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Sobre la dificultad de leer

A veces leer es imposible: el tedio impone su tiranía y la opacidad parece la única característica de lo escrito. En este
breve ensayo, Agamben, uno de los principales filósofos contemporáneos, estudia los trasfondos del acto de leer.

Sobre la dificultad de leer


Giorgio Agamben

Querría hablaros no de la lectura y de los riesgos que comporta, sino de un riesgo que es todavía anterior, es decir, de
la dificultad o de la imposibilidad de leer; querría intentar hablaros no de la lectura, sino de la ilegibilidad. Todos
vosotros habéis experimentado aquellos momentos en los que quisiéramos leer, pero no lo logramos, en los que nos
obstinamos en hojear las páginas de un libro, pero el volumen literalmente se cae de nuestras manos.

En los tratados sobre la vida de los monjes, ése era precisamente el riesgo por excelencia al cual un monje podía
sucumbir: la acedia, el demonio meridiano, la tentación más terrible que amenaza a los homines religiosi se manifiesta
sobre todo en la imposibilidad de leer. Ésta es la descripción que hace san Nilo:

Cuando el monje atacado por la acedia intenta leer, inquieto, interrumpe la lectura y, un minuto después, se
sumerge en el sueño; se talla el rostro con las manos, extiende sus dedos y lee algunas líneas más,
mascullando el final de cada palabra que lee; y, mientras tanto, se llena la cabeza con cálculos ociosos, cuenta
el número de páginas que le restan por leer y las hojas de los cuadernos, y comienza a odiar las letras y las
hermosas miniaturas que tiene frente a sus ojos, hasta que por fin cierra el libro y lo utiliza como almohada
para su cabeza, cayendo en un sueño breve y profundo.

La salud del alma coincide con la legibilidad del libro (que es también, en el medievo, el libro del mundo); el pecado,
con la imposibilidad de leer, con que el mundo se vuelva ilegible.

Simone Weil hablaba, en este sentido, de una lectura del mundo y de una no lectura, de una opacidad que resiste toda
interpretación y toda hermenéutica. Quisiera que pusieseis atención a vuestros momentos de no lectura y de opacidad,
cuando el libro del mundo cae de vuestras manos, porque la imposibilidad de leer os concierne tanto como la lectura y,
quizá, es igual o aún más instructiva que ésta.

Existe también otra imposibilidad de leer aún más radical, que hasta no hace muchos años era bastante común. Me
refiero a los analfabetos, esos hombres olvidados demasiado rápido, que tan sólo hace un siglo eran, al menos en
Italia, la mayoría. Un gran poeta peruano del siglo xx ha escrito en un poema: “por el analfabeto a quien escribo”. Es
importante comprender el sentido de “por”: no tanto “para que el analfabeto me lea”, dado que por definición no podrá
hacerlo, sino “en su lugar”, como Primo Levi decía dar testimonio por aquellos que, en la jerga de Auschwitz, eran
llamados los musulmanes, es decir, los que no podían ni habrían podido testimoniar, porque poco después de haber
ingresado en el campo habían perdido toda conciencia y toda sensibilidad.

Quisiera que reflexionarais sobre el estatuto especial de un libro que está destinado a ojos que no pueden leerlo, y que
ha sido escrito por una mano que, en cierto sentido, no sabe escribir. El poeta o el escritor que escriben para el
analfabeto o el musulmán intentan escribir aquello que no puede ser leído: sobre el papel colocan lo ilegible. Pero
precisamente eso hace que su escritura se vuelva más interesante que la escritura concebida para los que saben o
pueden leer.

Existe otro caso de no lectura del que querría hablarles. Me refiero a los libros que no han encontrado lo que Benjamin
llamaba la hora de la legibilidad, que han sido escritos y publicados, pero están –quizá para siempre– a la espera de ser
leídos. Podría nombrar, y también cada uno de vosotros, pienso, libros que merecían ser leídos y no lo han sido, o lo
han sido solo por muy pocos lectores. ¿Cuál es el estatuto de estos libros? Pienso que, si estos libros son realmente
buenos, no debemos hablar de una espera, sino de una exigencia. Esos libros no esperan, sino que exigen ser leídos,
aun si no lo han sido y no lo serán jamás. La exigencia es un concepto muy interesante, que no se refiere al ámbito de
los hechos, sino a una esfera superior y más decisiva, cuya naturaleza puede cada uno de vosotros precisar a su gusto.

