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Somos tipos de letra


Una mirada a la concepción de los libros, desde el diseño de la cubierta hasta la tipografía


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ANDRES TRAPIELLO

4 ENE 2019 - 19:46 CET

La tipografía o “arte de imprimir” es el traje con el


que vestimos las palabras. Cada época tiene sus
propios gustos y encuentra por lo general el suyo
más elegante y acertado que el de sus padres y
abuelos, y por eso cambia cada poco de
patronajes, telas, colores (la Corte española de
los Austrias impuso el negro, como es sabido, en
los nobles europeos, y la Corte de Parma hizo lo
propio con los tipos bodonianos en toda Europa).
A veces es sólo una cuestión de moda (el
pantalón campana o el cuello de las camisas),
pero otras va más allá de la moda y ha
desempeñado un papel importante en la
transformación de la sociedad y en la conquista
de las libertades (minifalda, biquini).
Sólo con ver un sombrero sabemos a qué época,
clase social o incluso ideología pertenece la
persona que lo lleva (tubular, bicornio, gorra):
“Los rojos no usaban sombrero” fue el famoso
eslogan con el que una sombrerería celebró la
entrada de las tropas de Franco en Madrid,
intentando con ello resarcirse de tres años de
pérdidas. Tschichold y sus amigos de la Bauhaus
consideraron que la sociedad sin clases, por la
que luchaban, merecía un alfabeto sin
mayúsculas: todas proletarias trabajando para el
sentido (el Estado). Lo primero que hizo Hitler al subir al poder fue, claro, postergar y evitar la letra Futura y otras parecidas, por
izquierdistas, al tiempo que inició la persecución de los bauhaustas, muchos de ellos judíos, y restablecer como letra oficial del
Tercer Reich la Gótica, que en Alemania había sido hegemónica hasta bien entrado el siglo XX. Para el que no esté habituado a
leer en ella, es una letra endiablada. Puede que lo fuese incluso para muchos alemanes, y los editores modernos la arrumbaron.
Pero Hitler pagó “por do más pecado había”: al comenzar la invasión de Polonia que dio inicio a la Segunda Guerra Mundial y la
consiguiente expansión hacia el norte, sur y este de Europa, se vio obligado a sustituir en los rótulos de carretera e impresos la

