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NIKOS KAZANTZAKIS

ENTREVISTA DE PIERRE SIPRIOT

Traducción del griego


Miguel A. Chiovetta

UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES


Facultad de Filosofía y Letras
FACULTAD DE
UBA FILOSOFÍA Y LETRAS

LA OBRA NARRATIVA Y FILOSOFICA DE NIKOS KAZANTZAKIS


Docente: Lic. Miguel Ángel Chiovetta - mchiovetta@caece.edu.ar

NIKOS KAZANTZAKIS
ENTREVISTA DE PIERRE SIPRIOT
EN LA RADIO FRANCESA
6 DE MAYO DE 1955

TRADUCCIÓN
MIGUEL ANGEL CHIOVETTA

FUENTE
http://www.youtube.com/watch?v=3duixXvgXOg&playnext=1&list=PL098892381FC86FF9

KAZANTZAKIS: LA ÚLTIMA ENTREVISTA RADIAL

Grecia y el sentido de la libertad

Grecia siempre le hace el juego a las grandes potencias. Sufrimos mucho bajo el
bárbaro yugo de los turcos. Hemos sufrido, y sufrimos aún bajo el yugo hipócrita de las
grandes potencias. El pueblo griego es un pueblo mártir, tanto que la necesidad de
libertad es para él tan imperioso, en la misma medida que imprescindible. Tiene una
sensibilidad que lo hace vulnerable a todo ataque a la libertad. No sólo a su propia
libertad, sino a todas las formas de libertad sin importar qué pueblo. Les diré un
ejemplo: Cuando Hitler amenazaba con conquistar Noruega, yo estaba de excursión en
Creta. Atravesaba un desfiladero, cuando escuché una voz en lo alto de la montaña que
me llamó: “Detente, joven, detente”. Me detuve, levanté los ojos, y vi que un viejo
pastor saltaba de una roca a otra. “¿Cómo va Noruega, joven?”, me gritó respirando con
dificultad. “Va mejor, abuelo -le respondí- va mejor. Gracias a Dios”, dijo y se persignó.
“¿Quieres un cigarrillo, abuelo? “No tengo necesidad de nada, ya que Noruega está
bien. No tengo necesidad de nada”. ¡He ahí a los griegos! Este viejo pastor no sabía
ciertamente dónde se encuentra Noruega. No sabía si era un país o una mujer. Pero
sabía lo que significaba “Libertad”. El verdadero milagro griego no se llama Belleza, se
llama Libertad. Cada pueblo, al cual se le ha dado una misión sobre la tierra, se arroja
sobre su propiο altar: el hebreo lo llama Dios; el hindú intenta atrapar el sentido más
allá de las apariencias; los egipcios, desde el fondo de la tumba, gritan e imploran por la
inmortalidad. A los griegos les fue dada la misión de transformar la esclavitud en
libertad. ¿Cómo quieren, pues, que un escritor griego no ponga todas sus fuerzas al
servicio de la libertad? ¿Cómo quieren que mire, impasible, el mundo?

El héroe de Libertad o Muerte

No. Mi novela Libertad o Muerte no es en absoluto una leyenda. Es una realidad


bañada en sangre. El héroe del libro existió. Desde siempre hubo en Creta innumerables
héroes que lucharon durante siglos y murieron por la libertad. El capitán Miguel, el
héroe de Libertad o Muerte, es la concentración de todas las esperanzas de nuestra
raza. El héroe representativo del pueblo griego. Entre la libertad y la muerte no duda,
porque sabe, o mejor dicho, siente profundamente que la vida no es el bien supremo. Sí,
el capitán Miguel tiene el don, como dice usted, de electrizar a los hombres. Es, sin
embargo, porque estos hombres son buenos conductores de la electricidad. Ven en este
héroe lo que quisieran ser, lo que deberían ser, el ejemplo al cual intentan parecerse.
Ningún mito. Mito y realidad aquí se identifican. En mi novela nada ha sido inventado.
Descubrí recuerdos de mi infancia, viejos combatientes que había conocido, mi padre,
mi abuelo, la insurrección, la masacre, las lágrimas de mi madre. Volví a vivir los
sufrimientos de mi patria y, frecuentemente, -lo confieso- lloraba mientras escribía.
Naturalmente, para los lectores que nunca han vivido situaciones parecidas, cruentas,
estos hechos de nuestra época les parecen legendarios. Para nosotros son cosas que las
hemos vivido. Cuando era niño, la realidad y el mito no formaban más que un solo
cuerpo.

La lengua del pueblo

Νο quisiera apenarlos exponiendo extensamente nuestro problema lingüístico


fundamental. Divide en dos campos enemigos la Grecia moderna. Por una parte
tenemos a los “kazarevusianos” (puristas), que escriben una lengua bastarda, ni antigua
ni moderna, ni viva ni muerta, que es la lengua oficial del Estado, de la Iglesia, del
Parlamento, de los Tribunales así como también de la Universidad. Por otra parte, la
lengua viva es del pueblo, el “dimotikí”, que triunfa plenamente en la literatura y
comienza a conquistar también los textos científicos. Nos encontramos hoy en Grecia
en la época lingüística de Dante, cuando los eruditos, los doctos escribían la
“maldición”, y mostraban el desprecio frente a la lengua del pueblo, la única lengua
viva. Como ven, escribo la lengua del pueblo. El “dimotikí” no se enseña en la escuela.
No tenemos diccionario de esta lengua. Y la lengua que usamos cotidianamente es muy
pobre. El escritor neoheleno está obligado a extraer su material de los labios del pueblo
y elaborar su propio diccionario. Estamos obligados a viajar y a recorrer toda Grecia, de
una punta a la otra, para obtener las palabras de la boca de los aldeanos, de los
pescadores, de los pastores, de los artesanos, y usarlas en nuestros textos. Así emprendí
largos viajes durante años para recoger palabras de la boca del pueblo y componer mi
propio diccionario. Quería plasmar una lengua, no insignificante, ayudado por todas
estas expresiones neohelénicas. Pero como los lectores griegos nunca habían visto estas

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palabras vivas impresas, y muchos de ellos ni siquiera las conocían, se sorprendieron
leyendo tantas palabras desconocidas. Para exculparse y salvar la farsa, explican que
son palabras cretenses. Sin embargo, verdaderamente no usé nunca, exclusivamente,
palabras cretenses, salvo cuando no encontraba palabras equivalentes en otra parte.
Traduje la Divina Comedia de Dante, 14000 versos. Puse al lector en el desafío de
encontrarlas. No había más que 13 palabras propiamente cretenses. Nadie ganó el
desafío. Escribí una epopeya, La Odisea, que comienza allí donde termina La Odisea de
Homero; 33333 versos. Lo desafié al lector que las encuentre allí. No había más que 33
palabras propiamente cretenses. Una palabra cada 1000 versos de diecisiete sílabas.
Nadie ganó la apuesta. Hay, pues, en el examen de mi obra esta primera dificultad
lingüística. Segunda dificultad: el propósito de mi obra no es, en absoluto, conformista.
Ni las autoridades políticas, ni la Iglesia, ni la opinión del orden establecido, están de
acuerdo conmigo. Cuando escribía versos se limitaban a no leerme. La poesía no llega,
en absoluto, a las masas y, por consiguiente, no les es peligrosa. Pero, desde hace unos
años, cuando me puse a escribir novelas accesibles al público masivo, se alarmaron; y la
persecución y la calumnia entraron en acción. Querían quemar mis libros, echar una
maldición sobre el escritor. Sin embargo, al mismo tiempo, la gran masa del pueblo, se
confabuló; se pusieron a leerme. Descubrieron que combato a los responsables de sus
miserias, a los promotores de la ignorancia; que estoy en contra, por esto, de la
injusticia y que enseño un cristianismo puro, liberado de todo exceso de un pasado
desfigurado, sobrecargado por algunos “servidores” indignos de Cristo. Desde entonces
mis libros fueron leídos ávidamente. Al fin, por esnobismo, las clases altas de la
sociedad no resisten más, y se ponen a elogiar mi lengua. El Estado y la Iglesia hacen
silencio. Sí, el éxito está por encima de la persecución y el malentendido.