Pero ahora querría dar un consejo a los editores y a todos aquellos que se ocupan de los libros: dejad de mirar las
infames, sí, infames clasificaciones de los libros más vendidos y –presumiblemente– más leídos y, en cambio, tratad
de construir en vuestra mente una clasificación de libros que merecen ser leídos. Sólo una editorial fundada en esta
clasificación mental podría hacer que el libro saliera de la crisis que –por lo que escucho decir y repetir– está
atravesando.
Un poeta en una ocasión resumió su poética en la fórmula: “Leer lo que nunca ha sido escrito”. Se trata, como podéis
ver, de una experiencia en cierto modo simétrica a la del poeta que escribe para el analfabeto que no puede leerlo: a la
escritura sin lectura corresponde, aquí, una lectura sin escritura. A condición de precisar que también los tiempos han
sido invertidos: ahí, una escritura a la que no sigue ninguna lectura; aquí, una lectura que no está precedida por
ninguna escritura.

Pero quizá en ambas formulaciones se habla de algo semejante, es decir, de una experiencia de la escritura y de la
lectura que pone en cuestión la representación que casi siempre hacemos de estas dos prácticas, tan estrechamente
ligadas entre sí que se oponen y, al mismo tiempo, reenvían a algo ilegible e inescribible que las precede y que no cesa
de acompañarlas.

Habréis comprendido que me refiero a la oralidad. Nuestra literatura nace íntimamente ligada a la oralidad. Porque
¿qué hace Dante cuando decide escribir en lengua vulgar, sino precisamente escribir lo que nunca ha sido leído y leer
lo que nunca ha sido escrito, es decir, aquel parlar materno analfabeto que existía sólo en la dimensión oral? E intentar
poner por escrito el hablar materno lo obliga no sólo a transcribirlo sino, como todos sabéis, a inventar aquella lengua
de la poesía, aquel vulgar ilustre que no existe en ninguna parte y, como la pantera de los bestiarios medievales,
“expande por todas partes su perfume, pero no reside en ningún lugar”.

Creo que no es posible comprender correctamente el gran florecimiento de la poesía italiana del siglo XX si no se
advierte en ella algo como un reclamo de aquella ilegible oralidad que, dice Dante, “sola y única, está primera en la
mente”. Si no se entiende, claro, que está acompañada también de un extraordinario florecimiento de la poesía en
dialecto. Quizá toda la literatura italiana del siglo xx está atravesada por una memoria inconsciente, casi por una
afanosa conmemoración del analfabetismo.

Quien ha tenido entre sus manos uno de esos libros a cuyas páginas escritas –o, mejor, transcritas– en dialecto se
opone la traducción en italiano, no ha podido no preguntarse, mientras sus ojos recorrían inquietos ambas páginas, si
el lugar verdadero de la poesía no estaría, por azar, no en una página o en la otra, sino en el espacio vacío entre ambas.

Y querría concluir esta breve reflexión sobre la dificultad de la lectura preguntándome si eso que llamamos poesía no
es, en realidad, algo que incesantemente vive, trabaja y sustenta la lengua escrita para restituirla a aquello ilegible de
donde proviene, y hacia lo cual se mantiene en viaje.

Este ensayo está incluido en el libro El fuego y el relato, libro publicado recientemente por Sexto Piso. Traducción de
Ernesto Kavi.

Arqueología de la obra de arte


Giorgio Agamben
La idea que guía a estas reflexiones mías sobre el concepto de obra de arte es que la arqueología es la única vía
de acceso al presente. Es en este sentido como hay que entender el título «Arqueología de la obra de arte». Como
lo sugirió Michel Foucault, la indagación sobre el pasado no es más que la sombra arrojada por una interrogación
dirigida al presente. Es buscando comprender el presente como los hombres —al menos nosotros, los hombres
europeos— nos vemos obligados a interrogar el pasado. He precisado «nosotros, los europeos» porque me parece
que, admitido que la palabra «Europa» tiene un sentido, éste, como hoy es evidente, no puede ser ni político ni
religioso y mucho menos económico, sino que tal vez consiste en que el hombre europeo —a diferencia, por
ejemplo, de los asiáticos y los americanos, para los cuales la historia y el pasado tienen un significado
completamente diferente— puede acceder a su verdad sólo a través de una confrontación con el pasado, sólo
haciendo cuentas con su historia. Hace muchos años, un filósofo que también fue un alto funcionario de la
Europa naciente, Alexandre Kojève, sostenía que el Homo sapiens había alcanzado el final de su historia y no
tenía ya ante sí más que dos posibilidades: el acceso a una animalidad poshistórica (encarnado por el American
way of life) o el esnobismo (encarnado por los japoneses, que continuaban celebrando sus ceremonias del té, a
pesar de que estuvieran vaciadas de cualquier significado histórico). Entre una América íntegramente
reanimalizada y un Japón que se mantiene humano siempre y cuando renuncie a todo contenido histórico, Europa
podría ofrecer la alternativa de una cultura que sigue siendo humana y vital incluso después del fin de la historia,
porque es capaz de confrontarse con su historia misma en su totalidad y alcanzar con esta confrontación una vida
nueva.

