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LA SELVA ESPESA DE LO REAL

Todos saben, o deberían saber, que la novela es la for-


ma adoptada por la narración en la época burguesa para
representar su visión realista del mundo. El conflicto del
héroe con el mundo, típico de la novela, descripto por Lu-
kács, no cuestiona toda la historicidad, sino que se limita
a señalar sus imperfecciones. Realismo significa, desde cier-
to punto de vista, adecuación de la escritura a una visión
del hombre que se agota en la historicidad. El origen del
realismo se halla en la comedia que es, podría decirse, el
arte de la realidad como tal. Cervantes, padre del realismo,
introduce en la narración la comedia como fuente y garan-
tía de historicidad.
Avatar legítimo de la narración, la función de la nove-
la entra en vigor en un período histórico bien definido, así
que es absurdo pretender eternizarla. Para los grandes na-
rradores de este siglo, desde Joyce al Nouveau Roman, el
objetivo principal es romper las barreras impuestas por la
concepción perimida de una historicidad sin fallas. En Joy-
ce el simbolismo se opone dialécticamente al realismo. En
Kafka, la parábola y la alegoría sugieren la indefinición. En
Pavese o en Thomas Mann las búsquedas míticas sitúan la
posibilidad de sentido en una dimensión cultural, en un
sentido amplio, que excede la realidad puramente históri-
ca, etcétera.
En la Argentina dos escritores han abordado (el prime-
ro de manera radical) estos problemas: Macedonio Fernán-
dez y su discípulo Jorge Luis Borges. Esta crítica de la nove-

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la ya había sido enunciada desde mediados de los años trein-
ta, y de antemano transformaba en anacrónica prácticamen-
te a toda tentativa novelesca que se publicaría después en
lengua española.
Adhiero plenamente a las posiciones de Macedonio
Fernández y pienso que su Museo de la novela de la Eterna
es un monumento teórico sin precedentes en la literatura de
lengua española. Pero pienso que es imposible no tener en
cuenta las objeciones fundamentales que Macedonio opo-
ne a la novela, porque su crítica de la novela no es otra cosa
que una crítica de lo real. Mi primera preocupación de es-
critor es, en consecuencia, esa crítica de lo que se presenta
como real y a la cual todo el resto debe estar subordinado.
Ser argentino, por ejemplo, es un hecho de la realidad inge-
nuamente concebida que necesita, como todos los demás,
un examen minucioso. No escribo para exhibir mi preten-
dida argentinidad, aunque la expectativa de muchos lecto-
res, especialmente no argentinos, se sienta frustrada. No ha-
blo como argentino sino como escritor. La narración no es
un documento etnográfico ni un documento sociológico, ni
tampoco el narrador es un término medio individual cuya
finalidad sería la de representar a la totalidad de una nacio-
nalidad.
La tendencia de la crítica europea a considerar la lite-
ratura latinoamericana por lo que tiene de específicamente
latinoamericano me parece una confusión y un peligro, por-
que parte de ideas preconcebidas sobre América Latina y
contribuye a confinar a los escritores en el gueto de la lati-
noamericanidad. Si la obra de un escritor no coincide con la
imagen latinoamericana que tiene un lector europeo se de-
duce (inmediatamente) de esta divergencia la inautentici-
dad del escritor, descubriéndosele además, en ciertos casos,
singulares inclinaciones europeizantes. Lo que significa que
Europa se reserva los temas y las formas que considera de su
pertenencia dejándonos lo que concibe como típicamente
latinoamericano. La mayoría de los escritores latinoameri-

