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De la buena preparación

al matrimonio

Depende en gran medida el futuro de la


Iglesia y de la sociedad civil

1. La finalidad y los elementos de la preparación al matrimonio

La preparación al matrimonio no se puede reducir a un curso informativo previo a la


celebración al matrimonio, sino que debe ser comprendida como un “itinerario de
formación humana y de vida cristiana”, en el cual tienen responsabilidades concretas los
padres y los pastores, así como toda la comunidad eclesial, porque de la buena preparación
al matrimonio depende en gran medida el futuro de la Iglesia y de la sociedad civil. En el
Instrumentum Laboris para el Sínodo Extraordinario de los Obispos, haciendo referencia
al cuestionario sobre el matrimonio enviado a las Conferencias Episcopales, se dice:

«Hay respuestas muy similares entre los diversos continentes acerca de la preparación al
matrimonio. Encontramos con frecuencia cursos en las parroquias, seminarios y retiros
de oración para parejas, en los que también participan como animadores —además de los
sacerdotes— parejas casadas de consolidada experiencia familiar. En estos cursos, los
objetivos son: la promoción de la relación de pareja, con la conciencia y la libertad de la
elección; el conocimiento de los compromisos humanos, civiles y cristianos; el reanudar la
catequesis de la iniciación profundizando en el sacramento del matrimonio; el estímulo a
la participación de la pareja en la vida comunitaria y social» (n. 51).

En cierto modo, en las últimas palabras de este texto, se indican las finalidades de la
preparación al matrimonio y algunos medios que se han demostrado útiles:

a) «la promoción de la relación de pareja»: es necesario que en la preparación al


matrimonio los contrayentes comprendan profundamente lo que significa construir un
proyecto que se fundamenta en la donación der ser varón y mujer en el matrimonio; que
entiendan que el “ser uno” no es algo que viene dado sino que es también una conquista
diaria en la que juegan un papel fundamental la diversidad y complementariedad que
derivan del ser varón y mujer; que no es el simple estar juntos de dos que se quieren, sino
construir juntos desde la diversidad de la propia condición que se dirige a la constitución
de la una caro. En este sentido, es fundamental la capacidad de construir un proyecto
común de familia.

b) «con la conciencia y la libertad de la elección»: un elemento fundamental es la


formación en la libertad, que se consigue a través de la educación en las virtudes, desde
las primeras etapas de la vida de la persona. Sólo una libertad de calidad, es decir, una
libertad que tiene su fundamento en el recto desarrollo de las propias facultades —
intelecto, voluntad, afectividad—, que se obtiene a través de las virtudes, garantizará el
éxito de la vida matrimonial y la sinceridad del don de sí que implica la elección
matrimonial.

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c) «el conocimiento de los compromisos humanos, civiles y cristianos», porque en la
sociedad de nuestros días el amor conyugal es muchas veces entendido en un sentido
reduccionista, como mera atracción sexual o come amor afectivo, y sobre un amor de este
tipo es imposible construir la comunidad conyugal. Sólo sobre la base de un amor de la
voluntad que lleva a la donación incondicionada de sí —al ágape—, y que hace propios —
no los ve como impuestos por la Iglesia o por la sociedad— los derechos y obligaciones
específicos de la donación conyugal, será posible construir ese amor que es fiel hasta la
muerte, que purifica y eleva el simple eros, que no es suficiente para construir una relación
estable de pareja, pues el eros promete lo que no puede dar, si no es sanado y elevado por
el ágape o amor de donación[1].

d) «reanudar la catequesis de la iniciación profundizando en el sacramento del


matrimonio». La preparación para el matrimonio de los bautizados no puede limitarse a
los aspectos de la vida de pareja, a los aspectos médicos y económicos, a la dimensión
jurídica, todos elementos necesarios, sino que tiene que aprovecharse como un momento
privilegiado para reavivar la fe de los contrayentes, para que éstos tomen consciencia de
la dimensión sagrada y vocacional del matrimonio. Dada la fuerza ordenadora del
auténtico amor conyugal, que ayuda a la persona a salir de sí, éste es un momento muy
adecuado para el redescubrimiento de la Trascendencia, para que los contrayentes se
vuelvan a plantear, si están alejados de la práctica religiosa, el papel central de Dios en
sus vidas y en la construcción de la familia. Qué duda cabe que una familia que cuenta
en modo natural con la gracia, con la presencia de Dios, con la oración y los sacramentos
como elementos de la vida de pareja y de la vida familiar, tendrá muchas más garantías y
recursos para superar las normales crisis y dificultades que vive cualquier matrimonio.

e) «el estímulo a la participación de la pareja en la vida comunitaria y social». Uno de


los problemas que con frecuencia viven las parejas en la sociedad moderna es que muchas
veces se encuentran solas al afrontar el desafío de la creación de una familia, a lo que se
añade que el modo en que ha sido estructurada la sociedad de nuestros días no favorece
la cohesión conyugal, la paternidad generosa, la educación de los hijos. Esto es claro, por
ejemplo, en los modelos antifamiliares que proponen muchos medios de comunicación
social, en las dificultades que el mundo laboral pone a la maternidad, con una difusa
mentalidad anticonceptiva, en la casi total inexistencia de políticas a favor de la familia,
etc. Los contrayentes y las parejas jóvenes deben saber que no están solos, que la Iglesia
y muchas familias están junto a ellos y quieren acompañarlos en su camino de
crecimiento, en sus necesidades y dificultades, por lo que aislarse en su mundo no es la
solución de sus problemas.

Como podemos ver, la preparación es un proceso articulado y complejo, en el que tienen


que tomar un papel central todos los fieles, comenzando por la propia familia de origen,
que tiene que saber acompañar con sabiduría y prudencia, respetando siempre los ámbitos
de libertad, sin intromisiones inadecuadas que, más que ayudar a la pareja en su
consolidación y crecimiento, pueden convertirse en un obstáculo para el adecuado
desarrollo de la nueva familia.

2. ¿Cómo superar una visión formalista y reduccionista de la preparación al


matrimonio?

Cuanto dicho anteriormente, nos lleva a la convicción de que la preparación al matrimonio


no se puede reducir al cumplimiento de una mera formalidad que debe ser observada antes
de acceder a la celebración del matrimonio. Este es un problema que se presenta en

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muchos lugares, donde los contrayentes acuden al pastor sólo cuando todo está ya
preparado para las bodas, dejando pocas posibilidades para una auténtica e incisiva labor
pastoral. Como recuerda el Instrumentum Laboris:

«Algunas Conferencias Episcopales se quejan de que las parejas a menudo se presentan


en el último momento, cuando ya han fijado la fecha de la boda, incluso cuando la pareja
presenta aspectos que requerirían una atención especial, como en el caso de la disparidad
de culto (matrimonio entre un bautizado y un no bautizado) o de una escasa formación
cristiana» (n. 53).

Por otra parte, en muchos lugares todavía hoy los cursos de preparación se reducen a
unas pocas sesiones concentradas en uno o dos fines de semana. Poco se puede hacer en
tan poco tiempo. Como recuerda Juan Pablo II:

«Es deseable que las Conferencias Episcopales, al igual que están interesadas en
oportunas iniciativas para ayudar a los futuros esposos a que sean más conscientes de la
seriedad de su elección y los pastores de almas a que acepten las convenientes
disposiciones, así también procuren que se publique un directorio para la pastoral de la
familia. En él se deberán establecer ante todo los elementos mínimos de contenido, de
duración y de método de los “cursos de preparación”, equilibrando entre ellos los diversos
aspectos —doctrinales, pedagógicos, legales y médicos— que interesan al matrimonio, y
estructurándolos de manera que cuantos se preparen al mismo, además de una
profundización intelectual, se sientan animados a inserirse vitalmente en la comunidad
eclesial» [2].

En diversos países la Conferencia Episcopal ha publicado el directorio al cual hace


mención la Familiaris Consortio —México, España, Argentina, Colombia, Italia, etc.—, pero
aún hay muchos países en los que no se ha hecho, y me parece una necesidad urgente,
para dar a todos los pastores y fieles en general, instrumentos válidos que permitan una
adecuada preparación y una buena estructuración de los cursos de preparación al
matrimonio y una determinación de los contenidos de ésta, para así evitar ese riesgo de
que se convierte en un simple requisito formal para la celebración de matrimonio en la
Iglesia, con la consecuencia de que estos cursos tienen muy poca incidencia en la
verdadera formación y preparación de los contrayente. En Venezuela, si no me equivoco,
aunque no ha sido emanado el directorio, la Conferencia Episcopal ha publicado un
documento sobre la preparación al matrimonio que debe servir de guía a pastores y laicos
en la preparación al matrimonio en sus diversas fases.

3. Las fases y los responsables de una auténtica preparación al matrimonio

Sobre la preparación al matrimonio, el documento que ha servido como base de los


desarrollos sucesivos en documentos del a Santa Sede y en documentos de las
Conferencias Episcopales y de las Iglesias locales ha sido el n. 66 de la Familiaris
Consortio, que explica la preparación como un proceso complejo que tiene diversas fases:
la preparación remota, la preparación próxima y la preparación inmediata. Presento
algunos de los pasajes de esta exhortación para explicar los contenidos y los responsables
de cada una.

a) Preparación remota
Al definir cada una de las tres etapas de la preparación, el documento comienza con la
llamada preparación remota, que podríamos definir como formación en las virtudes

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humanas y sociales y como formación en la fe. Los principales responsables de esta etapa
serían, sin duda alguna, los propios padres:

«La preparación remota comienza desde la infancia, en la juiciosa pedagogía familiar,


orientada a conducir a los niños a descubrirse a sí mismos como seres dotados de una
rica y compleja sicología y de una personalidad particular con sus fuerzas y debilidades.
Es el período en que se imbuye la estima por todo auténtico valor humano, tanto en las
relaciones interpersonales como en las sociales, con todo lo que significa para la formación
del carácter, para el dominio y recto uso de las propias inclinaciones, para el modo de
considerar y encontrar a las personas del otro sexo, etc. Se exige, además, especialmente
para los cristianos, una sólida formación espiritual y catequística, que sepa mostrar en el
matrimonio una verdadera vocación y misión, sin excluir la posibilidad del don total de sí
mismo a Dios en la vocación a la vida sacerdotal o religiosa».

