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"Las maravillas de Walter

Benjamin" por Coetzee


Articulo de John Maxwell Coetzee, publicado en
español por Sefarad Editores donde nos habla sobre
la obra de Walter Benjamin.

La historia es ya tan conocida que apenas hace falta


contarla de nuevo. El escenario es la frontera franco-
española; el año, 1940. Walter Benjamin, huyendo
de la Francia ocupada, se presenta a la esposa de
un tal Fittko, a quien ha conocido en un campo de
internamiento. Tiene entendido que Frau Fittko podrá
guiarlos a él y a sus compañeros al otro lado de los
Pirineos, a la España neutral. Frau Fittko le lleva en
un viaje para comprobar cuáles son las mejores
rutas; él lleva una pesada cartera. ¿Es realmente
necesaria la cartera?, pregunta ella. Contiene un
manuscrito, replica Benjamin, «no puedo arriesgarme a
perderlo. Hay que salvarlo. Es más importante que yo».

Al día siguiente cruzan las montañas, y Benjamin ha


de pararse cada pocos minutos por su débil corazón.
En la frontera les dan el alto. Sus papeles no están
en orden, dicen los policías españoles; deben
regresar a Francia. Desesperado, Benjamin toma
una sobredosis de morfina. La policía hace un
inventario de las pertenencias del muerto. En ese
inventario no se registra ningún manuscrito.

Lo que había en la maleta y dónde fue a parar es


algo que sólo podemos suponer. El amigo de
Benjamin Gershom Scholem insinuó que se trataba
de la última revisión de su obra inconclusa,
Passagen-Werk, conocida en inglés como el Arcades
Project [Proyecto de los pasajes]. («A los grandes
escritores», escribió Benjamin, «las obras terminadas les resultan más
ligeras que aquellos fragmentos sobre los que llevan toda la vida
trabajando»). Con su heroico aunque fútil esfuerzo por
salvar su manuscrito del fuego del fascismo y llevarlo
a lo que él considera la seguridad de España, y de
ahí a Estados Unidos, Benjamin se convierte en un
símbolo del erudito de nuestros tiempos.

La anécdota tiene un sesgo feliz. Un amigo de


Benjamin, Georges Bataille, había escondido en la
Bibliothèque Nationale una copia del manuscrito.
Recuperada después de la guerra, se publicó en
1982 en su forma original, es decir, en alemán, con
enormes trozos en francés. Y ahora que tenemos la
obra magna de Benjamin traducida al inglés, por
Howard Elland y Kevin McLaughlin, estamos al
menos en condiciones de hacer la pregunta de por
qué tanto interés por un tratado sobre las tiendas de
la Francia del siglo XIX.

Benjamin nació en 1892 en Berlín, en el seno de una


familia judía integrada. Su padre era un próspero
subastador de arte que había hecho también
inversiones inmobiliarias; los Benjamin eran, según
todos los criterios, acomodados. Tras una niñez
enfermiza y protegida, a Benjamin lo enviaron a los
12 años a un internado progresista en el campo, y
allí se dejó influir por uno de los directores, Gustav
Wyneken. Durante años, después de dejar el
colegio, siguió participando activamente en el
movimiento juvenil antiautoritario y partidario de la
vuelta a la naturaleza de Wyneken; rompió con él
sólo después de que éste se mostrase partidario de
la I Guerra Mundial.

En 1912 Benjamin se matriculó como estudiante


de Filología en la Universidad de Friburgo .Considerando
que el entorno intelectual no era de su gusto, se
dedicó a promover la reforma educativa. Cuando
estalló la guerra, eludió el servicio militar, primero
fingiéndose enfermo y después trasladándose a la
neutral Suiza. Allí permaneció hasta 1920,
leyendo filosofía y trabajando en una tesis doctoral
para la Universidad de Berna. Su esposa se quejaba de
que no tenían vida social.

Benjamin se sentía atraído por las universidades,


señaló su amigo Theodor Adorno, de la misma forma
que a Kafka le atraían las compañías de seguros. A
pesar de los recelos, siguió los pasos requeridos
para obtener la Habilitation (el doctorado superior)
que le permitiese convertirse en profesor, y, en 1925,
envió su tesis sobre el teatro alemán del Barroco a la
Universidad de Fráncfort. Sorprendentemente, la
tesis no fue aceptada. Caía en los intersticios entre
la literatura y la filosofía, y Benjamin carecía de
mecenas académico dispuesto a favorecer su causa.

Tras fracasar en sus planes, se ganó la vida como


traductor, cronista de radio y periodista
independiente. Entre sus encargos se encontró la
traducción de Á la recherche de Proust; tradujo tres
de los siete volúmenes.

En 1924 Benjamin visitó Capri, en aquel momento un


lugar de veraneo favorito de los intelectuales
alemanes. Allí conoció a Asja Lacis, directora de
teatro de Latvia y comunista convencida. El
encuentro fue decisivo. «Cada vez que he experimentado un
gran amor, he experimentado un cambio tan fundamental que me ha
hecho asombrarme de mí mismo», escribió
posteriormente. «Un amor verdadero me hace parecerme a la
mujer que quiero». En este caso, la transformación
supuso el cambio de dirección política. «La senda del
pensamiento de los progresistas que conservan el juicio conduce a
Moscú, no a Palestina»,
le dijo Lacis drásticamente. Era
necesario abandonar todos los rastros de idealismo
de su pensamiento, por no decir nada de su
coqueteo con el sionismo. Su mejor amigo, Scholem,
ya había emigrado a Palestina, y esperaba que
Benjamin le siguiera. Benjamin encontró una excusa
para no ir; y siguió poniendo excusas hasta el final.