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canos comparte esa opinión; el nacionalismo y el colonia-
lismo son así dos aspectos de un mismo fenómeno que, en
consecuencia, no deben ser estudiados por separado, aun
cuando por un lado se trate del nacionalismo del coloniza-
dor y por el otro del nacionalismo del colonizado.
Tres peligros acechan a la literatura latinoamericana.
El primero es justamente el de presentarse a priori como la-
tinoamericana. La función de la literatura no es la de inves-
tigar los diversos aspectos de una nacionalidad, porque no
podría hacerlo sino imperfectamente, sin el rigor y el con-
junto de posibilidades ofrecidas por otras disciplinas. El
error más grande que puede cometer un escritor es el de
creer que el hecho de ser latinoamericano es una razón su-
ficiente para ponerse a escribir. Lo que pueda haber de lati-
noamericano en su obra debe ser secundario y venir “por
añadidura”. Su especificidad proviene, no del accidente geo-
gráfico de su nacimiento, sino de su trabajo de escritor. Höl-
derlin, en su carta a Böhlendorf del 4 de diciembre de 1801,
le decía con exactitud y claridad: “A través del progreso de
la cultura el elemento propiamente nacional será siempre el
de menor provecho”. La pretendida especificidad nacional
no es otra cosa que una especie de simulación, la persisten-
cia de viejas máscaras irrazonables destinadas a preservar
un statu quo ideológico. De todos los niveles que componen
la realidad, el de la especificidad nacional es el que primero
debe cuestionarse, porque es justamente el primero que,
sostenido por razones políticas y morales, aparenta ser in-
discutible.
Esta pretendida especificidad nacional de los latinoa-
mericanos (como cualquiera de sus variantes regionales)
origina otros dos riesgos que acechan permanentemente a
nuestra literatura. El primero es el vitalismo, verdadera
ideología de colonizados, basada en un sofisma corriente
que deduce de nuestro subdesarrollo económico una su-
puesta relación privilegiada con la naturaleza. La abundan-
cia, la exageración, el clisé de la pasión excesiva, el culto de

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lo insólito, atributos globales de lo que habitualmente se lla-
ma el realismo mágico y que, confundiendo, deliberada-
mente o no, la desmesura geográfica del continente con la
multiplicación vertiginosa de la vida primitiva, atribuyen al
hombre latinoamericano, en ese vasto paisaje natural quí-
micamente puro, el rol del buen salvaje. El segundo riesgo,
consecuencia de nuestra miseria política y social, es el vo-
luntarismo, que considera la literatura como un instrumen-
to inmediato del cambio social y la emplea como ilustración
de principios teóricos definidos de antemano. Es evidente
que el terrorismo de Estado, la explotación del hombre por
el hombre, el uso del poder político contra las clases popu-
lares y contra el individuo exigen un cambio inmediato y
absoluto de las estructuras sociales; desgraciadamente no es
la literatura la que podrá realizarlo.
Al comienzo, el narrador no posee más que una teoría
negativa. Lo que ya ha sido formulado no le es de ninguna
utilidad. La narración es una praxis que, al desarrollarse, se-
grega su propia teoría. Antes de escribir uno sabe lo que no
se debe hacer, y lo que queda de eso (o sea lo que uno está
haciendo) es el resultado de repetidas decisiones tomadas
por el narrador a medida que escribe, en todos los niveles
de su praxis creadora. Todo apriorismo ideológico del tipo:
“Dado que soy latinoamericano, y que los latinoamericanos
somos así, mi trabajo consistirá en describirnos tal como so-
mos”, implica una actitud tautológica, porque si de antema-
no se sabe lo que son los latinoamericanos, describirlos es
inútil y redundante.
Los problemas latinoamericanos son de orden históri-
co, político, económico y social y exigen soluciones precisas
con instrumentos adecuados. Desplazarlos a la praxis sin-
gular de la literatura implica, necesariamente, ingenuidad,
oportunismo o mala conciencia. La mala conciencia provie-
ne del malestar que los escritores sienten confrontando la
situación histórica con los imperativos particulares de su
propia escritura. Frente a esta alternativa son posibles dos

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actitudes: la equivocada, que se limita a la repetición volun-
tarista de la circunstancia social, o bien la que me parece “ac-
tualmente” la única correcta y que, a partir justamente de la
situación problemática que supone esta mala conciencia,
consiste en analizar la propia experiencia y en desplegar es-
te análisis en la praxis de la escritura.
La novela es sólo un género literario; la narración, un
modo de relación del hombre con el mundo. Ser latinoame-
ricano no nos pone al margen de esta verdad, ni nos exime
de las responsabilidades que implica. Ser narrador exige una
enorme capacidad de disponibilidad, de incertidumbre y de
abandono y esto es válido para todos los narradores, sea cual
fuere su nacionalidad. Todos los narradores viven en la mis-
ma patria: la espesa selva virgen de lo real.

(1979)

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