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23-04-2019
Guantanamera
Catorce años para entender cómo funciona la justicia de
Washington
Jorge Elbaum
CLAE / El Cohete a la Luna

El último lunes, la prestigiosa revista New Yorker publicó una extensa nota de Ben Taub sobre el
vínculo de un carcelero y un prisionero acusado de terrorista. [1] La historia tiene sede en la base
naval estadounidense de Guantánamo, emplazada en territorio ocupado a la República de Cuba. La
investigación periodística relata el vínculo entre uno de los cautivos detenidos en esa Base Naval,
acusado de formar parte de Al-Qaeda, y un integrante de la Guardia Nacional de Oregón.

El detenido es Mohamedou Salahi, un ingeniero eléctrico que fue secuestrado por pedido de la CIA,
en Mauritania, su país de origen, en 2002, luego de ser investigado por las autoridades de
inteligencia del país africano, a pedido de la CIA. Sin que se logre cumplimentar alguna acusación,
fue entregado a los militares estadounidenses, quienes lo trasladaron primero a Jordania y después
a Afganistán, territorios donde empezó a sufrir periódicas sesiones de torturas.

Sobre Salahi pendía la sospecha (así se fundamentó su secuestro) de ser uno de los cerebros de
los ataques del 11 de septiembre. Tenía 30 años cuando lo detuvieron. Sus credenciales lo
mostraban como un brillante ingeniero de la especialidad de electricidad, portador de una
inteligencia prodigiosa y antecedentes de haber participado en la guerra contra la Unión Soviética
en los años 90, cuando tenía 20 años, por un lapso de pocos meses. A esas referencias se le
sumaba el hecho de contar con conocidos y parientes ligados a Al-Qaeda, aunque distanciados de
Osama Bin Laden desde el momento que tomó la decisión de atacar Nueva York.

Luego de su periplo obligado por Asia, Salahi fue depositado en la base naval de Guantánamo,
donde se convirtió en el detenido de mayor valor de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. A
partir de 2002 se convirtió en el recluso 760, código que remitía al secreto mejor guardado de los
servicios de inteligencia militar. Ese pedestal le impedía gozar de las entrevistas de la Cruz Roja e
interactuar con el resto de los reclusos. Dos años después de que Salahi llegara a Guantánamo,
empezó a ser custodiado, entre otros, por Steve Wood, un joven de 22 años, miembro de la Guardia
Nacional de Oregón, a quien le advirtieron en forma reiterada acerca de la infinita peligrosidad del
mujaidín de origen mauritano. Los únicos interlocutores de Salahi eran sus custodios y quienes se
encargan de llevar a cabo los interrogatorios y las torturas.

La convivencia cotidiana entre Wood y Mohamedou llevó al primero a interesarse en las


acusaciones que pendían sobre el detenido, a quien se caracterizaba como "un miembro clave de la
red terrorista internacional", pero sobre quien no se había podido probar ningún crimen desde su
llegada a la base naval. La curiosidad de Wood lo llevó a dedicar parte de su tiempo libre a indagar
sobre los tenebrosos antecedentes de Salahi y las evidencias que respaldaban las acusaciones.
Después de investigar cientos de horas no encontró nada. En un primer momento supuso que la
información no debía estar disponible para un simple suboficial como él, o que dichos registros
debían estar guardados en archivos residentes en territorio continental de Estados Unidos. Lo único
que encontró fueron confesiones contradictorias del propio Salahi arrancadas mediante torturas
indescriptibles. De hecho, las propias revelaciones del recluso 760 surgían como discordantes unas

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con otras, y eran atribuibles a relatos imaginarios ofrecidos con la obvia intención de que cesara la
tortura.

Los datos brindados por Salahi, según Wood, aparecían obviamente rebatidos por variadas fuentes
fidedignas, fechas inconexas y nombres inexistentes. Sus propios interrogadores, convertidos en
verdugos despiadados, compartían su frustración al constatar reiteradamente que las
incongruentes versiones de Salahi se explicaban por su desesperación por brindar alguna
información que justificara el fin de los vejámenes. Sus confesiones simuladas, sin embargo, le
permitieron acceder a artículos de confort como un almohada, jabón, toallas y la posibilidad de
escribir en su cuarto de confinamiento.

Wood siguió investigando el caso durante sus días de franco, sin poder descubrir evidencias,
vínculos o alguna documentación que lograse relacionar al mauritano con alguna red terrorista. En
su estancia en la Bahía de Guantánamo, mientras lo custodiaba, Wood le pedía que recitara
parágrafos del Corán y Salahi los repetía tanto en inglés como en árabe. En los años que Wood
estuvo destinado en el Caribe, su recluso se transformó en una fuente de aprendizaje e iniciación
espiritual. Salahi dialogaba habitualmente de historia y filosofía y su carcelero se asombraba de la
educación y la fluidez en el manejo de cuatro idiomas que poseía el mauritano. Cuando Wood
abandonó su tarea en la Base Naval de Guantánamo, decidió regresar a Oregón con la decisión de
abandonar las ocupaciones militares: sus diálogos con Salahi y lo que había visto en el centro de
detención lo habían cambiado. Había vivido una inversión del Síndrome de Estocolmo: el carcelero
se había transformado tras su paso por el Caribe.

