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UNIDAD I

Teoría Sociopolítica y Educación


Cátedra virtual

Educar al soberano
Crítica al Iluminismo pedagógico de ayer y de hoy.

José Tamarit

Tamarit, J. (1994). La función de la escuela: Conocimiento y poder. En Autor (Ed.). Educar al Soberano.
Crítica al Iluminismo pedagógico de ayer y de hoy. Buenos Aires: Miño y Dávila Editores.
La función de la escuela: conocimiento y poder
"El problema del conocimiento y el poder es, y siempre ha sido, el problema de las relaciones de
los hombre s de conocimientos con los hombres de poder.”
(C. W. Mills)

La descalificación de la escuela, implícita y explícita en los planteos reproductivistas y


desescolarizantes, generó una contracorriente que tendió y tiende a revalorizarla como un instrumento
indispensable e irremplazable para la educación del pueblo. Acalladas en parte, las voces desescolarizantes,
la polémica iniciada en los albores de la década del setenta no ha sido aún cerrada. El hecho es que algunas
de las observaciones críticas del reproductivismo mantienen todo su vigor; precisamente aquellas que fueron
reconocidas como sus grandes aportes y han sido asumidas como propias por quienes en general se enrolan
en las corrientes denominadas crítico-no reproductivistas 1.

En el marco de esta discusión aparece o reaparece el tema del conocimiento en su relación con el
poder, particularmente referido al "saber" como arma o instrumento de lucha en manos de las clases
populares. De alguna manera, era inevitable que dicha discusión –y en general la reflexión- sobre los
aspectos positivos y negativos de la escuela (considerada desde una perspectiva crítica y consecuentemente
en función de los intereses populares) girara en torno a la pregunta: ¿para qué sirve la escuela? Es decir, qué
beneficios proporciona la escuela a las clases subalternas. ¿Es la escuela una "obligación", o por lo contrario
es una conquista? ¿Quién "necesita" de la escuela: las clases dominantes, las clases dominadas o ambas? Si
las clases dominantes "imponen" la educación, ¿por qué las clases populares la reclaman? Si la educación es
un derecho desde largo tiempo reivindicado por el pueblo, ¿por qué los sectores dominantes se interesaron en
proporcionarla?

Hace ya más de quince años Rosanna Rosanda planteaba con otros términos estos mismos
interrogantes: "Se produce... una contradicción entre la imposibilidad de negar en principio la instrucción
como 'derecho de la persona', y la imposibilidad de concederla a escala de masas. De allí, su doble
apariencia... de la 'necesidad' del capital y de la 'conquista popular'...”. Y también "... es interesante observar
cómo la lucha 'popular' por la instrucción implica desde el principio una ambigüedad... entre los impulsos
igualitarios (el derecho de todos al saber) y la aceptación de un modelo de 'promoción' fundado sobre la
división no sólo técnica, sino social del trabajo" (Rosanda, R., 1985: 128).

Por otra parte, en un trabajo más reciente, G. N. de Mello señala: "Ya sea como instrumento de
hegemonía, o como forma de preparar para el trabajo en el mundo industrializado o moderno, la clase
dominante necesita también de la escuela, siendo ésta la contradicción que tiene que ser explotada" (Mello,
G. N. de, 1985: 256). Ambigüedad y contradicción, derecho al saber y hegemonía, adquisición de
"capacidades" y división social del trabajo, neutralidad del saber e ideología; todo esto revela la complejidad
del problema y explica la dificultad para encontrar "las buenas" respuestas. No pretendemos ofrecerlas aquí,
pero sí aspiramos a contribuir a la discusión relativa al problema de la educación popular –porque de ello se
trata- a propósito de la polémica relación entre conocimiento y poder (o, más exactamente, conocimiento
escolar y poder), asunto en cuyo tratamiento se hacen a menudo omisiones no del todo comprensibles, dado
que las mismas se encuentran en trabajos que parten del cuestionamiento del sistema social vigente y
rechazan, en consecuencia, también sus legitimaciones "científicas".

Nos interesa destacar, por su relevancia y pertinencia respecto del tema, dos omisiones en las que, de
modo recurrente, incurren educadores y sociólogos críticos de la educación al analizar este problema u
otros en los que el mismo se halla fuertemente implicado. Nos referimos a la falta de definición de
conceptos tan equívocos como los de poder y conocimiento –particularmente conocimiento escolar o saber que
proporciona la escuela- siempre que alguno de ellos o ambos se hallen involucrados en la discusión.
Ahora bien: ¿pueden no estarlo si de educación popular se trata? Quienes levantan la bandera del derecho


(*) El presente trabajo fue publicado originalmente en la Revista Argentina de Educación (RAE) Nº 10, Bs. As., Mayo 1988.
1
En rigor, teniendo en cuenta que no se niega el papel reproductor de la escuela, deberíamos admitir que "reproductivistas somos todos" y
que la distinción reproductivismo -no reproductivismo- es, por lo menos, poco feliz.
de todos a la educación, denuncian la desigual distribución del conocimiento y reivindican la legitimidad de
todo reclamo dirigido a la reapropiación del mismo por parte de los sectores populares ¿pueden eludir dar
respuestas a preguntas como las siguientes?: ¿para qué sirve la escuela?, ¿qué conocimiento proporciona?,
¿cómo puede servir al desarrollo político de las clases populares? Interrogantes de este tipo u otros del
mismo tenor no podrán ser adecuadamente contestados sin definir los dos conceptos arriba señalados,
pues de lo contrario no sabremos exactamente qué se está afirmando cuando se expresa: "La legitimación de
las diferencias sociales como si fueran diferencias escolares... se asienta... en una distribución desigual de
herramientas socialmente válidas" (Tedesco, J. C., 1985: 44); o "... el conocimiento que ella (la escuela)
debe –y puede- transmitir constituye el punto de partida para tener una visión de la sociedad que la sostiene"
(Mello, G. N. de, 1985: 256) o "El (saber) no crea poder, mas libera los canales para su pleno ejercicio,
preparando a los individuos para manejarlo con más eficiencia y competencia" (Rodríguez, N.).
Entonces ¿qué conocimiento proporciona la escuela, para el ejercicio de qué poder, en beneficio de quién?
En lo que sigue procuraremos responder a estos interrogantes.

¿Qué es el poder?
La discusión referida al poder ha girado básicamente en torno a tres cuestiones:
a) su naturaleza: ¿se trata de una relación, de una capacidad, de una cosa-cantidad que la sociedad y/o los
individuos poseen y también producen?;
b) la fuente del poder: ¿es el dinero, la posición político-administrativa, el prestigio, el conocimiento, una
variada combinación de estos elementos?;
c) el sujeto que lo detenta2: ¿el Estado de modo exclusivo o no, los individuos, las instituciones, grupos,
sectores, categorías o clases sociales?

Como se podrá advertir ni bien se reflexione sobre el asunto, las tres cuestiones mencionadas se
hallan fuertemente relacionadas, en el sentido de que adscribirse a algunas de las alternativas de a) implica o
conduce a asumir algunas de las de b) y c) y a rechazar otras.

Sin embargo, no siempre se aprecia "la debida coherencia", particularmente en autores que, en
función quizás de un mal entendido "pluralismo", intentan congeniar posturas y acaban transitando los
híbridos y peligrosos caminos del eclecticismo (peligrosos desde el punto de vista del rigor teórico
conceptual, no desde la perspectiva de la indefinición y del no compromiso personal). Esto es especialmente
notorio en los casos en que se hace uso de conceptos provenientes de la sociología crítica, enmarcados en
una perspectiva no-crítica3 de la sociedad o viceversa, y ello sin proceder a reformular tales conceptos, lo que
sí sería legítimo pues el hecho implica generar un nuevo concepto conservando el término que lo designa.

Como no es nuestro propósito hacer aquí la exégesis de la problemática del poder ni tampoco
presentar un inventarío de definiciones sobre los asuntos más arriba señalados, sino tan sólo poner en
evidencia que no existe acuerdo en torno a fórmulas de validez o reconocimiento universal que justifique el
descuido con que se alude o se trata el tema, nos limitaremos a confrontar las perspectivas de T. Parsons y N.
Poulantzas –manifiestamente irreductibles entre sí- a efectos de fundamentar la pertinencia de nuestra
preocupación.