El sentido de la lucha del héroe

No se trata de fe ciega. La finalidad de la lucha de este cretense no es incierta. Este


luchador sufre de una angustia que lo hace dolorosamente deslumbrante. Para el
cretense, en la época en que transcurren los hechos, que constituyen la trama de la
novela Libertad o muerte, la finalidad está inexorablemente impuesta en la acción: la
liberación del yugo turco. Sacudir el yugo turco es la primera forma de libertad, la más
urgente. Ciertamente, cuando sea conquistada la libertad, se puede abrir el camino que
conduce a las grandes creaciones del hombre: la justicia, la ética, la libertad espiritual,
la dignidad humana. Pero, para alcanzar este alto grado de la evolución humana, en
principio, se debe ser políticamente libre. Y los combatientes lo saben. Y, por eso
combaten con tanta furia para conquistar la libertad. Los héroes que encarnan este
impulso hacen pedazos sus vidas, la desgarran para obtener esta libertad. Pero, acaso,
¿no es este el destino de los héroes?

La tradición

Sí. Creo que tienen razón ustedes. Soy hostil a la tradición. Pero cuando exige
mantener inmóvil el orden establecido. Cuando es ciega y no ve la realidad, la que
siempre brota, y se opone violentamente a un período revolucionario. Estoy a favor de
la tradición que se adapta a la realidad que avanza. El primer mandamiento de esta
tradición es superarla. Somos fieles a la tradición cuando la superamos. Pero, y esto es
lo esencial, superarla siguiendo la línea de la dirección inicial. Los héroes de mis

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novelas, a pesar de su edad como combatientes, permanecen fieles a la línea que
trazaron sus padres, sus antecesores. Siguen la antiquísima tradición y no crean
dilemas. Están seguros. Son seres con privaciones que no obedecen sino a sus instintos,
y no pueden ser engañados por consideraciones intelectuales. Aquí es aún donde un
antiguo mito griego puede reflejar esta necesaria transmisión que nos da el contacto con
nuestras raíces. ¿Quizás recuerdan a los enormes Gigantes? No podían ser derrotados
por Heracles, siempre que lograran tocar la tierra. Estaban exhaustos, agobiados. Ya no
podían enfrentar la terrible fuerza de Heracles. Pero, apenas se apoyaban en la tierra,
recuperaban la fuerza para la lucha. Tocar las raíces, ponerse en contacto con la
misteriosa madre que nos dio la vida, sorber una gota de su leche, he aquí lo que
quisiera evocar en lo que he escrito.

La realidad griega

Cuando la pobreza es extrema, se convierte en corrupción que puede degradar al


hombre. La pobreza en Grecia es extrema. Piensen que, de acuerdo con las estadísticas,
2.300.000 griegos no comen, es decir, pasa hambre 1/3 de la población. Es una
vergüenza permanecer indiferente frente a semejante tragedia. El escritor, por
naturaleza, más sensible, no puede reprimir su indignación ni soslayar su
responsabilidad. Es, por esto, un deber supremo no dormir, y mantener al pueblo
despierto. Creo, además, que el problema supera las fronteras de Grecia. Creo que hoy
esta misión del creador como un “aguijón” es indispensable en todo país, en donde reina
la injusticia. Quiero decir, casi en toda la tierra. Indignado por estos peligros,
movilizado por esta obligación de “aguijoneador”, intento poner en mi obra formas
heroicas frente al pueblo. No héroes imaginarios, que no existieron nunca, sino héroes
extraídos de las entrañas de nuestra raza. Sólo ellos, al encarnar las reivindicaciones y
las esperanzas de los hambrientos y los perseguidos, pueden mostrar al pueblo el
camino de salvación. No sé si sigo así la antigua tradición helénica. La raza griega
sintió siempre la necesidad de crear modelos heroicos. Los griegos quisieron dar a sus
ciudadanos un modelo ideal, al cual debían intentar parecerse lo más posible. Las
mujeres embarazadas se sentaban alrededor de la estatua de un dios, y lo miraban
insistentemente hasta que el embrión en su interior pudiera ser influido por la belleza y
la nobleza del dios. Exactamente esto hacía la raza helena en los grandes momentos. La
Grecia contemporánea está agobiada por la visión de la Grecia clásica. Está
pesadamente cargada por un pasado demoledor. Existe el trágico destino de los
descendientes de un gran ancestro. ¿Cómo quieren ustedes que no sean “ignorantes”
bajo semejante peso? Ser descendiente de un gran ancestro es duro. La cabeza se prende
fuego. Se llena de ambición y supera las posibilidades de la herencia. Sin embargo, es
tan humano no querer ser inferior a tus padres. Grecia ha recibido la suerte de los
privilegiados. Ni bien se liberó del yugo otomano, fue absorbida y despedazada por la
Gran Idea: reconquistar Constantinopla y recuperar las costas de Asia Menor, donde
florecieron las primeras flores del pensamiento y del arte griego. Durante años ha sido
consumida persiguiendo esta quimera. Hoy piensa con sensatez. Pero, si juzgo por mí
mismo, en contraposición con toda lógica, en el fondo de mi corazón, queda aún una
chispa de locura. Esta locura la llamo “esperanza”. Un pueblo que sufre tiene mucha
más necesidad de héroes que los otros pueblos. Y Grecia sufre. El rostro de Grecia
siempre estuvo inundado de lágrimas y luz. A veces predominaba la luz; otras veces, las
lágrimas. En nuestros tiempos, prevalecen las lágrimas.

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El deber del escritor

Lo que he visto durante una corta intervención en la vida política fue decepcionante.
Con cada intento por hacer algo bueno, se elevaban ante mí las fuerzas del mal. Estaban
allí estas fuerzas. La lucha sigue en Grecia como siempre, creo. La libertad no ha dado
sus frutos todavía, pero los dará. Vean, no usaré mis recursos en la acción política, estoy
concentrado en la actividad literaria. Allí estaba el campo de batalla que concordaba con
mi carácter. Quería hacer de mis novelas la prolongación de la lucha. La prolongación
de la lucha de mi padre por la libertad. Pero, poco a poco, a medida que profundizaba
en mi responsabilidad como escritor, el problema mismo se centraba en el tema político
y social. Todas las mejoras políticas, económicas, sociales, por más grandes que sean;
todos los progresos técnicos no tienen un resultado transformador, si nuestra vida
interior permanece así como es ahora. Cuanto más descubra y violente la inteligencia
los secretos de la naturaleza, y ponga en las manos del hombre poderes extraordinarios,
tanto más aumentará el peligro, y el corazón se empequeñecerá.

La historia y el mito como fuente de inspiración

El mito, por su simplicidad, por la narración que es accesible a todos, por su


intuición mágica, ayudó siempre a la raza humana a encontrar su propio camino y a
forjar su propia personalidad. Durante siglos Grecia ha vivido y ha sufrido mucho; su
historia es tan coherente dentro de su diversidad, sus héroes tan vivos aún dentro de
nosotros que un escritor griego no tiene más que volcarse sobre su memoria y sobre la
realidad griega que lo rodea para extraer de allí los temas de su inspiración. He aquí,
cómo el libro, antes de escribirlo, está escrito en mi corazón. Ustedes tienen razón, no
hago otra cosa más que copiar. Me sucede algo muy simple. Quizás hayan visto cómo el
gusano de seda se sienta y arrastra su capullo, devora las hojas de la morera con avidez
durante un mes más o menos. Alcanza la extensión de un dedo pequeño y, de pronto, no
come más. De gris blancuzco pasa a un color amarillento. Su organismo es el lugar de
una profunda transformación. Su piel oscura se hizo transparente; sus entrañas se
convirtieron en seda. Comienza a levantar la cabeza muy lentamente como un abanico.
Un hilo casi invisible sale de su boca y comienza la construcción del capullo. En pocos
días, este capullo ha sido tejido con una seguridad infalible. Se encierra dentro de él en
forma de crisálida y espera la primavera. Hace entonces un pequeño agujero en su
cubierta de donde sale una blanca mariposa con unos pequeños ojos negros. Me siento
igual que un gusano de seda cuando escribo un libro. La razón “razonable” no juega
ningún papel principal en absoluto. No hago ningún plan; esto sucede sin que yo lo
quiera. No me preocupa encontrar las aventuras de mis personajes. Cada mañana, al
comenzar mi trabajo, no sé qué voy a escribir. Pero no me preocupo, porque siento
inconscientemente que todo está concluido dentro de mí. Y no tengo más que sacarlo de
allí.