El Directorio de la Conferencia Episcopal de Argentina, en el n. 95, refiriéndose a esta fase


fundamental de la preparación al matrimonio, subraya la importancia de los padres en la
educación en las virtudes, especialmente en la virtud de la castidad:

«La preparación para el matrimonio, como acción pastoral, debe promoverse desde la
infancia en el seno del propio hogar, continuándose en la escuela y en los movimientos
juveniles en donde los hijos pueden integrarse. Es la etapa fundamental de la formación
para el amor. Es importante que en el hogar padres e hijos puedan formarse en un lenguaje
común: los padres mejorando y promoviendo los valores de la familia, educando en la
virtud de la castidad y dialogando con los hijos para que vayan creciendo y preparándose
para poder cumplir cabalmente su futura vocación para el matrimonio o para la vida
consagrada».

b) Preparación próxima
Una vez descrita la primera fase de la preparación, se desarrolla la segunda etapa, en la
cual se debe ayudar a los jóvenes a volver a descubrir la vida sacramental, procurando a
la vez que en el momento conveniente se les instruya, desde diversos puntos de vista, en
las exigencias de la vida matrimonial y familiar:

«Sobre esta base se programará después, en plan amplio, la preparación próxima, la cual
comporta —desde la edad oportuna y con una adecuada catequesis, como en un camino
catecumenal— una preparación más específica para los sacramentos, como un nuevo
descubrimiento. Esta nueva catequesis de cuantos se preparan al matrimonio cristiano es
absolutamente necesaria, a fin de que el sacramento sea celebrado y vivido con las debidas
disposiciones morales y espirituales. La formación religiosa de los jóvenes deberá ser
integrada, en el momento oportuno y según las diversas exigencias concretas, por una
preparación a la vida en pareja que, presentando el matrimonio como una relación
interpersonal del hombre y de la mujer a desarrollarse continuamente, estimule a
profundizar en los problemas de la sexualidad conyugal y de la paternidad responsable,
con los conocimientos médico-biológicos esenciales que están en conexión con ella y los
encamine a la familiaridad con rectos métodos de educación de los hijos, favoreciendo la
adquisición de los elementos de base para una ordenada conducción de la familia (trabajo
estable, suficiente disponibilidad financiera, sabia administración, nociones de economía
doméstica, etc.).

Finalmente, no se deberá descuidar la preparación al apostolado familiar, a la fraternidad


y colaboración con las demás familias, a la inserción activa en grupos, asociaciones,

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movimientos e iniciativas que tienen como finalidad el bien humano y cristiano de la
familia».

En la diócesis de Roma fueron publicadas unas normas sobre la preparación al matrimonio


en sus diversos momentos, que sigue el camino indicado por la Familiaris Consortio [3].
Se refieren a la preparación remota, próxima e inmediata. Proponemos algunas de las
afirmaciones de este documento, pues pueden servir como guía para el desarrollo de los
principios generales contenidos en la Exhortación de Juan Pablo II sobre la Familia y
pueden ser útiles para lograr una buena estructuración de las diversas fases de la
preparación:

«Las líneas fundamentales de la preparación al matrimonio han sido indicadas por el


Magisterio de los Obispos italianos, en diversos documentos (...). En estos textos, se
subraya la necesidad de promover por parte de las familias y de las parroquias una
preparación remota al matrimonio dirigida a los jóvenes y a los adolescentes en particular,
desde una perspectiva vocacional y de educación al amor. La comunidad cristiana está
llamada a valorar el noviazgo como tiempo de gracia y ocasión preciosa de evangelización
sobre los principales aspectos, problemas y exigencias de la vida de la pareja. Una pastoral
específica para los novios representa un empeño que debe ser sostenido con esmero en las
parroquias mediante la colaboración de educadores especialmente preparados para
desempeñar esta misión» (n. 2).

c) Preparación inmediata
Es definida en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, 66:

«La preparación inmediata a la celebración del sacramento del matrimonio debe tener lugar
en los últimos meses y semanas que preceden a las nupcias, como para dar un nuevo
significado, nuevo contenido y forma nueva al llamado examen prematrimonial exigido por
el derecho canónico. De todos modos, siendo como es siempre necesaria, tal preparación
se impone con mayor urgencia para aquellos prometidos que presenten aún carencias y
dificultades en la doctrina y en la práctica cristiana».

Luego, refiriéndose a la obligatoriedad de los cursos de preparación, afirma el mismo


número de la Exhortación:

«Por más que no sea de menospreciar la necesidad y obligatoriedad de la preparación


inmediata al matrimonio —lo cual sucedería si se dispensase fácilmente de ella—, sin
embargo tal preparación debe ser propuesta y actuada de manera que su eventual omisión
no sea un impedimento para la celebración del matrimonio».

En el citado documento de la Diócesis de Roma (n. 2) se dice:

«Por lo que se refiere a la preparación inmediata al matrimonio el Directorio y el Sínodo


Diocesano ofrecen orientaciones precisas. Ofrecemos algunas:

a) Con el fin de que los itinerarios de preparación se puedan realizar con la debida seriedad
y calma, es oportuno que los novios que deseen celebrar el matrimonio canónico se
presenten en la parroquia al menos un año antes (Dir. Past. n. 61), para poder concordar
con los sacerdotes y con los responsables de la pastoral matrimonial un camino de fe
adecuado a las exigencias y a las posibilidades de los contrayentes. Los rectores de iglesias,
en el momento en el que se haga la reservación de la iglesia para la celebración del

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matrimonio, la cual no deberá hacerse con más de un año de antelación, inviten a los
novios a que tomen contacto con sus párrocos, los cuales deberán darles un certificado en
el que conste que han sido informados;

b) la preparación será enfocada como un verdadero y propio camino de evangelización y


catequesis, de redescubrimiento de la fe en Jesucristo y en la Iglesia y de profundización
sobre las propiedades esenciales del matrimonio cristiano (cfr. Sin. Diocesano de Roma,
prop. 34, 3).

La duración no sea inferior a diez encuentros. Los grupos sean pequeños y seguidos
permanentemente por un equipo de catequistas formados para ello. Se concluya este
camino con una jornada de espiritualidad y fraternidad (...);

c) la participación en estos itinerarios de preparación al matrimonio debe considerarse


moralmente obligatoria, pero sin que su eventual omisión se constituya en un
impedimento para la celebración del matrimonio (cfr. FC n. 66). Es necesario, sin embargo,
tener en cuenta las dificultades de los contrayentes, buscando para ellos otras formas de
prepararlos y acompañarlos cuando no sea posible que frecuenten los cursos organizados».

4. Esquema sobre la preparación de preparadores: cualidades personales y contenido


de los cursos de preparación.

4.1. Responsables de la preparación al matrimonio:


a) Padres (educación en las virtudes humanas y cristianas)
b) Pastores (la formación pastoral y canónica de los sacerdotes)
c) Especialistas: médicos, psicólogos, expertos en comunicación conyugal,
economistas, cónyuges.

4.2. Formación de los preparadores:


a) Antropología del matrimonio y de la familia
b) Formación teológica
c) Formación jurídico-canónica
d) El recurso a especialistas con una adecuada visión del matrimonio y de las
relaciones familiares.

4.3. Las cualidades de los preparadores al matrimonio


a) Formación especializada (no se improvisa)
b) Ejemplo de vida (enseñar con la propia vida)
c) Capacidad de diálogo y de comunicación
d) Los centros de estudios interdisciplinares sobre el matrimonio y la familia.

5. La preparación al matrimonio como educación en las virtudes

Una vez presentada la importancia y las fases de la preparación al matrimonio, siguiendo


en la línea de cuanto he indicado en el título de esta sesión, me detendré de modo
particular en un aspecto, mencionado por la Familiaris Consortio que, a mi parecer, es
fundamental para una preparación eficaz para el matrimonio. Me refiero a la educación en
las virtudes humanas y, de modo particular, a la educación en la sexualidad entendida
como formación en la virtud de la castidad, esencial para la adecuada maduración de los
jóvenes y para que, en su debido momento, éstos logren comprender en toda su belleza,

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profundidad y riqueza la donación matrimonial. Volveremos sobre este tema en la parte
final de estas consideraciones.

a) la educación en las virtudes en general


La conciencia de la importancia de las virtudes humanas en el matrimonio nos permite ir
a la raíz de las crisis matrimoniales, descubriendo en las actitudes de los cónyuges los
motivos de fondo que pueden haber llevado a la crisis. La única forma de dar el remedio
adecuado es conocer las causas que han originado la enfermedad.

Muchas rupturas podrían evitarse si no nos limitáramos a eliminar sintomatologías —


dejando la enfermedad latente—, sin ir a la raíz de los problemas y aplicar la medicina
adecuada que, en muchos casos, será la educación en las virtudes humanas y, el esfuerzo
moral personal por obrar bien, de acuerdo a la verdad del hombre. Gran parte de las crisis
matrimoniales que se ven en la sociedad moderna tienen su génesis en una defectuosa
educación en las virtudes humanas. No entraremos en el análisis de esas crisis de la vida
matrimonial, pues es nuestro objetivo centrarnos en el papel de las virtudes en la
preparación personal para el matrimonio.

Conviene revalorizar la función de la familia como educadora en las virtudes y, por ende,
como escuela de preparación para el matrimonio, así como redimensionar la preparación
para el matrimonio —que vemos hoy en muchos casos reducida a una mera información
sobre el matrimonio—, de modo que sea un verdadero proceso de formación para la vida
matrimonial.

Consecuencia de esta realidad es, además, la conciencia de que la preparación al


matrimonio no se puede reducir a la que podríamos llamar preparación próxima e
inmediata al matrimonio. Aquí se centra la responsabilidad de la familia, y en concreto de
los padres, en la preparación de los jóvenes para el matrimonio. Véase, por ejemplo, cómo
la legislación de la Iglesia ha dado una mayor importancia a la misión de los padres en
este proceso [4].

La preparación para el matrimonio es un proceso largo, como largo es el camino a través


del cual toda persona alcanza el desarrollo y la madurez a que está llamada. En él
intervienen diversos factores: la inclinatio naturae al matrimonio, la educación recibida en
el seno de la familia, los elementos culturales que giran alrededor de la persona y, sobre
todo, la participación libre de la persona, que es quien siempre, en última instancia,
construye la propia biografía. Sin una decisión de obrar bien, la persona nunca alcanzará
la vida virtuosa, los hábitos que harán posible esa condición de hombre bueno a que le
inclina su misma condición humana [5].

Por esto, en la preparación para el matrimonio, sobre todo en aquellas fases tan
importantes que podríamos llamar preparación remota y próxima, es determinante la
decisión del individuo a formarse como persona, a vivir conforme a las exigencias de su
propia naturaleza. En otras palabras, es muy importante la decisión y la realidad de una
vida virtuosa: sólo obrando bien se realiza el hombre. No basta el conocimiento de lo que
es el bien. Esto se refleja muy bien en el matrimonio y la preparación para éste. No está
bien preparado quien conoce perfectamente lo que es el matrimonio y cuáles son los
deberes y derechos que de él dimanan, sino quien posee además las cualidades necesarias
—hábitos humanos buenos, virtudes— que le hacen apto para entregarse realmente.

