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Dictadura Militar.

Carlos Figueroa Ibarra.

La dictadura militar es un régimen político autoritario constituido por un conjunto de


instituciones que hacen que el gobierno del Estado sea regido en lo fundamental por
las fuerzas armadas de un determinado país. Las fuerzas armadas, en particular su alto
mando, se constituyen en el eje vertebral del ejercicio del poder del Estado en el sentido
de que toman las decisiones políticas fundamentales en dicho país. El que el alto
mando de las fuerzas armadas, ocupe esta posición decisiva dentro del Estado,
generalmente es producto de un acto de fuerza en el cual el poder de las armas que las
fuerzas armadas tienen por sus funciones, se ha ejercido rompiendo la legalidad
establecida. Esta ruptura casi siempre es ilegítima aun cuando las fuerzas armadas
buscan legitimarla aduciendo una situación caótica extraordinaria que pone en peligro
el orden establecido, la civilización imperante y aun la misma democracia. Por lo tanto
la dictadura militar que comúnmente surge de un acto de fuerza, también necesita de la
continuidad represiva para poder mantenerse. En la medida en que el régimen militar
carece de legitimidad y por tanto tiene una hegemonía débil o no consolidada, la
coerción se convierte en un elemento sustancial en su sostenibilidad. La noción de
dictadura militar arranca del uso negativo que a partir de la segunda posguerra tuvo el
término “dictadura”. Este uso le dio al mismo una connotación negativa y usó como
ejemplo de la misma al régimen soviético y al fascismo. Es necesario recordar que en la
antigüedad romana, la noción de dictadura fue asociada a una forma autocrática de
ejercicio del poder político asociada a una situación extraordinaria y por tanto una
suerte de régimen de excepción y temporal no necesariamente negativo (Bobbio, 1996:
222-226).

La dictadura militar es un régimen político autoritario porque las instituciones se


organizan de tal manera que los procedimientos normales democráticos para el
ejercicio del poder son destruidos o si son mantenidos, se vuelven una formalidad. Esta
formalidad en realidad enmascara el hecho de que es un grupo de funcionarios no
electos (la alta jerarquía militar y sus aliados civiles) los que ejercen en lo esencial el
poder político. Los partidos políticos, organizaciones sociales como los sindicatos, ligas
campesinas o cualquier otra forma de organización gremial son ilegalizados al mismo
tiempo que los órganos del Estado a través de los cuales se expresa la división de
poderes como son el poder judicial o el poder legislativo son cooptados o
desaparecidos. La Constitución que expresa un orden liberal y representativo también es
derogada. Como se ha dicho líneas atrás esto no siempre sucede, la dictadura militar
puede después de algún tiempo restaurar un orden constitucional y la vida de las
organizaciones políticas o sociales. Pero la constitución se vuelve en lo esencial una
formalidad y las organizaciones políticas y sociales se restringen a aquellas que se
enmarcan dentro del espectro político e ideológico que el régimen militar considera
permisible. De igual manera el poder judicial y el poder legislativo pueden adquirir
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nuevamente vida, pero en gran medida sus funciones son formalizadas porque están
acotadas por el predominio de los intereses cuya preservación está velando la dictadura
militar. Habiendo tenido su auge en la segunda mitad del siglo XX, la dictadura militar
sigue existiendo en algunos países del orbe al extremo de que se constata que en la
primera década del siglo XXI aun seguía gobernando al 19% de los países del mundo
(Geddes et al, 2014: 148).