“El poder es, en general, la capacidad de asegurarse el cumplimiento de obligaciones por parte de las
unidades de un sistema de organización colectiva, en el cual las obligaciones son legítimas en base a su

2
Por comodidad y en función de la claridad del texto hemos mantenido la expresión "sujeto que lo detenta", pese a que no se nos
escapa que rigurosamente considerado, implica concebir al poder como un objeto o cosa susceptible de ser poseído total, o
parcialmente en detrimento de otros que no lo poseerían 'en absoluto o sólo "en parte" (esto es, "la otra parte"). Más adelante se
aclarará.
3
Denominamos sociología no crítica a la que se desarrolla a partir de Durkheim y Weber, habitualmente identificada como
"clásica". Preferimos llamarla así en razón de que tanto uno como otro parten de una aceptación global de la sociedad existente
(es decir, capitalista) y de una común preocupación por el problema del orden; esto último es más manifiesto en el primero, pero
tampoco es ajeno a Weber. Posteriormente, T. Parsons retomará algunos de los conceptos básicos de cada uno y formulará una
suerte de síntesis: el estructural-funcionalismo. Obviamente se inscriben en esta perspectiva todos los que de un modo u otro
abrevan en estas fuentes: Merton, Bendix, Davis, Dahrendorf, Touraine, etc.
relevancia para el logro de objetivos..." (Parsons, T., 1987: 64). Asimismo, leemos del mismo Parsons en
otra parte: “El poder es una ventaja generalizada o un recurso dentro de la sociedad. Debe ser dividido o
distribuido, pero también debe ser producido y tiene funciones colectivas así como distributivas. Es la
capacidad de movilizar los recursos de la sociedad para el logro de fines para los cuales ha habido, o puede
haber, un compromiso 'público' general" (Parsons, T., ídem: 67). Lo anterior se inscribe coherentemente en
el marco de una perspectiva que concibe a la sociedad como un sistema armónico, derivado naturalmente del
hecho de que los individuos participan de un sistema común de valores y de normas que generan intereses
colectivos. De aquí que no debe extrañarnos que critique a Wright Mills porque para éste “... el poder no es
una ventaja para el desarrollo de una función dentro, y a favor, de la sociedad como sistema... sino... un
medio para el logro de lo que desea un grupo..." y porque Mills sólo se interesa “... en quién tiene el poder y
a qué intereses sectoriales éste sirve... y no... a qué intereses comunitarios, antes que sectoriales, se favorece"
(Parsons, T., ídem: 66).

Veamos ahora la perspectiva de Poulantzas, para quien la sociedad es un todo conflictivo en cuyo
seno las clases sociales se oponen entre sí en virtud de tener intereses objetivos antagónicos. Esta forma de
concebir el movimiento general de la sociedad conduce a Poulantzas a formular la siguiente definición: “...
se designará por poder la capacidad de una clase social para realizar sus intereses objetivos específicos”
(Poulantzas, N., 1969: 124). En otra parte de la misma obra, afirma: “... la capacidad de una clase para
realizar sus intereses objetivos, en consecuencia su poder de clase, depende de la capacidad del adversario,
por lo tanto del poder del adversario” (Poulantzas, N., ídem: 136).

Si Parsons nos remite al discurso del orden, Poulantzas nos conduce al del conflicto. Sus respectivos
universos teóricos, conceptualizaciones y “lenguajes”, no sólo son diferentes sino que estrictamente se
oponen entre sí. Con ello queremos significar que, en el análisis de las relaciones del poder con cualquier
práctica social específica, la definición del mismo reviste una importancia crucial. No es lo mismo concebir
al poder como un recurso que “la sociedad” produce y utiliza para el logro de intereses colectivos, que
afirmar que se trata de la capacidad que una clase social posee para favorecer sus propios intereses (el
mantenimiento del statu quo o la ruptura del mismo, por ejemplo). En uno y otro caso –para remitirnos al
tema que nos ocupa- la función de la escuela guardará relación con los respectivos conceptos de poder: será
un recurso de la sociedad para el cumplimiento de fines y objetivos que derivan de un “compromiso público
general”, o un instrumento que contribuye a la legitimación de las relaciones de dominación, etc.

Creemos que, de este modo, queda evidenciada la necesidad de definir conceptos sobre los que –
como en este caso- es notoria la falta de acuerdo. En lo que sigue, partiendo de la formulación de Poulantzas
que acabamos de citar, haremos algunas precisiones con respecto a los campos o espacios sociales en los que
se ejerce el poder y a la cuestión de la construcción del mismo.

Queda dicho que el poder es la capacidad de una clase para realizar sus intereses objetivos (es decir,
no “representados”). Agreguemos ahora que también implica una relación entre clases o fracciones de clase;
en consecuencia las relaciones de clase son relaciones de poder. Tales relaciones de poder se verifican en los
campos económico, político e ideológico y, por lo tanto, es legítimo hablar de poder económico, político e
ideológico. Cada uno de los campos mencionados constituyen espacios específicos, que si bien se hallan
íntimamente relacionados entre sí, poseen una relativa autonomía 4. Esto último significa que la clase que
domina en el campo económico no necesariamente debe hacerlo en los otros, ni que la calidad e intensidad
del dominio deba guardar correspondencia entre los distintos campos. Si echamos una mirada a la historia o
a la situación por la que atraviesan actualmente muchas naciones del tercer mundo, podremos hallar
ejemplos de no correspondencia parcial o total 5. No obstante lo dicho, conviene aclarar que el dominio en el

4
De hecho estamos aludiendo aquí a la controvertida cuestión de las relaciones entre estructura y superestructura y al no menos
controvertido y complejo asunto de la "determinación". Sobre ambos particulares nos parecen sumamente interesantes los
análisis de R. Williams (Marxismo y Literatura, Península, Barcelona, 1980, págs. 93 a 101 y 102 a 108) y de G. Therbom
(Ciencia, clase y sociedad, Siglo XXI, Madrid, 1980, págs. 400 a 415). Conocido es el papel pionero de Gramsci sobre este
punto.
5
Usamos el término "correspondencia" en un sentido laxo y quizás impropio. Estamos lejos de compartir el concepto
determinista ingenuo según el cual los hechos económicos (la “base”) tienen su correlato, se “reflejan” en las esferas de lo
político y lo ideológico (la “superestructura"). Lo que queremos expresar con aquel término, es que la clase social que posee la
capacidad de (el poder) controlar y dirigir los procesos económicos porque tienen la facultad de disponer de lo que es suyo (el
campo económico habitualmente se corresponde con el político, excepto en coyunturas de poca duración. El
campo más “autónomo” en este sentido es el ideológico, y al respecto abundan los ejemplos. Este hecho,
naturalmente, reviste una gran importancia para el tema que nos ocupa.

Volviendo por un momento a Parsons, vemos que éste dentro de su concepto de sociedad como todo
armónico, concibe al poder como “... una ventaja... o un recurso...” que debe ser distribuido. Sin detenernos
en la manifiesta ambigüedad -¿capacidad o recurso?-, eso que debe ser distribuido también debe ser
producido. Notamos aquí una aparente similitud con Poulantzas, para quien el poder se construye. Decimos
aparente, pues algo que debe ser producido y distribuido sólo puede concebirse como una cosa o cantidad
(obviamente variable). Y esto es absolutamente ajeno a la formulación de Poulantzas. Lo que se construye
es la capacidad de realizar intereses objetivos de clase y también de impedir que la clase antagónica realice
los suyos propios. Agreguemos ahora que para construir poder es necesaria la organización.

Las instituciones y organizaciones públicas y privadas son a la vez centros de construcción y de


ejercicio del poder. Algunas operan en forma exclusiva en uno de los tres campos (aunque se plantea
siempre el problema de los límites) y otras, quizás la gran mayoría, rebasan el campo “propio” y abarcan uno
o los dos restantes. El Estado, como gran centro de construcción y de ejercicio del poder, cubre todo el
espacio y es un activo generador de centros de poder dentro y fuera de su propia estructura 6. Cada clase o
fracción de clase dispone o puede disponer de sus propios centros de poder en cualquiera de los campos
aludidos. Con algunas excepciones, al menos teóricamente, no se puede garantizar a una clase la “posesión
de por vida” de un determinado centro de poder, incluido total o parcialmente el mismo aparato del Estado.
No obstante, es preciso señalar –más allá de esta genérica posibilidad teórica- que unos centros son más
proclives a sufrir desplazamientos en las “titularidades de clase” que otros. La mayor o menor propensión a
los desplazamientos depende tanto de la naturaleza del campo “propio” o preferente de su acción, cuanto de
factores tales como: relación con el aparato del Estado, origen (clase que lo crea), importancia estratégica en
relación al mantenimiento o alteración del statu quo, etc. Algunas instituciones (tanto públicas como
privadas), no ligadas en forma expresa o por definición a clases o fracciones de clase determinadas,
establecen pautas o generan condiciones que aseguren continuidades e impidan u obstaculicen
desplazamientos. Las iglesias y las fuerzas armadas o en general las fuerzas de seguridad, constituyen
ejemplos típicos de esto. Pese a ello, si observamos lo sucedido en algunos países del tercer mundo,
podremos advertir situaciones en las que se produjeron, desplazamientos o alteraciones que, en algunos
casos, contribuyeron a generar cambios sociales significativos. En general, la posibilidad de que se
manifieste este tipo de fenómenos se halla ligada a la mayor o menor estabilidad del sistema en su conjunto
y, particularmente, al mantenimiento o pérdida de la hegemonía –en la acepción gramsciana del término- por
parte de los sectores dominantes.