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Así, la preparación para el matrimonio se debe enfocar como un proceso complejo, en el
que a las personas se les va guiando, dirigiendo y corrigiendo, para que aprendan a hacer
buen uso de su libertad y así, gracias a la lucha por actuar rectamente, vayan adquiriendo
aquellos hábitos que le inclinan cada vez más al bien. Esta educación en el recto actuar
será también, en buena medida, una preparación para vivir virtuosamente la sexualidad,
es decir, conforme a su intrínseca dimensión esponsal.

La preparación es entonces, ante todo, educación para el amor recto, y no simple


información de los procesos biológicos característicos de la diferenciación entre los sexos,
o de cuáles son los deberes y derechos de la vida matrimonial, etc. Es cierto que tales
conocimientos son parcelas de esa educación, pero muchas veces se han absolutizado con
el consiguiente reduccionismo de corte biologicista, juridicista, sociológico, etc. en la
preparación para el matrimonio.

Esta concepción de la preparación al matrimonio no es otra cosa que una consecuencia


más de la toma de conciencia de la importancia del consentimiento matrimonial. Si el
consentimiento como acto personalísimo es insustituible por naturaleza[6], es necesario
dar un gran peso a la adquisición de virtudes como preparación para el consentimiento: si
éste falta o está viciado, por más que haya deseos, atracción, forma legal, etc., no habría
matrimonio.

b) la educación en la sexualidad como educación en las virtudes

Entre los diversos aspectos que se refieren a la formación de la persona humana en modo
que alcance la madurez a la que está llamado por su misma condición humana y, de modo
particular, en su condición sexuada, que es aquella sobre la que se basa la donación
conyugal, ocupa un lugar particular la educación en la sexualidad, entendida como
educación en las virtudes humanas. «El proceso de maduración de la personalidad —
sostiene Hervada— ha de orientarse en la triple dimensión señalada: estructura,
profundidad y finalidad de la relación varón-mujer. Esta es a mi juicio la tarea de la
educación sexual correctamente entendida y de la preparación para el matrimonio. Todo
ello unido a la educación en las virtudes»[7].

De ahí que no pueda reducirse este proceso a la simple información de los aspectos
psíquicos o biológicos de la sexualidad, sino que deba tomar en cuenta todos los aspectos
del desarrollo de la personalidad, entre los cuales uno de los más importantes es la
formación moral de la persona. Aparece entonces como educación para el amor recto, y la
educación de la sexualidad se enmarca dentro de la educación en el amor y en la
afectividad. Fuera de este contexto, es imposible dar a los jóvenes una educación sexual
global acorde con la dignidad de la persona y de la tendencia sexual del ser humano.
La educación sexual «puede ser definida como un proceso de perfeccionamiento del hombre
en virtud del cual llegue a ser capaz de conocer, valorar y ordenar la sexualidad en el
marco de la vida y la dignidad humanas»[8]. Y, en este proceso, como hemos afirmado
anteriormente, la educación en las virtudes tiene el papel primordial, porque son el medio
que permite al hombre situarse adecuadamente ante la realidad y valorarla y asumirla
según su verdad intrínseca.

Dice García Hoz que es una misión que, en consecuencia, corresponde en primer lugar a
los padres: «La razón está en que este tipo de orientación desborda con mucho los
problemas y posibilidades científicas y técnicas, para entrar en el mundo de los valores,
un campo que se cultiva en esa educación invisible en la que el factor principal está

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constituido por las relaciones de intimidad, personales y profundas, propias de la vida
familiar»[9].

Así, por demás, se evitan dos peligros frecuentemente presentes en la educación de la


sexualidad: el reducirla a una simple información de tipo biológico sobre el sexo, que quita
toda su riqueza y seriedad a la tendencia sexual humana, participación en el poder creador
de Dios; y el convertirla en una especie de tabú, en una continua puesta en alerta contra
el sexo que, aunque sea en forma velada, se termina por considerar como una cosa mala
o, al menos, poco digna de la persona humana: se espiritualiza demasiado el amor
conyugal.

Cuando la educación en la sexualidad se entiende como proceso de educación en las


virtudes, cuyo ámbito principal es la familia, y en el que los principales educadores son
los padres, entonces el niño, luego el joven y al final el adulto, descubren la riqueza de la
tendencia sexual y su relación con el amor conyugal. Comprenden que la sexualidad no
puede ser separada del amor y la entrega y aprenden esto en la mejor escuela de virtudes
humanas: la familia. Lo expresa muy bien Juan Pablo II con las siguientes palabras de su
encíclica sobre la vida: «Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los
adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y del amor, una
educación que implica la formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez
de la persona y la capacita para respetar el significado “esponsal” del cuerpo»[10].

La educación sexual, entonces, debe abarcar a toda la persona en la riqueza de todos sus
planos de desarrollo. Es la conclusión a que llega K. Wojtyla en su estudio sobre el amor:
«Este objeto, como nos ha enseñado esta obra, es no solamente la tendencia sexual, sino
también la persona ligada a esta fuerza de la naturaleza; he ahí por qué toda educación
sexual, incluso la que toma la forma terapéutica, no puede limitarse al aspecto biológico
de la tendencia sexual, sino que debe situarse al nivel de la persona con la que está ligado
el problema del amor y responsabilidad (...). La educación y la terapéutica sexuales no
podrán alcanzar su fin más que cuando sepan ver objetivamente la persona y su vocación
natural (y sobrenatural) que es el amor»[11].

Es, por tanto, un proceso educativo largo. La primera misión corresponde a los padres[12].
Ellos son los primeros y principales educadores y formadores y a ellos corresponde la parte
más importante de la preparación para el matrimonio[13]. Por otra parte, es necesaria una
respuesta positiva del individuo, pues no basta un conocimiento especulativo de la
sexualidad y de sus exigencias, sino que es necesario que se asuma y se vivan las
exigencias mismas de la tendencia. Sólo mediante la lucha personal por adquirir la virtud
y vencer el vicio será posible alcanzar esa madurez para el compromiso y la entrega de que
venimos hablando.

c) Preparación, madurez y crecimiento en las virtudes humanas

No podemos obviar que parte importante de esa educación a que hace referencia el
legislador de la Iglesia es la educación en la sexualidad, como se desprendía del análisis
hecho en los apartados anteriores. Así pues, es misión principalísima de los padres
procurar una recta educación y formación de sus hijos en lo que se refiere a la preparación
para el matrimonio en todos sus momentos: remota, próxima e inmediata.

La misión de los pastores de almas estará sobre todo, como dice el mismo Código, en la
«predicación, la catequesis acomodada a los menores, a los jóvenes y a los adultos (...), de

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modo que los fieles adquieran formación sobre el significado del matrimonio cristiano y
sobre la tarea de los cónyuges y padres cristianos»[14]. De este modo, la preparación
directa para el matrimonio es principalmente misión de los padres[15]. Lógicamente, sin
los medios que les presta la Iglesia —mediante la predicación y los sacramentos— no
podrán los padres cristianos cumplir con su obligación de formar a sus hijos: nadie da lo
que no tiene. Porque, como afirma Juan Pablo II, esta educación, en el caso de los padres
cristianos, es una educación que «se realiza junto con la Iglesia»[16].

La familia es la primera escuela de virtudes humanas para los hijos. Hay muchos dichos
de la sabiduría popular que reflejan esta realidad: «De tal palo, tal astilla», o aquel aún
más fuerte que reza «cría cuervos y te sacarán los ojos» ¿Qué quieren decir? Que los hijos
serán aquello que aprendieron a ser en su familia, puesto que los padres son los primeros
y principales educadores de los hijos. Allí donde falte educación familiar, será muy difícil
sustituir la misión de los padres. La falta de familia en sentido verdadero es, en muchos
casos, el motivo de graves desórdenes morales e incluso de disfunciones psíquicas en el
niño o en el adolescente.

Por el contrario, cuando los padres asumen su misión de educadores de los hijos, no
limitándose a traerlos al mundo y a atenderlos en sus necesidades materiales, la familia
se convierte en verdadera escuela de humanidad, en el primer campo práctico del ejercicio
de la vida social. De este modo el niño, y luego el joven y el adulto, tendrán siempre en la
familia un claro punto de referencia, un elemento insustituible de su identificación como
persona irrepetible. De allí que la reforma de la sociedad tenga que pasar necesariamente
por la revitalización y defensa de la comunidad familiar como medio para la dignificación
de la persona y de la sociedad, a través de una adecuada educación que lleve al
perfeccionamiento del hombre mediante la adquisición y práctica de las virtudes humanas
a que hemos hecho referencia. Esta exigencia se refleja con claridad en la necesidad de
una recta educación de la sexualidad.

La preparación para el matrimonio —entendida como educación en las virtudes—, sobre


todo la que llamábamos preparación remota y próxima, que se refiere al tiempo de la
pubertad y al noviazgo, corresponde en primer lugar, por tanto, a la familia[17]. Lo
recuerda la Carta a las Familias, cuando afirma que «la preparación para la futura vida
matrimonial es cometido sobre todo de las familias»[18].

Es por ello que insisto en la necesidad de redimensionar estas fases de la preparación,


para así evitar el peligro de reducir la preparación al matrimonio a la fase inmediatamente
anterior al matrimonio en la cual, por muy buenas intenciones que se tenga, es muy difícil
corregir errores y actitudes que se vienen arrastrando por una formación deficiente o, peor
aún, completamente ausente o distorsionada[19].

¿Cuál será, entonces, la misión de los padres en la preparación para el matrimonio? Nos
parece que la respuesta es clara. Serán los encargados de ir velando por el desarrollo
ordenado de las tendencias en sus hijos, labor difícil, pero para la cual están especialmente
capacitados[20]. Es una labor que comienza desde muy temprano, y que podemos decir
que no acaba nunca, ni siquiera cuando sus hijos ya han contraído matrimonio.

Además, hay momentos en los que esta ayuda es especialmente necesaria, cuando
comienza a despertarse la inclinación sexual en los hijos, al aproximarse a la edad de la
pubertad. Aquí es vital e insustituible la ayuda y orientación de los padres[21].

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Muchas incapacidades, fracasos matrimoniales, vicios del consentimiento, complejos y
enfermedades psíquicas, pueden evitarse si los padres asumen responsablemente su
obligación de educar a sus hijos y prepararlos para el matrimonio.

