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hace sensiblemente más extenso y la gestación de las mismas está condicionada por un
número significativamente superior de circunstancias objetivas y subjetivas. El gusto
puede moldearse, y de hecho se moldea, por la influencia del contexto social, la educación
y la aplicación; se pueden reconocer patrones confiables para orientarlo, al grado que
algunos individuos son conocidos por el refinamiento de sus preferencias y sus juicios son
considerados dignos de confianza, aunque la diferencia entre inclinaciones puede motivar
la formación de partidos militantes y decididamente antagónicos en torno suyo.
“Pertenece al buen juicio controlar su influjo [de las facultades intelectuales…] y, a este
respecto, así como en muchos otros, la razón, sino una parte esencial del gusto, es al
menos requisito para las operaciones de esta misma facultad” (Hume 2008, 53). Así,
pareciera que el gusto se funda en una disposición natural del individuo; sin embargo, no
puede, desarrollarse adecuadamente sin la educación, que le brinda elementos formales
para juzgar, sin que repose su juicio sólo en ellos.
La mayor parte de los hombres se halla bajo una u otra de estas imperfecciones, por ello
se considera como personaje francamente raro al verdadero juez en bellas artes, incluso
hasta en las épocas más cultas. Solamente pueden tenerse por tales a aquellos críticos que
cuenten con un juicio sólido, unido a un sentimiento delicado, mejorado por la práctica,
perfeccionado por la comparación y libre de todo prejuicio y el veredicto unánime de tales
jueces, dondequiera que se les encuentren, es la verdadera norma del gusto y la belleza.
(Hume 2008, 54)
Es por la obra de los mejores estetas que el gusto social se educa a lo largo del tiempo en
alguna medida y sentido. Esto no obsta para que cada contexto histórico y cultural
persevere en sus prejuicios, los cuales, cuando son mediados por el gusto y la educación se
constituyen en preferencias. La moralidad de una época, por ejemplo, es un parámetro que
difícilmente puede romperse para dar plena rienda a la delicadeza de la imaginación, por
ello las sociedades prefieren generalmente las obras artísticas que mejor comulgan son sus
propios valores. El más excelso arte es capaz de trascender el horizonte de su tiempo y ser
excusado de las opiniones especulativas que arrastra consigo y que no consiguen, a pesar de
todo, arrebatarle su actualidad perene. Inversamente, el fanatismo de toda especie deforma
el gusto, mientras que la transmisión de la superstición por medio de éste conviene muy
poco a la obra artística. “Un hombre culto y reflexivo puede aceptar estas peculiaridades y
usos, pero un auditorio popular nunca puede desviarse tanto de sus ideas y sentimientos
usuales como para que le agraden escenas que no tienen nada en común con ellos”. (Hume
2008, 58)
La norma del gusto
Este trabajo expone la indagación de David Hume respecto a la posibilidad de establecer
una norma del gusto. La empresa humeana se llevó a cabo en el siglo XVIII, siglo del
movimiento cultural de la Ilustración. La Ilustración a su vez, trajo consigo un ideal: la
emancipación del hombre y una de las manifestaciones de este proyecto ilustrado fue la
estética. La estética o teoría de lo bello fue fundada por Baumgarten, que la definió como la
ciencia del conocimiento sensitivo. De manera más específica se puede definir como la
teoría del saber sensible que tiene por objetivo tratar de alcanzar la perfección del
conocimiento sensible en cuanto tal y que se ocupa de estudiar ciertas relaciones y
comportamiento del ser humano con algunos objetos (como pinturas o esculturas), así
como de las condiciones individuales y sociales en que se dan dichos objetos y
comportamiento[1].
Un tema típico de la estética de los siglos XVII Y XVIII fue el gusto. Este tema fue
abordado por diversos pensadores entre los que se encuentra David Hume. Hume es
conocido primordialmente por su escepticismo acerca del conocimiento humano y sus
investigaciones sobre la moral. Sin embargo, también abordo ciertas cuestiones sobre la
belleza y el arte y aunque pudiera decirse que no aportó alguna innovación tan radical como
en el ámbito epistemológico, su contribución a la estética no deja de ser importante. Sin
más preámbulos, abordemos la problemática relativa a la norma del gusto.
1. La diversidad de gustos
Ya se dijo que el siglo XVIII trajo consigo el proyecto de la emancipación del hombre y
que una de las manifestaciones de este proyecto es el estudio la de la belleza y sus formas.
En dicho estudio muchas veces se cuestionaban el valor de belleza de los objetos tales
como pinturas, esculturas, obras arquitectónicas, etc. Y aunque se aceptaban ciertas obras
como superiores a otras, los juicios emitidos estaban fundados siempre en la subjetividad y
no existía unanimidad acerca del estándar de belleza.
2.2 La práctica
Hume dice que “la misma habilidad y destreza que da la práctica para la ejecución de
cualquier obra, se adquiere también por idénticos medios para juzgarla”[8]. Es cierto que la
delicadeza de cada persona es distinta pero, igual que las artes como la pintura o la
escultura, tiende a incrementarse y mejorar por medio de la práctica. Un principiante no
percibirá todos los matices en un cuadro mientras que un crítico experimentado será capaz
de percibir una cantidad mayor. Así pues, cuanta más experiencia, en este caso, cuantos
más años se tenga observando cuadros, más confiable será su juicio sobre las cosas.
2.3 La comparación.
La continua práctica de la contemplación de las cosas hace que uno se sienta obligado “a
comparar entre sí las diversas especies y grados de perfección y a estimar la proporción
existente entre ellos”[9]. Ahora bien, cuanto mayor sea el número de bellezas vistas mayor
será la precisión del juicio emitido. Esto se debe a que “el objeto más acabado del que
tenemos experiencia se considera de modo natural que ha alcanzado la cima de la
perfección”[10]. Así pues, un crítico que ha visto el David de Miguel Ángel tendrá como
paradigma de belleza de las esculturas, la obra del artista italiano y alguien que sólo ha
contemplado esculturas de artistas locales, tendrá como paradigma la que haya considerado
más bella.
Sin embargo, el de Edimburgo admite que es muy difícil encontrar tales críticos e incluso
distinguir a los verdaderos de los impostores.