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William Blake: poesía vidente,

grabados iluminados
virginia moratiel / 11 diciembre, 2018

En la Grecia arcaica, la poesía se


consideró un don sublime y, por eso, se
atribuyó a los aedos un rango social
equivalente al de sacerdotes y adivinos.
Se pensaba que la inspiración era
entusiasmo, una exaltación del ánimo
cautivo provocada por un soplo divino y,
por tanto, una forma de posesión o de
canalización mediante la cual los dioses
se hacían presentes, de ahí que el primer
deber de todo poeta consistiese en
invocar a las Musas. Platón insiste
varias veces en que se trata de una
especie de manía, pero en el Fedro la distingue con nitidez de la locura
humana. Puede que el poeta no sepa lo que dice y sea torpe al explicar el
verdadero sentido de sus palabras, pero está claro que dice mucho más de lo
que él sabe por sí mismo de manera consciente. Esa manifestación del reino
espiritual, que traspasa al individuo y lo trasciende, se realiza mediante
imágenes, oníricas o sensibles. Entre los poetas predomina la escucha de
voces –como le ocurría a Rilke o incluso a Mahoma–, y en cierto sentido es
lógico, ya que la poesía es el arte de la palabra y desde su origen estuvo ligado
a la música. Sin embargo, igual que le sucede a los místicos, algunos poetas
también pueden tener visiones. Esto es lo que le sucedió a William Blake y
la razón por la cual ilustró sus poemas con extraordinarios grabados
simbólicos, anticipando el surrealismo con mucha antelación. Gracias a él,
por primera vez se produjo la asociación entre la poesía y la pintura, que los
más prestigiosos filósofos de la época –por ejemplo, Schelling–
impugnarían de plano por considerar a esta última un arte espacial y
descriptivo, contrario a los principios que rigen la lírica: el tiempo y las
emociones. Como es obvio, el rechazo de Schelling se debe a sus propios
prejuicios respecto de la pintura, porque las visiones de las que estamos
hablando no se dan en el espacio ni son intuiciones sensibles sino
intelectuales. A través de ellas, lo eterno irrumpe como un rayo condensando
la colosal energía de la totalidad en un instante que se volatiliza. La belleza
habita en esa endeble frontera que linda entre lo absoluto y lo finito, en ese
punto de contacto entre los dedos de Dios y de Adán en el momento de su
creación, cuando le es transmitida la chispa de vida, según aparece en el
famoso fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina:

Quien a sí encadenare una alegría


malogrará la vida alada.
Pero quien la alegría besare en su aleteo
vive en el alba de la eternidad.

De hecho, la puerta de entrada al mundo


espiritual se encuentra para Blake en el
entendimiento, si bien no en la
conceptualización, porque “generalizar es ser
un idiota y particularizar es la única
distinción del mérito”. Es la imaginación
que reivindicarán poco después los
románticos alemanes, apta para descubrir
lo universal en las experiencias singulares.
Se trata, pues, de una capacidad intuitiva que
permite establecer jerarquías y no consiste
tanto en negar las pasiones cuanto en
fomentar “las realidades del intelecto”.
Semejante preferencia lo vincula a tradiciones antiguas: al gnosticismo del
Asia Menor y la Alejandría de los primeros siglos de la era cristiana, a los
cabalistas y a los herejes cátaros del sur de Francia, pero también a Jakob
Boehme y, sobre todo, al pensador sueco Emmanuel Swedenborg, quien
–igual que él– vivió en Londres y fue un visionario. Estas afinidades con la
mística y el esoterismo convirtieron a Blake en un individuo aislado e
incomprendido, poco leído en su tiempo, debido también al alto costo de sus
ediciones. Entre sus contemporáneos, pasó por ser una especie de poeta
maldito, revulsivo y asocial, pero, en cambio, esas mismas características le
permitieron prolongar sus ideas hacia el futuro como adelanto del porvenir.

Su propia vida contribuyó a forjarle fama de tipo raro, un tanto diabólico:


medio loco, desagradable y agresivo. Con una educación poco teórica, pues
era hijo de pequeños comerciantes, quienes pertenecían a una secta
protestante radical opuesta a la iglesia oficial inglesa y apoyaron con fervor su
carrera de grabador, tuvo su primera videncia siendo niño. Entonces contó
haber estado hablando con el profeta Ezequiel, sentado bajo un árbol de
cuyas ramas parecían pender ángeles brillantes cual centellas, por lo que fue
castigado.