Pero, hemos de decir, es necesario encontrar un equilibrio entre esa necesidad de la


preparación para el matrimonio y el ius connubii. Debemos evitar el peligro de convertir la
madurez para el matrimonio en patrimonio exclusivo de unos cuantos hombres virtuosos.
Siendo la realidad que el común de las personas alcanza la capacidad para contraer
matrimonio, y que el mismo amor conyugal, por su gran fuerza, logra superar muchas
deficiencias, no podemos, sin embargo, negar que en nuestra sociedad moderna, por los
graves defectos en la educación en la sexualidad, es lógico que nos encontremos con más
casos de inmadurez: hay una mayor información sobre la sexualidad, pero es una
información errada, que no abarca el tema en su totalidad. En cambio, se nota una gran
carencia de auténtica formación en la sexualidad humana. Aquí se centra también la
causa del aumento de consentimientos que no son tales al excluirse elementos o
propiedades esenciales del matrimonio.

Conviene, pues, recuperar el valor de las virtudes humanas en el proceso de maduración


de la persona, pero no virtudes entendidas como costumbres o modos de comportarse,
sino como verdaderos y auténticos hábitos, como perfeccionamiento de las potencias
naturales que hacen capaz a la persona para obrar el bien, para conseguir esa realidad del
hombre bueno a que está llamada. Y la preparación para el matrimonio no es otra cosa
que la formación, que implica el enseñar y el dar los medios, gracias a la cual poco a poco
se va adquiriendo esa aptitud que hace posible la entrega en el matrimonio.

Uno de los males del sistema jurídico actual es que el estudio del matrimonio se ha
centrado excesivamente en las patologías del consentimiento matrimonial, como bien
advierte Viladrich[22].

Es necesario, pues, dar un giro a esta visión del sistema matrimonial. No podemos
centrarnos exclusivamente en las patologías o enfermedades del matrimonio. Esta visión,
más que solucionar los problemas que la institución matrimonial presenta en nuestros
días, sólo ofrece paliativos y soluciones terminales a los problemas. No basta con enterrar,
sino que hay que poner los medios para prevenir. Un sistema matrimonial que se centre
principalmente en el descubrimiento de las anomalías del consentimiento, afirma
Viladrich, sería tan ilógico como un sistema sanitario nacional que se preocupara de
instalar eficacísimas unidades de terapia intensiva y una extensa red de funerarias,
olvidando por completo las labores de prevención y la asistencia sanitaria primaria,
dirigida a evitar las enfermedades o a curarlas en sus primeros estadios. Esto, por lo que
se refiere al matrimonio, se debe reflejar en un mayor desarrollo de la preparación para el
matrimonio frente a los procesos de nulidad matrimonial o el recurso al divorcio en la
sociedad secularizada, teniendo en cuenta, además, que el matrimonio no es únicamente
derecho, sino que es una realidad mucho más rica[23].

Esto no significa otra cosa que pasar de la patología del consentimiento a la fisiología de
éste, a la visión positiva. Pero nos preguntamos, entonces, por qué es tan importante la
preparación. Y hemos de responder que porque el consentimiento es algo que debe
prepararse, que depende en gran medida de la formación en la libertad de las personas, y
no es sin más una consecuencia de una inclinación ciega de la naturaleza. Si, como
decíamos antes, la madurez para el matrimonio fuese algo que depende únicamente de la
naturaleza, ¿qué papel tendría entonces la preparación para el matrimonio? Nos parece

11
que muy poca. Esto justificaría que el Derecho Matrimonial se redujese a la detección de
situaciones patológicas que harían nulo el consentimiento.

Pero la realidad no es ésta. Por ello es necesario que el sistema matrimonial se desarrolle
más en la línea de formar y garantizar una correcta preparación para el consentimiento y
el matrimonio verdaderos, más que buscar sólo la interpretación y aplicación de las
relaciones entre las normas jurídicas que definen el matrimonio y el consentimiento con
aquellas que regulan las causas de nulidad, como si en estos últimos se condensase la
principal razón de ser de la regulación del matrimonio y de la construcción de sistemas
jurídicos matrimoniales.

Admito que es un tema difícil, como difícil es el proceso de educación de las personas. En
esta revitalización de la preparación para el matrimonio deben intervenir, en primer lugar,
la familia y los padres. Éste es el giro copernicano que pienso debe dar la consideración
sobre la realidad matrimonial en el desarrollo de la pastoral y del Derecho Matrimonial de
la Iglesia y en la regulación del matrimonio por parte de la sociedad civil. Así la preparación
no será sólo un simple requisito formal previo al matrimonio, sino el camino para
solucionar la crisis que actualmente vive la institución matrimonial, reflejo de la crisis del
hombre y la sociedad la cual, no lo dudo, tiene su origen en parte en el olvido de la
educación en las virtudes[24].

Este cambio de punto de vista podemos fundamentarlo en dos pilares: la preparación como
educación en las virtudes morales que capacitan al hombre para vivir rectamente la
sexualidad, y la preparación como proceso que abarca un período muy amplio del proceso
educativo de la persona, en el que la principal responsabilidad recae sobre los padres, y
cuyo ámbito natural principal es la familia.

Así, lograremos aquella aspiración de tantos autores contemporáneos, que insisten en la


necesidad de recuperar una visión positiva del sistema jurídico matrimonial, que no puede
ser reducido a las anomalías del matrimonio. Sólo así será posible recuperar la visión
jurídica del matrimonio como expresión positiva de una concepción de la pareja, del amor
humano, de la fecundidad y educación personales, orientada a enriquecer la comprensión
en la cultura de la realidad matrimonial, ahora y en cualquier momento histórico de la
entera humanidad.

El magisterio reciente de la Iglesia, en su esfuerzo por comprender con mayor profundidad


la realidad del hombre y del matrimonio, y así poder dar una respuesta a los interrogantes
del hombre contemporáneo, nos presenta algunos textos de gran claridad que nos pueden
ayudar a comprender la naturaleza y el contenido de la preparación al matrimonio como
adquisición de virtudes y la misión insustituible de la familia en este proceso. Son palabras
dirigidas a todos los hombres, no sólo a los cristianos. Como afirma la Constitución
Pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, sus palabras van dirigidas «no sólo a
los hijos de la Iglesia Católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres...»[25].
La misma Constitución Pastoral establece:

«Hay que formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente, sobre la dignidad del amor
conyugal, su función y su ejercicio, y esto preferentemente en el seno de su misma familia.
Así, educados en el culto de la castidad, podrán pasar en edad conveniente, de un honesto
noviazgo al matrimonio»[26].

12
¿No es ésta, acaso, una visión adecuada de lo que debemos entender por preparación al
matrimonio?

En la Constitución Lumen Gentium del Vaticano II se dice que la educación en la


sexualidad, que forma parte importante de la preparación para el matrimonio:
«Puede ser definida como un proceso de perfeccionamiento en virtud del cual llegue a ser
capaz de conocer, valorar y ordenar la sexualidad en el marco de la vida y la dignidad
humana»[27].

Es, pues, un proceso a través del cual paulatinamente se va adquiriendo una capacidad
que está directamente relacionada con el desarrollo ordenado —virtuoso— de la
sexualidad, y que permite no solo conocerla, sino también valorarla rectamente y ordenar
su desenvolvimiento de acuerdo con la dignidad de la persona, el cual se logra en el
matrimonio.

Por otra parte, hay dos textos de la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio que se
refieren al mismo tema, destacando la importancia de la educación moral como medio para
la realización. Leemos en la Exhortación:

«La educación de la conciencia moral, que hace a todo hombre capaz para juzgar y discernir
los medios adecuados para realizarse según su verdad originaria, se convierte en una
exigencia prioritaria e irrenunciable»[28]. Más adelante sostiene que se hace necesario
«recuperar por parte de todos la conciencia de los valores morales, que son los valores de
la persona humana como tal. La recomprensión del sentido último de la vida y de sus
valores fundamentales es la gran misión que se impone hoy para la renovación de la
sociedad»[29].

De este modo, podemos afirmar que uno de los aspectos más importantes y decisivos de
la preparación para el matrimonio es la formación moral de la persona. La educación en
las virtudes humanas aparece entonces como el medio a través del cual se alcanza la
madurez necesaria para el matrimonio. Se ve la preparación para el matrimonio como la
ayuda que ya desde los primeros pasos de nuestro obrar libre recibimos, en primer lugar
de nuestros padres, para conseguir el recto desarrollo de nuestras inclinaciones. No será
entonces posible ver la preparación como un requisito previo a contraer matrimonio, sino
como una necesidad para adquirir la madurez para éste.

6. Importancia y dimensión pastoral del expediente matrimonial


Una vez analizadas las etapas de la preparación al matrimonio, los responsables en cada
una de ellas y su contenido fundamental, entramos en otro punto que, contra lo que
algunos pueden pensar, es de gran importancia para el coronamiento del proceso de
preparación. Me refiero a la adecuada realización del expediente matrimonial, de modo
particular aquella parte que es llamada el examen de los contrayentes. Abro este epígrafe
con otra constatación que se hace en el Instrumentum Laboris para el Sínodo, que en el
n. 54 afirma:

«Sin embargo, se observa que estos itinerarios, a menudo, son percibidos más bien como
una propuesta obligada que como una posibilidad de crecimiento a la cual adherirse
libremente. Otro momento importante es ciertamente el coloquio de preparación al
matrimonio con el párroco o su encargado; se trata de un momento necesario para todas
las parejas de novios. A menudo las respuestas se quejan de que este momento no se

13
utilice suficientemente como una oportunidad para una discusión más profunda y en
consecuencia quede en un contexto más bien formal».

Como podemos ver, un problema que se propone en nuestros días en muchos países es el
valor pastoral y jurídico del examen de los contrayentes. Desde el punto de vista jurídico,
es el instrumento establecido por el derecho universal de la Iglesia para conocer con certeza
el estado de libertad de los contrayentes, además de su actitud ante las verdades esenciales
sobre el matrimonio y la familia. Por ello, el expediente no debe ser reducido a un simple
requisito formal previo a la celebración del matrimonio, cuya realización podría ser
encargada a terceras personas que no tienen una relación pastoral directa con los
contrayentes.

En el Código de Derecho Canónico vigente hay dos cánones que se refieren a las
investigaciones previas para conocer el estado de libertad de los contrayentes y a la
realización del examen previo de los esposos. Por su parte, la Conferencia Episcopal
Italiana concretó aún más estas normas para las diócesis italianas. Estas últimas normas
pueden servir como orientación a la hora de concretar las disposiciones del Código en cada
Iglesia Particular. Establece el Código:

can. 1066: «Antes de que se celebre el matrimonio, debe constar que nada se opone a su
válida y lícita celebración».

can. 1067: «La Conferencia Episcopal establecerá normas sobre el examen de los
contrayentes, así como sobre las proclamas matrimoniales u otros medios oportunos para
realizar las investigaciones que deben necesariamente preceder al matrimonio, de manera
que, diligentemente observadas, pueda el párroco asistir al matrimonio».

