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Rosenbaum, Vera Teoría y Análisis Literario “C” Comisión 9

veri.rosenbaum@gmail.com
1) La construcción de “El clamor” como interacción de discursos

El presente texto busca analizar “El clamor” de Alfonsina Storni, contenido en Languidez,
de 1920. La lectura se articula alrededor de las distintas voces que aparecen en el texto, que
interactúan formando un antagonismo.
La estructura está compuesta por cinco estrofas de cuatro versos cada una. Siguiendo el
análisis de Iuri Tinianov, que considera que el ritmo es el principio constructivo de la poesía y que,
como tal, todos los elementos están subordinados y posiblemente deformados en función de esa
característica como centro, la hipótesis está apoyada en una palabra que, en base al ritmo, está en
una posición evidenciada. Así, en el segundo verso de todas las estrofas, la última sílaba genera una
rima que se sostiene a lo largo del poema1 y que sólo se corta en la tercera estrofa, en el centro del
poema: el segundo verso concluye en la palabra “voz”2, interrumpiendo la sucesión rítmica y
obteniendo, así, un peso diferente al de los otros términos.
Hay dos voces que se articulan: la del yo lírico, que está caracterizado como femenino, “la
mala mujer”3, versus un ellos generalizado, una persona plural que toma el lugar de la sociedad, de
un conjunto de población, el gran nosotros que aparece en “…la ley que nos gobierna”4, que muy
pronto expulsa a la figura femenina que enuncia y así, para la visión de esta, se construye como un
ellos en el que no es bienvenida.
Esta exclusión se genera, de acuerdo a lo que se manifiesta léxicamente, tras un dicho: al
comentar ella, “he dado el corazón”5. Sin embargo, considerando la ritmicidad, esto aparece antes
como un acto: “yo di mi corazón”6, que se sitúa en el último verso de la primera estrofa, de forma
que se pone en serie con las otras estructuraciones de un enunciado similar, que siempre refieren a
ese dar el corazón, y que además construye la otra rima que se sostiene a lo largo del poema. Hay,
de cualquier forma, una sutileza: en la primer estrofa, al decirse como un acto y no como un
enunciado introducido en el poema, aparece un sujeto expreso, un “yo”7 que entrega el corazón, que
luego será desdibujado de manera que sólo se advierte por las desinencias verbales. Esto podría
estar reforzando mediante el diferenciamiento de los términos que se repiten, su distinción del resto
de los versos que retoman el mismo hecho, separando el acto del comentario.

1
La terminación –or, que articula “amor”, “fervor”, “clamor” y “rubor”.
2
Storni, Alfonsina; “El clamor”, en 41 poemas para ser leídos en una cursada, antología de la Cátedra, p. 6.
3
Íbid, p. 6.
4
Íbid, p. 6.
5
Íbid, p. 6.
6
Íbid, p. 6.
7
Íbid, p. 6. Por otra parte, el pronombre posesivo (“…mi corazón”) se opone al definido (“…el corazón”),
como producto de esa entrega.