Reiteramos, por último, que “la capacidad para” de una clase social es tanto positiva como negativa.
Es decir, no sólo se trata de crear condiciones para la realización de los intereses propios sino también para
impedir el desarrollo de los intereses del adversario (bloquear la organización de las clases antagónicas,
destruir o neutralizar sus organizaciones, etc.).

Finalmente, y en función del presente trabajo, cabe señalar que el sistema educativo –incluyendo
aquí lo público y lo privado- constituye un importante centro de poder ideológico. Sin embargo, el término
“sistema” conduce a la idea de “todo articulado”, lo que está lejos de suceder con eso que llamamos sistema

capital), posee por lo mismo la capacidad de (el poder) tomar o hacer que se tornen decisiones políticas que favorezcan sus
intereses –inmediatos, mediatos y/o estratégicos- en los campos económico, político e ideológico. Dependerá entonces de las
circunstancias históricas nacional e internacional (grado de organización propia o de las clases antagónicas, crisis coyunturales
nacional y/o internacional, etc.), que la citada "correspondencia" sea mayor o menor. En otras palabras, el poder económico es
"fuente" de poder político e ideológico, pues, si bien "el dinero no hace la felicidad", permite comprar desde bancas
parlamentarias hasta dirigencias sindicales, financiar desde campañas políticas hasta instituciones educativas, culturales o de
investigación, disponer de los medios de comunicación masiva (con todo lo que ello implica en materia de control de la
información, manipulación de la "opinión pública ", control del tiempo libre, etc.) y también, por supuesto, disponer de la fuerza
necesaria cuando no hay otra razón a mano que garantice sus intereses. Precisamente, el recurso del "golpe de Estado" es casi
siempre una consecuencia de la no correspondencia del poder ideológico (crisis de hegemonía de la clase dominante) con los
oíros campos de poder.
6
Dentro del concepto gramsciano de Estado ampliado (ver cita 5) sería más correcto hablar de centros de poder, públicos y
privados.
educativo. Más allá de la división entre público y privado, tenemos el caso particular de las universidades
nacionales, cuyo régimen autónomo de gobierno las excluye de hecho del sistema. Lo mismo sucede con la
Universidad Tecnológica Nacional, que además se halla estructurada en regionales, cada una de las cuales
posee un alto grado de autonomía. Finalmente destacamos la existencia de “sistemas” provinciales (que en
algunas provincias incluye hasta el nivel terciario), los que obviamente dependen de sus respectivos
gobiernos. Por otra parte tanto a nivel nacional como provincial, la desarticulación existente entre los
niveles de los “sistemas” -variable según los casos- genera en la práctica situaciones de relativa autonomía.
Cada una de estas instituciones, organismos o dependencias, deben ser considerados como centros de poder
ideológico, y aún en su interior podrían detectarse unidades menores (incluyendo aquí hasta el nivel de la
escuela) que configuran verdaderos centros de poder específicos, en tanto gozan de cierta libertad de
movimiento respecto de las unidades mayores que integran.

Hegemonía y Poder
“... en realidad, todo elemento social homogéneo es 'Estado', representa al Estado, en cuanto se
adhiere a su programa; de otra manera se confunde al Estado con la burocracia estatal. Cada ciudadano es
'funcionario' si en la vida social es activo en la dirección trazada, por el Estatuto-gobierno y es tanto más
'funcionario' cuanto más se adhiere al programa estatal y lo elabora inteligentemente” 7. La cita de Gramsci
nos remite al concepto de hegemonía y al papel de los intelectuales en su construcción y mantenimiento. En
el sentido amplio que otorga Gramsci al término, el maestro, el profesor secundario y el universitario son
todos intelectuales, aunque admite una gradación que va de los creadores hasta los administradores y
divulgadores de la riqueza cultural. De este modo, en la medida que adhieren al “programa estatal”, serán
más o menos “funcionarios” del “Estado”, independientemente de que desarrollen sus actividades en
establecimientos privados o públicos. Cuanto más activa sea la adhesión al proyecto y al discurso oficial –no
al de tal o cual gobierno sino al propio del sistema- y más creativamente contribuyan a la elaboración y
reelaboración de dicho discurso, su calidad de “funcionarios” será más significativa y más clara su
conciencia de la función que cumplen. Volveremos más adelante sobre este punto. Antes de seguir será
necesario formular algunas precisiones en torno al concepto de hegemonía.

Cuando Gramsci se refiere al “programa estatal”, partiendo de su concepción de Estado amplio o


Estado pleno (ver cita 15), no alude a proyectos políticos coyunturales sino a los fines estratégicos que en
ellos subyacen (mantenimiento y consolidación de las situaciones de dominación) y al discurso que tiende a
legitimar el estado de cosas existentes; es decir, el discurso hegemónico, entendido como algo que rebasa las
meras propuestas políticas o las formulaciones de estrecho carácter ideológico y pretende abarcar la totalidad
de la vida. La siguiente cita de R. Williams nos parece que expresa de modo preciso y claro el concepto.
“La hegemonía constituye todo un cuerpo de prácticas y expectativas en relación con la totalidad de la
vida: nuestros sentidos y dosis de energía, las percepciones definidas que tenemos de nosotros mismos
y de nuestro mundo. Es un vivido sistema de significados y valores –fundamentales y constitutivos-
que en la medida en que son experimentados como prácticas parecen confirmarse recíprocamente. Por
lo tanto, es un sentido de la realidad para la mayoría de las gentes de la sociedad...” 8

7
A. Gramsci: notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno. Nueva Visión, Bs. As., 1972, pág. 193. La
cita es propicia para referirnos al concepto de Estado ampliado o pleno, uno de los más importantes aportes de Gramsci a la
teoría política. “El Estado tiene y pide el consenso, pero también lo 'educa' por medio de las asociaciones políticas y sindicales,
que son, sin embargo, organismos privados, dejados a la iniciativa de la clase dirigente” (pág. 155); “El Estado es todo el
conjunto de actividades prácticas y teóricas con las cuales la clase dirigente no sólo justifica y mantiene su dominio, sino que
llega a obtener el consenso de los gobernados” (citado por Ch. Buci-Glucksmann, Gramsci y el Estado, Siglo XXI, Madrid,
1978, pág. 123). El concepto de Estado pleno excede ampliamente al habitual, que lo limita al aparato de Estado, para
presentarlo como organizador del consenso mediante los aparatos de hegemonía (públicos y privados). Es decir, lo que Gramsci
resume con la fórmula: Estado pleno = hegemonía acorazada de coerción.
8
R. Williams: op. cit., pág. 131. El párrafo citado viene precedido de este otro que complementa lo que queremos ilustrar: “Pero
(la hegemonía) no se iguala con la conciencia; o dicho con más precisión, no se reduce la conciencia a las formaciones de la
clase dominante, sino que comprende las relaciones de dominación y subordinación, según sus configuraciones asumidas come
conciencia práctica, como una saturación efectiva del proceso de la vida en si totalidad; no solamente de la actividad política y
económica, ni de la actividad social manifiesta, sino de toda la esencia de las identidades y las relaciones vividas a una
profundidad tal que las presiones y límites de lo que puede ser considerado en última instancia un sistema cultural, político y
económico nos dan la impresión a la mayoría de nosotros de ser las presiones y los límites de la simple experiencia y del sentido
común”.
Estamos entonces ante una concepción del mundo, de la vida, de los hombres y de sus relaciones.
Pero no en el sentido de un sistema articulado de proposiciones que pretende dar cuenta de la realidad y
demanda la atención preferente de nuestro intelecto, sino como aquello que experimentamos a lo largo de
nuestra vida, que satura nuestros sentimientos, que condiciona nuestra experiencia y conforma nuestro
sentido común. Desde el punto de vista de su acción y efectos sobre el individuo, es un proceso que recorre
toda la vida; un proceso que se inicia con nuestro advenimiento al mundo; un mundo que se nos presenta
como el único posible, tanto en el plano de lo material (el mundo “de las cosas” y de las personas) como el
de las representaciones (que lo explican y lo legitiman). Como se ve, el concepto de hegemonía comprende
(y rebasa) el campo de los fenómenos a que alude el concepto de “socialización”, con el cual es
manifiestamente incompatible9.

