You are on page 1of 71

LAS MANOS VACÍAS

P. Conrad de Meester, ocd

INDICE
Las manos vacías
Introducción
Cap i. A la conquista del amor
1. El despertar
2. La llamada
3. El desierto
4. La arena
Cap. Ii. De la tensión a la expansión
1. En la escuela del sufrimiento
2. La purificación del corazón
3. La imposible tarea
4. En el momento máximo de la tensión
5. Tranquilidad en el abandono
6. A un paso de la infancia espiritual
7. El hallazgo de un «caminito»
Cap. Iii. Dios toma el asunto en sus manos.
2. Remembranza del pasado
3. En los brazos de dios
4. Luz y oscuridad
5. La carta magna
6. El mensaje
Cap. Iv. El puente de la esperanza
2. Dios, el inigualable
3. Absorbida por la misericordia de Dios
4. Un universo en expansión
5. De cumbre en cumbre
6. El puente sobre el abismo
7. ¿la confianza o las obras?
8. En el corazón del cristianismo
9. Un ser bienaventurado
Cap. V. Entro en la vida
1. La vida: «estar en ruta»
2. Una actitud ante la vida
3. El gran otorgamiento

INTRODUCCIÓN
Se ha cumplido ya un siglo desde el 2 de enero de 1873, día en que nació Teresa de
Lisieaux. Su breve existencia -veinticuatro años de oscuridad y de silencio- fue pro-
yectada repentinamente sobre el mundo entero. Apareció en el escenario de la Iglesia
entre los años 1900 - 1950, y en su estadio habría de realizar una carrera incompara-
ble...
HOY, aquel entusiasmo de entonces ha decaído. Es natural que así fuese. La novedad
pasó, el mensaje quedó transmitido. Los pensamientos de Teresa se convirtieron en un
bien común. Quedaron integrados en la espiritualidad de nuestro tiempo, contribuye-
ron a modelarla, hasta un punto en que ya no se sabe cuánto se le debe. Más podero-
samente, quizá, que otros muchos, puesto que todo lo dijo con sencillez y de una ma-
nera tan limpia y clara, que todos la entendieron, Teresa nos acercó a la Sagrada
Escritura; nos curó del jansenismo, abriendo de nuevo el camino recto hacia el Dios del
amor. Profundizó e hizo firme nuestra conciencia de pertenecer a la Iglesia y ser parte
de ella. Demostró cómo todos los hombres, con sus propios medios y dentro del marco
de su quehacer habitual, pueden ser perfectos cristianos.
Por no tomar más que un ejemplo, el capítulo V de la CONSTITUCION DOGMA-
TICA SOBRE LA IGLESIA del Vaticano lI, dedicado al llamamiento universal, de
todos los que forman el Pueblo de Dios, a la santidad debe mucho a Teresa, aunque su
nombre no se pronunciara ni los redactores pensaran, tal vez, en ella. Su influencia se
ha hecho anónima, difusa. Es como la levadura que se pone en la masa. Después de
cierto tiempo ya no se puede decir: está aquí, está allí. Está en todas las partes. Este
-palabra de Dios. -por repetir la expresión que Pío XI empleaba al hablar de Teresa- ha
resonado con profundo y sonoro eco, y la santa puede ahora ir apagándose, lentamente,
cada vez más. En el futuro, Teresa quedará en la Iglesia y en el mundo como una de las
figuras más grandes, algo así como un Francisco de Asís, como un Bernardo, como una
Teresa de Avila, como un Don Bosco...
Sin embargo, una misteriosa fuerza de atracción sigue emanando de ella. Se leen y
releen sus escritos, se la sigue mencionando entre los maestros de la espiritualidad
moderna. Todo seduce en ella, porque todo está lleno de vida y de sincera convicción.
Los conceptos que utiliza a cada paso (padre, amor, pobreza, amor fraterno, abandono,
esperanza, etc.) son tan universales, que pueden llegar a todos los hombres. Los sen-
cillos hallan en ella la que les conviene, y en cuanto a los teólogos, su doctrina puede
jugar el papel de una -transfusión de sangre», como bien decía Hans Urs von Balthasar.
La presente obrita quisiera traer a la memoria, una vez más, el mensaje de Teresa. 0
más exactamente, una de las claves de su mensaje. Porque la santa tiene también algo
que decir en otros muchos campos doctrinales y prácticos de la espiritualidad. Nos
parece, sin embargo, estar tocando aquí el centro de su visión. Nos dice que Dios es un
Dios de Misericordia, colocándonos de este modo en el corazón mismo de la Biblia.
Como Amor,
'Dios es llamamiento a una respuesta de amor. Pero esta respuesta del hombre es
necesariamente limitada. Por eso, el amor debe engendrar esperanza. El «Dios que es
amor» (lJn 4,7) es también el «Dios de la esperanza» (Rom 15,13), el que deposita sus
dones en nuestras manos vacías.
A decir verdad, la vida de Teresa es la aventura de todos y cada uno densos cristianos.
Después de haberse esforzado, con mayor o menor entusiasmo, por conquistar el amor
poniendo en práctica sus propios medios y esfuerzos, todo cristiano tiene que pasar por
la impotencia que purifica, y terminar por abandonarse en las manos del Padre, que
obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito. (Fip 2,13). -La más alta
manera de existir -escribe Hans Fortmann (Oosterse Renaissance)- parece entrañar,
como condición, la desaparición del propio 'yo'. No por debilidad, porque entonces
entramos en la patología, sino cesando conscientemente en el combate y quedando
vacíos...El 'yo' activo se rige a sí mismo y rige al mundo, pero es incapaz de subir más
alto. Por eso, es necesario quedar vacío, como muy bien lo dicen tanto el budismo como
los místicos cristianos..
La psiquiatra holandesa Terruwe había gustosamente de la mujer como «guardiana de
la manera abierta de existir». En la mujer contemplativa que era Teresa, esta apertura
es casi ilimitada. Por eso, Terruwe cierra su obra -Psychopathle en nevrose- atrayendo
la atención sobre este «don de Dios a nuestro tiempo que es Teresa, porque su doctrina
de la confianza y del abandono puede ayudar a muchos hombres. Tener confianza,
esperar, es permanecer abiertos al futuro. Las promesas de Dios no pretenden ni
quieren llevar a rastras la realidad, sino caminar delante de ella enarbolando una
antorcha». (Moltmann).
De hecho, se ha escrito mucho sobre la esperanza en estos últimos años. Se ha cargado
fuertemente el acento en cómo el cristianismo está esencialmente vuelto de cara al
futuro, y en cómo debe abrirse al mundo y jugar un papel decisivo en la sociedad. Y con
ello se ha puesto de relieve el aspecto social y colectivo. Ahora bien, este obrita que
presentaos aborda la función «santificante- de la esperanza, tal como la vemos en
Teresa de Lisieaux. ¿Volveremos más tarde a nuestros asuntos individuales? No lo
creemos así. La historia que se presenta aquí no es el privilegio de un ser particular, ni
el resultado de una distinción. Cualquiera puede, con la misma entrega, experimentar
esta irrupción de Dios en su vida. El mensaje de Teresa es, en principio, tan amplio
como el mundo, y está destinado a encontrar una resonancia en cada hombre.
Además, el proyecto de Teresa puede ayudar al mundo todavía bajo otro aspecto.
Porque la santidad es quizá una fuerza inigualable para la transformación de la socie-
dad. Los santos son revolucionarios del amor, comenzando por su propio e inmediato
ambiente. Son la sal de la tierra, la luz encendida en la cumbre de la montaña (Mt 5,13
-16). Un río de santidad reestructuraría al mundo mucho más profundamente que las
olas de la violencia. Nuestro mundo está abismado en la técnica, pero tiene todavía,
Indudablemente, más necesidad de la vida del alma, de ese -suplemento del alma- del
que hablaba Bergson. Una tierra sin Dios no es una tierra. Dios no necesita excusarse
ante el hombre porque de cuando en cuando invista íntimamente a alguien, como a
Teresa, con un fuerte amor. Su llama se hace luz y calor para el mundo.
Ciertas presentaciones y proclamaciones pudieron hacer creer en el pasado que la
doctrina de Teresa entrañaba un fondo infantil que la dejaba fuera de la realidad.
Contrariamente a tales prejuicios, todo el mundo reconoce hoy la gran madurez espi-
ritual de este joven santa.
El estilo y el vocabulario de Teresa son para algunos difíciles de digerir, aunque mu-
chos otros no encuentran en ello dificultad alguna. En este aspecto, ella es hija de su
tiempo, como nosotros somos hijos del nuestro. Habrá que superar igualmente una
cierta repugnancia ante los procedimientos de estilo y el simbolismo que Teresa em-
plea -nosotros mismos, al principio, nos hemos visto obligados a hacerlo-. Pero debajo
de la corteza se halla siempre un fruto sabroso. (¡Quién sabe si su -estilo florido. no esté
en trance de ponerse actualmente de moda!)
Una amiga de la filósofa Edith Stein había escrito a ésta que le disgustaba el estilo de
Teresa. Edith respondió: «Me sorprende lo que me escribís sobre Teresita. Hasta
ahora, ni siquiera hubiera soñado que se la pudiese abordar de esa manera. La única
impresión que yo tuve fue la de encontrarme delante de una vida humana exclusiva y
totalmente traspasada, hasta el fin, por el amor de Dios. No conozco nada más grande,
y es un poco de todo eso lo que yo desearla llevar, si fuera posible, a mi propia vida y a
la vida de los que me rodean».
Las panorámicas que se presentan en este pequeño libro no podrán ser siempre ex-
puestas en detalle. Por eso nos permitimos recomendar al lector el estudio, más im-
portante, que hemos realizado bajo el titulo Dinámica de la confianza. Génesis y es-
tructura del ««camino de infancia espiritual». en santa Teresa de Lisieaux (Editions du
Cerf, 1969). Presentemos de nuevo, bajo otra forma, las líneas imprescindibles de esta
obra. Esperamos que alguno de esos numerosos buscadores de Dios encuentre aquí una
luz que alumbre su camino. Y sin conocernos, nos haremos amigos.

CAP I. A LA CONQUISTA DEL AMOR


1. El despertar
2. La llamada
3. El desierto
4. La arena
Con otros vestidos, en otro tiempo y dentro de un contexto social muy diferente,
Teresa Martin a sus quince anos es una joven que se parece a la mejor juventud de hoy
y de siempre. Es abierta y razonable, vivaz y alegre, su corazón es rico y sensible. Ama
lo bello y a los humanos, y posee además un interior ímpetu natural hacia un ideal que
ella misma ha escogido libremente. Está hecha, pues, para la amistad. Hace pensar en
un capullo a flor de agua, que cautiva por su frescor y por las promesas que lleva
extrañadas. Difícilmente puede imaginarse nadie que su abertura y desarrollo no serán
óptimos.
Además, económicamente, pocas son las cosas que no se puede permitir, pues su familia
goza de un saneado bienestar. Puede viajar, habita en una hermosa mansión, podría
hacer una distinguida presentación en sociedad, en la pequeña villa donde vive: «Juntas
gozábamos de la vida más dulce que unas jóvenes pueden soñar. Todo a nuestro alre-
dedor respondía a nuestros gustos. Se nos había concedido la más amplia libertad. En
fin, yo solía decir que nuestra vida era el ideal de la felicidad en la tierra...(M s A, 49vol)

1. EL DESPERTAR
Su carácter es agradable. Pero no se mantiene siempre así. la muerte prematura de su
madre hace que se sienta profundamente frustrada, se hace excesivamente llorona,
hipersensible, y, por consiguiente, psíquicamente inhibida y replegada sobre sí misma.
Incluso, escrupulosa durante algún tiempo.
Sufrió mucho, pero el largo y profundo esfuerzo que realizó por eliminar estos defectos
de su carácter templó su fuerte voluntad, y desde entonces ya nunca estará dispuesta a
abandonar por una nadería cosa que emprenda.
Después de la Navidad de 1886, todo cambia. En una situación difícil, consigue do-
minarse, hacerse dueña de sí misma. Logra una apertura definitiva: los mil y un es-
fuerzos del pasado se cristalizan en un estado permanente de fuerza de voluntad. Esto
trasforma su vida en poco tiempo. Terminada la introversión. Terminado «el estrecho
círculo, por el que daba vueltas, sin saber cómo salir de él» (Ms A, 46vo). Casi brus-
camente, se abre a la vida total, a todo lo que está fuera de ella: un mundo que espera ser
desembrozado. Ella misma describe este adiós a la hipersensibilidad como un creci-
miento, realizado -en un momento. (Ms A, 44v°), una ruptura con el estado de infancia.
Esta apertura es el comienzo del tercero y último período de su vida, «el más hermoso
de todos. (Ms A, 45v-). Amor y amistad se convierten en dominios inmensos, en los que
las posibilidades se extienden hasta perderse de vista.
¿Qué sucede, pues, en el corazón de esta adolescente, adelantada a su edad, en una
proyección de madurez humana? Algo desacostumbrado, un tanto contrario a los
primeros reflejos de quien se abre a la vida y la descubre. Normalmente, en esa edad, se
siente uno cautivado por todo y por nada, todo parece tener un valor y valer la pena. En
Teresa, por el contrario, muchas cosas están ya marcadas con el sello de la relatividad.
Todo gira en torno a un punto que ha adquirido para ella un valor absoluto. Teresa
tiene ya un centro, se orienta hacia un polo, su corazón está encadenado por un gran
amor. La apertura de su ser más profundo no está indeterminada. Si se la compara con
la mayoría de las demás jóvenes, la madurez de su amor ostenta ya la particularidad de
un amor definitivo. Pero mantiene en común con ellas un soñar sin límites.
El ideal que la más joven de los Martin ha escogido para ella no es ni una ideología ni
un objeto. Es un hombre. Desea amar intensamente a Jesús. La vida le parece un don de
Jesús, y piensa que debe consagrárselo todo a él. Se siente interpelada por un amor
creador, y quiere responder con el pleno don de sí misma.
Jesús no es para ella un personaje lejano, histórico. Jesús está presente aquí y ahora.
Más adelante, no hablará nunca mucho de la resurrección de Jesús: para ella es, tal vez,
demasiado evidente. Al igual que casi no se habla del aire que respiramos y que nos
alimenta y sostiene a cada instante. Pero ella vive con El. El es su «ambiente divino».
Esta presencia de Jesús, vivida en la fe, es fuente de gran alegría, se convierte casi en
experiencia tangible. Todo habla de El. Teresa ve su huella por todas las partes, la
tierra es trasparencia, totalmente límpida. El universo es de aquél a quien ella ama.
Hablando de este período primaveral, Teresa cita la poesía «En una noche oscura. de
san Juan de la Cruz. Y pone de relieve, de un modo impresionante, (Ms A, 49ro) cómo
la fe puede indicar el camino:
« ... Sin otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquésta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía.»
«Era mi camino tan recto, tan luminoso -escribe Teresa-, que no necesitaba a nadie por
guía más que a Jesús... » (Ms A, 48vo). «El, que en los días de su vida mortal llegó a
exclamar en un transporte de alegría: "Os bendigo, Padre mío, porque habéis ocultado
estas cosas a los sabios y a los prudentes, y se las habéis revelado a los más pequeños",
quería hacer brillar en mí su misericordia. Porque yo era pequeña y débil, él se abajaba
hasta mí, me instruía secretamente en las cosas de su amor. ¡Ah! Si los sabios que viven
entregados al estudio hubieran venido a interrogarme, ciertamente habrían quedado
sorprendidos al ver a una niña de catorce años comprender los secretos de la perfec-
ción, secretos que toda su ciencia no podrá nunca descubrirles a ellos, porque para,
poseerlos es necesario ser ¡pobres de espíritu! ... » (Ms A, 49r-.)
Teresa comprende cada vez mejor que todo comienza por una iniciativa que le viene de
fuera. Experimenta cómo Dios la hace amar, se siente invadida por la grandeza de su
amor. La revelación de la Biblia se convierte en una auténtica experiencia personal de
vida. Ve claramente que su vida ulterior se desenvolverá bajo el signo de este Amor.
Todo será absorbido por él. Teresa conoce todos los caminos para escapar, y sin em-
bargo ya no los conoce verdaderamente. Se aplica a sí misma (Ms A, 47r") las palabras
del profeta Ezequiel: «Pasando a mi lado, Jesús vio que era llegado para mí el tiempo de
ser amada- Hizo alianza conmigo, y yo me hice suya... Extendió sobre mí su manto....
No podemos comparar el crecimiento interior de Teresa con el de otras adolescentes de
catorce años. Ella comenzó muy pronto a vivir su ser cristiano. Tiene apenas nueve
años cuando, de una manera deliberada, asume el ideal de la santidad. Poco después,
toma conciencia del papel que representa necesariamente el sufrimiento, en el camino
de la santidad y lo acepta. Radical, ella «lo escoge todo» y «no quiere ser santa a me-
dias» (Ms A, 10v°). Su primera comunión, a la edad de once años, es un encuentro con
Jesús preparado «desde hace mucho tiempo», y este encuentro se convierte en una
«fusión» con el Señor (Ms A, 35r°). Es éste el preámbulo de las grandes gracias euca-
rísticas, que dejarán en su alma particularmente el amor al sufrimiento. Porque el
sufrimiento está ahí: dudas purificadoras respecto al valor moral de sus actos; una
hipersensibilidad que la obliga a vivir en una reacción permanente de «buena volun-
tad», la cual se mantiene provisionalmente, más bien impotente y sin fruto, hasta la
gracia de Navidad. en 1886. Entonces es cuando, al fin, se ve liberada de sí misma y
apta psicológicamente para descubrir a los demás: a Dios y a los hombres: «Sentí, en
una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, la necesidad de olvidarme de mí
misma por complacer a los demás. ¡Desde entonces fui dichosa!... » (Ms A, 45v°)
En mayo de 1887, cae en sus manos un libro de Arminjon. lo hojea. Queda entusias-
mada. Lo devora Su lectura produce en ella una alegría prodigiosa: «Esta lectura fue
también una de las grandes gracias que he recibido en mi vida (...) fue demasiado íntima
y demasiado dulce la impresión que me causó para poder reflejarla en estas páginas...
Todas las grandes verdades de la religión, los misterios de la eternidad, abismaban mi
alma en una dicha que no era de esta tierra... Presentía ya (no con los ojos de la carne,
sino con los del corazón) lo que Dios tiene reservado a los que le aman. Y viendo que
las recompensas eternas no guardaban proporción alguna a los ligeros sacrificios de la
vida, deseaba amar, amar a Jesús con pasión, darle mil muestras de amor mientras
tuviese todavía tiempo para hacerlo...- (Ms A, 47v°)
Fue una verdadera gracia para Teresa poder hablar de estas cosas, con toda esponta-
neidad, con alguien. Dialogando, las intuiciones alcanzan un más alto grado de clari-
dad. Tiene por entonces en Celina a una interlocutora, cuatro años mayor que ella.
Celina es mucho más que una hermana, «tú eres yo misma...» (CT 88), como le escribe
Teresa. Alguien en quien ella encuentra su propio eco, alguien que puede convertirse
en ella misma. Una viva inteligencia, una sensibilidad espiritual muy desligada, y un
sentido de la fe igualmente desarrollado, hacen de Celina una compañera capaz de
seguirla: «Celina se había convertido en confidente íntima de mis pensamientos. [...]
Jesús [...] formó en nuestros corazones unos lazos más fuertes que los de la sangre.
Nos hizo ser hermanas de alma» (Ms A, 47vo). «sí, seguíamos muy ligeras las huellas
de Jesús. [...] ¡Qué dulces eran las conversaciones que manteníamos todas las noches
en el mirador! [...] Me parece que recibíamos gracias de un orden tan elevado como las
concedidas a los grandes santos. [...] Dios se comunica a veces en medio de un vivo
resplandor, y a veces "dulcemente velado, bajo sombras y figuras". De esta última
manera se dignaba El manifestarse a nuestras almas, pero ¡qué trasparente y ligero era
el velo que escondía a Jesús de nuestras miradas! ... No era posible la duda. la fe y la
esperanza no eran ya necesarias. El amor nos hacía hallar en la tierra aquél a quien
buscábamos» (Ms A, 48r").

2. LA LLAMADA
En el momento de la pubertad, cuando se despiertan silenciosamente en la mujer la
esposa y la madre, Teresa sabe que ha de reservar estas posibilidades para el Señor.
Dentro de este misterioso contexto surge un acontecimiento que tendrá gran reso-
nancia. Puede llamárselo: descubrimiento en profundidad del ser humano. Por razón de
su hipersensibilidad, Teresa había vivido, muy a pesar suyo, centrada y reconcentrada
en sí misma. Por lo demás, tampoco había tenido muchas ocasiones de encontrar al
prójimo fuera del ámbito de los Buissonnets. los contactos escolares le habían resultado
decepcionantes, y habría de abandonar el colegio prematuramente.
Sin embargo, a partir del verano de 1887, el prójimo cobra en ella una importancia más
acusada. Una superabundancia de amor a Dios ha crecido en ella. Es verdad que Teresa
no multiplica sus contactos sociales fuera de casa. No va en busca de la gente, pero para
con los que viven a su alrededor, como más tarde en el claustro, ella es la bondad y la
entrega personificadas. Aun en sus relaciones con los hombres su vocación es con-
templativo.
Un domingo, mira ocasional pero detenidamente una estampa de Cristo crucificado.
Esta estampa despierta en su corazón un vivo deseo de ayudar a los hombres, por
quienes murió el Señor. Las palabras de éste: «Tengo sed», resonaban continuamente
en su interior. «Mi deseo de salvar a las almas creció de día en día. Me parecía oír a
Jesús decirme como a la samaritano: "¡Dame de beber!" Era un verdadero trueque de
amor: A las almas les daba yo la sangre de Jesús, y a Jesús le ofrecía estas mismas almas
refrescadas con su divino rocío, y de este modo me parecía quitarle la sed. Y cuanto más
le daba yo de beber, tanto más aumentaba la sed de mi pobrecita alma; y él me daba a mí
esta sed ardiente como la más deliciosa bebida de su amor...» (Ms A, 46v°)
Vemos aquí claramente cómo, aun en la proyección de su mirada sobre el hombre,
predomina la dimensión contemplativo. Todo se armoniza en ella. Por fin, no tiene más
que un amor: el Señor. Y el Señor es Jesús: su persona y su causa. En él están todos
aquéllos a los que ama, y en todos ellos quiere verle a él. Su amor a los hombres sig-
nifica, en su vocación contemplativo, ayudarles a ir a Dios. La actividad misionera la
atrae, pero, en cuanto a ella, encuentra más lógico ir a realizar su amor a los hombres
en la interior y escondida vida de oración del Carmelo.
Esto no le parece en manera alguna una huida del mundo. Escoge deliberadamente este
camino, porque descubre más posibilidades de darse a la Iglesia «en la monotonía de
una vida austera. (CRG, ,IV,24), «sin ver nunca el fruto del propio trabajo» (CRG,
VI,6).
Tampoco esto le parece en modo alguno una traición al hombre. Teresa lleva dentro de
sí al mundo entero. Piensa que entrar en el Carmelo es, precisamente, lanzarse al vasto
mundo, pero para explorar su dimensión interior. Partiendo de este punto, ve al mundo
de
forma muy diferente, pero no lo pierde de vista. Olvida y no olvida. Ora con una sola y
misma inspiración porque el nombre de Dios sea santificado y porque su reino venga a
nosotros.
Al entrar en el convento, expresa sus deseos con una orientación social: «He venido a
salvar a las almas y, sobre todo, a rogar por los sacerdotes» (Ms A, 69v°). La expresión
«las almas» para decir «los hombres» no es una mera fórmula; indica más bien, de una
manera característica en Teresa, a qué niveles va ella a trabajar. Son, efectivamente, los
dominios del alma, «del espíritu» -por los que Dios se adentra inmediatamente- en los
que Teresa se acerca a los hombres y los acerca a ella y a Dios. Véase lo que escribe:
«Jesús siente por nosotras un amor tan incomprensible, que quiere que tengamos parte
con él en la salvación de las almas. No quiere hacer nada sin nosotras. El Creador del
universo espera la oración de una pobrecita alma para salvar a las demás almas, redi-
midas, como ella, al precio de toda su sangre» (CT 114).
Mientras tanto, a la edad de quince años, Teresa Martin se ha convertido en un vivo
fuego, en una pura llama. Siente una aspiración impaciente de ir a vivir, sin trabas, para
Dios, en la forma más radical que ella conoce. Esto la inmuniza contra todas las obje-
ciones y los prudentes consejos. Desde hace años, la llamada a la vida contemplativa,
vive y obra en ella como una certeza, como una seguridad rebelde a toda refutación (cf.
Ms A, 26r°). Ahora le parece que ha llegado el momento de dar una respuesta efectiva:
-El lugar donde me esperaba. Jesús era el Carmelo. Antes de "descansar a la sombra de
aquél a quien deseaba", había de pasar por muchas tribulaciones. Pero la llamada divina
era tan apremiante, que si hubiese sido necesario pasar por entre llamas, lo habría
hecho por mostrarme fiel a Jesús...» (Ms A.49r°). El amor a Dios se le presenta como un
imperativo absoluto. En su capítulo preferido de la Imitación de Cristo (Il, 7), «Que sea
ha de amar a Jesús por encima de todas las cosas», lee: «Es de tal suerte vuestro
Amado, que no quiere particiones; desea poseer, él solo, vuestro corazón y reinar en él
como en su trono-.
Con el amor como ideal -apenas lleva otro bagaje-, Teresa se encuentra el 9 de abril de
1888 frente a la puerta de clausura del Carmelo de Lisieaux. Atraviesa el umbral con
alegría en su corazón.
¿Está ella preparada para dar este paso? A los quince años ha alcanzado, ciertamente, la
madurez de una joven de veinte. Además, una poderosa iluminación interior guía su
obrar y lo preside. También el entusiasmo aporta una fuerza enorme. Teresa compara
su entusiasmo juvenil con el vino que alegra el corazón y -hace desaparecer (a nuestra
vista) las cosas pasajeras» (Ms A, 48r°). Vive en el séptimo cielo del amor -amar es su
«cielo», dice literalmente-, y está convencida de que ya nada podrá nunca apartarla del
Dios que la ha cautivado (Cf. Ms A. 52v°).
Sin embargo, sabe lo que la espera: su dicha «no se desvanecería con "las ilusiones de
los primeros días". ¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar NINGUNA
al entrar en el Carmelo. Hallé la vida religiosa tal y como me la había figurado. Ningún
sacrificio me extrañó» (Ms A, 69v°). ¡Esto aboga en favor de un sentido de lo real de
alta calidad! Sí, está madura para dar el paso. Naturalmente, irá madurando cada vez
más; tiene tiempo para ello. Es innegable que, a pesar de estas lúcidas previsiones, el
sufrimiento aplicará, de cuando en cuando, a este panorama interior correctivos muy
sensibles. Pero así es como se crece.
¿Influyó en su decisión la personalidad de su hermana Paulina (Inés de Jesús), ya
carmelita? Es posible, naturalmente, y aún resulta difícil ignorar que así fue. Inés es su
segunda «mamá». (Cf. Ms A, 13r°) Hay aquí probablemente un factor psicológico que
ha jugado su parte juntamente con la gracia de Dios. Pero en última instancia, fue la
voluntad de cumplir el plan de Dios la que condujo a Teresa a realizar su difícil hazaña.
Así es cómo ella misma ve las cosas después de algunos años, con un claro criterio,
purificado ya por la proximidad de Dios: «Sólo el amor de Jesús, ciertamente, podía
hacerme vencer aquellas dificultades. (Ms A, 53v°).