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letra Gótica, impenetrable para los aliados del Reich, por… una versión de la letra Futura (una de palo seco, mucho más clara y
funcional), justificando el cambio en que la Gótica era una letra… ¡judía!
“En edición diferente, los libros dicen cosa distinta”, escribió el poeta Juan Ramón Jiménez, el primero de los autores españoles
al que preocupó y se ocupó de verdad de estas cuestiones tipográficas. Porque creía él que la tipografía debía transparentar algo
del pathos de lo escrito. Si concedemos que lo que nos emociona del arte y de la literatura es el sentimiento que se nos da en
uno y otra, a la tipografía hemos de tratarla como otro sentimiento más. La palabra amor no dice lo mismo escrita en letra gótica,
inglesa o psicodélica (esta última muy apreciada todavía en los rótulos de discotecas y bares de alterne). Resulta harto difícil hoy
en el País Vasco (también en Iparralde) entrar en una taberna cuyo rótulo no esté compuesto en esa clase de letras vascas tan
corrientes en ese territorio (se llaman así, y siempre en mayúsculas, apabullando): parecen cortadas con un hacha (no
necesariamente la que figura en el anagrama de ETA, que por cierto también usaba esa tipografía racial en sus cartas de
extorsión y comunicados). E igual sucede con muchos asadores y restaurantes de toda España cuyas muestras están
compuestas en letra gótica, de efecto disuasorio (al menos para mí), porque parecen sugerir que los corderos que nos vayan a
servir llevan asados desde la Edad Media.
Quiere decirse con ello que la tipografía ha tenido y tiene una importancia capital en el desarrollo de la sociedad, mediante la
comunicación y propaganda, y en el conocimiento humano. A veces la comprensión o legibilidad de un texto depende
únicamente del ojo de la letra (y eso hace más versátil la Helvética que la Futura, siendo ambas de palo seco: la a poco se aleja
de la o). Los pequeños detalles determinan, pues, el texto y el mensaje, por insignificantes que le parezcan a un profano, y
François Mitterrand no ganó unas elecciones presidenciales hasta que sus asesores de imagen le convencieron para que
acortara sus colmillos, que le daban un parecido preocupante con Drácula.
Con la irrupción en nuestras vidas de los ordenadores personales, y por primera vez en la historia de la escritura humana, todos
nos hemos convertido en tipógrafos, al igual que los smartphones han hecho de nosotros unos fotógrafos aficionados. Y desde
que instalamos en nuestras casas una impresora, tenemos a mano, a cualquier hora del día y de la noche, una pequeña
imprenta, una minerva digital, diríamos, el sueño de todos los libelistas desde hace cinco siglos. En apenas 20 años y en menos
tiempo de lo que tardo en contárselo, tenemos a nuestro alcance fondos bibliográficos incalculables, y las enseñanzas que hasta
hoy tardaban años en pasar de maestros a aprendices, se nos dan con un solo clic. Sin el menor problema de almacenaje, en
nuestros ordenadores se guardan más tipos de letras que chibaletes pudo contener la mejor imprenta. Quiero decir que cada vez
que abrimos un documento en nuestra pantalla y escribimos algo en él, la palabra amor, por ejemplo, estamos haciendo de
tipógrafos, como aquel personaje de Molière hablaba en prosa sin saberlo. Lo lógico, pues, sería que nos tomáramos en serio la
tipografía, porque puede que, sin saberlo, usted esté diciendo o sugiriendo algo diferente de lo que quiere decir, sólo porque no
es consciente de cómo lo está diciendo.
La tipografía es una ciencia sencilla y sutil, hecha de proporciones,
cuerpos de letra, tamaño de caja y blancos de página. Se aprende, como
la mayor parte de los oficios, mirando y copiando. Hay que saber mirar y
saber copiar. A JRJ le molestaba que Jorge Guillén y los poetas del 27
fueran a hurto a la imprenta Aguirre, donde se imprimían sus prodigiosas
revistas unipersonales, y se sirvieran de los mismos tipos que él
personalmente había buscado, encontrado y pagado de su bolsillo. Decía:
“Que vayan un poco más lejos a robar”. Seguramente es lo que habrán
pensado los creadores del Beauty Salon al ver cómo su logo (muy cursi,
por cierto) es el mismo con el que Podemos publicita la República.
Se puede y se debe copiar, desde luego. JRJ lo hizo también, de los
impresos de Whistler y los tipógrafos elzevirianos ingleses. Decía d’Ors
que el plagio sólo está permitido si va seguido de asesinato. Quería decir
con ello que sólo si el plagio es tan bueno como el original o lo supera,
deja de ser plagio, lo que nos lleva a otro de sus aforismos, que debería
figurar en la carcasa de las impresoras y ordenadores: todo lo que no es
tradición es plagio.
En 1957 se publicó Momento tipográfico, una selección de cabeceras de
cartas comerciales, obra de un tipógrafo para mí desconocido, José

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García Almagro. Una joya, una obra maestra de nuestra modesta Cubierta de 'Tam tam', de Tomás Borrás, ilustrada por Garrán en 1931.