Vigilar y castigar

La injusticia originada por las prácticas de detención de Washington socavan los basamentos del
sistema internacional de los derechos humanos.

La base de Guantánamo es alquilada por los Estados Unidos en el marco de un tratado impuesto
por Washington desde 1898. Cuba desconoce, desde el triunfo de la Revolución, dicho
arrendamiento y exige su devolución. Cada mes, en el marco de una teatralización grotesca,
Washington desembolsa un monto de U$S 4800 que el gobierno cubano se niega a recibir, como
forma de repudio (y de dignidad) ante la ocupación. Al Pentágono, la extraterritorialidad de la
prisión de Guantánamo le permite desconocer las propias leyes de su país, logrando que los
reclusos sean juzgados por cortes marciales secretas, con ausencia de defensa y de conocimiento
de cargos.

En el año que Wood abandonó la base naval, el Departamento de Estado aceptó nombrar a un
fiscal para atender el caso de Salahi. Para ese menester se contrató al teniente coronel Stuart
Couch. El militar se dedicó durante dos años a revelar todos los antecedentes existentes que
probaban el nexo de Salahi con Al-Qaeda, pero luego de constatar que las acusaciones no
guardaban ninguna credibilidad, que las confesiones del preso carecían de verosimilitud y que
habían sido obtenidas bajo los efectos de torturas, renunció al caso sin presentar cargos. Adujo,

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antes de su dimisión, que la causa era un amontonamiento de impericias, negligencias y falacias.

Ese mismo año, como resultado de las presiones impulsadas por organismos de derechos
humanos, se logró que los detenidos pudieran acceder a la visita de un capellán militar. Para ese
tarea fue nombrado el capitán del ejército James Yee, de fe islámica, quien visitó a Salahi en su
celda de aislamiento durante un año. Luego de extensos y profundos intercambios, al igual que
Wood, Yee empezó a entrever que las acusaciones en contra del recluso 760 eran una suma de
arbitrariedades y errores conjugados para legitimar la supuesta eficiencia de las fuerzas armadas
estadounidenses, en su lucha contra el terrorismo internacional.

Durante una parte de su cautiverio, a partir de 2005, Salahi, a quien sus captores citaban con el
apodo de Almohada, pudo escribir cartas desgarradoras a sus abogadas, Theresa Duncan, Sylvia
Royce y Nancy Hollander. En esos escritos relató en forma pormenorizada las condiciones de su
encierro, el suplicio cotidiano y las evidencias de su inocencia en relación con las actividades de
Al-Qaeda. La compilación de dichos escritos se transformó en un libro, Diario de Guantánamo, que
se publicó en enero de 2015 y se consagró como un éxito de ventas en Estados Unidos y varios
países del mundo. La conmoción que produjo su publicación obligó a Washington a liberar a
Mohamedou Salahi. El 17 de octubre de 2016, fecha innegable de liberaciones varias, Salahi fue
devuelto a Mauritania luego de 14 años de detención, sin que se le acusara formalmente de ningún
cargo.

Persecuciones neocoloniales

El último miércoles 17 de abril se conmemoró el Día Internacional de los Presos Políticos. En


Argentina existen 70 mujeres y varones sometidos a causas fraguadas por la complicidad de
agencias de inteligencia nacionales y extranjeras, asociadas a periodistas subordinados a intereses
corporativos y sectores de la justicia cooptados por la lógica de la persecución ideológica. Tanto
Salahi como Milagro Sala, Julio de Vido, Amado Boudou, Gerardo Ferreyra o Fernando Esteche -y la
totalidad de los detenidos gracias a las imbricadas operaciones de los D´Alessio o los Fariña— son
víctimas de un sistema que privilegia la fraguada grandilocuencia de una (in)justicia, dispuesta para
hacerle creer a la sociedad que cumple con eficacia su misión punitiva. Esa lógica nunca logra
comprender por qué irrumpen desde sus propias entrañas los Wood, los Couch o los Yee. Pero
permite entrever que el encierro y el terror son algunos de los dispositivos utilizado para disciplinar
a quienes no forman parte de los grupos hegemónicos o se rebelan ante ellos.

Pocos días después de su liberación, Salahi llamó a un teléfono de Portland donde residía uno de
sus antiguos carceleros, Steve Wood. Desde África Occidental, Almohada lo invitaba a convertirse
en el padrino de su hijo, Ahmed. El exintegrante de la Guardia Nacional de Oregón viajó a
Mauritania para reencontrarse con quien le había estimulado una fuerte espiritualidad y un sentido
de la vida. Juntos repitieron versículos del Corán.

Nota:

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[1] . http://bit.ly/2VQMjoF

Jorge Elbaum: Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro
Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la ). Publicado en
cohetealaluna.com

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