3. EL DESIERTO
¿Qué es para ella el Carmelo? En su infancia, Teresa declaró un día que quería vivir
solitaria, irse muy lejos, a un desierto. Cuando más tarde se le explicó la vocación
carmelitana, comprendió «que el Carmelo era el desierto adonde Dios quería que
también ella fuese a esconderse-, y quiere ir a él «únicamente por Jesús» (Ms A, 26rO).
Una aventura a escondidas con Dios. En un lugar habitado sólo por Dios. Sale, y se va
con Jesús a un lugar desierto para orar (cf. Mc 1,35). En adelante, su vida «está es-
condida con Cristo en Dios- y «busca las cosas de arriba, no las de la tierra» (Col 3,2-3).
Veámosla circular por el convento, por primera vez, el día de su entrada; está segura de
no haberse equivocado: «Todo me parecía encantador. Me creía transportada a un
desierto. (...) ¡Con qué profundo gozo repetía estas palabras: "Estoy aquí para siem-
pre"!» (Ms A, 69v°) «Mi alma sentía una PAZ tan dulce y tan profunda, que me sería
imposible describirla. Y desde hace siete años y medio esta paz íntima sigue viva en mi
alma, nunca me ha abandonado, ni siquiera en medio de las mayores tribulaciones» (Ms
A, 69r°/v°).
La realidad de Dios es capaz de llenar y de colmar toda una vida. Pero esto ha de ser
dado por el mismo Dios. Todo resultaría más comprensible, si tuviéramos dos vidas.
Podríamos reservarnos una y arriesgar la otra como «exploradores». Si ésta se nos
diera bien, empeñaríamos también la otra. Pero no tenemos más que una, y la entre-
gamos entera sin esperar recuperar los años pasados. Esto es lo que se llama «una
«vocación», consentida en el amor y por amor. Solamente partiendo de este punto, se
hace todo comprensible.
Reflexionando sobre su viaje a Roma, Teresa escribe: «Nunca me había visto en medio
de tanto lujo. Es el caso de decir, en verdad, que la riqueza no hace la felicidad, pues yo
me habría sentido mucho más feliz bajo un techo de paja con la esperanza del Carmelo,
que entre artesonados de oro, escaleras de mármol blanco y tapices de seda con la
amargura en
el corazón... ¡Ah! Comprendí muy bien que la dicha no se halla en los objetos que nos
rodean, sino en lo más íntimo del alma; se la puede poseer lo mismo en una prisión que
en un palacio. La prueba es que yo soy mucho más dichosa hoy en el Carmelo, aun en
medio de mis sufrimientos interiores y exteriores, que entonces en el mundo, cuando
me veía rodeada de todas las comodidades de la vida y, sobre todo, ¡de las dulzuras del
hogar paterno!...(Ms A, 65r°)
Libremente, Teresa se pone en camino y lo deja todo tras de sí. En todo caso será una
travesía del desierto. Es la separación de la ciudad, el clima de silencio y soledad de la
casa, las horas cotidianas de oración. Sólo tiene las paredes desnudas, la pobre celda con
su mobiliario sumamente escaso. Sigue un programa austero de vida, un régimen
frugal, frío en invierno, sueño limitado. Pero no son precisamente todas estas cosas
concretas las que más la purifican. Todo ello representa más bien una liberación: poder
andar su propio camino, dar un adiós a la vida burguesa bajo el amparo de la casa
paterna.
Si el Carmelo es un desierto, se debe, más que nada, a que en definitiva, no tiene una
fisonomía muy clara. ¿Qué traerá esta vida? Sabes, más o menos cómo empiezas, pero
ignoras adónde irás a parar. ¿Serás suficientemente fuerte y fiel? En la travesía del
desierto que realizó Moisés con el pueblo de Israel, los hebreos, a la mitad del camino,
se pusieron a murmurar, deseando volver a la región segura de las viejas costumbres y
del bienestar material. El desierto es lo más opuesto a un nido. El gran golpe de audacia
consiste en lanzarse a caminar con sólo el amor a Dios, poniéndolo todo sólo en este
amor y cuidándose lo menos posible de lo demás, de lo que pueda quedar.
Pocas son las jóvenes que aman a un joven con la misma pasión con que Teresa va en
busca de Jesús. El desierto permite alcanzar este ideal más rápidamente. San Juan de la
Cruz lo enseña así: el camino más corto para llegar a la cumbre del Todo pasa por la
nada. Eso es también lo que quiere Teresa: nada de andar dando vueltas a derecha e
izquierda, sino adentrarse recta en el corazón del desierto. Entonces, la soledad no es el
vacío. Se puede caminar hacia un oasis donde mora el ser amado. En tal caso, el oasis
nos acompaña, el ser amado viene a nuestro encuentro. El desierto toma una dimensión
de profundidad. La privación se llena de sentido. En realidad, en la travesía espiritual
del desierto, el Amado no está en el oasis. También él está en camino. Pero solamente
en el oasis -¡y nadie sabe dónde está enclavado éste!- se mostrará el Amado. Pero la fe,
invisible compañera de viaje, despierta y sostiene al amor y descubre la proximidad,
inaprensible pero real, del Amado. Existe una visión de fe que ve y penetra mucho más
que la de los ojos. A Celina, que está pasando sus vacaciones veraniegas en una casa de
campo, Teresa escribe desde el Carmelo: «Las vastas soledades, los horizontes mara-
villosos que se abren delante de ti deben de decirte mucho al alma. Yo no veo todo eso,
pero digo con san Juan de la Cruz: "Mi amado las montañas, / los valles solitarios,
nemorosos... / etc." Y este Amado instruye a mi alma, le habla en el silencio, en las
tinieblas...» (CT 114.)
En muchos momentos, Teresa ve caer la noche sobre el desierto. Parece que todo se
volatiliza. Ya no ve al Invisible: se hace presente el sufrimiento, la experimentación
más profunda del desierto. El corazón del desierto es el desierto del corazón. No siente
sobre su mano la mano de Jesús. Estremecida, vuelve la vista a su alrededor. Se siente
tentada de pensar: No está aquí, no está en ninguna parte. Mas esto no es una buena
lógica. La buena lógica es: «Dichosos los que sin ver creyeron» (Jn 20,29). La conclu-
sión que ha de
sacarse es ésta: hay que seguir marchando, sin volverse atrás. Por todas las partes,
arena árida. Pero Teresa no puede, no debe abandonar: «Una vez trazado el camino, no
debe abandonarse» (san Exuperio). Cuanto más se adentra en su aventura, más miste-
riosa se hace la firme certeza de que la travesía no desembocará en un espejismo.
Teresa conoce muy bien a las veinte mujeres que la rodean y, que se han comprome-
tido, con ella, en la aventura: algunas son excelentes, la mayor parte son bastante
ordinarias, con tantas buenas cualidades como malos defectos. Todas forman una
pequeña caravana, un grupo de vanguardia de la Iglesia peregrinante, y hasta una
pequeña parte de esa misma Iglesia. Han levantado un hogar de experiencia comuni-
taria. En medio de ellas, Teresa se pierde, confundiéndose entre ellas y entregándoseles
enteramente. Les da su gran alegría y el ejemplo de un decidido alistamiento. Pero sabe
que detrás de estas veinte personas queda, viene, la inmensa e innumerable comunidad
de todos los hombres. Como contemplativa, se hace extraordinariamente consciente de
pertenecer a la Iglesia, de ser parte de la misma. Aun en medio del desierto, vive en un
plano mundial y ama con un corazón universal. Vive, a la cabeza de los demás, lo que
todo cristiano debiera ser dentro de su propia sociedad.
En una caravana, hay quienes han estudiado las experiencias de los exploradores
anteriores y que están, ellos mismos, acostumbrados desde hace mucho tiempo al
desierto y comunican a los demás sus propios descubrimientos. En cuanto a Teresa,
sólo posee una brújula, que siempre lleva consigo: su pequeño libro de los Evangelios.
Este es un hecho que da más alto valor todavía a su marcha. De vez en cuando, consulta
su brújula y encuentra siempre la dirección acertada. En el correr de los años, este
librito se convierte en el principal instrumento, de su viaje: «Pero lo que me sostiene
durante la oración es, más que otra cosa, el Evangelio; hallo en él todo lo que necesita
mi pobrecita alma. Siempre descubro en él luces nuevas, sentidos ocultos y misteriosos
... » (Ms A, 83v°.) Tiene, además, los «escritos del desierto» de Juan de la Cruz, que
Teresa lee ávidamente. El hombre del sendero abrupto le enseña cómo se llega hasta el
final por el amor.
En la caravana, mezcladas con el apoyo, la ayuda y el estímulo mutuos de las que
caminan juntas, surgen las dudas, las vacilaciones, las influencias imprevistas que
frenan la marcha. No todas las hermanas tienen las mismas ideas acerca del camino que
se ha de seguir. Y, a veces, algunas se muestran duras de temperamento. Teresa sufre
mucho, por ejemplo, a causa del humor quisquilloso y explosivo de la priora María de
Gonzaga, quien por otra parte le muestra con frecuencia su cariño. Otras, con sus
palabras o con su comportamiento, ponen en entredicho su convicción y le llevan el
peligro de aflojar su andadura. La persuaden a que no lleve un paso tan rápido, a que
haga alguna pausa en el camino. Le dicen, a veces, sin palabras, que su travesía es
imposible, algo así como una locura. Hasta un confesor llega a decirle un día, con
acento de reproche, que sus deseos de hacerse santa y de amar a Dios como santa
Teresa de Avila no son más que una temeridad, y que esconden una presunción. A lo
que Teresa responde: «Pero, padre mío, a mí no me parecen deseos temerarios, puesto
que nuestro Señor ha dicho: "Sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial".
(PA, 605)» Y en una carta a Celina escribe: «¡Ah, Celina, nuestros deseos infinitos no
son, pues, ni sueños ni quimeras, ya que Jesús mismo nos impuso este mandamiento!»
(CT 86.) Habla con frecuencia de la «locura» del amor, de
lo que tiene de insensatez el amor, corno única respuesta adecuada a la locura de Dios
que se nos mostró en Jesús.
¡He aquí su horizonte! Por eso es por lo que encontramos constantemente en sus cartas
de viaje por el desierto el tema del amor a Jesús: «Quiero dárselo todo a Jesús, no
quiero dar a las criaturas ni siquiera un átomo de mi amor (... ). Lo quiere todo para él.
Pues bien: ¡todo será para él, todo!» (CT 50.) -¡Quisiera amarle tanto!... ¡Amarle corno
nunca ha sido amado!... Mi único deseo es hacer siempre la voluntad de Jesús.... (CT
51.) «Nuestra misión es la de olvidarnos, la de anonadarnos... ¡Somos tan poca cosa!...
Y, no obstante, Jesús quiere que la salvación de las almas dependa de nuestros sacrifi-
cios, de nuestro amor. La vida será corta, la eternidad sin fin... Hagamos de nuestra
vida un sacrificio continuo, un martirio de amor Para consolar a Jesús. El no quiere más
que una mirada, un suspiro, ¡pero una mirada y un suspiro que sean para él sólo! ... »
(CT 74.) El día de su profesión, formula la siguiente oración: «Que no busque yo, ni
encuentre, cosa fuera de ti(...). Que las cosas de la tierra no lleguen nunca a turbar mi
alma Jesús, no te pido más que la paz, y también el amor, el amor infinito, sin otro
límite que tú mismo.... el amor cuyo centro no sea yo, sino tú... »
En su itinerario no encuentra más que una ruta que sea apta: «Yo soy el camino», dice
el Señor (Jn 14,6). Ella quiere avanzar exclusivamente por este camino, aun en los
momentos en que está escondido bajo la arena. Podemos, tal vez, asombrarnos de
cómo, radicalmente, Teresa rechaza al mundo, y de cómo expresa, a veces, este rechazo.
En parte, puede atribuirse al romanticismo -«enfermedad del siglo»- de su tiempo, que
la ha alcanzado también a ella. Se halla, además, en una situación de profundo sufri-
miento, que volveremos a precisar, y lleva dentro, muy fuertemente arraigada, la
convicción de que la vida es breve: es un sueño, un instante, una noche, un espejismo.
Todas estas son imágenes que emplea Teresa. Pero, sobre todo, hemos de interpretar
sus expresiones partiendo del trazado que ella ha hecho de su propia vida. Su amor
apasionado al Señor la vuelve ciega para todo lo demás. Esta mirada simplificada sobre
lo terreno, que tanto la ayudó en el don de sí misma, fue en la joven contemplativa,
durante los primeros años de su vida religiosa, una garantía más bien afectiva que
intelectual.
Es muy probable que con un acercamiento más especulativo a la realidad, Teresa
habría bosquejado entonces la misma sencilla teoría de la creación que esbozó más
tarde: la creación es un espejo que, sin ser él mismo el Sol, refleja por todas las partes al
Sol. Sin embargo, tiene la impresión de que para ella el sufrimiento juega el papel
principal, «para que no teniendo, por decirlo así, ni siquiera tiempo para respirar a
gusto, (su) corazón se vuelva hacia él (su) único sol y (su) alegría...» (CT 128.) Nunca
pensó Teresa en elaborar una teología de la creación, y no se han de esperar de ella en
todos los campos expresiones perfectamente ponderadas que respondan a todas las
perspectivas concretas de la espiritualidad de hoy. Su carisma reside y se desenvuelve
en otra parte: en torno a la esencia de nuestro encuentro personal con el Creador.
Por lo demás, la santidad de su vida espiritual constituye una poderosa garantía por la
atención constante que presta a los otros. Amar a Dios fue para ella, en ritmo siempre
creciente, amar también a los hombres: a los seres bien determinados y concretos que le
había sido dado encontrar a su alrededor y con quienes compartía la vida, y, más allá,
fuera de los muros de su convento, a todos los hombres, sobre los que se tiende su
mirada a
través de algo así como una mundovisión espiritual que ejerce su influencia por medio
de la misteriosa radiactividad de su oración. La inmensidad del desierto le ofrece
perspectivas inconmensurables. Se cree responsable de «millones de almas». (CT 114.)

4. LA ARENA
Marchando por el desierto, donde no hay gran cosa que ver fuera del cielo y de la arena,
Teresa descubre un símbolo que le habla profundamente al alma. Desde hace mucho
tiempo hallamos en sus escritos y en sus conversaciones el tema del cielo. Ahora se
revela el simbolismo de la arena. La arena es una masa anónima, formada por pequeños
granos, todos iguales, casi invisibles. El grano de arena es el símbolo de la pobreza y de
la pequeñez, de lo que no atrae la atención.
Desde sus primeros años en el convento, la espiritualidad del grano de arena responde
maravillosamente a la esfera por la que se mueven sus pensamientos más íntimos. Vive
escondida al mundo en un convento de clausura. Está casi reducida a polvo bajo la
presión del sufrimiento. Además, en su oración sólo halla sequedad y aridez. Pero sabe
que se encuentra bajo el calor ardiente del Sol. Desde hace mucho, gusta de las acciones
pequeñas, desapercibidas. Su ideal es el amor. Pero el camino que conduce al amor
puede describirse como un esfuerzo por borrarse a sí misma, puede resumiese en esta
divisa: «Desaparecer para amar».
Con toda probabilidad, Teresa recibe la alegoría del grano de arena de su hermana
Inés, quien se la habría sugerido desde antes de su entrada en el Carmelo. Lleva ya algo
más de un mes en el convento cuando escribe: «Pedid que vuestra hijita sea siempre un
granito de arena muy oscuro, muy escondido a todas las miradas, que sólo Jesús pueda
verlo. Que se haga cada vez más pequeño, que se reduzca a nada ... » (CT 28.) Com-
prende, pues, que no se trata de ser pequeño, sino de hacerse cada vez más pequeño. Las
palabras del Bautista acerca de Jesús: «Preciso es que El crezca y yo mengüe. (Jn 3,30)
resumen perfectamente su pensamiento. Subir es descender, crecer es empujarse hacia
abajo, y el movimiento hacia abajo se hace omnímodo en ella.
Se lamenta de no ser «todavía ni bastante pequeña ni bastante ligera» (CT 67), y, el día
de su profesión, pide al Señor verse siempre «pisada y olvidada como un granito de
arena [de Jesús]». Más tarde, su hermana Inés formulará así las características de
estos cinco primeros años en el convento: se distinguía por «la humildad, el cuidado de
ser fiel aun en las más pequeñas cosas». (PO, 444.)
Durante estos años amará también, de un modo particularísimo, la «Santa Faz», el
rostro desfigurado del Ebed Jahwe, del servidor paciente de Dios tal como lo describió
Isaías (ls 53). En este rostro lastimado, al que ella asocia los sufrimientos de su propio
padre, descubre, sobre todo, la humilde respuesta del amor que acepta llegar hasta el
anonadamiento: «Jesús se abrasa en amor a nosotras... ¡Mira su Faz adorable!... ¡mira
sus ojos apagados y bajos!...(...) Mira a Jesús en su Faz... Allí verás cómo nos ama». (CT
63.)
En el primer período de la vida de Teresa en Carmelo, es el amor, en realidad, el que lo
domina todo. El amor es a la vez el ideal -lo será siempre- y el camino expresamente
escogido. De donde se sigue lógicamente que el movimiento hacia abajo, ese «desapa-
recer» ese «hacerse como un granito de arena», viene a inserirse en la síntesis del amor.
Teresa nos lo asegura con frecuencia. Si desea hacerse cada vez más pequeña, es para
poder amar mejor: amar más, amar de una manera más exclusiva, amar de una manera
más pura. la debilidad que experimenta será para ella un medio eficaz para realizar en sí
estos tres aspectos del amor. «¡Qué gracia más grande cuando por la mañana nos
encontramos sin ánimo y sin fuerzas para practicar la virtud! (...) En lugar de perder el
tiempo en reunir algunas pepitas de oro, extraemos diamantes». (CT40.) «¡Oh, cómo
cuesta dar a Jesús lo que pide! ¡Qué dicha que esto cueste! (...) ¡ ... la prueba que Jesús
nos envía es una mina de oro sin explotar! ¿Perderemos la ocasión?... El grano de arena
quiere poner manos a la obra sin alegría, sin ánimo, sin fuerzas, y todos estos títulos le
facilitarán la empresa, quiere trabajar por amor.» (CT 59.)
Esto, todo esto, no es «dolorismo». En cualquier parte, en todos los escritos de la joven
carmelita, se evidencia que su valor en el sufrimiento es amor hacia la persona de Jesús.
Su deseo de ser olvidada y desconocida es una aspiración vuelta hacia una persona, un
deseo de no ser apercibida más que por El. «Rogad [para] que el grano de arena esté
siempre en el lugar que le corresponde, es decir, bajo los pies de todos. Que nadie
piense en él, que su existencia sea, por decirlo así, ignorada... El grano de arena no
desea ser humillado, eso es todavía demasiado glorioso, pues para ello sería necesario
ocuparse de él. El no desea más que una cosa: "¡ser OLVIDADO, ser tenido en nada!"...
Pero desea ser visto por Jesús.» (CT 84.) «La gloria de mi Jesús, ¡he ahí todo! En cuanto
a la mía, se la entrego a él; y si parece que me olvida, pues bien, él es libre de hacerlo,
puesto que no soy mía sino suya... ¡Antes se cansará él de hacerme esperar que yo de
esperarle!... » (CT 81.)
A Teresa se le viene continuamente a la boca y a la pluma la expresión «ser pequeña».
Esto le sucederá también más tarde. Sin embargo, es preciso constatar un notable
desplazamiento de significado. En los primeros años, la pequeñez es sinónimo, sobre
todo, de humildad, al servicio del amor a Dios. Más tarde, simbolizada ella misma en la
figura de un niño, extenderá el significado de la expresión mucho más allá de la hu-
mildad, la cual, por lo demás, permanecerá siempre como un elemento base. la peque-
ñez entonces se convertirá principalmente en una «esperanza llena de confianza»,
como la que tiene el niño frente a su padre: la pequeñez no está, pues, ya al servicio de
nuestro propio amor a Dios, del que nosotros queremos darle a Dios, sino del amor
misericordioso que Dios nos tiene, del que recibimos de él.
En este primer período hay, naturalmente, mucho de esperanza. Teresa espera ar-
dientemente llegar al amor, y muy pronto. Pero esta postura interior es todavía, in-
conscientemente, un confiar demasiado en sí misma. No es aún la esperanza profun-
damente teologal, fundada esencialmente, no en nosotros mismos, sino en el amor que
Dios tiene a los hombres. Teresa deberá todavía evolucionar sensiblemente antes de
llegar a lo que ella misma llamará su «caminito». También los santos tienen que crecer,
es
ley de vida. Tienen que luchar con Dios y finalmente ser vencidos por él. Antes de que
la convicción de la universal y absoluta iniciativa de Dios ocupe y cubra totalmente el
ancho campo de la marcha de Teresa hacia la santidad, ella ha de pasar aún por la
experiencia de numerosas insuficiencias y limitaciones propias, como todos los hom-
bres. Sabemos muy bien, en teoría, lo que hay que hacer para tender eficazmente hacia
la santidad. Pero de hecho, es sólo la vida, con sus sufrimientos magulladores, con la
experiencia de toda una noche de trabajo infructuoso sin pescar nada, la que descubre a
nuestros ojos la verdad profunda, existencial, de que es Dios mismo quien nos santifica.
Recién entrada en el Carmelo, Teresa no conoce bastante estas realidades. Cree todavía
poder llegar a la meta soñada con sólo el amor que ella tiene. Piensa demasiado: «Yo se
lo daré todo a Jesús», y piensa demasiado poco: «Jesús me lo dará todo a mí». Esto
también es obra de la gracia. De lo contrario, su descubrimiento del «caminito» no
habría hallado tan gran resonancia en su propia vida ni nunca se habría convertido en
una idea tan fecunda para la Iglesia de nuestro siglo.
No hallamos modo mejor de resumir todo esto que transcribiendo un pasaje de una de
sus cartas de julio de 1890. Por entonces, Teresa es ya carmelita desde hace dos años.
Ya se conoce mejor a sí misma. La necesidad de la intervención de Jesús se le empieza a
aparecer más claramente. Pero el «fuego sagrado» sigue lanzando abundantemente sus
llamas: la convicción, a la que Teresa llegará a impulsos y bajo la guía de su amor, está
todavía sin planteársele. Mientras la debilidad no sea vista más tarde como una ocasión
para que el Señor nos comunique su amor, siempre que lo atraigamos sobre nosotros
por nuestra confianza, seguirá siendo considerada, en esta carta, como una ocasión que
nosotros tenemos de amar con mayor pureza.
-María, si tú no eres nada, no tienes que olvidar que Jesús lo es todo; por eso, será
necesario perder tu pequeña nada en su infinito todo y no pensar más que en este todo
únicamente amable... Tampoco debes desear ver el fruto de tus esfuerzos. Jesús se
complace en guardarse para sí sólo estas pequeñas nadas que le consuelan... (... ) Mi
queridita María, en cuanto a mí, no conozco otro medio para llegar a la perfección que
el amor... ¡Amar! ¡Qué bien hecho está para eso nuestro corazón!... A veces busco otra
palabra para expresar el amor, pero en la tierra del destierro las palabras son impo-
tentes para marcar todas las vibraciones del alma, y así es preciso atenerse a esta única
palabra: ¡amar!.... (CT 87.)
He aquí la convicción más profunda de Teresa: «No conozco otro medio para llegar a la
perfección que el amor». Será necesario que pasen los años, que experimente su propia
impotencia, y, sobre todo, que se produzca la deslumbrante intuición de la Misericordia
de Dios, antes de que Teresa escriba: «La confianza, y nada más que la confianza, es la
que debe conducirnos al amor.. (CT 176.) Sigamos ahora de cerca esta evolución.

CAP. II. DE LA TENSIÓN A LA EXPANSIÓN


1. En la escuela del sufrimiento
2. La purificación del corazón
3. La imposible tarea
4. En el momento máximo de la tensión
5. Tranquilidad en el abandono
6. A un paso de la infancia espiritual
7. El hallazgo de un «caminito»
Una noche de enero de 1895. Hace frío. Brillan en el cielo claras las estrellas. En la
pequeña villa de Lisieaux todo está en calma. La gente está en sus casas. Los pobres
están sentados junto a la lumbre, y en las ricas mansiones burguesas se mantienen
conversaciones de salón.
En el Carmelo, sor Teresa se ha retirado al silencio solitario de su pequeña celda. No
está ésta caliente, pero las burdas y gruesas ropas que viste le ofrecen a sor Teresa
alguna protección contra el frío. Está sentada en una banqueta, que con el duro lecho
-un jergón, tres tablas, dos caballetes- constituyen todo el mobiliario. No hace mucho
que ha cumplido sus veintidós años, y hace ya casi siete que está en el convento. La
adolescente se ha hecho mujer, con el mismo ardor de espíritu, pero más prudente y
más interior. Le quedan todavía treinta y dos meses de vida. Silenciosamente, la tu-
berculosis continúa su obra destructora en el organismo de Teresa.
Esta se siente feliz. Su corazón rebosa de paz, de alegría y de Presencia. La severa
soledad de esta noche glacial tiene algo de festivo. La pequeña habitación está llena de
Dios.
Teresa sostiene sobre sus rodillas un escritorio (pupitre portátil) y está escribiendo
pensamientos y reflexiones sobre su vida. Recuerdos de juventud. La superiora le ha
ordenado que lo haga. Tras una primera inquietud momentánea, Teresa se ha inclinado
con toda sencillez ante el requerimiento que se le ha hecho. Lo que quiere escribir
ahora no es tanto su propia vida, cuanto el papel que juega el Amado en su aventura
amorosa. Le ve aparecer por todas las partes. Más bien que exponer hechos, quiere
hablar de la bondad, enteramente gratuita de Dios, que se trasparenta en los hechos y
les da profundidad. Su vocación, toda su vida, sus sufrimientos pasados y su conflicto
interior, todo se ordena bajo el signo de un «misterio». El misterio cobra, poco después,
el nombre, de: Misericordia.
Teresa escribe: «Me encuentro en una época de mi existencia en que puedo echar una
mirada sobre el pasado; mi alma se ha madurado en el crisol de las pruebas exteriores e
interiores. Ahora, como la flor fortalecida por la tormenta, levanto la cabeza y veo que
se realizan en mí las palabras del salmo XXII: "El Señor es mi pastor, nada me faltará.
Me hace descansar en pastos amenos y fértiles. Me conduce suavemente a lo largo de
las aguas. Lleva mi alma sin cansaría... Pero aunque yo descendiera al valle de las
sombras de la muerte, ningún mal temería, porque vos estaríais conmigo, Señor..."»
(Ms A, 3r-/v°)
La joven monja se para un instante. La luz de la lámpara de petróleo se proyecta tem-
blando y danzando suavemente sobre las paredes de la celda. Los ojos de Teresa vagan
soñadoramente por la blanca pared. Recuerdos... ¡Todo ha pasado tan rápidamente y ha
sido vivido tan intensamente! Y los recuerdos se le vienen a la mente como si fueran
secuencias de una película...

1. EN LA ESCUELA DEL SUFRIMIENTO


Teresa revive, llena el alma de una ardiente exaltación, su entrada en el desierto del
Carmelo, el 9 de abril de 1888. Las hermanas le dan alegremente la bienvenida. Detrás
de ellas, la espera, de pie, sombrío, otro huésped: ¡el sufrimiento! «Sí, el sufrimiento me
tendió sus brazos, y yo me arrojé en ellos con amor... (... ) Cuando se desea un fin, hay
que emplear los medios necesarios para alcanzarlo. Jesús me hizo comprender que las
almas me las quería dar por medio de la cruz. Y mi anhelo de sufrir creció a medida que
el sufrimiento mismo aumentaba. Durante cinco años éste fue mi camino; pero al
exterior, nada revelaba mi sufrimiento, tanto más doloroso, cuanto sólo por mí cono-
cido.. (Ms A, 69v°-70r°)
¿Qué es, pues, para ella, justamente, esta situación de sufrimiento? Teresa no piensa, en
manera alguna, en las desligaduras exteriores a las que la obliga -a ella, una adoles-
cente nada fuerte físicamente- la vida del Carmelo. Ni en las mortificaciones en materia
de alimentación, de sueño, de falta de calor, de alojamiento, de soledad material. Todo
eso lo soporta gustosamente. Sabe que da algo, y, para una novicia en sus primeros
ímpetus fervorosos, este sentimiento de prestación es un factor estimulante, y, en la
mayoría de las veces, una fase útil y necesaria de introducción. Espera sacar un gran
bien de todo ello, es como tener un triunfo en las manos, lo cual le produce una alegría
interior y una impresión de seguridad en su camino hacia Dios. Vemos, incluso, en
Teresa, en los principios de su vida religiosa, una sobretasación de la mortificación,
pero sus superiores no le permiten penitencias excesivas (cf. Ms A, 74v°). Nos estre-
mecemos, sin embargo, cuando declara que -ha sufrido de frío en el Carmelo hasta
morir- en las frías noches del invierno de Normandía (PA, 830).
El sufrimiento mayor lo constituyen, para Teresa, las personas que la rodean, y junto a
las cuales, sin embargo, ella siente mucha alegría. la otra novicia, a cuyo lado se sienta,
es de un carácter difícil. Luego está la misma maestra de novicias, con la que durante
dos años halla grandes dificultades, pues, con la mejor voluntad que pueda imaginarse,
no logre la expansión en lo que concierne al sencillísimo mundo de su alma. Y luego,
sus propias hermanas Inés y María, a quienes mucho ama, pero con quienes ni puede ni
quiere llevar una vida de familia en el Carmelo. «No vine al Carmelo para vivir con mis
hermanas, sino únicamente para responder a la llamada de Jesús. ¡Ah! Presentía yo muy
bien que vivir con mis hermanas había de ser un sufrimiento continuo, cuando una está
decidida a no conceder nada a la naturaleza.» (Ms C, 8v°.)
Por fin, está la Madre María de Gonzaga, la superiora. Encantadora a veces, pero
también, con frecuencia, de mal humor y susceptible. Muy envidiosa por tempera-
mento, y autoritaria respecto a las hermanas. Los «cinco años de sufrimiento» coinci-
den exactamente con el gobierno de esta priora. Con cierta precaución, Teresa escribe:
«Dios permitió que, sin darse cuenta, [la priora] se mostrase MUY SEVERA para
conmigo. No
podía encontrarla a mi paso sin verme obligada a besar el suelo. Lo mismo sucedía en
las raras conferencias espirituales que tenía con ella... ¡Qué gracia inestimable! (...) ¿Qué
hubiera sido de mí si, como creían las personas del mundo, yo hubiese sido «el juguete.
de la comunidad?... » (Ms A, 70v°) En un escrito ulterior dirigido a la misma Madre
María de Gonzaga, Teresa le recuerda esta educación «fuerte y maternal» (Ms C, 1v°),
pero es el lado «fuerte» el que ordinariamente la desconcierta. Cada día hay una nube
en el cielo de su alma.
Teresa hará un día la siguiente confidencia a una hermana: «Os puedo asegurar que he
tenido muchas luchas interiores y que no he pasado un solo día sin sufrir, ni uno solo»
(PA, 1113). Pero no se trata de alguien que gusta de lamentarse. Al contrario, Teresa
se extiende menos sobre este tema de lo que hubiéramos deseado, desde nuestro punto
de vista hagiográfico: «Todo lo que acabo de escribir, en pocas palabras, exigiría
muchas páginas de pormenores; pero estas páginas no se leerán nunca en la tierra» (Ms
A, 75r°), y se nos esquiva graciosamente remitiéndonos con cierta picardía al juicio
final (cf. Ms A, 74v°).
De cuando en cuando, sin embargo, se nos da la posibilidad de mirar por el ojo de la
cerradura, y entonces vemos, por ejemplo, narradas por ella, la decepción que sufre en
el día de su toma de hábito y más tarde en el de su profesión; vemos las lágrimas que
derrama en el día de su toma de velo, y la violenta tempestad interior que se desenca-
dena en su alma la tarde antes de su profesión, cuando parece persuadida, por un
instante, de que no está llamada para la vida religiosa. Y después de dos años y medio
en el Carmelo, la vemos oprimida -por grandes inquietudes interiores de toda clase»,
hasta llegar a preguntarse -si existía un cielo» (Ms A, 80v").

