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Palavras chave: Memoria colectiva, identìdad Dominicana, Merengue y danza, bandas militares,
Nacionalismo musical, Mobilidad simbólìca
A B S T R AC T: The following article unveils missing linkages between danza and merengue,
terms that meant a sole musical expression introduced by military bands from Puerto Rico.
Several Puerto Rican musicians abandoned their regiments and remained in Santo Domingo
to help make a larger contingent of Dominican composers, continuing to promote the danza
urban Dominicans as well as peasant musicians adopted as the preferred music for their dances.
But an identity crisis in the Dominican Republic compelled writers and composers to embrace
a nationalist stance that closed their world to external influences, to the extreme of denying
linkages between merengue and danza. Eventually, a form designed as jaleo — synthesizing
styles of Dominican folklore—is appended to the danza much like the rural son became at-
tached to the urban danzón in Cuba. In this way, danza came to be presented to the world as
“Dominican merengue.”
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Keywords: collective memory, Dominican identity, merengue and danza, military bands, musical
nationalism, symbolic mobility
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El merengue tiene una raíz común con la danza. Es decir, es posible estable-
cer una continuidad definitiva entre los dos términos, que incluso alcanza
a señalar una sola forma musical y estilos sonoros análogos. Eso lo sabían
tanto escritores como compositores dominicanos activos entre las décadas
de 1870 a 1920. Estos últimos se inspiraban en las danzas de Puerto Rico —
conocidos también como merengues — para crear buena parte de su música,
que era primordialmente bailable (Jorge, 1982).
En un principio, un influyente movimiento político, impulsado inicial-
mente por Betances, y luego — hacia 1873 — por Hostos y Luperón desde
Puerto Plata procuraba integrar políticamente las tres grandes islas (Cuba,
Santo Domingo y Puerto Rico) en una gran Confederación de las Antillas
(Ojeda, 2001). A tales propósitos se les une desde muy joven el cubano José
Martí, que desde Nueva York lleva la campaña a su máxima expresión con
la Guerra de Independencia de Cuba.
De ahí que para el dominicano de entonces atribuirle nacionalidad a
sus danzas no importaba tanto. Al campesino dominicano le era poco rele-
vante si esa danza era puertorriqueña o quisqueyana, en tanto le sirviera
a sus propósitos recreativos o rituales. Al intelectual educado en la escuela
hostosiana le importaba tanto el carácter transnacional, antillano de esa
danza como su función asociativa y de entretenimiento. Por eso, era cono-
cida en Santo Domingo como ‘danza antillana’, y por eso también llegó a
influir profundamente en la conciencia musical dominicana como algo
muy suyo, tan suyo como lo era para los puertorriqueños. Tanto boricuas
como dominicanos usaron las mismas herramientas analíticas para con-
cebirla formalmente, es decir, como una expresión bailable con ritmo
único, una introducción repetida, conocida como paseo (reminiscencia
de la contradanza europea), a lo cual sigue una sección más extendida,
llamada merengue.
Pero a la vez que el dominicano enaltecía su hermandad con los puer-
torriqueños, se dejaba sentir inconformidad por lo que algunos en Santo
Domingo entendían como el “abandono” del legado popular, y llegó un mo-
mento en que ese ánimo inter-regionalista y hostosiano fue mermando en
el lapso de unos pocos años.
Hay quien dice que ocurre musicalmente a partir, quizás de 1908,
cuando se observa eso que llamaban “retrogradación” por fuerza de inva-
siones de índole musical.2 Esa frustración no es sólo consecuencia de la
intervención norteamericana en la isla entre 1916 y 1924, sino que tiene
precedentes. El marco de referencia desde entonces es el sentimiento na-
cionalista observado en todos los niveles de la sociedad dominicana, espe-
cialmente en lo musical. Ya la danza dejaba de ser “antillana” pues era parte
de una corriente de influencias musicales “invasoras.” El compositor do-
minicano evalúa sus parámetros estéticos y reconoce que buena parte de su
folclore se halla al margen de la aceptación social que las clases dirigentes
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contradanza. Al ocupar una unidad de tiempo en el compás de 4, cabe
referirse a ellos como “jaleos rítmicos,” que en nuestro caso constituye la
partícula analítica más breve entre los aspectos musicales aquí estudiados.
