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¿Qué es el cineclubismo?

Formación de público y resistencia cultural*

*Ponencia de Pablo Inostroza, del Cineclub de la Universidad de Chile, expuesta en el


marco de la 2da Convención de Cineclubes de Chile celebrada en la ciudad de Valdivia.

“Es claro que el orden del capital se apropió de la imagen audiovisual


para alienar a las masas humanas.
Por lo tanto, en el plano de la subversión cultural,
cabe reapropiarse y resignificar la imagen audiovisual
para la emancipación de la humanidad”
Giovanni Alves[1]
Introducción
Las experiencias de movilización estudiantil a las que hemos asistido durante este año en
el territorio ocupado por el estado de Chile han sido adjetivadas de las más diversas
formas por los medios masivos de comunicación y la llamada clase política, con la
intención de disfrazarlas de un espíritu ajeno. La diversidad de sujetos que nos hemos
congregado en colegios, calles, universidades y parques, bajo las demandas de una
educación pública, laica, de calidad, gratuita y universal, no permite etiquetar al
movimiento con algún “ismo” definitivo. Sin embargo, después de varios meses de
actividades y manifestaciones, la reflexión sobre la educación ha desbordado en algunos
puntos los límites que las mismas demandas plantean. Niños y jóvenes hoy miran a la
sociedad productiva que los rodea, y se hacen preguntas tan fundamentales como para
qué nos estamos educando, para qué nos sirve estudiar las asignaturas obligatorias o en
qué medida el sistema educacional es responsable de las desigualdades sociales. Esas
preguntas cuestionan las relaciones que se producen al interior de una sala de clase y
ponen en riesgo la estabilidad de un orden social basado en la desigualdad y en la
explotación. Pero si estas preguntas han surgido en las mentes de los estudiantes durante
este período es justamente porque han paralizado el sistema mercantil educativo y se han
dado el tiempo para pensar. Se han apropiado del tiempo que en el régimen de la
normalidad les ocupaba el estudio, las tareas y las actividades formativas dirigidas a su
incorporación en el sistema de producción capitalista.

Este panorama nos ha aclarado mucho la idea de que la educación es un proceso complejo
que no se limita en ningún caso al espacio escolar. La socialización de los niños, su
incorporación en las redes de convivencia social es un continuo desarrollo que se produce
en los distintos espacios de desenvolvimiento personal. Todo cuanto media entre el sujeto
y la sociedad en que se imbrica es parte de su proceso educativo. Los productos culturales
ocupan un espacio privilegiado en este proceso, sobre todo desde del siglo XX, a partir
del desarrollo tecnológico aplicado a la cultura que ha condicionado sustantivamente los
procesos de subjetivación de los individuos. Y el cine, que nació precisamente a partir de
la conjugación de las tecnologías de la imagen y el sonido, vino a complejizar aún más
estas relaciones entre las obras y el público.

Sin duda que desde el nacimiento de las películas de Lumière hasta hoy han sucedido
cuestiones significativas. Entre medio se desarrolló una tecnología paralela, la televisión,
sin la cual hoy es imposible concebir la vida social y política. En la actualidad, los obreros
que salen de las fábricas esperan que el tren llegue a la estación mirando las noticias en
televisores de cristal líquido que transmiten ininterrumpidamente. La pregunta por el
lugar que ocupa hoy el audiovisual en la sociedad es imprescindible para hacer los
diagnósticos y las propuestas desde este espacio de resistencia que llamamos
cineclubismo.

El diagnóstico sobre el cine en la sociedad capitalista


Ni siquiera en el caso del espectador más pasivo, los objetos de la cultura lo permean
como si fuera un mero receptáculo. Es propio de los fascismos atribuir a la cultura de
masas la facultad de dirigirlas a través de creaciones unidireccionales en que el público
sólo recibe el mensaje, prácticamente sin procesarlo, para luego actuar en conformidad
con las intenciones del emisor. Las mismas nociones de emisor y receptor en el proceso
de la comunicación humana, desde lo cotidiano hasta lo masivo, tienen frágiles fronteras.
Y es fundamental superar esa inmovilidad de las teorías matemáticas de la información y
avanzar hacia la comprensión de los procesos comunicativos como procesos sistémicos,
en los que las condiciones materiales e históricas de los espectadores y de los creadores
son a la vez condiciones de producción de sentido. No podemos abstraer nuestra
experiencia y nuestro contexto en el momento en que nos comunicamos, ni bien seamos
autores o público.

Y aunque esto es válido para todas las producciones culturales, es la imagen audiovisual
la que ha colonizado nuestras vidas, por fuerza de su hiperreproducción a través de
dispositivos tecnológicos que hoy nos permiten hacer un clip de video desde un teléfono
celular.

