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LoS medios visuales de comunicación ocupan un lugar notable en nuestras vidas. Ya
sea disfrutando un éxito de taquilla hollywoodense en una tarde de verano o viendo
un programa de televisión en una sesión maratónica, subiendo videos personales en
las redes sociales o reenviando un video viral a los amigos, la producción y circula-
ción de imágenes se ha convertido en una forma importante de comprendernos como
individuos y de configurar nuestra relación con el mundo. Las discusiones conven-
cionales sobre estas imágenes tienden a privilegiar su contenido o lo que observamos
en pantalla. La gran mayoría de las conversaciones informales sobre el cine o la cul-
tura visual usualmente parten de consideraciones narrativas: la motivación del perso-
naje, el desarrollo del argumento, la densidad del mundo ficticio. Algunos textos pro-
fundizan sobre consideraciones estéticas: la edición, la cinematografía, la actuación.
ocasionalmente, los cinéfilos y los académicos comentan cómo una película refleja
la realidad – quizás sea sintomática de una tendencia sociocultural o sirva de comen-
tario alegórico sobre una realidad histórica o política. Lo que pocas veces se conside-
ra críticamente es la dimensión experiencial de la cultura visual, es decir, cómo ob-
servamos una película y cómo esta experiencia afecta nuestra relación con la
pantalla, con otras personas y hasta con nosotros mismos. Una película comercial de
Hollywood sigue siendo la misma película cuando la vemos en un lujoso estreno o
en un dispositivo móvil en una sala de espera. Un programa de televisión narra la
misma historia, independientemente de si lo vemos en una sesión maratónica o, epi-
sódicamente, cada semana. No obstante, estas diversas condiciones de observación y
experimentación del texto visual determinan nuestras impresiones de estos textos.
Las imágenes son idénticas y sin embargo se sienten de maneras diferentes.
El giro afectivo en los estudios de cine y estudios mediáticos corresponde a un
cambio de interés: del qué está en la pantalla al cómo nos relacionamos con la pan-
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talla y con el mundo. Estudiar el afecto entonces reorienta el estudio del cine. Ya no
se trata tanto de una ventana hacia el mundo o de un texto por leer sino de una rela-
ción dinámica con un mundo plasmado que afecta a cuerpos individuales, cuerpos
colectivos e incluso a los límites propios del cuerpo. Comenzaremos discutiendo el
afecto en relación con la emoción y las estructuras de sentimiento – particularmente
en relación con las películas que pertenecen a los géneros populares como el melo-
drama, la comedia, el terror y la pornografía, que tienen dimensiones afectivas y
sensoriales que conmueven el cuerpo del espectador. Seguidamente discutiremos las
ventajas y las limitaciones de la teoría de la afectividad, particularmente en relación
con el campo de estudios latinoamericanos, para diferenciar el afecto de la emoción:
el afecto no corresponde tanto a un sentimiento o una emoción que puede ser mani-
pulada sino más bien a una habilidad para afectar y ser afectado, una orientación ha-
cia el mundo que desdibuja los límites del sujeto. Finalmente, discutiremos las di-
mensiones políticas de estas relaciones afectivas examinando la posibilidad de
movilizar a los espectadores a tomar posiciones espectatoriales alternativas y a for-
mar colectivos politizados.
Muchos estudios convencionales de los textos cinematográficos parten de cier-
tas suposiciones: que tanto nosotros, los espectadores, como el texto estudiado, so-
mos entes estables; que estudiamos el texto desde una distancia crítica; que aspira-
mos a un argumento objetivo libre de criterios subjetivos; que estas imágenes
registran una realidad ahora ausente; que somos conscientes de los significados de
una imagen; y que podemos organizar estas imágenes según ciertos patrones median-
te los cuales construimos una narrativa. Los estudios de la afectividad vuelcan estas
suposiciones y desplazan la centralidad de la cognición, la distancia crítica y el cono-
cimiento racional. Esto, a su vez, requiere una serie de nuevos planteamientos.