VER TAMBIÉN: 【 Consejos para leer


textos Filosóficos 】

Comprender Moscú

En 1926 viajó a Moscú para una cita con Lacis. Ésta


no le recibió con los brazos abiertos (estaba con otro
hombre); en el relato que Benjamin hace de la visita,
plantea por una parte su infeliz estado de ánimo, así
como la cuestión de si debería unirse al Partido
Comunista y someterse a la línea del partido. Dos
años más tarde ambos se reunieron brevemente en
Berlín; vivieron juntos y asistieron a reuniones de la
Liga de Escritores Proletarios Revolucionarios. La
relación precipitó los trámites del divorcio, en los que
Benjamin se comportó con notable mezquindad con
su esposa.

En el viaje a Moscú, Benjamin llevó un diario que más


tarde revisó para su publicación. El autor no hablaba
ruso. En lugar de recurrir a intérpretes, intentó
comprender Moscú desde el exterior -lo que él
posteriormente denominaría método fisonómico-
intentando evitar la abstracción o el juicio,
presentando la ciudad de tal forma que «toda
objetividad es ya teoría» (la frase es de Goethe).

Algunas de las afirmaciones de Benjamin sobre el


experimento «histórico mundial» que en su opinión
se estaba llevando a cabo en la URSS parecen
ahora ingenuas. Sin embargo, su capacidad de
observación sigue siendo aguda. Muchos nuevos
moscovitas son todavía campesinos, observa, que
viven vidas de aldea, según el ritmo de las aldeas;
las distinciones de clase quizá se hayan abolido,
pero dentro del partido se está desarrollando un
nuevo sistema de castas. Una escena de un
mercadillo capta la humilde situación de la religión:
un icono en venta, entre dos retratos de Lenin,
«como un prisionero entre dos policías».

Aunque Asja Lacis es una presencia constante en el


fondo del Diario de Moscú, y aunque Benjamin
insinúa que sus relaciones sexuales eran
problemáticas, nos da poca idea del aspecto físico
de ella. Como escritor, Benjamin carecía del don de
evocar a otras personas. En los escritos de Lacis
obtenemos una impresión mucho más viva de
Benjamin: sus gafas como pequeños focos, sus
manos torpes.

Durante el resto de su vida, Benjamin se consideró a


sí mismo comunista o partidario del comunismo.
¿Fue realmente profundo este romance con el
comunismo?

Años después de conocer a Lacis, Benjamin repetía


las verdades marxistas -«la burguesía... está
condenada a perecer debido a las contradicciones
internas que la aquejan y que se volverán mortales
según se vayan desarrollando»- sin haber leído a
Marx. «Burgués» siguió siendo su insulto para un
estado de ánimo materialista, carente de curiosidad,
egoísta, orgulloso, y sobre todo, ridículamente
satisfecho de sí mismo al que era visceralmente
hostil. Proclamarse comunista era un acto de
elección de bando, moral e históricamente, contra la
burguesía y contra sus propios orígenes burgueses.
«Hay algo... que nunca se puede reparar: el no
haber escapado de los padres de uno», escribe en
Dirección única, la colección de anotaciones de
diario, recuerdos de sueños, aforismos, mini
ensayos, y observaciones mordaces sobre la
Alemania de Weimar con la que se anunció en 1928
como intelectual independiente. El no haber
escapado lo bastante pronto significaba que estaba
condenado a escapar de Emil y Paula Benjamin
durante el resto de su vida: al reaccionar contra la
obsesión de sus padres por integrarse en la clase
media alemana, se parecía a muchos judíos
alemanes de su generación, incluido Kafka. Lo que
preocupaba a sus amigos era que el marxismo de
Benjamin parecía un tanto forzado, algo meramente
reactivo.
Resulta deprimente leer sus primeras incursiones en
el discurso de la izquierda. Hay un deslizamiento
hacia lo que sólo se puede denominar estupidez
voluntaria cuando elogia a Lenin (cuyas cartas tienen
«la dulzura de la gran épica», dice en un artículo no
reimpreso por los editores de Harvard), o cuando
ensaya los penosos eufemismos del partido: «El
comunismo no es radical. Por lo tanto, no tiene
intención de abolir sin más las relaciones de familia.
Simplemente las pone a prueba para determinar su
capacidad de cambio. Se pregunta a sí mismo: ¿es
posible desmantelar a la familia para poder dar a sus
componentes una nueva función social?»

Estas palabras estaban incluidas en una reseña


sobre una obra de teatro de Bertolt Brecht, a quien
Benjamin conoció por Lacis y cuya «tosca forma de
pensar», libre de detalles burgueses, atrajo a
Benjamin durante un tiempo. «Esta calle lleva el
nombre de Asja Lacis, en honor a aquélla que, como
un ingeniero, la trazó en el autor», dice la dedicatoria
de Dirección única. Se supone que la comparación
es un cumplido. El ingeniero es el hombre o la mujer
del futuro, aquél que, impaciente con la palabrería,
armado de conocimiento práctico, actúa de una
manera decisiva para cambiar el paisaje. (También
Stalin admiraba a los ingenieros. Desde su punto de
vista, los escritores debían convertirse en ingenieros
del alma humana, con lo cual se refería a que debían
aplicarse a la tarea de «buscar una nueva función»).
De las obras más conocidas de Benjamin, El autor
como productor (1934) es la que más claramente
muestra la influencia de Brecht. Lo que se plantea es
la antigua cuestión de la estética marxista: ¿qué es
más importante, la forma o el contenido? Benjamin
propone que una obra literaria «sólo será
políticamente correcta si es también literariamente
correcta». El autor como productor es una defensa
del ala izquierda de la vanguardia modernista, para
él tipificada en el surrealismo, contra la actitud del
Partido Comunista respecto a la literatura, y su
tendencia a las historias realistas y comprensibles,
con un fuerte sesgo progresista. Para presentar su
causa, Benjamin se siente obligado de nuevo a
apelar a la fascinación de la ingeniería: el escritor,
como el ingeniero, es un especialista técnico, y
debería concedérsele voz en asuntos técnicos.