Algunos autores han ensayado una diferenciación de las dictaduras militares


dependiendo de si éstas están dirigidas por un hombre fuerte -un alto jefe militar que
está por encima del resto de la oficialidad- o si actúan bajo la dirección de un cuerpo
militar colegiado es decir la cúpula de altos oficiales militares que provienen de los
distintos cuerpos de las fuerzas armadas (Geddes et al, 2014: 148-153). Estaríamos
entonces ante una dictadura militar sustentada en un liderazgo unipersonal o bien ante
una dictadura militar colegiada en la cual resultaría más claro que las riendas del poder
las tienen las fuerzas armadas como corporación. Ejemplos del primer caso serían la
dictadura militar encabezada en Chile por Augusto Pinochet (1973-1990), la dictadura
en Nicaragua de Anastasio Somoza García (1937-1956) y de Anastasio Somoza
Debayle (1967-1979), la de Alfredo Stroessner en Paraguay (1954-1989) o la de
Francisco Franco en España (1939-1975) ésta última al menos en los primeros años.
Ejemplos de la segunda son las diversas dictaduras del triángulo norte de
Centroamérica que gobernaron a Guatemala, El Salvador y Honduras desde los
primeros años de la década de los sesenta hasta la de los ochenta en el siglo XX, la
Dictadura de los Coroneles en Grecia (1967-1974) o la última dictadura miliar
Argentina (1976-1983). La distinción entre las dictaduras militares encabezadas por un
hombre fuerte y las de carácter colegiado puede tener objeciones. Se ha argumentado
por ejemplo, que Pinochet no tuvo el poder personal que se le ha atribuido y que
siempre estuvo restringido por los jefes de la Fuerza Aérea y la Marina (Barros, 2001:
21).

En todo caso, la dictadura militar más frecuente fue aquella en la cual el poder de las
decisiones políticas fundamentales radicó de manera colegiada en el cuerpo del alto
mando militar por más que hubiera alguno de los oficiales que operara como una suerte
de primus inter pares. Por este motivo el jefe de la dictadura militar dependía en su
continuidad en el mando, de la capacidad que pudiera tener para mantener el consenso
de dicho cuerpo colegiado. En el caso de América latina, las dictaduras militares
tuvieron permanencia porque en la mayoría de los casos, su liderazgo fue cambiado por
medio de una suerte de recambio a través de transferencias de mando consensuadas en
el alto mando. Esto se observó con la dictadura militar brasileña (1964-1984) o la
última dictadura militar argentina. También a través de procesos electorales espurios
como se observó en las dictaduras militares del triangulo norte de Centroamérica.
Asimismo por medio del golpe de Estado cuando por alguna razón el alto mando de las
fuerzas armadas, consideró necesario deshacerse de quien encabezaba al régimen
militar como sucedió con Juan Velasco Alvarado (1968-1975) en Perú o Efraín Ríos
Montt (1982-1983) en Guatemala. Finalmente, por medio de una rebelión militar como
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sucedió con el derrocamiento de la dictadura salazarista con “la revolución de los


claveles” en el Portugal de 1974.

La dictadura militar generalmente surge tras un golpe de estado por medio del cual los
militares rompen abiertamente la institucionalidad de un gobierno civil. Aun así, hay
casos en los cuales la dictadura militar surge de las entrañas de un gobierno civil que de
manera escalonada empieza a darle atribuciones cada vez mayores a las fuerzas
armadas. Esto fue lo que sucedió en Uruguay con los gobiernos de Jorge Pacheco Areco
(1967-1972) y el de Juan María Bordaberry (1972-1973), al extremo de que éste
habiendo sido electo presidente constitucional en 1973, por medio de un golpe de
estado se convirtió en presidente de facto (1973-1976) e inició la llamada “dictadura
cívico-militar” (1973-1985). Fueron las características del sistema político uruguayo
previo al golpe de estado de 1973, lo que explica esa “intervención paulatina” a efecto
de sortear las dificultades de legitimación que tenía una dictadura abiertamente militar
(Sierra, 1977: 573-574).

El golpe de estado adviene porque se considera que el orden establecido está


amenazado por un enemigo interno. En el caso de las dictaduras militares de la segunda
mitad del siglo XX, surgidas en el contexto de la guerra fría, la amenaza comunista fue
el argumento esgrimido por los intereses que apoyaron a los militares a romper la
institucionalidad establecida. Esto fue lo que sucedió con las modernas dictaduras
militares latinoamericanas que desde la década de los cincuenta empezaron a proliferar
en la región al calor de la llamada “doctrina de seguridad nacional” (Leal, 2003).
También podemos encontrar la ideología anticomunista como discurso legitimador en la
dictadura militar griega y por supuesto en la dictadura militar en Indonesia encabezada
por Suharto (1965-1998). La legitimación anticomunista no solamente provocó en
Indonesia el advenimiento de una férrea dictadura militar sino también legitimó uno de
los más grandes genocidios del siglo XX: aproximadamente 200 mil personas
imputadas como comunistas (Harff, 2005, 171-209).

