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Danza antillana, conjuntos militares, nacionalismo musical e

identidad dominicana: Retomando los pasos perdidos del merengue


Edgardo Díaz Díaz

Latin American Music Review, Volume 29, Number 2, Fall/Winter 2008,


pp. 232-262 (Article)

Published by University of Texas Press


DOI: 10.1353/lat.0.0024

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http://muse.jhu.edu/journals/lat/summary/v029/29.2.diaz.html

Access provided by UFPA-Universidade Federal do Para (25 Nov 2013 15:57 GMT)
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EDGARDO DÍAZ DÍAZ

Danza antillana, conjuntos militares, nacionalismo musical


e identidad dominicana: retomando los pasos perdidos
del merengue1
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R E S U M E N : El siguiente trabajo propone señalar eslabones perdidos entre la danza y el


merengue, términos que en un principio significaron una sola expresión musical y bailable.
En el ánimo de crear una expresión propia, varios nacionalistas musicales de la República
Dominicana vindicaron formas del folclore ligadas al merengue o danza, cuyos estilos intro-
dujeron especialmente las bandas militares desde Puerto Rico.Varios de los músicos puerto-
rriqueños abandonaron las bandas militares españolas y permanecieron en la República
Dominicana, de modo que contribuyeron al fomento de la danza y a la formación de un mayor
contingente de compositores dominicanos. La población dominicana adoptó la danza como
su baile preferido, hasta influir en los conjuntos típicos. Pero una crisis de identidad indujo a
escritores y composi-tores a adoptar un nacionalismo que cerró su mundo a influencias ex-
ternas al punto de negar el vínculo original entre el merengue y la danza. Eventualmente al
merengue se le adosa una forma especial, conocida como jaleo, fórmula que, al igual que
ocurre con el son adosado al danzón cubano, le presenta al mundo una síntesis de varias for-
mas preexistentes de folclore dominicano.
■ ■ ■

Palavras chave: Memoria colectiva, identìdad Dominicana, Merengue y danza, bandas militares,
Nacionalismo musical, Mobilidad simbólìca
A B S T R AC T: The following article unveils missing linkages between danza and merengue,
terms that meant a sole musical expression introduced by military bands from Puerto Rico.
Several Puerto Rican musicians abandoned their regiments and remained in Santo Domingo
to help make a larger contingent of Dominican composers, continuing to promote the danza
urban Dominicans as well as peasant musicians adopted as the preferred music for their dances.
But an identity crisis in the Dominican Republic compelled writers and composers to embrace
a nationalist stance that closed their world to external influences, to the extreme of denying
linkages between merengue and danza. Eventually, a form designed as jaleo — synthesizing
styles of Dominican folklore—is appended to the danza much like the rural son became at-
tached to the urban danzón in Cuba. In this way, danza came to be presented to the world as
“Dominican merengue.”
■ ■ ■

Keywords: collective memory, Dominican identity, merengue and danza, military bands, musical
nationalism, symbolic mobility

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Latin American Music Review, Volume 29, Number 2, Fall/Winter 2008


© 2008 by the University of Texas Press, P.O. Box 7819, Austin, TX 78713-7819
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El merengue tiene una raíz común con la danza. Es decir, es posible estable-
cer una continuidad definitiva entre los dos términos, que incluso alcanza
a señalar una sola forma musical y estilos sonoros análogos. Eso lo sabían
tanto escritores como compositores dominicanos activos entre las décadas
de 1870 a 1920. Estos últimos se inspiraban en las danzas de Puerto Rico —
conocidos también como merengues — para crear buena parte de su música,
que era primordialmente bailable (Jorge, 1982).
En un principio, un influyente movimiento político, impulsado inicial-
mente por Betances, y luego — hacia 1873 — por Hostos y Luperón desde
Puerto Plata procuraba integrar políticamente las tres grandes islas (Cuba,
Santo Domingo y Puerto Rico) en una gran Confederación de las Antillas
(Ojeda, 2001). A tales propósitos se les une desde muy joven el cubano José
Martí, que desde Nueva York lleva la campaña a su máxima expresión con
la Guerra de Independencia de Cuba.
De ahí que para el dominicano de entonces atribuirle nacionalidad a
sus danzas no importaba tanto. Al campesino dominicano le era poco rele-
vante si esa danza era puertorriqueña o quisqueyana, en tanto le sirviera
a sus propósitos recreativos o rituales. Al intelectual educado en la escuela
hostosiana le importaba tanto el carácter transnacional, antillano de esa
danza como su función asociativa y de entretenimiento. Por eso, era cono-
cida en Santo Domingo como ‘danza antillana’, y por eso también llegó a
influir profundamente en la conciencia musical dominicana como algo
muy suyo, tan suyo como lo era para los puertorriqueños. Tanto boricuas
como dominicanos usaron las mismas herramientas analíticas para con-
cebirla formalmente, es decir, como una expresión bailable con ritmo
único, una introducción repetida, conocida como paseo (reminiscencia
de la contradanza europea), a lo cual sigue una sección más extendida,
llamada merengue.
Pero a la vez que el dominicano enaltecía su hermandad con los puer-
torriqueños, se dejaba sentir inconformidad por lo que algunos en Santo
Domingo entendían como el “abandono” del legado popular, y llegó un mo-
mento en que ese ánimo inter-regionalista y hostosiano fue mermando en
el lapso de unos pocos años.
Hay quien dice que ocurre musicalmente a partir, quizás de 1908,
cuando se observa eso que llamaban “retrogradación” por fuerza de inva-
siones de índole musical.2 Esa frustración no es sólo consecuencia de la
intervención norteamericana en la isla entre 1916 y 1924, sino que tiene
precedentes. El marco de referencia desde entonces es el sentimiento na-
cionalista observado en todos los niveles de la sociedad dominicana, espe-
cialmente en lo musical. Ya la danza dejaba de ser “antillana” pues era parte
de una corriente de influencias musicales “invasoras.” El compositor do-
minicano evalúa sus parámetros estéticos y reconoce que buena parte de su
folclore se halla al margen de la aceptación social que las clases dirigentes
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e intelectuales dominicanas le habían reservado por décadas, primordial-


mente, a esa “música extranjera.”
Por más de siete décadas, la danza que llamaban “al estilo de las de
Morel” hacía las veces de modelo para el “baile nacional” dominicano. Sin
embargo, durante el período del nacionalismo musical, tanto escritores y
compositores adoptan el término “merengue” para designar su propia mú-
sica y procuran omitir toda relación entre ese “merengue” y la danza. Hay
3
voces destacadas como la del compositor Emilio Peña Morel, en 1919, y la
4
del escritor Enrique de Marchena en abril de 1927, que deploran la falta
de un repertorio musical dominicano. Pero ambos se contradicen luego,
llegando al extremo de alegar que desde fines de la década de 1920, y sólo
desde entonces, cubanos y puertorriqueños colaboraban para saquear la
5
riqueza sonora de la República Dominicana.
No es el propósito de este trabajo dar cuenta de esos años de incertidum-
bre vividos por los dominicanos, sino el de retomar los eslabones perdidos
de la relación que existió entre la danza puertorriqueña y el merengue do-
minicano de modo que haya luz sobre ese hecho, uno de los vínculos más
ocultados en la historiografía musical del mundo.
Desde 1919 la discusión y manejo de las transformaciones musicales en
la República Dominicana responden a la búsqueda, durante el primer ter-
cio del siglo XX, de una dignidad colectiva a la manera de una identidad
musical de carácter nacional para la sociedad dominicana. Por eso, este
artículo propone centrarse en asuntos de identidad dominicana y naciona-
lismo musical, y ver la relación de estos con la danza puertorriqueña, expre-
sión también emblemática para el puertorriqueño de esos mismos años. El
vehículo principal de esa relación musical lo fueron las bandas militares y
orquestas, tanto de Puerto Rico como de la República Dominicana.

Un “baile del país”: los inicios del merengue6


A fines del siglo XIX, al merengue se le veía en el orbe musical como
“danza puertorriqueña,” llegando a perfilarse como género de conciertos.
Un recital pianístico dado por Anita Otero en el Teatro Municipal de Cara-
cas es narrado por un diario venezolano el 13 de enero de 1892 en los tér-
minos siguientes: “Ruidosos y prolongados aplausos estallaron en la sala,
y obligada diversas veces a presentarse al proscenio, correspondió al entu-
siasmo del público con un delicioso merengue, recuerdo de su país natal,
la espiritual Borinquen” (cursivas en el original).
Los detalles sobre la formación prehistórica del merengue en Puerto Rico,
el cambio de su nombre a “danza,” y su introducción — en Santo Domingo
por los regimientos españoles (1861 – 1865) están contenidos en el artículo
“El merengue dominicano: una prehistoria musical en diez pasos” (Díaz
Díaz 2006, 179 – 209). Dada la extensa documentación de ese trabajo, las
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páginas siguientes retoman el asunto de sus comienzos partiendo de esa