Por otra parte, desde el punto de vista del movimiento general de la sociedad, la hegemonía consiste
en el logro y mantenimiento del consenso activo de las clases subordinadas en pos de un proyecto “nacional”
(es decir, en beneficio de “toda” la nación, de “todo” el pueblo, etc.). Es lo que Gramsci define como
“dirección moral e intelectual de la nación”. En este sentido la hegemonía se construye y se mantiene
mediante la acción de organismos públicos y privados (los aparatos de hegemonía en el vocabulario
gramsciano)10. Estos “aparatos” (la escuela, los medios de comunicación, las instituciones culturales,
científicas, los partidos políticos, los sindicatos, etc.) son centros de poder ideológico y en su gran mayoría
campos de lucha ideológica. Decimos en su gran mayoría porque, tal como vimos al considerar el tema de
los centros de poder, en algunos casos la posibilidad de emergencia de alternativas antagónicas está
virtualmente excluida por definición. Estarían comprendidas en esta situación instituciones tales como las
iglesias, ciertos partidos políticos, entidades educativas y culturales muy exclusivas, etc., en las que sólo es
posible admitir la existencia de disidencias residuales.

Por su acción masiva y sistemática durante toda la vida o durante períodos singularmente
significativos para la conformación de la conciencia de los individuos, la escuela y los medios de
comunicación constituyen los “aparatos de hegemonía” de mayor relevancia. Al respecto, cabría aclarar que,
desde el punto de vista que venimos sustentando, lejos de competir entre sí en lo que hace a sus respectivas
influencias sobre las personas –como se pretende presentar desde cierta perspectiva- sus actividades
confluyen y se complementan.

Si bien la familia no puede ser incluida como uno de los “aparatos”, es claro que cumple una función
crucial para la constitución y mantenimiento de la hegemonía. “Agencia psíquica cíe la sociedad” al decir de
E. Fromm11, la familia es la institución social en cuyo seno el individuo toma contacto con la “realidad”.
Una “realidad” prefigurada por el discurso hegemónico –prefiguración o conformación que va de menos a
9
“Lo que en la sociología ortodoxa es abstraído como 'socialización', es en la práctica, en cualquier sociedad verdadera, un tipo
específico de incorporación. Su descripción como 'socialización', el proceso universal y abstracto del que pueden decirse que
dependen todos los seres humanos, es un medio de evitar o esconder este contenido y esta intención específicos. Todo proceso
de socialización, obviamente, incluye cosas que deben aprender todos los seres humanos, sin embargo, cualquier proceso
específico vincula ese aprendizaje necesario a una selecta esfera de significados, valores y prácticas que, en la proximidad que
manifiesta su asociación con el aprendizaje necesario, constituyen los verdaderos fundamentos de lo hegemónico" (R. Williams,
op. cit., pág. 140). Tanto en Durkheim como en Parsons, y hasta en quienes contemporáneamente están "redescubriendo" los
aportes del primero para el desarrollo y la constitución misma de la "sociología científica" –todos ellos inscriptos dentro de la
denominada sociología no crítica o del orden- el concepto de socialización, entendido como adaptación del individuo a su medio
social, juega un papel fundamental en la estructuración del sistema teórico con el que intentan explicar el funcionamiento de la
sociedad. Así, la supervivencia misma de ésta dependerá de un exitoso proceso de socialización, que incluye no sólo la
infernalización de valores y normas sino el aprendizaje de roles. A este respecto nos dice A. Meier: “Promovido por la sociedad
y sus grupos, el proceso de socialización se convierte, -según la teoría de los roles- en un acto de despersonalización, en el cual
la individualidad de cada una quede absorbida por el control y la generalidad de diversos roles sociales (A. Meier, Sociología de
la Educación, Ed. de Cs. Sociales. La Habana, 1984). Asimismo, leemos en A. Heller: “Pero en la medida en que los modos de
comportamiento se convierten en los roles estereotipados, las transformaciones quedan en mera apariencia... en este caso la
extrañación significa que el enriquecimiento de las capacidades técnicas y manipulativas no va a la par con el enriquecimiento
del hombre entero... el cambio de roles no significa ni mucho menos una transformación del hombre"(A. Heller, Historia y vida
cotidiana, Ed. Grijalbo México, 1985, pág. 131).
10
“Aquí entenderemos el concepto de hegemonía de esta última manera. Es decir, como un sistema político-cultural de clase, que
tiende a cohesionar cada vez más orgánicamente a determinado contingente humano y a imponerle sus finalidades sociales, sus
formas ideales de organización político-económica, y por ello mismo, se estructura como un sistema de dirección y dominio. La
hegemonía sólo puede existir y desarrollarse en tanto existe un aparato de hegemonía bien organizado, que genera un conjunto
institucional, y un proceso de transformaciones culturales adecuadas a sus necesidades sociales" (A. Paoli, La lingüística en
Gramsci, Premia Editora, Puebla, pág. 28).
más, según a las clases o sectores sociales a los que pertenezca la familia y las diferentes experiencias de
vida que ello supone –producto de selectividades y omisiones-, en fin, la realidad deseada 12. Dicha realidad
se nos presenta con una solidez tal que resulta “indiscutible”, que se instala entre nosotros “naturalmente”,
como la única posible. En ese proceso de aprehensión de la realidad, el lenguaje desempeña un papel de
importancia vital. “La lengua es el canal principal por el que se le transmiten (al niño) los modelos de vida,
por el que aprende a actuar como miembro de una ‘sociedad’... y a adoptar su ‘cultura’, sus modos de pensar
y de actuar, sus creencias y sus valores” (Halliday, M. A. K., 1982: 18).

Mediante el lenguaje tomamos conocimiento de la realidad, nos es dado un mundo y también


“aprendemos” a conducirnos en él en el doble sentido instrumental y moral. Es decir, el lenguaje encierra
una dimensión cognoscitiva y otra normativa. El reconocimiento de esta propiedad del lenguaje permite
comprender su papel en los procesos de legitimación. El lenguaje designa y legitima al mismo tiempo. “Las
explicaciones legitimadoras fundamentalmente entran, por así decir, en la composición del vocabulario” 13.
Pero la elección y uso de los vocabularios no es fortuita, guarda relación con los procesos sociales, con las
relaciones de dominación-subordinación, en suma con la imposición de un habla mediante el ejercicio de la
“violencia simbólica” que llevan a cabo los aparatos de hegemonía.

Escuela y conocimiento
En la mayoría de los trabajos referidos a la educación popular o al problema de la ideología en la
educación, el término escuela es utilizado para aludir indistintamente al sistema educativo, al nivel primario,
al proceso educativo o a “la clase”, sin que se precise de qué se está hablando. La cuestión no es ociosa si
tenemos en cuenta que el conocimiento escolar (el saber que proporciona la escuela) es el resultado de un
proceso selectivo que va desde el más alto nivel de decisión del sistema hasta el docente, y que, en
consecuencia, a las ambigüedades que señalábamos al principio a propósito de conceptos tan equívocos
como los de poder y conocimiento, se suelen agregan estas indefiniciones referidas a espacios y niveles
educativos, lo que contribuye a oscurecer aún más la discusión. Por lo tanto, conviene ser cuidadosos en este
punto, puesto que entendemos que las circunstancias (objetivas y subjetivas) que condicionan la “emisión” y
la “recepción” del conocimiento y los espacios en los que éste circula, se distribuye o es producido, pueden
llegar a diferir sustancialmente entre un nivel y otro o entre distintos espacios (la escuela y el aula, por
ejemplo)14.