Por eso la crisis que Europa está atravesando —como tendría que ser evidente con el desmantelamiento de sus
instituciones universitarias y la museificación creciente de la cultura— no es un problema económico
(«economía» es hoy una consigna y no un concepto), sino una crisis de la relación con el pasado. En la medida
en que el único lugar en que el pasado puede vivir es de manera evidente el presente, y si el presente no siente ya
a su pasado como vivo, las universidades y los museos se vuelven lugares problemáticos. Y si el arte se ha vuelto
hoy para nosotros una figura —tal vez la figura— eminente de este pasado, entonces la pregunta que no hay que
dejar de plantearse es: ¿cuál es el lugar del arte en el presente? (Y aquí me gustaría rendir homenaje a Giovanni
Urbani, que quizá fue el primero que planteó de modo coherente esta cuestión).

Por consiguiente, la expresión «arqueología de la obra de arte» presupone que la relación con la obra de arte se
ha vuelto en sí misma un problema. Y puesto que estoy convencido, como Wittgenstein sugería, de que los
problemas filosóficos son en última instancia preguntas sobre el significado de las palabras, esto quiere decir que
hoy en día el sintagma «obra de arte» resulta opaco, si no es que ininteligible, y que su oscuridad no se refiere
únicamente al término «arte», que dos siglos de reflexión estética nos han acostumbrado a considerar
problemático, sino también y sobre todo al término, en apariencia más simple, de «obra». Ni siquiera desde un
punto de vista gramatical el sintagma «obra de arte», que usamos con tanta desenvoltura, es fácil de entender, ya
que no es en absoluto claro si se trata de un genitivo subjetivo (la obra está hecha del arte y pertenece a él) u
objetivo (el arte depende de la obra y recibe de ella su sentido). En otras palabras, si el elemento decisivo es la
obra o el arte, o una mezcla suya no mejor definida, y si los dos elementos proceden en un acuerdo armónico o
existen más bien en una relación conflictiva.

Ustedes saben, por lo demás, que hoy en día la obra parece atravesar una crisis decisiva, que la ha llevado a
desaparecer del ámbito de la producción artística, en la cual la performance y la actividad creativa o conceptual
del artista tienden cada vez más a tomar el lugar de aquello que estábamos acostumbrados a considerar como
«obra».

Ya en 1967, un joven y excepcional estudioso, Robert Klein, había publicado un ensayo breve de título
elocuente: El eclipse de la obra de arte. Klein sugería que los ataques de las vanguardias artísticas del siglo XX
no estaban dirigidos hacia el arte, sino exclusivamente contra sus encarnaciones en una obra, como si el arte, en
un curioso impulso autodestructivo, devorara aquello que había definido siempre su consistencia: la propia obra.

Que las cosas fueran justamente así, resulta con claridad por el modo en que Guy Debord —que antes de fundar
la Internacional Situacionista había pertenecido a los últimos grupúsculos de las vanguardias del siglo XX—
resume su posición sobre el problema del arte en su tiempo: «El surrealismo quiso realizar el arte sin abolirlo, el
dadaísmo quiso abolirlo sin realizarlo, nosotros queremos abolirlo y realizarlo al mismo tiempo». Es evidente
que lo que debe ser abolido es la obra, pero tanto más evidente es que la obra de arte debe ser abolida en nombre
de algo que, en el mismo arte, va más allá de la obra y exige ser realizado no en una obra, sino en la vida (los
situacionistas trataron de forma coherente producir no obras, sino situaciones).

Si hoy en día el arte se presenta como una actividad sin obra —incluso si, con una interesante contradicción,
artistas y marchantes continúan estipulando su precio—, esto ha podido ocurrir precisamente porque el ser-obra
de la obra de arte ha permanecido impensado. Yo creo que sólo una genealogía de este concepto ontológico
fundamental (si bien no registrado como tal en los manuales de filosofía) podrá volver comprensible el proceso
que —según el famoso paradigma psicoanalítico del retorno de lo reprimido en formas patológicas— ha llevado
la práctica artística a asumir aquellas características que el arte así llamado contemporáneo ha extremado en
formas inconscientemente paródicas. (El arte contemporáneo como retorno en formas patológicas de la «obra»
reprimida).