publicación, según la cual, el ciclo acumulativo inicial — en sus aspectos
estrictamente sonoros, y, por eso, no haciendo referencia al baile — tuvo
sus comienzos en la Sociedad Filarmónica de San Juan hacia 1848. Ese
ciclo se completa con siete cambios estilísticos por unas seis bandas mil-
itares de Puerto Rico que lo introdujeron en Santo Domingo durante la
anexión de esa isla a España.
Esos siete componentes sonoros confluyeron con otros tres (el güiro do-
minicano, el tambor militar y los toques estilísticos de éste último) durante
la Segunda Guerra de Restauración Dominicana (1863 – 65). Por ahora nos
referiremos a los primeros siete, dejando los restantes tres para cuando
discutamos hasta qué punto establecen un vínculo entre el estilo de las
bandas militares y el conjunto típico conocido como perico ripiao.
El contexto social en que parece dar inicio el merengue es la velada lírica
y la sala de bailes en ciudades como San Juan y Ponce. Hasta 1848, el rito
social del baile cuenta con la contradanza y el vals, que eran parte de los
códigos que regían las relaciones sociales en el evento.
Por eso, el primer componente de esos siete es la adopción, como en-
vase o forma musical, de la contradanza europea, de aparente raíz francesa
aunque el formato bailable de parejas en línea destacara su raigambre
coreográficamente inglesa. La contradanza, según era tocada por músicos
en Puerto Rico hacia 1850, se componía generalmente de dos secciones de
melodías al estilo europeo de la época, repetidas, cada una de ocho com-
pases. Esas melodías, de una duración aproximada de dieciséis segundos
en cada sección, podían repetirse indefinidamente hasta que las parejas
concluyeran el ciclo coreográfico de las contradanzas programadas. Por el
momento, la música dependía de las figuras bailables pero, musicalmente,
la contradanza — más europea que criolla — constituía el envase principal
en el cual los músicos — muchos de ellos mulatos, además de europeos
y andaluces de extracción económica baja — incorporaban, como segundo
componente, elementos rítmicos de significado local y étnico. A eso los cro-
nistas lo denominaban “jaleo.” Eso se registra por lo menos en los salones
de la Sociedad Filarmónica de San Juan en abril de 1848.
Uno de los miembros de esa sociedad, el dramaturgo Alejandro Tapia y
Rivera, reconoce el “jaleo” como la segunda parte o sección — más movida
y rítmica — de la antigua contradanza mientras el merengue no lo define
musicalmente, sino como “la exageración en la manera de bailar el jaleo
(1973, 128).”
Sin embargo, dado el uso popular del término “jaleo” entonces, no nos
referimos a él como sección musical — tal y como aparece añadida al
merengue dominicano después de 1920, — sino a partículas rítmicas rela-
tivamente breves, de reconocido “sabor habanero,” que “halaban” (le roba-
ban) el valor temporal a las articulaciones rítmicas regulares de la antigua
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2
contradanza. Al ocupar una unidad de tiempo en el compás de 4, cabe
referirse a ellos como “jaleos rítmicos,” que en nuestro caso constituye la
partícula analítica más breve entre los aspectos musicales aquí estudiados.
Un tercer componente está vinculado con el jaleo rítmico, aunque hace
referencia a la medida del compás. En la contradanza criolla el sistema
2
métrico de 4 era ambivalente pues su melodía se hacía generalmente en
compás binario, mientras el acompañamiento muchas veces seguía la línea
de tiempo africana 3-3-2, es decir, sobre la base de un tipo de jaleo que se
extiende a la medida de un compás entero y acentuando la tercera articu-
lación rítmica, según se subraya. También ocurría lo contrario, es decir, que
la melodía se hiciera en tres (o sea, 3-3-2) con un acompañamiento binario.
Debido a su extensión a un compás entero, el jaleo adquiere un significado
métrico, aunque a la vez sugiere una fórmula rítmica que extiende la du-
ración al doble del jaleo rítmico.
En palabras del cubano Esteban Pichardo, el jaleo lo podríamos enten-
der así: “Una contradanza cubana llega a Europa: el músico europeo toca
las notas, pero nunca aquel aire, aquel jaleo, aquel sabroso que tiene la eje-
cución de un criollo (cursivas en el original citado por Galán 1983, p. 128).”
De igual modo, Manuel Alonso afirma en 1849 que “… era preciso que oyera
una contradanza tocada por uno de las Antillas para poder apreciar ese
género de composición” (Alonso 1849, 60).”
Tanto el jaleo métrico como el rítmico se repiten compás tras compás,
para darle el sabor que al bailador europeo de esa época le evocaba sensu-
alidad y cierto aire de exotismo.
A la vez que se altera el ritmo, ocurre un importantísimo y determinante
cuarto paso, dado primordialmente en Puerto Rico: la expansión de la se-
gunda parte de la contradanza entera en proporciones considerables, regis-
trada, de acuerdo a variadas fuentes de la época (Tapia 1973 [1882], 126; Brau
7
1977 [1903]; 8),8 a partir de 1848. Mientras a la primera parte (no expandida,
aunque repetida) se le denominaba paseo, a la segunda parte en expansión
se le denominó merengue, que Tapia solía llamar “jaleo.” Simultáneamente,
con la expansión, esa segunda sección, a su vez, el meren-gue adopta la
mayor proporción de esos “jalones” rítmicos. Debido a la alta proporción de
compases en esa segunda sección, que siguió expandiéndose por unas cua-
tro décadas, a toda la contradanza se le llamó popularmente “merengue”
desde entonces. En noviembre de 1857, el compositor Louis Moreau
Gottschalk deja consignada desde Ponce — en su Danza, Opus 33— la forma
definitiva del merengue, cuya proporción la distingue claramente de las dan-
zas cubanas, que no contenían aun la expansión de esa segunda sección.
El merengue lo tocaron músicos locales junto a músicos de regimiento,
quizás por vez primera, en una velada de bienvenida al Gobernador Juan
de la Pezuela, a mediados de septiembre de 1848, de acuerdo a un número
9
de La Gaceta publicado ese mes. Desde las páginas del propio periódico
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oficial, el autor anónimo reclama el merengue como ‘baile del país’ (Puerto
Rico), destinado a diseminarse en Europa para desplazar los viejos bailes
emblemáticos de las cortes.
Unos meses transcurrieron cuando, en agosto de 1849, de la Pezuela
prohibió el baile, aunque la prohibición no fue suficiente para suprimirlo,
pues la juventud boricua lo siguió bailando, particularmente en las ciu-
dades del sur y oeste, con el seudónimo de “upa.” Tan pronto como Pezuela
dejara la isla en 1852, el término “upa” fue cayendo en desuso mientras el
baile seguía ganando popularidad con el término de “merengue.” Durante
dos años, entre 1852 y 1854, tuvo lugar en periódicos de Ponce una encar-
nizada polémica sobre el merengue documentada por Socorro Girón en su
manuscrito Ramón C.F. Caballero, ‘Recuerdos de Puerto Rico’ y La polémica
del merengue (1984). Hacia mediados del siglo XIX en Puerto Rico, el de-
nominativo de “merengue” ocupó cientos de páginas, viniendo a alternar
con el de “danza” para referirse al mismo baile.
Si antes la contradanza se componía de dos secciones melódicas, cada
uno de ocho compases, el merengue nace de la incorporación en la segunda
parte de la contradanza de esos jaleos o ritmos de sabor local o regional.
El merengue era un modo de incorporar en los bailes de la aristocracia
local los elementos populares de costumbres practicadas por los músicos
que esa aristocracia llamaba “lascivos” y “vulgares.” Del ámbito sonoro, tales
sonidos provocativos se traducían en “la exageración en la manera de bailar
el jaleo” de que nos habla Tapia. Por eso, los ritmos locales o regionales se
empleaban sólo en la segunda parte (el llamado merengue), a modo de una
deferencia estratégica: si el músico incorporaba esos ritmos en la primera
parte, podía ocasionar una reacción adversa inmediata, que dejaba a los
concurrentes sentados y despavoridos ante el “¿qué dirán?” del resto de los
concurrentes. Pero al tocar la sección inicial como paseo, la pareja respondía
a la invitación sonora con el esperado protocolo aristocrático. Al comenzar
la sección del merengue, ya era tarde para que uno de ellos dejara de bailar,
pues era incorrecto que el bailador abandonara la sala al romper el meren-
gue. Eso era visto como un desaire a la pareja.10 Prevalecía el compromiso
a seguir bailando, y por eso, los músicos esperaban a que concluyera la
primera parte, para aprovechar la oportunidad de incorporar esos elemen-
tos rítmicos y melódicos que eventualmente se institucionalizaron en la
danza, así como en los estilos corporales de los bailadores.
Dicha deferencia estratégica, la de esperar a la segunda parte para alterar
y “robar” valores temporales en el ritmo en la segunda parte de una con-
tradanza, tiene un precedente importante en “San Pascual Bailón (1801),”
contradanza cubana cuya segunda parte adquiere un sabor criollo que even-
tualmente condicionó la forma de la danza cubana (Alén 2001, 116 – 33).
Pero ¿en qué consiste la diferencia entre la danza puertorriqueña y su
contraparte cubana?
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En general, el formato cubano consistía de dos partes: una parte prima


de aire marcial o aristocrático que, al decir de Carpentier, “arranca a menudo
con gran empaque clásico,” y una segunda más movida, “siempre cubanís-
ima, de neto sabor folklórico” (Carpentier 1946, 192). Algo similar ocurrió
entre las primeras danzas de Puerto Rico hasta aproximadamente media-
dos de la década de 1940, aunque a la sección de la danza cubana llamada
“prima” se le conocía en la versión puertorriqueña como paseo; y la sección
“segunda” en la versión cubana llevaba para los puertorriqueños el nombre
de merengue.11
Al merengue se le consideraba “baile del país,” algo que los puertorri-
queños usaron como testimonio de afirmación nacional tan temprano como
ese año del 48.
Pero aun con la incorporación de esos ritmos locales, la forma general
(sonora) de la pieza quedó binaria (divisible en múltiplos de 2) lo cual, a no
ser por su contraparte bailable en parejas independientes, mantenía en el
merengue la hegemonía clasicista de la aristocracia francesa.
Buena parte de las orquestas merengueras de Puerto Rico no sólo in-
cluían músicos locales, sino además miembros de las bandas militares,
que sumaban cuatro en 1848 y que partieron a Cuba por un Decreto Real
que ordenaba traer a Puerto Rico otros tres regimientos directamente de
España.12
Es a raíz de ese decreto cuando ocurren revolucionarios cambios y modi-
ficaciones en el formato de las bandas militares de Puerto Rico: la introduc-
ción en 1857, por el director y compositor francés Carlos Allard del saxofón
(quinto componente) y sus estilos obbligatos (sexto); que luego, hacia 1859,
el bombardinista español Joaquín Montón adopta como obbligatos para su
instrumento (séptimo paso) en las retretas de las bandas de regimiento dos
años antes de que esos regimientos invadieran Santo Domingo. Dichos cam-
bios consolidan la hegemonía militar europea en el ambiente sonoro local,
pero con los años, los músicos locales criollizaron esos obbligatos paulati-
namente para darle un carácter rítmico a esos solos en las melodías de cierre
de las danzas. El impacto rítmico del obbligato se deja sentir en el conocido
“canto de bombardino,” que reconfigura la última sección en una inno-
vadora textura musical. Tal impacto se deja sentir en los estilos contrapun-
teados del saxofón en el merengue, como veremos.
Así, musicalmente y con una clara envoltura europea, y el sentimiento
caribeño de sus ritmos junto al estándar instrumental francés de las ban-
3
das militares españolas, se reimpuso1 el merengue en Santo Domingo.
Con la expansión de la segunda parte de la contradanza (el merengue), que
originalmente era de 8 compases, se aumenta progresivamente en números
pares. Al doblar el número de compases a 16, o llevándolo generalmente a
los múltiplos de 32, 64 o 128, se aumenta la posibilidad de componer más
melodías por secciones. En un principio, esa expansión se define con dos
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o más secciones melódicas de carácter lineal que, antes de 1854, no se


habían verificado hasta ahora fuera de Puerto Rico. Sin embargo, los seis
componentes restantes estudiados aquí, especialmente eso que los cro-
nistas llamaban jaleo, y que aquí clasificamos como “rítmico” y “métrico”
eran observables además en Cuba, Haití y Santo Domingo en formas como
la habanera, el cinquillo y la línea de tiempo africana acentuada en la ter-
cera articulación (3-3-2).
Incluso sabemos que el término “merengue” se ha usado para designar
bailes en Colombia, Venezuela, Haití y otros lugares del Caribe, aunque no
haya evidencia de merengues en esos puntos antes de 1900. Sus orígenes
también se han vinculado con un baile de Mozambique, aunque igualmente,
a Puerto Rico también se importaron esclavos de esa región de África.
Lo que sí explica, con solidez, la procedencia puertorriqueña del meren-
gue, es el ensamblaje de esos siete elementos en una expresión que designa-
ban así, como “merengue,” “baile nacional” de Puerto Rico, antes de que
se le llamara “danza” eufemísticamente.