Antes de preguntarnos por la clase de conocimientos que transmite la escuela, cabe señalar que en
ella no sólo se procesan conocimientos. En efecto, es sabido que en la escuela se procesan, circulan,"otras
cosas" además de conocimiento. El curriculum escolar –y esto vale para los tres niveles, aunque es más
notorio en los dos primeros- se halla cargado de contenidos que claramente no pueden ser encuadrados
dentro del campo del conocimiento. Ya se trate del curriculum manifiesto o del “oculto” (en este caso resulta
más obvio), dentro y fuera del aula, por vía explícita e implícita, le son transmitidos al alumno una
11
“La familia término medio es la 'agencia psíquica' de la sociedad y al adaptarse el niño a su familia adquiere el carácter que
después le adapta a las tareas que debe ejecutar en la vida social" (E. Fromm, Ética y psicoanálisis, F.C.E., México, 1960, pág.
69). Con otras palabras, Bernstein expresa una idea semejante: “... (es) obvio que el enfoque y la filtración de la experiencia del
niño dentro de la familia es en gran medida un microcosmos de los ordenamientos macroscópicos de la sociedad" (B. Bernstein,
“Clase social, lenguaje y socialización”, en Clase, código y control).
12
“Pues la tradición ('nuestra herencia cultural') es por definición un proceso de continuidad deliberada, y, sin embargo, se puede
demostrar mediante el análisis que cualquier tradición constituye una selección y re-selección de aquellos elementos
significativos del pasado, recibidos y recuperados que representan no una continuidad necesaria, sino deseada. En esto se parece
a la educación, que supone una selección similar del conocimiento deseado y de los modos deseados de aprendizaje y autoridad.
Es importante subrayar, en cada caso, que este ‘deseo' no es abstracto sino que está efectivamente definido por las relaciones
sociales generales existentes" (R. Williams; Cultura: Sociología de la comunicación y del arte, Paidós, Barcelona, 1981, pág.
174.
13
P. Berger y T. Luckmann: La construcción social de la realidad, Amorrortu, Bs. As., 1983, Pág. 123. En la página anterior los
autores señalan h siguiente: “La legitimación no sólo indica al individuo por qué debe realizar una acción y no otra; también le
indica por qué las cosas son lo que son... La legitimación incipiente aparece tan pronto como se transmite un sistema de
objetivaciones lingüísticas de la experiencia humana".
14
“... un proceso social de producción de significaciones es la unidad de su proceso de producción, de su proceso de circulación y
de su proceso de recepción o 'consumo'. O, en fin, dicho desde otro ángulo, una teoría viable de las ideologías debe tomar en
cuenta y analizar la especificidad de esos tres procesos: cómo son producidas, cómo circulan y cómo son recibidas las
significaciones (esto es: en función de qué reglas y bajo qué condiciones materiales y sociales)” (de Ípola, Emilio, Ideología y
discurso populista, Folios Ediciones, Bs. As., 1983, pág, 78).
heterogénea gama de elementos, que genéricamente denominaremos culturales, que nadie se atrevería a
presentar como conocimiento científico. De modo que el saber que brinda la escuela “no viene solo”. Esto,
por supuesto, no constituye ninguna novedad, ya sabemos que instruir y educar no son la misma cosa, o que
la escuela instruye y “socializa” al punto que se la sitúa como el más importante agente de “socialización
secundaria”. Sin embargo, nuestra insistencia se justifica en razón de que, pese a que “todos lo sabemos”,
pareciera que no siempre se lo tuviera presente al analizar la función de la escuela respecto al desarrollo
cultural y político de las clases populares. De hecho, se reflexiona como si el alumno (niño o joven)
registrara por separado significaciones instructivas (saberes) y significaciones educativas (socializadoras).
Es decir, como si al incorporar conocimiento el individuo no se forjara al propio tiempo un concepto de
aquél, de cómo se lo transmite, de cómo se lo produce y de cómo “la sociedad” lo utiliza (“en favor del
progreso del hombre, etc.”) y también como si el uso que el individuo habrá de dar al conocimiento
adquirido en la escuela no guardara relación alguna con el tipo de hombre que ella misma contribuyó a
formar. En pocas palabras, si no aceptamos la imagen que de la escuela-educación nos propusieron la
pedagogía y la sociología clásicas y por el contrario la visualizamos como un “aparato de hegemonía”, toda
la problemática de la relación escuela-conocimiento-poder debe ser revisada.

Vayamos, ahora sí, al problema que nos ocupa. ¿Qué conocimientos transmite la escuela? La
respuesta es menos fácil de lo que pudiera presumirse. En primer lugar tenemos un tipo de conocimiento no
teorético o pre-teorético, al que Berger y Luckmann llaman conocimiento “del sentido común”, que el
individuo utiliza en su vida cotidiana y que “constituye el edificio de significados sin el cual ninguna
sociedad podría existir”15. Es decir que un sujeto privado de tal conocimiento carecería de los elementos
indispensables para desenvolverse en la vida cotidiana. Sobre el particular nos dice A. Heller: “... debemos
poner de relieve la existencia de un determinado mínimo de saber cotidiano: la suma de conocimientos que
todo sujeto debe interiorizar para poder existir y moverse en su ambiente. Nos referimos al conocimiento de
la lengua, de los usos elementales, de los usos particulares y de las representaciones colectivas normales en
su ambiente...” (Heller, A., 1977: 317). Hemos destacado el último párrafo para poner de manifiesto que ese
saber cotidiano no sólo sirve a los efectos de facilitar o aún posibilitar la vida de relación y responder a
necesidades ordinarias de todo tipo, sino que también incluye las primeras imágenes del mundo y de la
posición del hombre en el mismo. Ese saber cotidiano o conocimiento del sentido común se nutre
principalmente de la experiencia cotidiana de los hombres y asume un carácter evidente. “Son verdades
evidentes que el sol sale, que los hombres mueren, que existe un Dios, que existen patrones y siervos... En el
plano del saber cotidiano estas verdades son evidentes y no son puestas en duda...” (Heller, A., ídem; 345).

Ese saber cotidiano no es el mismo para todos los hombres, más allá de que cada individuo posee un
saber particular, íntimo o secreto, las clases sociales, sectores de clase, grupos profesionales e integraciones
de población tienen saberes cotidianos diferentes en razón de experiencias de vida que también lo son. Pero,
en el marco de una formación social –sociedad nacional o región- se dan una serie de elementos comunes
que constituyen el núcleo del saber cotidiano o conocimiento del sentido común, donde el lenguaje cumple
una función primordial16. A esta diferenciación, de corte diacrónico, cabría agregar otra de índole sincrónica,
que corresponde a los distintos grupos etarios. Esto supone que en el plano de la evolución del individuo se
producen modificaciones en el saber cotidiano –preferentemente incorporaciones, pero también exclusiones-
ante las nuevas experiencias de vida que corresponden a las distintas etapas de la misma; en este caso los
hechos de mayor significación son el ingreso a la escuela, la incorporación al mundo del trabajo, la
constitución de la familia. No obstante, cabe remarcar que la pertenencia a distintas clases o sectores de
clases sociales da lugar a que no todos los individuos incorporen y excluyan los mismos saberes cotidianos
en la escuela, en el trabajo, en la familia.

A esta altura de lo dicho conviene aclarar que el saber cotidiano es un patrimonio común del grupo y
no de un solo sujeto (excepto en el nivel de lo particular o íntimo). Sólo cuando un saber particular es
socializado e incorporado al patrimonio del grupo (clase, integración social, etc.) pasa a formar parte del
15
P. Berger y Luckmann: op. cit., pág. 31. En la misma página: “Las formulaciones teóricas de la realidad, ya sean científicas o
filosóficas, o aún mitológicas, no agotan lo que es 'real’ para los componentes de una sociedad”; “El conocimiento del sentido
común es el que comparto con otros en las rutinas normales y auto-evidentes de las vida cotidiana" (pág. 41).
16
“La vida cotidiana, por sobre todo, es vida con el lenguaje que comparto con mis semejantes y por medio de él. Por lo tanto, la
comprensión del lenguaje es esencial para cualquier comprensión de la vida cotidiana"; P. Berger y T. Luckmann, op. cit., pág.
55.
saber cotidiano y consecuentemente será transmitido a las nuevas generaciones por los canales habituales de
los que el grupo dispone para ello. Estos canales no son otros que los ordinariamente denominados “agentes
socializadores”: la familia, la escuela, el trabajo, etc.

Decíamos más arriba que la experiencia cotidiana de los hombres es la fuente principal del saber
cotidiano. Con ello estamos diciendo al mismo tiempo que no es la única. En efecto, el conocimiento
científico, el filosófico y el religioso lo nutren también en mayor o menor medida. A este respecto importa
señalar que el conocimiento religioso cumple un papel integrador del saber cotidiano, proporcionando
elementos básicos para la constitución de una imagen unitaria del mundo.