Entonces, ¿cómo se entiende hoy el cine?, parece ser la pregunta que nos llevará a
desplegar nuestra propuesta. Asumiendo que, como en toda sociedad, en este país al
extremo del mundo, hay pequeños nichos de cinéfilos e intelectuales que ponderan el
séptimo arte con alto valor (y no pocas veces lo fetichizan), hay que ser honestos y
comprender que aquellos grupos son satelitales, excepcionales. No quiero aquí cuantificar
el consumo audiovisual, a la manera de un gestor cultural, pero el gran público parece
comprender que la experiencia del cine es asistir el fin de semana a la multisala del centro
comercial, a ver la proyección de una película de Hollywood con muchos efectos
especiales, comiendo cabritas de maíz y bebiendo cocacola, en compañía de algún
familiar o amigo.
Y no lo digo desde el prejuicio, sino desde la experiencia de nuestras conversaciones con
escolares de liceos municipales de La Florida, una comuna de Santiago socialmente muy
heterogénea, con quienes hemos compartido nuestra propuesta del cineclubismo. Cuando
les preguntábamos “qué es para ustedes el cine” o “cuáles son las películas que han visto
últimamente y dónde las han visto”, las respuestas nos remitieron al espectáculo. Y el
espectáculo, no es sólo la experiencia de la imagen imperial, es “la relación social de las
personas mediatizada por imágenes”, es “a la vez el resultado y el proyecto del modo de
producción existente”, es “el discurso ininterrumpido que el orden mantiene consigo
mismo”, es “la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que no expresa finalmente
más que su deseo de dormir”, es “el capital en un grado tal de acumulación que se
transforma en imagen”[2], como escribiera con incómoda claridad el filósofo y agitador
Guy Debord.
Él mismo, en su clásico La sociedad del espectáculo, manifiesta: “La alienación del
espectador en beneficio del objeto contemplado (que es el resultado de su propia actividad
inconsciente) se expresa así: cuanto más contempla menos vive; cuanto más acepta
reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad menos comprende su propia
existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo respecto del hombre activo
se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa.
Por eso el espectador no encuentra su lugar en ninguna parte, porque el espectáculo está
en todas”[3].
Para modificar esta concepción del cine como espectáculo que se ha enquistado en nuestra
sociedad de consumo, el giro fundacional que hay que dar es la reflexión. La televisión,
por antonomasia, está en las antípodas de la reflexión. Es contenido veloz,
ininterrumpido, que somete y tiraniza a su espectador abstrayéndolo de las condiciones
materiales que posibilitan su consumo, es el triunfo final de lo que en el marxismo se
conoce como el fetichismo de la mercancía. Esto es, el ocultamiento de la explotación
que permite la existencia de las mercancías, en este caso, las de la cultura.
La experiencia del cine espectacular es intrínsecamente alienante. Un espectador ingresa
al templo del consumo, sube las escaleras mecánicas, hace la fila de la boletería y
selecciona de la cartelera un título por cuya proyección paga entre 3 y 5 mil pesos.
Durante esos cien minutos de imágenes audiovisuales, el espectador se abre de piernas
ante la pantalla en una cómoda butaca hasta que las luces se vuelven a encender y la sala
se vacía mientras los créditos corren sobre el fondo negro. En estas condiciones, la
reflexión, el acto de volverse sobre uno mismo a pensar las preguntas fundamentales a
partir, en este caso, de una película, es imposible. Lo mismo si es una parte de la saga
de Crepúsculoo Violeta se fue a los cielos.
Ahora, uno puede preguntarse aquí ¿por qué entonces las butacas de los multicines se
llenan todos los fines de semana?, ¿acaso la gente realmente cultiva con gusto esa
experiencia alienante? En ese caso, habría que preguntarse también ¿por qué todos los
días millones de personas se levantan de sus camas para trabajar?, ¿por qué hacen filas
para pagar las cuentas?, ¿por qué se endeudan para obtener productos desechables? Si
cupiera rastrear un por qué, pensemos que la explotación ha existido desde la división
social del trabajo. No es tan sencillo como culpar al capitalismo por el estado del cine en
la actualidad. La moral de los esclavos, de la que hablaba Nietzsche, es una huella de esta
inmovilidad.
“Cuando los oprimidos se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de la
impotencia: ‘¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos! Y bueno es el
que no violenta, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la venganza a
Dios” esto escuchado con frialdad no significa en realidad más que lo siguiente:
‘Nosotros los débiles somos desde luego débiles, conviene que no hagamos nada para lo
cual no seamos lo bastante fuertes’. Pero esta amarga realidad de los hechos, esta
inteligencia de ínfimo rango, es propia de los insectos (los cuales, cuando el peligro es
grande, se fingen muertos), como si la debilidad misma del débil -es decir, su esencia, su
inevitable realidad- fuese un logro voluntario, algo elegido, un mérito.”[4]