Segunda Guerra de Restauración Dominicana:


la invasión sonora (1861 – 65)
A ese factor le sumamos la continuidad trazada aquí entre los bailes san-
juaneros de 1848 y la Guerra de Restauración Dominicana (1863 – 1865). Con
armas y bayonetas de infantería llegan a Santo Domingo seis regimientos
y sus bandas militares, incluyendo los 40 músicos y cornetas de órdenes
4
de la banda del batallón de Cádiz, que otrora tocaba merengues1 en las
retretas ponceñas. Es también la que dirigieron el pianista Louis Moreau
Gottschalk y Allard, el francés de la velada merenguera del 48. Es la agru-
pación musical donde se registran las primeras referencias sobre obbli-
gatos de saxofón y bombardino, e inspiró a Gottschalk para algunos de
sus notables conciertos. Junto a ese cuerpo militar, vinieron del extranjero
otros batallones que hicieron un total durante la guerra de una veintena,
desglosados como sigue: once de Cuba, seis de Puerto Rico y tres de la
5
península española.1
En buena parte de América, las bandas de regimiento constituyeron un
medio eficaz de divulgación de material sonoro tanto local, como europeo.
Los compositores y músicos del patio de alguna manera fueron influidos
por el constante arribo de partituras, además de nuevos estilos e instrumen-
tos musicales, la mayor parte de éstos adquiridos por asignaciones pre-
supuestarias a la administración militar, deseosa de tener su espacio político
en el ambiente social-sonoro de sus colonias.
Por virtud de una reorganización militar entre 1854 y 1860,16 por lo
menos tres batallones en Puerto Rico tenían banda entonces, sin contar
con las de los regimientos de Puerto Rico, Marina y Jíbaros voluntarios.
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Igualmente puede inferirse que las bandas de música de los regimientos


de Cuba dejaron sus influencias en el ambiente musical dominicano.
Pero la orden fechada el 11 de mayo de 1854 a que nos referimos antes,
mandaba el traslado a Cuba ese año de los tres regimientos y sus charangas
existentes en Puerto Rico. Es en esas semanas de 1854, cuando los intensos
7
debates en Ponce ya señalados en torno al merengue1 alcanzan su cenit. Eso
indica que buena parte de los músicos provenientes de Cuba durante la
guerra de Santo Domingo, ya adquirían su experiencia tocando merengues
en orquestas de baile de Puerto Rico. El caso más conocido es el de Luigini,
director de la banda del regimiento Isabel II, procedente de Cuba. Callejo
lo señala como concertista de cornetín “de gran competencia,” establecido
en Puerto Rico hacia 1850 y que murió en la Guerra de Santo Domingo
(Callejo [1915] 1971, 40). López Morillo también hace mención de la muerte
de este “músico mayor,” como una gran perdida.18
Un vínculo directo entre la banda de los Cazadores de Cádiz con la Guerra
de Restauración lo vemos mediante el relato de una emboscada dominicana
en Samaná. Ocurrió en marzo de 1864, cuando el bombardinista/saxofonista
Joaquín Montón — el que sustituyó a Carlos Allard como director musical
en Ponce — “animaba” a las tropas “en los momentos y sitios de mayor
9
peligro.” 1
El batallón de Puerto Rico también se hallaba en Puerto Plata durante
la guerra. Su repertorio musical verificado también entre las bandas de
regimiento en Borinquen se desglosa como sigue:20
1. Una danza local, pasodoble o polka, en su mayoría por compositores
residentes en Puerto Rico.
2. Una pieza de alguna ópera de moda o polka.
3. Variaciones u obligados de bombardino o saxofón.
4. Tandas de rigodones o piezas de zarzuelas.
5. Danzas de compositores puertorriqueños o pasodobles;
6. Pasodobles o danzas de compositores puertorriqueños.
Entre los músicos del Regimiento de Puerto Rico está Ignacio Martí,
“eminente clarinetista” que se estableció unos años después en Puerto
Plata, donde “formó aventajados discípulos” (García 1947, 18).

La formación de bandas y el cultivo de la danza en Santo Domingo


Una vez concluida la Segunda Guerra de Restauración, el proyecto educa-
tivo de la clase dirigente en la República Dominicana incluye la contratación
de músicos del extranjero, especialmente profesores de música españoles
e italianos (en la enseñanza de formas y estilos europeos) y egresados puer-
torriqueños de las bandas militares invasoras. Este contingente de músi-
cos puertorriqueños tuvo la misión primordial de fundar o nutrir bandas
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municipales y militares en todo el país (véase, por ejemplo, a García 1947;


Coopersmith 1949; y Jorge 1982). Si el modelo instrumental de una banda
era el de Puerto Rico, ese instrumental entonces es similar al siguiente: dos
cornetas de cilindro, dos cornetines, un barítono, dos saxofones, un saxofón
bajo, dos bombardinos, una bastuba (tuba), dos fliscornios, un requinto, un
flautín, dos trompas, dos trombas, dos clarinetes, cuatro trombones, un
bombo, un redoblante, una caja “viva” y dos pares de platillos.21
Que sepamos, el primer músico que pasa de un regimiento invasor a
formar parte del claustro musical dominicano es el catalán Rafael Ildelfonso
Arté, que fundó la primera Banda Municipal de Santiago poco después de
llegar de Puerto Rico en 1870. La prensa local de esa época celebraba que,
en menos de dos meses, Arté organizara una banda “al estilo de las de Eu-
ropa” en 1872 (Espinal 2005, 224). Su profunda influencia se dejó sentir
tanto entre sus contemporáneos (Espaillat 1962 [1875], 75) como en futuras
generaciones de compositores dominicanos. Uno de los centros culturales
de mayor importancia en el país llevó su nombre.
Por su parte, Ignacio Martí 22 dirigía la banda del Regimiento de Puerto
Rico desde 1872 (Coopersmith, 1949, 24), hasta que deja ver sus simpatías
por la independencia de la isla y es forzado a emigrar a Puerto Plata. Allí
funda y dirige la primera banda municipal y compone el conocido Himno de
Capotillo, con letra de Rodríguez Obijo (Incháustegui 1995, 175). De Puerto
Rico, además, llegaron José Curbelo y José Galván. Por varios años, Curbelo
fue director de la banda municipal de La Vega, que él fundara, y la orquesta
Unión Artística (Jorge 1982, 49). En San Pedro de Macorís, José Galván com-
puso más de doscientas obras, entre ellas danzas, y fue por largo tiempo di-
rector de la banda municipal de ese pueblo (García 1947, 27).
En junio de 1892, el gobierno de Ulises Heureaux hace, desde uno de
los periódicos de Puerto Rico, el siguiente anuncio:

Se desea contratar un músico de buenas condiciones para dirigir una


banda militar en Puerto Plata, (St. Domingo). El sueldo es bueno. Ha de
3
llevar repertorio de música y ser requinto, si es posible. (énfasis mío)2

El seleccionado resultó ser José María Rodríguez Arresón, considerado


como el educador musical más importante de Puerto Plata entre 1892 y
1930. Es allí, donde la banda municipal, que él fundara en 1907, continúa
4
aun hoy, ininterrumpidamente, ofreciendo sus retretas semanalmente.2
Su inmensa labor en la educación, además de su producción “muy extensa”
(García 1947, 19) de danzas y música coral o sinfónica, hace imposible re-
ferirnos a él en estas páginas. Según se lee en la partitura original de su
danza En la lejanía — con el membrete de la Banda de Música Municipal
de Santiago — sabemos que hacia 1900, la variedad de esta agrupación al-
canzaba unos 21 instrumentos, sin contar con la sección de percusión, que
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242 ■ EDGARDO DÍAZ DÍAZ

incluía el pandero para las danzas (Alberti Mieses 1975, 30). Ese listado —
muy distinto al del período de la posguerra — es, a saber: flautín en re
bemol, clarinetes principal, primero y segundo (en si bemol), requinto en mi
bemol, oboe, saxofones soprano, alto y altos primero, segundo y tercero en
mi bemol, saxofones tenor y barítono, cornetines principal y segundo en
si bemol, trombones en do, bombardinos principal y primero en do, cor-
neta, barítonos en do, y bajos en mi bemol y en do, respectivamente.
Basta indicar que buena parte de los autores dominicanos vindican a Ar-
resón como una especie de “Hostos musical” en el Cibao.

Merengue/danza: La pasión dominicana por la danza


Una edición de 1909 de los Escritos de Ulises Espaillat nos revela que, en una
época, en Quisqueya, “merengue” era sinónimo de “danza.” Por décadas,
la danza ocupaba más del 70% de los bailes “de sociedad” de las principales
ciudades dominicanas. La mayor parte de los autores dominicanos activos
en el primer cuarto del siglo XX, concurren en decir que la danza consti-
tuyó la forma musical más elevada y autóctona de los dominicanos. Su
modelo por excelencia: “las danzas al estilo de Juan Morel Campos,” el re-
conocido compositor ponceño.
Ya en 1864, según la investigadora Bernarda Jorge, aparece en Santo
Domingo un tipo de danza con los atributos formales y rítmicos que se ob-
servaban en Puerto Rico: se divide en dos partes — es decir, introducción
(paseo al estilo aristocrático europeo), seguido por un merengue de dos
temas melódicos repetidos de dieciséis compases cada uno, en compás
binario. La compuso el dominicano Mariano Arredondo con el título de
“El Sueño” (Jorge 1982, 53). Nos revela el Padre Billini que esta “voluptuosa
danza nacional [dominicana] … trae los melodiosos sonidos de los clarinetes
gemidores” (Billini, en Rodríguez Demorizi 1971, 171).
Buena parte de los compositores dominicanos activos hasta 1930 o
poco después, tuvieron la danza entre sus formas preferidas. La lista in-
cluye a José María Arredondo, Pablo Claudio, José de Jesús Ravelo, José
Ovidio García, Francisco Soñé, Juan Francisco García y José Dolores Cerón,
entre otros.
Una idea del entusiasmo dominicano por la danza puertorriqueña la
obtenemos de dos fuentes. Una consiste en el catálogo de bailables de José
María Arredondo (1840 – 1924), cotejado por la investigadora Bernarda Jorge
en su libro La Música Dominicana (1982), y desglosándose como sigue: 128
danzas (68.8%); 60 valses (28.9%); 8 pasodobles (3.8%); 4 one-step(s);
(1.9%); 3 mazurkas (1.4); 2 polkas (.09%); 2 danzones (.9%). Por su parte,
el repertorio de la Banda Municipal de Santiago en 1916 se desglosa en 156
danzas, 100 valses, 84 mazurkas, 73 polkas, 20 schottische, 14 danzones, 13
two-steps y 4 boleros.
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Retomando los pasos perdidos del merengue ■ 243