La asociación de la violencia represiva y en particular el terrorismo de estado con las


dictaduras militares, motivó en América latina un fuerte debate entre los analistas
influidos por el marxismo con respecto al carácter de las dictaduras en la región. No
pocos cientistas sociales calificaron a los regímenes militares surgidos en la década de
los setentas como fascistas. En esta caracterización influía poderosamente la definición
de Georgi Dimitrov que caracterizaba al fascismo como la dictadura abierta y terrorista
de los sectores más reaccionarios, más chauvinistas y más imperialistas del capital
financiero (Dimitrov, 1980: 7). La asociación pionera de Pinochet con una nueva época
de acumulación capitalista mundial denominada neoliberalismo (Harvey, 2007),
recordaba la idea de Dimitrov del fascismo como una forma estatal propia de un
capitalismo exacerbado. Al igual que el fascismo, las nuevas dictaduras asociaban el
terror estatal a la implantación de un capitalismo más depredador y expoliador que el de
la etapa anterior. Ciertamente no se trataba del fascismo clásico sino de una modalidad
latinoamericana del mismo. También al igual que el terror fascista, las nuevas
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dictaduras militares llevaban el terrorismo de estado a límites extremos.1 El argumento


más sólido en contra de dicha argumentación fue que pese a que algunas de ellas
tuvieron legitimidad en algunos sectores sociales (Rouquié, 1981), las dictaduras
militares latinoamericanas nunca pudieron tener una hegemonía de masas y por tanto
tampoco un carácter totalitario (Boron, 1977: 515-516).2

Aunque cierto es que todas las dictaduras militares, y en particular las


latinoamericanas, fueron sangrientas (González Castro, 2015: 6), algunas lo fueron más
que otras. La dictadura brasileña desapareció a 136 personas, la mayor parte de ellas en
el período que va de 1970 a 1975 (CFMDP/IEVE, 1995-1996). La dictadura
guatemalteca que rigió un país mucho más pequeño que el Brasil, desapareció a 45 mil
(ODHA, 1998; CEH, 1999). El papel del gobierno de los Estados Unidos de América
en este ánimo represivo al calor de la guerra fría no puede dejar de ser mencionado. En
la zona del canal de Panamá sede del Comando Sur del ejército estadounidense,
funcionó la “Escuela de las Américas” la cual entrenó a más de 20 mil oficiales
latinoamericanos en todas las artes de la violencia contrainsurgente. La Agencia Central
de Inteligencia (CIA) promovió la llamada Operación Cóndor, vasto operativo de
coordinación contrainsurgente en el que participaron las dictaduras militares de Chile,
Argentina, Uruguay, Brasil, Uruguay y Paraguay. Se estima que en todos estos países,
las dictaduras militares dejaron un saldo de 50 mil personas asesinadas, 30 mil
desaparecidas y 400 mil arrestadas (Ferrero, 2009: 175-176). En El Salvador, la
represión dictatorial y la guerra civil dejo un saldo de 75 mil muertos y desaparecidos,
mientras en Nicaragua tal cifra ascendió a 50 mil (Ferrero, 2009: 176). De todas las
dictaduras militares latinoamericanas, acaso la más cruenta haya sido la guatemalteca, la
cual entre 1960 y 1996 asesinó a 150 mil personas y desapareció a otras 45 mil.3