Un tercer componente está vinculado con el jaleo rítmico, aunque hace
referencia a la medida del compás. En la contradanza criolla el sistema
2
métrico de 4 era ambivalente pues su melodía se hacía generalmente en
compás binario, mientras el acompañamiento muchas veces seguía la línea
de tiempo africana 3-3-2, es decir, sobre la base de un tipo de jaleo que se
extiende a la medida de un compás entero y acentuando la tercera articu-
lación rítmica, según se subraya. También ocurría lo contrario, es decir, que
la melodía se hiciera en tres (o sea, 3-3-2) con un acompañamiento binario.
Debido a su extensión a un compás entero, el jaleo adquiere un significado
métrico, aunque a la vez sugiere una fórmula rítmica que extiende la du-
ración al doble del jaleo rítmico.
En palabras del cubano Esteban Pichardo, el jaleo lo podríamos enten-
der así: “Una contradanza cubana llega a Europa: el músico europeo toca
las notas, pero nunca aquel aire, aquel jaleo, aquel sabroso que tiene la eje-
cución de un criollo (cursivas en el original citado por Galán 1983, p. 128).”
De igual modo, Manuel Alonso afirma en 1849 que “… era preciso que oyera
una contradanza tocada por uno de las Antillas para poder apreciar ese
género de composición” (Alonso 1849, 60).”
Tanto el jaleo métrico como el rítmico se repiten compás tras compás,
para darle el sabor que al bailador europeo de esa época le evocaba sensu-
alidad y cierto aire de exotismo.
A la vez que se altera el ritmo, ocurre un importantísimo y determinante
cuarto paso, dado primordialmente en Puerto Rico: la expansión de la se-
gunda parte de la contradanza entera en proporciones considerables, regis-
trada, de acuerdo a variadas fuentes de la época (Tapia 1973 [1882], 126; Brau
7
1977 [1903]; 8),8 a partir de 1848. Mientras a la primera parte (no expandida,
aunque repetida) se le denominaba paseo, a la segunda parte en expansión
se le denominó merengue, que Tapia solía llamar “jaleo.” Simultáneamente,
con la expansión, esa segunda sección, a su vez, el meren-gue adopta la
mayor proporción de esos “jalones” rítmicos. Debido a la alta proporción de
compases en esa segunda sección, que siguió expandiéndose por unas cua-
tro décadas, a toda la contradanza se le llamó popularmente “merengue”
desde entonces. En noviembre de 1857, el compositor Louis Moreau
Gottschalk deja consignada desde Ponce — en su Danza, Opus 33— la forma
definitiva del merengue, cuya proporción la distingue claramente de las dan-
zas cubanas, que no contenían aun la expansión de esa segunda sección.
El merengue lo tocaron músicos locales junto a músicos de regimiento,
quizás por vez primera, en una velada de bienvenida al Gobernador Juan
de la Pezuela, a mediados de septiembre de 1848, de acuerdo a un número
9
de La Gaceta publicado ese mes. Desde las páginas del propio periódico
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oficial, el autor anónimo reclama el merengue como ‘baile del país’ (Puerto
Rico), destinado a diseminarse en Europa para desplazar los viejos bailes
emblemáticos de las cortes.