Danza borincana y nacionalismo musical dominicano


Durante los años de mayor apogeo de la danza puertorriqueña en la
República Dominicana (entre 1900 y 1916), el arielismo del escritor
uruguayo José Enrique Rodó propone el establecimiento de un lenguaje
que representara legítimamente la voz de las naciones latinoamericanas
ante el naciente imperialismo norteamericano. En la República Dominicana,
el impacto se siente en escritos iniciales de los escritores Enrique Deschamps
y Pedro Henríquez Ureña, y parece reverberar en compositores como Juan
Francisco García y Juan Bautista Espínola, quienes hacia 1912 hurgan en el
folclore dominicano en la búsqueda de ese lenguaje propio.
Aquí nos preguntamos qué significado tuvo la danza puertorriqueña para
el compositor dominicano y hasta qué punto debemos referimos a un asunto
casi exclusivo de escritores y compositores, y no tanto a razones externas.
El etnomusicólogo Paul Austerlitz sostiene que el nacionalismo musical
dominicano, y el consecuente “ascenso” del merengue a las salas bailables
de la alta sociedad a partir aproximadamente de 1920, es la respuesta de los
dominicanos a la ocupación norteamericana a la República Dominicana,
ocu-rrida entre 1916 y 1924 (Austerlitz 1997, 46 – 47). Bernarda Jorge, por
su parte, sugiere que el impulso nacionalista musical ya existía antes, pues,
“a fines de siglo [XIX] predominaba la danza puertorriqueña y … Pablo
Claudio … llamó a sus danzas ‘dominicanas’, quizás como una manera
de diferenciarlas del patrón puertorriqueño” (Jorge 1982, 55). La preocu-
pación dominicana por los “aires del pueblo” ya se dejaba sentir, no desde
el año de la invasión en 1916, sino en una fecha tan temprana como 1879.
Según Jorge,

Las razones del cambio de actitud habría que buscarlas en el predo-


minio de la ideología de una clase dominante, manifestada en el repu-
dio a lo criollo y a la copia de hábitos y modos foráneos. Se olvidaba lo
propio, rindiéndole culto a la música europea o puertorriqueña en boga
(Jorge: 1982, 52)

Era de esperarse que ocurriera en la República Dominicana, tal y como


sucedía en las otras naciones recién independizadas en América de las
metrópolis europeas, donde, sin excepción, sus clases dirigentes se vana-
gloriaban de sus caudillos y héroes mientras mantenían su dependencia
económica y, por ende, cultural con sus antiguas naciones-amos.
Pero el caso de la República Dominicana es, en cierto modo, único.
Gran parte de los escritores y compositores dominicanos educados en la es-
critura musical, entre 1890 y 1920, veneraban y acogían la danza como parte
integral de su identidad colectiva, que, al fin y a la postre, tenía rasgos filiales
con las del resto de las Antillas. La simpatía y admiración por la danza ex-
plica por qué este baile se imponía sobre los demás géneros bailables. Sabían
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244 ■ EDGARDO DÍAZ DÍAZ

que esas danzas se hacían siguiendo el molde de las de Puerto Rico, que
era, y sigue siendo aun una colonia, antes de España, y hoy de los Estados
Unidos. Por eso, al hacer la danza suya por encima de todas las demás ex-
presiones, en especial las europeas, dieron un ejemplo a la América Latina
al mantener un perfil propio como parte de una región que, inspirada en
Betances, Hostos y Martí luchaba por unirse y ser libre.
El 28 de abril de 1920, el compositor Esteban Peña Morel reiteró de-
claraciones suyas, expresadas el día anterior en el sentido de que “al tratar
de las danzas borincanas y su imitación por nuestros compositores, cierto
es que el nativo de Borinquen tiene rasgos psicológicos que casi le hermanan
con el quisqueyano …” Para este compositor, Morel Campos era “guía y norte
de nuestros compositores antillanos.”
Hay, no obstante, razones de fuerza mayor que a la altura de 1910 le
dieron a la danza puertorriqueña un carácter más hegemónico que soli-
dario: su alta proporción en el repertorio dominicano de bailes y conciertos
por décadas enteras, hacía que el compositor en Quisqueya no tuviera otra
opción, sino la de interpretar — como imposición o propuesta intelectual
de la aristocracia local — los modelos ya institucionalizados de Tavárez y
Morel Campos, e incorporarlos en obras musicales que intentaban desig-
nar con denominativos como “danza típica” o “danza criolla.”
La experiencia dominicana era, y sigue siendo (igual que en Cuba y
Puerto Rico) un relato de incesantes luchas contra toda clase de interven-
cionismos del exterior, amén de las luchas internas entre dirigentes y caudi-
llos. Eso lo tenía presente el compositor dominicano hacia 1916 en palabras
que destacan sus penurias en establecer una estabilidad existencial:

Dividido en dos partes por el tratado de Aranjuez en 1777. Cedida a Fran-


cia mediante el tratado de Basilea, 1795. Convulsionada por las invasiones
de Toussant y Dessalines en 1801 y 1805; dominada por la llamada Era
de Francia del 1805 al 1808. De vuelta a España del 1809 al 21 e invadida
por Haití del 1822 al 44. Guerras con el vecino estado del 44 al 55. En-
tregada a la ‘MADRE PATRIA’ del 1861 al 63. Luchas intestinas entre
caciques a lo largo de todo ese período que trajo como consecuencia la
oprobiosa intervención norteamericana de 1916 al 24 (Paulino 1994, 30).

Cada atentado foráneo contra la soberanía nacional le invocaba al do-


minicano su carácter de sagacidad y lucha, aunque también lo sumía
en la más profunda duda en torno a sus capacidades económicas, sociales
y culturales.
Musicalmente, los signos de la angustia dominicana quedan manifesta-
dos en 1927 en las siguientes palabras del folklorista Julio Arzeno:

Toda la existencia de nuestro país, ha sido no más que una larga lucha
por la libertad, nunca, pues, hemos podido consagrarnos sosegadamente
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Retomando los pasos perdidos del merengue ■ 245

a arte liberal alguno, especialmente el arte musical, y ahí la causa por la


que los elementos de carácter propio que poseemos no hayan desarro-
llado y evolucionado en género musical independiente, y nos hayamos
inclinado a estilos importados, tanto, que hasta hoy, en rigor son las for-
mas casi únicas donde nuestro pueblo — carente de verdadero concepto
artístico-musical, — estima y aquilata en este punto su criterio … (15).

La ocupación norteamericana fue en parte responsable del resurgir na-


cionalista que, a su vez, antes de la ocupación, heredaba la visión moder-
nista de una América en búsqueda de su propio “orientalismo.”
Por eso, la hermandad boricua-quisqueyana invocada por Peña Morel en
abril de 1920, estaba por llegar a sus límites, pues, según afirma más tarde
ese año “nuestra canción popular [léase “folklore dominicano”] es … muy
distinta a la borincana.” Es en ese artículo donde alguien presenta por vez
primera una visión distintiva del merengue dominicano que, a su entender,
se caracteriza por su espontaneidad y sencillez melódica. No es coinciden-
cia que en esos días, Juan Francisco “Pancho” García publica también “por
vez primera” un merengue que optó por denominar como “danza típica,”
y que sus compatriotas la enaltecen como un gesto sin precedentes.
Entonces llegó el día en el que Enrique de Marchena (hijo), en las pági-
nas de la revista Blanco y Negro de abril de 1927, propuso el mayor estímulo
de la investigación folclórica en Quisqueya, de modo “que [hiciera] aban-
donar por completo a los compositores, la imitación de estilos extranjeros
como lo son la composición de danzas estilo [Morel] Campos, habaneras y
otras tantas composiciones más.”
En la mirilla se incluía también música de moda ese año, como el “lied”
alemán, el vals, la mazurca, el charleston y el fox-trot.
Varios meses después, Arzeno llama a los compositores a “abandonar
los ritmos exóticos” y consagrarse “a ser músicos dominicanos antes
que alemanes o puertorriqueños” (1927, 16). Su libro Del Folk-lore Musical
Dominicano es el primer volumen dedicado enteramente al folclore musi-
cal dominicano.
Arzeno, al igual que Peña Morel, recurrió a la danza puertorriqueña como
tema obligado para definir su merengue: la inmediatez del texto impreso
entre danza y merengue procura consignar su versión de una, como radi-
calmente distinta al otro. De acuerdo a sus palabras, el bailador dominicano
prefería imitar el vals, la mazurca el fox-trot y “la descoyuntada epilepsia
del Charleston, pero nunca la enervante ‘danza’…” debido a que “[la danza]
no gusta a nuestro campesino por no amalgamarse a su temperamento le-
vantisco,” Adoptando el estilo prosístico de José Martí, invoca Arzeno el
ya establecido estereotipo de la danza “quejumbrosa” a lo que añade: “Tal
vez Puerto Rico a la fecha no haya sido libre y autónoma debido a su mú-
sica enervante, llorona, que, adormeciendo las pasiones belicosas entibia el
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246 ■ EDGARDO DÍAZ DÍAZ

ardoroso y sacro amor que inflama y empuja a la brecha, donde se gana con
fuego y con sangre, la remisión del suelo que nos vio nacer” (44).
De ese modo, Arzeno contradice la desesperación introductoria de su
libro. Su comparación del Himno Dominicano (soberbio, belicoso, en tona-
lidad mayor) con La Borinqueña (“escrito en tono menor y … una queja
constante”), le sirve de parámetro, con el que remata su distinción entre la
psicología quisqueyana de “infantil ternura y entusiasmo desbordado” y
el carácter puertorriqueño de un pueblo esclavizado que no alcanzaba a
obtener su libertad.
¿Es que, acaso, querría deshacerse de la preponderancia musical de una
colonia sobre la nación dominicana que, después de todo, tampoco cesaba
de ser invadida?
Imposible. Decía Pedro Henríquez Ureña que en Santo Domingo, “la
‘danza’ que imperó durante medio siglo [en Santo Domingo] se identificó
con el tipo borinqueño; fue hasta hace pocos años el baile favorito de socie-
dad y tuvo muchos cultivadores” (Henríquez Ureña 1979 [1929], 172). Para
Arzeno la danza también era expresión de hermandad entre dominicanos
y boricuas. Era innegable que la danza: “esta forma de expresión, por haber
arrullado nuestra alma y despertado la idealidad en nuestra mente y por sen-
timiento nacional Antillano, no [la] podemos desterrar …” (44).

