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LOS

LAICOS EN LA IGLESIA:
LAS TERCERAS ÓRDENES
por Jesús Álvarez Gómez, CMF

[Texto original: Los laicos en la Iglesia: Las Terceras Órdenes, en Verdad y 
Vida
46 (1988) 7-29]

Sobre el origen y desarrollo de las Terceras Órdenes y especialmente sobre el


origen y desarrollo de la Tercera Orden de san Francisco, a cuya imagen
surgieron todas las demás, parece que todo debería estar dicho. Sin embargo,
no es así. Entre los múltiples aspectos de la vida y de la actividad de san Francisco
que han sido investigados hasta en sus más insignificantes detalles, la Tercera
Orden no ha tenido mucha suerte con sus historiadores.

De la magnífica edición de las fuentes franciscanas publicada en Italia (1977) se


excluyen deliberadamente[1] los textos relativos a la Orden laical de la
Penitencia. Es cierto que la colección de documentos recopilados por el P. G. G.
Meersseman, que abarca desde 1221 hasta 1289, es prácticamente
exhaustiva,[2] pero no raramente aparecen algunos documentos nuevos que
obligan a revisar aspectos que se daban por definitivamente adquiridos. Tal es el
caso de la recuperación del códice 225 de la Biblioteca de Volterra que el P.
Cayetano Esser ha identificado como una primera edición de la Carta a los fieles
de san Francisco, a la que el mencionado franciscanólogo ha dado el significativo
título de Exhortación a los hermanos y hermanas de la Penitencia.[3]

Hace apenas cuarenta años, el P. Antonio de Sant'Elia de Pianisi[4] afirmaba que


«el estado actual» de los estudios históricos sobre la Tercera Orden era
embrionario a causa de la escasez de documentos, y por la falta de una síntesis
completa de la historia del desarrollo de esta institución. Quizás dicho autor
pudiera parecer poco objetivo, porque en su tiempo existían ya algunas obras
como las del P. Fredegando de Anversa[5] y del P. Victorino Faechinetti.[6] Sin
embargo, veinte años después, en 1967, la opinión de un buen conocedor de la
Tercera Orden Franciscana era todavía muy desalentadora:

«Una historia de la Tercera Orden Franciscana seria y documentada no podrá


escribirse hasta que no se hagan las debidas investigaciones en los archivos
acompañadas de monografías sobre cada período... Hasta ahora solamente se
ha hecho obra de poesía y de fantasía sobre la historia de la Tercera Orden».[7]
No faltan incluso autores que le niegan a san Francisco la paternidad de la Tercera
Orden. Cosa que, por otra parte, no debe extrañar porque hasta la paternidad
de la Primera y de la Segunda Orden se le ha regateado, como si el santo
asisiense no hubiese querido fundar ninguna institución estable, sino
simplemente unir a todos los hombres deseosos de alcanzar el ideal de la
perfección cristiana en un movimiento informal. Solamente después, en un
segundo estadio, se habrían fragmentado las distintas órdenes franciscanas. Tal
fue la teoría, primero, de Carlos Müller[8] y, después, de Paul Sabatier, el cual
llega a afirmar que «lo que más tarde se llamó de manera completamente
arbitraria la Orden Tercera, fue evidentemente contemporánea de la
Primera».[9] A Paul Sabatier lo han seguido Mandonnet[10] y otros muchos como
Lemp, Little, Pierron, Seton, Zanoni, Cambiaso, etc. De este modo, la Tercera
Orden sería cronológicamente la primera, y de ella se habrían desgajado después
la Primera y la Segunda Orden.
No merece la pena refutar de nuevo estas teorías puesto que sabemos que las
teorías de Sabatier suscitaron una reacción tan violenta que provocó una serie
de estudios históricos que pusieron una luz definitiva sobre el origen sucesivo de
la Primera, de la Segunda y de la Tercera Orden. Otra cuestión distinta es el que
antes de san Francisco existiese un despertar religioso entre los laicos, que puede
ser considerado como un precedente inmediato, al que el propio san Francisco
supo encauzar hacia la Tercera Orden, como ha puesto muy bien de relieve el P.
Meersseman en un estudio[11] que ha causado de nuevo, casi como en tiempos
de Sabatier, un gran revuelo entre los estudiosos del Franciscanismo como se
demostró en el Congreso de Estudios Franciscanos celebrado en Asís en julio de
1972.[12] Según el P. Meersseman, san Francisco no inventó nada sino que
relanzó entre los laicos que se entusiasmaban con su predicación el estado de
penitencia que, en definitiva, es tan antiguo como la Iglesia misma, pero que
habla adquirido una relevancia especial a lo largo de los siglos XI y XII.
No cabe duda de que las últimas investigaciones relativas al despertar religioso
de los laicos en los siglos XI y XII, con su retorno al Evangelio, abren una nueva
perspectiva a los precedentes históricos de la Tercera Orden Franciscana y a las
demás órdenes Terceras que irán surgiendo a la sombra de todas las órdenes
Mendicantes.

I. EL «DESPERTAR RELIGIOSO» DE LOS LAICOS

En la actualidad se habla mucho del despertar de ese «gigante dormido» en el


seno de la Iglesia que es el estamento laical, hasta el punto de que el papa Juan
Pablo II ha creído conveniente la celebración de un sínodo en el que se trató
específicamente este tema (1987). En la Historia de la Iglesia ha habido otros
momentos en los que los laicos han pedido reiteradamente que les sea reconocido
abiertamente su puesto en la Iglesia. Uno de estos momentos estelares fue sin
duda el siglo XII y el siglo XIII.

Uno de los hechos más significativos de la historia religiosa de la segunda mitad


del siglo XIII fue, sin duda, la multitud de fieles, hombres y mujeres, que pedían
el ingreso en las Terceras Órdenes; del mismo modo que la rapidísima expansión
de los Mendicantes, especialmente franciscanos y dominicos, había sido el hecho
más clamoroso en la primera mitad de la misma centuria.

A principios del siglo XIII, en efecto, había multitudes de cristianos dispuestos a


dejarse evangelizar; pero corrían el riesgo de caer en manos de un pulular de
movimientos heretizantes por la falta de una predicación y de un estilo de vida
que en la Iglesia reflejase más adecuadamente el ideal cristiano de los primeros
siglos. Estas eran las multitudes que los Mendicantes estaban llamados a
conducir a la práctica ortodoxa del Evangelio.

El hambre de Evangelio que se experimenta a finales del siglo XII y a principios


del siglo XIII tiene unas raíces que se hunden en tiempos muy lejanos. Es preciso
remontarse a la época inmediatamente anterior a la Reforma Gregoriana para
encontrar allí los primeros borbotones de un manantial que a finales del siglo XII
se habrá convertido en un torrente incontenible.