Ciertamente, éste no es el lugar para intentar una genealogía semejante. Me limitaré más bien a presentar algunas
reflexiones sobre tres momentos que me parecen particularmente significativos.

Para empezar, será necesario que nos dirijamos a la Grecia clásica, aproximadamente al tiempo de Aristóteles, es
decir, al siglo IV antes de Cristo. ¿Cuál es la situación de la obra de arte —y, más en general, de la obra y del
artista— en este momento? Muy distinta a aquella a la que estamos acostumbrados. El artista, como cualquier
otro artesano, está clasificado entre los technitai, es decir, entre aquellos que, practicando una técnica, producen
cosas. Sin embargo, su actividad nunca es tomada en cuenta como tal, sino que es siempre y solamente
considerada desde el punto de vista de la obra producida. Esto resulta testimoniado con evidencia por el hecho,
sorprendente para los historiadores del derecho, de que el contrato que él estipula con el cliente nunca menciona
la cantidad necesaria de trabajo, sino sólo la obra que él debe proporcionar. Por esto los historiadores modernos
están acostumbrados a repetir que nuestro concepto de trabajo o de actividad productiva es completamente
desconocido para los griegos, que carecen incluso de un término para designarlo. Yo creo que habría que decir,
más precisamente, que ellos no distinguen entre el trabajo y la actividad productiva de la obra, porque, a sus ojos,
la actividad productiva reside en la obra y no en el artista que la produjo.

Existe un pasaje de Aristóteles en el que todo esto está expresado con claridad. El pasaje se encuentra en el
libro Theta de la Metafísica, que está dedicado al problema de la potencia (dynamis) y del acto (energeia). El
término energeia es una invención de Aristóteles —los filósofos, del mismo modo en que los poetas, necesitan
crear palabras y la terminología, fue dicho con razón, es el elemento poético del pensamiento— pero, para un
oído griego, es inmediatamente inteligible. «Obra, actividad» se dice en griego ergon y el
adjetivo energos significa «activo, operante»: energeia significa entonces que algo está «en obra, en actividad»,
en el sentido de que ha alcanzado su fin propio, la operación a la cual está destinado. Curiosamente, para definir
la oposición entre potencia y acto, dynamis y energeia, Aristóteles se sirve de un ejemplo tomado precisamente
de la esfera que nosotros denominaremos artística: Hermes, dice él, existe en potencia en el leño todavía no
esculpido, en cambio, existe en obra en la estatua esculpida. Por consiguiente, la obra pertenece
constitutivamente a la esfera de la energeia, la cual, por lo demás, hace referencia en su propio nombre a un ser-
en-obra.

Y aquí comienza el pasaje (1050a 21-35) que me interesa leer junto con ustedes. El fin, el telos —escribe— es
el ergon, la obra, y la obra es energeia, operación y ser-en-obra: de hecho, el término energeia deriva de ergon y
tiende por eso hacia la completitud, la entelecheia (otro término forjado por Aristóteles: poseerse en el fin
propio). No obstante, existen casos en los cuales el fin último se agota en el uso, como en la vista (opsis, la
facultad de ver) y en la visión (el acto de ver, horasis), en las cuales no se produce nada más aparte de la visión;
existen, en cambio, otros casos en los cuales se produce algo más, como, por ejemplo, del arte de construir
(oikodomiké), además de la operación de construir (oikodomesis), se produce también la casa. En estos casos, el
acto de construir, la oikodomesis, reside en la cosa construida (en toi oikodomoumenoi), es originada (gignetaz,
«se genera») y está junto a la casa. Por consiguiente, en todos los casos en que se produce algo más que el uso,
la energeia reside en la cosa hecha (en toi poiumenoi), del mismo modo en que el acto del construir está en la
casa construida y el acto de tejer en el tejido. Cuando, en cambio, no existe otro ergon, otra obra además de
la energeia, entonces la energeia, el ser-en-obra, residirá en los sujetos mismos, del mismo modo en que, por
ejemplo, la visión reside en el vidente y la contemplación (la theoria, es decir, el conocimiento más alto) en el
contemplador y la vida en el alma.