La argumentación en este nivel tan elemental no le


resultaba fácil a Benjamin. ¿Acaso su fe en el partido
no le causaba incomodidad en un momento en el
que la persecución de Stalin a los artistas estaba en
pleno apogeo? (La propia Asja Lacis se convertiría
en una de las víctimas de Stalin, y pasó años en un
campo de trabajo). Una breve pieza del mismo año,
1934, quizá nos dé una clave. En ella Benjamin se
burla de los intelectuales que «convierten en una
cuestión de honor el ser ellos mismos en cualquier
asunto», negándose a comprender que para tener
éxito tienen que presentar diferentes caras ante
diferentes públicos. Son, dice, como un carnicero
que se negase a cortar un esqueleto, insistiendo en
venderlo completo.
¿Cómo se interpreta esto? ¿Está Benjamin
elogiando irónicamente la integridad intelectual
pasada de moda? ¿Está presentando una velada
confesión de que él, Walter Benjamin, no es lo que
parece ser? ¿Está intentando explicar de forma
práctica, si bien amarga, la vida del escritor de poca
monta? Una carta a Scholem (a quien, sin embargo,
no siempre contaba toda la verdad) sugiere esta
última interpretación. Aquí Benjamin defiende su
comunismo como «el intento obvio y razonado de un
hombre completamente, o casi completamente,
privado de medios de producción para proclamar su
derecho a ellos». En otras palabras, sigue al Partido
Comunista por la misma razón por la que debería
seguirlo cualquier proletario: porque redunda en su
beneficio material.

VER TAMBIÉN: 【 Filosofía y Sociología :


Entrevistas, Artículos y libros 】

Los nazis llegan al poder

Cuando los nazis llegaron al poder, muchos


conocidos de Benjamin, incluido Brecht, habían
comprendido la situación y emprendido la huida.
Benjamin, que en cualquier caso llevaba años
sintiéndose fuera de lugar en Alemania, y pasaba
temporadas en Francia e Ibiza siempre que podía,
pronto los siguió. (Su hermano menor, Georg, fue
menos prudente: arrestado por actividades políticas
en 1934, pereció en Mauthausen en 1942). Se
instaló en París, donde vivió una precaria existencia
publicando colaboraciones en los periódicos
alemanes bajo seudónimos que sonaban a arios
(Detlef Holz, K. A. Stempflinger), o viviendo de las
dádivas. Con el estallido de la guerra, se encontró
internado como un enemigo extranjero. Liberado
gracias a los esfuerzos del PEN francés, hizo
enseguida gestiones para huir a Estados Unidos, e
inició su fatal viaje a la frontera española.

Las más interesantes reflexiones de Benjamin sobre


el fascismo, el enemigo que lo privó de un hogar y
una carrera y en última instancia lo mató, abarcan el
medio que éste utilizaba para venderse al pueblo
alemán: transformándose en teatro. Estas
reflexiones se expresan más plenamente en La obra
de arte en la era de su reproductibilidad técnica
(1936), pero ya asoman en 1930 en una reseña del
libro La guerra y los guerreros, publicado por Ernst
Jünger.

Es habitual observar que las concentraciones de


Hitler en Nuremberg, con su combinación de
declamaciones, música hipnótica, coreografía
masiva e iluminación teatral, encontraron su modelo
en las producciones de Bayreuth de Wagner. Lo
original de Benjamin es afirmar que la política como
teatro grandioso, más que como debate, no era
simplemente la trampa del fascismo, sino el fascismo
en esencia.

El fascismo como teatro


En las películas de Leni Riefensthal, así como en
todos los noticiarios proyectados en cada cine del
país, a las masas alemanas se les ofrecían
imágenes de sí mismas como sus líderes les pedían
que fueran. El fascismo utilizaba el poder del arte del
pasado -que Benjamin llama arte áureo- para
multiplicar el poder de los medios de comunicación
post-áureos, sobre todo el cine, y crear a sus nuevos
ciudadanos fascistas. Para los alemanes comunes,
la única identidad que se mostraba, aquélla que les
devolvía la mirada desde la pantalla, era una
identidad fascista, vestida con traje fascista y que
adoptaba posturas fascistas de dominación u
obediencia.

El análisis que Benjamin hace del fascismo como


teatro suscita muchas cuestiones. ¿Es la política
como espectáculo realmente el centro del fascismo
alemán, más que el resentimiento y los sueños de
retribución histórica? Si Nuremberg era una política
estetizada, ¿por qué no considerar que los
espectáculos organizados por Stalin el Primero de
Mayo y sus juicios-espectáculo no eran también
política estetizada? Si el genio del fascismo era
borrar la línea entre la política y los medios de
comunicación, ¿dónde está el elemento fascista en
la política de las democracias occidentales, dirigida
por los medios? ¿No hay acaso diferentes
variedades de política estética?
El concepto clave que Benjamin inventa (aunque su
diario insinúa que era en realidad una idea de la
librera y editora Adrieane Monnier), el describir lo
que le sucede a la obra de arte en la era de la
reproducción tecnológica (principalmente la era de la
cámara; Benjamin tiene poco que decir respecto a la
imprenta) es la pérdida de aura. Hasta
aproximadamente la mitad del siglo XIX, afirma, no
hay una relación intersubjetiva que haya sobrevivido
entre la obra de arte y su espectador: el espectador
miraba y la obra de arte, por así decirlo, devolvía la
mirada. «Percibir el aura de un fenómeno [significa]
investirlo de la capacidad de devolvernos la mirada».
Hay por lo tanto algo mágico en el aura, derivado de
vínculos antiguos que ahora se desvanecen entre el
arte y el ritual religioso.