Unos meses transcurrieron cuando, en agosto de 1849, de la Pezuela
prohibió el baile, aunque la prohibición no fue suficiente para suprimirlo,
pues la juventud boricua lo siguió bailando, particularmente en las ciu-
dades del sur y oeste, con el seudónimo de “upa.” Tan pronto como Pezuela
dejara la isla en 1852, el término “upa” fue cayendo en desuso mientras el
baile seguía ganando popularidad con el término de “merengue.” Durante
dos años, entre 1852 y 1854, tuvo lugar en periódicos de Ponce una encar-
nizada polémica sobre el merengue documentada por Socorro Girón en su
manuscrito Ramón C.F. Caballero, ‘Recuerdos de Puerto Rico’ y La polémica
del merengue (1984). Hacia mediados del siglo XIX en Puerto Rico, el de-
nominativo de “merengue” ocupó cientos de páginas, viniendo a alternar
con el de “danza” para referirse al mismo baile.
Si antes la contradanza se componía de dos secciones melódicas, cada
uno de ocho compases, el merengue nace de la incorporación en la segunda
parte de la contradanza de esos jaleos o ritmos de sabor local o regional.
El merengue era un modo de incorporar en los bailes de la aristocracia
local los elementos populares de costumbres practicadas por los músicos
que esa aristocracia llamaba “lascivos” y “vulgares.” Del ámbito sonoro, tales
sonidos provocativos se traducían en “la exageración en la manera de bailar
el jaleo” de que nos habla Tapia. Por eso, los ritmos locales o regionales se
empleaban sólo en la segunda parte (el llamado merengue), a modo de una
deferencia estratégica: si el músico incorporaba esos ritmos en la primera
parte, podía ocasionar una reacción adversa inmediata, que dejaba a los
concurrentes sentados y despavoridos ante el “¿qué dirán?” del resto de los
concurrentes. Pero al tocar la sección inicial como paseo, la pareja respondía
a la invitación sonora con el esperado protocolo aristocrático. Al comenzar
la sección del merengue, ya era tarde para que uno de ellos dejara de bailar,
pues era incorrecto que el bailador abandonara la sala al romper el meren-
gue. Eso era visto como un desaire a la pareja.10 Prevalecía el compromiso
a seguir bailando, y por eso, los músicos esperaban a que concluyera la
primera parte, para aprovechar la oportunidad de incorporar esos elemen-
tos rítmicos y melódicos que eventualmente se institucionalizaron en la
danza, así como en los estilos corporales de los bailadores.
Dicha deferencia estratégica, la de esperar a la segunda parte para alterar
y “robar” valores temporales en el ritmo en la segunda parte de una con-
tradanza, tiene un precedente importante en “San Pascual Bailón (1801),”
contradanza cubana cuya segunda parte adquiere un sabor criollo que even-
tualmente condicionó la forma de la danza cubana (Alén 2001, 116 – 33).
Pero ¿en qué consiste la diferencia entre la danza puertorriqueña y su
contraparte cubana?
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incluía el pandero para las danzas (Alberti Mieses 1975, 30). Ese listado —
muy distinto al del período de la posguerra — es, a saber: flautín en re
bemol, clarinetes principal, primero y segundo (en si bemol), requinto en mi
bemol, oboe, saxofones soprano, alto y altos primero, segundo y tercero en
mi bemol, saxofones tenor y barítono, cornetines principal y segundo en
si bemol, trombones en do, bombardinos principal y primero en do, cor-
neta, barítonos en do, y bajos en mi bemol y en do, respectivamente.
Basta indicar que buena parte de los autores dominicanos vindican a Ar-
resón como una especie de “Hostos musical” en el Cibao.
que esas danzas se hacían siguiendo el molde de las de Puerto Rico, que
era, y sigue siendo aun una colonia, antes de España, y hoy de los Estados
Unidos. Por eso, al hacer la danza suya por encima de todas las demás ex-
presiones, en especial las europeas, dieron un ejemplo a la América Latina
al mantener un perfil propio como parte de una región que, inspirada en
Betances, Hostos y Martí luchaba por unirse y ser libre.
El 28 de abril de 1920, el compositor Esteban Peña Morel reiteró de-
claraciones suyas, expresadas el día anterior en el sentido de que “al tratar
de las danzas borincanas y su imitación por nuestros compositores, cierto
es que el nativo de Borinquen tiene rasgos psicológicos que casi le hermanan
con el quisqueyano …” Para este compositor, Morel Campos era “guía y norte
de nuestros compositores antillanos.”
