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David Le Breton*

La dificultad de ser uno mismo


Para algunos jóvenes el camino para convertirse en adultos es largo y azaroso. Y a veces ese
camino los lleva a ponerse en peligro (alcohol, droga, vagabundeo…). Por fortuna, esas
conductas de riesgo son a menudo pasajeras.
Mi objetivo está centrado en la dificultad de ser uno mismo y de fabricarse en tanto
individuo en nuestras sociedades contemporáneas, concretamente en la adolescencia. En
Francia, uno de cada cinco jóvenes está en plena angustia y pone su vida en peligro. No hablo
de quienes estén atravesando una crisis de adolescencia, sino de los que se lanzan contra el
mundo, y buscan desesperadamente dar un sentido a su vida. Esa cifra, muy importante, da
testimonio de la dificultad actual para trasmitir ese sentido. Es también un síntoma de la
disolución social y de la desinstitucionalización de la familia. Ciertamente, tiene poco peso
desde el punto de vista del sufrimiento individual: lo que importa, es la historia de vida de cada
quien. Sin embargo, esa cifra también muestra que una gran parte de nuestros jóvenes tiene
mucha dificultad en encontrar su lugar en el mundo. Jóvenes que, de manera prioritaria, se ven
expuestos a las conductas de riesgo, una expresión que tiene apenas unos veinticinco o treinta
años de uso en el vocabulario de la salud pública. La travesía de la adolescencia ya no es una
línea recta pavimentada, es más bien un sendero quebrado, poco fácil de encontrar, que a veces
se escapa entre los dedos.

Una búsqueda desesperada de sentido


Dar una significación y un valor a su existencia, tal es la cuestión mayor de la adolescencia. En
sociedades como la nuestra, donde la oferta de sentido es múltiple, el joven tiene, más que
nunca, necesidad de saber quién es y hacia donde va. De ahí la pasión de algunos (los que aún
leen) por Albert Camus y esos autores que interrogan el sentido o la absurdidad de la vida. Sus
conductas de riesgo son búsquedas desesperadas de sentido, incluso si ellos mismos no lo
formulan de esta manera. Esas conductas expresan su sentimiento de insignificancia, de
nulidad, puesto que nadie los quiere, nadie se interesa en ellos. Actualmente, se ha vuelto
particularmente difícil construirse como individuo. Eso vale para todos: en una sociedad que va
cada vez más rápido y se recompone permanentemente, los problemas de identidad nunca
terminan. Es todavía más complicado para los jóvenes que entran en el mundo como actores, y
que para eso deben compartir un reservorio de sentido con los demás.
La individualización del sentido, característica de nuestras sociedades contemporáneas,
remite a la definición sociológica del individuo: pertenece a cada quien darse un sentido, dar un
valor a su vida, situarse en el mundo, volverse el artesano de las condiciones de su existencia.
Esa definición ha tenido sus repercusiones y ha causado una implosión en la noción de
adolescencia, que solo data de mediados del siglo XVIII, recordémoslo1. Hoy la adolescencia se
encuentra entre dos mundos, en situación de liminaridad2. Desde un punto de vista
antropológico, se sabe hasta qué punto esas situaciones son difíciles de asumir. En este caso, la
liminaridad supone abandonar una posición segura, la de la infancia con encuadramiento y

* Antropólogo y sociólogo, profesor en la Universidad de Estrasburgo, miembro del Instituto universitario de Francia e
investigador del laboratorio «Dynamiques européennes». Autor, entre otros, de: En souffrance. Adolescence et entrée dans
la vie (éd. Métailié, 2007); Conduites à risque (éd. PUF, 2013), y de La peau et la trace. Sur les blessures de soi (éd.
Métailié, 2013).
1 Philippe Ariès, L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime, Paris, Seuil, 1975.
2 Término utilizado por el etnólogo Arnold van Gennep (1873-1957) para definir el momento del rito de paso de la
adolescencia a la edad adulta.