Benjamin habla primero del aura en su Pequeña


historia de la fotografía (1931), donde intenta
explicar por qué (en su opinión) los primeros retratos
realizados por la fotografía -los incunables de la
fotografía, por así decirlo- tienen aura, mientras que
las fotografías de una generación posterior la han
perdido. En La obra de arte... la noción de aura se
ha ampliado bastante imprudentemente de las
antiguas fotografías a las obras de arte en general.
El final del aura, afirma Benjamin, estará más que
compensado por las capacidades emancipadoras de
las nuevas tecnologías de la reproducción. El cine
sustituirá al arte áureo.
Incluso a los amigos de Benjamin les resultaba difícil
comprender el significado del aura. Brecht, a quien
Benjamin expuso el concepto durante las largas
visitas que hacía al primero en su casa de
Dinamarca, escribe lo siguiente en su diario:
«[Benjamin] dice: cuando sientes la mirada de
alguien fija en ti, incluso a tu espalda, respondes(!).
La idea de que todo lo que miras te mira crea el
aura... todo muy místico, a pesar de sus actitudes
antimísticas. ¡Esta es la forma en la que se adapta el
planteamiento materialista de la historia! Resulta
horroroso». Otros amigos no fueron más
alentadores.

A lo largo de la década de 1930, Benjamin luchó por


presentar una definición aceptablemente materialista
del aura y de su pérdida. El cine es post-áureo, dice,
porque, al ser la cámara un instrumento, no es capaz
de ver. (Un argumento cuestionable: está claro que
los actores responden a la cámara como si los
estuviese mirando). En una revisión posterior,
Benjamin sugiere que el fin del aura se puede
remontar a ese momento de la historia en el que las
multitudes urbanas se hacen tan densas que las
personas los viandantes ya no devuelven las
miradas de los demás. En el Proyecto de los pasajes
incluye la pérdida del aura como parte de una
evolución histórica más amplia: la generalización de
la conciencia desencantada de que la unicidad,
incluida la unicidad de la obra de arte tradicional, se
ha convertido en una mercancía cualquiera. La
industria de la moda, dedicada a la fabricación de
obras de artesanía «creaciones» pensadas para ser
reproducidas a gran escala, es la que marca el
camino aquí.

Benjamin no estaba especialmente interesado por la


novela como género; a juzgar por las narraciones
suyas incluidas en el Volumen 2, no tenía talento
como escritor narrativo. En cambio, sus escritos
autobiográficos están compuestos de momentos
intensos y descontinuos. Sus dos ensayos sobre
Kafka tratan a este autor como creador de parábolas
y maestro de sabiduría, más que como novelista.
Pero la hostilidad más duradera de Benjamin la
reservó para la historia narrativa. «La historia se
descompone en imágenes, no en narrativas»,
escribió. La historia narrativa impone la causalidad y
la motivación desde el exterior; a las cosas se les
debería dar la oportunidad de hablar por sí mismas.

Infancia en Berlín hacia 1900, la más interesante


obra autobiográfica de Benjamin, inédita mientras el
autor vivía, aparecerá en el volumen 3 de Selected
Writings. Lo que tenemos en el Volumen 2 es una
obra anterior, Crónica de Berlín, escrita también a la
sombra de Proust. A pesar de su título, esta obra no
está organizada cronológicamente, sino que es un
montaje de fragmentos, intercalados con reflexiones
sobre la naturaleza de la autobiografía, y en
definitiva trata más de las vicisitudes de la memoria
que sobre los sucesos reales de la niñez de
Benjamin. Benjamin utiliza una metáfora
arqueológica para explicar su oposición a la
autobiografía como narración de una vida. La
persona que escribe su autobiografía debería pensar
en sí misma como en un excavador, afirma, que
profundiza cada vez más en los mismos lugares para
buscar las ruinas enterradas del pasado.

Además del Diario de Moscú y Crónica de Berlín, los


Volúmenes 1 y 2 contienen una serie de
autobiografías más cortas: un recuerdo bastante
literario de una amante que lo abandonó;
anotaciones sobre sus experimentos con el hachís;
transcripciones de sueños; fragmentos de diario (a
Benjamin le preocupó el suicidio entre 1931 y 1932);
y un diario de París, preparado para su publicación,
que incluye la visita al burdel de hombres
frecuentado por Proust. Entre las revelaciones más
sorprendentes: la admiración que siente por
Hemingway («una educación en el pensamiento
correcto mediante una escritura correcta»), y el
disgusto que le produce Flaubert (demasiado
arquitectónico).

El trabajo preliminar para la filosofía del lenguaje de


Benjamin lo realizó al comienzo de su carrera. En el
ensayo clave «Sobre el lenguaje como tal y sobre el
lenguaje humano» (1916), argumenta que una
palabra no es un mero signo, un sustituto de otra
cosa, sino el nombre de una Idea. En «La tarea del
traductor» (1921), intenta dar forma a su idea de la
Idea, apelando al ejemplo de Mallarmé y un lenguaje
poético liberado de su función comunicativa.