2. LA PURIFICACIÓN DEL CORAZÓN


Todo esto aparecerá más claramente en lo que diremos ahora sobre la aridez perma-
nente de su oración, y sobre la cruz, que, como una espada afilada, traspasará su co-
razón: la angustiosa y humillante enfermedad de su amadísimo padre, afectado de
enfermedad mental.
Entre otras causas, fueron las horas de oración inflamada, intensa, mística, en el verano
antes de su entrada en el convento, las que hicieron nacer en Teresa el deseo de la
soledad del Carmelo, donde podría vivir sólo para Dios sin verse turbada por nada,
libre de todo fuera del amor, en una contemplación que ya no sería alterada por los
cuidados y tentaciones del mundo. Aspira a una alta santidad, e inspirándose en la gran
Teresa de Avila, la pequeña Teresa de Lisieaux espera poder recoger, también ella, los
frutos místicos de la viña del Carmelo. Pero las cosas suceden muy de otro modo. Así
como se sentía transportada cuando oraba en el mundo, en ese mismo grado se siente
árida y distraída cuando se esfuerza ahora por orar en el claustro. -Dios tornó en
desierto los ríos y las fuentes de aguas en tierra árida» (Sal 107). «La atraeré y llevaré
al desierto y le hablaré al corazón- (Os 2,16), pero mientras 'Teresa está en el desierto,
la voz de Yahvé no se deja oír...
Para una novicia carmelita, llamada por su forma de vida a consagrar varias horas
diarias a la oración y al aprendizaje de permanecer continuamente en la presencia del
Señor mediante el lenguaje del corazón, esta situación inesperada es un fuerte golpe
que la desorienta. Teresa se ve obligada desde el principio a reconsiderar un poco su
primitiva actitud y a reconstruir una nueva; es un trabajo interior que durará años. Sus
dificultades en la oración la ayudarán a tornarse pequeña y a convertirse en un granito
de arena, adaptándose al terreno del árido desierto. Las dificultades no destruyen su
amor, antes bien aumentan su sed de amor. Se realiza aquí el salmo 63: «Sedienta de ti
está mi alma; mi carne languidece en pos de ti como tierra árida, sedienta, sin agua.»
Teresa escribe: «La sequedad se hizo mi pan de cada día» (Ms A, 73v°). «Debiera
causarme desolación el hecho de dormirme (después de siete años) durante la oración y
la acción de gracias» (Ms A, 75v°). Sus retiros son, si es posible, más áridos todavía.
Con frecuencia comprueba que también Jesús duerme en su navecilla (cf. Ms A, 75v°).
La falta de sueño corre el riesgo de ser compensada, sobre todo atendida su delicada
salud, por una somnolencia durante la oración. Esto constituirá para la fervorosa
Teresa una lucha incesante contra esta tendencia involuntaria al sueño, que se tradu-
cirá en un esfuerzo constante y penoso de generosos renunciamientos, lo que para su
creciente amor será, en definitiva, tan fecundo como las alegrías que le faltan en la
oración.
Poco a poco va desarrollando su abandono, su desasimiento, su humildad, su confianza,
que se hacen en ella reflejos rápidos y poderosos: «Hoy más que ayer, si es posible, me
he visto privada de todo consuelo. Doy gracias a Jesús, que juzga ser eso provechoso
para mi alma; tal vez, si él me consolara, me pararía en esas dulzuras, pero lo quiere
todo para él. Pues bien: ¡todo será para él, todo! ¡Aun cuando no tuviera nada que
ofrecerle, como esta tarde, yo le daría esta nada!.... (CT 50.) «¡Si supierais cuánto me
alegro de no tener alegría alguna, para complacer a Jesús! ... Es ésta una alegría refi-
nada (pero en manera alguna gustada).- (CT 54.)
Citemos esta bella carta, escrita durante su aridísimo retiro de profesión, después de
dos años y medio de vida religiosa: «Pero es necesario que la pequeña solitaria os
comunique el itinerario de su viaje. Helo aquí: Antes de partir, parece haberle pre-
guntado su Prometido a qué país quería ir y qué ruta quería seguir... La pequeña
prometida le contestó que no tenía más que un deseo, el de alcanzar la cumbre de la
montaña del amor. Para llegar a ella se le ofrecían muchos caminos; y había entre ellos
tantos perfectos, que se veía incapaz de elegir. Entonces dijo a su divino guía: "Sabéis a
dónde deseo llegar, sabéis por quién deseo escalar la montaña, por quién quiero llegar
al término, sabéis a quién amo y a quién quiero contentar únicamente. Sólo por él
emprendo este viaje, conducidme, pues, por los senderos que él gusta de recorrer. Con
tal que él esté contento, yo me sentiré en el colmo de la dicha".
«Entonces Jesús me tomó de la mano y me hizo entrar en un subterráneo donde no
hace ni frío ni calor, donde no luce el sol, al que no llegan ni la lluvia ni el viento. Un
subterráneo donde no veo nada más que una claridad semivelada, la claridad que
derraman a su alrededor los ojos bajos de la Faz de mi Prometido.
« Ni mi Prometido me dice nada, ni yo le digo tampoco nada a él, sino que le amo más
que a mí misma. ¡Y siento en el fondo de mi corazón que esto es verdad, pues soy más
de él que mía!...
«No veo que avancemos hacia la cumbre de la montaña, pues nuestro viaje se hace bajo
tierra; pero, sin embargo, me parece que nos acercamos a ella sin saber cómo.
«La ruta que sigo no es de ningún consuelo para mí, y no obstante, me trae todos los
consuelos, puesto que Jesús es quien la ha escogido y a quien deseo consolar. ¡Sólo a él,
sólo a él! ... » (CT 91.)
Cada vez se hace más clara la idea de que Teresa va a arreglar las cosas con la fidelidad
de su amor. Mientras tanto, el camino por ella previsto se ha perdido en la niebla. Bien
es verdad que ha renunciado ya a verlo alargarse claramente ante sus ojos. Amar es
sencillamente dejar obrar al Señor, seguir asida de su mano. Algo se prepara aquí. Se va
perfilando el abandono creciente, que, a finales de 1894, irá a desembocar en el descu-
brimiento de su camino definitivo: «el caminito». Ya este camino, a los ojos de la fe, no
estará sumido en la niebla. Pero no hemos llegado aún ahí.
Con frecuencia, en la estimación de una novicia el éxito feliz en la oración es para ella
una especie de termómetro. Comparándose con sus padres espirituales Teresa de Avila
y Juan de la Cruz, se considerará, sin duda, como un pajarillo al lado de unas águilas.
Este hecho psicológico será ciertamente el punto de arranque para proponerse a sí
misma, más de una vez, preguntas delicadas acerca de su propia generosidad. Cuando
atribuye su sequedad en la oración a su «falta de fervor y de fidelidad» (Ms A, 75v°), lo
que afirma es formalmente injusto, si ello se toma objetivamente. Pero desde el punto
de vista de lo que experimenta Teresa, no podemos descartar de un manotazo esta
expresión como si fuera una simple fórmula de humildad. Así era cómo Teresa entendía
las cosas, y con esta impresión debió de ir aprendiendo poco a poco a vivir.
Por lo demás, este abandono, que va creciendo cada vez más, tiene todavía otra fuente
mucho más rica: durante años, el sufrimiento provocado por la enfermedad de su padre.
La tribulación del padre halla en la hija adolescente una resonancia que le desgarra el
corazón.
Apenas ingresada en el Carmelo Teresa, aparecen las señales precursoras de la deca-
dencia del padre en el uso de sus facultades mentales. Comienza a desatinar, realiza una
huida durante algunos días, y tiene alucinaciones. Ha de ser vigilado. Los momentos
lúcidos del anciano se hacen cada vez más raros. Con el corazón estremecido, las hijas,
en el Carmelo, leen los penosos informes sobre la desfavorable evolución de la enfer-
medad mental de su padre. El hecho de que este hombre, profundamente creyente, haya
podido estar presente, a pesar de todo, en la toma de hábito de su hija más joven, es un
claro rayo de sol en las sombras del cielo de Teresa. Este acontecimiento fue la última
fiesta de Teresa aquí abajo antes de sufrir la pasión dolorosa que, según ella, no fue
únicamente para el padre (Ms A, 73r°).
Un mes más tarde, el 12 de febrero de 1889, el Sr. Martin se ve obligado a ingresar en
un instituto psiquiátrico, en Caén. Teresa, el granito de arena, se siente a sí misma bajo
los pies de todos, humillada, pisoteada, aplastada. Ella misma escribe en su biografía:
«Nuestro padre querido bebía la más amarga, la más humillante de todas las copas...
«¡Ah! ¡¡¡Ese día ya no dije que podía sufrir todavía más!!!... Las palabras no pueden
expresar nuestras angustias, por eso, no intentaré describirlas, Un día, en el cielo, nos
gustará hablar de nuestras gloriosas tribulaciones. ¿No nos gozamos ya ahora de
haberlas sufrido?... Sí, los tres años del martirio de papá me parecen los más amables,
los más fructuosos años de toda nuestra vida. No los cambiaría por todos los éxtasis y
revelaciones de los santos. Mi corazón rebosa de gratitud al pensar en este tesoro
inestimable ... » (Ms A, 73r°)
Todo esto está visto en un retroceso de años. Pero un mes después de la penosa fecha,
todavía bajo la impresión abrumadora de la tribulación, Teresa escribe: «Jesús es un
"Esposo de sangre"... Quiere para sí toda la sangre del corazón..» (CT 59.) Esta an-
gustia va a prolongarse durante tres años. Este sufrimiento es complejo para las car-
melitas: está el sufrimiento físico del padre, luego las circunstancias humillantes de su
tratamiento, a veces los informes penosos, y más que nada el dolor de ver a su padre
confiado a manos extrañas. Al ritmo de las cartas de Teresa, advertimos, sin embargo,
que la tristeza se va asimilando poco a poco y que disminuye en intensidad. Las heridas
dejan de sangrar tan fuertemente.
Al cabo de tres años, el Sr. Martin vuelve, paralítico, a su ambiente familiar. Para
Teresa es un alivio. Poco más de dos años después, su padre muere. La carmelita siente
la impresión de volver a encontrar a su padre «después de una muerte de cinco años.
(CT 148). «La muerte de papá no me hace el efecto de una muerte, sino de una ver-
dadera vida. Vuelvo a encontrarle después de seis años de ausencia, le siento en torno a
mí, mirándome y protegiéndome... » (CT 149.) «Esa cruz la más grande que yo hubiera
podido imaginar» (CT 133), ya ha pasado.
Si nos hemos retardado tanto en describir la situación del sufrimiento de Teresa, es
porque ahí radica el centro vital en el que se han desarrollado lentamente nuevas
actitudes interiores. Así corno Jesús «aprendió por sus padecimientos la obediencia-
(Heb 5,8), del mismo modo el alma de Teresa se madura en el mismo «crisol- (Ms A,
3ro). En el pantano brotarán preciosas flores. En la relación yo-tú del amor se produce
insensiblemente una sustitución: tú-yo. El amor a Dios que Teresa quiere avivar en sí
misma, se ve obligado a retroceder a un segundo plano de su conciencia, a causa del
lastre que supone un programa demasiado pesado, y el amor que Dios quiere comu-
nicar a Teresa pasa a ocupar el primer lugar. Esto es lo que ahora vamos a precisar.

3. LA IMPOSIBLE TAREA
El fin que perseguía Teresa al abandonar la casa paterna era éste: «Quiero ser santa.
Encontré el otra día una frase que me gusta mucho, no me acuerdo ya de] santo que la
dijo; era ésta: "No soy perfecto pero QUIERO llegar a serio"» (CT 24). No contenta
con subrayar la palabra: QUIERO, Teresa la escribe con letras grandes. Durante los
primeros meses de su vida religiosa este estribillo se repite muchas veces en la co-
rrespondencia epistolar: «¡Llegar a ser una gran santa!- La Madre María de Gonzaga
echa todavía aceite sobre el fuego: «¡Tenéis que llegar a ser una segunda santa Teresa!»
La novicia cree que Dios «no quiere poner límite» a su santidad (CT 58).
¿Qué significa ser santa? ¿Cómo podría Teresa ver la cosa y contestarse sino enten-
diendo que la santidad es una disponibilidad a las exigencias más radicales que el amor
lleva consigo? Celina te sirve de caja de resonancia: «Jesús te pide TODO, TODO,
TODO, como se lo puede pedir a los más grandes santos...- (CT 32.)
¿Pero tiene ella conciencia de lo que significa y supone «darlo todo»? Puede tomarse
con entusiasma la resolución de hacerlo; pero cuando los requerimientos de Dios
desatan sus olas incesantes, pronto se siente uno pobre y pequeño, aun cuando se trate
de una futura santa Teresa de Lisieaux. Se dice en la Sagrada Escritura que puede ser
«terrible cosa caer en las manos del Dios vivo. (Heb 10, 31). Y Jesús no vino a poner la
paz en la tierra, sino la espada (cf. Mt 10,34), la cruz de cada día (cf. Lc 9,23), el cén-
tuplo, pero con persecuciones (cf. Mc 10,30). «No está el discípulo sobre el maestro»
(Mt 10,24). El Señor mismo, presa de la angustia, sudó como gruesas gotas de sangre
ante la inminencia de los padecimientos que habían de conducirle a la muerte (cf. Lc 22,
44). El enseñó a los hombres, en la oración dominical, a orar como pecadores y a pedir
repetidamente, hasta el último día de su vida, el perdón de los pecados. Y es él quien
concede el sacramento de í,-, misericordia como una liberación.
Los caminos de la vida que sor Teresa Martin ha de recorrer requieren fuerzas, y la
joven religiosa enclaustrado experimentará en sí misma que las exigencias de Dios la
rebasan totalmente. Lo excepcionalmente interesante es que ella no rebaja la santidad
para situarla en un nivel inferior a sus limitadas posibilidades. Pero su manera de
tender hacia la santidad deja poco a poco de ser crispatura: «quiero hacerlo yo, y lo haré
por Vos». Surge la nueva fórmula: «Se trata de un imposible, por lo tanto, pues, Vos
seréis quien lo haga por mí». Sin embargo, aquí y al decir esto, nos estamos adelan-
tando, rebasándola, a la actitud de Teresa novicia.
En la época de su noviciado, Teresa ve con frecuencia en la situación de vivo dolor en
que se halla hundida la confirmación de la solicitud de Dios para con ella: -es señal de
que Dios te ama, de que te toma decididamente en serio». Considera muchas veces el
sufrimiento como un -privilegio., y, en consecuencia, se cree obligada a dar todavía
más. Pero el sufrimiento revela al mismo tiempo nuestra propia impotencia, nos hace
tocar como con la mano nuestra fragilidad y nos obliga a abandonarnos. También la
novicia empieza a prestar atención „gradualmente a este penoso privilegio y a perca-
tarse gradualmente de la realidad.
En sus cartas, podemos ver de qué manera la experiencia de la debilidad pasa cada vez
más, de día en día, al primer plano: «¡Qué gracia más grande cuando por la mañana nos
encontramos sin ánimo y sin fuerzas para practicar la virtud! Entonces es el momento
de poner el hacha a la raíz del árbol Es verdad que a veces tenemos a menos durante
algunos instantes el acumular nuestros tesoros, ése es el momento difícil, se ve una
tentada de dejarlo todo... » (CT 40.) «(Tengo) mucha necesidad de pediros un poco de
fuerza y de ánimo, de ese ánimo que lo vence todo.» (CT 52.) Reconoce ser «la debili-
dad misma» (CT 55). Una carta dirigida a Celina es como un eco de su propia expe-
riencia: -Jesús, camino del Calvario, cayó hasta tres veces, y tú, pobre niñita, ¿no te
parecerás a tu Esposo, no querrás caer cien veces, si es necesario, para probarle tu amor
levantándote con más fuerza que antes de la caída? ( ... quisieras que tu corazón fuese
una llama... ( (Pero cuando el Señor nos enseña un poco la llama), ¡en seguida viene el
amor propio como un viento fatal que lo apaga todo!.... (CT 57.) «¡Qué alegría inefable
es llevar nuestras cruces DEBILMENTE!» (CT 59.)
«No creamos poder amar sin sufrir, sin sufrir mucho. Nuestra pobre naturaleza está
ahí, y está para algo. Ella es nuestra riqueza, nuestro instrumento de trabajo, nuestro
medio de vida. (... ) ¡Suframos con amargura, es decir, sin ánimo!... "Jesús sufrió con
tristeza. Sin tristeza, ¿qué sufriría el alma"? ¡Y nosotras quisiéramos sufrir generosa-
mente, grandiosamente! ... ¡Celina, qué ilusión! ¿Quisiéramos no caer nunca? - ¿Qué
importa, Jesús mío, que yo caiga a cada instante? Veo en ello mi debilidad, y esto es
para mi una ganancia grande.» (CT 65.)
Resumámoslo todo citando una carta escrita por Teresa tras dos largos años de vida
religiosa: «Te equivocas si crees que tu Teresita marcha siempre con ardor por el
camino de la virtud. Ella es débil, muy débil, todos los días adquiere una nueva expe-
riencia de ello; pero, María, Jesús se complace en enseñarle, como a san Pablo, la ciencia
de gloriarse en sus enfermedades. Es ésta una gracia muy señalada, y pido a Jesús que
te la enseñe, porque solamente ahí se halla la paz y el descanso del corazón. Cuando una
se ve tan miserable, no quiere ya preocuparse de sí misma, y sólo mira a su único
Amado.... (CT 87.)
Sin embargo, en la misma carta observamos, como ya lo precisábamos más arriba (final
del Capítulo primero), que esta experiencia de su fragilidad no, destruye en ella la
conciencia de que se trata siempre del amor que Jesús le tiene, experiencia que la hace
cada vez más realista: «En cuanto a mí, no conozco otro medio para llegar a la perfec-
ción que el amor... » (CT 87.) Las caídas, las faltas la hacen más humilde, pero esta
humildad consiste, en suma, en interceptar y soslayar las dificultades: desapareciendo,
anonadándose como el grano de arena, vivirá el amor de una manera más pura, más
exclusiva, mas reiterada.
Progresivamente, no obstante, Teresa se ve puesta entre la espada y la pared en una
confrontación inexorable frente a la impotencia. Es, sobre todo, la visión penetrante y
clara de las exigencias infinitas del amor la que la hace reconocer que no puede ya
bastarse a sí misma de cara al ideal. la santidad se convierte en «una montaña cuya cima
se pierde en los cielos», y ella no es más que un «oscuro grano de arena» al pie de esa
montaña (Ms C, 2v°). En el juego mismo del amor, el ideal del amor empieza a pre-
sentarse cada vez más elevado. Es ésta una consecuencia normal del crecimiento del
amor: lo amado se hace
infinitamente digno de amor, Teresa presiente más y más el valor infinito del Altísimo,
del Ser Absoluto. ¿Cómo podrá amársele suficientemente?
Esta toma de conciencia es muy importante, intensifica mucho el sentimiento de insu-
ficiencia. Esta insuficiencia es, por lo pronto, para Teresa una punzada del corazón, más
tarde un camino hacia el abandono, finalmente una certeza de que no es ella quien
alcanzará por sus propios medios el amor perfecto, sino que será Dios quien se lo
concederá. La santidad no es, por consiguiente, el éxito obtenido por un campeón, sino
una gracia recibida. El hombre, ante el Dios del amor, se hace más pasivo, más recep-
tivo. Deja de redimiese a sí mismo y acepta ser redimido. La autonomía en el amor se
convierte en heteronomía: Dios asume la función de maestro, y es él quien dice lo que
se ha de hacer en lo que concierne a la vida del amor. A partir de este punto, la primera
tarea que ha de cumplir el hombre es abrir de par en par las puertas de su ser al Re-
dentor. Su trabajo, el suyo, se convierte en colaboración.
Vistos desde el exterior, estos dos estados pueden parecer muy semejantes, pues Dios
sigue reclamándolo todo. Pero la actitud del sujeto es muy distinta. Teresa sugerirá
esto por medio de la imagen típica del niño, que no puede dar mucho, sino que debe
recibir mucho y es objeto de mucho amor. También Jesús decía que ésa es la actitud con
que debemos -recibir- (Me 10,15) el reino de Dios: como un niño.
A partir del hecho de la elevación de su ideal de amor, la novicia Teresa se sitúa, por el
momento, ante una tarea imposible, aunque ella no se lo confiese a sí misma. El bello
«sueño» de amor (entendamos: el amor que ella aporta, ella) tendrá que caer hecho
añicos, y, partiendo de estos escombros, será Dios quien realizará en ella el sueño que
ella tenía. La audacia misma del sueño pondrá muy en claro que su realización me-
diante las fuerzas personales no esta al alcance humano, y lo hará caer una y otra vez.
La novicia tiene conciencia de su presunción sobrenatural cuando escribe: «Es increíble
lo grande que me parece mi corazón cuando contemplo los tesoros de la tierra, puesto
que todos reunidos no podrían contentarlo. Pero cuando contemplo a Jesús, ¡qué
pequeño me parece!... ¡Quisiera amarle tanto!... ¡Amarle como nunca ha sido amado! ... »
(CT 5 l.) Quiere establecer una especie de plusmarca en el mundo espiritual. Como
decíamos antes: igualar, y, si fuera posible, rebasar la «marca» de amor de una Teresa
de Avila. Una santidad homologado al más alto nivel. Es la confrontación del pequeño
David con el gigante Goliat, en la que la santa astucia del pequeño ha de compensar lo
que le falta en fuerza.
Es cierto que Teresa pensaba, al principio, que le sería muy posible realizar por sí sola
la subida a la montaña de la perfección, poniendo en la empresa el esfuerzo que lo da
todo, y que no pensaba todavía en que los «brazos. de Jesús, que son los únicos que
santifican, habrían de llevarla a la cumbre. la imagen de los brazos aparece frecuen-
temente, es verdad, desde la primera correspondencia epistolar, pero Teresa considera
por entonces expresamente la eventualidad de que Jesús guste de verla por el suelo. No
siente, por el momento, necesidad alguna de que Jesús la tome en sus brazos. Su debi-
lidad constituye un triunfo para su humildad, y, por consiguiente, para su amor (CT
65). Más tarde, ya no se contentará con esto. Verá entonces, sencillamente, que si Jesús
no la «lleva en sus brazos», nunca llegará a ser santa. La intervención activa de Jesús
será la última e inevitable solución. Y esta situación interior significará el abandono
definitivo a la supremacía del amor de Dios.

4. EN EL MOMENTO MÁXIMO DE LA TENSIÓN


El alto ideal de amor a que Teresa aspira, provisionalmente alcanzable con sus propias
fuerzas, la coloca ante una tarea terrible. No quiere ni puede que se le escape nada. Su
preocupación dejar por las cosas por las pequeñas aumenta cada vez más. Hay que dejar
las menos brechas posibles en las murallas de su vida espiritual. En los procesos de
beatificación y de canonización, sus hermanas dieron testimonio de su minuciosa
exactitud: fidelidad al menor de los puntos de la Regla, al más ligero deseo de María de
Gonzaga, manifestado eventualmente y por ella misma olvidados un día o dos después.
En las cartas de Teresa se reiteran las expresiones que subrayan el cuidado por las
pequeñas cosas y su valor: una lágrima, un suspiro, una brizna de paja, y el término por
el que siente predilección: un alfilerazo. «aprovechémonos, aprovechémonos de los más
breves instantes, hagamos como los avaros, seamos celosas de las más pequeñas cosas
por el Amado!...» (CT 79.)
La locura de amor de Jesús ha de ser pagado con la misma moneda: «¡El amor de Jesús
a Celina no será comprendido más que por Jesús!... Jesús hizo locuras por Celina ... Que
Celina haga locuras por Jesús... El amor sólo con amor se paga... » (CT 61.)
La palabra imposible queda, por el momento, desterrada de su vocabulario. Con la
Imitación de Cristo (111,5), está persuadida de que «El amor todo lo puede: las cosas
más imposibles no le parecen difíciles» (CT 40). En suma, no se trata de lo que se hace,
sino de cómo se hace y por qué se hace. «Jesús no mira tanto la grandeza de las obras, ni
siquiera su dificultad, cuanto el amor con que tales obras se hacen», aunque se trate de
«nuestro pobre y débil amor» (CT 40). Mucho amor «puede suplir una larga vida» (CT
89).
En la situación de sufrimiento por la que pasa Teresa, las ocasiones de amor no faltan.
Ella misma está convencida de que el amor debe llevar consigo el sufrimiento; ambos
crecen juntos y a un mismo ritmo: « ... cuanto más (se) crece en el amor, tanto más (se)
debe crecer también en el sufrimiento.» (CT 58.) Con esto, el sacrificio queda aureolado
y se convierte en un ideal. En íntima unión con el Siervo paciente de Yahvé, en cuya
Faz se fijan los ojos de Teresa, nace en ella la «sed de sufrir y de ser olvidada» (Ms A,
7irl). De la mano de su inspirador san Juan de la Cruz, escoge «por único patrimonio
"los padecimientos y el desprecio".» (Ms A, 73v°) Si, según santa Teresa de Avila, la
vida es una noche pasada en una mala posada, a su émula no se le ocurre otra cosa
mejor que decir que es preferible que nuestra vida «se pase en un hotel completamente
malo, y no en uno que lo es sólo a medias» (CT 28). Por lo tanto -sufrir ahora y
siempre.... (CT 57.)
De aquí nace esa idea del martirio que tan frecuentemente le viene a la mente y al
corazón como un sueño y una divisa. Fue a la edad de nueve años cuando Teresa sintió
el
«impacto de la santidad», cuando entendió la llamada a la santidad, al leer las hazañas
heroicas de Juana de Arco. Comprendió enseguida que su camino no pasaría por la
gloria exterior, pero el deseo de convertirse en heroína, de otra manera y en otro estilo,
se hizo muy vivo en su corazón. Desde entonces, la figura de Juana de Arco seguirá
seduciendo a Teresa. Compondrá dos piezas teatrales sobre este tema. «Comencemos
nuestro martirio, dejemos que Jesús nos arranque todo lo que nos es mas querido, y no
le rehusemos nada. Antes de morir a espada, muramos a alfilerazos... » (CT 62.) -¡Antes
morir que abandonar el campo glorioso donde el amor de Jesús (nos) ha colocado!» (CT
58.)
De este modo, la santidad misma queda definida como una voluntad decidida y amorosa
de sufrir: «La santidad no consiste en decir grandes cosas, ni siquiera en pensarlas, en
sentirlas, sino que consiste en aceptar el sufrimiento». Y Teresa recuerda, además, la
frase del P. Pichon: «¡La santidad hay que conquistarla a punta de espada! ¡Hay que
sufrir!... ¡Hay que agonizar!....» (CT 65.)
Teresa, pues, sigue acariciando inconscientemente la idea de que la santidad, en defi-
nitiva, depende totalmente del sufrimiento, y por lo tanto de sí misma. Tiene que
conquistarla, tiene que pagarla con su propia sangre. Cada fracción de sufrimiento es
una pequeña pieza de oro con la que ella espera poder conseguir el precioso tesoro. Las
ocasiones son innumerables. Teresa se siente, en su situación actual, «rodeada de
riquezas inmensas» (CT 57). La prueba que el Señor le envía es «¡una mina de oro sin
explotar! ¿Perderemos la ocasión?...» (CT 59.) Y en sus oídos resuenan todavía los
consejos que en otro tiempo le dio su hermana María: «Mira a los mercaderes, cómo se
molestan por ganar dinero; y nosotras, nosotras, podemos amontonar tesoros para el
cielo a cada instante sin molestarnos tanto, no hemos de hacer más que recoger dia-
mantes con un RASTRILLO». (CT 70.) Quiere tener «una corona muy bella» en el
cielo (CT 23). «No obstante su pequeñez, (ella) quiere [de nuevo subraya la palabra:
quiere] prepararse una bella eternidad» (CT 67). Y todo esto hay que hacerlo con
presteza: «Démonos prisa en tejer nuestra corona, tendamos la mano para asir a pal-
ma» (CT 73).
El amor desearía correr siempre, volar, acariciando apenas el suelo con sus alas. Pero
esto es imposible, no es humano. De ahí nacen las quejas, que acabamos de señalar,
contra su pequeñez, su tibieza, su debilidad de cada día. Los titubeos en el amor per-
fecto suscitan en la novicia silenciosas cuestiones de conciencia y pulverizan, hacen
migas, el ímpetu de vivir por sus propias fuerzas. Esto la va preparando, poco a poco, a
dejarse arrebatar de las manos la tarea de la propia santificación.
En Teresa, además, nos hallamos ante una conciencia delicadísima, en la que la menor
falta o defecto tiene una gran resonancia, y que podría, por sí misma, desencadenar en
su alma muchas inquietudes y dudas sobre su andadura interior. Dotada, por consti-
tución, de una finísima sensibilidad, se hace aún más sensible a causa de su auténtica
grandeza de alma. De niña, hubiera permanecido despierta toda la noche, si hubiese
pensado que Dios no estaba totalmente contento de ella. Más tarde, esta fina sensibi-
lidad degenerará en crisis de escrúpulos, que se desató probablemente bajo la influencia
de una frustración afectiva (tras la muerte de su madre) y de una ausencia total de
iniciación en materia sexual.
Una vez superada esta fase, una oculta inquietud, sin embargo, queda en Teresa. El
Padre Pichon lleva a su alma un inmenso alivio cuando, poco después de su entrada en
el
Carmelo, le asegura que nunca ha cometido pecado mortal. Pero añadió: Si Dios «os
abandonase, en lugar de ser un pequeño ángel, llegaríais a ser un pequeño demonio».
«¡Ah, -dice Teresa- no me costó creerlo! Sabía cuán débil e imperfecta era.» El motivo
de su inquietud de conciencia es un poco sorprendente: «Tenía tanto miedo de haber
empañado la vestidura de mi bautismo.... (Ms A, 70r°) Evidentemente, no se trata,
pues, de un temor respecto a un estado actual de pecado, sino más bien de una especie
de pundonor: una mancha sobre su pasado, un punto oscuro que engendra una duda en
torno a la totalidad de su entrega a Dios en el pasado.
Nos hallamos, pues, siempre y absolutamente, en el plano de una preocupación por ser
impecables a los ojos de Dios, de manera que no quede demasiado dañada nuestra vista
cuando volvemos la mirada sobre nosotros mismos. En todo caso, estamos todavía
lejos de la línea de conducta que Teresa se trazará cuando llegue al apogeo de su
madurez espiritual, y en la que toda mirada sobre sí misma se pierde únicamente en los
horizontes de la misericordia de Dios. «Aunque hubiera cometido todos los crímenes
posibles, seguiría teniendo la misma confianza: sé que toda esa muchedumbre de
ofensas sería como5una gota de agua arrojada en un brasero encendido - (CA 11.7.6.)
En los primeros años de su vida religiosa, Teresa hubo de batallar mucho con la pro-
blemática de las faltas. Comprobando sus caídas reales -aunque mínimas- y en una
época cuya mentalidad estaba todavía un poco marcada por el jansenismo, esta preo-
cupación por una pureza irreprochable frente al pecado se halla, en ella, en lucha con el
sentimiento cada vez más hondo de que Dios juzga con mayor benignidad y blandura
que el hombre. Esto queda bien patente en una carta escrita pocos días antes de su
profesión: «Pedidle (a Jesús) que me lleve el día de mi profesión, si todavía he de
ofenderte, porque quisiera llevar al cielo la vestidura blanca de mi segundo bautismo
sin mancha alguna. Pero creo que Jesús puede concederme la gracia de no ofenderle
más, o bien de no cometer más que faltas que no le OFENDEN, faltas que sólo humi-
llan y hacen más fuerte al amor». (CT 89.)
Un año más tarde, se realiza su encuentro con el Padre Prou, con ocasión de un retiro.
El Padre le dice que sus faltas «no desagradan a Dios». Teresa confiesa que nunca
había oído decir tal cosa, es decir, que las faltas pudiesen no desagradar a Dios. No
había comprendido hasta entonces que fuese posible tanta bondad divina (la Madre
Inés atestigua más tarde que el temor de ofender a Dios «amargaba» la vida de Teresa
(PO, 1513). El Padre Prou la lanza -a velas desplegadas por los mares de la confianza y
del amor» (Ms A, 80v°). Por muy liberadora que sea esta frase, no parece que Teresa se
atreva todavía a realizar audazmente la expedición por el océano, altamente com-
prehensivo, del amor de Dios. Porque, quince meses más tarde, el Padre Pichon tendrá
que llamarla una vez más, y enérgicamente, al orden: «No, no habéis cometido pecados
mortales. Os lo juro. No, no se puede pecar mortalmente sin saberlo. No, después de
recibir la absolución no se debe dudar de estar en gracia de Dios ( ... ) Disipad, pues,
vuestras inquietudes. Dios lo quiere así y yo os lo ordeno. Creed en mi palabra: Nunca,
nunca, nunca habéis cometido un solo pecado mortal» (CC 151 del 20 de enero de
1893).
Ni aun en la vida de los santos se ha de negar la ley fundamental del crecimiento.
Teresa no nació santa; se hizo santa a través de un proceso doloroso. Hay que darle
tiempo.