El Decreto General sobre el matrimonio publicado por la C.E.I., en el n. 5, determina el


contenido del expediente, cuando afirma que comprende:

«la revisión de los documentos; el examen de los contrayentes acerca de la libertad del
consentimiento y la no exclusión de la naturaleza, los fines o las propiedades esenciales
del matrimonio; el cuidado de las proclamas, la solicitud al Ordinario del lugar de la
dispensa de los eventuales impedimentos o de la licencia para la lícita celebración en los
casos establecidos por el Código de Derecho Canónico, por este decreto o por el derecho
particular».

Luego, en el n. 10, subraya la finalidad pastoral del expediente, particularmente del


examen de los contrayentes, presentándolo como momento conclusivo de la preparación
inmediata y diciendo que este examen:

«Está dirigido a verificar la libertad y la integridad del consentimiento de los contrayentes,


su voluntad de casarse según la naturaleza, los fines y las propiedades esenciales del
matrimonio, la ausencia de impedimentos o de condiciones. La importancia y la seriedad
de estas exigencias piden que la instructoria sea hecha por el párroco con diligencia,
interrogando separadamente a cada uno de los contrayentes. Las respuestas deben ser
dadas bajo juramento, puestas por escrito y firmadas, y están protegidas por el secreto de
oficio».

El Direttorio di Pastorale Familiare italiano, en los nn. 64-67, habla de las conversaciones
personales del párroco con los contrayentes, poniendo en guardia contra el peligro de

14
transformar el examen de los contrayentes en un simple requisito que precede a la
celebración del matrimonio.

El Directorio desarrolla dos elementos importantes: el expediente matrimonial y, de modo


particular, el examen de los contrayentes. Sobre el expediente sostiene:

«El párroco (...) conduzca con precisión el expediente matrimonial, según las
prescripciones canónicas. Estas comprenden: la revisión de los documentos; el examen de
los contrayentes acerca de la libertad del consentimiento y la no exclusión de la naturaleza,
los fines o las propiedades esenciales del matrimonio; el cuidado de las proclamas, la
solicitud al Ordinario del lugar de la dispensa de los eventuales impedimentos o de la
licencia para la lícita celebración en los casos previstos por el derecho (can. 1071)» (n. 65).

Como se ve, el esfuerzo se debe dirigir a la eficacia pastoral de este requisito jurídico; es
decir, tratar de aprovechar la elaboración del expediente matrimonial para realizar una
verdadera y eficaz labor pastoral de catequesis de los contrayentes, casi como una
coronación del camino de preparación al matrimonio.

Precisamente por esta finalidad del examen, se afirma en el n. 66 del Direttorio italiano
que debe ser realizado personalmente por el párroco y con una actitud de discernimiento
pastoral ante el caso concreto. Después de citar el n. 10 del Decreto General sobre el
matrimonio, afirma:

«Este examen sea también valorado y vivido por parte del sacerdote, junto con cada
contrayente, como un momento significativo y singular de discernimiento sapiencial sobre
la autenticidad de la petición del matrimonio religioso y de la maduración alcanzada sobre
todo en orden a la voluntad de celebrar el pacto conyugal como lo entiende la Iglesia».

Sobre la importancia de una actitud abierta y profunda de diálogo en el examen de los


contrayentes, precisa el Directorio de la Conferencia Episcopal Argentina:

«El diálogo personal del Párroco o su Vicario con los novios, nunca puede ser omitido ya
que en muchos casos la confección de este expediente resulta ser el primer contacto con
la Iglesia después de años de alejamiento. Una ocasión por lo tanto, que tomada con un
espíritu realmente misionero, puede favorecer una reconversión o el retorno a una vida
cristiana práctica (…). Es indispensable una cálida recepción y un diálogo que cree un
clima favorable» (n. 100).

El examen de los contrayentes realizado de este modo por parte del párroco o del sacerdote
responsable del matrimonio será un instrumento eficaz de evangelización del matrimonio
y de los contrayentes. No se puede, por tanto, reducir a una mera formalidad previa, y
mucho menos ser encargado a otras personas que no tienen encomendada la atención
pastoral de los contrayentes. En este momento, central en la preparación del matrimonio,
se podrán mejorar las actitudes de los contrayentes, aclarar ideas, modificar voluntades
que, de otro modo, podrían no ser verdaderamente matrimoniales e incluso, en casos
extremos, evitar la celebración de matrimonios nulos. No olvidemos que la prevención es
el más eficaz de los remedios, y es mucho mejor, para las personas concretas y para la
comunidad eclesial, prevenir un matrimonio nulo que luego tener que declarar la nulidad,
pues incluso en los casos en que el matrimonio ha sido —con justicia y amor a la verdad—
declarado nulo, la herida profunda que deja en las partes y en los posibles hijos de esa
unión es difícil de sanar.

15
7. Conclusión

Habiendo llegado al final de nuestra exposición, una vez estudiadas las características de
la madurez necesaria para el matrimonio y el lugar de las virtudes humanas en la
adquisición de ésta, así como las diversas fases de la preparación al matrimonio, pienso
que sería útil, para concluir, analizar las consecuencias prácticas de esta visión: la
valorización de la preparación al matrimonio como educación en las virtudes y los
responsables de este proceso. Nos sirve a modo de introducción una norma contenida en
el Código de Derecho Canónico que dice así:

«Quienes, según su propia vocación, viven en el estado matrimonial, tienen el peculiar


deber de trabajar en la edificación del Pueblo de Dios a través del matrimonio y la familia.
Por haber transmitido la vida a sus hijos, los padres tienen el gravísimo deber y el derecho
de educarlos; por tanto, corresponde a los padres cristianos en primer lugar procurar la
educación cristiana de sus hijos según la doctrina enseñada por la Iglesia»[30].

La preparación al matrimonio es, a la vez, requisito y consecuencia de la inclinatio naturae,


de esa inclinación que en las primeras páginas definía como una tendencia que exige
nuestra participación libre para su recto desarrollo y que, por la esencial condición
gregaria de la naturaleza humana, no puede alcanzar su perfección natural si no es con la
ayuda de otras personas, por medio de la educación que, en primer lugar, se recibe en la
misma familia. La inclinación es, a la vez, fuente de la tendencia y del derecho al
matrimonio, y causa del deber y el derecho a recibir la educación que permitirá su
desarrollo recto y virtuoso[31].

También será la preparación para el matrimonio, en muchos casos, el medio para corregir
desviaciones en la educación moral que dificultarían —y podrían llegar a impedir— el don
y acogida de la conyugalidad que es el pacto conyugal. Es una labor que corresponde a los
otros —padres y educadores— y a la misma persona, porque sólo asumiendo como propia
la educación en las virtudes, éstas se adquieren como fruto del esfuerzo y la lucha
personal.

Por ejemplo, nadie pone en duda que hablar es natural al hombre, aunque haya quienes
nunca lleguen a hacerlo. Los motivos pueden ser muy variados: una enfermedad que
impide la articulación del lenguaje, la falta o defecto de cuerdas vocales, un retraso mental
grave, etc. Pero también podría ocurrir por falta de educación sin más, en personas que
tenían todas las potencialidades necesarias. Es el caso de los llamados «niños de la selva»,
los cuales desde primerísima edad fueron abandonados por sus padres y recibieron los
cuidados de algún animal salvaje. Hay algunos casos científicamente documentados, en
los cuales, una vez reintegrados a la civilización, fue imposible, a pesar de todos los
esfuerzos hechos, convertirlos en seres sociables con un comportamiento que se pudiera
llamar humano y enseñarles a hablar normalmente. En esos casos el problema, más que
de incapacidad inicial, fue de falta de educación. Por tanto, que algo sea natural al hombre
no excluye la necesidad de la práctica y del proceso educativo, porque es natural al hombre
adquirir la perfección mediante la educación y el obrar personales. Esta realidad se refleja
claramente en el campo de las virtudes: son realidades naturales, pero sin el ejercicio no
se desarrollan e incluso se pierden por la adquisición del vicio opuesto.

Por tanto, ante todo, educación en las virtudes. En primer lugar, en la virtud de la
prudencia, que es educación en el conocimiento, valoración y aceptación de la realidad —

16
de la realidad del matrimonio, de la sexualidad y de la persona, en el caso que nos ocupa—
como camino para contribuir a la adquisición de la virtud y la madurez necesarias[32].
Así, mediante ese proceso educativo que abarca toda la vida del hombre, la persona
alcanzará la madurez para el matrimonio, madurez que no significa el simple conocimiento
sobre lo que es el matrimonio y un conocimiento del acto conyugal, sino que hace
referencia a la posibilidad real de valorar suficientemente esta realidad y comprometerse
a ella. Es una madurez que se suele alcanzar en la pubertad, pero que puede faltar por la
inadecuada preparación y por el obrar contrario a la tendencia natural al matrimonio.

Si bien esta madurez es una madurez natural, se requiere la participación de la persona


para alcanzarla, porque natural es también el obrar libre del hombre como camino para el
propio perfeccionamiento y la educación como el medio dispuesto para el desarrollo de
nuestras tendencias naturales y la adquisición de hábitos buenos. He aquí el porqué de la
necesidad de la preparación al matrimonio, y su defecto como causa tantas veces de la
presencia de vicios que pueden vaciar de contenido el acto del consentimiento matrimonial.

Concluyo recordando la necesidad de potenciar esta preparación en aquel ámbito que le


es más natural: la familia. Con esto, quiero decir que conviene que se dé un mayor peso a
la responsabilidad de los padres en la preparación para el matrimonio, y recalcar también
la misión de los educadores en este proceso, ya desde la primera educación que reciba la
persona, y durante los distintos momentos de su desarrollo: infancia, adolescencia,
madurez. De este modo, oyendo el llamado de Papa Francisco, conseguiremos abrir camino
en la urgente necesidad que existe en nuestros días de recuperar la verdad y la dignidad
del matrimonio y la familia, realidades fundamentales e insustituibles para la nueva
evangelización a la que todos somos llamados insistentemente por el Romano Pontífice,
responsabilidad que se refiere a todos los fieles, por nuestra condición bautismal, y no sólo
a los pastores.