Hay, no obstante, razones de fuerza mayor que a la altura de 1910 le
dieron a la danza puertorriqueña un carácter más hegemónico que soli-
dario: su alta proporción en el repertorio dominicano de bailes y conciertos
por décadas enteras, hacía que el compositor en Quisqueya no tuviera otra
opción, sino la de interpretar — como imposición o propuesta intelectual
de la aristocracia local — los modelos ya institucionalizados de Tavárez y
Morel Campos, e incorporarlos en obras musicales que intentaban desig-
nar con denominativos como “danza típica” o “danza criolla.”
La experiencia dominicana era, y sigue siendo (igual que en Cuba y
Puerto Rico) un relato de incesantes luchas contra toda clase de interven-
cionismos del exterior, amén de las luchas internas entre dirigentes y caudi-
llos. Eso lo tenía presente el compositor dominicano hacia 1916 en palabras
que destacan sus penurias en establecer una estabilidad existencial:
Toda la existencia de nuestro país, ha sido no más que una larga lucha
por la libertad, nunca, pues, hemos podido consagrarnos sosegadamente
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ardoroso y sacro amor que inflama y empuja a la brecha, donde se gana con
fuego y con sangre, la remisión del suelo que nos vio nacer” (44).
De ese modo, Arzeno contradice la desesperación introductoria de su
libro. Su comparación del Himno Dominicano (soberbio, belicoso, en tona-
lidad mayor) con La Borinqueña (“escrito en tono menor y … una queja
constante”), le sirve de parámetro, con el que remata su distinción entre la
psicología quisqueyana de “infantil ternura y entusiasmo desbordado” y
el carácter puertorriqueño de un pueblo esclavizado que no alcanzaba a
obtener su libertad.
¿Es que, acaso, querría deshacerse de la preponderancia musical de una
colonia sobre la nación dominicana que, después de todo, tampoco cesaba
de ser invadida?
Imposible. Decía Pedro Henríquez Ureña que en Santo Domingo, “la
‘danza’ que imperó durante medio siglo [en Santo Domingo] se identificó
con el tipo borinqueño; fue hasta hace pocos años el baile favorito de socie-
dad y tuvo muchos cultivadores” (Henríquez Ureña 1979 [1929], 172). Para
Arzeno la danza también era expresión de hermandad entre dominicanos
y boricuas. Era innegable que la danza: “esta forma de expresión, por haber
arrullado nuestra alma y despertado la idealidad en nuestra mente y por sen-
timiento nacional Antillano, no [la] podemos desterrar …” (44).
Desde luego, puede establecerse que el tránsito del merengue, de los cen-
tros urbanos a los barrios, contó con esas bandas como punto seguro de
conexión. Vemos que gran parte de sus músicos eran de ingreso bajo, mu-
chos de ellos inclinados a suplementar su ingreso económico en orquestas
de las salas de baile de mayor notabilidad, especialmente si tenían “disposi-
ciones naturales” para ejecutar un instrumento al estilo de los bailes
importados. Estos reclutas “secuestrados,” que una vez eran músicos —
posiblemente güireros — de agrupaciones de barrio, constituyen vínculos
entre las distintas clases sociales en Santo Domingo. Las bandas militares
servían de centros de entrenamiento. Tenían la oportunidad de regresar a
sus barrios, no con el güiro, sino con instrumentos como el tambor militar,
el saxofón y el bombardino, formas como el merengue de retretas y bailes,
y estilos como los “cantos” u obligados de bombardino. A partir de su re-
clutamiento en las bandas, los músicos populares constituyeron verdaderos
vehículos de circulación de influencias sonoras entre los espectáculos mi-
litares, los bailes de sociedad, las representaciones teatrales y las celebra-
ciones que tenían lugar en las fiestas de los barrios.