Detengámonos un momento en este pasaje extraordinario. Ahora entendemos mejor por qué los griegos
privilegiaron la obra con respecto al artista (o al artesano). En las actividades que producen algo, la energeia, la
actividad productiva verdadera y propia, no reside, por mucho que esto pueda sorprendernos, en el artista, sino en
la obra: la operación de construir en la casa y el acto de tejer en el tejido. Y entendemos también por qué los
griegos no pudieron tener en mucha estima al artista. Mientras la contemplación, el acto del conocimiento, está
en el contemplador, el artista es un ser que tiene su fin, su telos, fuera de sí, en la obra. Él es, por lo tanto, un ser
constitutivamente incompleto, que no posee nunca su telos, que carece de entelecheia. Por esto los griegos
consideraban al technites como un banausos, término que indica a una persona sin importancia, no propiamente
decorosa. Esto no significa, evidentemente, que ellos no fueran capaces de ver la diferencia entre un zapatero y
Fidias: pero, a sus ojos, ambos tenían su fin fuera de sí mismos, el primero en el zapato y el segundo en las
estatuas del Partenón; en todos los casos, su energeia no les pertenecía. Por consiguiente, el problema no era
estético, sino metafísico.

Al lado de las actividades que producen obras, existen otras sin obra —que Aristóteles ejemplifica en la visión y
en el conocimiento— en las cuales la energeia está, en cambio, en el sujeto mismo. Sobra decir que éstas son,
para un griego, superiores a las otras, una vez más, no porque no fueran capaces de apreciar la importancia de las
obras de arte con respecto al conocimiento y al pensamiento, sino porque en las actividades improductivas, como
es precisamente el pensamiento (la theoria), el sujeto posee perfectamente su fin. La obra, el ergon, es en cambio
de algún modo una obstrucción que expropia al agente de su energeia, que reside no en él, sino en la obra. La
praxis, la acción que tiene en sí misma su fin, es por esto, como Aristóteles no se cansa de repetir, de algún modo
superior a la poiesis, a la actividad productiva, cuyo fin está en la obra. La energeia, la operación perfecta, es sin
obra y tiene su lugar en el agente. (De manera coherente los antiguos distinguían las artes in effectu, como la
pintura y la escultura, que producen una cosa, de las artes actuosae, como la danza y la mímica, que se agotan en
su ejecución).

Me parece que esta concepción del actuar humano contiene en sí el germen de una aporía, la cual concierne al
lugar propio de la energeia humana, que reside en un caso —en la poiesis— en la obra y en otro en el agente.
Que se trate de un problema no irrelevante, o que de cualquier forma Aristóteles no consideraba tal, está
testimoniado por un pasaje de la Ética nicomáquea, en el cual el filósofo se pregunta si existe algo como
un ergon, una obra que defina al hombre en cuanto tal, en el sentido en que la obra del zapatero es hacer el
zapato, la obra del flautista tocar la flauta y la del arquitecto construir la casa. O bien, se pregunta Aristóteles,
¿tendremos que decir que mientras el zapatero, el flautista y el arquitecto tienen cada uno su obra, el hombre en
cuanto tal ha nacido, en cambio, sin obra? Aristóteles descarta en seguida esta hipótesis, que a mí me parece
interesantísima, y responde que la obra del hombre es la energeia del alma según el logos, es decir, una vez más,
una actividad sin obra, o cuya obra coincide con su mismo ejercicio, porque está ya siempre en-obra. Pero,
podemos preguntar, ¿qué pasa entonces con el zapatero, el flautista, el artista, en suma, el hombre en
cuanto technites y constructor de un objeto? ¿No será acaso un ser condenado a la escisión, pues habrá en él dos
obras diferentes, una que le compete en cuanto hombre y otra, exterior, que le compete en cuanto productor?

Si confrontamos esta concepción de la obra de arte con la nuestra, podemos decir que aquello que nos separa de
los griegos es que, en un cierto punto, a través de un lento proceso cuyos inicios podemos hacer coincidir con el
Renacimiento, el arte salió de la esfera de las actividades que tienen su energeia fuera de ellas, en una obra, y se
hipostasió en el ámbito de aquellas actividades que, como el conocimiento o la praxis, tienen en sí mismas
su energeia, su ser-en-obra. El artista no es ya un banausos, obligado a perseguir su completitud fuera de sí en la
obra, sino, como el teórico, reivindica ahora el dominio y la titularidad de su actividad creativa.

Tal vez el momento crítico en que esta transformación encuentra su condición de posibilidad es cuando, a partir
del fin del mundo clásico y después en la teología medieval cada vez más a menudo, se abre camino la
concepción (a la que Erwin Panofsky dedicó un estudio ejemplar) según la cual el arte no reside en la obra, sino
en la mente del artista, y más precisamente en la idea a la que él mira al realizar su obra. La fuerza de esta
concepción reside en que ella tenía su modelo en la creación divina. Del mismo modo en que la casa preexiste
como idea en la mente del arquitecto —escribe Tomás—, así Dios ha creado el mundo según el modelo o la idea
que existía en su mente. Es de este paradigma de donde deriva la desgraciada trasposición desde el vocabulario
teológico de la creación hasta la actividad del artista, que hasta entonces nadie habría pensado en definir como
creativa. Y resulta significativo que precisamente la praxis del arquitecto haya desempeñado un papel decisivo en
la elaboración de este paradigma (lo que significa, tal vez, que quien ejerce la arquitectura tendría que ser
particularmente cuidadoso cuando reflexiona sobre su práctica; la centralidad y al mismo tiempo la
problematicidad de la noción de «proyecto» tendrían que ser consideradas desde esta perspectiva).