La visión del mundo

La visión del mundo no es para mí un tema de orden estético. La lucha entre el bien
y el mal que se da con avidez dentro del corazón humano, me impide ver el mundo con
una mirada serena. Desde que era niño se me había presentado el implacable
espectáculo de esta lucha. Cuando era niño, los turcos ocupaban aún mi patria: Creta.

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Durante cuatro siglos y un poco más sólo hubo luchas entre cristianos y turcos. Los dos
grandes principios del bien y del mal, de la libertad y de la esclavitud, se elevan ante
mis ojos infantiles, no como ideas abstractas, sino en carne y hueso, con cristianos y
turcos. Esta es la fuente de donde surgió toda mi obra. La lucha entre el bien y el mal,
con las consecuencias inevitables de una lucha sin piedad. La crueldad, el dolor, la
esperanza, la desesperación, y finalmente, la victoria atravesada por las heridas,
manchada con gotas de sangre. He aquí por qué el fin superior que persigo en mi obra
no es la belleza; mi finalidad es participar en esta lucha, y ayudar para que triunfe el
bien. Y la primera forma que doy a este bien es, necesariamente, la forma de la libertad.
Cuando el gran pintor Rouault había pintado rostros de terrible fealdad para expresar
algunos aspectos de su emoción religiosa, su amigo, el católico y pasional Leon Bloy,
profirió: “te engañas”; y le gritó: “destruyes la belleza cristiana”. Pero a Rouault no le
interesaba la belleza, sino expresar su concepción de la verdad cristiana. Siento que hoy
nuestra alma busca con angustia algo más urgente que la belleza. La belleza es
suficiente en épocas relativamente equilibradas que pudieron encontrar
-provisoriamente- una solución a su problema ideológico y material. Pero, nosotros -los
otros- vivimos una época donde esta antigua evidencia de lo social no basta para acallar
nuestras preocupaciones. Los problemas fundamentales no han encontrado una solución
que pueda satisfacer las exigencias de nuestra época. El problema de la libertad, de la
ética, de la justicia, el problema de la paz, o la guerra contra la guerra, contra el hambre
y la miseria, contra la bestialización del alcohol y de la lascivia. Nuestro deber más
urgente es luchar para solucionar estos problemas. La belleza puede esperar. El
momento que atraviesa la humanidad es grave. Se trata no sólo de la vida de su cultura,
sino de la vida misma de nuestro planeta. El escritor debe hacer sonar la alarma. Por su
naturaleza es como un sismógrafo sensible. Siente el sismo que se acerca. He aquí por
qué mi propia visión del mundo no es de orden estético. Lo quiera o no, se pone al
servicio del destino de nuestra época. La vida es compromiso. Me comprometo también
yo con ella. Por todas estas razones no me considero a mí mismo como un literato.
Quiero decir como un servidor de la belleza.

El sentido de la santidad

Pierre Sipriot: Tengo la sensación de que la universalización del amor es un


elemento esencial de su obra y está inspirado en una actitud viva hacia el mundo.
Actitud que supera además la mente y la lógica, que se aproxima a impulsos místicos.
Desde este punto de vista, leyendo sus novelas, pienso a menudo en la frase de un
escritor al que citó en un momento, a Leon Bloy: “Lo que sucede es adorable”, decía,
“no existe más que una tristeza: no ser uno de los santos”. Pues, como novelista acepta
este mundo adorable, y a través de la matriz novelística el autor puede crear santos; me
parece que el escritor ocupa una posición privilegiada, la cual le permite exaltar, dentro
de este mundo novelístico, dentro de este mundo de su fantasía, esta tristeza que
denunciaba Leon Bloy.
Nikos Kazantazis: Sí, seguro. No hay más que una tristeza. Y es que no somos santos.
Sin embargo, un místico musulmán completa a León Bloy mostrándonos el camino que
conduce a la santidad. “Ser santo”, dice, “es el deseo supremo”. “Pero, al comienzo
debes satisfacer todos los otros deseos.” Une así este místico musulmán la beatitud
mística con la realidad tan acuciante. Y nos aconseja consumar, como diría Kierkegaard,
el matrimonio del cielo y de la tierra. Comparto también el consejo de este místico. La
ascensión del infierno al purgatorio, del purgatorio al cielo; he aquí el lejano, escarpado

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camino que conduce a la santidad. No soy en absoluto un hagiógrafo en mis novelas, un
pintor de íconos. No creo santos liberados de la tierra, que fueron tocados de pronto por
la gracia divina. No creo más que en la lucha. Doy su parte tanto al diablo como a dios,
porque los dos luchan en nuestro corazón y los dos colaboran con el destino del
universo. Por esta razón, la tristeza está excluida de mi obra. Los combatientes no son
seres tristes. No tienen tiempo. Sufren con la vida. Sienten los dolores terribles pero no
son seres apesadumbrados. No hay más que una tristeza. No aquella que dice León
Bloy, sino la de no combatir. Ser santo es un ideal que podemos seguir o no. Pero hay
un estado, el cual, según mi opinión, es superior a la santidad alcanzada. Es la lucha por
conquistar la santidad. El momento más elevado para el hombre no es la conquista del
bien, sino la lucha por conquistarlo. Un rabino había dicho, en efecto, que el hombre es
superior a los ángeles, porque el hombre puede perfeccionarse; el ángel no puede.
Triunfando a menudo muy dolorosamente sobre todas sus tentaciones, sube peldaño tras
peldaño hacia su santidad.

El misticismo

Pierre Sipriot: Quisiera, sin embargo, aclarar la posición de sus personajes en


relación con el misticismo. Cuando decimos que son místicos, ¿se trata de aquellos que
se ocupan de cosas que no existen o se trata, por el contrario, de aquellos que se ocupan
de cosas que existen, con las cuales están cara a cara?
Nikos Kazantazis: Sí, creo que tiene razón. La palabra “místico” me gusta. Es una
palabra que usamos demasiado, abusamos de ella, y la llenamos de “llamas y humos”
incoherentes. Al emplear estas palabras, estamos obligados a aceptar el exceso. Los
héroes no se fortalecen con una ética mística. Su ética es muy realista, extremadamente
concreta. Saben qué quieren y cómo lo quieren. No son santos aún. Son combatientes.
No son un conjunto de egoísmo o altruismo. Lo bueno y lo valiente puede convertirse
en malo y cobardía. Asimismo, los malos y los cobardes son capaces -también ellos- de
acciones de bondad y valentía. A cada instante están en peligro de caer. Sin embargo, a
cada instante se levantan de nuevo. En mis novelas no se trata de un triunfo definitivo,
sino de una lucha continua. Saben también estos héroes que no basta con ser buenos,
honestos y tener buena voluntad. Son necesarias virtudes más combativas. La virtud
debe estar armada. No sólo la esperanza debe ser combativa como decía Charles Moras,
sino también el amor. Tal es el ideal del héroe cretense que intento evocar en mis
novelas. La mujer -lo confieso enteramente perplejo- no cumple más que un rol
secundario. No le permito dilatar el avance de los hombres con sus atractivos, sus
virtudes, sus defectos. Conozco sus virtudes, conozco sus sacrificios, pero siento una
especie de pudor en revelarlos. Perdónenme, es una concepción oriental y la conservo.
Esta es la visión austera sobre el héroe cretense. Hay, creo, tres clases de almas, tres
clases de plegarias. Primera plegaria: “Señor, soy un arco en tus manos. Ténsame; si no,
me corromperé.” Segunda plegaria: “No me tenses demasiado, Señor. Me romperé”.
Tercera plegaria: “Ténsame cuanto quieras, Señor, aunque me rompa”. El héroe
cretense eleva al Señor esta última plegaria.