La fuerza de los niños


Cómo se podría reconciliar una concepción
simbolista del lenguaje con el posterior materialismo
histórico de Benjamin es algo que no está claro, pero
el autor mantenía que se podía construir un puente,
«independientemente de lo tirante y problemático
que fuese ese puente». En sus ensayos literarios de
la década de 1930, insinúa el aspecto que podría
tener. En Proust, en Kafka, en los surrealistas,
afirma, la palabra se separa del significado en el
sentido «burgués» y retoma su poder elemental y
gestual. Así en El castillo, los dos asistentes del
Supervisor K muestran su categoría similar a la de
un feto, todavía no nacido, encogiendo los miembros
cada vez que pueden y juntándose en una sala. El
gesto es «la forma suprema en la que la verdad se
nos puede presentar durante una época privada de
doctrina teológica».

En tiempos de Adán, la palabra y el gesto de


nombrar eran lo mismo. Desde entonces, el lenguaje
ha experimentado una gran caída, de la que Babel
fue sólo una fase. La tarea de la teología es
recuperar la palabra, en todo su poder mimético
originario, de los textos sagrados en los que ha sido
conservada. La tarea de la crítica no es
esencialmente diferente, porque las lenguas caídas
pueden todavía, en la totalidad de sus intenciones,
acercarnos al lenguaje puro. De ahí la paradoja de
«La tarea del traductor»: que una traducción es algo
superior a su original, en el sentido de que es un
gesto al lenguaje anterior a Babel.
Benjamin escribió una serie de obras sobre
astrología, que son colofones esenciales a sus
escritos sobre la filosofía del lenguaje. La ciencia
astrológica que tenemos hoy, afirma, es una versión
degenerada de un conjunto de conocimientos
antiguos de tiempos en los que la facultad mimética,
al ser mucho más fuerte, permitía correspondencias
reales e imitativas entre la vida de cada ser humano
y el movimiento de las estrellas. Hoy en día sólo los
niños conservan y responden al mundo con una
fuerza mimética comparable.

En ensayos que datan de 1933, Benjamin esboza


una teoría del lenguaje basada en la mimesis. El
lenguaje de Adán era onomatopéyico, afirma; los
sinónimos en diferentes idiomas, aunque tal vez no
suenen igual o no tengan un aspecto parecido (se
suponía que la teoría hacía referencia al lenguaje
tanto escrito como hablado), tienen similitudes «no
sensoriales» con lo que significan, como las teorías
«místicas» o «teológicas» del lenguaje han
reconocido siempre. Las palabras pain, Brot, Zieb,
aunque superficialmente diferentes, son similares en
un nivel profundo, al expresar la Idea de pan.
(Persuadirnos de que esta idea no es tan vacía
como parece exige los principales poderes de
Benjamin). El lenguaje, supremo resultado de la
facultad mimética, lleva en su interior un archivo de
estas similitudes no sensoriales. La lectura tiene el
potencial de convertirse en una experiencia onírica
que da acceso a un inconsciente humano común, el
emplazamiento del lenguaje y de las Ideas.

La teoría del lenguaje de Benjamin es


completamente diferente a la ciencia lingüística del
siglo XX, pero le da acceso regio al mundo del mito y
la fábula, especialmente (tal y como el lo concibe) al
«mundo primitivo, casi prehumano, de Kafka». La
lectura intensiva de Kafka dejaría una marca
indeleble en los últimos escritos de Benjamin, tan
pesimistas.

VER TAMBIÉN: 【 Emil Cioran: "Heidegger, un


genio estafador" 】

La Bella Durmiente

La historia del Passagen-Werk es a grandes rasgos la que sigue:

A finales de la década de 1920, Benjamin concibió


una obra inspirada en las galerías comerciales de
París. Trataría de la experiencia urbana; sería una
versión del cuento de La Bella Durmiente, un cuento
de hadas dialéctico contado surrealísticamente
mediante un montaje de textos fragmentarios. Como
el beso del príncipe, despertaría a las masas
europeas y les haría comprender cómo es su vida
bajo el capitalismo. Tendría unas cincuenta páginas:
en la preparación para su escritura. Benjamin
comenzó a copiar citas de sus lecturas bajo
epígrafes como Aburrimiento, Moda, Polvo. Pero
según iba uniendo el texto, éste se engrosaba con
nuevas citas y notas. Discutió sus problemas con
Adorno y Max Horkheimer, quienes lo convencieron
de que no podía escribir sobre el capitalismo sin
conocer adecuadamente a Marx. La idea de La Bella
Durmiente perdió su brillo.

En 1934, Benjamin tenía un plan nuevo y


filosóficamente más ambicioso. Utilizando el mismo
método de montaje, rastrearía hacia atrás la
superestructura de la Francia del siglo XIX hasta
llegar a las mercancías y su capacidad para
convertirse en fetiches. Según iban creciendo sus
notas, él las encajaba en un elaborado sistema de
archivo basado en treinta y seis convolutas (del
alemán Konvolut, fajo, dossier) con palabras clave y
referencias cruzadas. Bajo el título «París, capital del
siglo XIX», escribió un resumen del material recogido
hasta entonces, que ofreció a Adorno (en aquel
momento recibía un estipendio del Instituto de
Investigación Social, y estaba en cierta medida en
deuda con dicho Instituto, que había sido trasladado
por Adorno y Horkheimer de Fráncfort a Nueva York).

Benjamin recibió una crítica tan severa de Adorno


que decidió dejar a un lado el proyecto por el
momento y extraer de su masa de materiales un libro
sobre Baudelaire. Adorno vio parte de este libro y se
mostró de nuevo crítico: se dejaba que los hechos
hablasen por sí mismos, dijo; no había suficiente
teoría. Benjamin hizo nuevas revisiones, que
recibieron una acogida más calurosa.
Baudelaire era un elemento básico del plan de los
Pasajes porque, en opinión de Benjamin, Baudelaire
en Les Fleurs du mal reveló por primera vez la
ciudad moderna como un tema poético. (Benjamin
parece no haber leído a Wordsworth, quien,
cincuenta años antes que Baudelaire, escribió
acerca de lo significaba ser parte de la multitud de
una calle, bombardeado por todas partes con
miradas, hechizado por los carteles publicitarios).