Conciencia de clase social, o la fragmentación de una memoria común


Desde aproximadamente 1927, buena parte de los estudiosos del merengue
establecen una distinción clara, divisible en clases sociales, entre danza y
merengue. Se valen hoy de esa distinción social para enfatizar que “la
danza no es el merengue.”
Enrique Deschamps en 1906, en su volúmen La República Dominicana:
Directorio General apuntaba a tal distinción, pero en un lenguaje que sugiere
la virtual inexistencia de una clara división de clases: “En lo que pudiéramos
llamar aristocracia dominicana … la danza llena las tres cuartas partes del
programa …,” mientras que “en los de las clases inferiores puede decirse
que todo el baile es … una sola danza, pues a esta equivale el rústico me-
rengue.” Este pasaje lo reprodujo el escritor Pedro Henríquez Ureña (1979
[1929], 166), luego Bernarda Jorge (1982, 99) y más recientemente Darío
Tejeda (2003, 72), pero obvian la equivalencia entre danza y merengue
establecida por Deschamps. Para minimizar todo sentido de relación, de-
finen “danza” en su acepción general de “baile,” y enfatizan en las diferen-
cias de clase para presentar la idea de que la danza y el merengue eran dos
cosas totalmente distintas.
En aquellos tiempos, la distinción por clase social se establecía a manera
de clasificaciones contextuales de donde el lector de hoy colige la música
dominicana en dos categorías sociales: la música de la ciudad y la música
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Retomando los pasos perdidos del merengue ■ 247

del campesinado, o de las clases “inferiores” (Hazard 1873, 295; Espaillat


[1875] 1909; Deschamps 1906, 274; Schoenrich 1918, 177; Espinal 2005). En
gran medida, dicha clasificación le ofrece poco margen al lector para visuali-
zar la posibilidad de interacción social entre la población urbana (compuesta
primordialmente de comerciantes y personal del gobierno en categorías
económicas distintas), y el resto de la población, mayormente dispersa en
los campos y desprovista de los bienes económicos del sector urbano. A
falta de evidencia de interacción social, claro está, sería difícil probar la
relación entre “lo que pudiéramos llamar la aristocracia dominicana” y las
“clases inferiores.” Por lo tanto, también era difícil probar la relación entre
la danza urbana y el merengue del campo.
Entonces uno se pregunta, pues, cómo Henríquez Ureña, un escritor
tan eminente y erudito, omite en 1929 y nuevamente en 1931, otro punto
5
del mismo Directorio de 1906 2 que él cita, y que adquiere una relevancia
mayor, toda vez que ahí sí se corrobora claramente la relación entre
“danza” y “merengue,” a la vez que establece, que sepamos, por vez
primera, una relación directa entre el acordeón y el merengue: “la danza —
dice Deschamps — debe su origen, muy probablemente, a los campesinos
de las tres grandes Antillas, porque entendemos que la composición
campestre denominada merengue en Santo Domingo — que anteriormente
se tocaba con cuatro, sustituido luego por el acordeón, — “… es la misma en
Cuba y Puerto Rico, aunque con distinto nombre y ligeras variantes en el
número de sus compases.” Añade Deschamps “especialmente en Puerto
Rico, la danza ha llegado a ser genialísima concepción artística.”
De ahí nos viene otra pregunta: si la danza era el equivalente del meren-
gue, como observa Deshamps en 1906, ¿dónde es posible encontrar esos
vínculos entre la danza urbana y el merengue campesino?

Retomando los pasos perdidos: el obbligato como segunda voz


Tratándose de relaciones de clase — en lo que a música dominicana se
refiere, entre 1870 y 1920 — Bernarda Jorge relata como las ciudades de La
Vega, Puerto Plata, Cotuí, San Pedro de Macorís y Samaná “contaban con sus
bandas, a las que ingresaban músicos populares y compositores urbanos, re-
clutados como militares y asimilados según su … competencia” (Jorge 1982,
47). No es coincidencia que las poblaciones mencionadas aquí fueran las
mismas que sirvieron de sede a directores que, a raíz de su educación musi-
cal en Puerto Rico, cultivaron la danza junto a compositores locales. Cita
Jorge al historiador Rufino Martínez refiriéndose al método de reclutamiento
diseñado por el educador mayagüezano Rodríguez Arresón para la banda de
Puerto Plata, que dirigía por invitación del dictador Ulises Heureaux:
Se designaban músicos observadores que iban de noche por las fiestas
de barrios, donde no faltaban de tocadores y cantantes jóvenes pobres,
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248 ■ EDGARDO DÍAZ DÍAZ

los preferidos para el fin perseguido, en atención a razones de orden


psicológico. Señalado alguien como de muy posibles aptitudes, tal vez el
güirero, se le detenía por sorpresa y se lo encerraba en un cuarto oscuro
de la Gobernación. Avisado el jefe de la banda, ordenaba a determinado
miembro ir a examinar al detenido usando las pruebas establecidas para
graduar sus disposiciones naturales. Si las declaraba buenas, el individuo,
un secuestrado, quedaba enrolado entre los aprendices. Por más de amar-
gura que en primer intento hubiese en el forzado, no bien se veía trillado
el camino de aprendizaje y con un instrumento sentíase muy contento de
su nueva condición. (Martínez 1971, 172, según citado por Jorge 1982, 48)

Desde luego, puede establecerse que el tránsito del merengue, de los cen-
tros urbanos a los barrios, contó con esas bandas como punto seguro de
conexión. Vemos que gran parte de sus músicos eran de ingreso bajo, mu-
chos de ellos inclinados a suplementar su ingreso económico en orquestas
de las salas de baile de mayor notabilidad, especialmente si tenían “disposi-
ciones naturales” para ejecutar un instrumento al estilo de los bailes
importados. Estos reclutas “secuestrados,” que una vez eran músicos —
posiblemente güireros — de agrupaciones de barrio, constituyen vínculos
entre las distintas clases sociales en Santo Domingo. Las bandas militares
servían de centros de entrenamiento. Tenían la oportunidad de regresar a
sus barrios, no con el güiro, sino con instrumentos como el tambor militar,
el saxofón y el bombardino, formas como el merengue de retretas y bailes,
y estilos como los “cantos” u obligados de bombardino. A partir de su re-
clutamiento en las bandas, los músicos populares constituyeron verdaderos
vehículos de circulación de influencias sonoras entre los espectáculos mi-
litares, los bailes de sociedad, las representaciones teatrales y las celebra-
ciones que tenían lugar en las fiestas de los barrios.
Entonces, es posible trazar la continuidad entre el instrumental de ban-
das y los conjuntos de barrios, conocidos como perico ripiao. Ese conjunto
típico lo forman la güira, la tambora, el acordeón y el saxofón (García 1972,
25). Para ese conjunto, la güira da esencialmente un patrón rítmico básico,
mientras la tambora establece también un patrón rítmico, aunque en otro
nivel donde el ejecutante puede establecer su propio e individual estilo
(Rivera 1966, 37). De igual modo ocurre con el acordeón, cuya función es
esencialmente armónica con matices rítmicos al antojo de su ejecutante.
Por su parte, al saxofonista se le asigna la función de acompañante meló-
dico, pero en buena medida le hace el juego al vocalista — que también es
parte del conjunto — con arpegiados obligados a manera de una segunda
voz cantante.
Hoy lo celebran muchos como estilos “típicos” del saxofón, sin visualizar
que se trataba de los obbligatos de la danza otrora asignados al bombardino
e introducidos aun antes como obbligatos para saxofón por Allard en Ponce.
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Retomando los pasos perdidos del merengue ■ 249

Lo dice Luis Alberti en su libro De Música y Orquestas Bailables Domini-


canas, 1930 – 1959: “Cuentan nuestros viejos músicos que habiéndose en-
fermado el bombardinista de uno de estos conjuntos, hubo que apelar a un
saxofonista, ya que por la necesidad de cumplir un compromiso de esa
noche, no aparecía otro ejecutante especializado que fuese versátil en la ma-
teria” (Alberti Mieses 1975, 87). Otros autores señalan que el saxofón su-
planta el bombardino a principios del siglo XX (Emilio Arté, en Rivera 1966,
34), a lo que Alberti añade: “La intromisión casual del saxofón gustó tanto
y obtuvo tal apreciación de los demás compañeros del cuarteto, que esto
dio motivo para dejar definitivamente el saxofón formando parte de los
conjuntos de merengues.”
Un aspecto de la relación entre la danza y el merengue típico hasta la in-
troducción del saxofón lo vemos en la siguiente gráfica:

bombardino
saxofón
DANZA (banda militar) — [ ] — (perico ripiao) MERENGUE

Retomando los pasos perdidos: el estilo común


de la tambora y el redoblante
En 1936, año en que Alberti compone el “Compadre Pedro Juan,” el dicta-
dor Rafael Leónidas Trujillo decretó el merengue como “danza nacional” de
la República Dominicana. Como nacionalista consumado y protegido de
Trujillo, Alberti procuraba con toda premeditación y alevosía evitar grietas
que dejaran al descubierto la relación entre la danza y el merengue. Por
eso, su libro evita en todo lo posible aludir a la reacción que los pioneros
folcloristas Arzeno, Peña Morell y De Marchena expresaron abiertamente,
en vista de la sobrecogedora influencia de la danza. Eso no contuvo, sin
embargo, que a través de esas grietas se revelara el reemplazo del bom-
bardino por el saxofón en el conjunto típico cibaeño, una alteración crítica
donde es evidente, una vez más, el vínculo danza-merengue. Tampoco se
sostiene que estableciera, sin proponérselo, una segunda relación entre los
estilos del redoblante (de las bandas) y los de la tambora (en los conjuntos
típicos), versión criolla del tambor militar (Díaz Díaz, 202 – 4). Así lo ex-
presa Alberti:

En lo que se refiere al ritmo, que es la expresión más definida de un


género musical, el de la tambora al acompañar un merengue, tiene más
similitud con el del redoblante que marca la cadencia de los pasos de
soldadesca de un batallón en marcha … . (Alberti 1975, 71)