Aun cuando motivos gremiales como salarios, uniformes, armamento, ascensos han sido
mencionados como factores motivantes de los golpes de estado (Geddens et al, 2014:
150) el combate a la amenaza comunista real o supuesta ha sido el factor sustancial
para los pronunciamientos militares aun antes de que surgiera la guerra fría. Esto puede
advertirse en la rebelión franquista contra la república en España y la guerra civil que le
sucedió entre 1936-1939, un golpe que combatió a la república con una ideología
anticomunista inspirada en el fascismo (Paniagua, 1998: 19-20, 33). El franquismo
deploraba la república democrática motivado por un afán totalitario tributario de los
ejemplos nazi y fascista en Alemania e Italia. Posteriormente en América latina las
simpatías fascistas se articularon con el espíritu de la doctrina de seguridad nacional
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Los argumentos sobre la caracterización de fascistas a las dictaduras latinoamericanas o como
neofascismo, fascismo dependiente, subdesarrollado o primario pueden encontrarse en Carmona (1973-
1974); Llobet (1976); Cueva (1976); Briones (1975); Charles, (1976); Zavaleta (1976); Arismendy
(1977).
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Boron propone como alternativa para denominar a los regímenes militares surgidos en los años setenta
del siglo XX el concepto de “Estado Militar” (Borón, 1977: 519-521) para distinguirlos de las otras
respuestas reaccionarias de la burguesía contra el proletariado: las dictaduras militares y el bonapartismo.
Indispensable citar otra alternativa denominativa propuesta por Guillermo O’Donnell: “Estado
Burocrático-Autoritario” (O’Donnell, 1988).
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Para el relevante caso del terror estatal en Guatemala CEH, 1999; ODHA, 1998; Figueroa Ibarra, 1999;
2011.
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pero ya no podían sino aparecer de manera vergonzante por el desprestigio del fascismo
y por el discurso anticomunista que contraponía democracia a totalitarismo. El discurso
que apelaba al estado de excepción ante la amenaza al orden democrático fue esgrimido
por los más diversos sectores ideológicos: desde los anticomunistas a ultranza como el
llamado Movimiento de Liberación Nacional en Guatemala hasta los demócratas
cristianos chilenos que apoyaron a Pinochet en nombre del mismo anticomunismo
(Rodríguez, 2011: 320; Lira, 2013: 8).

En el caso de Chile un autor retomando los aportes de Aníbal Pinto, Manuel Antonio
Garretón y Tomás Moulián, destaca que en los años previos al advenimiento del
gobierno de Unidad Popular encabezado por Salvador Allende en Chile, acontecía una
suerte de radicalización de la población a favor de cambios esenciales en pro de la
justicia económica y social (Llanos, 2014: 207). El triunfo electoral de Salvador
Allende y su presidencia orientada hacia la “vía pacífica al socialismo” fue expresión
de esa subjetividad llamada por René Zavaleta Mercado “estado disponibilidad”, es
decir cuando sectores amplios de una sociedad están dispuestas a asumir cambios
esenciales que consideran imprescindibles para avanzar (Zavaleta, 1986: 45, 177). El
golpe de estado encabezado por Pinochet buscó romper de tajo esa naciente subjetividad
social por trascender el orden político y social establecido.

Todo lo dicho anteriormente nos lleva al contenido social que tiene la dictadura militar,
el cual se puede advertir por los intereses que tal dictadura ha reproducido. Para algunos
autores el origen de clase de los oficiales de las fuerzas armadas oscurece el sentido
político y social de los regímenes militares. En efecto en buena parte de los casos los
oficiales militares proceden de los sectores medios de la población y especialmente de
los sectores medios bajos, otros más son de origen campesino y aun se encuentran no
pocos oficiales que provienen de las clases trabajadoras o de las clases populares más
pobres de las ciudades (Geddens et al, 2014: 149). Durante un buen tiempo y en muchos
países, el lograr ingresar a las academias militares y convertirse en militar de carrera,
significó una vía de ascenso social para muchos jóvenes provenientes de las capas
medias y clases trabajadoras urbanas y rurales. De la misma manera en que el origen de
clase del personal del Estado no es una causa suficiente para explicar el contenido del
Estado (Miliband, 1971: Caps. 2, 3; Poulantzas 1973), el origen social de los altos
mandos militares no informa acerca del contenido de clase del régimen que ellos
dirigen. Como se sabe desde hace mucho tiempo, el Estado capitalista es la
organización del capitalista colectivo en una sociedad. Repitiendo una fórmula que no
debe ser interpretada de manera instrumentalista, es a través del gobierno del Estado
capitalista “que se administran los negocios comunes de toda la clase burguesa” (Marx
y Engels, 1971: 22). Esta aseveración general para todo Estado en la sociedad
capitalista, también puede ser imputada a la dictadura militar que reproduce
ampliadamente a la sociedad capitalista de la que forma parte.