Desde siempre, los monjes y monjas se reclutaban uno a uno en el pueblo


cristiano; pero en los movimientos penitenciales hombres y mujeres se enrolaban
en masa. Pero hay que entender bien lo que en la Edad Media significaron estos
movimientos de penitencia. La penitencia no hay que entenderla en el sentido
reduccionista de una mortificación corporal ni siquiera como un mero sinónimo
de ascesis en general; sino más bien en la perspectiva bíblica de la invitación de
Juan el Bautista y del mismo Jesús: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios
está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15; Mt 3,2).
Durante los siglos XI y XII, la Iglesia experimentó una fuerte expansión tanto en
el orden social como en el orden espiritual. Mientras la Jerarquía eclesiástica
estaba comprometida en la lucha por la libertad de la Iglesia frente a los poderes
políticos, que culminó en el enfrentamiento entre el papa Gregorio VII (1073-
1085) y el emperador Enrique IV, tiene lugar también otra serie de hechos que
contemplan como protagonistas a las capas populares de la sociedad que reclama
la atención del clero y del Papa mismo. Se trató de una reacción del pueblo llano
contra aquella «societas christiana» a la que se consideraba muy escasamente
coherente con las exigencias del Evangelio.

El año MIL, con todo lo que esta fecha tuvo de mágico, fue un recodo histórico
que, una vez superado, la humanidad occidental se vio caminando por unos
derroteros enteramente distintos de los que había seguido hasta entonces. Esto
se advierte, a nivel social, en la oposición frontal que el pueblo llano asume contra
la antigua norma feudal de que cada hombre tiene que vivir y morir en la misma
condición social en que había nacido. Y, a nivel eclesial, el contacto con el
Evangelio que ahora empieza a ser redescubierto impulsa a los laicos de las capas
inferiores de la sociedad a comprometerse activamente en la lucha por la reforma
de la Iglesia en contra de los estamentos simoníacos y concubinarios del clero.
Por eso mismo, la Reforma Gregoriana no fue solamente una pelea entre clérigos
y políticos feudales por el dominio de la sociedad; fue algo mucho más radical
que el pueblo sencillo comprendió muy bien. Los laicos se decantaron
inmediatamente del lado de los reformadores gregorianos. Entre la libertad
eclesial reclamada por Gregorio VII y el absolutismo defendido por Enrique IV,
los laicos optaron por la primera, comprometiéndose en la lucha en defensa de
los ideales gregorianos. La apelación que los seglares hacen al Evangelio no
significó ninguna instrumentación de las palabras de Jesús, sino que partían de
la profunda convicción de que la reforma de aquella sociedad que a sí misma se
llamaba «cristiana», pero que tanto contrastaba con los ideales descritos en el
Evangelio, solamente sería posible partiendo de una sincera confrontación de su
realidad lacerante con el mensaje genuino de Jesús tal como estaba transmitido
en el Evangelio.

El resultado de la Reforma Gregoriana fue la reafirmación de la estructura


jerárquica de la Iglesia que reservó la obra de la salvación a la acción de aquellos
que el Papa y los obispos destinan para ello. Es decir, la Reforma Gregoriana no
hizo nada más que reforzar el Ordo Ecclesiae, el Orden Jerárquico.
Simultáneamente, aunque sus orígenes sean muy anteriores (910), la reforma
monástica iniciada en Cluny transformó el monacato convirtiéndolo en una
organización centralizada en contraposición al monacato autónomo de los siglos
anteriores.

En contraposición al clero y a los monjes, los laicos no encontraron su puesto en


la Iglesia. Pero, despertados por el mismo movimiento de la Reforma Gregoriana
a la que tanto habían contribuido, los laicos empiezan a preguntarse si la
ordenación eclesiástica era la única y suficiente autorización para llevar a cabo
la obra de la salvación realizada por Cristo, o si, por el contrario, todo cristiano,
en fuerza de su mismo bautismo, y por mandato del mismo Jesús, no estaba
capacitado y obligado a conducir su propia vida conforme al Evangelio, y así
alcanzar una perfección que en modo alguno debía ser patrimonio exclusivo de
clérigos y monjes. El cuestionamiento de los laicos despiertos iba aún más lejos.
Se preguntaban si un sacerdote ordenado por la Iglesia, pero que no cumple con
las exigencias del Evangelio, puede realizar la obra de la salvación.
Apoyándose en los mismos principios de la Reforma Gregoriana que había
considerado sacerdotes indignos y usurpadores de los poderes salvadores y
santificadores, a cuyos oficios litúrgicos se invitaba a los fieles a no asistir, a
aquellos que habían caído en la simonía o en el concubinato, los laicos empiezan
a pensar que hay que buscar la esencia del cristianismo no ya en la Iglesia
entendida simplemente como dogma y tradición, sino en una forma de vida
evangélica que no se define por su posición dentro del ordenamiento eclesiástico,
ni tampoco por la fe en la doctrina de los Padres de la Iglesia o de los teólogos,
sino en cuanto que éstos demostraban su validez a la luz de las normas
evangélicas y de la conducta de los Apóstoles y de los primeros cristianos.

En consecuencia, se pensó que no solamente el concubinato y la simonía eran


causa de la indignidad de los clérigo, como había enseñado la Reforma
Gregoriana, sino que podían existir otras normas evangélicas tanto o más
exigentes que ésas para establecer la dignidad o indignidad de los clérigos. Entre
las exigencias evangélicas más fuertemente sentidas por los laicos despiertos de
la Reforma Gregoriana figura la penitencia traducida prácticamente en pobreza y
predicación itinerante al estilo de los Apóstoles. Y resulta que tanto la pobreza
evangélica como la predicación itinerante constituían un tremendo correctivo al
ordenamiento eclesial vigente.

Es interesante observar cómo hasta después de la Reforma Gregoriana ningún


movimiento espiritual ortodoxo ni heterodoxo había planteado jamás el tema de
la pobreza voluntaria y de la predicación itinerante, tan explícitamente afirmadas
por Jesús en el Evangelio. Es cierto que la vida monástica de los orígenes había
estado impulsada por el desprendimiento más radical de los bienes; pero la vida
cenobítica, especialmente en la Reforma Cluniacense, no sólo no había planteado
el problema de la pobreza comunitaria, sino más bien todo lo contrario porque
se aspiraba a la riqueza y al poder económico; y lo que todavía es peor, se
consideraba el bienestar económico de los monasterios, dentro de la línea vétero-
testamentaria de las bendiciones de Dios, como la justa recompensa divina por
la pobreza individual de los monjes. Hasta ahora no se le había ocurrido a ningún
monje pensar que pudiese existir una contradicción entre vida cristiana y riqueza
monástica, sino que aquélla justificaba a ésta. El prototipo de esta corriente fue
Rodolfo Glaber, que llegó a afirmar: «Aquellos que se entregaron incesantemente
a las obras de Dios, es decir, a las obras de la justicia y de la piedad, merecieron
ser colmados de todos los bienes».[13] Tampoco Gregorio VII, que tanto énfasis
puso en combatir la simonía y el concubinato de los clérigos, se preocupó por
moderar la excesiva riqueza de la Iglesia. Y mucho menos aún se le pasó por la
imaginación poner como cimiento de la reforma el retorno a las fuentes
evangélicas de la pobreza y de la predicación itinerante. Esto, lógicamente, más
que afirmar el Ordo Ecclesiae, el ordenamiento eclesial, lo hubiese minado en su
misma base.