5. TRANQUILIDAD EN EL ABANDONO
Poco a poco, durante los primeros años de vida conventual, ha ido madurando en
Teresa esta certeza: «No puedo alcanzar la santidad, está por encima de mis fuerzas
personales». El programa de la profesión: «el amor infinito, sin otro límite que tú
[Jesús] mismo», se ha convertido en una tarea no simplemente «elevada», sino «so-
brehumana». Nadie alcanza la dimensión de lo infinito por sus propias fuerzas. Siempre
nos quedamos por debajo de la medida: cuanto más se ama, tanto más aguda se hace en
el alma la conciencia de este hecho. Dios crece mucho más rápidamente a nuestros ojos
que lo pueda hacer el fuego más encendido en nuestro corazón. El amor creciente une,
pero por otra parte aumenta la distancia. Cualquier esfuerzo por llegar al mismo grado
de altura que Dios ha de someterse a un momento dado.
Esto es lo que le sucedió a Teresa, y provocó en ella una conversión, una inversión de
valores. La relación yo-Tú se invierte en la relación Tú-yo. Es un proceso doloroso
hasta tanto que uno no se reconozca vencido y no se acostumbre a la nueva visión,
hasta que no se decida a creer más en esta realidad espiritual que en el antiguo esfuerzo
personal. Se trata, en una palabra, de cesar en el empeño de realizar las propias y
personales ambiciones de santidad, y aceptar el hecho innegable de que es Dios mismo
quien atrae a sí al hombre. Al final de este proceso se llega a conseguir que el hombre
no reivindique ya nada para sí como proveniente de sus propias fuerzas, sino que lo vea
todo -incluidos sus personales esfuerzos- como nacido del amor proveniente, obse-
quioso y rico en iniciativas, de Dios.
Volvamos ahora al testimonio mismo de Teresa. El 10 de mayo de 1892, el Sr. Martin
vuelve al círculo familiar de Lisieaux. El acontecimiento constituye para Teresa una
profunda alegría, aunque desde hace tiempo está acostumbrada a este sufrimiento. El
clima psicológico en que vive se hace más suave, más benigno. Por añadidura, sor Inés
es elegida priora a principios de 1893, en lugar de María de Gonzaga: una forma au-
toritaria de gobierno cede la plaza al gobierno de la «segunda mamá» de Teresa.
Ahora que el sufrimiento exterior se ha disminuido y que se ha agrandado la percep-
ción de su propia impotencia, el programa «hacerse más pequeña» cambia un poco de
coloración. Consiste no tanto en abajarse a los ojos de los demás, sino, en primer lugar
(y éste es un cambio importante), en hacerse conscientemente cada vez más pobre y
pequeña a sus propios ojos: no poner la mira en nada que pueda engrandecerla en su
propia estimación, depositar en las manos del Señor toda posesión de la que pudiere
gloriarse interiormente, vaciarse totalmente de sí misma, no querer ser propietaria de
nada ni en ningún sentido, ni siquiera propietaria de su propio amor.
Después de un retiro, hacia finales del año 1892, Teresa escribe a su confidente Celina
las siguientes líneas, muy significativas, en las que expresa esta nueva convicción que
está a punto de madurar: «¡Jesús nos dice que bajemos! Pero ¿hasta dónde hemos de
bajar? He aquí hasta dónde hemos de bajar nosotras para poder servir de morada a
Jesús: hasta ser tan pobres, que no tengamos dónde reclinar la cabeza. Ya ves, mi
Celina querida, lo que Jesús ha hecho en mi alma durante mi retiro... Ya comprendes
que se trata del interior. Por lo demás, ¿el exterior, no ha sido ya reducido a la nada con
la dolorosísima prueba de Caén?... En nuestro amado padre, Jesús nos ha herido en la
parte exterior más sensible de nuestro corazón. Ahora dejémosle obrar, él sabrá acabar
su obra en nuestras almas... Lo que Jesús desea es que le recibamos en nuestros cora-
zones. Ciertamente, éstos están ya vacíos de las criaturas, Pero, ¡ay, siento que el mío
no está enteramente vacío de mí misma, y por eso Jesús me manda bajar ... » (CT 116.)
Obsérvese cómo la aspiración a desaparecer ha cambiado de orientación, y a falta de un
nuevo sufrimiento exterior, se ciñe ahora al sector interior del yo, donde se realiza una
desaprobación al más íntimo nivel. Por lo demás, esta interiorización en la manera de
renunciarse a sí misma es un fenómeno normal en quienquiera que busque a Dios con
generosidad. Por el crecimiento mismo de su generosidad, el alma comprende cada vez
mejor cuán sutil su orgullo y su amor propio.
Así es como, en los años 1893-1894, vemos a Teresa abrirse a una actitud consciente de
abandono, última preparación a lo que ella llamará su «caminito». Si podemos carac-
terizar los años 1888-1892 que acaban de pasar como el descubrimiento de la humildad,
recalcando el acento en la idea de permanecer escondida a los ojos de los demás para no
ser vista más que por Jesús y mostrarle así su amor, la época 1893-94 puede caracte-
rizarse por el descubrimiento de la pobreza espiritual, por la que Teresa se entrega a la
actividad del amor a Dios considerada como primaria. La voluntad de conquista se ha
trasformado completamente en receptividad del don. En lugar de tratar de adquirir el
amor, ahora espera que el Señor mismo visite con su omnipotencia divina (a impotencia
humana de su amor. Justificar en detalle esta novedad nos llevaría demasiado lejos;
dejemos, sin embargo, que Teresa misma nos hable de esta nueva dimensión de su
abandono.
El 6 de julio de 1893, escribe, con toda naturalidad, a Celina: «El mérito no consiste en
hacer mucho o en mucho dar, sino en recibir, en amar mucho. (...) Dejémosle tomar y
dar todo lo que quiera, la perfección consiste en hacer su voluntad». (CT 121.) ¡Qué
lejos estamos aquí de la visión del año 1889! Entonces Teresa veía la santidad «como
una conquista a punta de espada». por el único camino saludable de i«sufrirlo todo»!
Aquí el ideal es «amar mucho», pero la actividad personal se coloca bajo el signo del
abandono a la voluntad de Dios, cualquiera que sea la forma en que ésta se manifieste,
incluso cuando esté en contradicción con el programa de sufrir mucho, que el alma se
había prefijado. Las preocupaciones concernientes a las condiciones de la perfección
cobran aquí otro color distinto que antes: .¡Qué fácil es complacer a Jesús, cautivarle el
corazón! No hay que hacer más que amarle, sin mirarse una a sí misma, sin examinar
demasiado los propios defectos... » (CT 121.)
La carta continúa en esta línea, que profundiza el pensamiento. Teresa no permanece
indiferente al comprobar sus faltas, pero el Señor «le enseña a sacar provecho de todo,
del bien y del mal que halla en sí». Con un lenguaje imaginario, en tono un poco fami-
liar pero que no es, en absoluto, ajeno a nuestro modo de hablar acerca de la «econo-
mía» de la
salvación, expone las lecciones que Dios le enseña: «Jesús enseña (a Teresa) a jugar a la
banca del amor, o mejor, no, él juega por ella sin decirle cómo se las ingenia, pues eso es
asunto suyo y no de Teresa. Lo que ella tiene que hacer es abandonarse, entregarse sin
reservarse nada, ni siquiera la alegría de saber cuánto rinde su banca». (ibíd.)
Nada en las concepciones de Teresa, ni aun aquí, preconiza una renuncia a la actividad
del amor. No entra por un camino fácil. Su doctrina no es la proclamación de una
«gracia barata», cual si de un grabado sin pie se tratara (Bonhoeffer). De ella se deriva,
ciertamente, una grandísima tranquilidad para su alma, pero Teresa no descuida es-
fuerzo alguno por mantenerse fiel en toda la línea a la voluntad de Dios tal como se
manifiesta en su vida concreta. Comienza expresamente a esperar mucho más en Dios
mismo; de ese modo ve su propia debilidad bajo una luz que la relativiza. Hacemos todo
lo que podemos, pero sabemos que el Señor por sí mismo es suficientemente grande
para reparar todas nuestras faltas, colmar nuestras lagunas, y hacer triunfar su propia
fuerza divina en nuestra fragilidad. Esta línea de ideario y de conducta será llevada en
lo sucesivo por Teresa cada vez más lejos. En la carta que vamos a leer, vemos cómo la
línea punteada antes de una manera casi imperceptible, cobra una especie de nitidez,
como un hilo bien visible y apreciado: «Mi director, que es Jesús, no me enseña a contar
mis actos, me enseña a hacerlo todo por amor, a no negarle nada, a estar contenta
cuando él me ofrece una ocasión de probarle que le amo; pero (¡y he aquí una nueva y
profunda toma de conciencia!) esto se hace en la paz, en el abandono, es Jesús quien lo
hace todo, y yo no hago nada.». (CT 121.)
«Es Jesús quien lo hace todo, y yo no hago nada.» En estas expresiones de Teresa
hallamos la nueva óptica del abandono, el cual se extiende mucho más lejos y llega
mucho más a lo profundo que en la época de las dificultades que se oponían a su entrada
en el convento.
En efecto, cuando en 1887 Teresa encontraba por todas las partes obstáculos a su
proyecto de hacerse carmelita a los quince años, e incluso su apelación al papa León
XIII en persona fracasaba, la joven se había refugiado también de lleno en el abandono.
Las dificultades fueron para ella una lección, una purificación, pero no con la suficiente
profundidad como para poder edificar sobre esta base una espiritualidad. Era todavía
algo demasiado parecido a una simple resignación, algo como decir: «acepto la derrota
en esta batalla». Mientras que más tarde, descubre que la voluntad propia debe capi-
tular en toda la línea, si se quiere llegar a la santidad. De hecho, hallamos grandes
diferencias cuando comparamos el abandono de 1887 con el de 1897, diez años más
tarde, cuando Teresa se encuentra de cara a la muerte y de cara a la santidad, bien que
hayamos de admitir que ya desde 1887 el abandono comienza a ser en su vida un valor
real. He aquí algunas diferencias: 1a En 1887, el abandono nace de la prueba y de la
tribulación, mientras que más tarde nace de la percepción de Dios como el Misericor-
dioso que todo lo atrae a sí. 2.a El abandono en 1887, va acompañado de pena, incluso
de mucha pena, mientras que al final de la vida de Teresa se convierte en fuente de
alegría. 3a En 1887, el abandono se limita al terreno de las dificultades concretas con
las que hay que enfrentarse, mientras que más tarde constituye un estilo general que
sostiene y anima toda la vida.
El abandono de 1893, en cambio, está mucho más cerca del estadio final que de la fase
inicial. Efectivamente, vemos aflorar aquí una mayor complacencia ante la falta de
fuerzas,
un humorismo más indulgente al comprobar su impotencia, una mayor intuición sobre
el valor relativo de nuestro esfuerzo, menos lucha contra el espectro del desaliento.
Teresa escribe a Celina: «Tal vez creerás que hago siempre lo que digo. ¡Oh, no, no soy
siempre fiel! Pero no me ,desanimo nunca, me abandono en los brazos de Jesús». Y
expresa simbólicamente su fe en el amor salvador del Señor: «La "gotita de rocío" se
hunde más adentro en el cáliz de la Flor de los campos, y allí encuentra ella todo lo que
perdió, y aun mucho más» (CT 122).

6. A UN PASO DE LA INFANCIA ESPIRITUAL


Llegados aquí, ¿no es, acaso, llegado también el momento de plantearnos la cuestión:
todo esto no es ya el «caminito»? ¿Hay algo más en el «camino de la infancia espiri-
tual»?
Acabamos de observar, en efecto -cosa que se verifica, por lo demás, desde la primera
juventud de Teresa- la insistencia realista en la fidelidad a las pequeñas cosas Méritos,
progresos, santidad... Desde 1893 Teresa no espera ya todo esto de sí misma, sino de
Dios. A partir de este punto, su debilidad le parece no tanto un factor que ella misma ha
de trasformar en amor, sino más bien un elemento del que se servirá el Señor para
comenzar su obra en ella. El conocimiento que tiene de su propia fragilidad es ya muy
antiguo y profundo. Está igualmente presente en ella la conciencia de la prioridad del
amor de Dios, que no se contenta sólo con preparar nuestros actos imperfectos de
amor, sino que (os empuja también hacia una fase ulterior, en la que él mismo los
perfecciona, los prolonga, los hace «rentar». Teresa, en su diálogo con Dios, se ha
convertido mucho más en la que escucha que en la que habla. Es humilde, y se ha
desarrollado en ella una profunda confianza en Dios...
Todo esto guarda una esencial dependencia de «la infancia espiritual». Y todo se
integrará en la visión final de Teresa. Toda su existencia es una paciente acumulación
de materiales que servirán para construir la síntesis final. Hay que decir, sin embargo,
que todo esto no es todavía el «caminito» teresiana en su plenitud. Debemos tomar
muy en serio la afirmación de la santa cuando dice que tiene que hallar, descubrir un
camino. Aunque estén reunidas todas las piedras del edificio, lo cual no sucede siempre
en nuestro caso, el montón de piedras no constituye todavía la casa. Teresa debe
determinar una última jerarquía de valores, estructurar por última vez su visión de la
santidad. En 1893, está todavía a un paso de su síntesis definitiva. El capullo está a
punto de abrirse.
Digámoslo con la terminología misma de Teresa en julio de 1893. Ella se da cuenta, en
ese momento, del juego que Dios se trae en su adelantamiento en la santidad, sin por
ello poder constatar cómo se las ingenia Jesús para hacer que su amor rente en ella.
Pero cuando descubra su «caminito», el Señor le revelará ese «cómo» de su santifica-
ción. De este modo, Teresa podrá entrar perfectamente en el juego de Dios. Verá
entonces con una
luz más clara el camino que se alarga ante sus ojos, y esta visión desencadenará un
nuevo estímulo. ¡Cuán rápidamente se puede caminar por una ruta bien iluminada!
Antes, Teresa andaba su camino como una ciega, con retrasos, errores, vacilaciones,
propios de quien camina a ciegas. Cuando se realice la revelación, podrá apresurarse.
Verá, tendrá unos ojos nuevos bien abiertos.
Según las explicaciones que Teresa misma da, el gran descubrimiento, el esperado
hallazgo, se referirá a Dios. Será una penetración del Misterio divino. Será el descu-
brimiento de la Misericordia en su concepto estricto de Misericordia, como lo demos-
traremos más adelante. Teresa conocía sin duda alguna el amor de Dios hacia ella, su
bondad, y lo infinitamente compasiva que ésta es. Pero lo que comprenderá más tarde
es que este Amor, no solamente es real, primario y fiel, sino que es un Amor que se
abaja, que desciende, que busca lo que es pequeño porque es pequeño, y todo para
colmarlo de dones. Dicho de otra manera: será necesario que Teresa descubra la mi-
sericordia de Dios como centro de toda su vida, que la misericordia de Dios está con el
pequeño, y que está con el pequeño precisamente porque es pequeño; que es infinita
para quien la recibe como un pequeño y se confía a ella.
Esta luz será un nuevo principio de inteligibilidad para comprender toda su ruta. En la
misericordia de Dios Teresa encontrará la clave de su santificación, una dinámica que
nace de la confianza. La humilde aceptación de las propias limitaciones estará presente
y viva en su síntesis, es una de sus bases evidentes; por ella empieza, por decirlo así, la
abertura. ¡Pero el símbolo polivalente de la pequeñez, en lugar de ser principalmente la
humildad, será, en lo sucesivo, principalmente la confianza! Y a la luz de la Misericor-
dia, la impotencia conducida por la humilde confianza se hace, a los ojos de Dios y en
cierto sentido, promesa de la intervención de Dios.
7. EL HALLAZGO DE UN «CAMINITO»
El 14 de septiembre de 1894. Celina, a su vez, entra en la comunidad de las carmelitas
de Lisieaux... Teresa ve en este hecho algún que otro inconveniente, pero predomina la
alegría. Entre las cosas que forman el equipaje de Celina hay un cuadernito que va a
jugar un gran papel. Se trata de un pequeño florilegio de bellos textos del Antiguo
Testamento. De hecho, en aquel tiempo no le estaba permitido a una joven carmelita
leer entero este extraño Antiguo Testamento. ¡Por eso, el cuadernito en cuestión es
una buena provisión que Celina aporta consigo! Teresa, ávida amadora de la Escritura,
se apodera del librito.
Poco después, ciertamente antes de finales de 1895, en el curso de esta lectura se
produce un acontecimiento de la máxima importancia. ¡Teresa encuentra, por fin, su
«caminito»! La respuesta que encuentra allí, más que una respuesta fundada sobre un
análisis exegético objetivo de estos textos escriturísticos, es una lectura «en profun-
didad»
de los mismos. Una iluminación interior del Espíritu la hace leer los textos «enten-
diéndolos con el corazón», como dice Jesús, citando a lsaías (Mt 13, 15). Bajo la capa
superficial del texto, percibe las corrientes de fondo de la Revelación, y ofrece a su
invasión el campo entero de su propia vida para que lo impregnen todo.
Algunos meses apenas antes de la muerte de Teresa, el descubrimiento será relatado
por escrito.
La redacción muestra ya las huellas de una formulación enriquecida por el dato ori-
ginal.
El relato (Ms C, 2v°-3r°) es demasiado extenso para reproducirlo aquí entero. Pero
podemos distinguir netamente en él cinco puntos principales.
1°. Teresa empieza hablando de un viejo deseo: «Siempre he deseado ser santa». Esto lo
sabemos ya. La nueva línea de conducta que va a seguir revela, pues, desde el principio
su carácter funcional. El «caminito» (es la expresión misma de Teresa) no es un fin en
sí. Es un instrumento, un medio, un intermedio, es por naturaleza algo que conduce a
un fin. Este fin es la santidad, la plena floración de todas las posibilidades de amor que
hay en el hombre.
2.° Al lado el uno de la otra, están este viejo deseo y la vieja constatación de la impo-
tencia personal. Hemos visto a estos dos elementos luchar durante toda la vida de
Teresa. El combate desesperado de Jacob con el ángel de Yahvé, tras el cual el hombre
queda marcado para toda la vida (Gén 32), se reproduce en la joven monja enclaus-
trado. «Siempre he deseado ser santa. Pero ¡ay!, cuantas veces me he comparado con los
santos, siempre he comprobado que entre ellos y yo existe la misma diferencia que
entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y el oscuro grano de arena que a su
paso pisan los caminantes.» Ante tal declaración, podemos evidentemente argumentar
partiendo de datos objetivos, y entonces, lo mismo podemos relativizar la santidad
gigantesca de los demás santos, que relevar la humilde estimación que de sí tiene
Teresa. Mas esto no sirve para nada aquí. Lo que importa es el sentimiento subjetivo de
Teresa. Ella concibe el proyecto de su camino partiendo de este punto. Su doctrina no
es una lección teórica, sino la respuesta existencia¡ a un urgente problema de vida. Y
porque precisamente radica aquí una cuestión vital, por eso, muchos hombres han
podido, y pueden, reconocer en todo esto su propia experiencia, y, por eso, la respuesta
de la carmelita de Lisieaux ha logrado hallar un eco tan universal en la Iglesia.
3°. Viene luego el reflejo de alguien que ya desde hace mucho tiempo vive en la luz de
Dios. Una certeza íntima le impide dejarse arrastrar a la confusión y a la renuncia: «En
vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no podría inspirar deseos irreali-
zables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad». Es más que
probable que en el momento mismo del hallazgo Teresa no haya, en absoluto, razonado
explícitamente sobre todo esto.
Pero estas cosas vivían en ella, y se habían convertido en otras tantas constantes de su
pensamiento y de su vida. Sin duda pensaba: por mí misma no llego, y sin embargo todo
me está diciendo en el corazón que no debo renunciar. «Acrecerme es imposible; he de
soportarme a mí misma tal y como soy, con todas mis imperfecciones».
4a. Consciente de su inevitable pequeñez, tras de haberlo intentado todo y haberse visto
obligada a confesar la impotencia de su amor, va en busca de una solución en la Sagrada
Escritura. El abandono de 1893 no era en manera alguna algo suficientemente fuerte y
luminoso como para contentarla; esto es evidente. En su descripción, Teresa emplea la
imagen del ascensor. (El ascensor era entonces una novedad. Hoy, Teresa hablaría de
una escalera mecánica o de una nave espacial.) Al ascensor que sin esfuerzo nos con-
duce hasta la cumbre, opone la escalera ordinaria que subimos trabajosamente. Com-
parado con la sinuosa escalera, el ascensor es «un caminito muy recto, muy corto».
Una hipótesis verdaderamente sería autoriza a afirmar que el símbolo del ascensor no
se remonta más allá de la época del relato, y por lo tanto no estaba en manera alguna en
la mente de Teresa en el momento en que trataba de conciliar la altura del ideal y la
pequeñez de sus desproporcionadas fuerzas. Este hecho ilustra y demuestra cómo a
veces una experiencia puede revestirse de una figuración simbólica que se ajusta a ella
no en el momento de vivirla, sino mucho más tarde. Es necesario considerar y ponderar
el contenido de una experiencia más bien que su expresión simbólica. Un símbolo
puede cubrir realidades diferentes. Al estudiar la doctrina de Teresa, se han equivocado
muchos sacando conclusiones apresuradas al encontrarse con un determinado símbolo.
Cuando, por ejemplo, se encuentran, en los primeros años de la vida religiosa de Te-
resa, con símbolos tales como: los brazos de Dios, ser llevada, niño, ser pequeño, etc., es
imprudente introducir en este lenguaje figurativo el contenido de las experiencias o de
las reflexiones de sus últimos años. Hay que distinguir forma y contenido, y controlar,
a tenor de la experiencia vivida, el grado de riqueza que representa entonces y ahora tal
o cual símbolo.
5°. Finalmente, Teresa encuentra en la Escritura la respuesta liberadora. Lee en los
Proverbios: 9, 4: «Si alguno es PEQUEÑITO, que venga a mí». Pequeño, he aquí
justamente el problema con el que Teresa está batallando. La pequeña sor Teresa se
siente interpelada en este texto; esta frase le está dirigida a ella, tiene que ir a Dios, él
quiere decirle algo. Llena de confianza, Teresa se acerca; es decir, sigue buscando lo
que Dios va a revelarle sobre sí misma y sobre el problema de su santidad, y lo hace con
un corazón henchido de esperanza. Lee en lsaías 66, 12-13: «¡Como una madre acaricia
a su hijo, así os consolaré yo! ¡Os llevaré en mi regazo y os meceré sobre mis rodillas!»
Hemos citado aquí los textos tal y como Teresa ¡os encontró, bajo la forma en que Dios
se sirvió de ellos para iluminarla. La Biblia de Jerusalén dice: «¿Quién es sencillo? Que
pase por aquí». La fórmula -pequeñito [= tout petit]. no aparece aquí textualmente, ni
tampoco el giro personal «a mí». En esta versión, Teresa, con toda probabilidad, habría
leído simplemente el texto sin percibir la luz y la inspiración que en él vio efectiva-
mente brillar. Esto demuestra cómo la gracia de Dios llega frecuentemente a nosotros
a través de factores ocasionales. El Señor da su luz cuando quiere, a pesar de todo, y a
quien quiere, y en el momento y por los caminos que él mismo escoge. ¡En Teresa todo
estaba maduro, su abertura llegaba al máximo, y muy bien hubiera podido encontrar
otro día cualquiera y por otro camino lo que hemos visto que acaba de encontrar!
¿Qué sorprendente luz le lleva al alma el texto de lsaías? «¡Ah, nunca palabras más
tiernas, más melodiosas, me alegraron el alma! ¡El ascensor que ha de elevarme al cielo
son vuestros brazos, oh, Jesús!». Otra vez un lenguaje simbólico: los brazos de Jesús.
Teresa quiere significar con él que es Dios mismo quien hará santo al hombre, y no el
hombre a sí mismo. ¿Pero con qué condición? «Por eso, no necesito crecer, al contrario,
he de permanecer pequeña, empequeñecerme cada vez más». Y esta verdad desenca-
dena en su corazón un canto de júbilo: «¡Oh, Dios mío!, habéis rebasado mi esperanza, y
quiero cantar vuestras misericordias».
Continuemos nuestros sondeos en busca del contenido conceptual de este relato lleno
de imágenes. Se le describe a Dios como a quien ama al pequeño y le invita a acercarse,
y, si el hombre responde, le atrae a sí y le colma de tierno amor, amor comunicativo,
unidor. Lo que aparece aquí en primer plano es la realidad misericordioso, pues a Dios
se le describe como un amor que se inclina hasta el pequeño, hasta el hombre impo-
tente.
Por su parte, el hombre debe aceptar a fondo su pobreza, lo cual implica una profunda
humildad. Para pertenecer al número de los invitados, hay que reconocerse «peque-
ñito». Hay que «ir -también- a Dios». Esto es confesar la propia indigencia, y reconocer
que Dios es quien misericordiosamente viene en nuestra ayuda; es creer en él y con-
fiarse a éI con una confianza ciega -esta «ceguera» es la mayor lucidez del abandono
amoroso-; es ponerse en las manos de Dios, abandonarse-en.
He aquí el núcleo. En Teresa la intuición está todavía en estado embrionario. Tendrá
que asimilar perfectamente, en los años siguientes, esta nueva toma de conciencia;
deberá aprender a actuar prontamente los reflejos de la confianza total en la práctica de
la vida cotidiana, a profundizar cada vez más su intuición y, finalmente, a formularla
para los demás.
Ahora, sin embargo, la vida ha cambiado. Algo muy fundamental se ha abierto paso,
una luz que desencadena el lanzamiento hacia la santidad. La ruta está ahí, abierta y
clara. Una alegría muy íntima canta su verso en Teresa: Jesús quiere hacerme santa. Yo
haré todo lo que me sea posible, colaboraré, trataré de hacer, haré lo que pueda, pero no
lo haré yo, sino que lo hará él en mí. El añadirá lo que falte. Tal vez ya en esta vida,
poco a poco, o tal vez en una poderosa eclosión. ¡O tal vez en el instante mismo del
encuentro definitivo, cuando la vida llegue de una manera plena!
Teresa lo sabe ahora y piensa: ése es mi camino, ése es el que debo seguir. Si lo sigo,
lógicamente desembocará allí donde Dios quiere que desemboque: en la plenitud de mi
participación en la propia vida de amor de Dios, según Dios mismo lo ha determinado
para cada hombre en particular. Dios me dará el amor que yo no puedo alcanzar por mí
misma, abandonada a mis propias fuerzas, y le dará también a este amor el lenguaje y
los signos del amor.
Cuenta el Evangelio que un día le presentaron a Jesús unos niños para que los tocase.
Los discípulos se enfadaron. A su vez, también Jesús se enojó, y les dijo: «Dejad que los
niños vengan a mí y no los estorbéis». Y dirigiéndose a los mayores: «Porque de los
que se les asemejan es el reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el reino de
Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10, 13-15).
Esta es la perspectiva desde la que ahora Teresa se propone «permanecer» pequeña, y
«hacerse cada vez más pequeña», hasta llegar a ser «pequeñita [= toute petitel]». Así
es como podrá «recibir», totalmente pura, el Reino. Resulta típico ver cómo, cada vez
que cita los Proverbios 9, 4, recalca la(s) palabra(s) «pequeñito [= tout petit]». Este es
ahora su programa de vida, su lema, su motivo central, su motivo-guía. En él ve todo lo
que contiene
la dinámica de la humilde y amorosa confianza en la bondad misericordioso de Dios.
Además, subraya esta(s) palabra(s) como lo hace frecuentemente para indicar las citas,
y ésta es también una manera de remitir implícitamente a los grandes textos de la
Escritura que han desencadenado en ella tantas cosas.
Podemos todavía atraer la atención sobre otro detalle revelador. Se trata del uso mismo
de la palabra misericordia. Teresa leyó con frecuencia esta palabra en los salmos, pero
no parece haber suscitado amplio eco en su alma antes del hallazgo de 1894.No des-
pertaba resonancias. En todos sus escritos anteriores a esta fecha -trescientas cin-
cuenta páginas de cartas, poesías, piezas teatrales, etc.- esta palabra no aparece más que
una vez, y el adjetivo misericordioso también una sola vez. Tras el descubrimiento de la
misericordia de Dios como centro a partir del cual el hombre que se confía a ella se hace
santo, hallamos una veintena de veces la palabra misericordia, desde el primer ma-
nuscrito autobiográfico (cerca de doscientas páginas escritas). Se comprende: Teresa
está embebida en misericordia. La boca habla de la abundancia del corazón.
Y cuando, en esta fría tarde invernal de enero de 1895, la pequeña sor Teresa se pone a
escribir el prólogo de su autobiografía a la fumosa luz de su lamparilla de petróleo, salta
de su pluma un canto meditativo de alabanza a esta misericordia de Dios, que ella ve
más claramente que nunca correr como un hilo de oro a través del tejido de su historia.
Teresa se asirá a este hilo. Su futuro está suspendido de él como una rica promesa: los
treinta y dos meses que le quedan de vida en la tierra seguirán pendiendo, como toda su
vida, de la misericordia de Dios.

CAP. III. DIOS TOMA EL ASUNTO EN SUS MANOS.