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De acuerdo a los signos de puntuación que aparecen, hay voces incorporadas mediante los
dos puntos (:) y mediante el guion (-) en la segunda, tercera y cuarta estrofa. El primer diálogo
corresponde a la voz del mismo yo lírico, mientras que los restantes son adiciones directas de la
enunciación de esa voz colectiva a la que se opone. En esta primera declaración, continuando la
línea que se venía analizando, aún no se ha producido (aunque este será el desencadenante) el
rechazo: aparece el nosotros ya mencionado y el formato que la introduce la iguala a los dichos
ajenos; la mujer, de la que la sociedad no sabe nada, es todavía una anónima, una más en el
colectivo, no se ha constituido como el yo lírico que poetiza desde el afuera de la gente. Esto se
distingue del último verso del poema: allí, es la misma voz poética la que exclama “¡he dado el
corazón!”8, y esto está integrado, no adherido mediante el guion de diálogo.
Otro elemento que repercute en esta lectura son los verbos del decir: hay repetición del
“dije”9 en la segunda y tercera estrofa y un “repito”10 en la última. Todos estos refieren a
afirmaciones del yo lírico, están conjugados en primera persona singular. En cambio, se muestran
otras variantes léxicas para el discurso ajeno: se menciona el “eco”11, el correr de la voz, el “De
boca en boca”12 y el clamor que rueda. Esto contribuye a la construcción de estos otros como
generalidad, como una nebulosa de opiniones indiferenciadas: ellos son “los hombres” a los que se
vuelve, ante los que se reivindica; es, asimismo, “El clamor” al que refiere el título, que es en sí
como un ente autónomo, distanciado de sus enunciadores, que son los reproches, las condenas a las
que la voz poética se enfrenta, como una construcción impersonal que proviene de las imposiciones
sociales, de la “ley que nos gobierna”13, que es muda, implícita por un lado y que grita, reclama por
el otro.
De cualquier modo, estas voces, a pesar de ser impersonales, no son pasivas. El poema
recupera el cuerpo del yo lírico, y lo expone de tal forma que exhibe cómo esas palabras, esas
condenas sociales a las que se enfrenta dejan marcas en él: es en la última estrofa, cuando tras el
“¡Echadle piedras, eh, sobre la cara…!”14 de la estrofa anterior, afirma “Ya está sangrando, sí, la
cara mía…”15. Pareciera incluso que es el clamor mismo el que la lastima, el que le tira piedras y la
hace sangrar y no algún agente corpóreo o específico.

8
Íbid, p. 6.
9
Íbid, p. 6.
10
Íbid, p. 6.
11
Íbid, p. 6.
12
Íbid, p. 6.
13
Íbid, p. 6.
14
Íbid, p. 6.
15
Íbid, p. 6.

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En conclusión, la construcción de las voces en el poema permite observar un
enfrentamiento entre dos actores: la mujer que caracteriza el yo lírico y la sociedad como fuerza
discursiva, que marca su exclusión, contra la que ella reivindica su papel de marginada.

2) a. Las teorías de compromiso en la literatura, como la representada por Jean Paul Sartre,
filósofo y escritor francés que representa cierta línea de la teoría marxista aplicada al arte, surgen en
la segunda posguerra, que en Francia se relaciona con el proceso de reconstrucción de un carácter
fuertemente conservador, en contra del cual aparecen estas nuevas visiones.
En “Presentación de Los Tiempos Modernos”, Sartre explica el compromiso como la
necesidad de devolver a la literatura su función social. Por un lado, la escritura implica un acto. “El
escritor tiene una situación en su época; cada palabra suya repercute”16, está relacionado con su
tiempo, está situado en él y, por eso, tiene una responsabilidad con ella: debe tomar una posición.
Aquello que escriba, sin importar qué sea, posee un sentido: incluso el no escribir, el no denunciar,
el no decidir es en sí una decisión, una acción con sentido. Así, ya que la elección es inevitable, el
escritor comprometido busca “contribuir a que se produzcan ciertos cambios en la sociedad que (lo)
rodea”17. En esta línea, manifiesta un sentido; se dice de Proust que “se ha hecho cómplice de la
propaganda burguesa, ya que su obra contribuye a difundir el mito de la naturaleza humana” 18, en
tanto que el obrero, a pesar de estar condicionado por su clase, “…mientras (que) no se elige en
ella, (elige) el significado que ella pueda tener (…) le toca decidir el sentido de su condición y de la
de sus camaradas”19.
En segunda instancia, de acuerdo a “¿Qué es escribir?”, el compromiso que plantea la
escritura no puede extenderse a todas las artes: esta cualidad se debe a la naturaleza significativa de
su materia. El lenguaje de la prosa es, ante todo, signo, tiene como fin comunicarse y refiere a cosas
del mundo. El compromiso se ve en el plano del contenido, ya que se apoya en los objetos, la
realidad que las palabras designan y no en la palabra en sí. La forma, entonces, las técnicas literarias
(los procedimientos, en términos formalistas), se adecúan a la mejor expresión posible del sentido
que busca transmitirse: están, de esta manera, al servicio de la palabra que designa y son posteriores
a la idea, que organiza el acto de escribir20. El mensaje está organizado en torno al sujeto que
escribe, cada texto compromete a su autor en tanto que expone la posición que éste toma respecto a

16
Sartre, Jean-Paul; “Presentación de Los Tiempos Modernos”, en ¿Qué es la literatura? (selección), Losada,
Buenos Aires, 1990. p. 3.
17
Íbid, p. 4.
18
Íbid, p. 7.
19
Íbid, p. 10.
20
Este aspecto es el que genera la mayor tensión con Theodor Adorno en el debate que se expondrá a
continuación.