Pero aquello que por un lado el artista ha conseguido —la independencia con respecto a la obra— es, por así
decirlo, algo que por el otro pierde. Si él posee en sí mismo su energeia y puede afirmar de este modo su
superioridad sobre la obra, ésta llega a serle en un cierto sentido accidental, se transforma de alguna forma en un
residuo no necesario de su actividad creativa. Mientras que en Grecia el artista es una especie de residuo
embarazoso o un presupuesto de la obra, en la modernidad la obra es de alguna forma un residuo embarazoso de
la actividad creativa y del genio del artista.

El lugar de la obra de arte se ha hecho pedazos. Ergon y energeia se disocian y el arte —concepto cada vez más
enigmático, que después será transformado por la estética en un verdadero misterio— no reside ya en la obra,
sino también y sobre todo en la mente del artista.

En este punto, la hipótesis que me gustaría sugerir es que ergon y energeia, obra y operación creativa, son
nociones complementarias y, no obstante, sin comunicación, que forman, con el artista como su medio, aquello
que propongo llamar la «máquina artística» de la modernidad; y no es posible, a pesar de que todo el tiempo se lo
intente, ni separarlas ni hacerlas coincidir ni, mucho menos, jugar una contra otra. Se trata, pues, de algo como
un nudo borromeo, que aprieta juntos la obra, el artista y la operación; y, como en todo nudo borromeo, no es
posible desvincular uno de los tres elementos que lo componen sin romper irrevocablemente el nudo entero.

Me gustaría invitarlos ahora a dirigirnos a Alemania, en los primeros años de la década de 1920, pero no a los
desórdenes y los tumultos que marcan en aquellos años la vida de las grandes ciudades alemanas, sino al silencio
y el recogimiento de la abadía benedictina de Maria Laach en Renania. Aquí un monje oscuro, Odo Casel,
publica en 1923 (el mismo año en que Duchamp termina o, más bien, abandona en un estado de «incompletitud
definitiva» El gran vidrio) Die Liturgie als Mysterienfeier (La liturgia como fiesta mistérica), una especie de
manifiesto de aquello que será más tarde definido como el Movimiento litúrgico.

Los primeros treinta años del siglo XX han sido bautizados con razón «la era de los movimientos». No sólo,
tanto a derecha como a izquierda del espectro político, los partidos ceden su lugar a los movimientos (tanto el
Fascismo como el movimiento obrero se definen de este modo), sino que también en el arte, en las ciencias
(cuando Freud intentó definir en 1914 el psicoanálisis, no encontró nada mejor que «movimiento psicoanalítico»)
y en cualquier aspecto de la cultura los movimientos sustituyen a las escuelas y las instituciones. Es en este
contexto donde «la renovación de la Iglesia a partir del espíritu de la liturgia» emprendido en Maria Laach acabó
siendo definido como liturgische Bewegung, precisamente del mismo modo en que muchas vanguardias de
aquellos años se calificaban como «movimientos» artísticos o literarios.

No es improcedente la proximidad entre la práctica de las vanguardias y la liturgia, entre movimientos artísticos
y movimiento litúrgico. De hecho, en la base de la doctrina de Casel está la idea de que la liturgia (hay que notar
que el término griego leitourgia significa «obra, prestación pública», de laos, «pueblo», y ergon) es
esencialmente un «misterio». No obstante, misterio no significa de ningún modo, según Casel, enseñanza oculta
o doctrina secreta. En su origen, como en los misterios eleusinos que se celebraban en la Grecia clásica, misterio
significa una praxis, una especie de acción teatral, conformada de gestos y palabras que se cumplen en el tiempo
y en el mundo para la salvación de los hombres. El cristianismo no es por lo tanto una «religión» o una
«confesión» en el sentido moderno del término, es decir, un conjunto de verdades y dogmas que se trata de
reconocer y profesar: es, en cambio, un «misterio», es decir, una actio litúrgica, una performance, cuyos actores
son Cristo y su cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Y esta acción es, sí, una praxis especial, pero, a la vez, ella
define la actividad humana más universal y más verdadera, en la cual está en juego la salvación de aquel que la
cumple y de aquellos que participan en ella. Desde esta perspectiva, la liturgia deja de aparecer como la
celebración de un rito exterior, que tiene su verdad en otro lugar (en la fe y en el dogma): al contrario, sólo en el
cumplimiento hic et nunc de esta acción absolutamente performativa, que realiza en cada ocasión aquello que
significa, el creyente puede encontrar su verdad y su salvación.