Pues bien, la pobreza voluntaria y la predicación itinerante se van a convertir,


después de la Reforma Gregoriana, en el punto focal de una nueva concepción
de la vida cristiana que ponía en entredicho todo el ordenamiento eclesiástico
hasta entonces vigente.

Este movimiento de predicación itinerante y de retorno a la Iglesia pobre de los


orígenes no tuvo un desarrollo unitario sino que se ramificó en varias direcciones:
1. A finales del siglo XI y comienzos del siglo XII surgen las primeras
denuncias contra algunos herejes que pretendían vivir al estilo de los Apóstoles,
pero que, según las palabras de su acusador, Radulfo Ardens, eran una
reminiscencia del viejo Maniqueísmo y de antiguas prácticas encratitas, como el
abstenerse de tomar vino, de comer y beber, y rechazar el matrimonio.[14] En
esta misma línea están aquellos laicos a quienes Gílberto Nogent acusa de
maniqueos, de llevar un tenor de vida pretendidamente apostólica y, sobre todo,
siendo rudos e ignorantes, de predicar la palabra que antes estaba reservada a
los sabios y eruditos.[15]

2. Otros laicos, picados por el movimiento penitencial, acabaron por


fundar nuevas órdenes religiosas, como Roberto de Arbrissel que, después de
unos años de predicación itinerante y de pobreza voluntaria, atrajo hacia sí a un
buen número de «pobres de Cristo» que le seguían por todas partes, después de
haber renunciado a sus posesiones. Con algunos de ellos fundó la Orden de
Grandmont, que tenía como características especiales el ser dúplice y la profesión
estricta de la pobreza comunitaria, con lo cual se adelanta casi en un siglo a lo
que serán las órdenes mendicantes. Otro tanto hizo, unos años más tarde, san
Norberto de Xanten, el cual, después de haber renunciado a una brillante carrera
eclesiástica al lado del arzobispo de Colonia, se convirtió a la predicación pobre
e itinerante y acabó fundando la Orden de Prémontré.

3. La protesta de los laicos se extendió también a la vida monástica que


había monopolizado la perfección cristiana, hasta el punto de que Gilberto
Crespín llegó a escribir que quien en la Iglesia quisiera salvarse se habría de
parecer lo más posible al monje.[16] La crítica contra la vida monástica se centró
fundamentalmente, como en el caso mismo de la Iglesia en general, en sus
excesivas riquezas. El título de un poema anónimo de aquella época vale por todo
un libro: Inventiva contra un soldado que abandonó el mundo por causa de la
pobreza y consiguió la riqueza en el monacato.[17] Como protesta contra el
monopolio de la perfección cristiana y contra la excesiva riqueza de los monjes
cluniacenses, muchos laicos, deseosos de seguir «desnudos a Cristo
desnudo»,[18] inician un retorno al desierto, a la soledad, en paralelismo con el
monacato del siglo IV. Entre estos eremitas hay quienes permanecen de por vida
en un mismo lugar solitario, hay quienes se dedican a peregrinar de un lado para
otro y no faltan quienes, emulando los malabarismos ascéticos de los monjes
sirios de los primeros tiempos, se hacen emparedar de por vida. Sin embargo, la
modalidad más extendida fue la de los itinerantes que en poco o en nada se
distinguían de aquellos laicos, hombres y mujeres, que seguían a Roberto de
Arbrissel, a Norberto de Xanten, y después a Pedro Valdés y a Francisco de
Asís.[19]

Esta multiplicidad de líneas de evolución de un mismo movimiento penitencial de


retorno a la Iglesia pobre de los orígenes hay que estudiarla separadamente,
aunque es preciso también tener presentes sus motivaciones comunes que
desembocarán en una nueva estructuración eclesial, en cuanto que se pasará de
la teología de los órdenes eclesiásticos a la teología de los estados de vida.

II. DE UNA SOCIEDAD SACRALIZADA


A UNA SOCIEDAD LAICA

La Iglesia había canonizado la división de la sociedad apuntada ya por Alfredo el


Grande de Inglaterra a principios del siglo IX, el cual, traduciendo muy libremente
el libro De Consolatione de Boecio, asignaba a cada categoría de personas una
función específica: Los clérigos deben orar, los guerreros deben defender a los
clérigos y a los campesinos, y los campesinos deben labrar la tierra para
sustentar a los clérigos y a los guerreros. Pero a lo largo del siglo XII se inicia un
proceso de secularización de la sociedad que culminará a finales del siglo XII y
comienzos del siglo XIII, cuando se dé el paso de una sociedad organizada en
órdenes -clérigos, caballeros y campesinos- a una sociedad estructurada en
estados de vida. Este cambio encontraba todavía en el siglo XIV algunas
resistencias por parte de los clérigos, como era el caso de aquel predicador inglés
que se mantenía aferrado a la tradición medieval que él consideraba de origen
divino, mientras que a la segunda la etiquetaba como de origen demoníaco:
«Dios ha hecho a los clérigos, a los caballeros y a los labradores; pero el demonio
ha hecho a los burgueses y a los usureros».[20]

A la sociedad cristiana de los tres órdenes le sucede la sociedad laica de los


estados de vida o condiciones profesionales. En contraposición a aquella sociedad
cristiana presidida por Dios, surge una nueva sociedad compuesta por distintos
estados, a cada uno de los cuales le corresponde su propio demonio. No obstante,
o quizás precisamente por ello, la Iglesia se siente en la necesidad de reconducir
esta sociedad endemoniada a un estilo de vida conforme al Evangelio.[21] De
ahí que en los Sermonarios, nuevo género literario que aparece en este tiempo,
se den remedios para bien vivir y alcanzar la salvación los hombres que se
puedan hallar en cada uno de los diferentes estados.