1. Pequeña teología de la misericordia de Dios
2. Remembranza del pasado
3.En los brazos de Dios
4.Luz y oscuridad
5.La Carta Magna
6.El mensaje
Henos ya en 1895. Un año maravilloso para la joven carmelita. A la luz del reciente
descubrimiento, todo lo ve bañado ahora por un océano de misericordia. le resulta
evidente que el verdadero tema de los recuerdos de juventud que se apresta a poner por
escrito ha de ser sustituido por «¡¡¡las Misericordias del Señor!!!.,.» Los tres entusiás-
ticos puntos exclamativos, seguidos de otros tres suspensivos, quieren decir que Dios
es mucho más grande y mejor que todo lo que podemos decir y escribir sobre él.
1. PEQUEÑA TEOLOGIA DE LA MISERICORDIA DE DIOS
En esta profunda meditación que es el prólogo de su autobiografía (Ms A, 1-4r°),
Teresa contempla su vida como objeto de un «misterio». No de un misterio duro e
impenetrable, sino de un misterio pleno de dulzura, que la envuelve y oculta como en
casa propia. El misterio incide en ella, sin que pueda ni pretenderlo ni entenderlo.
Porque no se trata de «ser digna» ni de merecerlo, escribe Teresa, sino de ser objeto de
la benevolencia gratuita de Alguien. Lo confirma por la Escritura: «Dios tiene com-
pasión de quien quiere y usa de misericordia con quien quiere ser misericordioso. No
es, pues, obra ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que usa de misericordia»»
(Rom 9, 15-16).
¿Por qué este misterio? ¿A qué se debe que algunos se benefician de él más que otros?
¿Por qué esta asombrosa misericordia para con san Pablo, san Agustín (y Teresa
podría ponerse en su compañía, pero ni una sola brizna de su ser sueña con hacerlo),
mientras que otros seres no pueden nunca experimentar -favores extraordinarios» de
este género? ¿De dónde vienen estas aparentes -preferencias. en el corazón de Dios?
«Durante mucho tiempo» esta predestinación ha constituido un problema para la
contemplativa. Ahora ha recibido luces que la satisfacen algún tanto. El Señor la ha
instruido con «el libro de la naturaleza». Teresa escribía un día a Celina: «Sí en la
naturaleza Jesús se complace en sembrar a nuestros pies maravillas tan encantadoras,
no es sino para ayudarnos a adivinar los misterios, más ocultos y de un orden superior,
que él obra a veces en las almas... » (CT 113). De nuevo ha sido la naturaleza la que le
ha revelado algo sobre las profundidades de Dios. En la variedad del mundo de las
flores ha visto una imagen de la voluntad salvífica de Dios para con los hombres.
Grandes y pequeños, cada cual a su manera, deben concurrir a glorificar y a realizar el
conjunto de su plan divino. Si los pequeños son menos favorecidos exteriormente, no
son por eso menos perfectos. Deben ser ellos mismos, y entonces son buenos, ente-
ramente igual que las flores, que cada una es bella. Porque, según la magistral defini-
ción de Teresa: «la perfección consiste (...) en ser lo que él [Dios] quiere que seamos, y
por tanto, también, en llegar a ser finalmente lo que él quiere que seamos finalmente.
No es posible proclamarlo más claramente. ¡Desde hace poco, la santidad se ha des-
nudado de todo problema!
Todavía hay una segunda respuesta más profunda, más teresiana, a este problema. Los
pequeños tienen la vocación de hacer brillar, de una manera todavía más luminosa, la
bondad de Dios. Esta es su misión específica. Dios puede conceder iguales gracias al
más pobre qué al más favorecido, a condición de que siga abriéndose a él. «Comprendí
(... ) que el amor de nuestro Señor se revela lo mismo en el alma más sencilla que no
opone resistencia alguna a su gracia, (¡y ésta es la condición!), que en el alma más
sublime.» ¡Sin los pequeños, Dios aparecería demasiado grande a nuestros ojos! «Dios
no se abaja (ría) demasiado.» Mientras que abajándose profundamente, por ejemplo
hasta el niño y el hombre salvaje, «Dios muestra su grandeza infinita». El hombre más
pobre puede, abriéndose totalmente a Dios, recibir de Dios las más profundas gracias,
aunque de momento no tenga conciencia de ellas. «Así como el sol alumbra a los cedros
y al mismo tiempo a cada florecilla en particular, como si sola ella existiese en la tierra,
del mismo modo se ocupa nuestro Señor particularmente dé cada alma, como si no
hubiera otras. Y así como en la naturaleza todas las estaciones del año están ordenadas
a decidir en el momento preciso la abertura de la más humilde margarita, así está
ordenado todo al bien de cada alma.» ¡He aquí unas afirmaciones atrevidas! Se las puede
comparar con la
declaración de san Pablo: «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el
bien de los que le aman» (Rom 8, 28). En la óptica de Dios, que es Amor, el «ojo sano»
(Mt 6, 22) de la santa en la que Teresa está a punto de convertirse comienza a percibirlo
todo como gracia: «Todo es gracia» (CA 5.6.4).
Después de haber expuesto su teoría sobre la predestinación, Teresa vuelve a su vida.
Escribir su autobiografía no puede ser otra cosa que contar los -dones- del Señor,
«hacer públicas las delicadezas, enteramente gratuitas, de Jesús.. No existe en ella el
reflejo elemental de poner en cuenta su propia colaboración. Toda contabilidad le
parece impropia. Desde que juega a la banca del amor, ya no hay ni registro ni asiento
de cuentas. «Reconoce que nada había en ella capaz de atraer sobre sí (las) divinas
miradas, y que sólo su misericordia [la misericordia de Dios] ha obrado todo lo bueno
que hay en ella... »
El nuevo acercamiento del amor aparece expresado en estas palabras de Teresa: «Es
propio del amor abajarse». Esto no se hace verdad en todo amor. Por ejemplo, en
nuestro amor o afecto hacia un amigo no hay abajamiento alguno. Estamos al mismo
nivel. Por el contrario, la admiración nos hace levantar los ojos hacia él. Una actitud de
condescendencia haría e amistad añicos la amistad. Igualmente, el amor d que une a las
Tres Divinas Personas en las profundidades de DIOS está exento de todo abajamiento.
Pero cuando Dios ama al hombre, que es en lo que piensa Teresa, entonces se trata de
un amor entre desiguales, en el que el más Grande tiende la mano al más pequeño. Es
Dios quien se une al hombre y hace posible la reciprocidad del amor.

2. REMEMBRANZA DEL PASADO


En toda vida, hay circunstancias en las que no se reconoce de inmediato su carácter de
gracia. Sólo con el transcurso del tiempo y gracias a una Iluminación interior perci-
bimos, en situaciones y acontecimientos ordinarios o penosos, la manera con que Dios
obra amorosamente en el hombre. Es como una coloración más profunda que aparece,
tras largo tiempo, a través de la capa superior. El pasado puede cobrar un viso dife-
rente. Nadie conoce su pasado de una manera definitiva. La experiencia del presente
puede dar al pasado otra luz y otra claridad, y permitir leerlo en profundidad.
Así es cómo las cosas pasadas se asientan para Sor Teresa, mientras escribe, en una
conciencia más profunda acerca de la manera con que toda su vida ha sido conducida
por Dios. El hecho mismo de que ella haya podido escoger a Dios se constituye en un
don gratuito «sin mérito alguno por (su) parte» (Ms C, 35r°).
Esta opción por Dios se encarna para la religiosa en la vida contemplativo, consagrada
enteramente al honor y al amor de Dios, y llamada a provocar en este único amor la
eclosión de cualquier otro amor a los hombres o a las cosas. Vistas concretamente, la
amistad
humana y la alegría terrena podían entrañar para Teresa el riesgo de aminorar su
amor. Hay un pasaje en sus escritos en el que expresa tener conciencia de tal peligro. A
propósito de su «presentación» en sociedad, en Alengon, escribe: «Todo era alegría,
felicidad en torno de mí. Me veía festejada, mimada, admirada. (...) Confieso que aquella
vida no carecía de encantos para mí. (...) El corazón se deja fácilmente deslumbrar».
(Ms A, 32v°) Y a propósito de sus amistades: «Si mi corazón, sensible y amoroso,
hubiera encontrado un corazón capaz de comprenderlo, se habría entregado a él fá-
cilmente. ( ) Con un corazón como el mío, se hubiera dejado prender y cortar las alas... »
(Ms A, 38r°) Mientras san Agustín se dirigía con una cierta melancolía a la Belleza
Suprema diciendo: «Tarde te amé», Teresa reconoce que su corazón ha sido «dirigido
hacia Dios desde su primer despertar ... » (Ms A, 4Or°) Su vocación le parece una
elección cumplida por el Señor mismo, una confirmación de las palabras de Jesús: «No
me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15, 16). Ahora ella
está consagrada al Señor en su vocación al Carmelo, y esta vocación constituye la
felicidad de su vida.
Desde otro punto de vista todavía, Teresa ve su vocación como un favor de pura mi-
sericordia. Con la sensiblería involuntario, pero insuperable, de su temperamento, se
veía a los catorce años todavía «en los pañales de la niñez»: «Era necesario que Dios
obrase un pequeño milagro para hacerme crecer en un momento. (Ms A, 44v°). En la
autobiografía hallamos una verdadera y literaria puesta en escena, tal vez inconsciente,
destinada a conducir el espíritu hacia la liberadora «gracia de Navidad.. Una multitud
de detalles ponen de relieve la lamentable hipersensibilidad que hace a la niña derramar
lágrimas a raudales. ¡Entonces es cuando se realiza la liberación! «La obra que yo no
había conseguido realizar en diez años, Jesús la consumó en un instante, contentándose
con mi buena voluntad, que, por cierto, nunca me había faltado.» (Ms A, 45v°) La
existencia de esta buena voluntad era, en verdad, importante, era como una especie de
rescate: «Tenía que comprar, por decirlo así, con mis deseos esta gracia inestimable..
(Ms A, 43v°) Pero ¡qué desproporción entre esta buena voluntad y la liberación efec-
tiva! ¡Entre esos «diez años» y «un instante»! Teresa subraya que no ha hablado aquí
más que de la sola misericordia de Dios, que trasciende todos los méritos. Y esta etapa
de su pasado es un punto de apoyo para su futuro.
De todas estas gracias, Teresa ha hecho una exposición condensada en sus considera-
ciones sobre la figura de Magdalena (Ms A, 38v-39r°). En lo más íntimo de sí misma, se
siente emparentado con esta figura típica. Escribe: «¡No es mérito mío alguno el no
haberme entregado al amor de las criaturas, puesto que fue la misericordia de Dios la
que me preservó de hacerlo!... Si el Señor me hubiera faltado, reconozco que habría
podido caer tan bajo como santa Magdalena, y las profundas palabras de nuestro Señor
a Simón resuenan con gran dulzura .en mi alma... Lo sé: "aquél a quien menos se le
perdona, menos AMA". Pero sé también que Jesús me ha perdonado a mí más que a
santa Magdalena, puesto que me ha perdonado prevenientemente, impidiéndome
caer». Teresa piensa, en efecto, que hay mayor misericordia en retirar del camino una
piedra con la que se puede tropezar que ayudar a levantarse a quien ha tropezado y
caído. Por eso se considera ella más amada por Cristo, que no vino a rescatar a los
justos, sino a los pecadores. ¿Y qué conclusión saca? «El quiere que yo le ame, porque
me ha perdonado, no mucho, sino TODO. No ha esperado a que le ame mucho como
santa Magdalena, sino que ¡ha querido HACERME SABER con qué amor de inefable
prevención me ha amado él, a fin de que yo
ahora le ame con locura!... He oído decir que no se ha encontrado todavía un alma pura
que haya amado más que un alma arrepentida. ¡Ah, cuánto me gustaría desmentir estas
palabras!...» ¡Un conocimiento intuitivo de esta misericordia de Dios, misericordia que
contiene a Dios enteramente, ha desenmascarado un gran sofisma! Su pureza de co-
razón la hace al mismo tiempo pobre de espíritu, consciente de que todo lo ha recibido.
Teresa prosigue su relato. Revive su pasado, y este pasado la lanza al entusiasmo y a la
gratitud. En el diálogo con su propia experiencia, escucha la voz de Dios. Es una larga
y fructuosa meditación por escrito. Así se comprende mejor cómo, después de cerca de
cinco meses de redacción, un día siente «mas que nunca» el Amor misericordioso de
Dios y se ofrece a él como víctima. ¡El año de 1895 es realmente para ella el año de la
Misericordia! La ofrenda de sí misma al Amor es un punto culminante y, al mismo
tiempo, el principio de un nuevo crecimiento.

3. EN LOS BRAZOS DE DIOS


9 de junio de 1895. Domingo. Fiesta de la Santísima Trinidad. Radiante mañana de
primavera. En el corazón de Teresa se realiza, durante la celebración de la Eucaristía,
un maravilloso encuentro con el Dios del Amor. Jesús le concede «la gracia de com-
prender más que nunca cuánto desea Jesús ser amado. (Ms A, 84r°). Esta luz es de una
intensidad deslumbradora.
«Cuánto desea Jesús ser amado.» El giro pasivo de la expresión reserva, a quien lo
estudia más de cerca, una sorpresa: este deseo de ser amado se presenta, en primer
lugar, como la acción de alguien que ama (activamente). Es Dios quien toma la inicia-
tiva. Y amar a Jesús (activamente) se revela como ser amado por él (pasivamente),
corno dejarse amar Por él, como abrirse a las oleadas de su amor.
«Pensaba -escribe ella- en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios a
fin de desviar y atraer sobre sí los castigos reservados a los culpables.» La estricta
justicia de Dios está, en efecto, en muy alto honor en este tiempo teñido de jansenismo.
Un libro sobre la espiritualidad carmelitana, que lleva el dudoso título de Tesoro del
Carmelo, llega a ver en la ofrenda de sí como víctima a la Justicia uno de los fines de la
Orden. (El P. Piat decía, muy justamente, de este libro, que de ciertos pasajes del
mismo emanaba una atmósfera rigorista y aterrorizante.) Y porque Teresa, esa ma-
ñana, se siente interiormente urgida a darse más intensamente a Dios, tal vez, en un
primer reflejo, piensa en este género de ofrenda. Sea de ello lo que fuere, la verdad es
que Teresa no siente simpatía alguna hacia este género de ofrenda. ¿Cómo podría ella,
pobre pequeño ser, echarse sobre sus frágiles espaldas tan aplastante carga?
Además, la luz que la inunda y penetra es una luz suavísima. En esta mañana de pri-
mavera, lo ilumina y esclarece y calienta todo el sol de la misericordia de Dios, que
Teresa ve alzarse cada vez más alto desde hace meses. En una arrebatada súplica,
exclama: «¡Oh, Dios mío!, (...) ¿sólo vuestra justicia recibirá almas que se inmolan como
víctimas?... ¿No tiene también vuestro amor misericordioso necesidad de ellas?... En
todas las partes es desconocido, rechazado. Los corazones a los que deseáis prodigár-
selo se vuelven hacia las criaturas, mendigando en su miserable afecto la felicidad, en
lugar de arrojarse en vuestros brazos y aceptar vuestro amor infinito...
¡Oh, Dios mío! ¿Deberá vuestro amor despreciado quedarse encerrado en vuestro
corazón? Creo que si encontraseis almas que se ofrecieran como víctimas de holocausto
a vuestro amor, las consumaríais rápidamente. Creo que os sentiríais dichoso de no
veros obligado a reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en vos... ¡Oh, Jesús
mío, que sea yo esa víctima feliz, consumad vuestro holocausto con el fuego de vuestro
divino amor!... » (Ms A, 84r°.)
Terminada la celebración de la Eucaristía, Teresa empieza a redactar un «Acto de
ofrenda de sí misma». ¡Este detalle de tiempo revela cuán serio es lo que va a hacer! ¡Se
trata de una donación o entrega definitivas! El hecho de que el texto sea escrito nos
garantiza, por lo demás, una expresión fiel de sus ideas. Este documento, que fija un
momento privilegiado de su itinerario interior, se ha conservado.
La unidad de su Acto de ofrenda con el «caminito de infancia» es patente. No se puede
decir: la infancia espiritual es una cosa, la ofrenda al Amor misericordioso es otra. A
partir de ahora, una profunda coherencia reina en la vida de Teresa, todo gira en torno
a un eje único y definitivo. La ofrenda encaja perfectamente en lo más íntimo del
trazado del caminito. Sin embargo, el revestimiento simbólico es diferente y hay en él
un crecimiento intensivo.
Examinemos más de cerca este «acto». Comienza así: «¡Oh, Dios mío, Trinidad bie-
naventurada, deseo amaros y haceros amar... (...) Deseo cumplir perfectamente vuestra
voluntad y llegar al grado de gloria que me habéis preparado en vuestro reino. En una
palabra, deseo ser santa, pero siento mi impotencia, y os pido, ¡oh, Dios mío!, que vos
mismo seáis mi santidad». El fin (la santidad), la situación de hecho (la impotencia), la
solución (la actividad santificadora de Dios mismo) no son aquí cosas nuevas.
Luego, Teresa habla de lo que fundamenta su petición llena de confianza. Son los
méritos de la humanidad de Jesús. Es la promesa que él mismo hizo de que todo lo que
pidiéramos al Padre en su nombre nos sería concedido (cf. Jn 16, 23). Mirando segui-
damente las cosas de una manera más psicológica, vemos que la carmelita apoya su
atrevida esperanza sobre el hecho de que siente dentro de su corazón un gran deseo.
Como anteriormente, pero con mayor intensidad después de tantas luces, está con-
vencida de que Dios no puede inspirar deseos irrealizables. Ahora dice, citando a san
Juan de la Cruz: «Cuanto más queréis dar, tanto más hacéis desear».
Tras una digresión, Teresa afirma su antiguo proyecto de vivir en una total depen-
dencia respecto a la misericordia de Dios que la atrae, y a la que ella se confía como un
pobre. Formula como una especie de voto de pobreza espiritual: «No quiero amontonar
méritos
para el cielo; quiero trabajar sólo por vuestro amor, con el único fin de complacemos, de
consolar vuestro Sagrado Corazón y de salvar almas que os amen eternamente. En la
tarde de esta vida, compareceré delante de vos con las manos vacías, pues no os pido,
Señor, que contéis mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a vuestros ojos.
Quiero, por eso, revestirme de vuestra propia justicia, y recibir de vuestro amor la
posesión eterna de vos mismo. No quiero otro trono ni otra corona que a vos, ¡oh
Amado mío!... » Sor Teresa sabe muy bien que Jesús va mucho más allá de nuestros
esfuerzos: «Podéis (...) en un instante prepararme a comparecer delante de vos...
Sigue ahora la ofrenda propiamente dicha. Teresa se entrega a sí misma amorosamente
en un acto de súplica. Es el movimiento lógico del hombre que ha logrado penetrar en
las profundidades del Amor misericordioso de Dios. «A fin de vivir en un acto de
perfecto amor, YO ME OFREZCO COMO VICTIMA DE HOLOCAUSTO A
VUESTRO AMOR MISERICORDIOSO, suplicándoos que me consumáis sin cesar,
dejando que se desborden en mi alma las olas de ternura infinita que están encerradas
en vos, para que así llegue yo a ser mártir de vuestro amor, ¡oh, Dios mío.... Que este
martirio, después de haberme preparado a comparecer delante de vos, me haga por fin
morir, y que mi alma se lance sin demora al eterno abrazo de vuestro misericordioso
amor... Quiero, ¡oh Amado mío!, renovaras esta ofrenda a cada latido de mi corazón, un
número infinito de veces, hasta que habiéndose desvanecido las sombras, ¡pueda yo
repetiros mi amor en un cara a cara eterno!... » Pasando más allá de los límites de la
pobreza y del tiempo, Teresa se establece en el corazón del Santísimo, que está pronto a
llenar todas las manos vacías que se le tienden y abren con plena esperanza.
En cierto modo, el «caminito» exigía también esta «ofrenda». Esta viene a ser como el
corazón del «caminito», es su expresión en forma de súplica, es su deducción lógica.
Puede hablarse perfectamente de progreso respecto a la «Ofrenda», que es el fruto de
una experiencia más íntima. Han pasado ya seis meses. Teresa ve ahora «más que
nunca» ;la misericordia de Dios y se entrega a ella con una intensidad más acrecentada
aún. Es un movimiento interior de cada instante.
Es verdad que el material simbólico es muy diferente en el «caminito» y en la
«Ofrenda». En el «caminito» Teresa emplea las imágenes del grano de arena, de la
montaña, del niño, del ascensor, de los brazos que llevan. A excepción de la imagen de
los brazos (que en el segundo caso ya no llevan sino acogen), estos símbolos ya no
aparecen en la «Ofrenda». Aquí se habla de olas que se desbordan y de holocausto que
el fuego consume; interviene, además, el revestimiento de la justicia que envolverá a
Teresa. Pero el contenido es el mismo.
Añadamos todavía algunas observaciones. En la mente y en el corazón de Teresa, la
«Ofrenda a la misericordia de Dios» no constituye en manera alguna una especie de
talismán. ¡No se trata de un pequeño «truco» espiritual! Ciertamente, no basta pro-
nunciar el «acto» una vez para siempre. Debe convertirse en algo vital, en algo que
surja desde lo más íntimo «a cada latido del corazón., como dice Teresa. Más que con
las palabras, esta ofrenda suplicante ha de ser renovada, revitalizada, con la vida
misma. Insiste en apoyarse incansablemente en la confianza.
La «Ofrenda» tampoco conduce a la pura pasividad. Por lo demás, un estado de ex-
clusiva receptividad es extremadamente raro en la vida espiritual. Debe mantenerse el
alma abierta a la acción de Dios, aplicándose fielmente, en pobreza, al cumplimiento en
ella de la voluntad de Dios.
Para terminar, una observación de vocabulario. En lo sucesivo, a los ojos de Teresa, el
amor de Dios es misericordia por constitución, y, a la inversa, la misericordia está
totalmente impregnada de amor. Vemos que la expresión «Amor misericordioso» ya
no aparece apenas en el quehacer de su pluma. Le parece algo así como un pleonasmo:
decir en dos palabras lo que se puede decir en una. Una sola palabra basta: «amor»,
muy corta. Y cuando Teresa, al final de su primer manuscrito autobiográfico, redacta
una pequeña lista de las fechas memorables de su vida, llama simplemente al 9 de junio:
ofrenda de sí misma al «Amor».

4. LUZ Y OSCURIDAD
El 9 de junio de 1895 ha puesto en libertad muchas cosas en el corazón de Teresa.
Realmente, los diques se han roto, y las olas del amor de Dios, que ella ha invocado en
su ardiente súplica, inundan ya el campo de su alma. Es un período de fiesta interior,
resplandeciente de vida, una invasión de alegría y de experiencia de Dios. Nunca la
contemplativo se había sentido tan invadida por el sentimiento de Dios. El desierto de
otros tiempos se ha convertido en una nueva creación: «Yo haré brotar manantiales en
las alturas peladas, y fuentes en medio de los valles. Tornaré el desierto en estanque, y
la tierra seca en corrientes de aguas» (ls 41, 18). Por el corazón de Teresa corren a
oleadas «ríos de agua viva», como lo había prometido Jesús haciendo alusión al Espí-
ritu (cf. Jn 7, 38-39). Como en el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz (canción 15),
el Esposo se ha convertido para la pequeña esposa en -los levantes de la aurora, en
música callada, en soledad sonora, en cena que recrea y enamora».
Este período tiene un carácter netamente místico. Seis meses después de la consagra-
ción a la Misericordia, la carmelita evoca éstas nuevas olas y oleadas: «Madre mía
querida conocéis los ríos, o mejor, los océanos de gracias que han venido a inundar mi
alma... ¡Ah! Desde aquel día feliz me parece que el amor me penetra y rodea, me parece
que ese amor misericordioso me renueva a cada instante, purifica mi alma y no deja en
ella huella alguna de pecado» (Ms A, 84r°) Es un tiempo en que vive de la mano de
Dios: «Ahora, no tengo ya ningún deseo, si no es el de amar a Jesús con locura... » (Ms
A, 82v°) ¡Pero cómo ha logrado este deseo desembarazarse de toda ambición y de todo
plan personal! Ahora, el camino de la santidad es claro como el sol: «Sigo sintiendo la
misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa, pues no me apoyo en mis mé-
ritos, no tengo ninguno, sino en aquél que es la Virtud, la Santidad misma. El solo,
contentándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta sí, y, cubriéndome con sus
méritos, me hará santa»
(Ms A, 32v°). ¡Cómo se ha convertido ahora su esperanza en teologal, apoyada no en sí
misma, sino en el amor de Jesús hacia los hombres, de este Jesús de quien nos viene,
como un don, toda la fuerza, y que se halla en estado de trasformar nuestras lagunas en
espacios abiertos a sus larguezas! «No deseo tampoco ni el sufrimiento ni la muerte,
aunque sigo amándolos a los dos; pero es el amor el único que me atrae.. . (...) ¡Ahora,
sólo el abandono me guía, no tengo otra brújula!... Ya no puedo pedir nada con ardor
excepto el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios sobre mi alma, sin que las
criaturas logren ponerle obstáculos.» (Ms A, 83r°)
Este estado dura hasta la Pascua de 1896. «Gozaba por entonces de una fe tan viva, tan
clara, que el pensamiento del cielo constituía toda mi felicidad» (Ms C, 5r°). Su primer
vómito de sangre, el Viernes Santo, le produce un gozo intenso, como si escuchara ya la
señal de la próxima llegada del Esposo (cf. Ms C, 5 r°).
Pero la esposa no está totalmente preparada todavía. El sufrimiento debe reanudar su
actividad purificadora. El sol desaparece del cielo. Cae la noche y hunde la fe de Teresa
en espantosas tinieblas. Mientras sube hacia el cielo en el ascensor, según expresión
suya, la luz se apaga repentinamente en la caja del ascensor: no sabe ya dónde se en-
cuentra, ni cuánto tiempo durará el apagón, ni si será todavía posible un salvamento.
No queda más que la pura fe y la confianza ciega en la omnipotencia de Dios salvador.
Obrando como pedagogo avisado, el Señor le ha concedido al principio unos meses de
alegría desbordante: esta profunda experiencia de la Misericordia de Dios deberá
sostener y mantener ahora a Teresa en su fe desnuda.
Se realiza ahora la salida de sí misma a lo largo de «un sombrío túnel». Es un «país
triste». Una «densa bruma» reina en él. Es como si nunca antes se hubiera visto el sol.
las tinieblas hablan con una voz burlona que grita: «Sueñas con la luz, (...) Sueñas con la
posesión eterna del Creador de todas estas maravillas. Crees poder salir un día de las
brumas que te rodean. ¡Adelante! ¡Adelante! Gózate de la muerte, que te dará, no lo que
tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada». Y la pequeña sor
Teresa queda aterrada ante la idea de proseguir en su descripción: «Temería blasfe-
mar(Ms C, 5v°-7r°).
La fe ahora no es ya un ligero «velo». Es un «muro que se alza hasta los cielos y cubre
el firmamento estrellado». ¡Mas nunca ha vivido tan intensamente de la fe! «Aun no
gozando de la alegría de la fe, procuro al menos realizar sus obras. Creo haber hecho
más actos de fe de un año a esta parte que en toda mi vida.- A pesar de todo, gracias a su
confianza ciega, a su abandono, puede exclamar: «Señor, me colmáis de ALEGRIA con
TODO lo que hacéis». Hoy, se halla en estado de comprender que existan ateos. En
otro tiempo «(le) parecía que hablaban en contradicción con sus convicciones íntimas al
negar la existencia del cielo». Ahora, lo sabe: la fe es una gracia a la que nuestra alma
debe permanecer siempre abierta. Percibe con agudeza la importancia que tiene la
oración hecha en favor de los demás. Fija objetivos a su sufrimiento. Lo ofrece por los
incrédulos y los pecadores. Contemplando su propia pobreza, se siente solidaria. Sabe
que está sentada «a la mesa de los pecadores». Como una buena ama de casa, quiere
comer con ellos «el pan del dolor».
El Nuevo Catecismo holandés contiene a este respecto el bello pasaje que sigue: «Te-
resa hubo de conocer y sufrir terribles dudas contra la fe, antes de morir a los veinti-
cuatro años en su Convento. Nada quedaba de su fe fuera de su postrer abandono:
quiero creer, ven en ayuda de mi poca fe. Esta joven se convertía, así, en una santa
digna de ocupar un lugar entre los héroes citados en Hebreos 11. En medio de la gran
crisis de fe que sus contemporáneos en Europa -tanto intelectuales como obreros-
estaban atravesando, ella soportó este sufrimiento con ellos, sumida en el más extremo
abandono al amor durante dieciocho meses. ¡Cuántas vidas han hallado ahí su naci-
miento!» (p. 346, ed. francesa.)
Algunas veces, es verdad «un pequeño rayito de sol» traspasa las nubes, pero se trata
de un rayo fugitivo como un relámpago: «Entonces la prueba cesa por un instante.
Pero luego, el recuerdo de este rayo de luz, en lugar de causarme gozo, hace más densas
mis tinieblas». Uno de estos pequeños rayos de luz ha debido de ser el sueño del 10 de
mayo de 1896, durante el cual Teresa se encuentra con la Venerable Ana de Jesús, que
trasplantó de España a Francia y a Bélgica la reforma teresiana (cf. Ms B, 2r°). Otro
momento de gran felicidad es aquél en que, durante su oración interior, recibe una
respuesta a los deseos apostólicos que la atormentan: una comprensión deslumbradora
del valor que tiene el amor. Teresa conoce aquí definitivamente su lugar, el que debe
ocupar: en el corazón del Cuerpo Místico que es la Iglesia, Teresa será el amor. Estas
dos experiencias quedan relatadas en el que se ha llamado Manuscrito B, la segunda
parte de la autobiografía. Este pequeño tratado -originalmente una carta a su hermana
sor María del Sagrado Corazón- es un documento de un valor inmortal y la Carta
Magna de su doctrina sobre la infancia espiritual.

