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El sacrificio fue una constante desde los comienzos mismos de mi carrera.

Nada me resultó fácil, y


cada pequeño logro dentro de la medicina significó un gran esfuerzo. Todo se presentaba como un
escollo insuperable, desde los exámenes hasta levantarme temprano en la mañana, pero el tiempo
y la adaptación lógica aún a las extremas dificultades, fueron limando las iniciales asperezas. Fue
así que, gracias a esa especie de instinto de supervivencia, la segunda mitad de la carrera me
insumió muchísimo menos tiempo que la primera. Esos últimos ocho años fueron maravillosos, al
cabo de los cuales se fue forjando firmemente la férrea vocación médica que hoy ostento.
Una meta clara signó mi carácter desde siempre. Lo digo rápido y en pocas palabras: Ser distinto.
En medicina eso supone despegarse de la mediocridad que la inunda, alejarse del mercantilismo y
de la charlatanería. Pero es menester reconocer sin más dilación, que fueron muy pocas las veces
que alcancé dicha meta, ya sea por materiales tentaciones, por ignorancia, desidia, impericia,
imprudencia, negligencia, y otras cualidades que sería engorroso describir.
Hoy quiero contarles un día muy importante en mi vida, el día que cumplí acabadamente con el
principio motor de mi ciencia. El día que fui un médico distinto.
Año 1976. Había dejado atrás una breve y amarga experiencia como médico rural, y después de
varios años como desocupado, había conseguido trabajo como reemplazante de guardia de
domingo en un prestigioso hospital. Poco a poco me fui ganando la confianza y el respeto de mis
pares, y luego del tercer año me ofrecieron un espacio en consultorios externos, los sábados de 14
a 15 y 30 hs. Después de varios meses de atención ininterrumpida, llega finalmente la tarde que
quiero recordar. Como era mi costumbre, arribé 20 minutos pasadas las 14. La rutina era la
siguiente. Agarrar el papel con el listado de pacientes, -que la secretaria dejaba a mediodía, ya que
a esa hora se retiraba junto a la enfermera y demás médicos -, recoger las historias clínicas del
archivo, y llave en mano, dirigirme al consultorio “exclusivo”, como le llamaban el resto de mis
colegas, porque se encontraba distante del núcleo de consultorios principales, y muy cerquita de la
morgue. Como la mayoría de los sábados, los preliminares no me demoraron, porque el listado
estaba en blanco, y llave en mano recorrí el largo y lúgubre pasillo que conduce al consultorio 13.
La libertad de espíritu y la soledad me permitían ensayar el siguiente juego. Caminar con los ojos
cerrados y guiado por el sexto sentido detenerme justo ante la puerta del consultorio. Siempre
acertaba, pero la gran mayoría de las veces debido al quinto sentido: el olfato. Al llegar a la puerta
invertía el cartel pegado en la misma que rezaba la palabra depósito, y surgía con orgullo el
número 13 en hermosos caracteres góticos. Ingresé a oscuras; el bajo presupuesto del hospital
impedía cambiar la lamparita quemada, y abrí la exigua claraboya que ofrecía un tenue haz de luz
sobre el diminuto consultorio. Allí estaban, como todos los sábados y prolijamente ordenados, los
baldes, escobillones y demás enseres de limpieza que coexistían con mi equipamiento médico, es
decir con 2 sillas enfrentadas y una balanza absolutamente precisa pero que se trababa en el kilo
38. Cumplido el plazo, me dispuse a retirar del consultorio, obedeciendo una vez más con las
amenazas del ordenanza respecto a dejar todo en condiciones. Había ocurrido que, un involuntario
desorden dos semanas atrás desató la ira de la gente de limpieza, y muy próximo estuve a perder
el consultorio, penalizándome finalmente el Director con la quita de media hora. Mientras recorría el
pasillo llegando a sala de espera, escucho gritos desaforados de una mujer que traía un niño en
brazos, envuelto en una manta y que evidentemente forcejeaba con la madre.
- ¡¡¡Un médico... mi hijo... se muere, ayúdenme!!! Tuve un irrefrenable deseo de correr, en dirección
opuesta a la madre, pero me detuve, y sacando una fuerza que creía no tener le dije con toda
seguridad a la desdichada:
- Pase por acá... si usted quiere, y le señalé el consultorio de pediatría, rogando para mis adentros
que el doctor Justo Nostá no le hiciese honor a su nombre. Nadie. Yo, la madre y el niño, el niño, la
madre y yo, la madre yo y el niño, y tres combinaciones más que me mostraban a las claras que de
esa no iba a poder escapar.
- Vaya, vaya, cuanto caprichito, dije de manera forzada enfrentando al niño. En ese momento
descubro su carita y percibo un claro tinte cianótico, los ojos en blanco y los labios rojos
manchados en sangre, mientras todo su cuerpito se desperezaba en una violenta convulsión tónico
-clónica.
- ¿Usted es pediatra? ¡¡¡Haga algo por favor!!! ¡¡¡Mi hijo se muere!!! Iba a contestar no. Y ese no
explicaría muchas cosas, respecto a mi especialidad, mis miedos, mis recurrentes ganas de huir.
Pero dije sí, y le arrebaté el niño a la madre y preso por la acción misma y en una tremenda crisis
de responsabilidad profesional, lo acosté en la camilla del consultorio 3 del doctor Nostá y le
inyecté por vía intramuscular, lo primero que encontré a mano.
Pasaron 3 minutos, un siglo para el ignorante, y después de ese siglo el niño dejó de sacudirse,
finalmente respiró y dio claras señales de mejoría. Recién entonces me atreví a mirar la cara de la
madre, que me regalaba una sonrisa amplia, mostrándome con saña un par de dientes
amarillentos. Me acerqué, pasé mi mano izquierda por su rostro como muestra de consuelo y
aproveché la ocasión para arrojar al cesto la ampolla rota de gentamicina que había administrado
al niño.
- ¡¡¡Muchas gracias!!! Salvó a mi hijo doctor. ¿Doctor ..? Y me interrogó también con la mirada.
- Nostá. Justo Nostá.
Ese día fui un médico distinto.

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