Héctor Franceschi. Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)

17
[1]Cfr. Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas Est, nn. 3-11.
[2]San Giovanni Paolo II, Exh. Ap. Familiaris Consortio, n. 66.
[3]Han sido publicadas en la Rivista Diocesana di Roma, 2 (1995), pp. 248-256.
[4]Cfr. can. 226 § 2: «Por haber transmitido la vida a sus hijos, los padres tienen el gravísimo
deber y el derecho de educarlos; por tanto, corresponde a los padres cristianos en primer
lugar procurar la educación cristiana de sus hijos según la doctrina enseñada por la Iglesia».
[5]Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, II, 4, 1105b Edición bilingüe y traducción por M. Araujo
y J. Marías, Madrid 1959, p. 24: «Con razón se dice, pues, que realizando acciones justas se
hace uno justo, y con acciones morigeradas, morigerado. Y sin hacerlas ninguno tiene la
menor posibilidad de llegar a ser bueno. Pero los más no practican estas cosas, sino que se
refugian en la teoría y creen filosofar y poder llegar así a ser hombres cabales; se comportan
de un modo parecido a los enfermos que escuchan atentamente a los médicos y no hacen
nada de lo que les prescriben. Y así, lo mismo que éstos no sanarán del cuerpo con tal
tratamiento, tampoco aquellos sanarán del alma con tal filosofía».
[6]El mismo Código de Derecho Canónico así lo reconoce en sus cánones 1055 y 1057.
[7]J. Hervada, Libertad, naturaleza y compromiso en el matrimonio, Madrid 1991, pp. 32-33.
[8]Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, n. 39.
[9]V. García Hoz, Educación de la sexualidad, Madrid 1991, p. 48.
[10]San Juan Pablo II, Evangelium Vitae, n. 97.
[11]K. Wojtyla, Amor y responsabilidad, Madrid 1978 (8ª), p. 342.

[12]Cfr. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 27: «La paternidad y la
maternidad no terminan con el nacimiento: esa participación en el poder de Dios, que es la
facultad de engendrar, ha de prolongarse en la cooperación con el Espíritu Santo para que
culmine formando auténticos hombres cristianos y auténticas mujeres cristianas. Los padres
son los principales educadores de sus hijos, tanto en lo humano como en lo sobrenatural, y
han de sentir la responsabilidad de esa misión, que exige de ellos comprensión, prudencia,
saber enseñar y, sobre todo, saber querer; y poner empeño en dar buen ejemplo».
[13]Cfr. San Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, nn. 5 y 49ss; Código
de Derecho Canónico, canon 226, §§ 1 y 2.
[14]Código de Derecho Canónico, canon 1063, 1º.
[15]Cfr. San Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, nn. 5 y 49ss; Concilio
Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, nn. 11 y 30-36 y Decreto Apostolicam
Actuositatem, n. 11.
[16]San Juan Pablo II, Carta a las familias, n. 16.
[17]P.J. Viladrich, El pacto conyugal, Pamplona 1990, p. 76: «La educación, en cambio, es el
proceso de mejora de toda persona en la captación de la verdad, el bien y la belleza para —
luego— vivir en consonancia con lo descubierto. La familia es el primer y más natural lugar
de encuentro de todo nuevo ser que viene al mundo con la verdad, el bien y la belleza, y la
necesidad de realizarse en consonancia con ello. Los padres son los primeros maestros y
educadores».
[18]San Juan Pablo II, Carta a las familias, n. 16.
[19]F. Aznar Gil, La preparación para el matrimonio: principios y normas canónicas,
Salamanca 1986, p. 59: «Un aspecto fundamental, como pone de relieve la Sagrada
Congregación para la Educación Católica, de la preparación de los jóvenes para el
matrimonio consiste en darles una visión exacta de la formación y ética cristiana respecto a
la sexualidad».
[20]P. J. Viladrich, Matrimonio y sistema matrimonial de la Iglesia, en «Ius Canonicum» 54
(1987), p. 530: «Un reequilibrio en la interpretación y aplicación del sistema matrimonial de
la Iglesia, para aumentar su eficacia, requiere un decidido desarrollo del papel protagonista

18
que corresponde a los laicos, esposos y padres, como sujetos principales en la tarea de
educación de la sexualidad de sus hijos y en la educación para su matrimonio futuro».
[21]V. García Hoz, Educación..., cit., p. 35: «Llega un momento en la vida del ser humano en
la cual éste deja de ser niño y necesita una ayuda especial para orientarse en el mundo de
nuevas tendencias que, unidas al rápido desarrollo biológico, pueden llevarle a confusión.
En esa época, los padres, precisamente los padres, han de hablar con los hijos sobre el
sentido de la sexualidad enmarcado en el amor, sobre el sentido humano y sobrenatural del
amor entre un hombre y una mujer, sobre el sentido de la castidad como entrega a Dios».

[22]P. J. Viladrich, Matrimonio y sistema matrimonial de la Iglesia, cit., pp. 528-529: «Resulta
significativo que el mundo de la interpretación y aplicación del Derecho Matrimonial Canónico
tiende a reducirse al estudio de la patología del matrimonio, a las causas de nulidad y a los
procedimientos para la obtención de la nulidad y de la disolución».
[23]Pontificio Consejo para la Familia, La preparazione al matrimonio, 13 de mayo de 1996,
n. 1: «Oggi, al contrario, in non pochi casi, si assiste ad un accentuato deterioramento della
famiglia e ad una certa corrosione dei valori del matrimonio. In numerose nazioni, soprattutto
economicamente sviluppate, l'indice di nuzialità si è ridotto. Si suole contrarre matrimonio in
un'età più avanzata e aumenta il numero dei divorzi e delle separazioni, anche nei primi anni
di tale vita coniugale. Tutto ciò porta inevitabilmente ad una inquietudine pastorale, mille
volte ribadita: Chi contrae matrimonio, è realmente preparato a questo? Il problema della
preparazione al sacramento del Matrimonio, e alla vita che ne segue, emerge come una
grande necessità pastorale innanzitutto per il bene degli sposi, per tutta la comunità cristiana
e per la società. Perciò crescono dovunque l'interesse e le iniziative per fornire risposte
adeguate e opportune alla preparazione al sacramento del Matrimonio» (En algunos casos
hemos utilizado los textos en italiano por no disponer de la versión española).
[24]Es esto una consecuencia más de la errada concepción de la educación moral, que para
tantos se ha visto reducida a la simple información de cuáles son las leyes o reglas que rigen
el obrar del hombre. Como afirma Pinkaers, «cabe preguntar si no ha sido demasiado
descuidado, en la enseñanza moral de los últimos siglos, el desarrollo del amor a la verdad
y el conocimiento, si no se ha contentado demasiado con una información sobre el texto y
tenor de la ley». S. Pinkaers, Las Fuentes de la Moral Cristiana, Pamplona 1988, p. 543. Y
ello, no hay duda, también ha repercutido en la preparación para el matrimonio.
[25]Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, n. 2.
[26]Ibidem, n. 49.
[27]Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, n. 39.
[28]San Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, n. 5, §2.
[29]Ibidem, n. 8, §3. Son de gran riqueza los nn. 22 y siguientes del documento del Consejo
Pontificio para la Familia, Preparación para el matrimonio, en los que se desarrollan las
diversas etapas de la preparación al matrimonio, siguiendo el esquema ya señalado por
Juan Pablo II en su exhortación Familiaris Consortio.
[30]Código de Derecho Canónico, canon 226, §§ 1 y 2.
[31]Cfr. S. Pinkaers, Las Fuentes de la Moral Cristiana, cit., p. 576: «La inclinación sexual
funda el derecho al matrimonio para todo hombre, al mismo tiempo que el deber de asumir
en él del mejor modo posible las tareas complementarias: don de la vida y apoyo mutuo,
educación, como también el deber de respetar el matrimonio de los otros».
[32]J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Madrid 1973, p. 71: «Si es, en efecto, la prudencia
el fundamento y la madre de toda virtud moral, quede dicho con ello que es imposible educar
a un hombre en la justicia, la fortaleza o la templanza sin antes y a la par educarlo en la
prudencia, esto es, en la valoración objetiva de la situación concreta en que tiene lugar la
operación y en la facultad de transformar este conocimiento de la realidad en decisión
personal».

19
¿Por qué casarse?
Escrito por Héctor Franceschi
Publicado: 02 Noviembre 2017

“¿Por qué casarse?”, es la pregunta que el profesor


Héctor Franceschi, docente de Derecho Matrimonial
Canónico de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz
(Roma), se propuso responder en la lección inaugural
que pronunció durante la ceremonia de apertura del nuevo Año Académico 2017-2018

1. Introducción. 2. La comprensión del matrimonio: ¿Qué es el matrimonio?: a) Relativismo


cultural y matrimonio; b) El vaciamiento de la comprensión del amor (pasión, eros y ágape);
c) La visión “legalista” del matrimonio. 3. ¿Cómo salir al encuentro de los retos de nuestros
días?, es decir, ¿cómo trasmitir a las nuevas generaciones la belleza del matrimonio?: a)
Incapacidad proyectual. La generación de lo inmediato y el influjo de las nuevas
tecnologías; b) Miedo al compromiso. Una libertad entendida en sentido absoluto y
autorreferencial; c) Pesimismo antropológico. El hombre no sería capaz de ser bueno; d) El
hedonismo y la promiscuidad que se deriva. 4. A modo de conclusión.

1. Introducción

Quisiera ocuparme, en esta lección inaugural, de algunos temas que el Papa Francisco
considera el meollo de su Exhortación Apostólica Amoris laetitia. Como dice él mismo, el
núcleo de la Exhortación son los capítulos IV y V sobre el amor conyugal y su natural
fecundidad. En la misma Introducción, el Pontífice afirma que los mencionados capítulos
son los «dos capítulos centrales, dedicados al amor»[1].

Después de esos capítulos centrales, en el Capítulo VI el Papa Francisco traduce lo que ha


desarrollado en algunas perspectivas pastorales necesarias para trasmitir eficazmente
esas verdades, que no son simples contenidos doctrinales, sino que se refieren al ser
mismo de las personas y del matrimonio, y por tanto su felicidad y verdadera realización
como cónyuges y como familia.

En ese marco, cuando se detiene en el tema de la preparación al matrimonio, habla de la


urgencia de una “pastoral del vínculo”. Sus palabras me han servido como punto de
partida para desarrollar esta lección, que intentará encontrar respuestas a la siguiente
pregunta: ¿Por qué casarse? He aquí sus palabras: «La pastoral prematrimonial y la
pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, donde se aporten
elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a superar los momentos duros. Estos
aportes no son únicamente convicciones doctrinales, ni siquiera pueden reducirse a los
preciosos recursos espirituales que siempre ofrece la Iglesia, sino que también deben ser
caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la experiencia,
orientaciones psicológicas. Todo esto configura una pedagogía del amor que no puede
ignorar la sensibilidad actual de los jóvenes, en orden a movilizarlos interiormente»[2].