De acuerdo con Casel, en efecto, la liturgia (por ejemplo, la celebración del sacrificio eucarístico en la mesa) no
es una «representación» o una «conmemoración» del acontecimiento salvífico: ella misma es el acontecimiento.
No se trata, pues, de una representación en sentido mimético, sino de una (re)presentación en la cual la acción
salvífica (la Heilstat) de Cristo se vuelve efectivamente presente a través de los símbolos y las imágenes que la
significan. Por esto, la acción litúrgica actúa, como se dice, ex opere operato, es decir, por el hecho mismo de ser
cumplida en aquel momento y en aquel lugar, independientemente de las cualidades morales del celebrante
(incluso si éste fuera un criminal —si, por ejemplo, bautizara a una mujer con la intención de violentarla— el
acto litúrgico no perdería por esto su validez).

Es a partir de esta concepción «mistérica» de la religión como me gustaría proponerles la hipótesis de que entre
la acción sagrada de la liturgia y la praxis de las vanguardias artísticas y del arte denominado contemporáneo
existe algo más que una simple analogía. Una atención especial a la liturgia por parte de los artistas había
aparecido ya en los últimos decenios del siglo XIX, en particular en aquellos movimientos artísticos y literarios
que se definen generalmente con los términos tanto más vagos de «simbolismo», «estetismo», «decadentismo».
De mano del proceso que, con la primera aparición de la industria cultural, arroja a los seguidores desde un arte
puro hasta los márgenes de la producción social, artistas y poetas (basta con aludir aquí el nombre de Mallarmé)
comienzan a mirar su práctica como la celebración de una liturgia; liturgia en el sentido exacto del término, en
cuanto que implica tanto una dimensión soteriológica, en la cual parece estar en cuestión la salvación espiritual
del artista, como una dimensión performativa, en la cual la actividad creativa asume la forma de un verdadero
ritual, desvinculado de todo significado social y eficaz por el simple hecho de ser celebrado.

En cualquier caso, es también y precisamente este segundo aspecto el que es retomado firmemente tanto por las
vanguardias del siglo xx como por aquellos movimientos que constituyen una extremación radical y, en
ocasiones, una parodia. No creo enunciar nada extravagante sugiriendo la hipótesis de que conviene leer las
vanguardias y sus derivas contemporáneas como la recuperación lúcida y a menudo consciente de un paradigma
esencialmente litúrgico.

Del mismo modo en que, de acuerdo con Casel, la celebración litúrgica no es una imitación o una representación
del acontecimiento salvífico, sino que ella misma es el acontecimiento, así también aquello que define a la praxis
de las vanguardias del siglo XX y de sus derivas contemporáneas es el abandono decidido del paradigma
mimético-representativo en nombre de una pretensión genuinamente pragmática. La acción del artista se
emancipa de su fin productivo o reproductivo tradicional y se vuelve una performance absoluta, una pura
«liturgia» que coincide con su celebración y es eficaz ex opere operato y no por las cualidades intelectuales o
morales del artista.

En un célebre pasaje de la Ética nicomáquea, Aristóteles había distinguido el hacer (poiesis), que mira a un fin
externo (la producción de una obra), del actuar (praxis), que tiene en sí mismo (en el actuar bien) su fin. Entre
estos dos modelos, liturgia y performance insinúan un tercero híbrido, en el cual la acción misma pretende
presentarse como obra.

En este punto, para el tercer momento de mi arqueología sumaria, tenemos que dirigirnos a Nueva York en torno
a 1916. Aquí un señor que no sabría cómo definir, quizá un monje como Casel, de algún modo un asceta,
ciertamente no un artista, de nombre Marcel Duchamp inventa el ready-made. Como lo había entendido
Giovanni Urbani, Duchamp, con su propuesta de aquellos actos existenciales (y no obras de arte) que son
los ready-made, sabía perfectamente que no obraba como artista. Sabía también que el camino del arte se
encontraba bloqueado por un obstáculo insuperable, que era el arte mismo, ahora constituido por la estética como
una realidad autónoma. En los términos de esta arqueología, yo diría que Duchamp había entendido que aquello
que bloqueaba el arte era justamente aquello que llamé la máquina artística, que con la liturgia de las vanguardias
había alcanzado su punto crítico.

