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Entre los pasajeros había algunos que estaban ataviados con largas romanas,
otros con trajes occidentales del siglo XIX, otros con finas túnicas de seda y
espléndidos kimonos. Por mi parte, iba vestido con ropas severas pero que
atraían la atención de todos los que me rodeaban. Ignorando sus miradas, me
acerqué a la taquilla donde días antes había adquirido mis boletos.
El tono profesional con que me soltó esta explicación hice hizo que me sintiera
un poco estúpido con mi uniforme de juez inquisidor haciendo preguntas a una
empleada robot. Yo le parece muy extraño que un expreso que puede viajar por
el tiempo llegué con retraso pues si lo mira bien, no es extraño. Después de
todo, ese tren tiene que realizar algunas mediciones para saber qué instantes
del tiempo va pasando y dado que las mediciones no son perfectas, tampoco
son exactos los tiempos de llegada. La encargada de la taquilla me dedicó una
subrutina de sonrisa mientras continuaba lo que quiero decirle es que el expreso
se encuentra dentro de su tiempo de tolerancia. Un tren temporal no puede en
sentido estricto llegar con retraso.
La forma del expreso era usual: un gran elipsoide de revolución, con un acabado
de espejo, de más de 30 m de largo y 10 de ancho posado sobra sobre una
concavidad que le correspondía en forma y acabado los pasajeros abordamos el
expreso con gran satisfacción y tras acomodarnos en nuestros asientos, recibir
las instrucciones de la azafata para casos de decronización súbita y ajustarnos
los cinturones cinturones de seguridad, enfilamos hacia el pasado dejando tras
nosotros una estación semivacía llena de espejismos.