


paisaje; dice que la mujer y las hijas del Cid contemplaron con “atónitos ojos… la rica
heredad que para ellas había ganado”. Acentúa demasiado la ‘heredad’. Lo lee según el
Realismo y Naturalismo del siglo XIX.

El lector no debe experimentar una “indefinible emoción” al leer esos versos, que no
evocan, sino que presentan con gran fuerza expresiva el panorama de Valencia. La
emoción debe ser muy definida. No estamos ante un paisaje; estamos contemplando, con
emoción verdaderamente épica, la hazaña del Cid. Lo que abarcamos desde la torre del
alcázar es un panorama como signo de la hazaña. Ciudad, mar, huerta son la expresión del
valor del Cid, la grafía de su esfuerzo puesto al servicio de la Cruz y que Dios se ha dignado
a recompensar. Los tres versos no producen una vaga emoción, dan lugar a alzar las
manos para rogar a Dios y agradecerle
Desta ganancia cómmo es buena e grand.
El impresionista debía sentir una emoción indefinida: Azorín nos ilustra acertadamente y con
precisión. El hombre del Románico, plásticamente, alza las manos. La suave unción del
Gótico primero, la pasión del Gótico del XIV, están precedidas por ese gesto de gratitud
ante la bondad de Dios, que otorga tal ganancia a su siervo.
Leyendo así restituimos al poema su verdadera emoción, su verdadero sentido y forma; por
eso cuando el rey Yusuf viene a recobrar la ciudad, el Cid vuelve a rogar a su mujer y a sus
hijas que suban de nuevo a la torre del alcázar:

“Afarto verán por los oios cómmo se gana el pan.”


Su mugier e sus fijas subiólas al alcacer,
alzavan los ojos, tiendas vidieron fincar:
“¡Qués esto, Cid, sí el Criadorvos salve!” (1643-46)

En nota al verso 1644 Menéndez Pidal da dos ejemplos de damas que, asomadas a una
ventana, ven al ejército enemigo con el mismo temor que Jimena. Quisiera subrayar lo
típicamente medieval que es esa actitud de la dama asomada a la ventana contemplando
un ejército, un desfile, o un caballero sin ser observado, lo cual no podía escapar a
Cervantes, que lo parodió en la escena de las dos doncellas que por el agujero de un pajar
ven a Don Quijote montando la guardia del castillo.
Esta actitud tan característida de la Edad Media, en la literatura pasa a las épocas
siguientes, encontrándola en el teatro y en la novela; el cine también ha sabido aprovechar
sus posibilidades expresivas.
Se han aducido otros versos del Cantar como ejemplos del sentimiento moderno de la
naturaleza. Ángel Valbuena alejó con razón el verso

Apriessa cantan los gallos e quieren crebar albores,

de toda interpretación imaginista; hay que desposeerle igualmente de la connotación


paisajista.Este verso está indicando la premura del desterrado. Destierro no sólo quiere
decir abandonarlo todo sino abandonarlo con prisa; de aquí que el comienzo del Cantar esté
dominado por este sentimiento: “Martín Antolínez non lo detardava” (96), “apriessa
demandava” (98), “Non lo detardan” (105), “cavalgó privado” (108)... La desazón no se
acaba hasta pasado el primer encuentro con moros, pues para ponerse en contacto “vagar
no se dan” (434).

Interpretando el sentimiento de la naturaleza como signo, creo que debemos estar muy
cerca del espíritu del Románico. El Cid ha planeado la captura de Castejón; para su primer
ataque Dios le dispone un hermoso día:

Ya crieban los albores e vinie la mañana,


ixie el sol, Dios, qué fermoso apuntava!

La sierra “fiera es e grand” (422) para que las reconozcamos inmediatamente; en el bosque
maravilloso “e grand” (427), la mesnada podrá acampar con comodidad:
En medio d’una montaña maravillosa e grand
fizo mio Cid posar e cevada dar.

Por eso el robledo de la afrenta será de un lado imponente y lleno de fieras, de otro tendrá
“un vergel con una limpia front” (2700) invitando al descanso. Vergel y fuente son el signo
del amor:
Con sus mugieres en brazos demuéstranles amor;

la altura del monte, el robledal imponente, las fieras son el medio no ya para la acción
trágica, sino innoble. El primer verso (2698),

los montes son altos, las ramas pujan con las nuoves,

nos dice que nos encaminamos hacia una acción pavorosa; pero el verso siguiente:

elas bestias fieras que andan aderredor,

nos señala la vileza ínfima de lo que va a tener lugar y la degradación completa de los
Infantes. Los que huían del león, los que no daban la cara en la batalla, muestran todo su
coraje con dos mujeres. Hasta hoy siempre se ha caracterizado así este tipo de moral de
hombre. ¡Qué contraste entre la generosidad y el calor sereno del Cid y la codicia y
cobardía de su enemigos!

La naturaleza que en el Románico era signo expresivo de la voluntad de Dios, fue símbolo
de lo sobrenatural en el primer Gótico y en el segundo símbolo de la vida moral. El
Románico, por eso, produce una impresión de fuerza activa y al mismo tiempo estática, de
protección y de aplanamiento; nos sentimos cobijados y aplastados. El Gótico del XIII nos
fija en este mundo para dispararnos con toda seguridad al otro; de aquí el sentido de
dirección y de aventura insospechada; el el XIV la tensión se cambia; ni cae sobre nosotros
la fuerza del dogma, ni el mundo sobrenatural nos alucina, sino que poco a poco
penetramos en el corazón humano. Del amor cortés y feudal de Provenza pasamos al ‘dolce
il nuovo’, para llegar a Petrarca y Boccaccio. ¡Sentimiento de la naturaleza, sentimiento del
corazón!

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