Ahora bien, mientras algún tipo de elemento religioso ha estado siempre presente en el saber
cotidiano de todas las épocas, el conocimiento científico se ha ido incorporando a aquél en la medida en que
las sociedades se fueron secularizando. La institucionalización de la escuela significó un momento decisivo
para la intensificación de la presencia de elementos de conocimiento científico en el saber cotidiano.
Acotemos por último que, tanto ontogenética como filogenéticamente, el saber cotidiano aparece como
fundamento de todo conocimiento posterior. El reconocimiento de este hecho por parte de los epistemólogos
se evidencia en su preocupación por los “presupuestos y sentimientos subteóricos” o por los “supuestos
básicos subyacentes”, que acompañarán a todo proceso de producción científica (particularmente en el
campo de las ciencias sociales).

Lo que acabamos de señalar no impide, naturalmente, que sea posible establecer límites conceptuales
entre conocimiento o saber cotidiano y conocimiento científico. Es lo que precisamente hace A. Heller en la
obra ya citada:
“El saber cotidiano... es siempre y solamente opinión (doxa), no es saber filosófico o científico
(episteme)”. (Heller, A., ídem: 343).

La autora señala algunos elementos diferenciadores que no interesa destacar aquí, lo que sí importa
destacar es que en el discurso cotidiano de la escuela –es decir, el que recibe el alumno por vía del docente y
de los textos doxa y episteme se presentan como una unidad indiferenciada.

Es obvio resaltar la importancia que el hecho reviste para el problema que estamos considerando.

Curriculum escolar y conocimiento legítimo


En algunos trabajos aparecidos en los últimos años, ya sea como asunto sustantivo o directamente
ligado al mismo, se plantean interrogantes respecto a si el discurso del maestro se ajusta a lo que prescribe él
curriculum oficial. El tratamiento es dispar en cuanto a la profundidad del análisis y diverso en el enfoque
ideológico. Una vez más se halla presente, de modo implícito o explícito, la problemática
reproductivismo/no reproductivismo, pero también algunas regresiones a visiones pre-reproductivistas del
hecho educativo: “Cuando el maestro de escuela primaria se encuentra con los programas que tendrá que
impartir, está de hecho ante algo dado... En tales programas se expresa la valoración de qué es conocimiento
legítimo de aquellos que participaron en su elaboración... no existe razón, para que los maestros
forzosamente coincidan con los programas, en su definición de lo que es saber legítimo... cada maestro de
acuerdo con su propia valoración del conocimiento enfatiza ciertos temas y rechaza otros... A final de
cuentas cada maestro... lleva al salón de clases lo que cree que es digno de enseñarse... lo que se plantea
como problema fundamental es el cómo se constituye en cada maestro la valoración de lo que es digno y lo
que no vale la pena de enseñarse” (Quiroz, R., 1985: 30.31). Entonces, ¿cómo se constituye? Según el
autor citado, en razón de los siguientes tres elementos: la “deformación profesional del maestro”, la
impermeabilidad de la escuela respecto “de la sociedad de los adultos” y la “legitimación diferencial del
conocimiento” (lo que es legítimo para unos no lo es para otros, etc.). Estamos evidentemente ante un
discurso liberal o, si se prefiere, tradicional: una escuela neutra en una sociedad indiferenciada (la “sociedad
de los adultos”), el conocimiento legitimado por... la valoración de quienes elaboran el curriculum (es decir,
funcionarios del Estado. Claro, seguramente se trata también de un Estado no menos neutro que la escuela),
maestros que definen qué es digno de ser enseñado y qué no, en virtud de su propia valoración del
conocimiento, etc. Es decir, todo lo que –entre otras cosas- fue definitivamente denunciado hace casi veinte
años por Bourdieu y Passeron en “La Reproducción”. Por lo tanto no tendría objeto recaer en “la
demitificación de la escuela”, ni ha sido esa la razón por la cual hemos recurrido al texto considerado.
Nuestro interés por éste guarda relación con el título del presente parágrafo y con lo dicho en el parágrafo
anterior a propósito del saber cotidiano en la escuela.

En efecto, sin superar la problemática neoliberal (o desarrollista) de los años sesenta en torno a la
inadaptación de la escuela a las necesidades y requerimientos “de la sociedad”, el autor hace hincapié en dos
circunstancias que pondrían en duda la función “legitimadora” de la escuela en lo que al conocimiento se
refiere. La primera de ellas se funda en la “autonomía” del maestro respecto del curriculum oficial (sus
valoraciones y consecuentes elecciones personales); la segunda, en la impermeabilidad de la escuela (la
“deformación profesional”) que conduciría a que el maestro no incorpore buena parte de lo que “afuera” es
tenido como saber legítimo. En el primer caso estaríamos ante valoraciones-selecciones no coincidentes, y
frente a ello se nos ocurre una pregunta: si lo que “es digno de ser enseñado” para unos y para otros surge de
dispares valoraciones-selecciones, ¿quién define el universo? Asimismo, en el segundo caso nos hallaríamos
ante la existencia de un saber legítimo en el seno de la “sociedad de los adultos”. El interrogante aquí sería:
¿quién otorga y cómo esa legitimidad?

El conocimiento “científico” de la realidad natural y social es legitimado por el hecho mismo de su


producción en función de quienes lo producen. En este sentido el conocimiento es legítimo o no es
científico. La legitimidad (y por lo tanto, cientificidad) del conocimiento es otorgada por “las fuentes”.
Estas constituyen una compleja red a la que se denomina “comunidad científica”: una variada gama de
organismos e instituciones nacionales e internacionales, públicos y privados investidos de autoridad
científica. Hace diez años, P. Bourdieu oponía al concepto de “comunidad científica” el de “campo
científico”, entendido como un espacio de lucha entre agentes e instituciones que guardarían entre sí
específicas relaciones de fuerza. Comentando a este autor escribe, C. García Guadilla: “... el campo
científico representa (para Bourdieu) el espacio de una lucha de concurrencia, entre agentes desigualmente
provistos de capital específico. La definición de la ciencia impuesta por los productores legítimos, que
tienen una posición dominante en la jerarquía de valores científicos, será la más conforme a sus intereses
específicos... Los 'productores legítimos en la posición dominante de la jerarquía científica' son, pues,
aquellos que controlan la autoridad científica...” (García Gaudilla, C., 1985: 228). A este mismo respecto
escribía hace exactamente veinte años E. Verón: “... la ciencia es un producto de la actividad humana en el
contexto de una sociedad y por lo tanto implica un complejo sistema social: medios de producción,
relaciones de producción, circuitos de distribución y consumo, mecanismos de mantenimiento y cambio”.
Asimismo, unas páginas antes afirmaba: “... el problema de la objetividad científica... sólo puede plantearse
adecuadamente desde el punto de vista del funcionamiento de la ciencia como sistema de comunicación
interpersonal e institucional, es decir, de la ciencia como institución social... el problema de la objetividad es
un problema empírico vinculado con las condiciones de funcionamiento de la ciencia como sistema de
acción social, y no meramente una cuestión epistemológico-metodológica” (Verón, E., 250 y 247).

Podríamos decir, entonces, que en el nivel “más alto” el conocimiento recibe su legitimación de
manos de quienes lo producen y también de ciertos “foros” e instituciones que acreditan su índole científica
(academias, revistas especializadas, etc.). Pero, en tanto ello ocurre en el nivel “más alto”, a medida que el
conocimiento “desciende” y comprende a públicos más amplios, dicha legitimidad debe ser ratificada; para
ello existe también una variada gama de instituciones y organismos. El sistema educativo con sus distintos
niveles cubre un amplio espacio de esta escala legitimadora. Este proceso supone un complejo sistema de
valoraciones-selecciones, en cuyo curso la presencia de elementos políticos e ideológicos se manifiesta en
forma de presiones de características diversas. Se aúnan aquí mecanismos ideológicos y de control
institucional que varían en su intensidad y eficacia según las circunstancias históricas –estructurales y de
coyuntura- que conforman el contexto. Nos estamos refiriendo, en suma, a los dos elementos que se hallan
presentes en el concepto gramsciano de Estado pleno: hegemonía y dominación.