5. LA CARTA MAGNA
Tenemos que hacer algunas observaciones previas acerca de la estructura externa y
material de esta carta, que tiene una historia bastante singular. Teresa empieza por
tomar dos grandes folios de papel de cartas, los pliega en dos y los llena completa-
mente: éstos por tanto, hacen ocho páginas. Luego toma un nuevo pliego grande, lo
dobla en dos a guisa de cubiertas para los dos folios ya escritos, y se encuentra por
consiguiente ante una nueva primera página, que llena igualmente. Lo que actualmente
figura como primera parte del Manuscrito B en la edición francesa en facsímil y en la
edición francesa impresa [y en la española], no fue escrito de hecho, cronológicamente,
sino como segunda parte. Por consiguiente, en este orden hemos de leer el manuscrito,
pues las primeras páginas sintetizan y esclarecen a las siguientes.
La carta es depositada entonces a la puerta de María. Pero María no comprende. El
centro y fondo de su contenido escapan a su comprensión. Abre asombrada los ojos
ante los deseos impetuosos de su joven hermana, -¡la más joven!-, se desanima, y ter-
mina por pedir explicaciones más precisas. Estas llegan inmediatamente: es la carta del
17 de
septiembre de 1896, que viene a ser corno la tercera parte del Manuscrito B: una nueva
tentativa para poner en su punto la esencia de la «pequeña doctrina» (ésta es la ex-
presión misma de Teresa). No podemos exponer aquí más que las líneas maestras de
estas páginas, que pertenecen a lo que hay de más sublime en la historia de la literatura
espiritual.
El relato de] sueño alentador del 10 de mayo es, según Teresa, un bello preludio a lo
que a continuación expone. En el curso de su sueño, emerge del inconsciente -¡Teresa
está, pues, en él profundamente viva!- la pregunta: «¿Acaso Dios no me pide algo más
que mis pobres pequeñas acciones y mis deseos? ¿Está él contento de mí?» Y recibe una
respuesta afirmativa. La alegría despierta a Teresa. Este sueño quedará grabado para
siempre en su corazón, y siempre verá en él una señal del Señor en medio de la oscura
prueba en que se halla inmersa, una garantía de que su camino es recto. Precisamente
porque en esto ve ella resumido su «caminito»: hacer todo lo que pueda con sus «po-
bres pequeñas acciones» y, en cuanto a lo demás, con sus «deseos»; confiar en que el
Señor se contente con su impotencia y que te dé lo que ella no puede adquirir por sí
misma. De ahí que este relato constituya una introducción ideal a la «pequeña doctri-
na» de Teresa.
Prestemos atención, por un instante, a estas palabras: «pobres pequeñas. acciones. En
Teresa, no son éstas palabras vacías, diminutivos corrientes, con el fin de presentar
más graciosamente las cosas. ¡Esta gran contemplativa carga de sentido las fórmulas
que emplea! Cree lo que dice y está convencidísima de su pobreza y de sus limitaciones.
En esta línea hemos de interpretar el frecuente uso de la palabra pequeño en el Ma-
nuscrito B. La pequeñez es el clima vital de Teresa, pero adivinamos cuánta nobleza se
esconde en esa palabra-clima. Pequeñez es aquí hondura de humildad, olvido de sí,
espacio libre para ese Dios infinitamente más grande que ella, verdad, libertad para el
servicio. Estos son los pobres, los pequeños a los que Jesús declaró bienaventurados en
el Sermón de la montaña. Teresa se cuenta resueltamente en su número y compañía.
Mira a las «almas pequeñas" como amigos privilegiados de Jesús, y aun propiamente
hablando, como la única clase de amigos a los que él ama. quien no se hiciere como niño,
no obtendrá el Reino de los cielos, dice Jesús a todos los hombres (cf. Mt 18, 3).
Teresa quiere evitar toda perspectiva de grandeza. Recuerda sus «infidelidades», sus
«flaquezas», sus «faltas». En ningún momento se coloca al lado de los perfectos. Re-
sulta típico ver cómo en esta carta subraya incansablemente la expresión «almas
pequeñas»: ¡hasta siete veces! Es ahí, entre ellas, donde se sitúa. ¡Para ellas escribe su
pequeña doctrina! Sabe que esas almas son legión. En el fondo, describe el camino que
todo hombre debe seguir.
Es pequeñez no se opone en nada a la magnanimidad. Esto se prueba por los «inmensos
deseos» que describe la carmelita (Ms B, 2v°-3r°). Con el ahondamiento de su fe en el
Amor misericordioso de Dios, su ardor apostólico y su espíritu de fraternidad universal
han crecido vigorosamente. Su responsabilidad espiritual le inspira vehementes aspi-
raciones. De tal modo, que llegan a constituir para ella «un verdadero martirio», el
martirio del amor, el que ha pedido en la Ofrenda. El tormento de este fuego consiste
en que sus múltiples deseos no pueden, aparentemente, conciliarse ni armonizarse.
Quiere amar sin límites en una vida limitada. Son deseos «que rayan en lo Infinito».
Teresa «desvaría», está fuera de sí, muy por encima de lo razonable. Ningún ser hu-
mano puede
hacer realidad ese abanico de deseos, ancho en su abertura como el mundo. Entre el
sueño y el límite hay una tensión insoportable. Ese es el sufrimiento del gran amor.
Sin embargo, a través de las reflexiones que hace sobre 1Cor 12 y 13, el Espíritu da luz
y paz a Teresa. Comprende cómo, en la comunidad eclesial, es el amor la fuerza motriz,
todo como en el cuerpo físico, que depende en su vitalidad del impulso que le da el
corazón. El amor es el don divino que en la Iglesia da vida a la palabra y a la doctrina:
«Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la
Iglesia; que si el amor llegara a apagarse, los apóstoles no anunciarían ya el Evangelio,
los mártires se negarían a derramar su sangre... Comprendí que el AMOR ENCE-
RRABA TODAS LAS VOCACIONES, QUE EL AMOR LO ERA TODO, QUE EL
AMOR LO ERA TODO, QUE EL AMOR ABARCABA TODOS LOS TIEMPOS Y
TODOS LOS LUGARES... EN UNA PALABRA, ¡QUE EL AMOR ES ETERNO!...
Entonces, en el exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh, Jesús, amor mío!... Por fin,
he hallado mi vocación, ¡Mi VOCACION ES EL AMOR!... Sí, he hallado mi puesto en
la Iglesia, y ese puesto, ¡oh, Dios mío!, vos mismo me lo habéis dado ... ; ¡en el corazón
de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor!... ¡¡¡Así lo seré todo..., así mi sueño se verá
realizado!!!. (Ms B, 3v°)
Se trata siempre del primer ideal: la plenitud del amor, el perfecto don de sí, la santidad
a la que ella tiende. Pero ese amor cobra aquí una plenitud apostólica. Experimenta un
crecimiento en sus dimensiones sociales y colectivas. Se hace profundo como el mar y
ancho como la playa. Como antes, ese amor es la respuesta, pero comprendida de una
manera nueva, con una significación cada vez más rica en profundidad y en matices.
¿No será que Teresa quiere abarcar demasiado? Cuando más alta se alza la cima de la
montaña, ¿cómo un ser pequeño e impotente podrá alcanzarla? ¿Qué hará para lo-
grarlo? La respuesta del Manuscrito B es una apelación más intensa al camino ya
descubierto de la total confianza en Dios, que nos eleva, él mismo, hasta la cumbre. El
«secreto» de Teresa para conseguir el éxito de su empresa es su actitud, plenamente
vivida, de radical receptividad.
Efectivamente, de nuevo se ofrece llena de esperanza al Misericordioso: «No soy más
que una niña, impotente y débil. No obstante, es esta mi misma debilidad la que me
inspira la audacia de ofrecerme como víctima a tu amor, ¡oh, Jesús!» (Ms 8, 3v".) y el
recuerdo de que la Nueva Alianza es una economía de misericordia.
Habla entonces de la actividad del amor que quiere desarrollar, y que, a pesar de toda
su radicalidad, muestra siempre un semblante modesto y ordinario. Bajo el símbolo del
pajarillo, expone más detalladamente la actitud llena de confianza que adopta en medio
de la debilidad y de la prueba, e impresiona constatar en este ambiente interior la
presencia de la paz, de la alegría y de la fidelidad en la fe, así como la ausencia de temor,
de tristeza y de renunciación (fc. B, 4v°-5r°).
El conjunto del texto está escrito en forma de súplica, pero la invocación a Jesús cobra,
hacia el final, una intensidad de maravillosa belleza. Sus pensamientos giran y se
desarrollan en torno al eje misericordia-conflanza. Citemos todavía lo que sigue: «¡Oh,
Jesús, déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud, déjame que te diga que tu amor
llega hasta la locura!... ¿Cómo quieres que ante esta locura mi corazón no se lance hacia
ti? ¿Cómo habría de tener límites mi confianza?...(...) Soy demasiado pequeña para
hacer grandes cosas y mi locura consiste en esperar que tu amor me acepte como
víctima... (...) Un día, yo lo espero, vendrás, Aguila adorada, a buscar a tu pajarillo; y
remontándose con él hasta el Foco del amor, te hundirás por toda la eternidad en el
ardiente abismo de ese amor, al cual se ofrece, él mismo como víctima (...) ¡Cuán
inefable es tu condescendencia!... Siento que si, por un imposible, encontrases a un alma
más débil, más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de favores mayores
todavía, con tal que ella se abandonara con entera confianza a tu misericordia infinita.
(Ms B, 5v°).
A continuación, como ya lo hemos explicado, Teresa escribe las páginas que figuran
actualmente como las dos primeras. Estas constituyen un esclarecimiento de lo que ya
ha escrito. Subrayan una nueva fe: de una parte, por el fin que domina su vida («la
ciencia del amor», que vale más que todos los tesoros y es la sola cosa que merece
codiciarse); de otra, por la actitud que debe adaptarse para recibir el amor. «Jesús se
complace en enseñarme el único camino que conduce a esta divina hoguera. Este
camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en los brazos de su padre... »
Y aquí, de nuevo, invoca los textos escriturísticos que forman la base de su camino de
infancia (Ms B, 1r°).
La carta del 17 de septiembre a María (CT 176) trata a su vez de aclarar su pensa-
miento. Teresa manifiesta que sus deseos impetuosos de martirio no son nada, no son,
en manera alguna, el fundamento de su confianza sin límites. Pueden un día convertirse
en «riquezas espirituales (...) que hacen a uno injusto cuando se descansa en ellas».
«¡Ah, sé que no es esto, en manera alguna, lo que agrada a Dios en mi pequeña alma! Lo
que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza es la esperanza ciega que tengo
en su misericordia ... » Y trata todavía, y siempre, de hacer más claro su pensamiento:
«Comprended que para amar a Jesús, para ser su víctima de amor, cuanto más débil se
es, sin deseos ni virtudes, tanto más cerca se está de las operaciones de este amor
consumidor y transformante. El solo deseo de ser víctima basta, pero es necesario
consentir en permanecer siempre pobres y sin fuerzas, y he ahí lo difícil...» Finalmente,
en un último esfuerzo de claridad, Teresa llega a esta fórmula magnífica, profunda en
su sencillez: «La confianza, y nada más que la confianza, es la que debe conducirnos al
amor».
Hace seis años, en 1890, la novicia Teresa había escrito a María Guérin otra carta sobre
el amor. La fórmula entonces era muy diferente: «En cuanto a mí, no conozco otro
medio para llegar a la perfección que el amor» (CT 87). Se hallaba entonces encendida
en ardor espiritual. Se apoyaba todavía en la persuasión inexpresada de que lograría
realizar este sueño de amor con sus muy generosas fuerzas personales. Años de im-
potencia -pese a toda su generosidad- y una oleada inmensa de luz divina habían de
sucederse antes de que la carmelita llegara a su nueva visión. Su experiencia refleja, tal
vez, la de todo cristiano que busca a Dios seriamente en la perfección del amor.

6. EL MENSAJE
Una de las tareas a que se entrega Teresa durante los últimos meses de su vida consiste
en esbozar y formular su doctrina de manera que pueda comunicársela al mundo en
términos concentrados, resumidos, y por lo tanto sencillos. Así, encontramos en sus
cartas toda clase de definiciones lapidarias y de descripciones, en las que desarrolla su
pensamiento sobre la santidad. Sus opiniones forman un todo coherente: una «pequeña
doctrina». Hay algo que le es propio: «mi camino», «mi manera». Teresa comprende
que se trata de algo que no es ordinario, de algo especial, diferente de otros acerca-
mientos a la santidad.
Se emplea ahora frecuentemente toda clase de símbolos característicos. Por ejemplo, la
imagen de Dios Padre, a la que Teresa da con frecuencia la coloración de su experiencia
personal con el buenísimo y comprensivo Sr. Martin. O la imagen del niño, del que
habla como visto a través de los recuerdos de su propia y ejemplarísima juventud. Sin
embargo, no hay que pensar por eso que la piedad de Teresa no sea absolutamente
cristocéntrica. Cristo es para ella el centro. Cristo es el Esposo, pero un esposo que se
muestra muy paternal hacia ella, que se reviste de atributos paternales. Teresa es la
esposa, pero una esposa que día a día se hace más como una niña. Además, hay imá-
genes que sugieren la idea de ser llevada, en oposición a la de moverse por sí misma: los
brazos del Señor, el ascensor, el águila que la eleva y la lleva sobre sus alas, etc.
A estas formulaciones han contribuido ciertos factores. Ante todo, la noche del sufri-
miento espiritual, y muy pronto la del sufrimiento físico, en las que vivió Teresa. En su
sufrimiento, se agarra a sus convicciones de fe, se las formula, se las justifica a sí misma.
Aquí, la experiencia da vida a la doctrina.
Está luego la conciencia carismática, que germina en ella, de tener una misión de cara al
mundo (cf. CA 16.7.2). Formula esta misión especialmente en las conversaciones que
sostiene, en su lecho de enferma, con sus hermanas.
Finalmente, su actividad de educadora. Desde marzo de 1896, lleva la carga -sin el
título, ¡que retiene María de Gonzaga!- de unas novicias ávidas de saber. Tiene que
ayudarlas, animarlas, aconsejarlas, responder a sus preguntas, resolver sus dificultades,
iniciarlas en la vida espiritual. Ella les formula sus propias convicciones.
¡Aun fuera de los muros de su convento tiene discípulos! Por ejemplo, el misionero
Roulland, por quien ella ora y a quien escribe. Es escribiéndole a él, precisamente,
cuando Teresa logra exponer mejor sus ideas sobre la armonía entre la misericordia y
la justicia de Dios (cf. CT 203). Luego, su propia hermana Leonia, que ha fracasado ya
tres veces en sus tentativas de vida religiosa y tiene gran necesidad de ayuda y de
aliento. Es un modelo típico de «pequeña alma»: débil, mas inmediatamente de nuevo
con buena voluntad. Queda, por fin, el seminarista Belliére, con quien Teresa se escribe.
Es joven, entrega toda su confianza a la hermana enclaustrada, es muy afectivo, incluso
sentimental (ha carecido de padre en su educación), y, por añadidura, se encuentra
hundido en múltiples complejos de culpabilidad. Teresa le abre todas las esclusas de su
doctrina sobre la confianza. Las cartas a Belliére nos dan un conjunto superabundante
de los pensamientos de Teresa.

CAP. IV. EL PUENTE DE LA ESPERANZA


1. Teresa, la inacabada
2. Dios, el inigualable
3. Absorbida por la misericordia de Dios
4. Un universo en expansión
5. De cumbre en cumbre
6. El puente sobre el abismo
7. ¿La confianza o las obras?
8. En el corazón del cristianismo
9. Un ser bienaventurado
Hemos considerado hasta aquí el crecimiento de la esperanza en Teresa. Ahora
reanudamos la cuestión desde un punto de vista más estructural. ¿Cómo se armonizan
las experiencias y las intuiciones de Teresa? No podemos, naturalmente, hacer abs-
tracción de la evolución. Vida y doctrina son uno en Teresa, ambas se esclarecen y se
enriquecen, la una a la otra, constantemente. Teresa vive su propia doctrina y enseña lo
que vive.
Puede decirse que en el movimiento de la carmelita vienen a confluir dos especies de
fuerza. Una, al principio, de tipo centrífugo: la impotencia para realizar por sí misma el
perfecto amor obliga a Teresa a separarse de sí para volverse hacia Dios, para quien
«nada hay imposible». (Lc 1, 37). He aquí un punto negativo de partida doblado sobre
una consecuencia positiva. Una segunda fuerza viene a añadirse a la primera: el nuevo
centro, Dios, al que ella acaba de ser lanzada, desencadena un movimiento de tipo
centrípeto. Orientada enteramente ahora hacia la realidad de la misericordia de Dios, la
carmelita es absorbida dentro de esta nueva esfera de influencia y atraída hacia Dios. Y
de ahí el punto de partida positivo, que tiene como resultado negativo la completa
salida de Teresa de sí misma. Estos dos polos de repulsión y de atracción hacen que
Teresa renazca de Dios de una nueva manera. Esto es lo que vamos a examinar más de
cerca.
1. TERESA, LA INACABADA
Con frecuencia, y cada vez con mayor frecuencia, y cada vez con mayor frecuencia a
medida que se acerca al término de su vida, Teresa se califica a sí misma de débil e
imperfecta.
¿Se ha de tomar esto en serio? ¿Tiene esto consistencia ante el hecho de que todo un
coro de testigos le atribuye unánimemente una fidelidad impecable?
Se ha de observar, ante todo, que estos testigos no son más que espectadores. Se man-
tienen fuera, y no siempre pueden penetrar en la zona del corazón, donde la cualidad
moral de un acto toma definitivamente carácter. ¿Cómo podrían ellos sondear siempre
los motivos? ¿Qué saben de los sentimientos interiores y escondidos? ¿Cómo pueden
juzgar de la constancia en la receptividad de cara a la gracia? Es éste un terreno al cual
solamente Teresa y Dios tienen plenamente acceso: «Sólo Dios conoce el fondo de los
corazones» (Ms C, 19v°).
Existen también faltas de culpabilidad remota, movimientos indeliberados, en cuya
base, por tanto, se halla una raíz no purificada.
Además, Teresa conserva la delicadeza de conciencia de su infancia. Cada falta cobra
una gran resonancia moral y afectiva, a pesar de sentirse arrebatada por la alegría que
le causa su certeza en la misericordia de Dios. El hecho de estar convencida de que Dios
es compasivo no la impide emparejar su excepcional confianza con un extraordinario
respeto a la majestad de Dios.
Con el crecimiento en la santidad, esta sensibilidad respecto al bien y al mal se inten-
sifica constantemente. San Juan de la Cruz ha explicado en términos rigurosos y claros
qué noche de sentimiento de indignidad puede desencadenar en un alma el acerca-
miento a Dios. En la luz, cualquier motita de polvo se hace visible. El fuego consume y
purifica la menor mancha de herrumbre. Especialmente, desde que Teresa está sentada
con los incrédulos y los pecadores a la «mesa de los pecadores», se siente hermana
suya. Una mañana, al recitarse en comunidad el confíteor antes de la comunión, expe-
rimenta el sentimiento vivísimo de ser «una gran pecadora». (CA 12.8.3). Al pie de la
estampa de Jesús crucificado que había hecho nacer en su alma, en otro tiempo, una
inmensa sed apostólica (Ms A, 45v°), escribe: «Señor, vos sabéis que os amo, pero tened
piedad de mí, pues soy un pecador». Y cinco meses antes de su muerte, escribe a Be-
lliére: «Creedme, os lo suplico: Dios no os ha dado por hermana a un alma grande, sino
a una pequeñísima y muy imperfecta» (CT 201).
Tales expresiones no están inspiradas por el deseo de crecer en la humildad, ni mucho
menos de engañar a los que la rodean. Hemos de tomar en serio a Teresa cuando habla
de su pobreza y de su imperfección. Su «camino»... Concibe su proyecto partiendo de
esta situación de imperfección, la cual, unida al conocimiento de la misericordia de
Dios, es el humus sobre el que florece la confianza. Acostumbra a repetir con su ho-
mónima de Avila que «la humildad es la verdad». Esto la hace ver tanto las grandes
cosas que Dios ha hecho en ella (cf. Ms C, 4r°), como los límites que la mantienen por
debajo de sus deseos. Exteriormente, tal vez no hay ya nada que reprender en ella, pero
ella se ve a sí misma interiormente con la mirada penetrante y purificada de una santa.
No se ha de pensar que enseñe un camino de confianza a otros que están en una situa-
ción de imperfección, sin participar ella misma de esta condición. Es verdad que se
encuentra más arriba en esta subida, pero ella y los otros tienen esto en común: que
todos están en ruta hacia una cumbre aún no alcanzada, que escapa al poder de ascen-
sión de cada uno.
Es verdaderamente consolador escuchar cómo la santa de Lisieaux confiesa, hasta en
los últimos meses de su vida, toda clase de pequeñas faltas y desfallecimientos actuales,
aunque las demás religiosas apenas se aperciban de ellos. Son movimientos de
impaciencia durante el período de su enfermedad, que duran un solo instante (cf. CT
207). Son ocasiones que se le presentan de hacer pequeños sacrificios y que ella deja
escapar (cf. Ms C, 31r°). Y cuando la caridad fraterna se ha convertido ya en su segunda
naturaleza, todavía confiesa: «No quiero decir con esto que no cometa algunas faltas.
¡Ah, soy demasiado imperfecta para tanto!». (Ms C, 13v°). Pero toda tristeza egoísta a
causa de estas caídas es absorbida por la alegría de la verdad: «Ya pueden todas las
criaturas inclinarse sobre ella [sobre la florecilla, que es Teresa misma], admirarla,
colmarla de sus alabanzas. No sé por qué, pero nada de eso lograría añadir ni una sola
gota de alegría falsa al verdadero gozo que la florecilla saborea en su corazón al co-
nocer lo que es en realidad a los ojos de Dios: una pobrecita nada, nada más...» (Ms C,
2r°.)
Esta imperfección no es sólo un dato de hecho. Es también inevitable, es un dato que
condiciona a la naturaleza humana, una experiencia necesaria. En Su ofrenda a la
Misericordia, Teresa preveía, con realismo, que algunas veces «caería por debilidad»,
pero sabía también que «todas nuestras justicias tienen manchas a los ojos de Dios» (cf.
Is 64, S). «Ninguna vida humana está exenta de faltas.» (CT 203.) «(Las almas) aun las
más santas no serán perfectas sino en el cielo.» (Ms C, 28r°.) «El justo cae siete veces al
día.» (Prov 24, 16.)
Tres meses antes de su muerte, nos encontramos con una confesión muy significativa,
en la que se reconoce una profunda penetración psicológica sobre la insuficiencia
inherente a todo hombre, y al mismo tiempo una fe llena de esperanza en la potencia
liberadora de Dios: «Cuando recuerdo el tiempo del noviciado, veo cuán imperfecta
era... Me angustiaba por tan poca cosa, que ahora me río. ¡Ah, qué bueno es el Señor,
que hizo crecer a mi alma y le dio alas! (...) Más tarde, sin duda, el tiempo presente en
que vivo me parecerá también lleno de imperfecciones. Pero ahora ya no me sorprendo
de nada. No siento pena alguna al ver que soy la debilidad misma, al contrario, me
glorío de ello (2Col 12, 5), y cuento con descubrir en mí cada día nuevas imperfeccio-
nes». (Ms C, 15r°)

2. DIOS, EL INIGUALABLE
Teresa está todavía confrontada con su propia insuficiencia por la infinitud misma de
sus deseos de amor. Amar, amar totalmente, infinitamente, sin límites: tal era, tal es, el
sueño de la monja enclaustrada. Para eso se ha hecho libre. Para eso se ha hecho pobre
del todo, desasida de sí misma. Para eso ora y vela. Este es su único fin. Pero muy
pronto adquiere «el sentido del Infinito». El día de su profesión pide «el amor infinito,
sin otro límite que Jesús mismo... el amor cuyo centro no sea yo sino tú». En su Acto de
Ofrenda suplica a Dios que le dé el «martirio» del «perfecto» amor. El Manuscrito B
habla de la «plenitud del amor» y evoca diez veces la «locura» de este amor.
El amor al que de tal modo se entrega, despierta en ella algo más todavía. Descubre las
posibilidades latentes que duermen en el fondo del corazón humano, el cual, por el
amor, puede abrirse y florecer en plenitud. ¡El gusto del amor a Jesús y a los hombres
comienza a hacer presa en esta joven mujer! ¡Aquí tampoco hay límites ni fin!. A cada
acto de amor escucha una nueva llamada. El deseo no deja de crecer y de agigantarse:
«Al entregarse a Dios, el corazón no pierde su ternura natural; antes bien, esta ternura
crece, haciéndose más pura y más divina. (Ms C, 9r°). «Compruebo con gozo que,
amándole a él (a Jesús), se ha agrandado mi corazón, y se ha hecho (el corazón) capaz de
dar a los que ama una ternura incomparablemente mayor que si se hubiese concentrado
en un amor egoísta e infructuoso» (Ms C, 22r°). Cada hartazgo de amor crea nueva sed
y una mayor capacidad de beber. Cada experiencia de amor que da y recibe suscita en
Teresa una aspiración a vivir más intensamente todavía el amor.
A través de toda la vida de amor de Teresa corre el deseo de amar al Amado como él
merece: de una manera verdaderamente digna, con una respuesta amorosa que sea
igual al amor con que ella es amada por él, una respuesta por la que dé tanto como
recibe, una respuesta por la que no quede a deber. La ardiente amadora que es Teresa
quiere amar al Señor tanto como él la ama. Ahora bien, aquí se enfrenta con un fracaso
sin límites, por muy santa que sea la empresa. Nunca podremos amar a . Dios como él
nos ama. El nos ama siempre primero y más. No igualaremos nunca este amor. Ten-
dremos que declararnos siempre vencidos, pues «mejor que nuestro corazón es Dios»
(1Jn 3, 20). A él va dirigido el canto: «Porque Tú solo eres santo. Tú solo eres Señor.
Tú solo eres Altísimo».
Y sin embargo, el amor no puede desentenderse de aspirar a la igualdad. San Juan de la
Cruz declara: el alma desea llegar a «amar a Dios con la pureza y perfección que ella es
amada de él, para pagarle en esto la vez.(...) Esta pretensión del alma es, la igualdad de
amor con Dios que siempre ella, natural y sobrenaturalmente, apetece, porque el
amante no puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado» (Cántico
Espiritual, 38, 23).
Nuestro amor es el amor de Dios mismo «que se ha derramado en nuestros corazones
por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rorn 5, 5). El objetivo será, pues,
que nos convirtamos en un canal por el que el amor de Dios pueda refluir perfecta-
mente hacia él a través de nosotros. ¡Mas he aquí que esto es justamente la causa de un
eterno conflicto! ¿Cómo podrá ser nunca el canal suficientemente ancho para dejar
pasar por él esta infinitud de amor? ¿No nos veremos necesariamente obligados a pedir
al Señor que agrande nuestra receptividad? Además, el hombre deja escapar con fre-
cuencia ocasiones de amor: ¿no es eso cerrar por un momento el canal o estrecharlo?
Peor todavía: el hombre comete verdaderas faltas: ¿no son ellas otras tantas fugas que
causan una disminución del amor, una pérdida de corriente en su trayectoria?
Teresa tiene conciencia de este hecho en toda su realidad: nosotros nunca podremos
amar a Dios como él nos, ha amado y nos ama. Seremos siempre adelantados, estare-
mos siempre por debajo, habremos de aceptar siempre que nuestro amor carece de
suficiente fuerza. En la tarde de su vida, la santa pronuncia esta emocionante confesión:
«Vuestro amor me previno desde la infancia, creció conmigo, y ahora es un abismo
cuya profundidad me es imposible medir. El amor llama al amor, por eso, Jesús mío, mi
amor se lanza hacia vos, quisiera llenar el abismo que le atrae, pero ¡ay, no es ni siquiera
una gota de rocío
perdida en el océano! ... Para amaros como vos me amáis, necesito pediros prestado
vuestro propio amor. Sólo así hallo el reposo» (Ms C, 35r°).
Al término de estas reflexiones, dos conclusiones se_imponen: 1a. La humildad es un
elemento base en camino de Teresa hacia la santidad. El hombre debe aceptar humil-
demente su inevitable imperfección de hecho. Debe aceptarse a sí mismo tal cual es. 2°.
Resplandece con evidente claridad la importancia de la esperanza. El amor nunca podrá
llegar por sí mismo a donde quiere llegar. Siempre existen faltas reales, y siempre
existe la imposibilidad de pagar a Dios con la misma moneda de amor. Entonces, sólo
queda la oración, la súplica, la esperanza: «Señor, haced que crezca en mí vuestro
propio amor. Completad vos mismo lo que le falta a mi amor. Llenad mis manos vacías,
dadme vuestro propio corazón».
Este es el movimiento interior que encontramos en los momentos cruciales del itine-
rario de Teresa: cuando descubre su «caminito» (1894), en su Acto de Ofrenda a la
Misericordia de Dios (1895), en el Manuscrito B (1896). Veremos que se produce lo
mismo en otros terrenos. Teresa ha expresado maravillosamente, varias veces, en sus
poesías está esperanza orante de obtener el propio amor de Dios.
¡Amor único mío, escucha mi plegaria,
para amarte, Jesús, dame mil corazones!
Pero no basta aún,
¡oh Belleza suprema! ¡Para amarte
dame tu propio corazón divino!
(Poesía 22)
Y en otro lugar:
Es tu amor, mi Jesús, el que reclamo, ese tu amor que debe trasformarme. Pon en mi
corazón la llama que consume, y entonces podré yo bendecirte y amarte. Y a pesar de
ser grande, extrema, mi indigencia, podré amarte lo mismo que te aman en el cielo. Es
más, llegaré a amarte con el amor mismísimo con que tú me has amado, y me amas,
¡oh Hijo del Altísimo!
(Poesía 41 en la numeración del P. Francisco de Sta. María)
De todo esto resulta que la esperanza ocupa un lugar central en el encaminamiento
espiritual de Teresa. Puesto que el amor del hombre es impotente para alcanzar la
plenitud del amor, la esperanza debe jugar un papel mediador cerca de Dios, que da el
crecimiento (cf. 1Cor 3, 7). Después de todos los esfuerzos imaginables realizados por
el amor, la obra quedará inacabada, se aspirará a más; y finalmente, será la sola con-
fianza en la pura bondad misericordiosa de Dios la que podrá abrir el camino a la
comunicación del perfecto amor. El último día de su vida Carlos de Foucauld escribía,
en esta misma línea doctrinal, a Madame de Bondy: «Vemos que no se ama bastante.
¡Qué verdad es! Nunca se amará bastante. Pero Dios, que sabe de qué barro nos ha
amasado y que nos ama mucho más de lo que una madre pueda amar a su hijo, nos ha
dicho -él, que no miente- que no rechazará a quien se le acerca... »
3. ABSORBIDA POR LA MISERICORDIA DE DIOS
Ya no es necesario que nos extendamos detalladamente sobre la experiencia de Teresa
en el otro polo de su vida espiritual, la Misericordia. Hacia el fin de su vida, formula
esta oración: «¡Oh, Jesús mío! Tal vez sea ilusión, pero creo que no podéis colmar a un
alma de más amor del que habéis colmado a la mía. (...) Aquí abajo no puedo concebir
una mayor inmensidad de amor de la que os habéis dignado prodigarme gratuitamente
a mí, sin mérito alguno por mi parte». (Ms C, 35r°). Se concibe a sí misma como una
espiga que se dobla bajo su propio peso: «Dios ha querido poner en mí cosas que me
hacen bien a mí y a los demás» (CA 4.8.2). «Esta espiga es la imagen de mi alma. Dios
me ha cargado de gracias para bien mío y para bien de muchos otros...». (CA 4.8.3).
Luego, está también la fe en la Misericordia de Dios tal como Teresa la encuentra
subrayada en la Revelación e ilustrada en su propia vida: «Comprendo que no todas las
almas pueden parecerse; es necesario que haya diferentes tipos, a fin de honrar espe-
cialmente cada una de las perfecciones de Dios. A mí me ha dado su misericordia
infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! ... En-
tonces, todas se me presentan radiantes de amor. Hasta la justicia (y tal vez ella más
que ninguna otra) me parece revestida de amor... ¡Qué alegría más dulce pensar que
Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfecta-
mente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿De qué, pues, tendría yo miedo?» (Ms A,
83v°).
Al final de 1894, impresionaron profundamente a Teresa los siguientes versículos de la
Escritura: «Si alguno es pequeñito, que venga a mí». Y: «¡Como una madre acaricia a su
hijo, así os consolaré yo! ¡Os llevaré en mi regazo y os meceré sobre mis rodillas».
Desde entonces, toda la Escritura se ha puesto a hablarle de la bondad de Dios. Por
ejemplo, los salmos, entre ellos los 23 (22) y 103 (102) parecen gozar de sus preferen-
cias. Mas sobre todo, lo que más la conmueve es la Humanidad de Jesús, por cuanto es
ella el súmmum del amor de Dios que se abaja. Su nacimiento, su vida, sus padeci-
mientos y su muerte: todo se hace lenguaje de amor. El es el hijo del Rey que pide en
matrimonio a «una pequeña lugareña. (CT 87).
Participando del espíritu de su tiempo, Teresa habla menos expresamente de la Resu-
rrección, que irradia, sin embargo, tanta misericordia. Pero la contemplativa ha pene-
trado profundamente el contenido del misterio pascua¡, a saber: que Jesús está ahora
vivo, que está cerca de nosotros y que nos hace resucitar con él: «Comprendo, y sé por
experiencia, que "el reino de Dios está dentro de nosotros". Jesús no tiene necesidad de
libros ni de doctores para instruir a las almas; él, el Doctor de los doctores, enseña sin
ruido de palabras... Nunca le he oído hablar, pero se que está dentro de mí. Me guía y
me inspira a cada instante lo que debo decir o hacer. Descubro, justamente en el mo-
mento en que las necesito, luces que hasta entonces no había visto». (Ms A, 83v°). «He
observado con frecuencia que Jesús no quiere darme provisiones. Me sustenta a cada
instante con un alimento enteramente nuevo, recién hecho; lo encuentro en mí sin
saber cómo ni de dónde viene... Creo, sencillamente, que es Jesús mismo, escondido en
el fondo de mi pobrecito corazón, el que me concede la gracia de obrar en mí, dándome
a entender lo que quiere que yo haga en el momento presente. (Ms A, 76r°). Jesús
resucitado la conduce: «Es él quien nos hace desear y colma nuestros deseos... » (CT
178). «Es Dios quien activa en vosotros el querer y la actividad misma para realizar sus
designios de amor» (Flp 2, 13).
Teresa ve desarrollarse el plan de la salvación en el Evangelio. Es su libro favorito. Lo
lleva siempre consigo. Lo sabe casi de memoria. Es su itinerario: «Cuando leo ciertos
tratados espirituales donde la perfección viene presentada a través de mil intrincadas
dificultades, rodeada de una multitud de ilusiones, mi pobrecito espíritu se fatiga muy
pronto, cierro el docto libro que me rompe la cabeza y me deseca el corazón, y tomo la
Escritura Santa. (... ) Una sola palabra descubre a mi alma horizontes infinitos, la
perfección me parece fácil; veo que basta reconocer la propia nada y abandonarse como
un niño en los brazos de Dios» (CT 203).
La misericordia, efectivamente, es lo que más conmueve a Teresa en el Evangelio. «No
tengo más que poner los ojos en el santo Evangelio, y en seguida respiro los perfumes
de la vida de Jesús, sé por qué lado he de correr... No me lanzo al primer puesto sino al
último. En vez de adelantarme como el fariseo, repito, llena de confianza, la humilde
oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de Magdalena. Su asom-
brosa, o mejor, su amorosa audacia, que encanta el corazón de Jesús, seduce al mío. Sí,
estoy segura de que aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden
someterse, iría, con el corazón roto por el arrepentimiento, a arrojarme en los brazos de
Jesús, porque sé muy bien cuánto ama al hijo pródigo que vuelve a él. (Ms C. 36v°).
Más de una vez cita las palabras de Jesús: «No tienen los sanos necesidad de médico,
sino los enfermos... No he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9,
12-13). Haciéndose eco del pasaje
evangélico sobre la oveja perdida, da el siguiente consejo a Celina: «No temas, cuanto
más pobre seas, más te amará Jesús. El irá lejos, muy lejos, para buscarte, si alguna vez
te extraviaras un poco». (CT 182) Es un Dios que ama a los hombres: «(Jesús) está más
orgulloso de lo que obra en el alma de Celina, de su pequeñez, de su pobreza, que de
haber creado los millones de soles y la anchura de los cielos» (CT 205). Jesús es en todo
y por todo como su Padre, a quien él nos enseña a llamar y a hablar así: Padre nuestro;
palabras que algunas veces n emocionaba a Teresa hasta las lágrimas.

