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JOSÉ SANTIAGO JIMÉNEZ RUBIANO

I TEOLOGÍA
HISTORIA DE LA IGLESIA ANTIGUA – IXº INFORME FECHA: 24/05/19

ESTRUCTURACIÓN DE LAS IGLESIAS CRISTIANAS

Aun admitiendo desde un principio bien conocido: el cristianismo era una religión de ciudad,
lo que advierte que, esto no obstante, a lo largo del siglo III el cristianismo penetró
profundamente en el campo en un gran número de provincias, sobre todo en la mayoría de
las provincias de Asia Menor, en Armenia, Siria, Egipto y en parte de Palestina y África del
Norte. Era notable el crecimiento del número de comunidades cristianas en Occidente, sin
embargo, se podría inducir a un error si de él dedujésemos una pérdida de la preponderancia
oriental, porque en el Oriente, además de haber crecido también el número de comunidades,
aumentaron notablemente en favor del cristianismo las proporciones cristianos/paganos en
ciudades y aldeas, en muchas de las cuales llegan a ser mayoría o la más numerosa de las
minorías, con respecto a sus conciudadanos paganos.
Lo que lleve a que se una consolidación de la jerarquía, pues era tan grande la expansión en
el seno del cristianismo ortodoxo o que pretende serlo, en el sentido de pertenencia a la gran
Iglesia, lleva consigo el planteamiento de nuevos problemas que exigen, en varios campos,
nuevas soluciones. Uno de estos campos es el de la organización jerárquica. Están ya lejos
los tiempos en los que cada comunidad se bastaba casi completamente a sí misma y apenas
necesitaba relacionarse con otras iglesias o comunidades que no fueran de su entorno
inmediato. Pues el aumento del número de cristianos dentro de cada comunidad y el aumento
de comunidades cristianas y dentro de cada región obliga a una mayor complicación
organizativa tanto en la comunidad como en la relación entre comunidades.
Y por tanto, el obispo, ayudado por sus colaboradores del clero, tiene que intervenir
autoritativamente con más frecuencia, dada la mayor frecuencia de conflictos doctrinales y
disciplinares, que, además, en muchas ocasiones, desbordan los estrechos límites de su propio
territorio. Y por ello, la comunión con las otras iglesias se manifestaba también en la
consagración del nuevo obispo de una comunidad, a la que, al menos desde principios del
siglo III, asisten los obispos de las comunidades vecinas. De esas fechas es la descripción
que hace Hipólito Romano (Trad. Apost. 2) del modo como se ha de proceder en la
ordenación de obispos:
Ordénese al obispo elegido por todo el pueblo. Pronunciado su nombre y de acuerdo todos,
se reunirá el pueblo un domingo juntamente con el colegio presbiteral y los obispos que estén
presentes. Con el consentimiento de todos, que éstos le impongan sus manos ante la presencia
en silencio de los presbíteros; todos guarden silencio, orando en su interior por la venida del
espíritu; uno de los obispos presentes, a petición de los demás, imponga su mano al que se
ordena de obispo y ore diciendo...
Esta práctica se concreta y se fija canónicamente en el concilio de Arles del año 314, que
prescribe en su canon 20 la presencia de siete obispos en la consagración de uno nuevo y, si
no es posible reunir a tantos, que no se consagre a ninguno sin al menos la participación de tres.
Y de esta forma, fue aumentando los contactos entre comunidades y obispos, lo que lleva a que se
desarrolle paralelamente una estructuración del ejercicio de la jurisdicción episcopal para adaptarla a
la nueva situación y a sus exigencias de dirección y coordinación de los trabajos conjuntos de los
obispos de una determinada zona.
Aunque los obispos, en cuanto tal, eran todos iguales, sus ciudades no lo eran. Los obispos de la
metrópolis o capital de cada provincia son los metropolitanos, cuyas prerrogativas sobre los demás
obispos de las respectivas provincias nacen de la costumbre y son sancionadas después por los
concilios. El concilio de Nicea (325) no reconoce como obispo al que fuera creado como tal sin el
consentimiento del obispo metropolitano.
De la misma manera, y a partir de la reorganización del Imperio realizada por Diocleciano, los obispos
de las capitales de las grandes diócesis civiles orientales se convierten en obispos suprametropolitanos
(exarcas), que ejercen determinadas prerrogativas sobre todos los obispos metropolitanos
comprendidos en esas grandes demarcaciones civiles que reciben en la Iglesia el nombre de
eparquías.

En cuanto a las sedes provinciales se tiene como primer dato histórico más significativo en
este particular canon 6 del concilio de Nicea (325):

Permanezca en vigor la antigua costumbre vigente en Egipto, Libia y Pentápolis (=


Cirenaica), de que el obispo de Alejandría tenga facultad sobre todos éstos, ya que también
existe la misma costumbre con respecto al obispo de Roma. Igualmente queden en salvo las
prerrogativas de antigüedad propias de Antioquía y de otras eparquías.

Que luego, el concilio de Constantinopla del 381 introduce un nuevo elemento en la


organización de la alta jerarquía eclesiástica como ya se atestigua. Que junto a las sedes ya
desde antiguo reconocidas como las tres grandes sedes eclesiásticas en el Imperio romano, el
concilio hace mención de una nueva: la de la nueva capital del Imperio, Constantinopla, que
será confirmada en el concilio de Calcedonia del 451.
Finalmente, en este mismo concilio se afianza una nueva sede patriarcal. Máximo,
supermetropolitano de Antioquía, no tiene más remedio que aceptar que de su territorio se
separen las tres provincias de Palestina, para que sobre ellas ejerza su jurisdicción
supermetropolitana el obispo de Aelia. Se coronaban así con éxito los repetidos esfuerzos
realizados por Juvenal, obispo de Jerusalén (420-458), para obtener ese rango para su sede.
Quedan así constituidas las que serán las cinco sedes patriarcales, cuyo orden de precedencia
y título patriarcal serán fijados definitivamente y con carácter de ley también civil por el
emperador Justiniano: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén

Bibliografía
Ubiña, M. S. (2013). Historia del Cristianismo - Mundo Antiguo . Madrid: Trotta.

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