1
padres presentes, para cambiarla por una edad de hombre/de mujer con referencias inciertas. Lo
que supone experimentar, tantear, a veces equivocarse, sin disponer de un marco que sostenga y
de un holding1 que tranquilice.
Además, las fronteras de la adolescencia se han difuminado. Por un lado, con la
emergencia de la pre-adolescencia (muchachas de 13 o 14 años de sexualidad múltiple, sin
protección, y a veces con embarazo incluido; niños de 11 y 12 años que cometen actos de
delincuencia); y, por otro, con los eternos adolescentes o adultescentes (los Tanguy** de medios
privilegiados, o los jóvenes adultos sin empleo obligados a cohabitar con sus padres, ver
artículo p.19 de este mismo número). En resumen, la noción de adolescencia ya no es
homogénea y ya no forma consenso. Es una noción que realmente se nos escapa por el hecho
de que los hijos ya no son herederos, en el sentido en el que lo entendía Pierre Bourdieu, quien
en los años 1960-1970, podía aún describir la transmisión en el seno de las clases sociales2.
Actualmente, los adolescentes se ven remitidos a sí mismos para construirse. Los antiguos
referenciales que permitían sentirse adulto volaron en pedazos: la primera relación sexual, el
primer diploma, el servicio militar para los hombres, el primer empleo, el matrimonio, la
paternidad o la maternidad… Todas esas etapas perdieron su valor simbólico. A los 25 años, el
joven está todavía en la incertidumbre de su identidad.
Esa desorientación propia de la adolescencia despista también a los padres, que no
comprenden por qué su hijo se halla extraviado, desgraciado, a pesar del amor que le ofrecen.
Hemos perdido esa evidencia de acompañar a un niño hacia la edad adulta.

Referencias más inciertas


La desinstitucionalización de la familia y la emergencia de nuevas formas familiares tampoco
facilitan el paso hacia la edad adulta. Desde un punto de vista antropológico, el contexto es
menos protector. Cuando los niños crecían con sus padres de nacimiento (se quedaban juntos
para lo malo y para lo bueno, incluso cuando no se entendían), los referenciales eran más
estables.
Antaño, era trivial ver cuatro, cinco, seis hijos, lo que relativizaba la posición de cada
quien. Las solidaridades entre los hermanos y hermanas actuaban, el grupo familiar se apoyaba
en la familia ampliada, que vivía en las cercanías de la familia nuclear. Cuando un niño se
entendía mal con su padre, compensaba eso con su abuelo o con su tío. Actualmente, las
familias son extremadamente dispersas, y se vuelven a encontrar en ocasiones festivas, por
ejemplo, en navidad. Las coacciones de la familia nuclear pesan más, aunque esta última sea
hoy más precaria y más compleja, se compone de separaciones múltiples, de episodios de
monoparentalidad, de recomposiciones… Una situación difícil de vivir para algunos niños,
como lo atestigua el aumento de las conductas de riesgo. El malestar en la vida de los
adolescentes no tenía la misma amplitud en los años 1980.
Las transformaciones de la autoridad en el seno de la familia también han modificado
profundamente la trasmisión, y explican que el adolescente sea con más frecuencia remitido a sí
mismo para construirse. En ese contexto, las conductas de riesgo emergen como pruebas
personales que el joven se infringe para garantizar su propio valor personal, dar testimonio de
su legitimidad en la existencia. Las instituciones colectivas del sentido (familia, escuela, etc.)
compiten entre ellas o se ven desacreditadas ante los jóvenes, y estos buscan en sí mismos un

1 El hecho de mantener un hijo, de contenerlo. Nocíon desarrollada por el psiconalista Donald Woods Winnicott (1896-
1971).
** “Tanguy”: título de la película de ficción dirigida por el francés Étienne Chatiliez y estrenada en 2001, que narra parte
de la vida de un adultescente y sus padres.
2 Cf. Les héritiers, les étudiants et la culture, en coautoría con Jean-Claude Passeron, éd. De Minuit, 1964.

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anclaje para insertarse en una sociedad que ya les llega claramente dada. Según mi opinión, las
conductas de riesgo son una manera de “cazar furtivamente” el sentido mediante la utilización
del dolor, los juegos con la muerte. Las instancias de salud pública y los trabajadores sociales
intentan desesperadamente prevenirlas, convencer a nuestros jóvenes de no ponerse en peligro,
ni comprometer su escolaridad. Sin embargo, los jóvenes continúan en esas actitudes y
comportamientos… Son como cazadores furtivos a quienes se les prohibiera cazar en un
bosque, y de todas maneras lo hacen, empujados por una necesidad interior, para advenir al
mundo. Nacer y crecer ya no garantizan un lugar con pleno derecho en la sociedad actual. Hay
que conquistar ese derecho a existir, y para el 20% de nuestros jóvenes se vuelve más doloroso.
Relativicemos esas cifras. Ellas muestran además que entre el 60 y el 70% de los jóvenes se
sienten bien en su pellejo y en la evidencia de convertirse en adultos. Sin embargo, quedan
entonces en el medio, entre un 10 y un 20%, los que a veces van bien y a veces mal.