El punto de partida de la contestación de los laicos contra el monopolio de la


santidad cristiana por parte de los clérigos y de los monjes está en el
redescubrimiento de la Sagrada Escritura. A partir de ahí, la revitalización de la
Iglesia ya no será únicamente cuestión de clérigos y de monjes, sino que puede
brotar de entre los laicos, sin que éstos se sientan en la obligación de hacerse
clérigos ni de entrar en un monasterio. Es más, todo cristiano, por el mero hecho
de serlo, es un «regular» porque no hay más Regla, para monjes, clérigos y
laicos, que el Santo Evangelio. Fue Esteban de Thiers el que lanzó la nueva
consigna: «El Evangelio es la única Regla».[22] También san Norberto de Xanten
protestaba contra aquellos clérigos que le estaban juzgando y que pretendían
monopolizar la Palabra de Dios, advirtiéndoles que él ha regularizado su vida
según la norma del Santo Evangelio.[23]

El punto de llegada de esta nueva tendencia lo sintetiza, un siglo después, Jacobo


de Vitry, el cual puntualizaba más aún la correlación entre Evangelio y Regla de
Vida: «Consideramos Regulares no sólo a aquellos que renunciando al mundo
han entrado en un instituto religioso, sino a todos los cristianos que sirven al
Señor conforme a la norma del Evangelio y viven ordenadamente bajo el único
ABAD, y podemos llamarlos "regulares"».[24]

III. DE CÓMO EL DERECHO VA SIEMPRE


POR DETRÁS DE LA VIDA

Los laicos reivindican una perfección cristiana no «reducible al monacato», sino


propia y específica de la vida laical. El monacato pierde así la exclusiva de la
«ciudad de Dios». Se descubre que el estar en el mundo y el vivir en el mundo
con todas sus consecuencias es para los laicos -no para los monjes- una opción
vocacional, es decir, una gracia salvífica de Dios, del mismo modo que para los
monjes -no para los laicos- el estar y el vivir en el monasterio constituye también
una llamada peculiar de Dios, un don salvífico recibido gratuitamente.[25]
El Derecho canónico va siempre detrás de la vida de la Iglesia. Por eso mismo,
no hay que extrañarse de que esta nueva efervescencia laical que llevaba dentro
de sí una diversificación de los estados de vida o de las distintas vocaciones
dentro de la unidad del ideal de la perfección cristiana, no encontrase en los
canonistas de la época un puesto adecuado dentro del ordenamiento eclesial.
Graciano, por ejemplo, en su Decretum pasa por alto a los laicos en cuanto tales.
Sus comentarista«s justificaban el modo de proceder del maestro diciendo:
«Hasta ahora el Maestro Graciano ha tratado de los ministerios eclesiásticos y de
las causas de los clérigos, y con razón porque el senado de los clérigos es más
digno que el grupo de los laicos».[26] Graciano se ocupa de los laicos únicamente
cuando trata del matrimonio.

Esto quiere decir que los canonistas de los siglos XI-XII entienden que el
matrimonio define exhaustivamente la condición de vida de los laicos en la
Iglesia. Y lo que acaecía en el ámbito jurídico, encontraba un eco fiel en los
tratadistas de ascética e incluso en los mismos teólogos, los cuales distinguían a
los laicos de los clérigos y de los monjes por la contraposición entre el orden de
los casados y el orden de los continentes; pero mientras que de clérigos y monjes
se ocupaban después ampliamente, de los laicos ya no tienen ninguna
consideración más que hacer.[27]

Sin embargo, por el tiempo en que Graciano recopilaba su famoso Decretum,


empezaban a surgir algunos teólogos más clarividentes, como Anselmo de
Havelberg, el cual en sus Diálogos (1145) establece las bases para una teología
de los distintos estados de vida. Y lo hace no sólo de un modo negativo, es decir,
criticando la exclusiva de la perfección cristiana que clérigos y monjes reivindican
para sí, sino también de un modo positivo en cuanto que afirma que todos los
cristianos, sea cual sea su estado de vida, tienen un común denominador en el
Bautismo que es el fundamento de cualquier renuncia al mundo y al demonio, en
la unidad de la fe y en la unidad de la Iglesia.[28]

El autor anónimo de Liber de diversis ordinibus et professionibus[29] da un paso


más en la polémica, afirmando que la vocación laical no solamente es una manera
más de vivir el único Evangelio, sino que tiene más mérito porque tiene que
desarrollarse en contacto permanente con el mundo.[30] Este contacto con la
realidad del mundo sitúa al laico en una perspectiva apostólica más eficaz que la
de los monjes e incluso que la de los clérigos. Vocación apostólica que todavía
Pedro el Venerable de Cluny negaba a los laicos,[31] mientras Marbordo, obispo
de Rennes, veía en el apostolado directo un peligro para la fe de los laicos, porque
la predicación laical podía conducirlos a separarse del Ordo Ecclesiae arrojándolos
en brazos de la herejía patarina.[32] Lo cual demuestra, aunque habría que hacer
algunas matizaciones, que un movimiento laical, como la Pataria, que los
reformadores gregorianos habían considerado como su brazo derecho para la
reforma de la Iglesia en el siglo XI, un siglo después la misma Jerarquía
eclesiástica lo considera como una herejía peligrosa. El contraste entre la Iglesia
de la Reforma Gregoriana y la Iglesia de un siglo después es notable. Quienes en
su día fueron monaguillos de la Reforma se consideran después peligrosos
agentes de la herejía. Había sido el propio Gregorio VII quien había alentado la
lucha de los laicos contra los clérigos indignos; ahora el Papa y los obispos
intentan frenar las mismas reprimendas de los laicos contra la indignidad de los
clérigos, aunque esta indignidad tenga ahora otros parámetros distintos de la
simonía y del nicolaísmo.

En el espacio de cien años se ha producido un giro verdaderamente copernicano


en la actitud de la Jerarquía frente a los laicos, siendo así que éstos no han hecho
nada más que sacar las consecuencias de los planteamientos hechos por la
Reforma Gregoriana.

En la perspectiva de la nueva mentalidad frente a los laicos plasmada por


Anselmo de Havelberg se sitúa Gerhoch de Reichersberg († 1167) al reivindicar
el valor netamente cristiano de cualquier profesión laical con tal de que siga la
única regla fundamental de toda vida cristiana que es el Evangelio. No importa
que el cristiano sea soldado, mercader, campesino, jurista o clérigo. Todos
pueden y deben, cada uno desde su propia condición de vida, colaborar en la
edificación de la Iglesia.[33]

Estamos aquí en el polo opuesto de la mentalidad anterior, según la cual había


oficios que por sí mismos hacían impracticable la salvación. Por ejemplo, el oficio
de comerciante, porque los hombres de negocios en aquel tiempo no estaban
encasillados en el ordenamiento de la sociedad feudal, sino que vivían por
libre.[34]

Poco a poco se va abriendo camino la idea de que la vocación cristiana no excluye


ningún oficio. Para Honorio de Autun, todos los cristianos, sean sacerdotes o
comerciantes, monjes o laicos, casados o célibes, están llamados a la
santidad.[35] Es más, los mismos comerciantes, tan vilipendiados por los clérigos
de la época, tienen una altísima misión que cumplir, pues los califica de
«ministros internacionales».[36] No obstante, las preferencias de Honorio de
Autun van para los campesinos, cuya condición de vida les hace mucho más fácil
que a ningún otro estado el camino de la salvación.[37]

Aunque los hombres de negocios, los comerciantes, no constituyan un grupo


reconocido en el ordenamiento de aquella sociedad, los signos de los tiempos
apuntan hacia ellos. Son los hombres del futuro. De ese estamento surgirán los
primeros mentores espirituales que acompañarán por todos los caminos de
Europa a los que van en busca de mercancías que intercambiar. Del estamento
comercial provienen los dos hombres más representativos del tiempo: san
Francisco de Asís y Pedro Valdés. Ambos alimentados en el mismo humus social
y eclesial, ambos integrantes del mismo cauce de los movimientos de retorno a
la Iglesia pobre y a la predicación itinerante de los orígenes, pero desembocarán
en playas tan diversas como la santidad oficialmente reconocida y la herejía,
respectivamente.