La función de la literatura

Creo que tiene razón, la novela no tiene para mí otra finalidad que la de ayudar al
hombre a darse cuenta de sus posibilidades y de su responsabilidad. El héroe de la

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novela es la concentración ideal de todas las posibilidades y, al mismo tiempo, la
conciencia más aguda de esta responsabilidad. Sí, el héroe aspira a una utopía, es decir,
una realidad que no existe aún; pero no olvidemos que lo que no existe, no es más que
aquello que no hemos deseado aún suficientemente. Sólo el héroe lo ha deseado
suficientemente y lo ha realizado ya en su persona. Se convierte en el molde en que se
derramará la realidad. Exactamente en esto consiste la fuerza creativa del héroe. Su
ideal no es individual. Existe en forma latente, balbuciente, a su alrededor, en lo
recóndito de las grandes masas. Sin embargo, las masas sólo pueden balbucir
vagamente este ideal; mientras que el héroe encuentra las palabras precisas que hacen
coherente lo incoherente, y revela a las masas lo que desean y lo que pueden. De esta
manera, la utopía puede convertirse y, a menudo, se convierte en la madre de la nueva
realidad. Esto es lo que los místicos neoplatónicos llamaban “logos spermatikós”,
palabra llena de esperma. He aquí, por ejemplo, dos grandes palabras “espermáticas”:
“ámense los unos a los otros”; “proletarios del mundo, únanse”. Muchos signos
anuncian que la realidad de nuestra época atraviesa una grave crisis de mutación. Es
menos invariable que la realidad de las épocas con estabilidad y relativa armonía. Una
palabra “espermática” puede tener una influencia incalculable sobre la realidad con tal
de que se encuentre en continua transformación. Lograría darle la forma que ella quizás
no podría tomar, si esta palabra no interviniera. De donde surge que la responsabilidad
del escritor es hoy más grande que nunca. No debemos ser los histriones del público. El
payaso. La literatura no debe ser un circo. La hora es grave. El abismo no está lejos de
nosotros. Las emanaciones venenosas ya se perciben. Nos acercamos más cada
momento que cometemos una acción cobarde, o nos abandonamos a la indiferencia y a
la inacción. No creo ser un escritor creador de utopías. Por el contrario, intento poner
toda mi capacidad, por más exigua que sea, en transformar la utopía en realidad. Intento
crear héroes que concentren la desesperación de su época y anuncien épocas mejores. A
menudo, al profundizar el destino del héroe, pienso en el almendro que se cubre
íntegramente de flores en medio del invierno. Los otros árboles a su alrededor, los
conformistas, los prudentes, se burlan de su inocencia y su atrevimiento, y lo ponen
bajo su vigilancia: “no florezcas, idiota, vendrá la nieve y te quemará”. “Que me
queme”, responde el almendro cada invierno. El héroe es ese almendro florecido en el
corazón del invierno.

Cristo como héroe

Cristo es para mí el arquetipo del héroe. El ejemplo supremo. La unión de Jesús y


de Cristo, lo divino y lo humano fue para mí el misterio insondable. La aspiración
sobrehumana, y a la vez, “inhumana”, para regresar a Dios y unirse a él, me pareció
siempre como el fin último del destino humano. Una lucha sin tregua y sin piedad
contra la ley de gravedad es la suerte del hombre en este impulso ascendente. Desde mi
primera juventud, la fuente de todas mis alegrías y de todas mis tristezas fue esta lucha
entre la carne y el espíritu. Sentía en mí sombras ancestrales y, a la vez, impulsos
irresistibles hacia la luz. Transformar estas sombras en luz fue para mí el deber al que
me entregué. Me amo a mí mismo como cuerpo y me amo a mí mismo como alma, e
intentaba conciliar estos dos enemigos y, a la vez, estos dos colaboradores. No sabía que
son colaboradores, pero alguien en mi interior lo sabía. Y trataba de transformar el odio
en amor. La empresa superaba mis fuerzas. Estaba desesperado. Entonces justamente se
me apareció Cristo bajo la forma que correspondía a mi agonía: como el modelo
supremo, como el triunfo más elevado de la lucha entre la carne y el espíritu, como la

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absorción integral del odio por el amor. Pido perdón por usar frecuentemente la palabra
“Dios” en mi obra. Además una palabra muy usada hasta el abuso. Pero, ¿qué palabra
podría atrapar el infinito? Yo la llamo quedamente “abismo paternal”. Lo que sé de Dios
lo aprendí mirando la llama y la luz con los ojos cerrados. Desde el momento que vi a
Cristo delante de mí, este gran vencedor de la gravedad, me convertí en el escriba de la
lucha entre la carne y el espíritu, entre el odio y el amor. Hoy, el mundo se desgarra
dominado por el odio. Los hombres blancos, amarillos, negros, luchan ciegamente,
movidos por fuerzas demoníacas. La conciencia humana está sumida en la perplejidad.
Trato de ser el escriba de esta perplejidad. Abro los ojos, agudizo mis oídos y procuro
seguir con pasión las aventuras de esta lucha. Sé que al final el espíritu será el vencedor.
Cuando veo que tropieza por el peso, le revelo la buena nueva. La buena nueva, es
decir, el triunfo del bien. Pero este triunfo del bien no es el tema esencial de mi obra. El
tema esencial es la lucha que se desata en nuestra realidad y dentro de nuestras
conciencias, y da a nuestra época su rostro trágico. Pero la buena nueva está aquí.
Atraviesa los dolores del parto y me impide caer en las sombras de la desesperación.
Espero con confianza, después de ríos de lágrimas, de sudor y sangre, el triunfo del
amor. El poeta Miguel Hernández había escrito en la prisión, unos días antes de morir,
durante la guerra civil española: “Y sin embargo hay un rayo de sol en la lucha, que
siempre deja derrotada a la sombra”.

La lucha y el carácter del héroe

Sí, mis héroes no son racionalistas. Lo que los impulsa a la acción no es la lógica en
absoluto. Si obedecieran a la lógica, no serían héroes. Pero tampoco son espectadores.
Están tan cargados de pasión y de fuerzas cósmicas, de modo que pueden permanecer
impasibles ante el espectáculo de una realidad que no les cuadra. Se sienten ávidos de
volver a crear el mundo. Nuestra época inestable los empuja hacia allí. No debemos
olvidar el consejo del gran novelista romántico Melville: “Desdichado el hombre –dice-
desdichado el hombre que arroja aceite al mar cuando Dios desata una tempestad”.
Desbordados por la injusticia y la miseria, los héroes asumen el deber de liberar al
hombre de la injusticia y la miseria, como si fueran ellos los culpables, La libertad
deviene así el fin principal de la acción. En efecto, la libertad es el único medio, gracias
al cual el hombre puede lograr cumplir su destino. He aquí por qué “ella es tan valiosa”
-como dice Dante- “para aquel que da su vida por ella”.