Cuando las voces infantiles se escuchan en el prado,


Y susurros en el valle,
Los días juveniles surgen frescos en mi mente
Y mi rostro se vuelve verde y lívido.
Pero sus siguientes visiones del más allá, que
acostumbraba a comentar sin ninguna clase de
reparo, incluyeron a los personajes más
variopintos que uno pudiera imaginar, desde
un hermano muerto, que le transmitía técnicas
de grabación, hasta dioses, profetas, presencias
infernales, ángeles, antiguos reyes o simples
extraños a quienes no podía identificar. Su
ansia de saber se satisfacía en el exceso y por
eso –en contra de Swedenborg– prefería la
charla con demonios al diálogo con espíritus
piadosos. Su actitud ante estas situaciones era
de una perfecta inocencia, de una ingenuidad serena y consecuente. No tanto
como sus irónicos epigramas, cuya saña lo llevó a enemistarse con conocidos
e incluso amigos. Se casó con una mujer analfabeta, a quien enseñó a leer, a
escribir y a hacer grabados. Ella fue su sostén psicológico así como su
ayudante artística durante toda la vida y él le respondió con ternura y
fidelidad, si bien, en un principio, le propuso una relación polígama, que no
llegó a concretarse. Sin embargo, lo extraño no fue su propuesta (Milton
también era partidario), sino su decisión inmediata de casarse cuando apenas
la conocía, tras una conversación en la que percibió la conmiseración de ella
hacia sus propios desengaños amorosos. Un ímpetu parecido al que –según
dijo– lo arrastró al frente de la muchedumbre en el asalto a la prisión
londinense de Newgate en 1780, o a ese impulso que le hizo pegar a un
transeúnte por cometer un acto de injusticia o descortesía en la calle, o a ese
otro arrebato que le llevó a atacar violentamente a un intruso en su jardín.
Además, fue amigo de la feminista Mary Wollstonecraft, para quien
ilustró alguno de sus libros y con la cual compartió varias ideas entonces
radicales, entre ellas, la defensa del derecho de la mujer a su autorrealización
o la condena de la represión sexual y del matrimonio sin amor. En suma,
rechazó la hipocresía de los usos burgueses y erigió en lema de conducta su
proverbio “quien desea, pero no actúa, engendra pestilencia”.
Si la meta de los místicos consiste en negar la propia individualidad y
abandonarse a Dios para unirse a él, no se puede decir que Blake haya sido
uno de ellos. Más bien fue un vidente, capaz de percibir lo eterno no caído en
la inmanencia de lo caduco y, de este modo, captar la totalidad en cada una
de las creaciones del universo. Así lo dice en su poema “Augurios de
inocencia”:

Para ver un mundo en un grano de arena


Y un paraíso en una flor silvestre,
Sostén el infinito en la palma de la mano
Y la eternidad en una hora.

Un Petirrojo en una Jaula


Pone furioso a todo el Cielo
Un palomar repleto de Palomas
Estremece las regiones del Infierno.

Quizás, en lugar de pensarlo como un místico,


deberíamos considerarlo un pensador mítico, que
realizó de forma anticipada la propuesta de Fr.
Schlegel y de Schelling de elaborar una mitología
que sirviera de materia para una nueva etapa
artística de la humanidad. En efecto, Blake creó un
sistema teológico completo, expuesto en sus
Libros proféticos a través de una intrincada
teogonía de cuño original, sobre cuyo significado
los intérpretes aún no se han puesto de acuerdo,
en gran medida porque las divinidades fueron
cambiando su sentido simbólico según el poeta
avanzaba en la escritura de las obras. En efecto, El primer libro de Urizen,
publicado en 1794, es una cosmogonía a partir de este dios anciano y ciego,
que encarna a la razón decadente, alienada, mera fuente de opresión. En los
primeros versos Blake narra la batalla que la mente divina libra dentro de sí
misma para establecerse distinguiéndose del mundo y, al tratar de construir
una barrera para protegerse de la eternidad, Urizen sufre –como en las
cosmogonías gnósticas– una caída. Tal vez por eso, ciertos comentaristas –
entre ellos, Borges– lo asimilan con el tiempo. En alguno de sus grabados
Blake lo representa con un compás, que le sirve para crear, limitar y medir el
universo; en otros, rodeado de libros y las tablas de la ley, o con redes o
cadenas, símbolos todos ellos de las reglas que le permiten confinar a las
personas y que acaban por esclavizarlo a él mismo.

¡Mirad, una sombra de horror se ha alzado


En la Eternidad! Desconocida, estéril,
Ensimismada, repulsiva: ¿qué Demonio
Ha creado este vacío abominable
Que estremece las almas? Algunos respondieron:
“Es Urizen”. Pero desconocido, abstraído,
Meditando en secreto, el poder oscuro se ocultaba.
Los tiempos dividió en tiempo y midió
Espacio por espacio en sus cerradas tinieblas,
Invisible, desconocido: las mutaciones surgieron
Como montañas desoladas, furiosamente destruidas
Por los vientos oscuros de las perturbaciones.

En Los cuatro Zoas, en cambio, Urizen sigue representando la crueldad


despótica de la razón, entendida como tradición y no como invención, pero
comparte su poder con otros tres “Zoas”: el instinto, la pasión y la
imaginación, siendo la última el auténtico demiurgo creador (Los). Estas
raíces dinámicas de la vida se perfilan como emanaciones de un dios caído o
aspectos del hombre originario, llamado Albión, nombre que la mitología
griega daba al gigante hijo de Poseidón, fundador de la isla de Gran Bretaña.
Constituyen el principio y el resultado del abrupto descenso del alma desde la
luz a las tinieblas, un recorrido a la vez individual y colectivo, por el cual
podrá elevarse y redimirse una vez llegada al fondo del abismo, para restaurar
la Edad de Oro y con ello dar lugar a una nueva era histórica de la
humanidad. En la misma línea, el panteón incluye también emanaciones
femeninas a partir de este ser masculino integrado, además del héroe John
Milton, quien no es otro que el autor de El paraíso perdido, que regresa
del cielo para corregir sus errores teológicos a través de la poesía del propio
William Blake, quien creyó ser su reencarnación.