Entonces, es posible trazar la continuidad entre el instrumental de ban-
das y los conjuntos de barrios, conocidos como perico ripiao. Ese conjunto
típico lo forman la güira, la tambora, el acordeón y el saxofón (García 1972,
25). Para ese conjunto, la güira da esencialmente un patrón rítmico básico,
mientras la tambora establece también un patrón rítmico, aunque en otro
nivel donde el ejecutante puede establecer su propio e individual estilo
(Rivera 1966, 37). De igual modo ocurre con el acordeón, cuya función es
esencialmente armónica con matices rítmicos al antojo de su ejecutante.
Por su parte, al saxofonista se le asigna la función de acompañante meló-
dico, pero en buena medida le hace el juego al vocalista — que también es
parte del conjunto — con arpegiados obligados a manera de una segunda
voz cantante.
Hoy lo celebran muchos como estilos “típicos” del saxofón, sin visualizar
que se trataba de los obbligatos de la danza otrora asignados al bombardino
e introducidos aun antes como obbligatos para saxofón por Allard en Ponce.
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bombardino
saxofón
DANZA (banda militar) — [ ] — (perico ripiao) MERENGUE
El término “danza” (“al estilo de las de Morel,” se decía) fue hasta esa
época sinónimo de “merengue” y varios compositores — y ciertos escritores
también — eran concientes de eso.
De acuerdo a variadas fuentes ya citadas arriba, el merengue formaba
parte del repertorio de las salas urbanas de baile desde su introducción
en la República Dominicana en 1854 (Rodríguez Demorizi 1971, Espaillat
1962 [1875]).
Pero no es sino hasta la década de 1920 — aunque no antes de 1919 —
cuando los folcloristas y escritores dominicanos reclaman que el merengue
tampoco entraba en las salas principales de baile y concierto.
Coincide Julio Alberto Hernández con Peña Morell en que la mayoría de
esas melodías folclóricas eran sencillas. Pero mientras Peña Morell las de-
9
jaba de entender como “merengues,” llamándoles luego “mangulinas,” 2
Hernández reclama ver en ellos “merengues” recogidos desde mediados de
la década de 1910, y que “no pasaban de cuatro compases, con ligerísimas
variantes” (i.e., Incháustegui 1995, 28).
Sea merengue, danza, o mangulina, en Puerto Rico las descripciones de
varios analistas y compositores desde 1857 a 1906 (p.ej., Gottschalk 1857,
Tapia 1877 y Brau 1882) hablan de una danza contenida en dos secciones
principales, de unos cuarenta o más compases en total. En la República Do-
minicana no se ha encontrado referencia analítica al merengue que no sea
la obtenida de las partituras de los compositores. Sabemos que esos meren-
gues eran incluidos en bailes por los centros urbanos de mayor “visibili-
dad,” unas veces como danzas, otras como merengue (Espaillat 1962 [1875]).
El cotejo de esas danzas dominicanas confirma que su forma es similar a
su contraparte puertorriqueña, y de ahí, la referencia que hemos hecho
antes a Eugenio Deschamps — omitida deliberadamente a partir de la dé-
cada de 1920 — según la cual sabemos que el merengue era la misma danza
de Puerto Rico y Cuba, “con ligeras variantes” (1906, 274 – 75).
Por eso, tal discrepancia entre cuatro y cuarenta — como medida formal
de la extensión temporal para una sola expresión musical — tampoco le era
ajena al estudioso del merengue. En casi todos los casos, estos autores
resuelven la contradicción insinuando que se trata de dos “merengues”
distintos, según observan Paul Austerlitz y Peter Manuel. La mayoría de
los escritores no pasan de la insinuación y, acaso, evitan referirse a la
contradicción, como también evaden cualquier referencia a otras discre-
pancias críticas que comprometieran su teoría de que el merengue era de
origen neta y exclusivamente dominicano. Por ser muy comprensible para
el lector, hemos señalado esa discrepancia — y la renuencia a señalar esa
contradicción — como otro ejemplo que, desde 1927, se le impone una
cortina de humo a cualquier estudioso del merengue que se proponga lle-
gar a la raíz del asunto.