¿Qué hace Duchamp para hacer explotar o al menos desactivar la máquina obra-artista-operación? Él toma un
objeto cualquiera de uso, quizá un mingitorio, y, tras introducirlo en un museo, lo fuerza a presentarse como una
obra de arte. Naturalmente —excepto por el breve instante que dura el efecto de la extrañación y de la sorpresa—
aquí no viene nada en realidad a la presencia: no la obra, ya que se trata de un objeto de uso cualquiera producido
industrialmente, ni la operación artística, ya que de ninguna forma hay poiesis, producción, y ni siquiera el
artista, ya que aquel que firma con un irónico nombre falso el mingitorio no actúa como artista, sino, en todo
caso, como filósofo o crítico o, como le gustaba decir a Duchamp, como «alguien que respira», un simple
viviente. El ready-made no tiene ya lugar, ni en la obra ni en el artista, ni en el ergon ni en la energeia, sino
solamente en el museo, que adquiere en este punto un rango y un valor decisivo.

Lo que ocurrió después es que una congregación, por desgracia todavía activa, de hábiles especuladores y de
tontos transformó el ready-made en obra de arte. No es que ellos hayan conseguido realmente poner de nuevo en
marcha a la máquina artística —ésta gira ahora en el vacío—, sino que la apariencia de un movimiento consigue
alimentar, yo creo que no por demasiado tiempo, esos templos del absurdo que son los museos de arte
contemporáneo.
No trato de decir que el arte contemporáneo —o, si se quiere, el arte post-Duchamp— no tenga interés. Al
contrario, lo que trae a la luz es tal vez el acontecimiento más interesante que se pueda imaginar: la aparición del
conflicto histórico, en todos los sentidos decisivo, entre arte y obra, energeia y ergon. Mi crítica, si de crítica se
puede hablar, se dirige a la perfecta irresponsabilidad con la que artistas y curadores eluden bastante a menudo la
confrontación con este acontecimiento y fingen que todo continúa como antes.

Me gustaría concluir ahora mi breve arqueología de la obra de arte sugiriendo abandonar la máquina artística a su
destino. Y, con ella, abandonar también la idea de que exista algo semejante a una actividad humana suprema
que, a través de un sujeto, se realiza en una obra o en una energeia que extraen de ella su valor incomparable.
Esto implica que hay que trazar de nuevo el mapa del espacio en el que la modernidad situó al sujeto y sus
facultades.

Artista o poeta no es aquel que tiene la potencia o facultad de crear, que un buen día, a través de un acto de
voluntad u obedeciendo a un mandato divino (la voluntad es, en la cultura occidental, el dispositivo que permite
atribuir a un sujeto las acciones y las técnicas como una propiedad), decide, como el Dios de los teólogos, no se
sabe cómo y por qué, poner en obra. Y, del mismo modo en que el poeta y el pintor, así el carpintero, el zapatero,
el flautista y, en fin, cualquier hombre, no son los titulares trascendentes de una capacidad de actuar o de
producir obras: son, más bien, vivientes que, en el uso y solamente en el uso tanto de sus miembros como del
mundo que los rodea, hacen experiencia de sí y se constituyen como forma de vida.

El arte no es más que el modo en que el anónimo al que llamamos artista, manteniéndose constantemente en
relación con una práctica, busca constituir su vida como una forma de vida: la vida del pintor, del carpintero, del
arquitecto, del contrabajista, en quienes, como en toda forma-de-vida, está en cuestión nada menos que su
felicidad.

Traducción del italiano:


Alan Cruz

© Giorgio Agamben, «Archeologia dell’opera d’arte», en Creazione e anarchia. L’opera nell’età della religione
capitalistica, Vicenza, Neri Pozza, 2017, pp. 8-28. Este libro reúne, con ligeras variaciones, cinco lecciones
impartidas en la Accademia di Architettura di Mendrisio entre octubre de 2012 y abril de 2013.

BIBLIOGRAFÍA

Odo Casel, «Die Liturgie als Mysterienfeier», en Jahrbuch für Liturgiewissenschaft, núm. 3, 1923.
Guy Debord, La Société du spectacle, París, Buchet/Chastel, 1967.
Robert Klein, La forme et l’intelligible, París, Gallimard, 1970.
Alexandre Kojève, Introdution à la lecture de Hegel, París, Gallimard, 1947.
Giovanni Urbani, Per una archeologia del presente, Milán, Skira, 2012.

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