Como vemos, es ésta otra imagen de la “sociedad de los adultos” que nos parece más ajustada a la
realidad y que da cuenta del origen de ese “universo” a partir del cual los docentes-funcionarios del Estado
(en el doble sentido gramsciano y corriente del término) ejercitan sus valoraciones-selecciones a efectos de
elaborar y desarrollar el curriculum escolar. Poco importa, desde esta perspectiva, que el maestro se ciña
más o menos a lo que establece el curriculum oficial, en definitiva, tanto los que elaboran el curriculum
como el maestro cuando realiza sus propias selecciones se nutren del mismo universo de conocimientos; esto
es, aquel que es tenido como válido en el seno de la sociedad. Por otra parte, en la “valoración de lo que es
digno y lo que no vale la pena enseñarse”, el sentido común de los individuos juega un papel decisivo;
sentido común que, como ya vimos, se halla saturado por la hegemonía. De modo que es ilusorio pensar que
el curriculum “real”, es decir, aquél que el maestro desarrolla en el aula, constituye una alternativa respecto
del oficial. Esto no significa que no haya maestros que ciertamente evadan por momentos lo que prescribe el
curriculum oficial, apelando para ello al conocimiento no legítimo (no reconocido como tal) y desarrollen
efectivamente discursos alternativos. Pero estos casos no son más que excepciones a la regla.

La sagrada palabra del maestro


En las páginas anteriores, hemos visto los dos tipos de conocimientos que se procesan y transmiten
en la escuela: cotidiano y científico-legítimo. Omitimos señalar que respecto del primero, la escuela
constituye una prolongación de la familia y de “la calle” y que también hay un saber cotidiano escolar que en
ella es producido. Como todo saber cotidiano, surge de la experiencia y de las prácticas específicas que se
verifican en el ámbito escolar y lógicamente también se nutre de elementos que provienen del conocimiento
científico. Sabemos que la escuela es una de las instituciones de mayor relevancia en la tarea de transmitir y
organizar la tradición (el pasado deseado), pero también posee (construye) su propia tradición que se articula
de un modo más o menos coherente con la tradición nacional. Producto, como toda tradición (como toda
Historia), de selecciones realizadas desde el presente y a partir de ópticas particulares que procuran
consolidar continuidades, se incorpora al saber cotidiano con grados diversos de coherencia y contradicción.

Hemos dicho que el saber cotidiano –el de la “calle” y el de la escuela- contiene elementos de
conocimiento científico-legítimo; completamos ahora agregando que el curriculum oficial se integra
asimismo con “contenidos” que provienen de ambos tipos de conocimiento. En suma, estamos afirmando
que el curriculum oficial y, obviamente, el curriculum “real” son una variable integración de doxa y
episteme. Pero, además de variable, dicha integración se presenta en forma indiferenciada. Ningún texto
escolar –y rara vez el maestro- se preocupa por aclarar cuándo lo que se afirma constituye una mera opinión.
La razón más recurrente de ello está dada por el honesto convencimiento de quienes participan en la
elaboración del curriculum y/o del maestro, de que lo que dicen los textos “científicos” que utilizan como
fuentes se ajusta sin duda alguna “a la realidad de las cosas”, es decir, “a la verdad”. Aceptar que la palabra
de la ciencia refleja o explica adecuadamente la “realidad” depende del tipo de realidad que estemos
analizando, describiendo y (por qué no decirlo) “transmitiendo”. Es sabido que el grado de unanimidad entre
científicos es muy alto en el campo de las ciencias físico-naturales y puede llegar a ser muy bajo o
inexistente en el de las ciencias sociales. Sin embargo, el nivel de aceptación o falta de actitud crítica suele
ser similar frente a ambos tipos de conocimiento por parte de quienes elaboran y ponen en práctica el
curriculum. Unos y otros pueden afirmar con igual seguridad y tranquilidad de conciencia que la Tierra gira
alrededor del Sol y que el Gral. San Martín no quiso desembarcar en el puerto de Buenos Aires “deprimido al
ver como sus compatriotas se peleaban entre sí” y decidió vivir el resto de su vida en Boulogne Sur Mer
(seguramente le resultaría “indistinto” vivir en su patria que a quince mil kilómetros de ella...). Como no es
ésta la única versión de este hecho histórico, lo menos que podemos decir es que las razones que condujeron
al Gral. San Martín a no desembarcar en Buenos Aires son materia opinable y de ningún modo una evidencia
científica17. En síntesis, lo que queremos significar es que el discurso escolar –lo que el niño y el joven
reciben en la escuela-, “el conocimiento que se procesa en la escuela” (como habitualmente se dice), se halla
fuertemente cargado de opinión y que a ninguno de los protagonistas del hecho educativo le resultaría fácil,
si se lo propusiera, discernir entre doxa y episteme, particularmente en el ámbito que compete a las ciencias

17
El caso de la Historia es singularmente ilustrativo en esta indiferenciación entre opinión y ciencia en el discurso escolar. Así
como desde la perspectiva positivista se confunde discurso científico con la “realidad” (“El fiscalismo positivista es responsable
del equívoco de haber considerado una determinada imagen de la realidad como la realidad misma, y un determinado modo de
asimilación del mundo como el único auténtico"; Kosik Karel, Dialéctica de lo concreto, Grijalbo, México, 1986, pág. 43), en la
escuela se confunde la Historia con historia; pasado deseado con pasado real. La distancia entre una y otra es consecuencia de
dos operaciones: la “interpretación” (que puede consistir en la deformación lisa y llana) y el “ocultamiento", mediante la
selección de unos hechos y la ignorancia de otros. De este modo se construye la Historia que se enseña en las escuelas: ¿cuanto
de opinión (y en gran medida interesada) y cuanto de "ciencia" encierra?
sociales. Desde la enseñanza de la lecto-escritura en la escuela primaria hasta la historia o la literatura en la
escuela media, el docente se maneja con opiniones que recibe y transmite “sin beneficio de inventario” 18.
El sentido común del docente, impregnado de una visión positivista del conocimiento, facilita la aceptación
acrítica del mismo de tal forma que es recibido como algo dado, indiscutible. Esa actitud, que a su vez es
transmitida al alumno, conduce a no discernir entre doxa y episteme, dado que está fuera de toda discusión la
legitimidad de "las fuentes", el texto y la palabra del maestro.

¿A quién sirve el conocimiento escolar?


A riesgo de excedernos vamos a recurrir a varias citas cuyo valor ilustrativo las torna oportunas para
abonar nuestra tesis. En la Inglaterra de 1807, un diputado "tory", Davies Giddy, expresaba: “Por muy
atractivo que pueda parecer, en teoría, el proyecto de dar instrucción alas clases trabajadoras pobres, seria
malo para su moral y su felicidad; se les enseñaría a despreciar su condición en la vida, en lugar de hacer de
ellos unos buenos servidores en la agricultura y otros trabajos. En lugar de enseñarles la subordinación, se
les haría facciosos y revolucionarios...; la instrucción les permitiría leer libros sediciosos, malos libros y
publicaciones anticristianas; les haría insolentes para con sus superiores y, en pocos años, el Parlamento se
vería obligado a emplear contra ellos la fuerza de las leyes”. La transparencia del mensaje nos exime de
comentarios, por lo que iremos directamente a la segunda cita: “Nuestra prosperidad industrial, la marcha
normal de nuestro sistema constitucional y nuestro poder nacional dependen de esta ley” 19. Estas palabras
pertenecen a W. E. Foster y fueron pronunciadas en el parlamento inglés en 1870 en favor del
establecimiento de la instrucción obligatoria en Inglaterra. A sesenta años de distancia, lo que antes era
considerado peligroso ahora resultaba necesario. Pero no es sólo esta enseñanza, este testimonio histórico de
la subordinación de la educación del pueblo a los intereses coyunturales y estratégicos de las clases
dominantes lo que nos importa subrayar, sino también y especialmente los fines que dichas clases comienzan
a asignar a la instrucción pública en función del desarrollo del capitalismo. El texto es particularmente claro
al respecto: desarrollo económico, estabilidad del sistema y consolidación del poder imperial (esto era
indispensable en la Inglaterra del siglo XIX).