Acaso escamoteando la vinculación de la dictadura militar con una clase en particular,


autores ajenos a la interpretación marxista han deplorado el que se vea a los militares
como representantes de los intereses de una determinada fracción burguesa o de las
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clases medias bajas o como agentes de redistribución y cambio. Por otra vía han
confirmado la vinculación de la dictadura militar con la reproducción ampliada del
capitalismo: “Muchos negocios fracasaron durante los años de Pinochet, y nuevos
negocios fueron creados en respuesta a los drásticos cambios en las reglas políticas del
juego. Pinochet puede ser visto como un agente del capitalismo en abstracto, pero no
como un agente de los capitalistas particulares que dominaron la economía chilena en
los primeros años del gobierno militar (Geddens et al, 2014: 150). En el caso de la
dictadura de Pinochet, acaso esta afirmación debería ser matizada si se toma en cuenta
que la dictadura pinochetista fue pionera en la implantación de la acumulación
capitalista neoliberal y por tanto favoreció de manera particular a la cúspide burguesa
más apta para insertarse en la globalización neoliberal (Klein, 2007: 111-113; Llanos,
2014: 203, 204). De igual manera la última dictadura militar argentina disciplinó
mediante la represión a la sociedad no solamente para acabar con el movimiento
guerrillero, sino también para aplastar la resistencia que podría haber generado el
tránsito del desarrollismo al neoliberalismo (Bravo, 2003: 108)

No obstante el relevante caso de la dictadura chilena, hay que decir que las dictaduras
militares han impulsado diversos modos de acumulación capitalista y en ese sentido
simplemente han reproducido el patrón de desenvolvimiento capitalista dominante a
nivel mundial según el patrón de acumulación capitalista imperante. Las dictaduras
militares de Manuel Odría (1948-1950), Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) en
Colombia, la de Marcos Pérez Jímenez (1953-1958) en Venezuela fueron desarrollistas
(Rodríguez, 2011: 218) y otro tanto hizo Hugo Bánzer (1971-1978) en Bolivia (Quitral,
2009: 94-95). De igual manera la dictadura militar brasileña (1964-1984) basó el
llamado “milagro brasileño” en una política económica desarrollista. En esos años, a
nivel mundial el capitalismo se desenvolvía en el modelo fordista-keynesiano y la
versión periférica del mismo fue el desarrollismo postulado en América latina por la
CEPAL. Por eso mismo acaso haya que mencionar como dictaduras militares que se
salieron de ese cauce, la encabezada por Juan Velasco Alvarado (1968-1975) y la de
Omar Torrijos (1968-1981) en Panamá. La dictadura encabezada por Velasco arguyó un
motivo nacionalista para derrocar al presidente Fernando Belaúnde Terry (la concesión
de un yacimiento petrolífero a una compañía estadounidense) y a lo largo de su
gobierno nacionalizó la minería, el petróleo, la banca, estatizó la industria pesquera y
realizó una reforma agraria que tenía por fin terminar con el latifundio. El régimen
militar encabezado por Omar Torrijos hizo de la recuperación de la soberanía panameña
sobre la zona del canal un aspecto esencial de su gestión. Con un espíritu
antiimperialista, el gobierno panameño se convirtió en una presencia incómoda para los
Estados Unidos de América hasta la muerte de Torrijos en 1981, en un accidente aéreo
que se dice fue provocado (Martínez, 1987).

La dictadura militar ha aparecido no solamente porque la alta oficialidad de las fuerzas