Así, pues, a lo largo del siglo XII los laicos protagonizan algunas innovaciones en
el estilo de vida de la Iglesia que no pueden menos de interpelar a los mismos
hombres de Iglesia. Y si bien éstos muestran hacia aquéllos una prevención e
incluso una repulsa inicial, acabarán reflexionando teológicamente sobre sus
exigencias, y paulatinamente, bien es verdad, les van abriendo camino en el
ordenamiento eclesial. El cuestionamiento de los laicos alcanzó al mismo
monacato en cuanto tal, el cual ya no es considerado como el prototipo o primer
analogado de la penitencia cristiana, de modo que la entrada en un monasterio
ya no es el camino indispensable, sino que existen otras posibilidades de
auténtica penitencia cristiana, sin necesidad de abandonar el mundo. También
en medio del mundo se puede responder plenamente a las exigencias más
radicales del Evangelio.[38]

IV. SAN FRANCISCO DE ASÍS:


EL HOMBRE QUE REMANSÓ EN SÍ
LAS ASPIRACIONES DE LOS LAICOS DE SU TIEMPO
Desde la Reforma Gregoriana, pero sobre todo desde la maduración definitiva de
los movimientos pauperísticos en la segunda mitad del siglo XII, el movimiento
penitencial se traduce en una actitud frente a la vida que es antes cultural que
religiosa: se trata de una visión total del mundo y de la vida que se manifiesta
en complejas pero articuladas instituciones religiosas y sociales. Esta tendencia
a la asociación que se encuentra un poco por todas partes en Europa procede del
despertar de la vida más conforme al Evangelio y de la necesidad de sostenerse
en lucha contra los herejes, particularmente contra los cátaros y los valdenses,
los cuales con el señuelo de la austeridad, de la pobreza y de la reforma, atraían
a sus filas a fieles incautos y, frecuentemente, por no saber distinguir netamente
entre identidad cátara o valdense e identidad católica.[39]

Ya se ha dejado apuntado anteriormente que el «estado de penitencia


voluntaria» es tan antiguo como el mismo Cristianismo; pero es a finales del siglo
XI cuando en Italia surgen las primeras «Comunidades Penitenciales» y, sobre
todo, en aquella tierra de nadie entre los siglos XII y XIII, cuando el fenómeno
penitencial se generalizó y adquirió consistencia en formas asociativas. En 1212
el mismo papa Inocencio III aprobó la Cofradía de Penitentes, bajo la dirección
de los «Pobres Católicos».[40]

En Italia fue san Francisco quien dio un fuerte impulso a la penitencia voluntaria
de los laicos, porque él mismo fue desde el principio de su conversión un hombre
de la penitencia. Él mismo afirma en su Testamento, en el que intenta expresar
su más genuino espíritu, que quiere transmitir en toda su integridad a sus Frailes
Menores: «El Señor me concedió a mí, hermano Francisco, el empezar así a hacer
penitencia...» (Test 1). Se trata no de una penitencia circunstancial sino, como
dice Jordán de Giano, de «una vida de penitencia», es decir, de un estado de
vida.[41] Y cuando empieza su actividad apostólica, después de reconstruir la
iglesia de San Damián, predica únicamente la penitencia: «... empezó a anunciar
la perfección del Evangelio y a predicar a todos con sencillez la penitencia» (TC
25). El mensaje que Francisco confía a sus frailes cuando los envía por el mundo
es siempre el mismo: la penitencia, predicada más con el ejemplo de la propia
vida que con la palabra: «Vayamos por el mundo exhortando a todos más con el
ejemplo que con las palabras, para moverlos a hacer penitencia de sus pecados
y para que recuerden los mandamientos de Dios» (TC 36). A quien les pregunta
quiénes son, responden invariablemente: «Somos hombres de la Penitencia de
Asís» (TC 37). También Clara de Asís en su Testamento, teniendo, sin duda, muy
presentes las mismas palabras de Francisco, dice que el Padre Celestial se dignó
ilustrar su corazón para que hiciera penitencia según el ejemplo y la doctrina de
nuestro Padre Francisco (TestCl 4).

Todos estos testimonios y otros muchos que se podrían aducir tomados de las
fuentes franciscanas evidencian que Francisco de Asís, al principio, no quiso
reunir en torno a sí nada más que a laicos que querían ingresar en el movimiento
penitencial del momento, que resumía las aspiraciones de muchos cristianos
despiertos a las exigencias evangélicas. Cuando él y sus compañeros se
presentan ante Inocencio III, y éste aprueba su asociación, lo hace con la precisa
finalidad de predicar la penitencia: «Predicad a todos la penitencia» (TC 49). Pero
para evitar los escollos que por entonces surgían ante unos predicadores laicos
por parte de las jerarquías locales, Inocencio III hizo que Francisco y sus
compañeros recibieran la tonsura, con lo cual, jurídicamente, entraban en el
estamento clerical. Inocencio III, en contra de la praxis habitual que sometía a
todos los predicadores al permiso de los obispos y de los párrocos, concedió a
Francisco la potestad de conceder el permiso de predicar a sus frailes, y él lo
concedió indistintamente a todos, fuesen clérigos o laicos.
La predicación de Francisco suscitó en toda Italia una nueva vitalidad al
movimiento penitencial entre los laicos. Y en Italia, quizás más que en el resto
de Europa, existían elementos de laicidad que no significaban rechazo ni menos
aún hostilidad hacia la jerarquía eclesiástica, pero que ciertamente conferían a la
vida cristiana de los laicos una mayor autonomía.[42] Frente al clero al que
siempre se consideraba como transmisor de las gracias sobrenaturales, se estaba
fraguando una opinión pública más libre, más crítica.

El genio de San Francisco de Asís, que provenía de esos ambientes más


despiertos, comprendió mejor que nadie de su tiempo las aspiraciones de los
laicos, y las encauzó hacia un estilo de vida más conforme al Evangelio en una
institución que respondía, sin duda, a una urgencia de los tiempos: la Tercera
Orden.