En la última cita, el representante de la burguesía inglesa señala con precisión las “funciones” de la
educación, treinta años antes de que Durkheim, en su ya célebre conferencia en la Universidad de Burdeos,
las definiera con el lenguaje propio de la sociología. Para la misma época, dos “intelectuales orgánicos” de
la burguesía nativa ligada a los intereses del imperio, expresaban de este modo el mismo tipo de
preocupaciones: “El maestro de escuela, al poner en las manos del niño el silabario, lo constituye miembro
integrante de los pueblos civilizados del mundo... Un pueblo ignorante siempre elegirá a Rosas; hay que
educar, pues, al soberano”. La inquietud de Sarmiento es compartida por Mitre: “Es necesario que la
inteligencia gobierne, que el pueblo se eduque para gobernarse mejor, para que la razón pública se forme,
para que el gobierno sea la imagen y semejanza de la inteligencia, y esto sólo se consigue elevando el nivel
intelectual de los más instruidos y educando el mayor número posible de ignorantes para que la barbarie no
nos venza”. (Cfr. Ghioldi, A., 1944: 24 y 31; y Ghioldi, A., 1957: 36). De modo que tanto allá como acá, los
sectores dominantes hallaron la fórmula que les ha permitido resolver la “contradicción” que señala G. N. de
Mello. En rigor, cuando las clases dominantes impulsan –con mayor o menor oportunidad- el desarrollo de
la instrucción pública, tienen bien claro para qué lo hacen. Hegemonía mediante, la educación pasa a ser un
fundamental instrumento de control político. En nuestro país se ha llegado a afirmar que sólo la educación
del pueblo puede atemperar los males derivados de “la frecuente elección a ciegas que es el sufragio
universal”20. En la medida en que el “establishment” mantenga el control de la escuela (queremos decir de la

18
“El comienzo de la elaboración crítica es la conciencia de lo que realmente se es, es decir, un ‘conócete a ti mismo’ como
producto del proceso histórico desarrollado hasta ahora y que ha dejado en ti una infinidad de huellas, recibidas sin beneficios de
inventario. Es preciso efectuar, inicialmente, ese inventario”; Gramsci, Antonio: El materialismo histórico y la filosofía de B.
Croce, citado por Paoli, Antonio en op. cit., pág. 25.
19
Citado por Ottaway, A. K. C. en Educación y sociedad, Ed. Kapelusz., Bs. As., 1965, págs. 63 y 64. En EE.UU., en 1841,
Homer Bartlett, un industrial de Massachussets, escribe a Horace Mann: “Nunca he considerado que los meros conocimientos...
sean la única ventaja que se derive de una buena educación escolar. Normalmente he visto que las personas con más educación
son una clase que tiene una moral más alta y sólida, con más orden respecto a su proceder, y dispuestas a acatar las reglas
saludables y necesarias de una sociedad establecida. Y, en momentos de agitación, debido a algún cambio de reglas o salarios,
siempre he fijado la vista en los más inteligentes, más educados y más morales en busca de apoyo y nunca me han
decepcionado... ". Citado por Bowles, S. y Gintis, H. en La instrucción escolar en América capitalista. Ed. Siglo XXI, México,
1981, pág. 145.
educación, del sistema educativo) –y en ello intervienen tanto la propia hegemonía como los mecanismos de
control institucional del Estado- la contradicción la tendrán las clases populares.

En el trabajo citado de Rosanna Rosanda, la autora precisa cómo la lucha popular por la instrucción
“pide simplemente que en la carrera hacia los privilegios materiales y de status, las chances sean
tendencialmente iguales para todos”. ¿Porqué privilegios? Porque en una sociedad desigual e injusta los
bienes materiales y de status son escasos y, en consecuencia, las capacidades que la escuela proporciona,
sirven a los individuos para competir en mejores condiciones en ese “mercado”. Es por ello que la escuela
más que proporcionar a las clases populares “herramientas socialmente válidas”, lo que hace (a este respecto)
es otorgar competencias individuales que preparan para “la lucha por la vida”.
Por lo tanto, si la “función” socializadora de la escuela se cumple con eficacia –y el testimonio histórico
indica que así ocurre, particularmente en los niveles primario y medio- la mentada contradicción no sólo
desaparece sino que, por así decir, se traslada a las clases populares. Son éstas, en consecuencia, las que
deberán resolver su contradicción.

¿A quién y para qué sirve el conocimiento escolar? A las clases dominantes, para mantener y
desarrollar el sistema social que las tiene como tales o, para expresarlo con otras palabras, para realizar la
reproducción ampliada de la sociedad; y a los individuos de las clases populares, para mejorar –“fortuna” y
esfuerzo mediante- su situación económica y social. Pero aquí, más que nunca, la suma de las partes no hace
el todo. El “éxito” o el ascenso de unos pocos individuos –la mal llamada movilidad “social”- no otorga
mayor poder a la clase social a la cual pertenecen ni apunta a crear condiciones que favorezcan tal cosa. Ya
lo hemos dicho, sólo la organización permite construir poder, no hay ninguna relación directa entre
conocimiento y poder (y nos parece oportuno a esta altura remitir al lector al texto de W. Mills que encabeza
este trabajo). Pero, es preciso que insistamos en esto: estamos hablando de conocimiento escolar, no de
conocimiento en abstracto. Nuestro planteo es sociológico, no filosófico. No hemos pretendido reflexionar
acerca de la relación entre conocimiento (discurso científico) y verdad (asunto que queda fuera del campo de
la sociología) sino de la relación entre conocimiento escolar y poder. Esto nos condujo a discurrir sobre el
conocimiento como hecho social, su producción, su legitimación y su transmisión por vía de la escuela.

Conclusión
“Y he aquí las primeras palabras que me dirigieron las diosas, musas del Olimpo, hijas de Zeus (...) Nosotras sabemos
decir muchas falsedades de tal manera que parezcan verdad. Pero también sabemos, si nos place, proclamar lo
verdadero”
(Hesíodo, 1984: 85).
Si es cierto que “la verdad nos hará libres”, el problema es cómo hacer para que la verdad entre en la
escuela, para que ésta se nutra de verdad. Pero para ello debemos partir del reconocimiento de que el
discurso escolar es semejante al de las musas...; quizás en ello descansa su fuerza y nuestra dificultad.
Porque no se trata de preguntarse “... si una sólida formación general, basada en el saber dominante
existente, no sería lo mejor que podría ofrecer la escuela a las clases populares” (Mello, G. N. de, op. cit:
258); se trata de establecer cuánto de verdad encierra ese saber, en qué medida “la realidad” que nos
transmite no se corresponde con la óptica particular de quienes, en definitiva, la controlan. Se trata de
indagar cómo se constituye y qué elementos lo componen (doxa y episteme); y de modo particular de
preguntarse cómo construir la escuela que deseamos, cuales pueden ser los caminos que nos conduzcan a
ella; una escuela que indague, interrogue y cuestione. Es difícil, lo sabemos, y quizás esta misma dificultad
haya conducido a unos a posturas desescolarizantes y a otros a cerradas perspectivas reproductivistas. Pero,
no es negando la realidad como habremos de superarla. Como docentes y como ciudadanos tenemos la
responsabilidad de hacer realidad el derecho de todos a la educación, y no a cualquier educación sino a una
buena educación. Pero, una buena educación para las clases populares nunca podrá ser aquella que
contribuya a mantener la injusticia social predicando la resignación y presentando al mundo como el único

20
Las palabras entre comillas pertenecen a Rodolfo Rivarola, fueron pronunciadas al hacerse cargo de la presidencia de la
Universidad de La Plata en 1918. Vale la pena ampliar la cita: “Si el gobierno debe salir del voto popular, mayor es la
probabilidad de acierto en el acaso electoral, cuanto mayor sea la ilustración y más considerable en el número de los elegibles.
Menor será, para decirlo en otros términos, el daño que la sociedad recibirá de la frecuente elección a ciegas, que es el sufragio
universal, cuanto mayor sea la cantidad de saber difundido en la sociedad”, Páginas escogidas, Ed. Universidad Nacional de La
Plata, La Plata, 1959, Pág. 101.
posible. La buena escuela será aquella que despierte o estimule la conciencia crítica, que no deforme la
historia, que no ignore vastos espacios de la realidad social, que no oculte o descalifique el conflicto, en fin,
que no reprima, que libere. ¿Cómo construir esa escuela en esta sociedad? He aquí el desafío. Es un
llamado a la imaginación y al esfuerzo común. No tenemos ni creemos que existan recetas para ello. Apenas
nos atrevemos a sugerir que tal propósito sólo podrá alcanzarse progresivamente, en una acción conjunta de
docentes y padres, desde la escuela y desde “la calle”, con la activa participación de las organizaciones
populares existentes y el surgimiento de otras en función del objetivo específico: construir la buena escuela
que el pueblo necesita y merece.

NOTA:
Somos conscientes de que hemos puesto un énfasis quizás excesivo en la función "reproductora" de la
escuela; ello ha sido en parte consecuencia de habernos dejado llevar por el hilo de nuestras argumentaciones
en contra de posiciones que minimizan el efecto reproductor de las habituales prácticas docentes o parecen
ignorar el carácter “interesado” del saber que se imparte en la escuela, y en parte una actitud deliberada para
llamar la atención sobre la peligrosa tendencia a confundir escuela real con escuela deseada, mejor educación
con mayor instrucción (mas “conocimientos”), en fin, educación pública con educación popular (en favor de
las clases populares).

BIBLIOGRAFÍA
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