Pero Baudelaire expresó su experiencia de la ciudad


alegóricamente, un modo literario que no había
estado de moda desde el Barroco. En «Le Cygne»,
por ejemplo, presenta una alegoría del poeta como
un pájaro noble, un cisne, que se mueve
cómicamente por el pavimento del mercado, incapaz
de extender sus alas y remontar el vuelo.

¿Por qué optó Baudelaire por el modo alegórico?


Benjamin usa El Capital de Marx para contestar a su
propia pregunta. La elevación del valor del mercado
hasta convertirse en la única medida de valor, afirma
Marx, reduce la mercancía a nada más que un signo,
el signo de por lo que se va a vender. Bajo el reinado
del mercado, las cosas se relacionan con su valor
real tan arbitrariamente como, por ejemplo, en los
emblemas del Barroco se relaciona la cabeza de la
muerte con la sujeción del hombre al tiempo. De esa
forma, los emblemas vuelven a la escena histórica
en forma de mercancías, que bajo el capitalismo no
son ya lo que parecen, sino que, como Marx había
advertido, «[abundan] en sutilezas metafísicas y
detalles teológicos». La alegoría, sostiene Benjamin,
es exactamente el método adecuado para la era de
las mercancías.

Mientras trabajaba en el libro de Baudelaire, que


nunca llegó a terminar, Benjamin siguió tomando
notas para los Pasajes y añadió nuevas convolutas .
Lo que se recuperó del escondite después de la
guerra en la Bibliothèque Nationale de París
equivalía a unas novecientas páginas de extractos,
principalmente de escritores del siglo XIX, pero
también de contemporáneos de Benjamin,
agrupados por encabezamientos, con comentarios
intercalados, más una variedad de planos y sinopsis.
Estos materiales se publicaron en 1982, en una
edición de Rolf Tiedemann, como Passagen-Werk.
El Proyecto de los pasajes de Harvard utiliza el texto
de Tiedemann, pero omite gran parte de su material
introductorio y del aparato editorial. Traduce todo el
francés al inglés y añade notas útiles así como gran
cantidad de ilustraciones pictóricas. Es un buen libro
y en su manejo de las complejas referencias
cruzadas de Benjamin es un triunfo de la inventiva
tipográfica.

Un libro incompleto

La historia de El proyecto de los pasajes , una


historia de falta de decisión y falsos comienzos, de
divagaciones por laberintos de archivos en una
búsqueda de la exhaustividad tan típica del
temperamento coleccionista, de cambio de
fundamento teórico, de crítica demasiado fácilmente
presentada, y en general de que Benjamin no
conocía su propia mente, significa que el libro que
nos queda es radicalmente incompleto:
incompletamente concebido y malamente escrito en
cualquier sentido convencional. Tiedemann lo
compara con los materiales de construcción de una
casa. En la casa hipotéticamente completada, estos
materiales quedarían unidos por el pensamiento de
Benjamin. Poseemos buena parte de ese
pensamiento en forma de interpolaciones del autor,
pero no podemos siempre comprender cómo encaja
el pensamiento o cómo engloba a los materiales.

En dicha situación, afirma Tiedemann podría parecer


mejor publicar sólo las palabras de Benjamin,
dejando fuera las anotaciones. Pero la intención de
Benjamin, por utópica que fuese, era que en algún
momento se pudiese retirar a discreción su
comentario, dejando que el material citado soportase
todo el peso de la estructura.

Las galerías comerciales de París, dice una guía de


1852, son «bulevares internos... con techo de cristal,
pasillos con paredes de mármol que se extienden a
lo largo de bloques completos de edificios... A ambos
lados... están las tiendas más elegantes, de forma
que ese tipo de galerías es una ciudad, un mundo en
miniatura». Su etérea arquitectura de cristal y acero
fue pronto imitada en otras ciudades occidentales. El
momento culminante de las galerías comerciales se
extendió hasta finales del siglo, cuando fueron
eclipsadas por los grandes almacenes.

Nunca se pretendió que Pasajes fuese una historia


económica (aunque parte de su ambición era actuar
como correctivo de toda la disciplina de la historia
económica). Uno de los primeros bocetos sugiere
algo más bien parecido a Infancia en Berlín:

«Uno sabía de lugares en la Grecia Antigua en los que el camino


conducía a los bajos fondos. De la misma forma, nuestra existencia
que despierta es un territorio que, en ciertos lugares escondidos,
conduce a los bajos fondos; un territorio de lugares insospechados del
que surgen los sueños. Todo el día, sin sospechar nada, pasamos por
delante de ellos, pero en cuanto llega el sueño, ansiosamente
buscamos a tientas el camino de vuelta para perdernos en los oscuros
corredores. Por el día, el laberinto de las viviendas urbanas se parece
a la conciencia; las galerías comerciales... salen desapercibidas a las
calles. Por la noche, sin embargo, bajo la tenebrosa masa de casas su
oscuridad más densa sobresale como una amenaza, y el peatón
nocturno apresura su paso ante ellas, a no ser, claro está, que lo
hayamos animado a penetrar en la senda estrecha».