El análisis musical del merengue, así como de sus orígenes, ha estado


buena parte de las veces plagado de incertidumbres y desacuerdos. Sin
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250 ■ EDGARDO DÍAZ DÍAZ

embargo, el consenso entre músicos y compositores en la República Do-


minicana apunta a que los estilos únicos de la tambora le ofrecen una im-
portante estabilidad definitoria al género. Al acelerar el ritmo en la sección
del jaleo, el tamborero crea en el merengue la impresión de un ritmo único
y singular.
Pero, a no ser por el carácter acelerado de su ritmo (que crea un efecto
real distinto), el estilo básico de la tambora es esencialmente paralelo al
del redoblante en la danza puertorriqueña. Eso queda consignado en graba-
ciones de danzas por bandas militares que se remontan a 1909, compara-
das con grabaciones tempranas de orquestas merengueras hacia 1940.
Para ambos instrumentos, el fraseo de sus respectivos toques — los básicos-
definitorios de sus respectivos ritmos — cubre un ciclo temporal de dos
compases que suelen repetirse hasta el cierre de cada una de sus dos o tres
melodías. Esto, amén de las fórmulas básicas que definen la ejecución de
instrumentos como el güiro, en un continuo de varias expresiones resumi-
das con una base rítmica propia.
Al acto de tocar el redoblante se le denomina “redoblar” o “hacer re-
dobles,” mientras que a los toques de tambora se les denomina “hacer
golpes.” Es de suponer que la danza puertorriqueña contara con diestros
ejecutantes, o regiones de Puerto Rico que manifestaran estilos particu-
lares de redobles. Hasta el momento, no hemos encontrado evidencia sino
del patrón general que caracteriza la danza. En el lado dominicano, Papito
Rivera deplora la tendencia entre no pocos estudiosos, de clasificar los es-
tilos de la tambora por región:

Vale la pena dejar constancia que la práctica de golpear la tambora para


hacer ritmo, es algo personalísimo, muy en relación con las aptitudes y
el sentido rítmico de quien la golpea. Por ello es que, reflejada en el ritmo
la característica personal de quien la toca, los que escuchan a la distan-
cia y conocen al tamborero, afirmen que la está tocando ‘fulano’ … El
asunto de índole personal en hacer ritmo muchos lo confunden, que-
riendo hacer aparecer que en cada pueblo tocan el merengue de distinta
manera, por no advertir que el ritmo es el mismo, engalanado … por las
aptitudes que la naturaleza le ha dado al tamborero. (Rivera 1966, 36]

El ritmo definitorio del merengue dominicano es uno (“el ritmo es el


mismo, engalanado …”). Y tanto lo es para ambos, el merengue y la danza,
el ritmo básico por más que del redoblante uno oiga “redobles” al final de
las frases y de la tambora oigamos, una variedad estilística de patrones in-
dividualizados. En el caso dominicano, las frases recurren, por lo general,
concluyendo con tres golpes, en lugar de redobles, que son comunes en la
danza para los antiguos conjuntos. Entonces, hablamos grosso modo de un
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Retomando los pasos perdidos del merengue ■ 251

solo ritmo, básico en dos géneros: en la danza con sus redobles y en el


merengue con la tambora.
Pero una diferencia analítica entre ambas expresiones consiste en que
la danza puertorriqueña el estudioso no ve su ritmo básico como el único
y exclusivo rasgo dominante, especialmente si tiene en cuenta que hay dan-
zas de concierto para piano, y que junto a su forma musical lineal, su tex-
tura única goza de una alta estima entre los analistas del género. Por otra
parte, el estudioso del merengue dominicano tiende a visualizar los golpes
de la tambora como el rasgo que define el género, lo cual ha contribuido a
descuidar aspectos de forma, contenido y estilo, cuyo mejor entendimiento
reduciría la confusión aun reinante.

Danza borincana, son guajiro y folclor dominicano:


así nace el merengue moderno
A raíz del malestar dominicano antes y después de la invasión norteame-
ricana de 1916, varios escritores y compositores se propusieron concebir
definitivamente un emblema sonoro propio.
Desde aproximadamente 1911, varios compositores procedieron a experi-
mentar con formas musicales como el rondó, la sonata y el danzón cubano
a los efectos de incorporar estratégicamente la sonoridad — la que ellos con-
sideraban emblemática “dominicana”” tanto en el repertorio de conciertos,
como en los llamados “bailes de sociedad.”
El uso del danzón cubano como uno de los recursos de experimenta-
ción es significativo, puesto que en esos precisos años, el compositor José
Urfé sentó el precedente de añadirle un movido y popular son oriental a la
última parte de su danzón “Bombín de Barreto.” En Cuba los sectores
opulentos rechazaban el son por asociarlo con los grupos de trabajadores
guajiros. Por eso, rara vez el son se admitía en las salas de baile de la clase
nacional dominante de Cuba. Pero con el constante influjo de danzones
grabados, en cuyos finales se incluía un son, hay quien observa desde la
República Dominicana cómo “el son, cobrando bríos inesperados en su
forma novísima, empezaba a desalojar [el danzón]” (Henríquez Ureña [2001]
1930, 649 – 50).
La estrategia de incorporar géneros del folklore como apéndice de las
formas musicales ya establecidas es un recurso, al cual nos referiremos
como “adosamiento,” que ubica expresiones socialmente marginadas en
posición de asumir mayor notoriedad en contextos donde, de otro modo,
sería difícil o imposible su aceptación. En principio, la sala de conciertos es
el espacio simbólico de aceptación y rechazo de esas formas. Pero más sig-
nificativo para los dominicanos fue — y sigue siéndolo — el salón de baile,
cuyos programas de música bailable constituyen barómetros de visibilidad
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252 ■ EDGARDO DÍAZ DÍAZ

hegemónica — cualquiera que fuese su índole — en el espectro más amplio


de la sociedad dominicana.
De acuerdo a escritores y compositores, el emblema sonoro dominicano
se hallaba entre el campesinado, fuente principal del repertorio musical
nacional. En gran medida, nos referimos a melodías bailables contenidas
en formas breves de cuatro compases repetidos 26 tales como la man-
gulina, la yuca, y estilos asociables al pri-prí. Éstas, junto a otras expre-
siones, eran frecuentemente rechazadas en las actividades bailables de las
clases dominantes.
Siguiendo el patrón ocurrido en Cuba con el son — acuñado como sec-
ción final del danzón — en la República Dominicana los compositores in-
cluyeron experimentalmente formas populares simples en una diversidad
de estructuras musicales de mayor envergadura con el fin de “colar” las
formas populares en los salones urbanos. Hasta 1927 parecía no haber
consenso en torno a cuál de esas formas “mayores” sería la definitiva, hasta
que finalmente se recurre a una versión simplificada de la danzas que
otrora inspiraron a Morel Campos.

El “jaleo,” el “merengue” y los experimentos discográficos


de la década de 1920
Hacia 1927, varios compositores dominicanos concebían una fórmula mu-
sical, que nadie hasta Julio Arzeno pareció llamar “jaleo.” La ubicación u
orden del jaleo en la forma general del merengue no era nada consistente —
“introducción, unas veces, y, otras, apéndice” (Arzeno 1927, 49), — y estaba
mucho menos definida. Para esos días, el Trío Borinquen adoptó el nombre
de Trío Quisqueya e incluía entre sus grabaciones varias piezas denomi-
nadas “jaleo” cuya estructura (introducción-guaracha-son) era parte aparente
de una carrera por crear una fórmula musical como la que luego se cris-
talizó como bolero-son.
La sección conocida como jaleo —entonces similar a un son cubano —
era de cualquier modo una gran oportunidad para establecer expresiones rít-
micas sonoras del campesinado dominicano. Un primer paso consistió en
la incorporación de coplas del folclore dominicano con sus melodías origi-
nales. Es en ese formato sencillo, de melodía y copla, en el que Emilio Peña
Morell y, su admirador y discípulo, Enrique de Marchena le presentaban a
7
la opinión pública su propia definición de “merengue.” 2 En este sentido, a
fines de la década de 1920, su distancia era enorme con respecto a Arzeno,
Henríquez Ureña y la mayoría de los versados en el “merengue” en la época,
quienes se desprendieron de esa visión para destacar que el formato tripar-
tita de paseo-merengue-jaleo constituía la forma definitiva del merengue.
Pero en la práctica, los merengues sonaban a danza puertorriqueña,
porque aún no existía una versión definitiva para el “jaleo.” Arzeno, en su
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Retomando los pasos perdidos del merengue ■ 253

libro Del Folk-lore Musical Dominicano, tuvo la oportunidad de transcribir


“merengues” en ese formato tripartita, pero los ejemplos son todos incon-
sistentes con su análisis.
En esos años, los principales estudios de grabación (Victor, Okeh y Co-
lumbia, entre otras, en los Estados Unidos) estaban sumidos en un período
experimental de fórmulas comerciales. A esta empresa se incorporaron,
entre otros, Julio A. Hernández, Porfirio Golibart y Emilio Peña Morel,
aunque este último se valió de los periódicos dominicanos para acusar a
disqueras, como la Columbia, y a sus propios colegas de perpetrar el saqueo
del patrimonio popular y adulterar la forma. Puesto que en esos meses la Co-
lumbia le grabo piezas, sus expresiones de 1929 contra Julio A. Hernández,
Rafael Hernández y el Trío Borinquen revelan hasta qué punto nada era
claro en torno a los merengues, y hasta dónde continuaban experimen-
tando para dar con la fórmula:
Y decimos ADULTERADOS, por que, … conforme a los deseos de la
Columbia, un trío de cantores típicos, integrado por puertorriqueño,
cubano y dominicano, los arregla a su antojo y capricho mejor que a las
necesidades técnicas de impresión, adaptándole un RITMO extraño, un
cornetín vocinglero y exótico, palillos y otras sarandajas esencial y for-
malmente extrañas a la naturaleza del típico merengue, y convirtiéndolo
al fin en una mezcla informe de aguinaldo borinqueño, rumba cubana
y sólo el motivo melódico y la literatura dominicana.28
Los planteamientos escritos de Arzeno y Henríquez Ureña en torno al
formato paseo-merengue-jaleo tuvieron visos de ser sólo una idea propuesta
pues, como hemos dicho, nada hay grabado ni escrito que sea consistente
con ese análisis. La confusión sobre la forma dominicana del merengue
prevaleció desde entonces por unos años más. Por entonces, las grabaciones
que llevan la rúbrica de “merengue” nos muestran una diversidad de esti-
los que oscila entre la danza puertorriqueña y el bolero-son.
Puede decirse con certeza que es el “Compadre Pedro Juan,” de Alberti,
la pieza que compendia la forma ya definida del merengue, y esto no ocurre
sino hasta 1936. No es coincidencia que ese año, el Presidente Rafael
Leonidas Trujillo declarara el merengue “danza nacional de la Republica
Dominicana.” Quizás por eso, los merengues de Alberti no simplemente
compendiaban la forma paseo-merengue-jaleo, sino que dictaban la forma
a manera de patrón simbólico a seguir.
Para los propósitos de este artículo, nos concierne el posicionamiento
estratégico del jaleo como apéndice del merengue “oficial” que eventual-
mente se apoderó del gusto dominicano e internacional. Debido a su carác-
ter breve, rítmico y repetible, es claro en esos años que el jaleo fue capaz
de compendiar una idea general de sonoridades y estilos que, de otro modo,
la clase nacional dominicana rechazaba.
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254 ■ EDGARDO DÍAZ DÍAZ