¿Cómo cambiaría el estudio del cine si pensáramos que el texto que estamos viendo
es algo inestable? o de modo aún más provocador, ¿qué sucedería si pensáramos en
nosotros mismos como entes inestables? ¿Cómo cambiaría el estudio del cine si no
privilegiáramos la distancia crítica, o si no aspiráramos a un juicio racional?
Estudiar la afectividad y el cine significa dedicarse al estudio de los encuentros
con la pantalla y cómo estos encuentros generan nuevas formas de sentir en relación
con el mundo y abren espacios diferentes o conexiones nuevas. ¿Cómo describir es-
tas nuevas maneras de sentir y por qué preocuparnos por hacerlo? Una alternativa
emprendida por proponentes de la Nueva Historia del Cine como Robert Allen,
Charles Musser o Tom Gunning es la de estudiar audiencias empíricas, es decir, ex-
plorar sitios particulares de recepción y contextos cinematográficos específicos.
Este ensayo se aparta de este enfoque histórico para formular preguntas más am-
plias sobre el cuerpo como un ente problemático donde concentrar significación,
experiencia y conocimiento. Esto requiere concebir una película no como un texto
finalizado o un mundo hermético – un hecho consumado – sino como algo que pro-
mete nuevas formas de sentir nuestro cuerpo, nuevas formas de relacionarnos con
otras personas y nuevas formas de aproximarnos al mundo.
Si recordamos nuestras propias experiencias como espectadores, muchos de
nuestros recuerdos cinematográficos más apreciados serían momentos en que nos
conmovimos con los eventos que trascurren en la pantalla, tal vez poniéndonos a
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llorar, gritar o reír. Provocar afecto parecería ser una parte significativa de nuestra
experiencia cinematográfica, y las primeras consideraciones críticas sobre la afecti-
vidad en el cine se fundan en estudiar la condición del espectador y la generación de
emoción, particularmente en el caso de películas de géneros narrativos (genres). Es-
tos tipos de estudios sobre el espectador examinan la película, no sólo como una na-
rrativa visual o una mercancía para las masas, sino también como experiencia colec-
tiva. ¿Por qué nos conmovemos hasta las lágrimas al ver un melodrama? ¿Por qué a
algunos les provoca náuseas una película de terror? ¿Por qué nos reímos más cuan-
do vemos una comedia en compañía de amigos y no solos?
Gran parte del trabajo de reconsiderar el género fílmico y su relación con el
cuerpo deriva de los estudios feministas de cine y su recuperación del melodrama.
Linda Williams, Barbara Klinger, Barbara Creed, entre otros, señalan que el melo-
drama se ha visto marginado históricamente por ser considerado un género femeni-
no, descalificado por manipulador y reaccionario por su forma de situar a la mujer,
dentro y fuera de la pantalla. Frecuentemente, los argumentos melodramáticos giran
en torno a un descalabro en el orden moral que luego se resuelve a través de un em-
parejamiento heteronormativo. Sin embargo, como sugiere Linda Williams, la recu-
peración feminista del melodrama requiere menos de una descodificación semántica
y más bien de una exploración de los efectos corporales del género (“Revised” 42).
Es decir, en lugar de determinar si las estructuras narrativas son progresivas o reac-
cionarias según su contenido, estos estudios feministas nos obligan a considerar la
manera en que la película se dirige a su audiencia y cómo provoca las emociones.1
En el contexto latinoamericano, el trabajo de Ana López sobre el melodrama mexi-
cano parte de esta tradición feminista de reorientar el cine popular, usualmente me-
nospreciado por historias masculinistas de cine. López demuestra que las narrativas
cinematográficas ofrecen una constelación limitada de roles para mujeres, usual-
mente representándolas como madres en el ámbito doméstico y mujeres de mala
vida en el ámbito público. Sin embargo, López también destaca que los números
musicales y las interrupciones narrativas en estas películas de la Edad de oro del
cine mexicano están cargadas de emoción, proporcionando momentos donde las re-
presiones y las contradicciones de identidad pueden expresarse y comprenderse. En
lugar de descartar el género fílmico por ser cómplice de un populismo reaccionario,
al poner énfasis en la manera que estas películas provocan emoción y producen una
audiencia colectiva, López se permite vincular el melodrama con la sociedad y estu-
diar cómo el género popular influye en la producción de una identidad nacional y
una identidad de género sexual (255).