armadas son portadoras de una ideología anticomunista sino porque, con contadas
excepciones, han sido agentes de un conjunto de intereses de clase que por diversos
motivos se han visto amenazados por momentos de insubordinación social o por temor a
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que estos momentos se presenten. Esto fue así en el momento en que estalló la rebelión
militar encabezada en España por Francisco Franco en 1936, en los diversos
pronunciamientos militares que se observaron en América latina a partir del inicio de la
guerra fría y particularmente después de la revolución cubana que desencadenó la
primera oleada guerrillera en la región. De igual manera puede interpretarse la matanza
en gran escala desencadenada por las fuerzas armadas y sus aliados civiles en la
Indonesia de 1965 y aun en el golpe de los coroneles en la Grecia de 1967. Surgidas en
momentos de una crispación social extraordinaria, las dictaduras militares han
irrumpido en el escenario político para imponer la normalidad de la acumulación
capitalista y en ese sentido han sido funcionales a la clase capitalista en su conjunto y
no solamente a una fracción de ella en particular. La dictadura militar encabezada por
los Somoza en Nicaragua parece ser una notable excepción en lo que se está diciendo. A
lo largo de sus 42 años de existencia, el régimen somocista dejó de funcionar como la
expresión del capitalismo colectivo para llegar a ser el representante de un grupo de la
clase dominante nicaragüense extremadamente reducido que se fue aislando -no
solamente de la oligarquía de filiación conservadora- sino del conjunto de la clase
dominante. Tanto esto fue así, que después del terremoto de 1972 el “clan Somoza”
monopolizó todos los negocios derivados de la reconstrucción y aun se apropió de la
ayuda material internacional que había llegado a Nicaragua por razones humanitarias. El
descontento del resto de la clase dominante fue tan grande que apoyó al Frente
Sandinista de Liberación Nacional a pesar de sus temores por las inclinaciones
marxistas de éste último (Ferrero, 2009: 155, 157-158).

Los ejemplos anteriores conducen a la reflexión sobre las relaciones entre la dictadura
militar y la clase dominante. Este régimen político aparece en un momento en que el
establecimiento actúa como partido del orden e invoca al estado de excepción para
poder hacerle frente a una crisis profunda de estabilidad política. Cuando esta crisis es
real y no solamente un argumento que busca legitimación, la situación de emergencia
crea condiciones para una autonomía relativa entre clase dominante y gobierno del
Estado. La clase dominante delega la conducción política, en particular la represión, en
las fuerzas armadas. El estado de excepción demanda la acentuación de dicha
autonomía relativa aun cuando ésta se encuentra acotada en lo que se refiere a la política
económica que tiene que impulsar el régimen autoritario. Esto fue lo que sucedió en
Chile, inmediatamente después del derrocamiento de Allende en 1973, cuando un grupo
de economistas formados en la escuela neoliberal de Chicago le entregó al dictador un
grueso documento en el que delineaba un viraje drástico hacia la acumulación
neoliberal (Klein 2007: 105, 201-202, 222). De igual manera sucedió en las dictaduras
centroamericanas en las que las clases dominantes delegaron en las fuerzas armadas la
conducción del Estado, pero se reservaron los ministerios de finanzas, economía,
agricultura es decir aquellas instancias estatales que estaban vinculadas al resguardo de
la acumulación capitalista y a la preservación de los intereses económico-corporativos
de dichas clases.
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Hecha esta salvedad, es necesario insistir en el tema de la autonomía relativa de las


dictaduras militares en relación a las clases dominantes En ese sentido la dictadura
militar tiene una relación de parentesco con el bonapartismo que surgió en Francia en
1852 como consecuencia de una crisis política profunda, la que había generado la
oleada revolucionaria en la Europa de 1848 (Marx, 1971). La diferencia acaso estribe en
que en el bonapartismo clásico el poder político se encarna en una personalidad que
logra articular apoyos diversos (Vgr. ejército, campesinos, lumpen) para poder
establecer esa autonomía relativa. En el caso de las dictaduras militares, excepciones
aparte, el poder político es gestionado por un órgano colegiado aun en los casos en los
cuales un oficial se convierte en la figura que encarna dicho poder como sucedió con
Pinochet en Chile. Diversos autores han insistido en la preeminencia personal de
Pinochet al extremo de que su personalidad determinó el curso de diversos
acontecimientos como fue la cohesión del régimen, su presencia durante los 16 años de
la dictadura, una constitución autoritaria (Loveman, 1991). Como se ha adelantado
líneas atrás, otro autor ha matizado estas aseveraciones diciendo que la preponderancia
del dictador en el seno del ejército no se extendía a los otros cuerpos de las fuerzas
armadas. La Fuerza Aérea y la Marina, siempre tuvieron influencia en el proceso
legislativo y eso restringió las ambiciones de Pinochet, originó una Constitución que
hacía grietas a su poder personal y finalmente creó las condiciones para el plebiscito de
1988 que propició el fin de la dictadura (Barros, 2001: 17-35).