Dos libros sirvieron a Benjamin de modelo: Un


paysan de Paris [Un lugareño de París], de Louis
Aragon, con su afectivo tributo al Passage de l'Opéra
y Spazieren in Berlin [Paseos por Berlín], de Fran
Hessel, que se centra en la Kaisersgalerie y su
poder para evocar los pasos de una época pasada.
En su libro, Benjamin trataría de captar la
experiencia «fantasmagórica» del paseo parisino
entre los escaparates de mercancías, una
experiencia todavía recuperable en sus días, cuando
«las galerías salpican el paisaje metropolitano como
cuevas que contienen los restos fósiles de un
monstruo desaparecido: el consumidor de la era
preimperial del capitalismo, el último dinosaurio de
Europa». La gran innovación de El proyecto de los
pasajes sería su forma. Estaría organizada según el
principio del montaje, la yuxtaposición textual de
fragmentos de pasado y presente, esperando que
lancen chispas y se iluminen uno a otro. Así, por
ejemplo, si el elemento 2.1 de la Convoluta L,
referido a la inauguración de un museo de arte en el
palacio de Versalles en 1837, se dice en conjunción
con el elemento 2,4 de la Convoluta A, que sigue la
conversión de las galerías en grandes almacenes,
entonces lo ideal es que en la mente del lector surja
la analogía «el museo es al gran almacén lo que la
obra de arte es a la mercancía».

Según Max Weber, lo que marca el mundo moderno


es la pérdida de la creencia, el desencanto.
Benjamin tiene una opinión diferente: el capitalismo
ha puesto a las personas a dormir, y éstas se
despertarán de su encantamiento colectivo sólo
cuando se les haga comprender lo que les ha
sucedido. La inscripción de la Convoluta N procede
de Marx: «La reforma de la conciencia consiste exclusivamente... en
despertar al mundo del sueño que experimenta sobre sí mismo».

Los sueños de la era capitalista están plasmados en


las comunidades. En conjunto, éstas constituyen una
fantasmagoría, una forma siempre cambiante según
las mareas de la moda, y ofrecida a las multitudes de
fieles encantados como la plasmación de sus deseos
más profundos. La fantasmagoría siempre esconde
sus orígenes (que se encuentran en el trabajo
alienado). La fantasmagoría de Benjamin es por lo
tanto algo parecido a la ideología en Marx un tejido
de mentiras públicas sostenidas por el poder del
capital, pero es más parecida a una obra onírica que
opera colectiva y socialmente.

«No necesito decir nada. Simplemente mostrar», dice Benjamin;


y en otra parte: «Las ideas son a los objetos lo que las
Si el mosaico de citas se
constelaciones a las estrellas».
construye correctamente, debería emerger un
patrón, un patrón que es más que la suma de sus
partes, pero no puede existir independientemente de
ellas: ésta es la esencia de la nueva forma de
escribir del materialismo histórico que Benjamin
creía que estaba practicando.

Lo que consternó a Adorno sobre el proyecto en


1935 fue la fe de Benjamin en que un mero montaje
de objetos (en este caso, citas descontextualizadas)
podría hablar por sí mismo. Benjamin estaba,
escribió, «en el cruce de caminos entre la magia y el
positivismo».En 1948 Adorno tuvo la oportunidad de ver
todo el trabajo sobre las galerías, y de nuevo
expresó sus dudas respecto a la falta de base
teórica.

La respuesta de Benjamin a este tipo de crítica fue


inventar la noción de imagen dialéctica, en busca de
la cual acudió a los emblemas barrocos ideas
representadas por las pinturas y a la alegoría de
Baudelaire; la interacción de las ideas reemplazada
por la interacción de los objetos emblemáticos. La
alegoría, sugirió, podía asumir el papel del
pensamiento abstracto.

Los objetos y figuras que habitan las galerías -


jugadores profesionales, prostitutas, escaparates,
polvo, figuras de cera, muñecos mecánicos son
(para Benjamin) el emblema, y sus interacciones
generan medios, medios alegóricos que no
necesitan la intrusión de la teoría. Junto a las
mismas líneas, fragmentos de texto sacados del
pasado y situados en el campo cargado del presente
histórico pueden comportarse de la misma forma que
los elementos de la imagen su- rrealista,
interactuando espontáneamente para liberar energía
política. («Los acontecimientos que rodean al
historiador y en los que éste toma parte», escribió
Benjamin, «subrayarán su presentación como un
texto escrito con tinta invisible»). Al hacerlo, los
fragmentos constituyen la imagen dialéctica, el
movimiento dialéctico congelado por un momento,
abierto a la inspección, «la dialéctica paralizada».
«Sólo las imágenes dialécticas son imágenes
verdaderas».

Ésta es toda la teoría, si bien ingeniosa, a la que


apela el libro profundamente antiteórico de
Benjamin. Pero para el lector que no conoce la
teoría, el lector para el que las imágenes dialécticas
nunca llegan a estar tan vivas como se supone que
deben estar, el lector quizá poco receptivo a la
narrativa que el maestro presenta del largo sueño
del capitalismo seguido de la aurora del socialismo,
¿qué tiene que ofrecerle El proyecto de los pasajes?

La lista más breve incluiría: un tesoro de curiosa


información sobre París; una multitud de citas que
invitan a meditar, la cosecha de una mente aguda e
idiosincrásica que ha recorrido miles de libros;
sucintas observaciones, publicadas con un gran
brillo aforístico, sobre varios de los temas favoritos
de Benjamin (por ejemplo: «La prostitución puede
exigir que se la considere «trabajo» desde el
momento en que el trabajo se convierte en
prostitución»); e insinuaciones de que Benjamin
jugaba con una nueva forma de verse a sí mismo:
como coleccionista de «entradas de un diccionario
secreto». De repente, Benjamin, lector esotérico de
una ciudad alegórica, parece cercano a su
contemporáneo Jorge Luis Borges, fabulista de un
universo reescrito.