4. UN UNIVERSO EN EXPANSIÓN
Tres imágenes pueden ahora ilustrar la estructura del camino de Teresa hacia la
santidad.
La primera es la de Dios como universo en expansión. Podríamos representar a Dios
como una esfera, como un globo. Ahora bien, al hombre se le permite penetrar, por el
amor, en esta esfera y avanzar más profundamente hacia el punto central. Pero a
medida que avanza el hombre, le parece que el universo de Dios se dilata. Efectiva-
mente, a los ojos del hombre que ama, Dios aparece cada vez más digno de amor.
Cuanto más posee a Dios, tanto más sabe y comprende también que Dios se le escapa
todavía. Asumido por la gracia a la propia vida de Dios, la criatura participa de Dios y
crece su hambre de Dios. De este modo, la esfera se hace cada vez más grande: el límite
que el hombre ha dejado tras de sí recula siempre y vuelve a ponérsela delante, el
hombre se aleja cada vez más de su propio mundo, mas en el lado opuesto, en igual
proporción, el espacio de Dios huye continuamente. Y así, la profundidad de Dios, el
punto más central, viene a hallarse siempre más lejos: el hombre, ciertamente, acomete
sin cesar por el amor, pero por esa fuerza expansivo que al mismo tiempo le invita a ir
más adelante, a penetrar más profundamente en el mundo de Dios, la profundidad más
profunda de Dios se aleja más rápidamente todavía de él. Cuanto mayor es la velocidad
con la que el hombre se lanza hacia adelante, tanto más velozmente retrocede el centro
divino. Se verifica por momentos la frase de san Agustín: «Dios más íntimo a mí que mi
más íntimo yo, pero también más alto que mi ser más elevado».
Toda comparación falla por algún lado. Esto no falla. No hay tal centro divino. Esta-
mos en Dios, y por consiguiente estamos ipso facto en el centro de que habla la Imagen.
El amor creciente por el que Dios se comunica, infunde siempre y cada vez mejor y más
profundamente la conciencia de que puede y debe ser amado más y más. Es éste un
movimiento perpetuo, nunca acabado, un éxodo sin fin, una peregrinación nunca
terminada del hombre a Dios. En la medida en que un amor más grande se nos queda
en irrealizable, la santidad, por el momento, no se nos da más que a la manera de un
ideal.
Ante la impotencia de amar a Dios lo bastante dignamente aquí abajo, aun aprove-
chando al máximo todas las ocasiones de amor que se nos presentan, y entonces más
que nunca, no nos queda otro recurso que el de suplicar a Dios con toda confianza que
haga posible lo imposible y que se comunique él mismo de una sola y repentina em-
bestida de su amor divino, al hombre que le ama, aun cuando éste no pueda todavía
comprender cómo pueda esto realizarse. Mas el hombre no puede dejar de pedirlo. Y si
Dios le toma entonces más profundamente en sí mismo y disminuye aparentemente la
distancia, el drama se hace inmediatamente más intenso. Y así siguen las cosas hasta el
fin. Cuanto más se ama, más se desea amar. Si ya esto sucede en ciertas amistades
humanas, ¿cómo no habría de suceder en el amor ideal, que es el amor divino?... Son-
riendo humorísticamente, Teresa compara las ideas de sus catorce años con los puntos
de vista de la cristiana adulta: «Al principio de mi vida espiritual, hacia los trece o
catorce años, me preguntaba a mí misma qué progresos podría hacer más tarde, pues
creía entonces imposible comprender mejor la perfección. No tardé en convencerme de
que cuanto más adelanta uno en este camino, tanto más lejos se cree del término. Por
eso, ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y encuentro en ello mi alegría... »
(Ms A, 74r°) Así pues, a medida que uno se acerca, se ve más lejos del fin. Nunca se ama
con el «último. amor. El amor actual no puede alcanzar aquello con lo que sueña el
amor. Siempre de nuevo, el amor debe convertirse en esperanza de que Dios haga
crecer el amor.
Teresa conoce muy bien las dos perfecciones: la de Dios, que es infinita y de la cual se
puede participar cada vez más íntimamente sin llegar nunca a agotarla, y la del hombre,
que, según la definición magistral de Teresa, consiste en «ser lo que Dios, quiere que
seamos». Mas todo sucede y pasa como si Teresa, por largo que sea el tiempo que vi
hubiera alcanzado todavía esta perfección humana. Por lo demás, ¿cómo podría nunca
saberlo ella? ¿Acaso no quiere Dios que sigamos creciendo siempre en la tierra? Se
diría que en la perspectiva existencial y dinámica de la santa de Lisieaux, Dios quiere
siempre que seamos más de lo que somos actualmente. Por eso, nuestro amor actual no
podrá ser nunca el medio ni el camino que nos una al amor en su término-Dios. Teresa
se ve condenada a implorar de Dios, una vez y siempre otra vez, este amor terminal:
«Hacedlo vos en mí, venid, vos, con vuestra plenitud. Colmad, vos, todas mis profun-
didades, ahondadlas cada vez más profundamente y llenadlas más y más». Por esta
razón, su «caminito» es, en última instancia, un camino de esperanza.

5. DE CUMBRE EN CUMBRE
La segunda imagen es la del sendero que serpentea montaña arriba. La experiencia nos
enseña a cuántas ilusiones -y exaltaciones- puede dar lugar la ascensión a una montaña.
Se divisa una cumbre, y se piensa: ya estamos en lo alto. Una vez llegados a ella, vemos
otro punto más elevado. Y así vamos de altura en altura hasta alcanzar finalmente la
última cumbre.
Se puede aplicar esta imagen al crecimiento del hombre en camino hacia Dios, con la
sola diferencia de que en Dios no existe última cumbre. El amor ve surgir siempre ante
sus ojos una nueva cumbre. Y así sin fin. Dios está siempre «más lejos». El deseo de
amar a Dios como él nos ama, con la misma infinitud de amor, se queda para el hombre
que camina en un puro sueño que nunca llega a realizarse. Es Imposible que se realice,
porque el hombre nunca podrá ser Dios. Sólo ha sido creado «a su imagen» (Gén 1, 26),
lo cual implica a la vez participación y diferencia, unidad y distancia. Por eso, el amor
ha de tener conciencia de que por mucha prisa que se dé, no trepa suficientemente
rápido, y que debe suplicar a Dios que descienda de la más elevada cumbre y que
transporte al amante hasta lo alto. Es la alegoría teresiana del pajarito y del Aguila. Del
Aguila se pueden tener «los ojos y el corazón,,, la penetración y la locura, pero no se
pueden tener «las alas», (Ms B, 4v°). Ante esta impotencia, ha de ser el Aguila misma la
que lleve a lo alto al pajarillo. Lo mismo sucede con la comparación del «ascensor»: son
«los brazos de Jesús. los que finalmente deberán llevar hasta la cumbre al ardiente
alpinista.
Esto ilustra una vez más que aun el amor más santo no puede amar a Dios como él
merece ser amado, lo cual sucede en razón precisamente de la santidad de Dios.
Aceptando su propia debilidad, el amor debe convertirse en esperanza de que Dios
suplirá lo que falta para el don total de sí mismo al alma. Esta esperanza no es un paso
atrás, es un crecimiento. Es el mismo amor que se pone a florecer. Dejar de esperar ya,
sería mandarlo a la muerte. San Juan de la Cruz dice que el amor sabe renunciar a todo
por el Amado, salvo al deseo de crecer y poseer más Y más al Amado para amarle más:
«No puede dejar de desear el alma enamorada, por más conformidad que tenga con el
Amado, la paga y salario de su amor, porque el salario y paga del amor no es otra cosa,
ni el alma puede querer otra, sino más amor, hasta llegar a perfección de amor; porque
el amor no se paga sino de sí mismo. (...) El alma que ama no espera el fin de su trabajo,
sino el fin de su obra; porque su obra es amar, y de esta obra que es amar, espera ella el
fin y remate, que es la perfección y cumplimiento de amar a Dios» (Cántico Espiritual
9, 5). Esta esperanza de «más amor» no es, pues, en manera alguna, la regresión de un
amor desinteresado a una petición interesada que el alma hace para sí misma. El único
interés de esta esperanza es hacerse cada vez Más desinteresada, poder entregarse cada
vez más.
Ahora bien, esta esperanza anhelante ' es como una planta que brota de la tierra del
amor y que lleva, en sí toda la savia de este humus del amor. Está enteramente im-
pregnada del amor del que nació. Es rica en amor, es la más intensa expresión del amor,
que ella lleva a un nivel más elevado. Por lo demás, levantar una mirada llena de
esperanza hacia alguien es cosa que nos lleva a admirarle más y más, y a enamorarnos
más de él. Que esta esperanza en Teresa esté llena de amor se evidencia también por el
hecho de que aquél hacia quien se levanta la mirada es Padre, y Teresa trata con él
como un niño, con maneras plenamente amorosas.
Empleamos con frecuencia aquí la palabra esperanza para indicar el «cauce» por donde
deben rizarse la confianza y el abandono: disposición a pasar del «todavía no» a «lo que
viene», y que es posible y bueno. Teresa emplea muchas veces un término por otro. Por
lo común, da a su esperanza el nombre de confianza. la confianza es la esperanza. Pero
en virtud de la fe en la misericordia bondadosa de Dios, en la que se apoya como en una
roca,
la confianza presenta un carácter más pronunciadamente familiar y una mayor certeza
de ser escuchada. Tener confianza es fiarse de Dios, apostar por su bondad, contar con
el apoyo de su amor al hombre. La confianza es base de vida, y por lo tanto orientación
para el futuro. La confianza está llena de gratitud anticipada y de oración de alabanza.
En ella está puesta la esperanza de todos mis amados hermanos los hombres, a quienes
amaré más y más a medida que mi amor se haga mayor. La confianza teresiana vuelve a
decir a Dios: «Os espero a vos mismo de vos, por vos y por todos los hombres».
Esta confianza en Dios no se vive como una absoluta seguridad con relación al futuro
Infunde, ciertamente, una «alegre seguridad y una gozosa firmeza de esperanza». (Heb
3, 6), pero éstas se verán forzosamente combatidas por nuestras dudas frente -a las
promesas todavía no realizadas de Dios. Será necesario que la confianza no se contente
con lo que es actual, que no sucumba tampoco a las tentaciones de irresolución y de
pereza que a cada instante pretenden tomar la esperanza por una utopía. La confianza
consiste muchas veces en «esperar contra toda esperanza» (Rom 4, 18). Por eso, la
esperanza es la fuente de una vida dinámica que nos levanta por encima de nosotros
mismos, que rompe los límites del presente, que es salida de nuestro propio yo, ímpetu,
abandono. Tener confianza exige un desasimiento permanente del «hoy» y de nosotros
mismos. Es el combate del hombre nuevo, en el que queremos convertirnos, contra el
hombre viejo que somos todavía y que nos cuesta dejar de serlo.
También aquí aparece el vínculo de la confianza con el amor. En la perspectiva tere-
siana, tener confianza es como alzarse hacia un amor más elevado, hacia un amor a
Dios-frente-a nosotros, un amor que no se posee todavía completamente. Confiar en el
Otro es renunciarse a sí mismo por amor al Otro. Se la ha llamado frecuentemente a
Teresa la «santa del amor». Tal vez pudiera decirse más justamente: la santa del
«sobre-amor», es decir, de la esperanza que, por encima de una entrega grande cier-
tamente, pero finita y provisional, se eleva a una entrega más grande, menos finita,
definitiva, que sólo Dios puede dar. Es el amor que rehusa quedarse en lo que es so-
lamente ahora, y que, por encima de sus esfuerzos reales, implora de Dios lo que su ser
no es todavía. Es el amor que tiene conciencia de estar siempre solamente en camino.
Es el amor que lanza a la imaginación en busca del cómo podría convertirse más en sí
mismo.
De donde resulta que la confianza teresiana es como una síntesis de toda la vida teo-
logal. Deslizándose por el cauce de la esperanza, es, por una parte, fe en la bondad de
Dios, y brota, por otra, de ese amor al que quiere unirse más intensamente. Por eso dice
san Ambrosio que entre el amor y la esperanza existe un «circuito sagrado.: en efecto,
la marea os hace pasar sin cesar del uno a la otra. El amor hace esperar, la espera hace
amar más y más. Un amor más grande conduce a una nueva esperanza, una nueva
esperanza es un lenguaje de amor y de oración para más amor, oración que Dios es-
cucha. Así se va del amor a la esperanza y de la esperanza al amor: un movimiento
circulatorio que no cesará nunca hasta el día en que se posea a Dios completamente.
Esperanza y amor forman, por consiguiente, los anillos de una larga cadena que junta
cada vez más sólidamente al hombre con Dios.
¡Amor y esperanza es un largo «caminito»! Ellos me hacen avanzar. El hecho mismo de
que Dios me haga esperar en él, es señal indudable de que está dispuesto a escucharme.
Ya en este hecho interviene su gracia. La mirada repetida me hace vivir a su mismo
nivel.
El me trasforma, me comunica sus dones. Tal vez, incluso, tras una larga esperanza,
haga que unas «gracias de Navidad» realicen una abertura a través de mi alma, de mi
modo íntimo de ser y de sentir.
Teresa sabe perfectamente que bajo la superficie del carácter y del temperamento, la
esperanza puede también concentrar nuevas fuerzas vitales. En ciertos seres, esta
nueva vida no se dará a conocer hasta que estalle en el momento de la muerte el duro
caparazón de su pobre psicología. Esas son típicamente las «pequeñas almas», las
cuales en la tierra son poco consideradas, no tienen nada de lo que puedan engreírse,
pero que a los ojos de Dios son grandes, porque estuvieron llenas de esperanza en
medio de su pobreza.
Amor y esperanza: ¿cuál de las dos dirá la última palabra? Puede uno proponerse esta
pregunta, porque, como por azar, los tres manuscritos autobiográficos de la carmelita
terminan con la palabra «amor», lo cual demuestra, por lo menos, que Teresa estaba
llena de amor. Mas ¿se trata del amor como posesión? ¿O como ideal, y por consi-
guiente como esperanza? Aquí en la tierra, es la esperanza la que, en el fondo, será
también la última palabra del hombre. Y porque el amor por naturaleza mueve a desear
más y más, inspira al hombre una oración de esperanza para obtener más amor. La
esperanza es el amor que aspira, que sube al tejado de su casa y tiende sus manos
suplicantes hacia el cielo. Por la esperanza, el amor aumenta por encima de su propia
estatura y se hace más grande. En este sentido Teresa especifica que su camino es un
camino de «confianza amorosa» (CT 231). Confianza es el sustantivo que expresa el
centro, la esencia del asunto; amorosa es el adjetivo que indica la coloración. Y cuando
se le pregunta qué es, en fin de cuentas, su famoso «caminito», ella responde: «Es el
camino de la confianza y del total abandono».
Más exactamente, la esperanza es la penúltima palabra en la tierra. la última es el
Verbo quien la dice, Jesús, cuando en el momento del encuentro definitivo se comunica
a nosotros totalmente, sin división ni desmembración. La última palabra en la tierra en
respuesta a la esperanza, primera y única palabra en el cielo, vuelve a ser el Amor, con
mayúscula.

6. EL PUENTE SOBRE EL ABISMO


La tercera y última imagen que puede esclarecer la doctrina de Teresa es la del puente.
Hemos visto cómo Teresa, a pesar de su amor, o mejor, en razón de su amor, tiene
conciencia de estar todavía lejos del amor pleno. Verdad es que esta separación no la
siente ya penosamente como tal, porque Dios se le comunica cada vez más íntima-
mente. Pero tiene la clara conciencia de las posibilidades ulteriores. El perfecto amor se
convierte en un «abismo». (Ms C, 35r°) que ella desearía salvar para estar junto al
Amado.
Es necesario ahora tender un puente sobre este abismo. Sobre ambas orillas se han
echado sólidos fundamentos, sobre los que se levantan recios pilares. En nuestra orilla
el
pilar es la humildad, por la cual el hombre finito y limitado acepta humildemente su
imperfección y su impotencia. En la orilla del Dios infinito el pilar es la Misericordia,
en la cual el hombre crece. En el mismo grado que la humildad, la fe en el amor mise-
ricordioso de Dios es una condición esencial de la esperanza. No se puede esperar en
alguien en cuya bondad no se crea. Entonces, sobre estos pilares se tiende el puente de
la confianza amorosa, y el hombre puede llegar hasta Dios. 0 más exactamente, Dios
mismo pasa el puente, ;toma en sus brazos al hombre y le lleva a la otra orilla.
Todavía aquí la imagen es defectuosa. En realidad, el puente no ha de ser construido
una sola vez, sino que debe estar siendo construido siempre, sin cesar, a cada momento.
Después de cada crecimiento en el amor, la distancia subsiste todavía, y hay que tender
un nuevo puente.
Entonces, ¿la esperanza nos acerca realmente a Dios? Podría plantearse la cuestión del
lado de Dios, razonando por absurdo, pues la cuestión sería verdaderamente absurda si
la respuesta fuese negativa. ¿Puede el Dios del amor dejar sin escuchar a un hombre
que desea y espera ardientemente amarle más y más? A Teresa, en todo caso, esto le
parece imposible. Se le puede aplicar a la confianza lo que ella escribía acerca de la
oración de petición, que es el lenguaje de la confianza: «La oración y el sacrificio
constituyen toda mí fuerza, son las armas invencibles que Jesús me ha dado» (Ms. C,
24v°). «¡Qué grande es, pues, el poder de la oración! Se diría que es una reina que en
todo momento tiene entrada libre al rey y puede conseguir todo lo que pide! ... » (M s C,
25r°). «El Todopoderoso les dio (a los santos) un punto de apoyo: ¡EL MISMO! ¡EL
SOLO! Y una palanca: la oración, que quema con fuego de amor. Y así levantaron el
mundo» (Ms C, 36v°). Jesús mismo nos enseñó a pedir en el padrenuestro, y eso,
ciertamente, no puede ser ineficaz. Y además, Jesús presenta la oración de petición
como sensata y posible: «Por medio de sublimes parábolas (...) (Jesús) nos enseña que
basta llamar para que se nos abra, buscar para encontrar, y tender humildemente la
mano para recibir lo que se pide... Dice también que todo lo que se pide en nombre suyo
a su Padre, éste lo concede» (Ms C, 35v°).
Las hermanas de Teresa atestiguan que no ponía límite alguno a su esperanza. En el
Manuscrito B, habla de sus «deseos y esperanzas que rayan en lo infinito», de su
confianza «audaz», de sus «súplicas temerarias. y de sus «inmensas aspiraciones».
«¿Cómo se dejaría él (Dios) vencer en generosidad?», escribe (CT 203). A María de la
Trinidad le explica: «restringir (vuestros) deseos y (vuestras) esperanzas es desconocer
la bondad infinita de Dios. Mis deseos infinitos constituyen mi riqueza, y en mí se
realizará la palabra de Jesús. Al que tiene se te dará más, y abundará» (PA, 1332). Con
san Juan de la Cruz repite frecuentemente: «esperanza de cielo tanto alcanza cuanto
espera». ¡Nada nos demuestra mejor la fuerza de transformación que posee la confianza
que la vida concreta de Teresa misma! ¡Evidentemente, su ascensor funciona a la
perfección! ¡El Amor misericordioso trabaja en su existencia! Su fidelidad es excep-
cional, y su amor fraterno no tiene ya límites.
Por todos los caminos y medios posibles inculca esta confianza a sus novicias. Ha-
blando de un niñito que no puede por sí mismo subir ni siquiera el primer peldaño de
una escalera, dice: «Consentid en ser ese niñito. Por la práctica de todas las virtudes
levantad siempre vuestro piececito para subir la escalera de la santidad. No llegaréis a
subir ni siquiera él primer peldaño, pero Dios no os pide más que la buena voluntad.
Veréis qué
pronto, vencido por vuestros esfuerzos inútiles, bajará él mismo, y tomándoos en sus
brazos, os llevará para siempre a su reino. (PA, 1403).
A María de la Trinidad que deseaba tener más energía: «Y si Dios os quiere débil e
impotente como un niño... ¿Creéis por eso que tendréis menos mérito?... Consentid,
pues, en tropezar a cada paso, incluso en caer, en llevar vuestras cruces débilmente.
Amad vuestra impotencia. Vuestra alma sacará más provecho de ello que si, llevada por
la gracia, cumplieseis con entusiasmo acciones heroicas, que llenarían vuestra alma de
satisfacción personal y de orgullo» (PO, 2192).
Respecto a sí misma, hace esta lúcida observación (que disipa toda ilusión): «Soy un
alma muy pequeña que sólo puede ofrecer a Dios cosas muy pequeñas. Y aún me sucede
muchas veces dejar escapar algunos de estos pequeños sacrificios, que tanta paz llevan
al alma. Pero no me desanimo por eso: me resigno a tener un poco menos de paz, y
procuro estar más alerta en otra ocasión» (Ms C, 31r°).
Tiene perfecta conciencia de que hay seres que son mucho más grandes amigos de
Dios, mucho más santos, de lo que parecen a juzgar por su carácter desasosegado y por
su psicología apocada: «Muchas veces, lo que a nuestros ojos parece negligencia,
resulta heroico a los ojos de Dios» (PO, 1755). Y su hermana Celina escucha este aviso:
«En el último día quedaréis admirada al ver a vuestras hermanas libres de todas sus
imperfecciones, y os parecerán grandes santas» (CRG, IV, 20: en OCST, p. 1572).
Comentando la parábola de los trabajadores de la viña, refiriéndose a los de la última
hora, dice: «Mirad, si hacemos nuestros pequeños esfuerzos, esperémoslo todo de la
misericordia de Dios y no de nuestras miserables obras: seremos recompensadas lo
mismo que los grandes santos» (PA, 1043).

7. ¿LA CONFIANZA O LAS OBRAS?


Puede ser que en la mente del lector surjan estas o parecidas dudas y preguntas: ¿No
habrá ido Teresa demasiado lejos poniendo en las nubes a la confianza? ¿Ha aclarado
suficientemente el empeño efectivo? ¿No propone, acaso, una mística de la debilidad?
Nos hallamos aquí ante la eterna paradoja de un Dios de amor que reclama la total
fidelidad y al mismo tiempo ama tanto al hombre imperfecto que reconoce su pobreza.
Encontramos esta paradoja a lo ancho y largo de la Gozosa Nueva de la redención de
los pobres. La coexistencia de nuestra responsabilidad personal y de la asombrosa
misericordia de Dios es un misterio.
Esta paradoja está presente también en la mente y en el corazón de Teresa. Paradoja
hasta en sus palabras. Se hallan en ella expresiones como éstas: «El amor sólo con amor
se paga». «El amor se prueba con obras» (Ms B, 4r°). «(Jesús) no tiene necesidad
alguna de nuestras obras, sino solamente de nuestro amor.» (Ms B, 1°.) Su «camino-
-dice- no es el del quietismo, ni el del iluminismo (cf. PA, 1358), y sin embargo, quiere
morir «con las manos vacías», y confiesa: «Si hubiese procurado amontonar méritos, en
este momento estaría desesperada» (CRG, III, 3: en OCST, P. 1517). «¡El amor ( ) es un
torrente que no deja nada a su paso!» (Ibid. 10: ibid., p. 1522.) Pero cuando Dios se
disponga a premiar su obra de amor «va a verse en un apuro», porque « ¡yo no tengo
obras! Por lo tanto, no podrá darme "según mis obras..." ¡Pues bien, me dará "según sus
obras! (CA 15, 5, l.)
Teresa no es voluntarista, mas tampoco es persona que tolere la tibieza. En fecha muy
próxima a su Acto de Ofrenda a la misericordia de Dios, de quien ella lo espera todo,
escribe: «la energía ( es la virtud más necesaria, con la energía se puede fácilmente
llegar a la cumbre de la perfección» (CT 157). Hablando de la gran misericordia que el
Señor le había mostrado en la noche de Navidad de 1886, observa sin embargo:
«Muchas almas dicen: No tengo fuerzas para realizar tal sacrificio. Pues que hagan lo
que yo hice: un gran esfuerzo» (CA 8.8.3). Subraya que el camino del Reino de los cielos
no se corre diciendo «¡Señor! ¡Señor!», sino cumpliendo la voluntad de Dios (cf. Ms C,
11v°), pero insiste también, con frecuencia, en que la buena voluntad basta (cf. Ms C,
25v°).
Una solución parcial a la paradoja puede hallarse considerando cuál es el criterio de que
se sirve exactamente Teresa. El verdadero valor, el único en realidad, es el amor con
que se lleva a cabo una acción, y no la grandeza de la acción misma. El amor lo en-
grandece todo, y sin amor la acción más grande queda sin valor alguno a los ojos de
Dios: «Comprendí que sin el amor, todas las obras son nada, aun las más brillantes,
como resucitar a los muertos y convertir a los pueblos» (Ms A, 81v°). «No es el valor ni
aun la santidad aparente de las acciones lo que cuenta, sino solamente el amor que se
pone en ellas» (CRG, 13: en OCST, pp. 1525-1526).
Además, entre las declaraciones de Teresa respecto a la relatividad de las obras, hay
muchas que se refieren a lo que ellas tienen de grande, de sorprendente, de brillante, de
sensacional, de lo que atrae la atención: todo eso que Teresa expresa con el vocablo
«deslumbrante». Por eso toma sus distancias en relación con las «hazañas» de la
mortificación corporal y rechaza todo deseo de fenómenos místicos y extraordinarios.
Todo esto no está hecho para «las almas pequeñas», decía ella, nada de eso se encon-
trará en su «caminito». «¡Es tan dulce servir a Dios en la noche de la prueba! ¡No
tenemos más que esta vida para vivir de fe!... » (CRG, VI, 9: en OCST p. 1618.)
La fidelidad que reclama el amor se concentra en las numerosas «pequeñas» cosas
ordinarias de todos los días: cosas que están al alcance de cualquiera. Ya se ve que
Teresa no se hace propagandas de una solución de facilidad. No se elimina el heroísmo,
se traslada al terreno propio del hombre pobre. El torrente del amor viene canalizado
por la vida ordinaria de cada día. Lo que sorprende en el programa que se traza Teresa
para realizar su sueño de amor en el corazón de la Iglesia, es ver el lugar que ocupan
todas esas «las más pequeñas cosas», esos «pétalos (...)sin ningún valor», esas «nadas»:
¡un pequeño sacrificio, una mirada, una palabra, una sonrisa! ¡Pero qué radicalismo a
través de esta página maravillosa! Todo será recogido, aprovechado, nada rehusado
(Ms B, 4v°). Sin embargo, Teresa confiesa no ser más que un «alma imperfecta»,
existen las infidelidades, el programa no se cumple siempre enteramente. La «obra»,
pues, no siempre es sinónimo de
un cumplimiento integral, no siempre queda acabada en todos los aspectos. A veces la
acción no es más que el esfuerzo leal, el hecho de tratar de, la buena voluntad que se
pone infatigablemente en marcha: verdaderos portadores de amor, pero también tes-
tigos de imperfección y de llamamiento e invocación a la misericordia de Dios.
¡Cuánto le hubiera gustado a Teresa conocer esta parábola de Tagore, que ilustra
clarísimamente el valor de las «pequeñas cosas»!
Iba yo pidiendo, de puerta en puerta, por el camino de la aldea, cuando tu carro de oro
apareció a lo lejos, como un sueño magnífico. Y yo me preguntaba, maravillado, quién
sería aquel Rey de reyes.
Mis esperanzas volaron hasta el cielo, y pensé que mis días malos se habían acabado. Y
me quedé aguardando limosnas espontáneas, tesoros derramados por el polvo.
La carroza se paró a mi lado. Me miraste y bajaste sonriendo. Sentí que la felicidad de la
vida me había llegado al fin. Y de pronto tú me tendiste tu diestra diciéndome:
"¿Puedes darme alguna cosa?"
¡Ah, qué ocurrencia la de tu realezas ¡Pedirle a un mendigo! Yo estaba confuso y no
sabía qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo, y te lo di.
Pero qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un
granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré por no haber tenido
corazón para dártelo todo!
(Ofrenda Lírica [Gitánjali] - Traduc. de ZENOBIA CAMPRUBI y JUAN RAMON
JIMENEZ, 50)
¿Obras y confianza? Teresa ofrece aquí un gran equilibrio. Amar cuanto sea posible,
demostrar el amor con actos y obras, pero cuando se interpone la impotencia y no se
llega a más, entonces confiar en el infinitamente Misericordioso. La doctrina teresiana
de la pobreza espiritual está construida sobre la experiencia de quien, habiéndose
apoyado durante mucho tiempo en sus propias fuerzas, no llega hasta el final en el
esfuerzo constante que hace por alcanzar la santidad. Sin embargo, en el interior del
radio de acción que nuestro amor es efectivamente capaz de alcanzar, ese amor ha de
traducirse en actos. Cuando luego el amor sube más alto, debe mostrar de nuevo su
autenticidad a través de una fidelidad correspondiente en las pequeñas cosas. Sin
fidelidad a lo que pide el Amado, la confianza se ve frenada en su espontaneidad.
Todo esto nos causa emoción por el afán que vemos en Teresa de dar toda la gloria a la
misericordia de Dios. Esta es la razón por la que tiene en tan poco su propia actividad
de amor. Dice en algún lugar que su «caminito. no es más que el Todo y la nada de san
Juan de la Cruz: ¡es por el camino de la nada por el que se va al Todo! Teresa subraya:
«Queréis
escalar una montaña, y Dios quiere haceros descender al fondo de un valle fértil donde
aprenderéis el desprecio de vos misma» (CRG, II, 16: en OCST, p. 1487). «¿Adquirir?
¡Decid mejor: perder! ... » (ibid., p. 1486.) «Estáis constantemente deseando haberlo
logrado [vuestro último fin], os sorprendéis de caer. ¡Es necesario contar siempre con
caer!» (ibid., 23: ibid., p. 1491.) «Es necesario consentir en permanecer siempre pobres
y sin fuerzas, y he ahí lo difícil. (CT 176). El pobre de espíritu no busca con mirada
ansiosa el resultado, no se preocupa del éxito, no se pregunta con inquietud si ha
progresado ya mucho, no desea tener grandes pensamientos, puede vivir, también, sin
luz, no desea verlo todo y comprenderlo todo: vive de fe y de confianza, y se pone
enteramente en las manos de aquel en quien confía.
En fin de cuentas, la paradoja y el misterio no se, suprimen en Teresa. Hay dos polos:
Hacerlo todo como si dependiese de nosotros, y esperarlo todo como si dependiese sólo
de Dios. La doctrina de Teresa es una armonía que no excluye ninguno de los dos
polos, más bien los reúne en una síntesis superior: hacerlo todo lo mejor posible y dejar
que Dios haga lo demás. ¡Y ésta no es para ella una máxima huera! «Hay que hacer todo
cuanto está en nosotros, dar sin medida, renunciarse continuamente. En una palabra,
probar nuestro amor por medio de todas las buenas obras que están a nuestro alcance.
Pero como, al fin de cuentas, todo eso es bien poca cosa.... es necesario que cuando
hayamos hecho todo lo que creemos deber hacer, nos confesemos los siervos inútiles",
esperando, no obstante, que Dios nos dé por gracia todo lo que deseamos. (CRG, lI, 46:
en OCST, p. 1510).
En esta tensión de los dos polos: actividad y abandono, su corazón, sin embargo, se
inclina claramente hacia el segundo. En él está su carisma. De él nace esa potencia de
aliento que emana de su persona. la última frase de su autobiografía revela esta prefe-
rencia por la pobreza total en relación con los méritos Personales: «Dios, en su mise-
ricordia preveniente, ha preservado a mi alma del pecado mortal; pero no es eso lo que
me eleva a él por la confianza y el amor» (Ms C, 36v°). Y le pide a la Madre Inés que
añada a su autobiografía esta nueva y más abundante confirmación de su pensamiento:
«Podría creerse que si tengo una confianza tan grande en Dios es porque no he pecado.
Decid muy claramente, Madre mía, que aunque hubiese cometido todos los crímenes
posibles, seguiría teniendo la misma confianza:. sé que toda esa muchedumbre de
ofensas sería como una gota de agua arrojada en un brasero encendido. Luego contaréis
la historia de la pecadora convertida, que murió de amor». (CA 11.7.6). Se confiesa
incapaz de hacerse rica en lo sucesivo: «Aunque hubiese realizado todas las obras de
san Pablo, seguiría creyéndome un servidor inútil"; pero eso es, precisamente, lo que
constituye mi alegría, pues no teniendo nada, lo recibiré todo de Dios» (CA 23.6).
Se le atribuye a Teresa una definición de la santidad que es muy común. Según toda
probabilidad, es la Madre Inés quien pone estas palabras en boca de Teresa. Mas si la
declaración no es literalmente de la santa, la inspiración, sin embargo, es netamente
teresiana: «la santidad no está en tal o cual práctica; consiste en una disposición del
corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de
nuestra debilidad, y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre» (Novissima
Verba 3.8.5b, cf. Anexos, p. 251).
La imagen de la mano puede sugerir cómo se ha desarrollado la vida de Teresa. Al
principio, la mano se tendía, con los dedos crispados e impacientes y la palma
vuelta hacia abajo, deseosa de asir, en una actitud captativa, para apoderarse de las
cosas. Más tarde, se opera gradualmente la conversión, el cambio. La Palma está vuelta
hacia arriba. Los dedos deseosos de asir se distienden, se relajan. La mano, ahora, está
abierta, oblativa, pronta a ofrecer y, en cambio, a recibir mucho. Para llegar a esto, ha
sido necesario el desenvolvimiento y desarrollo de casi toda una vida. ¡Esto no se hace
en un periquete!