V. LAS TERCERAS ÓRDENES

El precedente más remoto de las Terceras Órdenes surge en los mismos albores
de la Edad Media en torno a los monasterios visigodos españoles y benedictinos
del resto de Europa cuando muchos laicos, familias enteras incluso, ansiosos de
asegurar su salvación eterna, se entregaban «en cuerpo y alma» a los mismos,
a fin de participar de las obras espirituales y materiales de los monjes. La más
conocida de todas fue la «oblación benedictina», la cual, sin embargo, desde una
perspectiva jurídica, no fue reconocida como asociación laical, al estilo de las
Terceras Órdenes, hasta el año 1871.

El origen más inmediato de las Terceras órdenes está en el siglo XII, cuando se
dio, un poco por todas partes, entre los laicos una tendencia hacia el
asociacionismo bajo la dirección espiritual de las órdenes religiosas de la época.
En torno a las Colegiatas de los Canónigos Regulares, especialmente de los
Premostratenses, se asocian hombres y mujeres, para los que componen
reglamentos específicos. Otro tanto ocurre en torno a algunos monasterios
benedictinos más importantes como el de Hirshau. En el norte de Italia se funda
en 1159 la asociación laico-religiosa de los Humillados, que bajo la regla
benedictina se ocupaba de la industria de la lana. A ella se unieron obreros,
nobles y clérigos que, permaneciendo en el mundo, constituyeron una
organización (1198) bastante parecida a lo que será la Tercera Orden
Franciscana.

El gran catalizador del renacer espiritual de los laicos fue san Francisco de Asís.
Su vida pobre y penitente y su predicación ejercieron sobre las muchedumbres
una impresión tan fuerte, que las arrastraba irresistiblemente hacia el ideal de la
penitencia. Como dice Tomás de Celano, hombres y mujeres de toda clase y
condición acudían a oír al nuevo apóstol que los seducía a pesar de su palabra
escasamente adornada, pero dulce y fascinante (1 Cel 37). Todos querían
ponerse bajo su dirección. Pero no todos los cautivados por su ejemplo y por su
palabra podían abandonar sus casas, esposas e hijos.

Las Florecillas narran los orígenes inmediatos de la Tercera Orden Franciscana,


aunque todavía no se llamase así: «... después de haber mandado a las
golondrinas que se callaran mientras predicaba, predicó con tanto fervor, que
todos los hombres y mujeres de aquella aldea querían marcharse detrás de él;
pero él les dijo: "No os apresuréis, no marchéis, yo os indicaré lo que tenéis que
hacer para la salvación de vuestras almas". Y entonces pensó en fundar la
Tercera Orden para universal salvación de todos. Y así, dejándolos muy
consolados y bien dispuestos para la vida de penitencia, se marchó de allí» (Flor
16). Otro tanto tuvo que sugerir a quienes le escuchaban por los pueblos y aldeas
de Toscana, y especialmente en la ciudad de Florencia.[43]

Los primeros trazos de una regla para estos laicos que se convertían con la
predicación de Francisco pueden verse en la Carta a todos los fieles, cuya primera
redacción, según el P. Cayetano Esser, sería el manuscrito que, como dijimos al
principio de este trabajo, el mismo P. Esser publicó con el título de Exhortación
a los Hermanos y Hermanas de la Penitencia.[44] En esta carta existe un
verdadero programa de vida conforme al Evangelio y a los mandamientos de la
Iglesia.

En 1221, con la ayuda del cardenal Hugolino de Ostia, futuro Gregorio IX,
compuso la primera regla de la Tercera Orden, que, con adiciones posteriores
desde 1221 hasta 1289, fue descubierta y publicada por Pablo Sabatier en 1903
con el título de Antiqua Regula Ordinis Poenitentium, aunque su verdadero título
es Memoriale Propositi..., es decir, Memorial del propósito de los hermanos y
hermanas de Penitencia que viven en las propias casas, empezado en el año
1221. Los franciscanólogos discuten acerca de si san Francisco intervino en la
elaboración de este escrito. Posiblemente, el Santo no intervino directamente,
pero sí refleja su espíritu, y de hecho fue la regla observada por los Terciarios
Franciscanos hasta que fue modificada por el papa Nicolás IV con su constitución
Supra montem (18.8.1289).

El Memoriale propositi fue adoptado, primero, por los Penitentes de la Romaña


y, después, por casi todas las asociaciones de Penitentes de Italia. Denota ya un
grado muy elevado de asociación que llevará a una federación de las diversas
asociaciones de Penitentes hacia 1280. Pero estas asociaciones no están desde
el principio bajo la dirección de los Frailes Menores, sino que continúan en
dependencia de los respectivos obispos, aunque con una amplia autonomía,
hasta el punto de que ellas mismas eligen visitadores laicos para las diversas
asociaciones hermanas. Solamente a partir de 1247 Inocencio IV intentó
someterlas a la visita de los ministros provinciales franciscanos, pero encontró
una fuerte resistencia y se vio obligado a anular sus disposiciones.

La idea de unir asociaciones laicales a una orden religiosa, al estilo de los


Franciscanos, encontró muy pronto un amplio eco en las órdenes mendicantes.
Posiblemente de un modo autónomo, es decir, al margen de la influencia
franciscana, santo Domingo de Guzmán dio comienzo a estas asociaciones de
laicos atraídos también por su testimonio de vida y por su palabra. Entre 1220 y
1225 hay indicios de pequeñas asociaciones de hermanos y hermanas penitentes
englobadas en la denominación de Milicia de Jesucristo, asociación ampliamente
promovida después por la Orden de Predicadores. En 1285, el maestro general
fray Munio de Zamora redactó una nueva regla para esta milicia, acomodando
los reglamentos anteriores a la normativa de la Supra Montem de Nicolás IV.

Antes y después del mencionado intento de someter la Tercera Orden a la


vigilancia de los ministros provinciales franciscanos, tanto la orden franciscana
como la orden dominicana buscaron un mayor control sobre sus respectivas
asociaciones de Penitentes o Terceras órdenes que se confiaban a su dirección o
que seguían su espíritu. Así, el franciscano P. Caro y el ya mencionado maestro
general fray Munio de Zamora, basándose en el Memoriale propositi (1221) y en
la Supra Montem de Nicolás IV (1289), consiguieron un notable éxito en la
sujeción de sus respectivas asociaciones laicales. Es a partir de entonces cuando
empieza a emplearse el título de Tercera Orden o Hermanos y Hermanas de la
Tercera Orden, que se generalizará en el siglo XV para todas las demás órdenes
mendicantes.

Desde comienzos del siglo XV, la Santa Sede concedió a las órdenes religiosas la
potestad de agregar sus asociaciones laicales en forma de terceras órdenes:
Agustinos (1409), Servitas (1424), Carmelitas (1452), Mínimos (1508),
Trinitarios (1751).