El término “danza” (“al estilo de las de Morel,” se decía) fue hasta esa
época sinónimo de “merengue” y varios compositores — y ciertos escritores
también — eran concientes de eso.
De acuerdo a variadas fuentes ya citadas arriba, el merengue formaba
parte del repertorio de las salas urbanas de baile desde su introducción
en la República Dominicana en 1854 (Rodríguez Demorizi 1971, Espaillat
1962 [1875]).
Pero no es sino hasta la década de 1920 — aunque no antes de 1919 —
cuando los folcloristas y escritores dominicanos reclaman que el merengue
tampoco entraba en las salas principales de baile y concierto.
Coincide Julio Alberto Hernández con Peña Morell en que la mayoría de
esas melodías folclóricas eran sencillas. Pero mientras Peña Morell las de-
9
jaba de entender como “merengues,” llamándoles luego “mangulinas,” 2
Hernández reclama ver en ellos “merengues” recogidos desde mediados de
la década de 1910, y que “no pasaban de cuatro compases, con ligerísimas
variantes” (i.e., Incháustegui 1995, 28).
Sea merengue, danza, o mangulina, en Puerto Rico las descripciones de
varios analistas y compositores desde 1857 a 1906 (p.ej., Gottschalk 1857,
Tapia 1877 y Brau 1882) hablan de una danza contenida en dos secciones
principales, de unos cuarenta o más compases en total. En la República Do-
minicana no se ha encontrado referencia analítica al merengue que no sea
la obtenida de las partituras de los compositores. Sabemos que esos meren-
gues eran incluidos en bailes por los centros urbanos de mayor “visibili-
dad,” unas veces como danzas, otras como merengue (Espaillat 1962 [1875]).
El cotejo de esas danzas dominicanas confirma que su forma es similar a
su contraparte puertorriqueña, y de ahí, la referencia que hemos hecho
antes a Eugenio Deschamps — omitida deliberadamente a partir de la dé-
cada de 1920 — según la cual sabemos que el merengue era la misma danza
de Puerto Rico y Cuba, “con ligeras variantes” (1906, 274 – 75).
Por eso, tal discrepancia entre cuatro y cuarenta — como medida formal
de la extensión temporal para una sola expresión musical — tampoco le era
ajena al estudioso del merengue. En casi todos los casos, estos autores
resuelven la contradicción insinuando que se trata de dos “merengues”
distintos, según observan Paul Austerlitz y Peter Manuel. La mayoría de
los escritores no pasan de la insinuación y, acaso, evitan referirse a la
contradicción, como también evaden cualquier referencia a otras discre-
pancias críticas que comprometieran su teoría de que el merengue era de
origen neta y exclusivamente dominicano. Por ser muy comprensible para
el lector, hemos señalado esa discrepancia — y la renuencia a señalar esa
contradicción — como otro ejemplo que, desde 1927, se le impone una
cortina de humo a cualquier estudioso del merengue que se proponga lle-
gar a la raíz del asunto.
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Retomando los pasos perdidos del merengue ■ 255

El propósito de esa cortina de humo fue la de desligar toda referencia a


la relación entre “merengue” y “danza” para, eventualmente, disfrazar con
el nombre de “merengue” esas pequeñas formas dominicanas del campo
que antes no se conocían como tal. Lo sabemos gracias un manuscrito,
según el cual el periódico La Opinión publica un editorial exhortando a
3
Peña Morell a que mantuviera cierta discreción 0 en sus artículos sobre el
folclore publicados entre septiembre y octubre de 1929. En esos días, Pedro
Henríquez Ureña insinuaba el potencial del jaleo al sostener que, en el caso
del danzón cubano, el son, como final del danzón, cobraba una inesperada
fuerza que terminaría con desalojar al primero (1929, 649 – 50). Entonces,
no es casualidad que Henríquez Ureña, en esa misma conferencia aquí
citada, a la vez que omite el señalamiento de 1906 de Deschamps sobre las
similitudes entre la danza y el merengue, la emprende además contra Peña
Morel en los términos siguientes:

Los trabajos de Peña Morell se están publicando bajo el título de Notas


Críticas, en el Listín Diario … El distinguido compositor debería empren-
der la recolección y clasificación sistemática de los principales tipos
de música del país, definiéndolos en lenguaje claro y sencillo, de frases
breves; sus actuales estudios resultan difíciles de entender, tanto por el
tono frecuente de la polémica como por el estilo enredado; así, cuando
corrige la contradictoria explicación del “merengue” — como melodía
sencilla — que da Julio A. Hernández … su propia explicación sale suma-
mente confusa. (Henríquez Ureña 1979, 164)

¿A qué reaccionaban los editorialistas de La Opinión y el escritor


Henríquez Ureña al lanzarle el tapabocas a Peña Morell? A que para éste,
la mangulina es “el cantar baile por excelencia representativo de nuestra
musicalidad festiva.” Pero hay una razón aun más poderosa para tal reac-
ción: cualquiera que esté familiarizado con una mangulina o con géneros
asociados con la yuca y el pri-pri, se dará cuenta de que estas formas, de
6
carácter sencillo y compás de 8 — que no deja de ser binario, — y cuyos
acordes se reproducen festivamente en la sucesión V-I del acordeón sen-
cillo, son capaces de acomodar sus coplas en la sección del jaleo. ¿Y por qué
la mangulina es el cantar baile por excelencia de los dominicanos? Entre
otras razones,

… porque, siendo dicho cantar-baile originario de los aguinaldos y los


jaleos canarios (isleños), su morfología quedó encuadrada en el marco
vulgarizador de aquel estilo de copla y estribillo o jaleo, el cual fue con-
vertido por la fantasía criolla en copla [léase “merengue”] y mangulina
[léase “jaleo”], es decir, una primera parte cantable y elogiadora, satírica,
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256 ■ EDGARDO DÍAZ DÍAZ

política, erótica o religiosa, y una segunda parte necesariamente sandun-


guera y retozona, bubónica … .”31
Una vez identificadas las melodías de cuatro compases con el rubro
de “merengue” — que Peña Morel preferiría llamar “mangulina,” — se
procedió a una especie de sincretismo formal y estilístico, que vemos defi-
nido en la sección conocida como jaleo, adosado al merengue de salón. Es
decir, los compositores lo añaden como la parte final de la danza, en una
modalidad similar a la que ocurrió en Cuba con el son respecto al danzón.
También simplificaron aun más la danza omitiendo la repetición de la in-
troducción, conocida como “paseo.” Eventualmente, el carácter retozón y
alegre compendiado en esa última sección conocida como “jaleo” se ha
impuesto — como ocurrió en Cuba con el son — como la forma emblemática
nacional del dominicano.

Conclusión
En este artículo hemos hablado un poco de lo que se discutía entre es-
critores dominicanos en torno a su música, de su admiración y simpatías
por la danza puertorriqueña, de la influencia musical que Bernarda Jorge
llamaba la “preponderancia de la danza puertorriqueña” en Santo
Domingo (1982, 99), de una historia de invasiones de todo tipo y de la con-
secuente reacción dominicana a esa invasión del exterior, que no se limi-
taba a una respuesta a la intervención militar norteamericana de 1916 sino,
ante todo, a la influencia sobrecogedora de la danza desde hacía más de
medio siglo. Creemos haber dejado claro los vínculos entre la danza puer-
torriqueña y el merengue hasta principios del siglo XX, que eran en buena
medida — con algunas variantes — una sola música articulada por una
conjunción de factores, incluyendo la Segunda Guerra de Restauración
Dominicana, el reclutamiento de músicos veteranos puertorriqueños, los
estilos sonoros de las bandas militares y la importación de partituras de
Puerto Rico, que no discutimos en detalle.
Es evidente que bandas del regimiento español de Puerto Rico introdu-
jeron el merengue de las bandas, cuyo influjo fue determinante en el estilo
posterior del merengue, tanto del de las bandas y orquestas de la ciudad,
como el típico de los barrios y campos.
En su Historia Social de Santiago de los Caballeros 1863 – 1900, Edwin
Espinal Hernández (2005) destaca la popularidad de la danza en la ciudad
capital del Cibao: “se tocaban danzas (siendo muy preferidas las de Juan
Morel Campos), valses (entre ellos El Danubio Azul …) y lanceros …” (p. 235).
Espinal se vale de miles de referencias y dedica secciones enteras a costum-
bres y vida social y artística, pero, con todo, y la abundancia de fuentes, in-
cluyendo los periódicos locales, no alcanza a señalar nada que hiciera
punto en torno al merengue, sino como “‘danza tentadora’” y a renglón
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Retomando los pasos perdidos del merengue ■ 257

seguido, “(¿el merengue?)” (p. 231). Vimos que la danza figuraba en los
bailes y en el repertorio de los compositores, aunque pocas veces se leía
como “merengue.” Las escasas referencias al término merengue en Santo
Domingo durante ese período, lleva a Darío Tejeda a concluir errónea-
mente que, en un principio, el merengue era bailado entre las clases altas,
pero es luego expulsado de los salones (Tejeda 2003, 56 – 58) debido a su
carácter “impío,” como había ocurrido en Puerto Rico (Tejeda 2006).
Lo cierto es que nunca se dejó de bailar en Puerto Rico aun después
de la prohibición de 1849, ni tampoco fue sacado de los salones en la
República Dominicana veinte años después, cuando los compositores lo-
cales siguieron la pauta de sus colegas puertorriqueños al seguir renom-
brándolo como “danza.”
Quizás, el tan omitido pasaje de Deschamps de 1906 sobre la equivalen-
cia del merengue con la danza sea una evidencia única en cuanto a fuentes
textuales se refiere. Por otro lado, sin embargo, es posible retomar esas rela-
ciones perdidas entre “merengue” y “danza” por métodos distintos, como
en el análisis musical mismo, y tratar su cotejo a la luz de varias fuentes.
Durante décadas, dentro y fuera de la República Dominicana se escribieron
cuantiosos libros y artículos que lejos de establecer los vínculos entre esas
dos expresiones, repetían los clichés producidos en períodos de confusión
y hasta de desesperación en la búsqueda de una identidad. Por eso es que,
todavía en 1971, el más importante historiador dominicano de su época decía
que “los orígenes del merengue [seguían], pues, en la niebla (Demorizi
1971, 125). Un año más tarde, Juan Francisco García se refería todavía al
“brumoso origen” del merengue (García 1972, 12), cuando asevera que “no
sabemos en realidad cuál es su origen ni de dónde vino y creo que sería
difícil ahora mismo encontrarle paternidad” (1972, 24).
Este trabajo se ha propuesto rearticular la memoria rota del merengue,
a modo de restablecer su continuidad con la danza, la que una vez sirvió de
emblema unificador de las Antillas. A raíz de una proyectada cultura política
común para las tres Antillas, desarticuladas por variadas fuerzas a lo largo
de más de un siglo, la República Dominicana se ha visto a sí misma con su
historia, y Puerto Rico con la suya propia. De ahí que el carácter estricta-
mente politizado y electorero del discurso — común hoy en los dos lados
del Canal de la Mona — nos impide descubrir las vidas comunes de ambos
pueblos. Tal vez sea por eso también — porque se ve en los dos pueblos una
trayectoria distinta — por lo que el estudioso, muy versado en la historia
social y económica, y en su relación con asuntos políticos y económicos (as-
pectos ciertamente vitales en el estudio de las relaciones inter-caribeñas),
se olvida de asuntos más cotidianos e íntimos de las relaciones sociales y
humanas y, por tanto, pierde de vista que un asunto como la música con-
stituye un terreno simbólico propicio para construir las historias comunes
del Caribe.
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258 ■ EDGARDO DÍAZ DÍAZ