Bajo esta perspectiva, la emoción no es necesariamente manipuladora, sino que
nos mueve a reconsiderar nuestra relación con la pantalla y con el mundo: “El pa-
thos del melodrama deviene el pathos de afirmar el yo contra el insidioso sin senti-
do y sin entidad [del mundo secular]” (Williams, “Revised” 78). Estas películas nos
ofrecen un espacio donde ensayar nuestro propio drama de identificación, un drama
que nos permite el reconocimiento dual de cómo son las cosas y cómo deberían ser.
Nos permiten sentir el potencial o la capacidad inherente en el mundo.
Además del melodrama, los géneros populares como la comedia, el terror y la
pornografía también tienen una dimensión afectivo-sensorial que involucra al cuerpo
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del espectador, excediendo las formas clásicas de comprensión narrativa. Identifica-
dos en los estudios de cine bajo el término global de “géneros corporales”, estas pelí-
culas se caracterizan por su sensacionalismo: representan “cuerpos sensacionales
(sensational bodies)” y afectan nuestros propios “cuerpos sensacionales” (Williams,
“Film Bodies” 4). Estos efectos corporales permiten plantearse una serie de pregun-
tas sobre la identificación, la construcción de género sexual, el discurso cinematográ-
fico y su impacto sobre el placer visual. Durante nuestra experiencia de este tipo de
filme, nuestro cuerpo individual se ve afectado a la vez que participamos en un cuer-
po colectivo. Cuando discutimos la narrativa en términos convencionales, solemos
elogiar la imprevisibilidad de un argumento o el realismo de una trama, pero estos
momentos de enervación sensorial se manifiestan a pesar de estos criterios. Bien sa-
bemos que la pareja melodramática está destinada a un desenlace trágico, sin embar-
go lloramos. Bien sabemos que la casa está embrujada, sin embargo nos asustamos.
Bien sabemos que el payaso se resbalará sobre la cáscara de plátano, sin embargo
nos reímos. Bien sabemos la mecánica del sexo, sin embargo nos excitamos.
Dentro de esta tradición de teoría del cine, estudiar la afectividad significa hablar
sobre las imágenes en pantalla, no en términos de representación, sino en los de encar-
nación. En otras palabras, si el cine tanto retrata como afecta a los cuerpos que experi-
mentan sensaciones, entonces la teoría de la afectividad en el cine tiene como objeto
de estudio estos cuerpos y sus interrelaciones, y no meramente el contenido de las
imágenes proyectadas. ¿Cuál es la relación entre el cuerpo retratado en la pantalla y el
cuerpo en la sala de cine? Si nuestros cuerpos son así de susceptibles, ¿no deberíamos
quizás reconsiderar cómo concebimos nuestros horizontes corporales? ¿Podría esta re-
lación llevarnos a una auto-reflexión sobre nuestro emplazamiento en el mundo y
nuestra relación con otras personas fuera de la pantalla? Estas preguntas marcan dis-
tancia con los estudios de género y entablan discusiones más amplias sobre la ex-
periencia cinematográfica, obligándonos a 1. re-definir el afecto en contraste con la
emoción, 2. re-dibujar los límites del cuerpo y 3. re-concebir la percepción.
Hasta ahora hemos utilizado el afecto y la emoción indistintamente para desig-
nar la forma en que el cine y los medios visuales reclaman nuestra atención e inci-
tan nuestro apego. Cuando describimos estas sensaciones en la vida cotidiana, acos-
tumbramos utilizar el lenguaje de las emociones: me siento enfadado, decepcionado
o avergonzado. Sin embargo, ¿alguna vez se ha encontrado en una situación donde
este lenguaje resulta insuficiente? Estoy enfadado pero también decepcionado y
además avergonzado. En términos de la teoría de la afectividad, estas sensaciones
suelen exceder nuestra capacidad para nombrarlas o representarlas en términos lin-
güísticos y eluden nuestra capacidad para precisarlas. Al nombrar una emoción ha-
cemos de ella algo definido y discreto, localizable en el cuerpo y manifestándose en
un momento preciso. Al hacerlos, ocultamos u obviamos lo matizado de estas inten-
sidades, el vaivén rítmico y continuo del sentimiento, el apego y el acercamiento o
distanciamiento hacia nuestro entorno. Parecería que el afecto es difícil de precisar
o concretar, algo que pertenece al cuerpo, algo que no podemos comunicar con
exactitud a través del lenguaje, mucho menos someterlo a análisis crítico. Estudiar
la afectividad significa no descartar estas fuerzas corporales intangibles sino com-
prender que producen efectos políticos y estéticos tangibles.