No hay duda de que esta movilización de la que habla el Pontífice es urgente. Se hizo un
examen de la realidad italiana en un artículo de un periódico italiano que recoge las
estadísticas del año pasado, tanto del Estado como de la Iglesia, respecto al matrimonio.
Estas son las conclusiones: «mientras los matrimonios civiles aumentan en 11.268

20
unidades, los religiosos siguen bajando en 1.831 unidades. El punto es este: los últimos
años, donde el número de matrimonios religiosos ha registrado evidentes caídas, se han
caracterizado por una estabilidad −si bien con una leve disminución− de matrimonios
civiles. Una especie de regla, casi, que viene a señalar que los matrimonios civiles no logran
recuperar los matrimonios perdidos por la iglesia. Y cuando finalmente los matrimonios
vuelven a subir, es solo mérito de los matrimonios civiles, que dan un salto de casi el 12
por ciento, mientras los religiosos pierden un 1,7 por ciento»[3].

Esta desafección por el matrimonio es una realidad generalizada en todo lo que una vez
llamábamos el Occidente cristiano, y no solo: Europa, América, los países más
desarrollados de Asia. Esto nos plantea la gran pregunta: ¿por qué cada vez hay más
jóvenes que no se casan? No digo que “no se casan por la Iglesia”, sino simplemente que
“no se casan”.

En esta lección intentaré explicar los motivos de esa gran caída. Dada la necesaria
brevedad, me detendré en dos aspectos que considero centrales para entender la situación
actual: la falta de comprensión y el empobrecimiento cultural de la realidad matrimonial;
los fallos y los retos que debemos afrontar para invertir esta tendencia.

2. La comprensión del matrimonio: ¿Qué es el matrimonio?

a) Relativismo cultural y matrimonio

Para la cultura de nuestros días, la realidad sería lo que nosotros determinemos, o lo que
el legislador, siguiendo las corrientes culturales o, peor aún, por la presión de grupos de
interés, determina en cada momento. No existiría la verdad, sino simplemente soluciones
de compromiso, o la cristalización en normas legales de lo que piensa la mayoría o incluso
el grupo que tenga más elementos de presión para imponer sus opiniones. La verdad, en
cambio, se vuelve incómoda, políticamente incorrecta, incluso un atentado contra la
libertad de las personas. Vivimos en una sociedad en la que existe una especie de “alergia
a la verdad”, que se ha manifestado de modo dramático en la comprensión del matrimonio,
que no sería otra cosa que lo que cada sociedad decida que sea, llevándonos a lo que
diversos autores han llamado el vaciamiento del matrimonio, término que se ha convertido
en flatus vocis o, como afirma Martínez de Aguirre, el matrimonio invertebrado[4]. Debido
a este fenómeno, que ha sufrido una fuerte aceleración en los últimos años, hemos llegado
a la negación de prácticamente todos los elementos que definen el matrimonio en muchas
legislaciones, sustituyendo la verdad del matrimonio por el “modelo legal”. Como afirma
uno de mis maestros, Javier Hervada: «En este tema es preciso ir más a la raíz. Cualquiera
que sea −mucha o poca− la coincidencia del aspecto legal con el matrimonio, está claro
que el matrimonio no es, en ningún caso, el aspecto legal. En ese sentido, el matrimonio
no es un ‘contrato civil’, terminología con la que, en el fondo, se está diciendo que el
matrimonio es un contrato legal que los contrayentes asumen. Pero algo así no es el
matrimonio, porque el matrimonio no es eso, sino, en todo caso, un ‘contrato natural’, una
institución natural. Limitarse a asumir un contrato legal, que sería limitarse a legalizar la
unión, no es propiamente contraer matrimonio»[5].

El matrimonio no es una construcción de la cultura. Contra lo que hoy los legisladores


quieren imponernos, o sea, el matrimonio como algo que viene construido por las leyes y
las culturas, sin que exista una noción “real” de matrimonio, debemos buscar los modos
de mostrar que el matrimonio es una realidad natural, que es vivida por la mayoría de las
parejas en todas las culturas. Esta visión natural debe superar el reduccionismo

21
biologicista y la aparente contraposición entre naturaleza y libertad. Existe una verdad
que podemos conocer y podemos vivir. El matrimonio es el único modo humano y
humanizante de vivir en su plenitud el don de la propia condición masculina y femenina.
Cualquier otro modo es deshumanizante y destructivo.

El mismo Hervada escribió: «Decir que el matrimonio es una realidad natural significa (…)
que es la forma humana del desarrollo completo de la sexualidad. En efecto, la sexualidad
es una forma accidental[6] de individuación de la naturaleza humana y, por eso mismo, es
parte de la estructura espiritual-corporal de la persona humana. Como tal, el orden y la
ley de su desarrollo son un orden y una ley morales −no físicas, ni instintivas−,
determinados por la finalidad de la unión entre hombre y mujer. Ahora bien, el modo
especificadamente humano de esa unión entre hombre y mujer en cuanto tales, es lo que
llamamos matrimonio (…): cualquier otra forma de unión entre hombre y mujer en cuanto
tales, que no sea el matrimonio, constituye una unión que no responde a las exigencias de
la persona humana»[7].

En palabras sencillas, el matrimonio no sería uno de entre tantos modos posibles de vivir
la entrega sexual, sino el único modo digno de la persona humana de entregar su condición
masculina o femenina. El matrimonio no es una “institución” creada por la Iglesia o el
Estado, sino que es el mismo don y la misma unión entre hombre y mujer en cuanto tales.

Como sabemos, la literatura es una de los cauces para trasmitir la comprensión de la


realidad en una determinada cultura. Entre tantos ejemplos posibles, he escogido uno que
considero un clarísimo ejemplo de que el verdadero amor conyugal lleva al bien de las
personas, mientras que el amor egoísta −el que no quiere comprometerse−, lleva a la
destrucción. Se trata de una de las obras maestras de la literatura rusa, Ana Karenina.
En esta novela de Tolstoi, que cuenta no una sino dos historias paralelas, la de Lëvin y
Kitty y la de Anna y el Conde Vronski, es evidente como la primera lleva al
perfeccionamiento de las personas y a su verdadero bien, mientras que la otra, en cambio,
lleva a la autodestrucción, pretendiendo algo que no es digno de la persona humana:
poseer sin ser poseído. Es cierto que eso es posible y sucede a menudo, pero la experiencia
nos demuestra que esa actitud individualista y egoísta no lleva a salir de sí, sino que crea
un monólogo egoísta que no logra percibir la dignidad y la irrepetibilidad del otro, que
viene, más que amado de verdad, utilizado para sus propios fines individualistas y,
recordemos, con palabras de la Gaudium et spes, que el hombre no puede «encontrar su
propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí»[8].

Entremos pues en la comprensión del matrimonio. Un primer punto en el que debemos


buscar vías convincentes de explicación es la relación entre naturaleza y cultura en el
matrimonio.

Es necesario precisar el modo con que deben recogerse los conceptos de naturaleza y
cultura en el ámbito del derecho de familia. A este propósito son verdaderamente
iluminantes y sencillas estas palabras de San Juan Pablo II: «No se puede negar que el
hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el
hombre no se agota en esa misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las
culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Ese algo es
precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la
cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas,
sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su
ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre,

22
relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con
la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al
«principio», precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había
deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales (cf. Mt 19,1-9)»[9].

Esta relación entre naturaleza y cultura viene explicada por C.S. Lewis con un ejemplo
muy claro, que es el del jardín y el jardinero. Pensemos en un bonito jardín inglés; en él la
belleza es fruto al mismo tiempo de la naturaleza y del trabajo atento del jardinero. Los
dos deben actuar para que exista el bonito jardín: tendencia y voluntad. No se puede
trabajar si no están los elementos adecuados: la buena tierra, la semilla, el agua; y no
habrá ni jardín, no flores ni frutos si no se trabajan adecuadamente esos elementos, si se
dejan a su espontaneidad. Así escribe Lewis: «Cuando Él (Dios) plantó el jardín de nuestra
naturaleza, e hizo que prendieran allí los florecientes y fructíferos amores, dispuso que
nuestra voluntad los “vistiera”. Comparada con ellos, nuestra voluntad es seca y fría, y a
menos que su gracia descienda como descienden la lluvia y el sol, de poco serviría esa
herramienta. Pero sus laboriosos −y por mucho tiempo negativos− servicios son
indispensables; si fueron necesarios cuando el jardín era el Paraíso, ¡cuánto más ahora
que la tierra se ha maleado y parecen medrar desmesuradamente los peores abrojos!»[10].

En conclusión, debemos hallar modos convincentes y bonitos para explicar a los jóvenes
la verdad del matrimonio como don de sí en cuanto varón y mujer, en una unión que por
su misma naturaleza es exclusiva, fiel, indisoluble y fecunda, no porque lo digan las leyes
de la Iglesia o del Estado, sino porque así está en la realidad, en el bien del ser hombre y
mujer, en la verdad de la propia condición. La relación que une hombre y mujer en el
matrimonio, como va de persona a persona, exige por justicia la totalidad del don, ya sea
en el tiempo que en el espacio −fidelidad e indisolubilidad− que en el don y acogida de la
potencial paternidad y maternidad conyugales, que se concreta en la apertura a la vida[11].
Cualquier otro tipo de relación es un falso o un sustituto que llevará al vacío, a la
infelicidad. En definitiva, se trata de saber trasmitir la alegría del verdadero amor entre
hombre y mujer: “Amoris laetitia”, la verdadera alegría del amor conyugal.

b) El vaciamiento de la comprensión del amor (pasión, eros y ágape)

Siempre sobre el mismo argumento −la dificultad de entender qué es el matrimonio−


debemos tener en cuento que en nuestra sociedad la palabra amor ha sufrido una
profunda transformación y a menudo ha sido tergiversada, entendiendo por amor la pasión
o solos los sentimientos. Sin embargo, es evidente que un elemento fundamental en el
proceso de crecimiento de los jóvenes y de los novios será el descubrimiento del verdadero
amor, que no es el amor egoísta, que piensa en sí mismo, sino el amor que quiere el bien
de la persona amada, el verdadero bien, no algo pasajero. En el verdadero amor conyugal
el hombre y la mujer logran integrar los diversos niveles de su ser persona varón y persona
femenina: instinto, sentimientos y voluntad. No hay contraposición entre eros y ágape,
sino complementariedad e integración.