Ritos de paso
Los jóvenes que sufren se estrellan contra el mundo y legitiman su existencia sin la ayuda de
los demás. Las pruebas que se imponen son formas inéditas de ritos de paso, que se integran en
el contexto de la individualización del sentido de nuestras sociedades. El estatuto antropológico
de la noción de rito, en efecto, no se adapta a esas conductas de riesgo que yo analizo como
ritos íntimos, personales, autorreferenciales, y que, contrario a los ritos tradicionales, dan la
espalda a una sociedad que busca prevenirlos, en lugar de animarlos. No tienen nada que ver
con los ritos de virilidad, por ejemplo, destinados a mostrar en público que se es un “hombre de
verdad”. Cada joven está solo con su angustia y juegos de muerte. La adolescente que se
escarifica, actúa en la soledad de su habitación o en el baño de su casa. Ella teoriza a su manera
sobre las razones y el contexto de su gesto: ¿Por qué se absorbe en sí misma escuchando tal
música? ¿Por qué a esa hora? ¿Con una cuchilla de afeitar? Se está ciertamente en la
autorreferencia. Para terminar, esos ritos no son conocidos por el joven, no tiene consciencia de
estar ritualizando su paso hacia la edad adulta.
¿Entonces por qué hablar de rito? Porque, paradójicamente, esas conductas se producen
en millones de ejemplares. En nada se parece una adolescente que se escarifica en París y otra
que lo hace en Tokio: el gesto, realizado a la luz de una vela, con mucha frecuencia escuchando
Metal, es idéntico, ellas lo ocultan perfectamente a sus padres, lo justifican con sus propios
argumentos. Y cada una de ellas tiene el sentimiento de estar sola en el mundo con su angustia.
Estamos en lo eminentemente colectivo y lo eminentemente personal al mismo tiempo. Habría
que re-conceptualizar la noción de rito de paso que, en la tradición etnológica, caracteriza las
sociedades comunitarias o colectivistas, donde todos los adolescentes viven las mismas
pruebas, bajo la mirada de sus padres, felices de verlos crecer y de trasmitir, a través de esas
danzas o de esos cantos sagrados, los valores de la comunidad. En nuestras sociedades
contemporáneas, el “nosotros-otros” es reemplazado por un “yo personalmente”. Las conductas
de riesgo ya no son valorizadas sino combatidas. Y los padres que descubren que su hijo se
expone al peligro, se preguntan cuál ha sido la falla en la educación que le han dado. Esa
noción de rito de paso privado, individual, permite teorizar sobre las maneras de entrar a la
edad adulta en el contexto actual de individualización del sentido. Ciertamente, estamos
siempre jalonados por lo colectivo, pero el estatuto del lazo social se ha transformado a tal
punto, que el individuo debe forjar por sí mismo el sentido recurriendo a figuras
antropológicas.
Desde mi punto de vista, nunca he analizado las conductas de riesgo bajo el ángulo
patológico. En mi opinión, la mayoría de los jóvenes que las adoptan son adolescentes
ordinarios que arrancan mal en su vida, porque están inmersos en condiciones efectivas