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la época en la que está situado y esto se logra mediante la palabra como instrumento, como arma
para transmitir un sentido. Tal como dice Sartre, sintetizando lo expuesto: “El escritor
‘comprometido’ sabe que la palabra es acción; sabe que revelar es cambiar y que no es posible
revelar sin proponerse el cambio”21.
La distinción entre la prosa y las demás artes, basada en la división entre las materias con
las que trabajan, la separa de la música, de la pintura y de la poesía misma: ésta trabaja con la
palabra como cosa, extrayéndola de su utensilidad22. Mientras la prosa trabaja con el signo, con el
significado que éste designa, el poeta utiliza las palabras “…en estado salvaje (como) cosas
naturales que crecen naturalmente sobre la tierra”, tal como el pintor trabaja con los colores y el
músico con los sonidos. Es la materialidad y no el mensaje lo que identifica a estas artes, llevando a
que no puedan comprometerse.
Theodore Adorno, filósofo alemán, discute estas nociones de compromiso a partir de varios
puntos. Su intervención directa en este debate se da en 1962, un año después de la construcción del
Muro de Berlín, en un contexto diferente al de 1945, sobre todo en lo que respecta al marxismo.
El compromiso, dice, “…pretende que el arte hable directamente a los hombres (…) Con
ello precisamente degrada palabra y forma al nivel de meros medios, a elementos del contexto de
influencia…”23. Este fundamento de Sartre de la prosa como medio de comunicación de un mensaje
crea, para Adorno, una contradicción con aquello contra lo que se pelea. El compromiso, desde el
punto de vista técnico, es conservador: “Las obras de Sartre son vehículos de lo que el autor quiere
decir, lo cual va rezagado en relación con la evolución de las formas estéticas”24. La lógica sartreana
del sujeto que impone sus ideas en un material para transmitir así un mensaje de denuncia sobre su
época está ignorando que todo sujeto, al estar dentro de la sociedad, está alienado. Por lo tanto,
cualquier reflexión que surja de un individuo está reproduciendo esa alienación, embebida de
ideología burguesa. La relación entre sujeto-objeto en la obra de arte comprometida (en referencia
al autor y sus materiales) repite la forma de dominio típica del capitalismo: un hombre dueño de sí
mismo y de sus pensamientos que puede apropiarse de un material y utilizarlo como instrumento,
hacerlo decir lo que él cree. Hay, entonces, una “…contradicción del trabajo artístico como tal con
las condiciones sociales de producción material hoy dominantes”25.

21
Sartre, Jean-Paul; “¿Qué es escribir”, en ¿Qué es la literatura? (selección), Losada, Buenos Aires, 1990, p.
32.
22
Íbid, p. 27.
23
Adorno, Theodore W.; “El artista como lugarteniente”, en Notas de literatura, p 129.
24
Adorno, Theodore W.; “Compromiso”, en Notas sobre la literatura, Obra completa, vol. 11, Akal, Madrid,
2003, p. 3.
25
Íbid, p. 130.