En el caso de América latina, la dictadura unipersonal ha sido tan frecuente que ha


marcado de manera significativa hasta la novelística de la región. La dictadura
unipersonal ha sido encarnada en figuras paradigmáticas como Porfirio Díaz (1984-
1910) en México, Manuel Estrada Cabrera (1898-1920) y Jorge Ubico (1931-1944) en
Guatemala, Anastasio Somoza García (1937-1956), Tiburcio Carías Andino (1932-
1949) en Honduras, Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944) en El Salvador,
Gerardo Machado (1925-1933) en Cuba, Francois Duvalier (1957-1971) en Haití,
Rafael Trujillo (1930-1961) en República Dominicana, Juan Vicente Gómez (1908-
1935) en Venezuela. Cabe mencionar que estas dictaduras unipersonales fueron posibles
en el contexto de un período estatal de América latina, el del Estado Oligárquico y el del
desarrollo capitalista oligárquico-dependiente (Cueva, 1977: Caps. 5 y 7). Durante ese
período que abarca la segunda mitad del siglo XIX y buena parte de la primera mitad
del siglo XX, la región entera se volcó hacia la primario-exportación y se observó una
triada dominante de grandes terratenientes y mineros exportadores, la burguesía
compradora (exportadora e importadora) y la inversión extranjera predominantemente
estadounidense o inglesa. Con un desarrollo industrial ínfimo, grandes latifundios
asentados en el trabajo forzado de peones agrícolas, una extensa masa campesina, las
sociedades oligárquicas fueron rurales. En Centroamérica y en el Caribe regímenes y
sociedades tenían además un carácter semi-colonial. Las “Banana Republic” estaban
articuladas también a las llamadas economías de enclave. Las fuerzas armadas se
habían constituido pero en la mayor parte de los casos eran escasamente
profesionalizadas como lo evidencia que uno de los grandes méritos que se le reconocen
a Trujillo en República Dominicana fue el haber modernizado y dotado de armamento a
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sus fuerzas armadas (Gutiérrez, 2009: 247,248). El dictador no necesariamente tenía un


grado militar (como Estrada Cabrera en Guatemala o Duvalier en Haití) o si lo tenía, se
lo habían dado en el proceso de su ascenso político o bien lo había obtenido como
militar de cuartel. En ese contexto, el dictador era considerado jefe del ejército pero
también tenía en la policía política una fuente sustancial de su poder, mismo que no
estaba asentado en las disposiciones que colegiadamente tomaran las fuerzas armadas.

Las posibilidades de la dictadura militar están vinculadas al desarrollo de las fuerzas


armadas en materia de profesionalización, armamento y espíritu de cuerpo. Durante el
siglo XIX en América latina, las fuerzas armadas fueron creciendo debido a las
necesidades de apagar rebeliones internas dirigidas por caudillos locales en contextos
de estados nacionales fragmentados y por tanto precarios (García, 2005: 96). O bien
por las necesidades de la expansión territorial a costa de las tierras con asentamientos
indígenas, conflictos limítrofes o por territorios en disputa. En la segunda mitad del
siglo XX en el contexto de la guerra fría y posteriormente con el triunfo de la revolución
cubana y el ciclo guerrillero que le sucedió, las fuerzas armadas terminaron de ser
profesionalizadas (González Castro, 2015: 41). Fue entonces cuando estuvieron en
condiciones de convertirse en el eje vertebral de un régimen político que por ello mismo
habría de ser una dictadura militar. Puede decirse que a partir de entonces terminó la
época de las dictaduras unipersonales y comenzó la de los militares. También puede
argumentarse que esta periodización no debe ser tan tajante como lo demuestran los
casos de Somoza Debayle (1967-1979) en Nicaragua o la de Suharto (1967-1998) en
Indonesia. Probablemente en estos casos, haya que pensar en una suerte de combinación
del poder unipersonal con el poder colegiado del alto mando de las fuerzas armadas.
Aun el caso de los Somoza, cuyo poder estaba asentado la Guardia Nacional, una suerte
de guardia pretoriana bajo el mando personal de la familia, se ha puesto en duda que
esta adhesión estuviera asentada en un real consenso sino en el terror y la corrupción
(Ferrero, 2009: 160-162).

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