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La teoría de la afectividad diferencia el afecto de la emoción – una diferencia
más bien de grado y no de tipo. El filósofo francés Gilles Deleuze caracteriza esta
distinción sutil entre el afecto y la emoción describiendo el encuentro del cuerpo con
el mundo y la manera que el afecto y la emoción moldean esta experiencia. Cuando
un cuerpo se encuentra con otro cuerpo, una serie de afectos y acciones ocurren: el
cuerpo percibe la situación; el cuerpo es alterado; y seguidamente se manifiesta una
emoción de/en la mente (123). En todos estos movimientos, el afecto actúa como una
capacidad pre-subjetiva, pero sólo el último de ellos se refiere a la emoción. La emo-
ción conlleva clasificar sensaciones según un catálogo común de sentimientos – un
catálogo que permite que una sensación sea algo reconocible, representable y comu-
nicable. A diferencia de las emociones, que son algo que podemos tener o poseer, el
afecto nos atraviesa y nos abruma. Mientras la emoción designa estados psíquicos o
categorías psicológicas comunes, el afecto es transitorio y se caracteriza por una
constante variación. En términos generales, podemos definir la emoción como una
“intensidad limitada” o un sentimiento a diferencia del afecto, definible como una
“intensidad no-limitada” o una sensación (Massumi 28). Esta distinción significa
que, en lugar de catalogar sistemáticamente nuestros sentimientos, el estudio de la
afectividad conlleva explorar cómo las sensaciones e instintos corporales son (re)or-
ganizadas en el encuentro del cuerpo con el mundo y la pantalla.
En el contexto de los estudios de cine, movilizar la teoría de la afectividad signi-
fica trascender los análisis de audiencias empíricas y el estudio de la atracción emo-
cional de ciertas películas e ir más allá de los esquemas neuro-cognitivos que inten-
tan sistematizar y capturar nuestras reacciones sensoriales a la pantalla. Diferenciar
el afecto de la emoción en los estudios de cine implica concebir al espectador y a la
experiencia cinematográfica como capaces de (re)organizar nuestro cuerpo e influir
nuestra capacidad para afectar y ser afectado.
La teoría de la afectividad nos exige pensar sobre el cuerpo en términos más ex-
pansivos, pero, ¿en qué forma reconfigura nuestro cuerpo el afecto (y la experiencia
cinematográfica)? Para ampliar nuestra comprensión del cuerpo, consideremos dos
objetos diferentes que designamos como “cuerpos”. ¿Cómo se asemeja un cuerpo de
agua a nuestro propio cuerpo? Aunque a primera instancia esta pregunta parece risi-
ble, la teoría de la afectividad nos obliga a pensar sobre las propiedades que compar-
ten estos cuerpos para poder re-concebir cómo pensamos sobre (y con) nuestros
cuerpos físicos: ambos cuerpos son sustancias o territorios delimitados. Si prosegui-
mos con la comparación, la teoría de la afectividad propone concebir el mundo a tra-
vés de los pasajes, los intercambios y las relaciones entre estos territorios y sugiere
que estas relaciones hacen y deshacen estos territorios constantemente. En el caso de
un cuerpo de agua, un delta – donde un río vierte sus aguas al mar – plantea la inte-
rrogante ¿dónde termina el río y dónde comienza el mar? El cuerpo de agua no es un
ente estático en el tiempo y en el espacio más bien se mantiene en constante movi-
miento, un instante nunca es igual a otro. El cuerpo de agua parece estar delimitado
por la orilla, sin embargo erosiona, deposita, mengua y crece. Si transferimos estas
propiedades corporales a nuestra biología, tendríamos una visión radicalmente dife-
rente de nuestros cuerpos. Nuestro cuerpo pareciera estar delimitado por la piel pero
en realidad no terminaría con la piel, haciéndose extensivo con otros cuerpos me-
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diante una serie de pasajes e intercambios. Nuestro cuerpo nunca es un producto es-
tático o una entidad discreta, sino un proceso dinámico que siempre está deviniendo.