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Conclusión
En este artículo hemos hablado un poco de lo que se discutía entre es-
critores dominicanos en torno a su música, de su admiración y simpatías
por la danza puertorriqueña, de la influencia musical que Bernarda Jorge
llamaba la “preponderancia de la danza puertorriqueña” en Santo
Domingo (1982, 99), de una historia de invasiones de todo tipo y de la con-
secuente reacción dominicana a esa invasión del exterior, que no se limi-
taba a una respuesta a la intervención militar norteamericana de 1916 sino,
ante todo, a la influencia sobrecogedora de la danza desde hacía más de
medio siglo. Creemos haber dejado claro los vínculos entre la danza puer-
torriqueña y el merengue hasta principios del siglo XX, que eran en buena
medida — con algunas variantes — una sola música articulada por una
conjunción de factores, incluyendo la Segunda Guerra de Restauración
Dominicana, el reclutamiento de músicos veteranos puertorriqueños, los
estilos sonoros de las bandas militares y la importación de partituras de
Puerto Rico, que no discutimos en detalle.
Es evidente que bandas del regimiento español de Puerto Rico introdu-
jeron el merengue de las bandas, cuyo influjo fue determinante en el estilo
posterior del merengue, tanto del de las bandas y orquestas de la ciudad,
como el típico de los barrios y campos.
En su Historia Social de Santiago de los Caballeros 1863 – 1900, Edwin
Espinal Hernández (2005) destaca la popularidad de la danza en la ciudad
capital del Cibao: “se tocaban danzas (siendo muy preferidas las de Juan
Morel Campos), valses (entre ellos El Danubio Azul …) y lanceros …” (p. 235).
Espinal se vale de miles de referencias y dedica secciones enteras a costum-
bres y vida social y artística, pero, con todo, y la abundancia de fuentes, in-
cluyendo los periódicos locales, no alcanza a señalar nada que hiciera
punto en torno al merengue, sino como “‘danza tentadora’” y a renglón
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seguido, “(¿el merengue?)” (p. 231). Vimos que la danza figuraba en los
bailes y en el repertorio de los compositores, aunque pocas veces se leía
como “merengue.” Las escasas referencias al término merengue en Santo
Domingo durante ese período, lleva a Darío Tejeda a concluir errónea-
mente que, en un principio, el merengue era bailado entre las clases altas,
pero es luego expulsado de los salones (Tejeda 2003, 56 – 58) debido a su
carácter “impío,” como había ocurrido en Puerto Rico (Tejeda 2006).
Lo cierto es que nunca se dejó de bailar en Puerto Rico aun después
de la prohibición de 1849, ni tampoco fue sacado de los salones en la
República Dominicana veinte años después, cuando los compositores lo-
cales siguieron la pauta de sus colegas puertorriqueños al seguir renom-
brándolo como “danza.”
Quizás, el tan omitido pasaje de Deschamps de 1906 sobre la equivalen-
cia del merengue con la danza sea una evidencia única en cuanto a fuentes
textuales se refiere. Por otro lado, sin embargo, es posible retomar esas rela-
ciones perdidas entre “merengue” y “danza” por métodos distintos, como
en el análisis musical mismo, y tratar su cotejo a la luz de varias fuentes.
Durante décadas, dentro y fuera de la República Dominicana se escribieron
cuantiosos libros y artículos que lejos de establecer los vínculos entre esas
dos expresiones, repetían los clichés producidos en períodos de confusión
y hasta de desesperación en la búsqueda de una identidad. Por eso es que,
todavía en 1971, el más importante historiador dominicano de su época decía
que “los orígenes del merengue [seguían], pues, en la niebla (Demorizi
1971, 125). Un año más tarde, Juan Francisco García se refería todavía al
“brumoso origen” del merengue (García 1972, 12), cuando asevera que “no
sabemos en realidad cuál es su origen ni de dónde vino y creo que sería
difícil ahora mismo encontrarle paternidad” (1972, 24).