El actual Código de Derecho Canónico, promulgado en 1983, establece una


normativa fundamental sobre las terceras órdenes y demás asociaciones laicales
afiliadas a alguna orden o congregación religiosa:
- Se dicen Terceras Órdenes o se llaman con otros nombres las asociaciones
cuyos miembros, participando en el siglo del espíritu de algún instituto religioso,
llevan una vida apostólica y buscan la perfección cristiana, bajo la alta dirección
del mismo instituto (canon 303).
- Los miembros de institutos de vida consagrada que presiden asociaciones de
algún modo unidas a su instituto, cuiden de que presten ayuda a las obras
apostólicas que existen en la diócesis, cooperando principalmente, bajo la
dirección del ordinario del lugar, con las demás asociaciones apostólicas
existentes en la diócesis (canon 311).

VI. LAS TERCERAS ÓRDENES:


UNA IDEA GENIAL DE SAN FRANCISCO DE ASÍS

La paternidad de las terceras órdenes nadie se la puede disputar a san Francisco,


a pesar de que, antes y después de él, hayan existido distintas asociaciones de
laicos en la Iglesia en inmediata dependencia de órdenes y congregaciones
religiosas. Abundan los documentos pontificios en este sentido: Ea quae religionis
(5.9.1402), de Bonifacio IX;[45] In eminenti apostolicae (7.5.1406), de
Inocencio VII.[46]

Quizá la evolución que se le imprimió a estas asociaciones laicales, hasta el punto


de hacer de ellas una especie de órdenes religiosas descafeinadas, puesto que,
como dice el P. Meersseman, «están en la escala eclesial en un grado
inmediatamente inferior a las órdenes mendicantes, pero superior al de las
simples cofradías laicas»,[47] no responde a la espléndida idea que de ellas tuvo
san Francisco de Asís.

La gran intuición de san Francisco no fue hacer con los laicos una simple cofradía
de gente piadosa o simplemente beata, sino algo realmente comprometido con
el mundo, con las realidades temporales y con el Evangelio. En lugar de poner
barreras o cortafuegos que los separaran del mundo, Francisco lanzó a los
seglares, a los que habrían de ser sus Terciarios, a las realidades del mundo,
pero con su espíritu y desde su espíritu impregnado radicalmente del Evangelio.
Por eso él, lo mismo que a sus Frailes Menores no les dio inicialmente como regla
nada más que unos fragmentos del Evangelio, tampoco a los Terciarios les da
más regla que el Evangelio. Francisco entendió la Tercera Orden como destinada
a identificarse con todos los hombres de buena voluntad. Por eso, la Carta magna
de los Terciarios será siempre la Carta a todos los fieles. La Tercera Orden, en
definitiva, en la mente de san Francisco no era otra cosa que todos los cristianos
que son conscientes de serlo, con la finalidad de que quienes son cristianos así,
conscientes de serlo, trabajen para que todos los hombres lleguen a ser cristianos
conscientes de serlo, como también los Frailes Menores y las Clarisas no quieren
ser otra cosa distinta de lo que todos los cristianos están llamados a ser:
cristianos de verdad, aunque cada uno según su modo. Por eso mismo, cada
Orden Tercera, cada Terciario, será cristiano consciente desde el espíritu
específico de la Orden primera.

La misma organización inicial de la Tercera Orden Franciscana colocaba a los


Terciarios en una íntima cercanía con los demás cristianos. Salvo algunas
prácticas superrogatorias de piedad, como oraciones y ayunos, los Terciarios no
tienen otra moral que la moral de todos los cristianos, que es la moral evangélica.
Este ideal secular que Francisco imprime a su Tercera Orden lo ha descrito en
unas páginas muy bellas Walter Dirks.[48] Francisco destaca en el firmamento
de su tiempo como un nuevo profeta escogido por Dios para comunicar a los
hombres una respuesta salvadora en aquella hora crítica de la humanidad. La
respuesta de Francisco a las urgencias históricas de su tiempo se advierte con
mayor claridad en su Tercera Orden. Fue lamentable que a los Terciarios se les
imprimiera, desde muy poco después de la muerte del Santo, un carácter
espiritualista excesivamente pronunciado, encauzándolos por unos senderos
estrechos y cerrados de gentes simplemente piadosas, cuando en la mente de
san Francisco deberían haber sido un movimiento regenerador de la sociedad.

No sería correcto afirmar que la Primera y Segunda Orden -Menores y Clarisas-


hubieran sido fundadas con miras a la Tercera Orden, pero sí es cierto que el
movimiento franciscano en general apunta hacia las urgencias que planteaba el
excesivo afán de amasar dinero por parte de aquellos comerciantes y banqueros
incipientes, cuyo espíritu corría el riesgo de asfixiarse en medio de sus
transacciones comerciales. Y en este sentido, sin duda, se destaca mejor la
peculiar misión del franciscanismo en la Tercera Orden que en la Primera y en la
Segunda.

San Francisco entendía su Tercera Orden, como ya se deja dicho anteriormente,


como una ingente asociación de creyentes bien hermanados que, fieles a unas
cuantas normas elásticas, inspirasen a los ricos y a los poderosos de la época un
genuino amor cristiano a la pobreza evangélica, imitando en medio del mundo el
espíritu de los Hermanos Menores. Misión de los seglares congregados en la
Tercera Orden, era el velar por la pureza de la fe y de las costumbres en la
sociedad, en los hogares, en los puestos de trabajo. Como dice Walter Dirks,[49]
«los Terciarios deberían emplearse a fondo, de ahora en adelante, en remediar
este lamentable estado de cosas. ¿Cómo? Santificando sus actividades
comerciales e industriales, trabajando afanosamente por acrecentar el próspero
bienestar de la Humanidad, estrechando los lazos de unión entre los diversos
países que recorren con ocasión de sus transacciones, descubriendo y
transformando materias primas mejores en los puntos más distantes del orbe
terráqueo, inventando máquinas más perfectas, favoreciendo el incremento de
la natalidad y, finalmente, trabajando con tesón porque la convivencia pacífica
de todos los habitantes de nuestro planeta llegase a ser una espléndida realidad
dentro del "Mundo único"».

Aunque el afán de amasar dinero de los hombres de aquellos siglos acabó por
destrozar los planes de Francisco en favor de aquella humanidad dolorida, del
mismo modo que en siglos anteriores el ideal de paz de san Benito fue ahogado
por el triunfo de la belicosidad de aquellos hombres nacidos para vivir y morir
luchando, no es menos cierto que las órdenes terceras de san Francisco, primero,
y después de santo Domingo, y de las demás órdenes mendicantes, lucharon por
la paz, consiguieron debilitar la enemistad entre los partidos rivales, estimularon
con su amor a la pobreza evangélica una poderosa oleada de simpatía, de
benevolencia y de misericordia hacia los más pobres, haciendo surgir infinidad
de instituciones benéficas y caritativas. Y, bajo la tutela de sus mentores o
directores espirituales de las órdenes mendicantes respectivas, permanecieron
siempre fieles a las directrices de la Iglesia.