Nuestro cuerpo está definido por su capacidad de afectar y ser afectado. Nuestro
cuerpo se concebiría ya no como un territorio delimitado sino como una interfaz que
nos permite ser afectados, impulsar y ser impulsados. Pensado de esta manera, el
cuerpo ya no marcaría el límite entre una interioridad y una exterioridad. No podría-
mos estudiar un objeto como algo enteramente separado de nosotros, porque al
orientar nuestra atención sobre dicho objeto, formaríamos un vínculo e iniciaríamos
un intercambio. No podríamos privilegiar nuestra voluntad e intencionalidad porque
ya no habría distinción entre ser actor y ser receptor. Ya no podríamos mantenernos
separados del mundo porque estaríamos inter-penetrados con el mundo.2
Entonces, el cuerpo equivale a una zona de indistinción determinada por una ca-
pacidad para afectar y ser afectado. Tal como un cuerpo de agua que toma forma
con la acumulación de agua, nuestros cuerpos toman forma con la acumulación de
actitudes, comportamientos y orientaciones hacia el mundo, como un inventario de
intensidades y sensaciones (Seigworth 13). En resumen, la teoría de la afectividad
estudia el encuentro de un cuerpo definido de otra forma, con un mundo aprehendi-
do de otra forma. Estudiar la afectividad significa estudiar la intersección de nuestro
aparato sensorio – nuestro cuerpo como una acumulación de intensidades – con el
mundo sensual. Durante este encuentro, algo surge que escapa o excede nuestra ha-
bilidad de explicación racional o significación lingüística. La relación emergente se
manifiesta, no como un intercambio comunicativo, sino como un ritmo, una caden-
cia, un hábito o una figura que marca el pasaje de intensidades entre cuerpos y mun-
dos (Seigworth 26).
Esta re-figuración del cuerpo tiene repercusiones significativas en cómo pensa-
mos en torno a la voluntad, la causalidad y la subjetividad en relación con la pro-
ducción cultural y los estudios mediáticos. Reconsideremos la situación planteada
anteriormente al imaginarnos como espectadores de una comedia. Generalmente,
ver una comedia solos o en grupo produce un efecto muy diferente. Tal como suce-
de cuando se produce una reacción en cadena de bostezos, la risa de una persona se
convierte en la carcajada de otra hasta que el grupo entero se ríe estrepitosamente.
Esta anécdota nos exige reconsiderar nuestras suposiciones sobre el espectador. En
lugar de limitarnos a los análisis textuales o culturales que se acostumbran en los
estudios de cine, debemos examinar las experiencias de las audiencias. El especta-
dor no es un individuo en un grupo o una posición en un texto sino una capacidad
para afectar y ser afectado. Concebir al espectador en estos términos nos invita a
explorar el contagio de los afectos, a identificar fisuras en los límites entre el yo y
el otro y a estudiar las maneras en que el cuerpo siempre está implicado en su en-
torno. Si definimos el cuerpo en términos de su capacidad para afectar y sus rela-
ciones cinéticas y dinámicas, podemos analizar la comedia en función del contagio
de la risa. En otras palabras, podemos superar los acercamientos narrativos a la co-
media y los estudios de la descodificación de chistes para descubrir un género fíl-
mico comunitario que requiere sentirse conectado con otras personas. La risa opera
como una invocación, y su responsorio colectivo o eco no articula ningún signifi-
cado y, sin embargo, comunica y conecta (Bergson 6). La teoría de la afectividad
El movimiento de cuerpos 161
en los estudios de cine exige estudiar el papel de los medios y representaciones en
la circulación de intensidades, en la instrucción de nuestro sensorio y en la trans-
ducción de sensaciones.