Los desafíos de la libertad

Una vez obtenida la libertad, surge un problema nuevo y serio: “¿Qué haremos ahora
con esta libertad?” La respuesta de nuestra época sería ciertamente: “Ahora que
conquistamos la libertad, establezcamos la justicia”. Pero, una vez establecida la
justicia, ¿no se aplica en detrimento de la libertad? Estos problemas habían atormentado
mucho a Dostoievski. ¿Cómo resolverlos? Según mi opinión, la libertad no es un
objetivo final, sino la duración de la lucha. Luego, ni bien la libertad triunfa y la justicia
es restablecida, la justicia le impondrá límites a la libertad. La libertad es beneficiosa
sólo cuando encuentra en sí misma la fuerza para ponerse límites. Si no, degenera en
anarquía. La libertad, como la mayoría de las realizaciones de los deseos humanos, es
un arma de doble filo. Puede resultar nefasta. Para que resulte beneficiosa al hombre,

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debe ponerse límites, inmediatamente después de su triunfo. Ceder el lugar a todas las
realizaciones del esfuerzo humano.

La misión de los héroes

Pierre Sipriot: Aunque el problema de saber si tenemos fe verdaderamente, ha sido


recalcado raramente en su obra, me asombro cuando veo casi toda su obra animada, por
lo menos, por el espíritu de sacrificio. A menudo sus héroes buscan el buen uso que
deben hacer de la vida. Y resisten a todas las demandas de una pequeña felicidad, día a
día, para arrojarse a una gran empresa. Este es su “demonio”, este es su desvelo. Y a
propósito de la muerte del héroe, quisiera además observar que casi siempre se da una
importancia dominante a la fiesta de la Pascua. Sus héroes mueren durante la Pascua, ya
se trate de Manoliós o del Capitán Miguel, aún de San Francisco que evocaremos la
semana que viene. ¿Por qué? Porque de esta fiesta mana una gran emoción, emoción
esencial además para todo el mundo ortodoxo. Y también porque la Pascua -me parece-
otorga, por medio de la espera de la resurrección, el principio espiritual; y así resulta
amo de la materia, que durante toda la vida intentaron gobernar, someter. Entonces,
como todos sus héroes mueren durante la Pascua y, por tanto, no habrían logrado
expresarse hasta el final, podrían aún aparecer y ser comprendidos en la transformación
de la naturaleza, que extiende su marcha absoluta. Me parece que la naturaleza les da la
parte bella; en este sentido, está sobrecargada al traspasar más allá de la tumba, más allá
del sacrificio, el ejemplo que el héroe transmitió en la tierra. Y aquí volvemos a
encontrar el tema griego de la adoración de los héroes, uno de los temas fundamentales
de la civilización antigua, como lo han demostrado las recientes excavaciones. No
podría encontrar uno el mismo tema, por ejemplo, en la epopeya germánica. La idea del
héroe que continúa actuando sobre los hombres más allá de la muerte es un tema
propiamente griego.
Nikos Kazantazis: Es la primera vez que soy comprendido, y le agradezco que lo haya
observado. Ciertamente es un impulso inconsciente que me conduce a hacer morir a mis
héroes durante la Pascua. La razón me parece ahora clara. La muerte y la resurrección
del héroe son dos acciones que se suceden la una a la otra. La muerte es indispensable
para que el héroe resucite. Sólo la muerte puede otorgarle la consagración suprema, y
transformar a un hombre, de efímero, en símbolo que resiste el paso del tiempo. Porque
el dolor y el martirio impresionan profundamente a las masas humanas. El héroe no
puede nunca y, además, me atrevo a decir, no debe ser feliz nunca. Para cumplir con su
misión, el dolor es un elemento indispensable. “La grandeza es triste”, había dicho
Napoleón. Es, principalmente, un gran peso. Una ardua responsabilidad pesa sobre los
hombros del héroe. Y el peso de miles de almas. Siente profundamente sus debilidades,
y es un trabajo severo, un doloroso y cruel renunciamiento. Una empresa siempre
incierta: superar tus debilidades humanas. Transformar las debilidades en un triunfo de
la voluntad es arduo y el héroe lo sabe. Nunca puede estar seguro de no ceder. Tropieza
con la muerte, que pone fin a su vida; definitivamente es el peligro que lo amenaza.
Sólo con la muerte el héroe puede dar prueba irrefutable de que consuma su misión sin
haberla traicionado hasta el final. De hombre que era se convirtió en simiente. ¿No es
esta la humilde, pero valiosa y única inmortalidad a la que el hombre puede aspirar? No
hay más que un solo camino que conduce a la resurrección. El camino del Gólgota. Los
héroes lo saben y van al encuentro de la muerte con paso decidido. Un mártir cristiano,
seguido por su verdugo, se dirigía corriendo hacia el lugar del martirio. “¿Por qué
corres tan rápido?”, le grita el verdugo, agotado. “Tengo prisa, tengo prisa”, le

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respondió el mártir. Los héroes saben que la muerte es la recompensa suprema de la
vida, y siempre tienen prisa.

San Francisco de Asís y el escritor

Sí, en mi libro El pobre de Asís yo quise hacer la síntesis del panegírico y de la


geografía. La personalidad de San Francisco me había emocionado siempre
profundamente. Hace tres años había pasado un otoño en Asís. Hacía caminatas solo en
la santa llanura de Umbría y observaba la tierra abierta y muy feliz. Ha hecho su deber,
ha dado trigo a los hombres, cebada a los burros, había colgado frutos llenos de miel en
las viñas y las higueras. Había realizado la gran cosecha otoñal que había prometido a
los hombres. Un día, durante mis caminatas, me encontré con Joergensen, el escritor de
la célebre biografía de San Francisco. “¿Ama a San Francisco? -me preguntó-; ¿por
qué?”. “Por dos razones -le respondí-. Era poeta, uno de los más grandes del primer
Renacimiento. Había escuchado, en efecto, en los seres más simples, lo que los hombres
mortales tienen en su parte interior más profunda, la melodía”. Joergensen hacía
silencio. Continué: “Lo amo principalmente porque su alma venció a la materia por
medio del amor. Logró transformar en alegría la realidad más horrible: el hambre, el
frío, la enfermedad, la persecución, la fealdad. La piedra filosofal que buscaban los
alquimistas de su tiempo, San Francisco la encontró en el laboratorio de su corazón. San
Francisco es para mí el general que conduce las almas a la victoria final. ¿Qué victoria?
La transmutación de la materia en espíritu.” “No es suficiente” - murmuró Joergensen-
“intente profundizar”, y se calló de nuevo. Seguí su consejo. Me puse a profundizar en
este milagro humano. Una biografía basada en una tradición histórica y mítica no me
satisfacía. Sentía la necesidad de volver a crear en mi interior al Santo y evocar su vida
desde mi fuero interior. Encontrar, en las verdades y leyendas que lo rodean, mi propio
San Francisco de Asís, aquel que podrá darme la certeza, mi propia certeza.

El origen de El pobre de Asís

Esta novela, El Pobre de Asís, surgió de pronto en medio de unas condiciones muy
difíciles para mí. Estaba gravemente enfermo. Sentía la necesidad de “alejar” mi
espíritu de la muerte, y fijarla en un atleta que venció a la muerte. Creí haber visto a San
Francisco acercarse a mi cama, en medio del delirio de la fiebre y, sonriendo, se inclinó
sobre mi cara. Comprendí. Sentí un profundo agradecimiento frente a esta sombra que
vino en mi ayuda sin saber que era yo quien lo había llamado. Ni bien mejoré de mi
enfermedad, me apresuré a dictar a mi mujer el combate sin piedad y la gran victoria del
Pobrecito. Quería agradecerle que haya venido en mi ayuda. Lo repito. Es el San
Francisco de Asís como lo viví durante las noches de insomnio. Después me entero de
las palabras que había pronunciado. Le presto otras palabras que no son referidas en la
leyenda, pero que podría haber dicho, porque son –así lo creo- inspiradas en su ternura,
en su amor por las creaturas. Intenté detener mi imaginación y dejar que interviniera
sólo mi corazón. No me interesaba la literatura, en absoluto, al escribir este libro. Ni el
análisis psicológico. Los únicos sentimientos que experimenté fueron los de estar
presente en la lucha de un ser humano que se desgarra al ascender a la cumbre de una
montaña, mientras sus pies y sus manos se cubren de sangre. Quise mostrar que en el
alma humana hay fuerzas grandes e insospechadas, que por cobardía o desidia, o por
falta de ideales, no utilizamos, y las dejamos dormir o perderse. Una vez un hombre

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joven había ido a buscar a un asceta en el Monte Athos para pedirle un consejo: “sube
tan alto como puedas”-le respondió el asceta. “Dame otro consejo, padre, más difícil”,
insistió el joven. “Sube más alto de lo que puedas”, respondió el asceta. Subir más alto
de lo que nuestras fuerzas soportan y prevén; he aquí el único camino para
trascendernos a nosotros mismos. Y es el camino que siguió San Francisco. Llegó a la
cima de la montaña, quiero decir, hasta Dios. Quise revelar a mis lectores esta
demostración de la gran posibilidad que esconde el alma humana, al seguir las huellas
sangrantes del “Pobre” de Asís.