N O T A S:
[1] Fonti Francescane, Asís, 1977, p. 18.
[2] G. G. Meersseman, Dossier de l'Ordre de la Pénitence au XIIIe
siècle, Friburgo, 1961.
[3] K. Esser, Un precursore della «Epistola ad fideles» di San Francesco
d'Assisi, en Analecta TOR 14 (1978) 11-47. [Cf. K. Esser, La carta de san
Francisco a todos los fieles, en Cuadernos Franciscanos de Renovación n. 42
(1978) 105-109].
[4] Antonio da Sant'Elia, Manuale storico-giuridico-pràtico sul
Terz'Ordine Francescano, Roma, 1947, pp. 72-73.
[5] Fredegando de Anversa, Il Terz'Ordine secolare di San Francesco,
Roma, 1921.
[6] V. Facchinetti, La Serafica Milizia, Quaracchi, 1922.
[7] Cit. por C. Sartorazzi, Il TOF nei secoli XIX e XX, Roma, 1967, p.
17.
[8] C. Müller, Die Anfänge des Minoritenordens und der
Bussbruderschaften, Friburgo, 1885.
[9] P. Sabatier, Vida de San Francisco de Asís, Barcelona, 1982, p. 257.
[10] P. Mandonnet, Les origines de l'Ordo Poenitentiae, en Compte
rendue du Congrès scientifique international des Catholiques, Friburgo, 1898, p.
187.
[11] G. G. Meersseman, I penitenti nei secoli XI e XII, en I laici nella
«Societas christiana» dei secoli XI e XII, Milán, 1968, pp. 306-339.
[12] L'Ordine della Penitenza di San Francesco d'Assisi nel secolo XIII,
Roma, 1973.
[13] R. Glaber, Historiae, ed. M. Prou, Paris, 1886, p. 67.
[14] Cf. Radulfo Ardens, Homilia in dominicam VII post Trinitatem, PL
155, 2011. Cf. H. Grundmann, Movimenti religiosi nel Medioevo, Bolonia, 1947,
p. 45.
[15] Gilberto de Nogent, De vita sua, III, 17; PL 156, 951.
[16] Gilberto Crespín, Carta sobre la vida monástica, ed. J. Leclercq,
en Studia Anselmiana 31 (1953) 121.
[17] J. Leclercq, Espiritualidad occidental. I: Fuentes, Salamanca,
1967, p. 205.
[18] G. Frugoni ha descrito en unas cuantas líneas aquel mundo nuevo
que fermentaba en torno a Cluny: «Mientras se mueve en torno a aquellas islas
(cluniacenses) un fermento nuevo, incluso laico, de vida evangélica y apostólica,
entre la universalidad imperial en su tramontar y la universalidad del Papado
hierocrático que se sirve de los reyes contra el Imperio, y de los seculares
pretende disciplina y obediencia, la universalidad monástica de Cluny acaba por
convertirse en algo anacrónico». Incontro con Cluny, en Spiritualità Cluniacense,
Todi, 1960, pp. 21-22.
[19] J. Álvarez Gómez, La Vida Religiosa ante los retos de la historia,
Madrid, pp. 96-98.
[20] Cit. por J. Le Goff, La civilización medieval, Barcelona, 1964, p.
356.
[21] J. Álvarez Gómez, Vida Religiosa y Cultura en el Medievo, en
Confer n. 81 (1983) 33.
[22] Regula Venerabilis viri Stephani Muratensis. Prologus, ed. J.
Becquet, Scriptores Ordinis Grandimontensis, Tournhout, 1968, p. 66.
[23] E. Peretto, Movimenti spirituali laicali nel Medioevo, Roma, 1985,
pp. 24-25.
[24] Jacobo de Vitry, Libri duo, quorum prior orientalis sive
Hierosolymitana alter occidentalis historiae nomine inscribitur, ed. F. Moschus,
Douai, 1597, p. 354.
[25] E. Peretto, Movimenti spirituali laicali nel Medioevo, Roma, 1985,
p. 26.
[26] Luis Prosdocimi, Lo stato di vita laicale nel Diritto canonico dei
secolo XI e XII, en I laici nella «Societas christiana» dei secoli XI e XII, Milán,
1968, pp. 57-58.
[27] Luis Prosdocimi, Lo stato di vita laicale nel Diritto canonico dei
secolo XI e XII, en I laici nella «Societas christiana» dei secoli XI e XII, Milán,
1968, p. 58.
[28] Anselmo de Havelberg, Dialogi, 1, 1-3; PL 188, 1141-1146.
[29] PL 213, 807-850.
[30] D. M. Chenu, Moines, clercs, laïcs au carrefour de la vie
évangélique, en RHE (1953) 72-73.
[31] Pedro el Venerable, Epistolarum, libri II; PL 189, 214.
[32] Marbordo de Rennes, Epistola ad Robertum; PL 171, 1480-1486.
[33] Gerhoch De Reichesberg, Liber de aedificio Dei; PL 194, 1302.
[34] Vita Guidonis, en Analecta Sanctorum, Sept. IV, p. 42.- Cf.
Graciano, Decretum, I, dist. 88, c. 11.
[35] Honorio de Autun, Speculum Ecclesiae, Sermo generalis; PL 172,
861-870.
[36] Honorio de Autun, Speculum Ecclesiae, Sermo generalis; PL 172,
col. 865.
[37] Honorio de Autun, Elucidarium, II, 18; PL 172, 1149.
[38] D. M. Chenu, Moines, clercs, laïcs au carrefour de la vie
évangélique, en RHE (1953) 79-80.
[39] J. Álvarez Gómez, Vida Religiosa y Cultura en el Medievo, en
Confer n. 81 (1983) 40.
[40] Ida Magli, Gli uomini della penitenza, Milán, 1977, p. 42.
[41] Jordán de Giano, Crónica, 1; en Sel Fran n. 25-26 (1980) 237.
[42] Ida Magli, Gli uomini della penitenza, Milán, 1977, p. 47.
[43] L. Wading, Annales Minorum, II, Quaracclii, 1931, p. 9.
[44] Cf. K. Esser, Un precursore della «Epistola ad fideles» di San
Francesco d'Assisi, en Analecta TOR 14 (1978) 11-47. [Cf. K. Esser, La carta de
san Francisco a todos los fieles, en Cuadernos Franciscanos de Renovación n. 42
(1978) 105-109].
[45] Bullarium Franciscanum, VII, n. 421, pp. 147-151.
[46] Bullarium Franciscanum, VII, n. 516, P. 191.
[47] G. G. Meersseman, Premier auctarium au Dossier de l'Ordre de la
Pénitence au XIIIe siècle, en RHE 62 (1967) 29.
[48] W. Dirks, La respuesta de los Frailes, San Sebastián, 1957, pp.
246-252.
[49] W. Dirks, La respuesta de los Frailes, San Sebastián, 1957, p. 249.
[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XVII, núm. 51 (1988) 429-448]

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