Laura Podalsky ha logrado movilizar la teoría de la afectividad para estudiar los
efectos corporales de la experiencia cinematográfica en el contexto de los estudios
de cine latinoamericano. Podalsky nos invita a alejarnos de un dispositivo analítico
que sintomáticamente diagnostica la narrativa cinematográfica o descodifica semán-
ticamente la imagen, prefiriendo destacar las dimensiones experienciales del cine e
identificar el cuerpo como un sitio potencial para epistemologías “alternativas”
(14). Para Podalsky, el cine ofrece formas alternativas de conocimiento; es decir, el
cine nos permite adquirir significados, tanto a través de lo que vemos y comprende-
mos como en lo que sentimos y experimentamos.
A pesar de estos avances importantes, la incorporación de la teoría de la afectivi-
dad ha sido más lenta en América Latina. Estas nuevas formas de organizar los cuer-
pos sociales y concebir la voluntad, la historia y la pertenencia son recibidas con sus-
picacia, debido a su frecuente vinculación con el neoliberalismo y sus regímenes
concomitantes de control y producción inmaterial.3 En una región con una larga his-
toria de discursos populistas emotivos que lograron encauzar corrientes de resisten-
cia, re-conduciéndolas hacia proyectos nacionalistas, muchos latinoamericanistas
condenan la retórica celebradora de la teoría de la afectividad. Esta suspicacia suele
suponer que una política afectiva es necesariamente manipuladora; más aún, supone
que cualquier cambio político conlleva la reformación de los mecanismos estatales y
que la lucha política es una lucha territorial de posición. La forma incipiente e indefi-
nida del cuerpo figurado afectivamente y esa potencialidad valorada por la teoría de
la afectividad se perciben como poco efectivas en términos políticos.
Los latinoamericanistas tienden a objetar lo que perciben como el poco sentido
preceptivo de la teoría de la afectividad. Asimismo, suelen descalificar las emocio-
nes por percibirlas como antagónicas al pensamiento crítico. Cualquier manifesta-
ción emocional es marginalizada o simplemente excluida del ámbito político. Tener
una emoción o una necesidad corporal pareciera excluir la posibilidad de ser objeti-
vo o tener una idea racional (considerar cómo la consigna “lo personal es político”
de Carol Hanisch es una polémica relativamente reciente que data de 1969). La teo-
ría de la afectividad cuestiona estas figuraciones clásicas del discurso político que
presumen una acción comunicativa racional. Desde las figuraciones contemporáne-
as sobre la guerra contra el terrorismo que operan cada vez más sobre un campo de
batalla afectivo, hasta un concepto de hegemonía basado en consenso y alineamien-
to afectivo, la teoría de la afectividad cuestiona la idea de que la política se funda
únicamente sobre un discurso objetivo y un diálogo racional. Sin embargo, la teoría
de la afectividad no propone suprimir peticiones emocionales o flujos afectivos en
la vida política. Tampoco pretende moderar la retórica del terrorismo. Más bien bus-
ca analizar cómo tanto el llamado a un discurso racional como las peticiones emo-
cionales son formas de administrar intensidades afectivas y organizar o alienar dis-
posiciones. El análisis político no es meramente un tema de persuasión racional ni
un llamado al conocimiento, sino también un ejercicio en pedagogía experiencial.
Regresando al ámbito de los estudios de cine, en lugar de argumentar que una pelí-
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cula es política por su argumento persuasivo o por su modo de representar un pro-
blema, la teoría de la afectividad nos pide pensar en cada película como un experi-
mento de vida con el potencial de transformar nuestros sentidos. Exponer nuestro
sensorio a nuevos mundos puede reafirmar nuestro sistema de organización de in-
tensidades o expandirlo en direcciones empáticas. Una política afectiva propone que
entreguemos nuestro sensorio para transformar los sentidos, sometiéndolos a una
suerte de entrenamiento sensorial que redibujaría nuestro cuerpo y reorientaría
nuestra relación con el cuerpo social.