Este trabajo se ha propuesto rearticular la memoria rota del merengue,
a modo de restablecer su continuidad con la danza, la que una vez sirvió de
emblema unificador de las Antillas. A raíz de una proyectada cultura política
común para las tres Antillas, desarticuladas por variadas fuerzas a lo largo
de más de un siglo, la República Dominicana se ha visto a sí misma con su
historia, y Puerto Rico con la suya propia. De ahí que el carácter estricta-
mente politizado y electorero del discurso — común hoy en los dos lados
del Canal de la Mona — nos impide descubrir las vidas comunes de ambos
pueblos. Tal vez sea por eso también — porque se ve en los dos pueblos una
trayectoria distinta — por lo que el estudioso, muy versado en la historia
social y económica, y en su relación con asuntos políticos y económicos (as-
pectos ciertamente vitales en el estudio de las relaciones inter-caribeñas),
se olvida de asuntos más cotidianos e íntimos de las relaciones sociales y
humanas y, por tanto, pierde de vista que un asunto como la música con-
stituye un terreno simbólico propicio para construir las historias comunes
del Caribe.
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… las tres Antillas […] han de salvarse juntas, o juntas han de perecer, las
tres vigías de la América hospitalaria y durable, las tres hermanas que
de siglos atrás se vienen cambiando hijos y enviándose los libertadores,
las tres islas abrazadas de Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo. (Martí
1978, 191)
Notas
1. Deseo agradecer infinitamente a los amigos y colegas, todos dominicanos,
por la ayuda al proyecto de rescatar la memoria rota de las Antillas, que se implica
en estas páginas. Al furibundo hostosiano José G. Guerrero, por facilitarme su
colección particular y pasearme por las turbulentas aguas de la historia domini-
cana; al Dr. José Isidro Frías Guerrero, autor del proyectado libro sobre los escritos
de Emilio Peña Morell, que me ha facilitado parte del manuscrito para este trabajo;
a Angelina Tallaj, por su disposición y confianza al proveerme partituras para el
análisis musical del merengue; y al Dr. Luis Álvarez, de John Jay College, el que
realmente inicia esta cadena colaborativa, donde vamos descubriendo inexorable-
mente esa verdad encubierta por intelectuales nacionalistas. También deseo agrade-
cer los comentarios del editor del artículo, Paco Cao, tan dominicano, cubano y
boricua por su pasión y solidaridad afro-caribeñista, como español en el sentido
más progresista de la palabra. Además, deseo agradecerle a Peter Manuel la aten-
ción al trabajo de Bernarda Jorge, cuyas observaciones sobre el nacionalismo mu-
sical dominicano merecen la atención que los estudiosos no le han ofrecido.
2. De Marchena, Enrique. Manuscrito provisto por el Dr. José Isidro Frías
Guerrero, según el cual se publicó bajo el título de “Arte Musical, por nuestro
crítico musical: Sobre la música en Puerto Rico. Padilla D’Onís Interpela,” en Listín
Diario, 7 de abril de 1931.
3. Peña Morel, E.P. Manuscrito provisto por el Dr. José Isidro Frías Guerrero,
según el cual se publicó bajo el título de “Eutérpicas (VI),” Listín Diario (Santo
Domingo), 11 de febrero de 1919. “Eutérpicas (VI),” Listín Diario (Santo Domingo),
11 de febrero de 1919.
4. De Marchena (Hijo), Enrique. “El desarrollo del folklore musical domini-
cano,” en Blanco y Negro. VIII/371, Santo Domingo, 9 de abril de 1927, pp. 534 – 35.
5. En varios artículos publicados entre 1929 y 1931 por el compositor Esteban
Peña Morel, y en por lo menos uno de De Marchena, éstos acusan a compositores
como Rafael Hernández de servir de agentes de saqueo y robo del material folclórico
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