Pues, si eres alimento de gusanos, oh Virgen de los cielos,


¡Qué grande tu utilidad! ¡Qué grande tu bendición! Todo lo que vive
No vive solo, ni para sí…

Las ambigüedades de este despliegue mitológico son explicables en cuanto


fruto de una creación no consciente que apunta a arquetipos globales y no a
alegorías intencionadas. Responden a una visión sincrética y totalizadora
donde el panteísmo se concilia con el politeísmo incorporando también el
cristianismo, porque Jesús fue para Blake su gran inspirador, ya que lo
identificó con la imaginación. Así, el mundo descrito en “Augurios de
inocencia”, donde cualquier elemento se relaciona con el universo entero
afectando el conjunto con cada una de sus acciones, no remite al dios
tradicional, ese que, en su infinita sabiduría y bondad, difícilmente podría
hacerse responsable de la estupidez y la maldad humana o de la violencia
incomprensible de la naturaleza. Se trata de la divinidad que decide
escindirse de lo eterno para acercarse a lo fugaz y que, embelesada por sus
obras, se ama al amarlas, plena de satisfacción, incluso ante sus defectos. Es
la “eternidad enamorada de sus producciones en el tiempo”, a la cual se
refieren los Proverbios del infierno, porque en la precariedad de lo
efímero permanece aún ese gesto que anima y da vida a todo el cosmos, la
seña de la absoluta creación, cuyo trabajo silencioso al final hará posible la
redención de lo sensible.

Y esto exige, como es obvio, replantear la cuestión del mal, que es el


verdadero escollo de la teología tradicional y la mayor duda que corroe al
pensamiento cuando se hace coincidir a Dios con el bien. Precisamente, en
uno de sus más famosos poemas, Blake plantea este problema bajo la figura
de un tigre:

Tigre, tigre, que te enciendes en luz


Por los bosques de la noche,
¿Qué mano inmortal, qué ojo
Pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué profundidades distantes,
En qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó tomar ese fuego?
¿Y qué hombro, y qué arte
Pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿Qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?
¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque?
¿Qué tremendas garras osaron
Sus mortales terrores dominar?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
Y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿Sonrió al ver su obra?
¿Quién hizo al cordero fue quien te hizo?
Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
Por los bosques de la noche
¿Qué mano inmortal, qué ojo
Osó idear tu terrible simetría?
Todo el poema es una queja dirigida al
Creador que atañe a la presencia del
mal en general y a la contradicción que
supone haber incluido en la vida aquello
que la socava: la muerte, la vejez, la
enfermedad, el dolor físico, el
sufrimiento moral, la injusticia, el odio o
la amargura. Blake lo increpa por su
crueldad pero, al presentar estos
aspectos opuestos en la naturaleza,
donde la falta de conciencia les quita
toda connotación ética, pone en
evidencia el carácter amoral de la
Creación concediéndole plena libertad.
La hermosura esplendorosa del tigre, su
agilidad y su fiereza no son gratuitas sino
que están ligadas a una geometría funcional que requiere de la existencia de
una presa que terminará por ser aniquilada y devorada. Sólo en el contraste
se explicitan los distintos seres y se definen los valores contrarios, pero eso no
significa que sean reales. Si consiguiésemos purificar “las puertas de la
percepción”, veríamos las cosas como son: un fluir infinito. El mundo real es
el de la imaginación creadora, pero vivimos engañados por los sentidos.La
teoría de las emanaciones contribuye a resolver el dilema. Para Blake el dios
creador, Jehová, impone la ley moral y restringe a través de los diez
mandamientos, pero es el resultado de un dios superior, que, a la vez, envía a
Jesucristo para redimir a los humanos, dejándolos libres a través de la
imaginación y del amor que todo lo unen.

Blake pasó sus últimos años retirado, escribiendo y realizando grabados. Hizo
una exposición para reunir dinero, pero no tuvo éxito. La única reseña
aparecida a raíz del evento decía:

Un desgraciado lunático… unos pocos dibujos lamentables… un fárrago


sin sentido.

Murió apacible a los setenta años, sentado en su lecho mientras cantaba


alabanzas de su propia invención. El legado que dejó fue valorado de manera
adecuada muchos años después de su muerte. Thomas de Quincey, por
ejemplo, todavía se refería a él como “el grabador loco William Blake”. Hoy se
lo considera el más grande entre los futuros poetas románticos que él mismo
preludió y, por la unión que supo hacer de poesía, grabado, escritura, diseño y
acuarela, el último artista total de Gran Bretaña.

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