Sin embargo, el potencial para transformar cuerpos radicalmente puede resultar
tanto en revolución e insurgencia como en orden y militarismo. El afecto puede sig-
nificar una disposición al cambio, pero ese cambio puede ser para mejorar o para
empeorar (Beasley-Murray 179). Al no tener un resultado predeterminado, la afecti-
vidad resulta una herramienta problemática para la teoría política en América Lati-
na. No obstante, como argumenta John Beasley-Murray, ser conscientes de la afecti-
vidad nos permite identificar su manipulación por los regímenes que emplean el
afecto como un “potencial capturable de vida (as capturable life potential)” (129).
En lugar de descartar la afectividad por su ambigüedad preceptiva, Beasley-Murray
destaca su valor diagnóstico y hermenéutico. La teoría de la afectividad entonces re-
quiere re-conceptualizar la política del afecto y su relación con el Estado (particu-
larmente en el caso de Latinoamérica). La suposición de que la política necesariamen-
te requiere intervención y reforma estatal se matiza cuando los dispositivos estatales
se perciben como instrumentos de captura afectiva. Es decir, ahora podemos identi-
ficar cómo el estado mantiene su poder al producir y mantener sujetos políticos den-
tro de bloques políticos circunscritos y al regular nuestra identidad y nuestra rela-
ción con el mundo. Estos bloques políticos restringen cómo nos relacionamos con
otras personas y determinan cómo nos sentimos e interactuamos con el mundo.
¿Qué sucede cuando nos desplazamos entre o dentro de estos bloques políticos?
¿Qué sucede cuando nos identificamos con posiciones políticas aparentemente in-
compatibles? El estado procede a través de la captura permanente de cuerpos; la te-
oría de la afectividad ubica la lucha política, no en ingeniar nuevas maneras de cap-
turar cuerpos, sino en estudiar la tensión perpetua entre la captura y la huida del
afecto. La teoría de la afectividad encuentra un componente político en los experi-
mentos con nuevas modalidades de ser, en ser atravesado por otros cuerpos y en de-
venir parte de otra colectividad.
Las teorías mediáticas que examinan cómo el cine puede proporcionar una forma
de entrenamiento sensorial que reconfigura el cuerpo se fundan en cómo el afecto es
producido a través de la mímesis. Interpretado generalmente como imitación y repre-
sentación, el concepto de mímesis describe la relación del arte y el mundo y cómo el
arte nos permite aprehender nuestra relación con el mundo. Bajo la perspectiva de la
tradición de estudios mediáticos, la mimesis no se interesa tanto en cuestiones de
exactitud o fidelidad como en temas de inclusión y exclusión. La representación nos
permite reconocer nuestra experiencia (mediada) del mundo en lugar de disimular su
condición ilusoria. Los medios son más un apoyo sensorial que una copia fidedigna,
produciendo afecto y reconfigurando nuestra orientación corporal. Dentro de esta
tradición en los estudios mediáticos, Jane Gaines aporta un modelo útil que salva dis-
El movimiento de cuerpos 163
tancias entre las inquietudes del latinoamericanismo y las de los estudios del cine. En
su discusión sobre el cine documental, Gaines afirma que los intentos de promulgar
cambios y catalizar la acción social características del documental social dependen
de tácticas afectivas en una modalidad que denomina “mímesis política” (89-90).
Gaines argumenta que estudiar el cine político a través de una lente afectiva significa
cuestionar la relación entre los cuerpos en la pantalla y los cuerpos en la sala de cine.