La lucha hacia la santidad

Como al héroe y a cada santo, la vida de San Francisco fue una lucha sin piedad.
Sobre todo una lucha contra sí mismo, contra su carne que persistía en él, y cada tanto
levantaba la cabeza y quería imponer sus leyes. Lucha contra la impiedad, la cobardía,
la incomprensión de sus contemporáneos. Lucha contra la iglesia oficial, que se negaba
a permitirle fundar su propia orden, tan absoluta en medio de su pureza. Lucha,
finalmente, contra sus discípulos, que desnaturalizaban las reglas de su orden, y daban
otro sentido a su mensaje. Quizás la lucha mas dolorosa para San Francisco fuera la que
llevó adelante contra la desviación de su doctrina cometida por sus discípulos. Sufre
también él la suerte de todos aquellos que traen al mundo un nuevo mensaje. Abrazado
por sus discípulos y por su mensaje toma la forma y el impulso de su corazón. Cambia
fuertemente con la realidad que fluye. En vano el creador grita: “deténganse, no quería
esto”. Las ideas, detrás de él, siguen su camino burlándose a menudo de su creador.
Exactamente esto sucede con San Francisco. Frente a él se eleva su discípulo, Elía
Bombardone, un temperamento violento, una voluntad implacable, que comienza a
cambiar las reglas severísimas de la orden, construir grandes iglesias y fundar escuelas
y universidades, y sustituir la inocencia sonriente de San Francisco por la arrogante
ciencia humana. “Oh, mis hermanos”-gritaba el Pobre de Asís- “el Señor me ordenó que
fuera humilde, simple e ignorante, y me prometió llevarme al cielo por sus senderos.
Tengan cuidado, ¡oh!, mis hermanos, Dios nos castigará por esta arrogancia de vuestro
espíritu”. Pero gritaba el Santo de Asís, gritaba en vano. Allí estaba el dolor más
penetrante, el apóstol de la ignorancia divina.

Albert Schweitzer, el San Francisco de hoy

Pierre Sipriot: “Es el único cristiano perfecto desde la época de Jesús, dirá Renán, de
San Francisco, precisamente por este regreso a la simplicidad primigenia. ¿No lo atrajo
también este aspecto activo y concreto cuando evocó a San Francisco?
Nikos Kazantzakis: Creo que adivinó correctamente. No recuerdo qué poeta ha escrito
algunos versos que amo mucho: “la razón crítica, vestida con harapos, compuesta de
manuscritos rasgados, golpea a la puerta del paraíso: Señor –sollozó-, soy la razón
crítica. Sé caritativo y dame un bocado de pan. Me muero de hambre”. Sin embargo,
una voz, detrás de la puerta, contestó: “vete de aquí”. Podría haber sido, en efecto, la
voz de San Francisco. Desconfiaba de la razón crítica. No tenía ninguna confianza en la
inteligencia y arrancaba los libros de las manos de sus discípulos. Fue un día a Bolonia,
donde el discípulo Pedro Stasia había fundado una escuela teológica. Esparció los
libros, echó a los discípulos que estudiaban allí, y cerró la escuela. “Sólo la oración –
gritó- conduce al cielo. Sólo el ejemplo de nuestra vida”. Y quemó los libros. Sabía que

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la inteligencia humana no tiene alas. Ha sido hecha para caminar y actuar en la tierra. El
cielo es el lugar del corazón. Sabía que la fragancia de una rosa puede acercarnos a Dios
más que un libro de teología. Y cuando cedió a los ruegos de su joven discípulo, el
futuro San Antonio de Padua, le dio el permiso para enseñar teología, pero le advirtió:
“Cuidado, querido hijo, no dejes que la teología domine a la oración”. Sí, ciertamente,
San Francisco fue un cristiano perfecto que siguió las huellas de Jesús más que todos
los otros. ¿Podríamos seguir un ejemplo tal elevado en nuestra época egoísta, hipócrita
y envenenada con tanto odio? Diría que es imposible. Por tanto, vive hoy, entre
nosotros, incansable a sus 83 años, una venerable figura de abnegación y amor, el
doctor Albert Schweitzer. Podríamos llamarlo el San Francisco de nuestra época. Nunca
pude separar estas dos personalidades fascinantes de mi corazón, tan excepcionales en
el tiempo efímero, tan unidas en el tiempo eterno. Quiero decir, en los santos de Dios.
Parecen hermanos: San Francisco de Asís y Albert Schweitzer. El mismo amor ardiente
y tierno por la naturaleza. De su corazón emana, noche y día, el himno de nuestro
hermano sol, de nuestros hermanos, la luna, el agua, la llama. Tienen los dos, en la
punta de sus dedos, una hoja de árbol, y admiran en ella el milagro de la creación toda.
El mismo respeto sensible por todo lo que respira: el hombre, la serpiente, la hormiga.
La vida para ellos es sagrada. Inclinados ante los ojos de todo ser vivo tiemblan los dos
de alegría, al ver reflejarse enteramente el creador, nuestro creador, en todo. Al mirar la
hormiga, la serpiente, al hombre, descubren con felicidad que todos somos hermanos.
La misma bondad, la misma piedad, vehementes en defensa de todo lo que sufre. Uno
eligió al leproso blanco; el otro, al leproso negro de África. El abismo más insondable
de la miseria y el dolor. Dije bondad y piedad, y debí decir “metá”. Es una palabra
hindú, y “metá” expresa los sentimientos que suscita en estos dos hermanos el dolor
humano. En la bondad y la piedad hay una dualidad: el que sufre y el que se inclina
sobre el que sufre. Sin embargo, en la palabra “metá” hay una perfecta identificación.
Al ver a un leproso, siento que soy yo el leproso. El místico musulmán Sarī al-Saqātī, lo
ha expresado muy bien: “El amor, -dice-, el amor entre dos seres, no es perfecto hasta
que uno no le llama al otro: ¡oh!, yo”. Aún la misma locura divina. Renuncien a las
dulzuras de la vida, sacrifiquen las perlas pequeñas por la gran perla. Abandonen el
sendero llano que conduce a la felicidad fácil, y tomen el sendero abrupto, que, en
medio de dos precipicios, sube hacia la locura divina. Opten deliberadamente por lo
imposible. La alegría, la hija bienamada de la plenitud cena apaciblemente. La fuerza de
observar, de aceptar el lado cómico de las sombras de la realidad. Los austeros
espartanos “formaban hermandades” en Grecia, que habían erigido un altar al dios de la
risa. La extrema austeridad había evocado siempre la risa, porque sólo ella puede
ayudar al hombre profundo a soportar la vida. Dios había dado a estos dos hermanos, a
San Francisco de Asís y a Albert Schweitzer, un corazón alegre. Y como les dio un
corazón alegre marchan hacia Dios alegremente. Y los dos poseen la piedra filosofal
que transforma los metales más viles en oro y el oro, en espíritu. A la realidad más
abyecta como la enfermedad, el hambre, el frío, la injusticia, la fealdad la transforman
en una realidad más auténtica donde se respira el amor. Porque esta piedra filosofal no
es para ellos algo alejado e inaccesible, extraño al hombre, que debería conquistarlo,
alterando las leyes naturales. La piedra filosofal es el propio corazón y, dentro de este
corazón, el amor nunca duerme.