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En oposición a esto, este filósofo plantea una forma de relación distinta entre el autor y su
obra. Entiende a ciertos artistas, normalmente considerados estetas cuya producción no se relaciona
con la realidad, como Valéry o Degas, los más honestos, los que realmente pueden empapar su arte
de una función social revolucionaria. Estas creaciones tienen un valor objetivo: estos creadores se
ponen al empleo de sus materiales, se comprenden a sí mismos como “instrumento”26y someten su
subjetividad a la cosa, al material como objeto, invirtiendo la lógica de dominio burguesa. Para la
construcción de la obra, dice Adorno, la intención, la idea que el sujeto quiere transmitir es
irrelevante. Hay exigencias objetivas, obligaciones que el individuo creador tiene con esa cosa ante
la cual se ofrece: la palabra no es el medio para el mensaje del artista, el artista es medio para el
reinado de la palabra, del color, de la técnica en la obra de arte.
Estas concepciones adornianas están permitidas por un entendimiento distinto de la
autonomía del arte burgués: su separación de la sociedad (que es lo que le permite esta inversión de
la forma de dominación) es parte de un proceso histórico, es un momento específico de sus
condiciones de producción y no una elección de cada productor. Por tanto, no puede escogerse
negar esa autonomía, como pretende Sartre. Esta distancia entre el arte y la sociedad, sin embargo,
tiene una paradoja. En este aspecto, Adorno hace una única concesión al escritor francés: la cultura
trata a las obras como “cadáveres”27, hace del escritor un funcionario, un “embajador”28, corriendo
al arte de su funcionamiento autónomo y dándole un valor muy fuerte en el seno de la sociedad.
Esto, como bien retoma Sartre en “La nacionalización de la literatura” se da en un contexto
geopolítico particular, sobre todo en Francia, en el que se busca que la reconstrucción de una
hegemonía política vaya de la mano con la fecunda producción literaria.
En definitiva, el debate sobre el compromiso se articula alrededor de un entendimiento
dispar respecto a la determinación que las condiciones de producción y el contexto histórico-social
tienen sobre la obra de arte.

b. Las ideas de Rancière respecto a la función de la literatura se basan en una concepción


fundamental para su teoría: para él, cualquier esfera de la vida humana tiene una estética, una
configuración de lo sensible. En lo que denomina sociedades consensuales, se genera un reparto de
los cuerpos a partir de aquello que es visible y un reparto de las voces en base a lo que es decible,
que parten asimismo de la consensualidad como estructura sensorial común, como una percepción
dominante generalizada. Las particiones que esto produce llevan a un ordenamiento de tipo

26
Íbid, p. 131.
27
Íbid, p. 1.
28
Sartre, Jean-Paul, “La nacionalización de la literatura”, en ¿Qué es la literatura? (selección), Losada,
Buenos Aires, 1990, p. 19.

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jerárquico, que asigna a los cuerpos una identidad, un lugar específico en esa jerarquía. Esto es lo
que el autor denomina policía.
La política, por otro lado, se basa en el disenso. Implica un desacuerdo y un no
entendimiento entre los actores, una situación de habla en la que no se comprende lo mismo de
ciertos términos, siendo este conflicto una especie de falla en el consenso, ya que éste no aceptaría
esta forma de litigio29. A partir de esta circunstancia, la sociedad del disenso político se opone a la
sociedad consensual ordenada por la policía, creando de esta manera una reconfiguración de lo
sensible, que se aleja de la dominante, es decir, planteando su propia estética.
La función del arte, entonces, es política, ya que toma un corte particular de lo sensible, que
se diferencia del que rige en la sociedad consensual. La relación de la literatura con la vida se basa
en la percepción, en la capacidad de la primera de articular discursos disruptivos, aparatos sensibles
que se diferencian de los que se construyen en lo cotidiano. Sin embargo, el arte y la política siguen
siendo autónomos, no pueden fundirse. Las obras operan en la sociedad, intervienen en la
sensorialidad, pero se mantienen aparte.
A partir de esta idea, Rancière analiza el papel de la descripción en la novela realista,
particularmente en Flaubert. Para exponer sus conclusiones, se opone al estudio que realiza Barthes
en “El efecto de realidad”. Éste propone que la incorporación de detalles aparentemente inútiles,
como el barómetro que se encuentra arriba del piano de Madame Aubain en “Un corazón sencillo”,
funciona para mostrar lo real, es decir, que tiene como propósito ser inútil ya que la cosa real “…se
considera autosuficiente, (…) lo bastante fuerte para desmentir toda idea de ‘función’, (…) que el
‘haber estado ahí’ de las cosas es un principio suficiente de la palabra”30.
Esta idea estructuralista, que pone a la descripción en el centro de la novela burguesa, es
atacada en su totalidad. El objeto inútil, dice Rancière, no es el sostén del realismo, sino su ruina.
La lógica de la representación, en la que incluso Barthes está inmerso, está basada en el predominio
de la acción. Desde Aristóteles, se entiende que la acción organiza una partición determinada de lo
sensible, que permite dividir jerárquicamente a los hombres: los activos, que persiguen fines,
constituyendo así las grandes historias que merecen ser contadas versus los pasivos, que viven en la
reproducción del día a día. La acción, además, genera vínculos causales, encadenamientos
necesarios para mantener la verosimilitud.