El cuerpo sensacionalizado plasmado en la pantalla hace de la lucha política algo
visceral, pudiendo ser aprehendida más allá de una abstracción intelectual. El estí-
mulo sensorial de la película literalmente impresiona el cuerpo del espectador. El
cine militante de la década de los sesenta y setenta es político menos por su conteni-
do polémico o su rechazo de convenciones fílmicas ajenas que por los efectos que
produce sobre el cuerpo politizado del espectador. En el contexto latinoamericano,
los filmes canónicos como La hora de los hornos (Fernando Solanas y octavio Geti-
no, Argentina 1969) no sólo pertenecen a dos tradiciones del cine de la vanguardia,
sino que también producen una tercera. Refiriéndonos al trabajo de Robert Stam, po-
demos identificar inmediatamente cómo la película opera en dos niveles: su conteni-
do acusador y sus experimentos radicales de estilo denuncian la dependencia neoco-
lonial de Argentina en una manera polémica que recurre al intelecto mientras que su
producción y distribución clandestina hacen de su recepción un acto de complicidad
política (252). Lo que la teoría de la afectividad añade a esta concepción clásica de
Stam es que la película también implica al cuerpo en la toma de conciencia y la pro-
ducción una multitud politizada. Si la producción de cine político aspira a llevar a
sus espectadores a la acción, entonces la teoría de la afectividad nos proporciona las
herramientas conceptuales para estudiar cómo el cuerpo se mueve de la afección a la
acción mediante la experiencia cinematográfica.
El giro afectivo es particularmente polémico en una región con una larga tradi-
ción de crítica radical y con una urgencia política y económica. La teoría de la afecti-
vidad nos obliga a pensar en un proyecto político que va más allá de la construcción
de consenso en la esfera pública. Insertar la teoría de la afectividad en los estudios de
cine significa descubrir el valor político del cine más allá del poder denunciador de
la imagen o del hilo argumental. Al contrario, la cautela latinoamericanista en rela-
ción con la teoría de la afectividad nos exige ser escépticos de cualquier retórica in-
condicionalmente emancipadora. Esta suspicacia nos obliga a tomar en cuenta cómo
la captura afectiva ha sido y puede ser movilizada de manera conservadora y exige
que profundicemos la trayectoria en estudios de cine que estudia los efectos corpora-
les de las películas de género y las dimensiones sensoriales de la experiencia cinema-
tográfica. Articular los dispositivos de la teoría de la afectividad, de estudios de cine
y de estudios latinoamericanos significa examinar la experiencia cinematográfica
como un espacio donde se puede desarrollar una política afectiva capaz de reconfigu-
rar el cuerpo (social). Debemos evitar privilegiar lo emancipador a costa de tomar
posturas cautelosas o críticas. El trabajo de los estudios de cine debe reconocer cómo
varias modalidades del poder volcadas hacia el futuro que, de esta manera, no pue-
den ser fácilmente instrumentalizados, construyen y emplean el afecto.
Al examinar las dimensiones sensoriales de la experiencia cinematográfica y
cómo el cine expone nuestro sensorio a nuevos mundos, debemos tener presente que
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no existen garantías de que nuestra capacidad de afectar y ser afectados resulte en un
futuro mejor que el presente. Es decir, no hay garantía de que la promesa del afecto
transforme nuestros sentidos, refigure nuestros cuerpos y reoriente nuestra relación
con el cuerpo social. Pero esta ausencia de garantías no debilita la teoría de la afecti-
vidad como herramienta conceptual. A pesar del trabajo en los estudios mediáticos
sobre los riesgos de la manipulación emocional, el trabajo inmaterial y la captura
afectiva, lo que la teoría de la afectividad nos recuerda es que estos cierres o capturas
son también la base para futuros cambios o aperturas. Considerar las dimensiones
sensoriales de la experiencia cinematográfica acoplada a esta dimensión futura de la
afectividad significa que el estudio de cine debe sobrepasar ejercicios de análisis tex-
tual o ubicación contextual y debe abrir o fomentar nuevas modalidades de inclusión
y exclusión, nuevas maneras de refigurar nuestros cuerpos y de reorientar nuestra re-
lación con un cuerpo colectivo.
NoTAS
1
Véanse también los capítulos 4 y 13, de Anne E. Hardcastle y de Kathryn Everly
respectivamente.
2
Para el papel que juega el cine en este proceso, véase Sobchack. Véanse también
los capítulos 2 y 14, de Afinoguénova y de Amago, respectivamente.
3
Véanse los capítulos 5 y 8, de Schroeder Rodríguez y de Sánchez Prado, respec-
tivamente.
oBRAS CITADAS