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extremadamente duras. Recurren a figuras antropológicas presentes en otras sociedades
humanas, pero con un estatuto diferente:
-La figura de la ordalía1, el juego con la muerte. Los jóvenes exigen a la muerte que legitime
una existencia, que el lazo social no ha sido capaz de darles hasta ese momento. No se sienten
apoyados por el colectivo y se ponen en peligro para encontrar un sentido a la vida,
convencerse de que vale la pena de ser vivida. Esa figura se vuelve a encontrar en innumerables
situaciones de la vida corriente. El enfermo que se entera de la recuperación de un cáncer
experimenta el sentimiento de que una segunda oportunidad le ha sido dada. En mi opinión, la
ordalía es el juego contra la muerte y, si uno sobrevive, ella se asume como la posibilidad de
reconstruirse, de renacer. Si el joven supera la prueba, quizás sentirá, por primera vez, que no
es tan insignificante.
-La figura del sacrificio, que consiste en sacrificar una parte de sí para salvar lo esencial. Las
escarificaciones lo ilustran de manera ejemplar: la adolescente que explica que se hace daño
para sufrir menos. Hace correr la sangre, se hiere en profundidad a veces, para continuar
viviendo. Es el precio que hay que pagar. La noción de sacrificio está presente en todas las
conductas de riesgo: la anoréxica lucha contra su hambre, el toxicómano se preocupa por
encontrar su dosis de droga… Sacrifican la parte por el todo, una parte de su vida para
continuar viviendo.
-La figura del blanqueamiento, o desaparición de sí. Esta es profundamente compartida por el
conjunto de nuestras sociedades, hasta el punto de convertirse en un paradigma para pensar el
mundo de hoy. El blanqueamiento es el deseo de borrarse, porque estamos un poco hartos de
nosotros mismos y de responder a las exigencias que pesan sobre nosotros, familiares o
profesionales. Entre los jóvenes, el blanqueamiento toma formas impactantes, como la
búsqueda del coma etílico, o binge drinking. Ese comportamiento, relativamente reciente,
afecta a adolescentes cada vez más jóvenes (a veces de 10 a 12 años), que beben no tanto para
mostrar que tienen acceso al alcohol, como en un rito de virilidad, ni para volverse eufóricos
(incluso si esta dimensión sigue presente), sino para rodar sobre la mesa lo más rápidamente
posible, desaparecer. El fenómeno afecta a todos los medios sociales, es particularmente
frecuente en las fiestas universitarias o de las grandes escuelas. La multiplicación de los juegos
de estrangulamiento, con búsqueda del síncope por algunos segundos, es otra manifestación del
blanqueamiento.
El blanqueamiento es también la búsqueda de un contramundo en diferentes formas de
toxicomanía. Deslizarse hacia otra parte, no responder por su identidad en el seno del lazo
social ordinario, construir un mundo para sí mismo, rico en sensaciones, con el dolor de la
carencia. El enrolarse en una secta o en el combate djihadista responden a la misma lógica de
desligarse de sí mismo en provecho de un gurú, de un dios, de borrarse ante un poder tutelar,
incluso si hay que morir por ello. En Francia, estamos relativamente protegidos de las sectas,
pero en Estados Unidos y en Canadá numerosos jóvenes adhieren a ellas: se convierten en
creaturas manipuladas por un gurú, abandonan su identidad, se borran de la sociedad.
Los jóvenes que vagabundean son otra figura del blanqueamiento, se deslizan en los
intersticios, por lugares de paso donde nadie permanece: corredores de estaciones, calles, casas
abandonadas, cavas… Ya no viven en el tiempo, sino que ocupan el espacio. La mayoría de
ellos se han re-bautizado, ya no quieren oír de sus padres o de sus suegros, con quienes, a
veces, han vivido cosas muy duras. La adicción a la red mundial (la Web) y a los juegos de
video también tiene que ver con el blanqueamiento. Pienso especialmente en los Hikikomori,

1 Ordalía, o juicio de Dios. Prueba que en la Edad Media para establecer la inocencia o la culpabilidad de un acusado,
especialmente mediante el agua o el fuego (por ejemplo: sostener en las manos una barra de hierro al rojo vivo).

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esos adolescentes japoneses que se encierran en sus casas, a veces, durante años. Pasan más de
10 horas al día ante su pantalla, se ocultan bajo varios seudónimos. El blanqueamiento significa
desaparecer en los limbos, para ya no tener que responder por sí mismo, por sus
responsabilidades, porque se está en el extremo del rollo.
Esas conductas de riesgo, por fortuna, solo son transiciones. Con mucha frecuencia, su
salida es positiva. De un momento a otro, esos chicos y chicas “volverán al orden”. Sin duda,
habrán aprendido, mejor que otros, a vivir, a través de sus sufrimientos, sin duda se volverán
padres más atentos, más cuidadosos y ofrecerán lo que ellos quizá no recibieron. No haré de
ello un principio sociológico, pues es indemostrable, pero este es mi sentimiento íntimo.

Tomado de: David Le Breton, “Adolescence. la difficulté d’être soi. ERES «L'école des
parents », 2014/4 N° 609: 44-47. ISSN 0424-2238.
Traducido del francés por Jorge Márquez Valderrama para el seminario de posgrados:
Debate actual sobre las ciencias sociales y humanas (código 3010562). Facultad de Ciencias
Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, junio de 2019.
Transcripción y correcciones: Juan Esteban Santa Zuluaga.

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