Desde la distancia, la obra magna de Benjamin


recuerda curiosamente a otra gran ruina de la
literatura del siglo XX, los Cantos de Ezra
Pound. Ambas obras son el resultado de una lectura
incesante. Ambas están compuestas de fragmentos
y citas, y se adhieren a la estética de imagen y
montaje propia de las época culminante del
modernismo. Ambas tienen ambiciones económicas
y a los economistas como figuras cumbre (Marx en
un caso, Gesell y Douglas en el otro). Ambos autores
han invertido en corpus de conocimientos antiguos
cuya importancia para su propio tiempo han
sobrevalorado. Ninguno de ellos sabe cuándo parar.
Y ambos acabaron al final consumidos por el
monstruo del fascismo. Benjamin trágicamente,
Pound vergonzosamente.

El destino de Cantos ha sido el disponer de una


serie de antologías extraídas, mientras que el resto
se ha perdido silenciosamente. El destino de
Pasajes puede muy bien ser similar. Es fácil prever
una edición condensada, para estudiantes, obtenida
principalmente de las Convolutas B («Moda»), H («El
coleccionista»), I («El Interior»), J («Baudelaire»), K
(«La ciudad del sueño»), N («Sobre la teoría del
conocimiento») e Y («Fotografía»), en la que las
citas se reducirán al mínimo y la mayoría del texto
superviviente será el del propio Benjamin. Y eso no
sería del todo malo.

¿Filósofo?, ¿crítico?, ¿historiador?

La gama de intereses representados en Selected


Writings de Benjamin es amplia. Además de las
obras señaladas en esta reseña, hay una selección
de sus primeros escritos sobre educación, bastante
serios e idealistas; numerosos artículos de crítica
literaria, incluidos dos ensayos sobre Goethe, uno de
ellos una interpretación de Las afinidades electivas;
el otro una magistral perspectiva sobre la trayectoria
de Goethe; digresiones sobre diversos temas
filosóficos (lógica, metafísica, estética, filosofía del
lenguaje, filosofía de la historia); ensayos sobre
pedagogía, sobre libros infantiles, sobre juguetes;
una obra atractivamente personal sobre la colección
de libros; y una variedad de artículos de viaje e
incursiones en la ficción. El ensayo sobre Las
afinidades electivas sobresale por su resultado
especialmente extraño: una extensa aria, escrita en
prosa de gran sutileza y estilo mandarín, sobre el
amor y la belleza, el mito y el destino, en la que se
consigue un tono de gran intensidad gracias a los
parecidos que Benjamin encontraba entre el
argumento de la novela y el tragicómico cuarteto
erótico en el que él y su esposa estaban inmersos.

El tercer y último volumen de Selected Writings, que


se publicará en la primavera de 2002, incluirá
resúmenes de 1935, 1938 y 1939 de Arcades
Project; The Work of Art [La obra de arte] en dos
versiones; The storyteller [El narrador]; A Berlin
Childhood [Infancia en Berlín]; y una serie de cartas
clave entre Benjamin, Adorno y Scholem, incluida la
importante carta de 1938 sobre Kafka.

La traducción de los volúmenes 1 y 2, realizada por


diversos traductores, es excelente. Si alguno de los
traductores merece ser señalado, es Rodney
Livingstone, por su discreta eficiencia al mostrar los
cambios de estilo y tono que marcan la evolución de
Benjamin como escritor. Las notas explicativas son
casi del mismo nivel, aunque no por completo. La
información en cifras a la que Benjamin hace
referencia está a veces desfasada (como en lo
referente a Robert Walser) o es incorrecta: las
fechas para Karl Korsch, en cuya interpretación de
Marx se basó Benjamin en gran medida (Korsch fue
expulsado del Partido Comunista alemán por sus
opiniones disidentes), se dan como 1892-1939,
cuando en realidad fueron 1886-1961. Hay errores
en el griego y en el latín.

Algunas prácticas generales de los editores y los


traductores son también cuestionables. Benjamin
tenía el hábito de escribir párrafos de una página: a
buen seguro el traductor debería sentirse libre para
dividirlos. A veces se incluyen dos borradores de la
misma obra, por razones que no quedan claras. Se
utilizan las traducciones existentes de los textos
alemanes citados por Benjamin, cuando está claro
que dichas traducciones no están a la altura.

¿Qué era Walter Benjamin? ¿Un filósofo? ¿Un


crítico? ¿Un historiador? ¿Un simple «escritor»? La
mejor respuesta es quizá la de Hannah Arendt: era
uno de «los inclasificables... cuya obra no encaja en
el orden existente, pero tampoco introduce un nuevo
género».

Su método característico entrar en un tema no


directamente, sino en ángulo, avanzar paso a paso
de una recapitulación perfectamente conseguida a la
siguiente es tan instantáneamente reconocible como
inimitable, ya que depende de la agudeza del
intelecto, del aprendizaje ligeramente gastado, y de
un estilo de prosa que, una vez que dejó de pensar
en sí mismo como el profesor doctor Benjamin, se
convirtió en una maravilla de precisión y concisión.
Tras su proyecto de llegar a la verdad de nuestra
época subyace un ideal que él encontró expresado
en Goethe: presentar los hechos de tal forma que los
hechos sean su propia teoría. El libro de las galerías,
cualquiera que sea el veredicto que se dicte sobre él
ruina, fracaso, proyecto imposible sugiere una nueva
forma de escribir sobre una civilización, utilizando
como materiales sus desechos más que sus obras
de arte: la historia desde abajo más que desde
arriba. Y su llamada (en la «Tesis») a una historia
centrada en los sufrimientos de los derrotados, más
que sobre los logros de los victoriosos, es profética
de la forma en que el análisis histórico ha
comenzado a pensar de sí mismo en nuestra época.

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