29
Las palabras son entendidas como consensuales, por lo que el disenso sobre su significado, que permite
que distintos individuos tengan comprensiones opuestas del mismo término, desafía la idea misma del
consenso.
30
Barthes, Roland; “El efecto de realidad”, en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura,
Paidós, Barcelona, 1987, p. 185.

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Frente a estos pilares de la representación, la proliferación del detalle funda una lógica que
amenaza a la ficción tal como se venía construyendo: “…ese reino del ‘detalle’ (…) vuelve todos
los episodios de la novela igualmente importantes o igualmente insignificantes”31, rompe la
jerarquía y la causalidad, para instaurar una “democracia en literatura”32. El objeto inútil, que se
muestra al mismo nivel que los otros elementos del relato, pone en igualdad de condiciones, permite
que todo sea significante: hay un nuevo mundo sensible, una forma diferente de percibir que genera
una textura de lo real. Este efecto, que el autor denomina (en contrapartida al de Barthes) “de
igualdad”33 se refleja también en los personajes: la jerarquía entre los hombres activos y pasivos se
rompe y se deja atrás, dando paso a las narraciones sobre las vidas insignificantes. La nueva novela
permite el protagonismo de la gente humilde, que estaba relegada a un lugar subalterno,
descubriendo una capacidad de experiencia sensible diferente, ampliada, que expone “las
diferencias, desplazamientos y condensaciones de intensidades”34 que todos los individuos perciben
y no ya una acción de un gran héroe. Se genera un cambio en las identidades mediante la aparición
de los anónimos. Hay una desidentificación que modifica el rol, que termina con la jerarquía,
otorgando capacidades de experiencia a personajes “del pueblo”35.
Sin embargo, se objeta que esta democratización se separa de los agentes en sí y se
manifiesta en la escritura. Ésta descompone las capacidades sensibles particulares en una forma
impersonal, en la que cada experiencia se vuelve un “microacontecimiento”36. Hay, entonces, un
cruce entre la nueva identidad social y la nueva forma impersonal de los acontecimientos. Así, se
forma una nueva jerarquía, pero esta vez quien está en posición privilegiada es el escritor, que
domina sobre sus personajes por el conocimiento de esta dualidad que los constituye.
Este análisis, que propone en la novela realista una nueva disposición de percepciones y,
con ella, de identidades y jerarquías, resulta del entendimiento político que el autor tiene sobre el
arte. Es por esto que esta lectura se contrapone a la de Roland Barthes, que mediante una
explicación estructuralista entiende que la obra es autónoma, y que cada elemento debe cumplir una
función dentro de la estructura del relato, estando lejos de formar un aparato perceptivo en relación
diferencial con el que rige en la sociedad.

31
Rancière, Jacques; “El barómetro de Madame Aubain”, en El hilo perdido: ensayos sobre la ficción
moderna, Manantial, Buenos Aires, 2015, p. 22.
32
Íbid, p. 23.
33
Íbid, p. 25.
34
Íbid, p. 27.
35
Íbid, p. 30.
36
Íbid, p. 30.

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Bibliografía:
- AA., VV.; 41 poemas para ser leídos en una cursada, antología de la Cátedra.
- Adorno, Theodore W.; “Compromiso”, en Notas sobre la literatura, Obra
completa, vol. 11, Akal, Madrid, 2003.
- Adorno, Theodore W.; “El artista como lugarteniente”, en Notas de literatura.
- Barthes, Roland; “El efecto de realidad”, en El susurro del lenguaje. Más allá de la
palabra y la escritura, Paidós, Barcelona, 1987.
- Rancière, Jacques; “El barómetro de Madame Aubain”, en El hilo perdido: ensayos
sobre la ficción moderna, Manantial, Buenos Aires, 2015.
- Sartre, Jean-Paul; ¿Qué es la literatura? (selección), Losada, Buenos Aires, 1990.
- Tiniánov, Iuri; El problema de la lengua poética, Dedalus, Buenos Aires, 2010.

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