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El camino del amor

Sí, San Francisco vivía la unidad del mundo con intensidad y sin esfuerzo, porque la
vivía sin la intervención del intelecto, directamente desde el corazón. San Francisco
veía detrás de cada cosa un rostro. El rostro del Padre de todo. Dios, la fuente creadora,
estaba siempre allí, detrás de las plantas, los animales, los hombres. San Francisco la
veía y se alegraba. He aquí porque, al dirigirse a todos los seres, les daba el delicado
nombre de hermano y hermana: “Mi hermano sol”, “mi hermana luna”, y también poco
antes de morir, “mi hermana muerte”. Con cada creatura, la más común o la más
humilde, se llenaba de alegría; también frente a la fragancia de una flor o un gusano,
porque servía como vehículo que llevaba a Dios. Expresaba su amor principalmente por
el fuego y la luz. Cuando se apagaba, su corazón se crispaba de agonía. Confiaba en la
creación. Puesto que había nacido del creador, ¿cómo no podría ser sagrada? San
Francisco es actual, no sólo porque realizó en su corazón esta perfecta unión con el
cosmos, -de la que tanto nos aleja la ciencia contemporánea-, sino también porque su
corazón encontró la manera de resolver los problemas que permanecen aún hoy sin
solución: la pobreza, la injusticia, la violencia. Sólo el amor que predicó San Francisco
podría llevarnos a resolver estos problemas. El intelecto es insuficiente. Nunca antes,
creo, el camino del amor fue tan necesario para la salvación de la tierra. ¿Cuál era
aquella Santa que corría a lo largo de los pasillos de su monasterio, golpeaba su pecho,
y gritaba frenéticamente: “el amor no es amado”? Sí, el amor no es amado en nuestra
época de odios, en nuestra época de violencia. ¿Cómo no llamar, pues, a San Francisco
en nuestra ayuda? El amor es la única llave que puede abrirnos la felicidad en la tierra.
La única que puede abrir igualmente el cielo. Tagore expresó con exactitud esta fuerza
mística del amor: “Aquel que hace el bien –dice- se aproxima a las puertas del templo.
Pero, aquel que ama, llega al altar.”

La misión de San Francisco

Quise concentrar mis fuerzas para elevar la imagen del santo y del héroe frente al
lector, así como la llevaba en mi corazón hacía muchos años. No se trata de
individualidad. El héroe es una comunidad, una simiente, que contiene en estado de
gestación la futura flor y el futuro fruto. Yo no quise decir si es posible expresar el
milagro de esta semilla que luego germina. La exaltación de la semilla me es suficiente.
Durante todas las épocas en que la humanidad se desgarra por el odio, una voz se eleva
clara, apasionada, que llama al corazón desilusionado del hombre. La voz del amor. En
el siglo XII, en medio de guerras civiles y odios implacables, en medio de una jungla de
animales feroces, la voz de San Francisco, surge dulce y firme, enseñando la paz y
anunciando la venida del reino del amor. Hay siempre una voz misteriosa que trae una
ayuda inesperada, cuando las fuerzas del mal, frenéticas, de pronto, amenazan a la
humanidad. Esta ley me ha impresionado, al escribir la novela El pobre de Asís. Cuanto
más profundizaba el mensaje del santo estaba más seguro de que dentro del frágil
capullo del cuerpo de San Francisco temblaba una nueva humanidad. San Francisco era
una vasija florecida que separa dos grandes períodos de la historia humana. Era el
último hombre de la Edad Media y el primero del Renacimiento. Algunos años después
de él, Giotto, con sus colores primaverales, haría visible la visión franciscana de un
nuevo mundo. San Francisco no lo cambió. Esto supera las fuerzas humanas. Pero,
cambió el ojo que ve el mundo. Es quizás aquí el único medio accesible al hombre para
renovar el aspecto del mundo. Y esto es inmenso.

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El camino hacia la santidad

Sí, creo que es natural que el hagiógrafo haya insistido en el estado de beatitud,
dejando de lado un poco el arduo camino, salpicado de sangre, que conduce a la
santidad. Y es precisamente esta lucha la que me emocionaba más. Los momentos en
los cuales el hombre se lanza hacia su salvación, me parecen como los momentos más
sublimes de la evolución humana. Cuanto más grande es la dificultad con la cual los
mortales se liberan tanto más nos da coraje su ejemplo, y su victoria nos consuela.
Nacer impuro y tender hacia la pureza, vale más que nacer puro y lograr la salvación sin
gran esfuerzo. Esta vida de lucha y renunciamiento es el salto de San Francisco para
superar los límites y las tentaciones de la carne; esto me atraía y constituyó el drama
central de mi obra. La carne de San Francisco no estaba muerta. No debería haber sido
dócil. La tradición deja entrever tentaciones que siempre superaba dolorosamente. Una
vez la tentación empujaba a San Francisco a casarse y tener hijos, fundar también él una
familia. Se encontraba en la cima de una montaña en pleno invierno. Reunió un gran
volumen de nieve y formó un hombre, una mujer y cuatro niños. Detrás de ellos, otro
hombre y otra mujer. El hermano León, su discípulo amado, estaba con él: “Hermano
León – profirió- mira bien. He aquí a Francisco y su mujer, he aquí a sus cuatro hijos, y
detrás, ¿ves? Mira, los dos sirvientes”. Se avalanzó sobre las figuras de nieve, las
deshizo, y levantó el cordón que le servía de cinturón, y se lo dio al hermano León:
“Hermano León, castígame -le ordenó- castígame hasta que sangre”. Torturaba de ese
modo su cuerpo para no cargar su alma en su ascensión hacia la montaña de Dios. Pero
he aquí que un día escuchó una voz que lo hizo temblar: “Eh, Francisco, todos pueden
salvarse, todos menos los que torturan su cuerpo como tú”. San Francisco, hacia el final
de su vida, tuvo pena de su cuerpo. “Ana, Hermana mía, -le decía- Ana, hermana mía,
perdóname, yo te he torturado mucho”. Pero esta lucha inexorable estaba acompañada
de una profunda alegría. A través de sus lágrimas, San Francisco veía el rostro de Dios
que le sonreía. Cuanto más atroz fuera el dolor, tanto más crecía esta alegría mística. En
efecto, ¿cómo no ser feliz en medio de las torturas y no cantar como el mártir hacía,
cuando, detrás de las torturas y las llamas, Dios abre los brazos y lo espera? Gracias a
esta presencia de Dios, todo se transformaba en puro para San Francisco. “Puras son
nuestras hermanas, las cenizas,” decía. Y echaba un puñado de ceniza en su sopa
cuando la encontraba deliciosa. Puro es el terrible lobo de Gubio que atacaba el rebaño
del pueblo. Veía en sus ojos la imagen del creador y extendía su mano para unirse a su
hermano, el lobo. La tristeza, decía, es la enfermedad de Babilonia. Tomaba dos
pedazos de madera, hacía como si tocara el violín, se sentaba y cantaba en francés, en la
lengua de su madre, como acostumbraba hacer cuando estaba de buen humor. Entre esta
alegría inefable y la carne que, de cuando en cuando, aparecía y la sometía no sin dolor,
San Francisco ascendía hacia Dios. Veía a su izquierda y a su derecha aquello que la
apasionada mística Angela di Foligno llamó “doble abismo”. El abismo de la luz, el
abismo de las tinieblas. Había trazado un camino para sí mismo entre los dos abismos, y
había ingresado en este camino, cantando hacia la cumbre, cantando hacia Dios.