El empeño en rearticular los eslabones y retomar los pasos perdidos del


merengue, no tiene como propósito sancionar la costumbre añeja de la
danza — con todo y su ajuar de símbolos, reglas y costumbres en la antigua
sala de baile, — sino el de salvaguardar y revitalizar la conciencia común de
esas antillas, y contribuir a una aplicación más amplia y trasnacional de las
realidades insulares de Puerto Rico, la República Dominicana y el resto del
Caribe. Se expresaba el poeta y revolucionario José Martí en los siguientes
términos, a propósito de un homenaje que le hiciera al autonomista puer-
torriqueño Román Baldorioty de Castro desde Santo Domingo:

… las tres Antillas […] han de salvarse juntas, o juntas han de perecer, las
tres vigías de la América hospitalaria y durable, las tres hermanas que
de siglos atrás se vienen cambiando hijos y enviándose los libertadores,
las tres islas abrazadas de Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo. (Martí
1978, 191)

Notas
1. Deseo agradecer infinitamente a los amigos y colegas, todos dominicanos,
por la ayuda al proyecto de rescatar la memoria rota de las Antillas, que se implica
en estas páginas. Al furibundo hostosiano José G. Guerrero, por facilitarme su
colección particular y pasearme por las turbulentas aguas de la historia domini-
cana; al Dr. José Isidro Frías Guerrero, autor del proyectado libro sobre los escritos
de Emilio Peña Morell, que me ha facilitado parte del manuscrito para este trabajo;
a Angelina Tallaj, por su disposición y confianza al proveerme partituras para el
análisis musical del merengue; y al Dr. Luis Álvarez, de John Jay College, el que
realmente inicia esta cadena colaborativa, donde vamos descubriendo inexorable-
mente esa verdad encubierta por intelectuales nacionalistas. También deseo agrade-
cer los comentarios del editor del artículo, Paco Cao, tan dominicano, cubano y
boricua por su pasión y solidaridad afro-caribeñista, como español en el sentido
más progresista de la palabra. Además, deseo agradecerle a Peter Manuel la aten-
ción al trabajo de Bernarda Jorge, cuyas observaciones sobre el nacionalismo mu-
sical dominicano merecen la atención que los estudiosos no le han ofrecido.
2. De Marchena, Enrique. Manuscrito provisto por el Dr. José Isidro Frías
Guerrero, según el cual se publicó bajo el título de “Arte Musical, por nuestro
crítico musical: Sobre la música en Puerto Rico. Padilla D’Onís Interpela,” en Listín
Diario, 7 de abril de 1931.
3. Peña Morel, E.P. Manuscrito provisto por el Dr. José Isidro Frías Guerrero,
según el cual se publicó bajo el título de “Eutérpicas (VI),” Listín Diario (Santo
Domingo), 11 de febrero de 1919. “Eutérpicas (VI),” Listín Diario (Santo Domingo),
11 de febrero de 1919.
4. De Marchena (Hijo), Enrique. “El desarrollo del folklore musical domini-
cano,” en Blanco y Negro. VIII/371, Santo Domingo, 9 de abril de 1927, pp. 534 – 35.
5. En varios artículos publicados entre 1929 y 1931 por el compositor Esteban
Peña Morel, y en por lo menos uno de De Marchena, éstos acusan a compositores
como Rafael Hernández de servir de agentes de saqueo y robo del material folclórico
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Retomando los pasos perdidos del merengue ■ 259

de la República Dominicana. Daremos cuenta de estos artículos de prensa cuando


discutamos el asunto a fondo.
6. Para esta sección, debo agradecer al Programa de Intercambios del Caribe
del Centro de Estudios Puertorriqueños (Hunter College) por el apoyo brindado, así
como a los evaluadores anónimos de este artículo, por sus constructivas sugerencias.
7. Ver la referencia al trabajo de Brau en El Buscapié. IX/1, del 4 de enero de
1885, p. 2.
8. También concurre con ese punto un artículo anónimo en La Azucena. I/9
(137). 15 de diciembre de 1874, pp. 3 – 4.
9. “Folletín,” en Gaceta del Gobierno de Puerto Rico. XVII/109. 19 de septiem-
bre de 1848, pp. 2 – 3.
10. Esta observación la recuerdo de la profesora Carmelina Figueroa, en una de
sus clases en la Escuela Libre de Música (San Juan, 1969).
11. El estudio del merengue en la República Dominicana desde 1927 sigue las
pautas analíticas establecidas en Puerto Rico el siglo anterior al definir su formato
en la secuencia paseo-merengue-jaleo.
12. Organización de 3 Batallones Provisionales de Infantería destinados a Puerto
Rico. Archivo General Militar, Segovia — 187. Serie 1737, referencia 5604.1, 981 pági-
nas, p. 324.
13. De acuerdo al historiador dominicano Emilio Rodríguez Demorizi, la pri-
mera referencia documentada sobre el merengue en Santo Domingo aparece en El
Oasis del 26 de noviembre de 1854. Sabemos que en enero del año siguiente el
merengue merodeaba por los predios de la capital dominicana como un baile nuevo
y confuso que intentaba usurparle el cetro al baile nacional dominicano entonces,
la tumba dominicana. A raíz del rumor que, sobre la investigación para este artículo,
circulaba en Santo Domingo a fines de marzo de 2005, el antropólogo Julio César
Paulino, director de la división de música del Archivo de la Nación dominicana,
reveló que el merengue se introdujo desde Puerto Rico a la Republica Dominicana
por el compositor y director dominicano Juan Bautista Alfonseca. Dicha revelación,
aparecida en la primera plana y la página 11 de El Caribe (30 de marzo de 2005), no
se sostuvo con documentación alguna, aunque las palabras de Paulino son las de
un funcionario que ciertamente tuvo acceso a documentos que nunca tuve la opor-
tunidad de ver cuando los solicité con posterioridad a sus revelaciones. Semanas
después de esta declaración, Paulino fue relevado de su posición.
14. Una nota se refiere a la banda del regimiento cazadores de Cádiz tocando
“el lascivo merengue” una noche en la Plaza de las Delicias de Ponce. Ver El Fénix,
del sábado 24 de abril de 1858, p. 1.
15. Lopez Morillo, tomo III, libro Décimo, 1983, p. 314.
16. Organización de 3 Batallones Provisionales de Infantería destinados a Puerto Rico.
Archivo General Militar, Segovia — 187. Serie 1737, referencia 5604.1, 981 páginas.
17. Girón, Op. cit., p. 324
18. López Morillo, op. cit., tomo 2, libro 5to., p. 222; y tomo 3, libro 10mo. p. 314.
19. Operaciones del Batallón de Infantería de Cádiz en Santo Domingo, A.G.M.
Segovia — 1, serie 1406, referencia 5168.21, 1864, pp. 4 – 19.
20. Los cientos de programas de retretas anotados en periódicos desde 1857
hasta 1898 nos hablan de un estándar que varió sólo en su contenido, pero man-
tuvo prácticamente el mismo formato.
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260 ■ EDGARDO DÍAZ DÍAZ

21. Reorganización de las Bandas de Música de los Batallones de Infantería del


Ejército de Puerto Rico. S.H.M. Madrid — 55, serie 1809, referencia 5635.7, 1866.
22. Coopersmith y García hacen referencia a Martí Calderón, mientras Espinal
cita de un periódico de Santiago el nombre de Ignacio Martí y Tizol junto al nom-
bre de Gonzalo Martín y Tizol, profesor de composición (Espinal 2005: 219).
23. La Correspondencia de Puerto Rico. II/546. 18 de junio de 1892, p. 2(3).
24. De León, Derisse. “Un músico olvidado,” en Listín Diario, viernes, 24 de
febrero de 2006.
25. Jorge (1982) y Tejeda (2003) también hacen la omisión después de haber re-
producido líneas de Deschamps que resultan ser menos relevantes.
26. Peña Morell, E. “Al margen de la conferencia sobre música popular, dictada
por el Dr. D. Pedro Henríquez U.” Manuscrito del artículo, según el cual fue pub-
licado en Listín Diario el 29 de febrero de 1832. p. 2.
27. Ver las notas 2 y 3 de este artículo.
28. Léase su artículo “Pseudo-Folkloristas Músicos,” que según un manuscrito
fue publicado en La Opinión el 19 de septiembre de 1929. Meses antes, en octubre
del 1928, y en los meses de marzo y mayo, y luego en Noviembre de 1929, la Co-
lumbia graba con la firma de Peña Morell piezas de reconocida procedencia popu-
lar (Spottswoods 1990, 1693, 1694, 1695 y 2108). Véase, además, su artículo “Un
aviso oportuno a los folkloristas dominicanos,” que, según un manuscrito, fue pub-
licado en Listín Diario el 6 de enero de 1930.
29. Peña Morell, E. Manuscrito según el cual fue publicado con el título de
“Notas Críticas: Sobre nuestro folklore musical (IV)” en Listín Diario el 27 de oc-
tubre de 1929. [De la Colección del Dr. José Isidro Frías]
30. Peña Morell, E. Manuscrito según el cual se publica bajo el título de “Al
margen de un editorial de ‘La Opinión’ sobre la música nacional,” en Listín Diario
el 17 de noviembre de 1929.
31. Peña Morel, E. Manuscrito según el cual se publicó con el título de “Notas
Críticas: Sobre Nuestro folklore musical (IV), en Listín Diario el 27 de octubre de
1929. De la colección del Dr. José Isidro Frías Guerrero.

Bibliografía
Alberti Mieses. 1975. Luis Felipe. De Música y Orquestas Bailables Dominicanas,
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