tipografía. Está a la altura de Ámster y Giralt-Miracle, dos de los mejores


tipógrafos españoles del siglo XX. Y sin embargo, es un libro original a medias, porque algunos de los modelos, como declara,
los ha tomado del extranjero “para que sirvan de comparación”. Los suyos propios no tienen nada que envidiar a ninguno de los
foráneos. “Cabría haber introducido una mayor variedad en los modelos con más diferentes tipos”, confiesa en una brevísima
nota, “pero no lo he creído conveniente por estimar que con unos cuantos tipos de letra — los normales en una pequeña
imprenta— y un poco de imaginación pueden lograrse infinidad de modelos. Y añadiré un dato de la mayor importancia: la
totalidad de la obra está impresa en una minerva de plato” [la más pequeña y rudimentaria].
La enseñanza de García Almagro es la de cualquier buen pedagogo: no son necesarios ni grandes
medios ni grandes alardes para componer un libro o diseñar un logotipo. En los ordenadores
suelen venir por defecto un centón de familias tipográficas, cada una de ellas con sus versales,
versalitas y minúsculas, redondas y cursivas, negritas y finas. Lo primero que debería hacerse es
tirar la mayor parte de ellas a la papelera y quedarse con una docena. Suficiente. A menudo las
tropelías tipográficas son consecuencia tanto de la ignorancia de la tradición como de la
sobreabundancia de medios. Cómo escoger las que se quedarán y las que se irán es un arte.
Desde luego no por el nombre. Son engañosos, como los de los vinos. Sólo los que no saben nada
de vinos lo escogen por lo bonita o fea que sea la etiqueta o el nombre que le han dado los
bodegueros, a menudo tanto peores cuanto más sonoros (Alcor de los Templarios, Categoría, y
así). Digamos que bastaría con dos o tres para textos (Minion, Sabon, una Garamond bien
escogida, por ejemplo), dos o tres para titulares (Helvética, Univers, Gill Sans), una inglesa
Páginas del libro 'Momento tipográfico'.
(Kuenstler), una normanda (Poster Bodoni)… En tipografía, como en tantas cosas, menos es más y
más es menos.
Cada época se refugia en unas tipografías especiales, que hace suyas. Los tipos usados durante el Romanticismo eran
diminutos. Sugieren acaso que el de la lectura fue el ámbito de la intimidad, tanto como el temor ante una modernidad
deshumanizante. Los del Siglo de Oro confirman algo que sigue estando vigente: los libros que han cambiado nuestras vidas,
como el Quijote, suelen estar mal impresos, son feos y se pueden comprar por un euro en un quiosco. Y los del siglo XVIII, la
edad dorada de la tipografía, lo contrario: muy bien hechos, pero la mayor parte de los libros que se escribieron entonces no hay
quien pueda leerlos. ¿Y cómo es la tipografía de este tiempo, la nuestra, la que querríamos usar? ¿Aquella por la que nos
reconocerán dentro de 100 años, en cuanto abran uno de los libros que imprimimos ahora?
La profusión

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de modelos y Hoy se compone más y mejor, pero también más y peor: todo convive en el mismo escaparate
la facilidad
con la que las nuevas tecnologías los difunden hacen imposible aquí un resumen de lo que se está haciendo en todo el mundo.
Se compone y edita más y mejor que nunca, pero también más y peor. El verdadero momento tipográfico es este, el que
estamos viviendo. Convive la excelencia con lo execrable, lo ejemplar y lo abyecto comparten a menudo con indiferencia el
mismo escaparate, quiosco o mesa de novedades. En cualquier rincón del planeta podemos encontrar tipógrafos excelentes, pero
desde que los libros, periódicos, revistas han entrado en el mercado como un bien de consumo, se rigen por las mismas reglas
que muchos otros productos, clínex incluidos. La imagen, tan importante en nuestro tiempo, amenaza a menudo con devorar a la
palabra, y desnudarla. A veces, gran paradoja, con ayuda de la tipografía. Acaso el reproche que pueda hacerse a buena parte
de la tipografía contemporánea es este: contagiada por la imagen, no trata de vestir las palabras, sino de sustituirlas por tipos y
cuerpos espectaculares, en cinemascope. Claro que la cosa empezó con el futurismo y dadá (“las palabras en libertad” ya no
significaban nada, eran pura apariencia, presas de ella). La consecuencia es terrible: los periódicos, reducidos a titulares, no se
leen, se ven, y los libros no se ven, se miran y mirotean, escudados todos en que se edita mucho más de lo que podemos leer,
lo que nos llevaría a otro de los grandes aforismos de JRJ: “Para leer mucho, comprar poco”. Pero este es otro capítulo.

LECTURAS
Así se hace un libro. Enric Jardí. Arpa, 2019. 204 páginas. 22,90 euros.
Es mi tipo. Simon Garfield. Traducción de Miguel Marqués Taurus, marzo de 2019. 376 páginas. 23,90 euros.

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