El compromiso del escritor

Un novelista verdadero no puede vivir más que en la realidad de su tiempo y,


viviendo esta realidad, toma conciencia de su responsabilidad y se otorga a sí mismo el
deber de ayudar a sus semejantes a resolver, en lo posible, los crecientes problemas de
su época. La obra literaria, hoy, si no refleja nuestra época, es, desde luego, una

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deformación de la acción, la más sutil y la más eficaz. O quizás podría resultar la causa
de una acción. El novelista, si toma conciencia de su misión, intenta transformar la
realidad, que fluye con formas estables, y encontrar otras formas más digna para el
hombre. En otras épocas más estables, más seguras para sí mismos, la belleza podría
bastar para satisfacer el ideal del escritor. Hoy, si está verdaderamente vivo, es un
hombre que sufre y se inquieta al ver la realidad. Ve cómo es impelido a colaborar con
todas las fuerzas de la luz que aún sobreviven y mejorar un poco el pesado destino del
hombre. Hoy, el escritor, si es fiel a su misión, es un combatiente. Saben, yo no estoy,
en absoluto, a favor de la inacción. Por el contrario, al escribir, mi persona, enteramente
encarcelada, sale de su prisión.

La admiración por la tierra natal

No, no veo a Creta como una cosa pintoresca y sonriente. El rostro de Creta es
grave, golpeado por la lucha y el dolor. Esta isla, que se encuentra entre Europa, Asia y
África, estaba destinada a convertirse en el puente entre estos tres continentes por su
situación geográfica. He aquí porque Creta fue la primera tierra en Europa que recibió
la luz de la civilización que vino del Oriente. Dos mil años antes del milagro griego,
florecía en Creta una misteriosa civilización, llamada del Egeo, aún muda, llena de vida,
embriagada de colores, de un refinamiento y un gusto que suscita el asombro y la
admiración. En vano nos resistimos a la influencia del pasado. Hay una emanación,
creo, una emanación mágica que irradian los lugares antiguos que han luchado y han
sufrido mucho. Como que algo hubiera permanecido después de la desaparición de los
pueblos que lucharon, lloraron y amaron su tierra. Esta irradiación de los tiempos
pretéritos es excepcionalmente intensa en Creta. Y nos atraviesa ni bien pisamos el
suelo cretense. Luego, otra emoción, más concreta los domina. El que conoce la trágica
historia de los últimos siglos de esta isla, se asombra al pensar en la lucha furiosa en
esta tierra entre el hombre que lucha por su libertad y el opresor que permanece para
someterlo. Estos cretenses, los que morirán por la libertad, están tan familiarizados con
la muerte que no le temen ya. Sufrieron tanto durante tantos siglos, comprobaron tantas
veces que la muerte no puede abatirlos, que llegaron a la conclusión de que la muerte
misma es inseparable del triunfo del ideal, que en la cumbre de la desesperación
comienza la salvación. Sí, la realidad es dura de soportar; pero los cretenses, formados
severamente en la lucha, ávidos de vida, la beben como un vaso de agua fresca. “¿Qué
te pareció la vida, abuelo? -le pregunté a un viejo cretense de cien años, deteriorado por
tantas heridas y ciego. Se calentaba al sol, sentado en el umbral de su casucha. Estaba
“orgulloso de las orejas”, como decimos en Creta, es decir, no escuchaba bien. Le repetí
mi pregunta: “¿Qué te pareció tu larga vida, estos cien años, abuelo?” “Como un vaso
de agua fresca”-me respondió-. “¿Y aún tienes sed, abuelo? Se levantó agitando las
manos: “Maldito aquel que ya no tiene sed”, gritó. He aquí el cretense. ¿Cómo no
convertirlo en un símbolo?

La vida en el extranjero

Sí, yo creo que es normal. Cuanto más lejos de su patria permanece uno, más piensa
en ella y más la ama. Cuando me encuentro en Grecia, veo las pequeñeces, las intrigas,
las estupideces, las incapacidades de sus líderes, la miseria del pueblo. Pero de lejos, no
vemos con la misma claridad las fealdades, y tenemos más libertad para crear una

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imagen de la patria, digna de un amor íntegro. He aquí por qué trabajo mejor y amo más
a Grecia, cuando me encuentro en el exterior. Lejos de ella, logro atrapar mejor su
fragancia y su misión en el mundo y, por consiguiente, mi propia y humilde misión.
Sucede algo, saben, de particular con los griegos que viven en el exterior. Son mejores.
Tienen el orgullo de su raza. Sienten que, al ser griegos, tienen la responsabilidad de ser
dignos de sus antepasados. La convicción de que descienden de Platón, de Pericles,
puede ser una ilusión, una autosugestión milenaria; pero esta autosugestión, convertida
en fe, ejerce una profunda influencia en el alma del neoheleno. Gracias a esta ilusión los
griegos han sobrevivido. Después de tantos siglos de invasiones, de hambrunas, de
masacres, deberían haber desaparecido. Sin embargo, la ilusión se convirtió en fe, y no
los deja morir. Grecia, si vive aún, sobrevive –creo- gracias al milagro. No, no, no se
trata de chauvinismo. Al amar y exaltar a Grecia, los griegos aman la exaltación de una
idea universal. ¿Qué idea? La idea de la libertad, que para el griego, identifica a Grecia.

APÉNDICE
Frangmento de la última entrevista televisiva
22 de mayo de 1957
Nikos Kazantzaki, Pierre Dumayet, Max Fouchet

Los milagros de San Francisco

Pierre Dumayet: Ahora, me parece que haríamos unas pocas preguntas sobre San
Francisco de Asís que es la novela que acaba de publicar. Usted me dijo que escribió
este libro por gratitud, porque San Francisco salvó su vida dos veces.
Nikos Kazantzakis: Sí. Yo le debo algo a San Francisco, esto es porque tuve…, tuve el
gran deseo de expresar mi gratitud, escribiendo un libro sobre él. La primera vez que
salvó mi vida fue durante la ocupación alemana. Los alemanes… Estaba en una
pequeña isla, cerca de Atenas; bueno, los alemanes… No teníamos nada para comer.
Estaba a punto de morir de hambre. La gente se moría a mi alrededor. Entonces, un día,
recibí una carta de un hermano franciscano que vivía en Atenas. Él me dijo: “si usted
quisiera traducir la biografía de San Francisco de Asís, escrita por Joergensen, luego,
nosotros le enviaríamos una caja con provisiones”. Entonces inmediatamente recibí una
caja que tenía cosas maravillosas, casi desconocidas, que había olvidado, es decir,
azúcar, café, fideos, arroz, etc… Y escribí este libro con un largo prólogo.
Pierre Dumayet: ¿Y la segunda vez?
Nikos Kazantzakis: La segunda vez fue cuando estaba muy enfermo, y de pronto, pensé
en San Francisco de Asís. Quiero decir, quería pensar en un hombre que fuera capaz de
vencer a la muerte, e inmediatamente pensé en San Francisco de Asís. Tenía 40°, 41°
grados de fiebre, no sabía cómo. Y cuando vino mi esposa, le dije: “toma la lapicera que
yo te dictaré”. Y comencé a dictarle San Francisco de Asís. Principalmente, las partes
poéticas del libro. Un día, recuerdo, le dije… Porque, saben, este libro no es una
biografía, es un resumen de elementos biográficos, poéticos y cosas que San Francisco
no dijo, pero habría podido decir, porque corresponden a su personalidad. Entonces, dije
a mi esposa: “Toma la lapicera, y escribe”. Y le dictaba algo que San Francisco no dijo
nunca, pero hubiera podido decir. Un día San Francisco vio un almendro en medio del
invierno. Entonces, San Francisco le dijo: “Hermano almendro, háblame de Dios”. Y de
pronto, el almendro floreció. Esto es muy franciscano, ¿no?

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