8. EN EL CORAZÓN DEL CRISTIANISMO


Teresa ha expresado, a su manera, en todos sus escritos, puntos de vista teológicos
muy profundos sobre la relación de Dios y del hombre. No los ha sacado del estudio,
sino de su propio crecimiento interior, bajo la luz del Espíritu de Dios, al que ella se
abandonó con una sensibilidad extraordinariamente acendrada y una gran pureza de
amor. Casi sin saberlo, ha alcanzado, vivido a fondo, esclarecido y recordado a la acti-
vidad pensadora de la comunidad eclesial, el problema central del cristianismo, el
corazón de la doctrina paulina.
En sus cartas a los Gálatas y a los Romanos, san Pablo demuestra que el fariseo, el cual
representa a una fracción importante del judaísmo, no puede santificarse por la Ley. La
Ley le pone ante los ojos un programa ético tan exigente y embrollado, que le resulta
imposible de realizar por sus propias fuerzas. He aquí el drama del fariseo: se le impone
una carga 1' imposible de llevar, y él carece de la fuerza interior para llevaría. Esta
carga le remite a sus propias fuerzas, si quiere mantenerse fiel ante el Dios Santísimo.
Le conduce a una actitud legalista, que se ve constreñida, por prestaciones de la vo-
luntad y por una fidelidad irreprochable, a darse a sí mismo una aureola de justicia, que
no pasa de ser la propia glorificación.
Ahora bien, esta doctrina y esta actitud están en contraste -y Pablo lo subraya con
vehemencia polémica- con la actitud religiosa del cristiano, el cual no puede sino recibir
de Otro la redención y la fidelidad. Muy al contrario, el fariseo, fundado sobre sí
mismo, ha de bastarse a sí mismo para llegar a ser santo. La santidad es obra suya
propia. Quiere alcanzarla por sus propios actos. Lo que le caracteriza es una búsqueda
de obras en la que pueda bastarse a sí mismo, la cual en manera alguna podría convenir
al cristianismo como valor primordial, porque el amor cristiano no puede ser más que
respuesta, «re-acción», envío a una actividad primera que viene de Dios y penetra, por
gracia, la actividad humana.
Cristo viene a hacer saltar la Ley como sistema cerrado de autosantificación, y clava en
la Cruz la impotencia de la Ley. Además de la reorganización de la Ley, en la que el
amor es el primer mandamiento, y el más grande -cosa que tenía olvidada una buena
parte del pueblo de Israel-, Cristo establece igualmente un nuevo principio de
vida, y concede una capacidad interior para observar efectivamente la nueva ley. Nos da
su propio Espíritu. El soplo de vida en nosotros, por el cual el Espíritu nos da su
impulso, es la gracia. Es la gracia la que nos santifica, y no nosotros mismos, que
tendríamos que observar la ley apoyados únicamente en nuestras propias débiles
fuerzas. El Espíritu penetra de amor nuestra vida, porque ha sido derramado en
nuestros corazones por el Padre. El nos impulsa a acercarnos al Abba-Padre. El amor
de Cristo nos asedia, es infinitamente fiel y nada podrá separarnos de él. De esta gracia
redentora de Cristo participamos por el Bautismo. Es ésta una gracia iniciativa que nos
viene de Dios, y que ha sido merecida por la muerte y resurrección de Jesús. Debemos
abrirnos a ella por la «pistis», por la fe. Cristo, la gracia, la fe: he aquí el nuevo eje en
torno al cual gira la santidad cristiana. No somos nosotros quienes nos redimimos, es
Cristo quien nos redime. El hombre es débil, pero en él se manifiesta la fuerza de Dios.
En la potencia santificadora de Cristo el hombre puede gloriarse de su propia debilidad.
En Dios, el hombre se vuelve fuerte aun en el momento en que es débil. Porque se halla
entonces en circunstancias muy propicias para desasirse de sí mismo y abrirse a Dios.
En cierto sentido, Teresa ha tenido que abrirse penosamente camino a través de todo
este hondo problema paulino y cristiano. Lo mismo que en san Pablo, la victoria tenía
que pasar por un fracaso, por la derrota de la autosantificación. El primer encuentro de
Pablo con el Cristo vivo dejó en él una impresión imborrable. Cuando Pablo, que «en el
judaísmo aventajaba en celo a muchos de sus coetáneos, mostrándose extremadamente
celador de las tradiciones paternas» (Gál 1, 14), es sacado de su caballo camino de
Damasco y derribado en tierra, experimenta el choque de su vida, y se siente aún más
desazonado en el sentido figurado de la palabra. Yacente sobre el polvo del camino,
tiene conciencia de morder también moralmente el polvo: «Ni yo tengo razón ni la Ley
la tiene; la razón la tiene Jesús, a quien yo persigo». Es noche y luz al mismo tiempo,
fracaso y revelación, crisis y perspectiva ya de solución. Es una vuelta, el comienzo de
un retorno progresivo del corazón y del pensamiento.
También Teresa realizó este retorno. Una primera conversión la hizo soñar con el ideal
de la santidad«El amor sin otro límite que tú mismo, ¡oh Jesús!» Una segunda con-
versión -la más perfecta- fue el paso de la actividad personal a la receptividad de Dios, a
esta «theopatheia». Deliberadamente, pone la obra de la santidad en las manos de
Jesús, el ecónomo de la salvación que realiza por sí mismo el esfuerzo de ella y lo hace
valer en la banca de su amor misericordioso: Jesús, que va con las manos llenas al
encuentro de las manos voluntariamente vacías de Teresa.
No hay duda alguna de que Teresa empezó su viaje a la santidad con la oculta convic-
ción de que lograría alcanzar el fin con la sola ayuda de su propio amor, con la sola
condición de ser minuciosamente fiel en todo, aun en las más pequeñas cosas. Pero las
cosas suceden muy de otra manera. Siente la experiencia cotidiana de la debilidad, y
además, en virtud de su crecimiento en el amor, las exigencias y los deseos del amor le
parecen colocados cada vez a mayor altura. El ideal la rebasa día a día. Ya no ve el
modo de alcanzarlo con sus propias posibilidades. Su ética de perfección se convierte en
un problema atenazante, por el hecho mismo de su
creciente toma de conciencia acerca del valor de ese Dios que se hace cada vez más
único. Mil vidas no bastarían para amarle con verdad.
Estos dos factores: experiencia de la propia insuficiencia y conocimiento de Dios que lo
excede todo, la colocan ante un dilema, cuya solución depende de una alternativa entre
dos capitulaciones. 0 bien se dice: «Es imposible. Renuncio. la santidad es una ilusión
de juventud que se desvanece ante la realidad. No queda más que seguir viviendo como
se pueda, ¡y ya se verá!». (Esta descripción resulta todavía benigna. Hay otra peor:
puede quedar uno desengañado, perder la paz, agriarse, rebelarse, sentirse desdichado
y fracasado.) 0 bien se dice: «Me abandono a Dios. ¡Me arriesgo a dar el salto a la
confianza ciega en su fuerza salvadora que me hace estar seguro de ser escuchado!»
Buena señal de la presencia del Espíritu en Teresa es verla optar por la segunda capi-
tulación: el abandono a Dios como un nuevo «camino», un camino practicable. El Señor
ahora la toma verdaderamente de la mano. El descubrimiento de su «caminito» es una
liberación para su espíritu en trance de búsqueda y para su corazón estrujado.
Han tenido que pasar años para que Teresa vea, con la claridad del sol -no teórica-
mente, sino prácticamente- que ha de ser el Amado mismo quien se dé. No quiere ser
asido por el hombre, alcanzado por el hombre. Es demasiado grande para ser con-
quistado por el hombre. Es él quien conquista al hombre y se entrega al hombre. No es
un blanco al que se apunta, no es una fortaleza que se conquista: es el Redentor y el
Salvador. La salvación que representa no viene de nosotros mismos, es un don de aquél
que nos «amó primero». (1Jn 4, 19).
Tal vez haya sido necesario estar alguna vez desesperado para descubrir la esperanza.
Esta viene después de todo aquello que hubiéramos querido edificar con nuestras
propias fuerzas. La verdadera esperanza se encuentra más allá de] sueño. Entonces el
corazón se abre de nuevo, de una manera nueva. Esta abertura es también conveniente
de parte nuestra. Se puede abrir más o menos el diafragma de la confianza, pero la
verdadera confianza consiste en dirigir la mirada muy activamente, muy largamente y
de una manera persistente, hacia el Señor de la Vida. Es él quien debe santificamos. «La
santidad es (sin embargo) mucho más el fruto de la receptividad y del abandono, que
del celo y la aplicación. 0 más exactamente: la aplicación y el esfuerzo son condiciones
indispensables, pero nada más. Lo esencial llega como un don. En la tradición cristiana
esto se llama gracia» (Han Fortmann).
Aquí, Teresa ha alcanzado el corazón del Evangelio. Su «infancia espiritual» (notemos,
sin embargo, que ella no empleó nunca esta expresión) consiste en vivir deliberada-
mente a fondo «un espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar: ¡Abba! ¡Padre!».
(Rom 8, 15). Su confianza es el alma de la «pistis» de san Pablo: el abandono amoroso a
la gracia salvadora de Dios. Su Ofrenda a la Misericordia consiste en conceder ple-
namente derecho a la lógica del «amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, y de quien
nada nos podrá separar» (Rom 8, 39).
Por lo demás, Teresa halla gusto y amor en la carta a los Romanos: la cita o remite a
ella una buena decena de veces. En su breviario guardaba el siguiente texto, amalga-
mado con Rom 4, 4-6 y 3, 24: «Dichosos aquellos a quienes Dios justifica sin las
obras, pues al que trabaja, el salario no se le cuenta como una gracia, sino como una
deuda... Reciben, pues, un don gratuito los que sin hacer las obras son justificados por
la gracia en virtud de la redención, cuyo autor es Jesucristo». (CRG, lI, 29: en OCST, p.
1497). Teresa lo sabe: Jesús se mantiene en su propio punto de vista y en su puesto, y
quiere ser él mismo el Redentor. Se trata de su pundonor divino.
Se ha subrayado más de una vez el alcance ecuménico de la doctrina de Teresa. Esta
joven, católica hasta la punta de los dedos, entregada con plenísima obediencia a la
autoridad de la Iglesia, inmersa, por su estilo y sus costumbres, en la vida católica de su
tiempo, se encuentra, en el fondo y en su concepción de la vida, cerca -mucho más cerca
de lo que muchos no se atreverían a suponer- de lo que el protestantismo ha tenido, y
tiene, por válido en la herencia cristiana de la doctrina de la redención.

9. UN SER BIENAVENTURADO
Nos queda todavía algo que decir sobre ciertos rasgos y matices que son parte inte-
grante de la pobreza espiritual de Teresa. Ante todo, la felicidad que nace de la espe-
ranza. El que es enteramente pobre, pero sabe por la esperanza que el futuro no está
cerrado, es enteramente rico. Lo posee todo por adelantado y goza ya de la alegría que
tanta riqueza entraña. El pobre de espíritu no se siente privado de nada, porque por el
momento no desea nada limitado, y sabe que lo ilimitado está ante él como una posi-
bilidad abierta y accesible. Jesús dijo a este respecto: «Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos». (Mt 5, 3).
Enteramente pobre, Teresa es, por su inconmensurable confianza, rica de Dios. Sabe
que Dios viene a ella cada vez más como una gracia: «Todo es nuestro, todo es para
nosotros, porque en Jesús lo tenemos todo» (CRG, VI, 22: en OCST, p. 1627).
Esta profunda contemplativo comprenderá su vida entera como un lenguaje de Dios y
una expresión de la solicitud paternal. Todo es estimado por ella como un don. Aun en
medio de las tinieblas del sufrimiento físico y de las pruebas de la fe, la atmósfera de
fondo de su vida es la paz, la alegría, la felicidad. Su sonrisa se hace proverbial entre sus
hermanas, las cuales ven y comprueban que tal jovialidad nace de un contacto ininte-
rrumpido de Teresa con Dios. «(Ahora ya no sufro con tristeza), lo hago con alegría y
con paz. Verdaderamente, hallo mi alegría en el sufrir (Ms C, 4v°). Ya corre por ella la
nueva vida, la fiesta de Pascua comienza felizmente: «Estoy como resucitada, ya no
estoy en el sitio en que me creen... ¡Oh, no os apenéis por mí! He llegado a no poder ya
sufrir, porque todo sufrimiento me es dulce» (CA 29, 5).
Temores, angustias, dolores, vicisitudes de salud, juicios de los demás, todas esas cosas
«no hacen más que rozar la superficie de (su) alma» (CA 10.7.13). Nada de todo
eso puede ya agitarla en sus profundidades, en las que, por la confianza, está anclada en
Dios. Atada a Dios, se siente libre y desatada de todo lo demás. En su vocabulario
abundan las imágenes que expresan ligereza, rapidez, ascensión. Recibe «alas», «vue-
la», es como «una alondra en lo alto del cielo», desligada de todo, no deseando otra cosa
sino subir más alto por la ruta luminosa de la Luz. Desilusiones, turbamientos, temo-
res, inquietudes..., nada de eso puede ya encerrarla en sí misma.
Ya sólo el abandono la conduce y guía: «No me preocupo en modo alguno por el por-
venir, estoy segura de que Dios hará su voluntad. Esta es la sola gracia que deseo, no
hay que ser más realistas que el rey...». (CT 191). Vive, en el «ahora» y en el «ayer», de
la voluntad de Dios. Sabe que Dios da las fuerzas juntamente con el sufrimiento y la
prueba: «Dios me da el valor en proporción a mis sufrimientos. Sé que por el momento
no podría soportar más, pero no tengo miedo, pues si los sufrimientos aumentan, él
aumentará mi valor al mismo tiempo» (CA 15.8.6). Mientras esperamos, gocemos de lo
que Dios nos da ahora: «Siempre habrá tiempo de sufrir lo contrario». (CA 20.5.1).
Repite con frecuencia su adagio favorito: «Todo es gracia». Ahora comprende en
profundidad los salmos que hablan sin cesar de la misericordia de Dios: antes eran para
ella «monótonas descripciones» (Luypen). Ellos le hablan ahora de su Dios y de sí
misma. Constantemente suben de su corazón a la boca y a la pluma la gratitud y la
invocación, el único deseo: amar más, siempre más. Esta es la música de fondo de su
oración.
Ciertamente, ante la abundancia de las gracias recibidas, ve también su propia eterna
pequeñez (cf. Ms C, 4r°). Pero «desde que me fue dado comprender (... ) el amor del
Corazón de Jesús, confieso que él ha desterrado todo temor de mi corazón! El recuerdo
de mis faltas me humilla, me lleva a no apoyarme nunca en mi propia fuerza, que no es
más que debilidad; pero más que nada, este recuerdo me habla de misericordia y de
amor. Cuando uno arroja sus faltas, con una confianza enteramente filial, en el brasero
devorador del Amor, ¿cómo no van a ser consumidas para siempre?» (CT 220).
En la perspectiva de esta confianza sin límites, ya no queda lugar para el purgatorio. El
purgatorio, dice, es «lo que menos (la) preocupa» (PA, 1164). Sabe muy bien que ni
siquiera merecería entrar en él, por eso no puede temerlo, pues «el fuego del amor es
más santificante que el del purgatorio». (Ms A, 84v°). «Acordándome de que la caridad
cubre la muchedumbre de los pecados, exploto esta mina fecunda que Jesús ha abierto
para mí» (Ms C, 15r°).
De este modo, la existencia de la carmelita se vierte, cada vez más, en receptividad
abierta en con todas las direcciones.

CAP. V. ENTRO EN LA VIDA


1. La vida: «estar en ruta»
2. Una actitud ante la vida
3. El gran otorgamiento.

1. LA VIDA: «ESTAR EN RUTA»


Ha llegado para Teresa la hora de alcanzar a Dios. El deseo de Dios parece haber
llegado a su plena estatura, y la acogida favorable de ese deseo está ya próxima.
¡Ha pasado todo tan rápidamente! También Teresa esperaba que sucediese así: «Nunca
pedí a Dios morir joven, me habría parecido cobardía; pero él se ha dignado darme,
desde mi infancia, la persuasión intima de que mi carrera aquí abajo sería corta(CT
229). Decididamente por eso, ella se daba prisa.
Cuando de novicia se sentaba en la escuela del sufrimiento, escribía: «Veamos la vida
bajo su verdadera luz... Es un instante entre dos eternidades» (CT 63). Mucha filosofía
se encerraba en su corazón sobre el tiempo y la vida. Veía la vida como un don de Dios,
pero también como una responsabilidad: «Sí, la vida es un tesoro... Cada instante es una
eternidad, una eternidad de gozo para el cielo. ¡Una eternidad..., ver a Dios cara a
cara..., ser una sola cosa con él!. No hay más que Jesús, todo lo demás no existe...(...) La
vida será corta, la eternidad sin fin...(...) Que todos los instantes de nuestra vida sean
sólo para él. Que las criaturas sólo nos rocen al pasar... No hay que hacer más que una
sola cosa durante la noche de esta vida, la única noche que no vendrá más que una vez:
amar, amar a Jesús con toda la fuerza de nuestro corazón y salvarle almas para que sea
amado... » (CT 74). «¡Somos más grandes que el universo entero! Un día nosotras
mismas tendremos una existencia divina... » (CT 58).
He aquí la visión de la primavera. Es también la visión del otoño en su madurez, sólo
que las cosas se ven y las ideas se expresan de una forma más apacible: «En el momento
de comparecer delante de Dios, comprendo más que nunca que sólo una cosa es nece-
saria: trabajar únicamente por él y no hacer nada por uno mismo ni por las criaturas.
(...) Quisiera deciros mil cosas que comprendo ahora, al estar a las puertas de la eter-
nidad; pero no muero, entro en la vida, y todo lo que no puedo deciros aquí abajo os lo
haré comprender desde lo alto de los cielos» (CT 216).
Teresa se ha convertido ahora totalmente en «niña». Su profunda sencillez es madurez
espiritual y la hace ver por todas las partes un reflejo de la luz de Dios. Y, como decía
Fortmann, «tal vez la Luz se hace más fácilmente accesible en las horas decisivas de la
muerte que en el ajetreo cotidiano de la vida, cuando la muerte no está aún en el ho-
rizonte. Hay cosas luminosas en la vida: la primavera, la mimosa, el mirlo, Mozart, el
amor, el vino, los ojos, los amigos, la danza. ¿Son estas cosas contrarias a la "Luz clara
y grande"? En una experiencia aún no madura, sí. La alegría de las cosas es evidente.
Hay que saber descubrir la gran Luz. Debe el alma recordar que las pequeñas luces
traen su origen, nacen y brotan de la gran Luz. A veces, entender esto les resulta a los
niños sencillo y perfectamente natural» (Oosterse Renaissance).
¿Está ahora Teresa preparada a morir? Sí y no. Desarraigada de todo, está preparada a
recibirlo todo: «Puesto que hago todo lo que puedo por ser un niño pequeñito, ya
ningún otro preparativo tengo que hacer» (CT 171). Por otra parte, a ella no le parece,
ni le parecerá nunca, que está preparada: «Procuro que mi vida sea un acto de amor, y
no me inquieto por ser un alma pequeña, al contrario, me alegro de ello, y ése es el
motivo por el cual me atrevo a esperar que "mi destierro será breve". Pero no es porque
esté preparada, creo que nunca lo estaré, si el Señor, él mismo, no se digna trasfor-
marme. Puede hacerlo en un instante; después de todas las gracias de que me ha col-
mado, espero ésta de su misericordia infinita». (CT 201).
Dada la imposibilidad de igualar aquí abajo el amor de Dios, desde hace mucho tiempo
el deseo del cielo ha empezado a germinar en Teresa. Allá podrá amar a Dios con
plenitud. Le amará infinitamente, con un amor sin fondo y sin distancia, como ha
deseado, aunque en vano, hacerlo aquí. Siendo novicia, escribía: «¡Qué sed tengo del
cielo, donde se amará a Jesús sin reserva!» (CT 55). Y ahora, tres meses antes de su
muerte: «Lo que me atrae a la patria de los cielos (...) es la esperanza de amarle, por fin,
como tanto he deseado, y el pensamiento de que podré hacerle amar de una multitud de
almas que le bendecirán eternamente» (CT 225).
Unido al deseo del cielo, va unido el deseo de la muerte de amor: -No cuento con la
enfermedad, es una conductora muy lenta. No cuento más que con el amor; pedid a
Jesús que todas las oraciones que se hacen por mí sirvan para aumentar el fuego que ha
de consumirme» (CT 213). Es éste un viejo sueño. Desde los principios de su vida
religiosa vive inflamada por las palabras de san Juan de la Cruz en la Llama de amor
viva: «Es gran negocio para el alma ejercitar en esta vida los actos de amor, porque
consumándose en breve, no se detenga mucho acá o allá sin ver a Dios. (Llama, can. 1.
vers. 6). Y pedía con él: «Rompe la tela de este dulce encuentro». Cuando más tarde
comprende, de un modo más agudo y penetrante, la impotencia del amor, verá la
muerte de amor como un momento en el que por última vez todo el amor se junta y
remansa en la más alta donación de sí misma. En su Ofrenda a la Misericordia pide este
martirio de amor «que (la) haga por fin morir».
Sin embargo, aquí hay lugar para una profunda evolución. En la línea de san Juan de la
Cruz, Teresa esperó siempre, al principio, una muerte «con subidos ímpetus y en-
cuentros sabrosos de amor». Mas en la noche del sufrimiento físico y moral los ímpetus
y encuentros desaparecen. La visión que Teresa tiene de la muerte de amor va a evo-
lucionar. La esencia de la muerte de amor permanece, pero cambia la modalidad.
Contempla, ante todo, el ejemplo del Crucificado: «Nuestro Señor murió en la cruz,
entre angustias, y sin embargo fue la suya la más bella muerte de amor. Morir de amor
no es morir entre transportes». (CA 4.7.2). Finalmente, lo dice: la muerte de amor que
ella desea tener «es la que tuvo Jesús en la cruz». Y esa será la muerte que le corres-
ponderá en suerte.

2. UNA ACTITUD ANTE LA VIDA


Sólo Jesús: lo demás no cuenta... » « Nada para sí ni para las criaturas... . Debemos
interpretar estas formulaciones negativas a la luz positiva del amor de Teresa al Valor
infinito de Dios. No deben hacernos pensar, de ningún modo, que la carmelita no
supiera apreciar lo que hay de bueno en la tierra, y mucho menos que no amase a los
hombres. Resulta típico ver que es precisamente en el último año de su vida, en el
apogeo de su amor a Dios, cuando recibe «la gracia de comprender lo que es la cari-
dad«. (Ms C 11v°o), tras de haberlo, sin embargo, comprendido ya y vivido de una
manera maravillosa a todo lo largo y ancho de su vida religiosa... No es éste el lugar
para entrar en detalles. Notemos, sin embargo, y subrayemos una vez más, que toda su
existencia se ha desenvuelto bajo los rayos de la luz central de la infancia espiritual. El
«caminito» atraviesa todos los terrenos y etapas de su vida. Todo gira en torno al eje
«no yo, sino Tú».
Lo mismo se ha de decir de su caridad fraterna. Las palabras de Jesús la impresionan
ahora: «Como yo os he amado (¡una vez más el deseo de acercarse cuanto sea posible a
él en el amor!), así debéis amaros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Al ver que por sí
misma nunca podrá aportar igual intensidad de amor, su oración es ésta: «Puesto que
yo no puedo, hacedlo vos en mí». «¡Oh, cuánto amo este mandamiento, pues me da la
certeza de que es voluntad vuestra amar en mi a todos los que me mandáis amar!... Sí, lo
siento: cuando soy caritativa, es Jesús solo quien obra en mí. Cuanto más unida estoy a
él, tanto más amo a todas mis hermanas.» (Ms C, 12v°).
También ha de decirse lo mismo de su apostolado como maestra de novicias. Com-
probando que la tarea está por encima de sus fuerzas, espera que el Señor le llene la
mano. Y él lo hace: «Desde que comprendí que nada podía hacer por mí misma, la tarea
que me encomendasteis ya no me pareció difícil. Vi que la única cosa necesaria era
unirme más y más a Jesús, y que lo demás se me daría por añadidura. En efecto, nunca
resultó fallida mi esperanza» (Ms C, 22v°).
Finalmente, lo mismo ha de pensarse de su vocación, tan ancha como el universo, a ser
el amor en el corazón de la Iglesia. Por sí misma, se reconoce «inútil», pero pide que el
amor del Señor venga a su corazón: «He aquí mi oración. Pido a Jesús que me atraiga a
las llamas de su amor, que me una tan estrechamente a sí, que sea él quien viva y obre
en mí». (Ms C, 36r°). Entonces podrá con su oración levantar el mundo (cf. Ms C,
36v°).
Siempre el mismo movimiento: salir de sí misma y echarse, abandonarse, en los brazos
de Jesús. Orar, para ella, es estar unida a Jesús (cf. Ms C, 25v°). Es decir «Padre»
movida por el Espíritu de Jesús (cf. Ms C, 19v°). La oración de Jesús, el padrenuestro, le
parece «encantadora» y en ella alimenta su propia oración. De hecho, toda su doctrina
es una espiritualidad del padrenuestro. Es la actitud de los anawim, de los pobres de
Yahvé, de los pequeños como María, de esos «hambrientos a quienes él colmó de
bienes». (Le 1, 53). De este modo va Teresa haciéndose más y más mariana. En María
ve a la madre y al prototipo de todos aquéllos que han de seguir el «camino común» de
la fe y del abandono.

3. EL GRAN OTORGAMIENTO
«En la tarde de esta vida, me presentaré ante vos con las manos vacías». Las manos
vacías. Espacio abierto a Dios. «Cuando comparezca ante mi Esposo amadísimo, no
tendré otra cosa que presentarle más que mis deseos». (CT 187). Ahora, ella está ya
ante su Esposo: 30 de septiembre de 1897.
Por la tarde, Teresa dijo: «Sí, me parece que nunca he buscado más que la verdad. Sí, he
comprendido la humildad de corazón... Me parece que soy humilde». Y un poco más
tarde: «No me arrepiento de haberme entregado al Amor. ¡Oh, no! ¡No me arrepiento,
al contrario!» (CA 30.9).
Son las siete y algunos minutos de la tarde. ¿Por qué se esconde el sol? Teresa pro-
nuncia sus últimas palabras: «¡Dios mío, os amo!». Una última afirmación. Una última
súplica. Teresa muere. El Amor propaga en ella sus olas. Sin límites, como un océano.
La esperanza ha acabado su obra.

You might also like