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No hay mentira que prefiera más que la verdad

(sobre Juan 8,31-32).

“¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves? Cuando la mentira es la verdad...”


(Divididos, “Qué ves”)

Como muchas otras noches, el timbre sonó repetidas veces. En un primer momento
quise seguir durmiendo. Sabía de qué se trataba. Seguramente era una persona más
con urgencias que querría que la ayudara con dinero.

Como muchas otras noches, me propuse pensar en segunda instancia que esta
persona debía de estar muy necesitada para pedir ayuda en plena madrugada. Me
vestí rápidamente y mientras bajaba las escaleras le dije a Dios: "Yo no puedo salvar
a nadie. Obra tú, Señor". Muchas veces, por entusiasmo o por soberbia, esas
palabras no estuvieron en mis labios. Otras, quizá por egoísmo, simplemente no
hubo que confrontarlas porque rechacé a quienes tocaron mi puerta. Escalón a
escalón me preparé para escuchar al Señor a través de mi prójimo necesitado. Ya
dije que no siempre fue así mi corazón, pero de un tiempo a ese, lo era por la gracia
de Dios. Mientras descendía a la puerta poniéndome algo de abrigo para el frío,
seguí pidiendo sabiduría divina que me permitiera ver como Dios ve, que viera a mi
prójimo a través de Sus ojos. Abrí la puerta...

—Buena noche, ¿es el pastor de acá?

—Sí, sí, pase por favor... ¿está usted solo?

—Sí, estoy yo solo. Mire, quería... —se interrumpe él sólo— perdón por la hora, lo
que pasa es que estoy en la calle desde hace unas horas —sigue— Quería pedirle
ayuda para poder ir a un hotel porque recién salí del hospital. Tuve una operación
al corazón y no tengo dónde ir y no debo quedarme en la calle porque me voy a
volver a enfermar...
Mientras me decía esto se iba desabrochando los botones de su camisa. Yo sabía lo
que vendría ahora: yo le iba a decir que no era necesario que me muestre alguna
herida, y él iba a hacerlo de igual manera. Luego sacaría algunos documentos con
sellos de algún hospital, quizás también alguna carta de una Trabajadora Social
recomendando que lo ayuden.

Pero para sorpresa mía, al descubrirse el pecho me mostró una vieja herida que tenía
varios meses de cicatrizada. Alcé la vista y miré cómo me miraba. Advertí que el
hombre tendría unos 60 y tantos años. En ese entonces, yo apenas tenía 27. El
hombre tenía semblante de estar muy cansado y me mirada con gran incentidumbre.
Mientras lo escuchaba pensé en lo humillante que podría ser para él pedir ayuda a un
joven, un hombre de su edad ante un joven al que doblaba la edad, e inventando una
historia tan fácil de comprobar que no era del todo cierta.

Me sentí muy triste. Advertí que se trataba de una persona con mucho tiempo en
situación de calle. Estaba yo allí, parado en el hall de un edificio llamado templo,
vacío, ocupado apenas por un par veces a la semana y por un par de horas, oyendo a
una persona inventar una situación que le permitiera ser cobijado bajo algún techo.
Me seguía contando cosas pero, la verdad, yo ya no registraba lo que me decía.
Tenía tanta vergüenza. Pensaba en lo injusta que era nuestra sociedad para tanta
gente cuyos derechos les son negados. Ancianos descartados, niños expulsados de
sus casas, indígenas y afroamericanos discriminados en la ciudad mestiza y blanca.
Tantos extranjeros buscando un lugar donde poder ser, y sin embargo, discriminados
y explotados por quienes les dan “una ayuda”. Fueron unos segundos en los que
sentí indignación de la "fe" que olvidó la justicia y la misericordia, dolido de la
iglesia que “espiritualizó” el amor y sacralizó la indiferencia, de aquel comedor
eclesial que nos distancia de la amistad y el compromiso. Venían a mi mente las
charlas sobre “alianzas estratégicas” para combatir la pobreza con la que ganaríamos
todo, pero perderíamos el alma... Me sentí parte de una gran mentira.

—Pase. Mire, lo ayudaré a encontrar un lugar donde dormir. Pero, por favor,
quédese aquí a cenar y a dormir en un lugar cómodo aquí en la iglesia. —¡Gracia!
—le cambió el semblante— ¡Gracia pastor! —me volvió a bendecir. —Seguro que
tendrá hambre. El frío da hambre ¿Comemos algo...? Pocas veces conocí verdades
como la que me presentó este hombre. ¿Cómo es la verdad en una sociedad que no
comprende nuestro sufrimiento? ¿Qué otro lenguaje usar para que nos ayuden, para
poder subsistir? ¿Qué otra verdad se puede usar para tener acceso a la ayuda a la que
tenemos derecho como seres humanos? ¿Y qué será mentir en un mundo así?
¿Quién miente en realidad? ¿Qué verdad es más viable que “una mentira” que grita
una cruda realidad?

Cuándo la miseria no tiene tiempo para esperar lentos cambios sociales, cambios
que quizá nunca lleguen, entender la necesidad de amar al prójimo puede que
implique caminos “pocos santos” a los ojos puritanos. Pero, si la necesidad nos fuera
presentada de otras maneras, ¿nos abriríamos a dar ayuda igualmente? Si no nos
“mintieran”, ¿los ayudaríamos? Porque quienes sufren grandes necesidades e
injusticias saben que si no radicalizan su relato no serán oídos. Al presentárseme la
pura verdad como lo hizo este hombre, en cuerpo y cicatriz, en gesto y
vulnerabilidad, “Dios me arrancó la careta”. Este hombre me mostró las grandes
mentiras en las que vivimos quienes ignoramos el sufrimiento de los demás. En
realidad somos nosotros quienes vivimos mentiras vestidas de verdad, y para esto,
hacemos aparecer como mentiroso a quien con su cruel sufrimiento nos grita el
horror de la pura realidad que viven miles y millones de personas a las que
ignoramos. Mentimos. Mentimos con consensuadas explicaciones, con lógicas que
nos libran de la misericordia, del compañerismo, de copadecimiento. El cuerpo de
hombre, su mirada, clamaban más fuertemente que cualquier palabra o
argumentación que pudiera salir de mi corazón endurecido. Mi confort, mi
condición de pastor sin ovejas, exponían mi indiferencia e insensatez. Entonces,
realmente, ¿quién mentía?, ¿quién necesitaba sincerarse ante el otro?

Jesús se dirigió entonces a los judíos que habían creído en él, y les dijo: —Si se
mantienen fieles a mis enseñanzas, serán realmente mis discípulos; y conocerán la
verdad, y la verdad los hará libres (Jn 8,31-32).

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