La propuesta cineclubista como labor educativa


Se trata, entonces, de encontrar las herramientas para la emancipación, ya no sólo del
cine, sino del hombre, a través de su educación. Y nosotros, los cineclubistas, queremos
lograrlo usando el cine como herramienta para nuestra propia liberación. Nos educamos
con el cine y ponemos en primer lugar la reflexión. Decimos: lo fundamental de ver una
película es reflexionar. Y utilizamos la metodología del cineclub como una acción
pedagógica y libertaria. Nosotros decimos: formamos públicos, combatimos la alienación
y la esclavitud moral con la acción concreta de debatir una pieza audiovisual abierta y
horizontalmente.
Entre nosotros lo tenemos claro. En nuestros cineclubes no cobramos entradas para
acumular nosotros las ganancias. Nuestros cineclubes están abiertos a toda persona que
quiera compartir el cine. En ellos mostramos las películas que jamás han pasado los cines
comerciales, las obras de las que la televisión se aleja porque les teme. Presentamos esas
cintas, las proyectamos en alguna sala y al terminar nos ponemos a conversar. Para que
funcione mejor, elegimos a un moderador, como en las asambleas, y compartimos
nuestras impresiones, nuestros pensamientos, reflexionamos en torno a la obra. A veces
escribimos ensayos sobre las películas, otras veces invitamos a los realizadores para
conversar con ellos, para entablar un diálogo que resulta sincero sólo porque en nuestros
espacios (pero no sólo-en-ellos) las películas no son mercancía. Y hacemos nuestros
mayores esfuerzos para que la gente conozca nuestra actividad y llegue a ella, superando
las trabas administrativas y burocráticas de la legislación burguesa e incluso del mismo
entorno audiovisual.
Así, el cineclubismo resulta una actividad de resistencia cultural y, por ello, de resistencia
política. Un espectador consciente y crítico es una persona en el camino hacia su
liberación. Ahora, se trata de encontrar las mejores herramientas pedagógicas para
multiplicar nuestra propuesta bajo estos objetivos.

Apartado
Este contexto político en que estamos inmersos no nos debe inmovilizar. No debemos
fetichizar el levantamiento social, pero tampoco subestimarlo. Es un momento ubérrimo,
donde las posibilidades de transformación de las iniciativas con trayectoria se
diversifican.
Los escolares, universitarios y pobladores con quienes hemos compartido nuestras ideas,
recibieron con sorpresa algunos cortometrajes chilenos que proyectamos y cuya
existencia algunos jamás imaginaban. Entre ponerle y no ponerle (Héctor Ríos, 1972) El
analfabeto (Helvio Soto, 1965), Aztlán (Carolina Adriazola, 2009), Señales de
ruta (Tevo Díaz, 2000) son algunas de las piezas nacionales cuya exhibición en personas
comunes y corrientes generó una reacción que da cuenta de la urgencia por derrocar la
dictadura de los medios hegemónicos. Estas obras los sorprendieron porque les mostraron
un Chile distinto del reproducido en las representaciones audiovisuales tradicionales,
porque mostraban episodios de la historia de Chile, documentales y ficcionados, que los
hacían dialogar con sus memorias, con sus experiencias, con sus relatos familiares. “Mi
abuelo murió de cirrosis y le pegaba a mi abuela”, “en el registro civil siempre te tratan
como a una máquina”.
La triste realidad de que en el sistema escolar, tanto las asignaturas como las metodologías
pedagógicas son demasiado solidarias con el sistema de producción, puede ser
contrarrestada con espacios como el que proponemos. Vemos con gravedad que mientras
se disminuyen las horas de enseñanza de la historia y las artes, los niños están
desprovistos de herramientas para leer los productos audiovisuales con que los
bombardean. Analfabetos del lenguaje audiovisual pero hambrientos por aprenderlo. Este
y no otro es el momento para hacer de nuestra reflexión política un ejercicio concreto
hacia la transformación del cine y de la sociedad.

[1] ALVES, G (2010) O cinema como experiencia crítica. Tarefas políticas do novo
cineclubismo no século XXI. En ALVES, G. y MACEDO, F. (Editores) Cineclube,
Cinema & Educaçao. Editora Praxis, Brasil, 2010.
[2] DEBORD, G (1967) La sociedad del espectáculo
[3] Ídem.
[4] NIETZSCHE, F. (1887) La genealogía de la moral

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