Al respecto, son magistrales las consideraciones que hace Benedicto XVI en las primeras
páginas de Deus Caritas est[12], sobre la relación entre eros y ágape, argumento que
retoma el Papa Francisco en Amoris laetitia[13]. Es preciso superar una visión de la
relación hombre-mujer como simple atracción o como afectos y sentimientos, porque sobre
esa base no se puede construir nada duradero. Aquí nos jugamos la comprensión del
matrimonio y la respuesta al porqué vale la pena casarse, o sea darse y acogerse a sí mismo
en cuanto hombre y mujer, en la propia masculinidad y feminidad, para constituir el una

23
caro conyugal, es decir, la unión en la naturaleza, que supera, sana y purifica las
concretizaciones de las diversas culturas, como recordaba San Juan Pablo II en el citado
texto de Veritatis splendor. En el matrimonio vemos la única manera digna de la persona
humana de integrar, en el amor entre hombre y mujer, el eros y el ágape. Y el matrimonio
es esa misma unión que, por su naturaleza, es exclusiva, indisoluble y fecunda.

c) La visión “legalista” del matrimonio

En tercer lugar, pero no por eso menos importante, en la comprensión del matrimonio hay
que superar una visión legalista que está muy difundida, según la cual el matrimonio no
sería otra cosa que unirse a un determinado modelo cultural o jurídico. Hoy, para muchos
jóvenes, el matrimonio no sería otra cosa que, en palabras de Viladrich, «la legalización de
los sentimientos amorosos»[14]. Desde esta perspectiva, la diferencia entre convivir y estar
casados no sería más que la celebración de una ceremonia o el cumplimiento de
determinados requisitos formales. No habría un antes y un después del matrimonio, si no
la aceptación de las relaciones sexuales, por parte de la Iglesia o de la sociedad, como
legítimos y socialmente aceptables. En cambio, el matrimonio marca claramente un antes
y un después. Antes de la celebración, cuyo núcleo es el consentimiento matrimonial que
«no puede ser suplido por ninguna potestad humana» (can. 1057 §1), hay promesas,
esperanzas, a menudo un falso don de sí, mientras que a través del consentimiento el
hombre y la mujer se convierten en cónyuges, ya no se pertenecen en su condición
masculina y femenina, porque la una pertenece al otro y viceversa: son marido y mujer,
cosa que antes no eran, y precisamente por eso sus actos sexuales son esencialmente
diversos, porque son la manifestación de esa mutua pertenencia que, por su naturaleza,
no porque lo diga la Iglesia o el Estado, es exclusiva, indisoluble y abierta a la potencial
paternidad y maternidad.

Al respecto, considero que uno de los elementos que impiden la comprensión de la


verdadera naturaleza del consentimiento matrimonial sea el hecho de que los novios cada
vez más habitualmente mantienen frecuentes relaciones sexuales −no digo
prematrimoniales porque a menudo no lo son−, lo que hace más difícil comprender que
existe un antes y un después que no se limita a la ceremonia nupcial. En este sentido, y
esto lo digo también por mi experiencia como juez, debo confesar que ya no me extraña la
frecuencia de convivencias previas, o de largos noviazgos en los que ha habido frecuentes
relaciones sexuales, que luego acaban en los tribunales de la Iglesia. No pocas veces son
largas relaciones que luego, tras la celebración matrimonial, duran poco tiempo. En esos
casos a menudo me encuentro una pareja de hecho que, tras años de planteamientos y
dudas, deciden “celebrar la ceremonia” por los motivos más variopintos: porque están
juntos desde hace tiempo y piensan que esa situación no se puede seguir retrasando:

“O nos dejamos o nos casamos”; o porque se sienten obligados a casarse porque piensan
que ya no podrían encontrar a otro o a otra; o porque las insistencias de los parientes les
abruman. Pero, en muchos de esos casos, hay una casi incapacidad −no lo digo en sentido
técnico− para percibir la novedad del consentimiento, mediante el cual lo que era un simple
hecho se convierte en realidad, pertenencia recíproca, vínculo de justicia en el sentido más
profundo. Con esto no quiero decir que esos matrimonios sean siempre nulos, sino
simplemente, por una parte, que las relaciones sexuales previas al matrimonio no son
ninguna garantía de éxito y, por otra, que enfocar así la relación comporta un riesgo real
de no llegar a comprender el profundo sentido humano del consentimiento matrimonial,
que viene reducido a una simple ceremonia o formalidad que no modifica en su esencia la
relación entre el hombre y la mujer.

24
Pero las situaciones pueden ser muy diversas. La pastoral matrimonial tendrá, siguiendo
los consejos del Papa Francisco, que hacer el esfuerzo para salir al encuentro de esas
parejas que, por los motivos más variados, conviven sin estar casados, ayudándoles a
remover los obstáculos −a veces internos, a veces externos− que les impiden llegar al don
sincero de sí en el matrimonio, de comprender que casarse es entregarse y acogerse en
una unión que, por su misma naturaleza, es exclusiva, indisoluble y abierta a la
fecundidad, cosa que antes no era. Más que intentar convencerlos en cumplir una
formalidad, se trata de acompañarles en un camino que lleve a esa unión a su perfección,
mediante un proceso de purificación, elevación y entrega sincera.

Así pues, uno de los grandes desafíos en nuestras culturas es el de lograr explicar que el
matrimonio no es una estructura legal extrínseca a la relación amorosa. Esto requiere una
clara distinción entre “legalidad” y “juridicidad intrínseca”. Lo explica muy bien Hervada
con las siguientes palabras: «Está claro, por todo lo afirmado, que el matrimonio no es una
estructura extrínseca, impuesta desde fuera por el legislador, una especie de canal externo
a través del cual el legislador pretendería ordenar, en línea con algunos criterios
particulares, la unión entre hombre y mujer. Ciertamente existe una legalidad
matrimonial, que consiste en el sistema matrimonial propio de todo ordenamiento jurídico:
desde la forma del matrimonio hasta los efectos de la filiación. Pero dicha legalidad no es
el matrimonio, ni entra en su estructura jurídica intrínseca. A este respecto conviene
distinguir, para no dar lugar a malentendidos, entre legalidad relativa al matrimonio y el
matrimonio mismo. El matrimonio tiene una estructura jurídica formada por el vínculo
entre hombre y mujer que les hace marido y mujer, por los derechos y deberes conyugales,
por los principios que informan la vida conyugal»[15].

Finalmente, en este esfuerzo de superación de la visión legalista del matrimonio, considero


que es fundamental el descubrimiento de la dimensión vocacional del matrimonio, que
entre bautizados significa sacramentalmente la unión entre Cristo y su Iglesia. Como nos
recuerda el Papa Francisco en Amoris laetitia: «El sacramento del matrimonio no es una
convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento
es un don para la santificación y la salvación de los esposos, porque «su recíproca
pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación
de Cristo con la Iglesia. Los esposos son por tanto el recuerdo permanente para la Iglesia
de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación,
de la que el sacramento les hace partícipes» (S. Juan Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio
(22-XI-1981), 13). El matrimonio es una vocación, en cuanto que es una respuesta al
llamado específico a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor entre Cristo y
la Iglesia. Por lo tanto, la decisión de casarse y de crear una familia debe ser fruto de un
discernimiento vocacional»[16].

3. ¿Cómo salir al encuentro de los retos de nuestros días?, es decir, ¿cómo trasmitir
a las nuevas generaciones la belleza del matrimonio?

Además de las cuestiones que he señalado hasta ahora, hay también otros retos que
debemos afrontar para lograr superar esas desafecciones −incluso a veces miedos− hacia
el matrimonio que encontramos en nuestra sociedad. Podemos indicar muchos desafíos,
pero me limitaré a algunos que considero muy importantes en esta labor de reconstrucción
cultural del matrimonio y a la que el Papa Francisco ha dedicado amplio espacio en Amoris
laetitia: a) la incapacidad proyectual en la generación de lo inmediato y el influjo de las
nuevas tecnologías; b) El miedo al compromiso, causado por una libertad entendida en

25
sentido absoluto y autorreferencial; c) el pesimismo antropológico, según el cual el hombre
no sería capaz de ser bueno; d) el hedonismo y la promiscuidad que se deriva.

En este epígrafe veremos cuáles podrían ser, en mi opinión, las soluciones a estos retos,
que no son sino encontrar las razones y las sendas para abrir los ojos a los jóvenes par
que redescubran la “belleza y la novedad del amor conyugal”.

a) Incapacidad proyectual. La generación de lo inmediato y el influjo de las nuevas


tecnologías

El Papa Francisco, con gran realismo, nos indica lo difícil que es hacer proyectos de vida
de amplio alcance cuando se está inmerso en una cultura de lo provisional y de lo
inmediato, donde las personas buscan solo satisfacer sus necesidades y lograr una
felicidad que no exija esfuerzo ni sacrificio. Desde esta perspectiva, la persona no logra
entender ni asumir un amor fuerte, que es en primer lugar compromiso, como es por su
naturaleza el amor conyugal. Leamos sus palabras: «Un amor débil o enfermo, incapaz de
aceptar el matrimonio como un desafío que requiere luchar, renacer, reinventarse y
empezar siempre de nuevo hasta la muerte, no puede sostener un nivel alto de
compromiso. Cede a la cultura de lo provisorio, que impide un proceso constante de
crecimiento. Pero “prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan
que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente
nuestro futuro a la persona amada” (Lumen fidei, 29-VI-2013, 52)»[17].

Debemos saber trasmitir esta verdad a los jóvenes: el matrimonio no es la meta, no es la


celebración ni mucho menos el banquete, sino que es un proyecto de vida que involucra a
toda la persona y a toda su vida. Los bienes del matrimonio son bienes arduos, que
requieren para su logro las virtudes: fortaleza, generosidad, prudencia, magnanimidad,
caridad por encima de todo[18].

Por eso, la pastoral familiar debe ser muy clara y también exigente, pero no solo mostrando
las leyes como si fuesen algo extrínseco, sino sabiendo trasmitir la belleza del matrimonio:
«los matrimonios agradecen que los pastores les ofrezcan motivaciones para una valiente
apuesta por un amor fuerte, sólido, duradero, capaz de hacer frente a todo lo que se le
cruce por delante»[19].

Es fundamental, además, enseñar a los jóvenes −y también a los adultos− a saber esperar
porque en el matrimonio las cosas no se obtienen ni enseguida ni automáticamente. En
Amoris laetitia hay un consejo muy práctico del Papa Francisco que creo puede servir de
guía en un proceso educativo de los jóvenes que les enseñe a hacer proyectos a largo
término: «En este tiempo, en el que reinan la ansiedad y la prisa tecnológica, una tarea
importantísima de las familias es educar para la capacidad de esperar. No se trata de
prohibir a los chicos que jueguen con los dispositivos electrónicos, sino de encontrar la
forma de generar en ellos la capacidad de diferenciar las diversas lógicas y de no aplicar la
velocidad digital a todos los ámbitos de la vida. La postergación no es negar el deseo sino
diferir su satisfacción. Cuando los niños o los adolescentes no son educados para aceptar
que algunas cosas deben esperar, se convierten en atropelladores, que someten todo a la
satisfacción de sus necesidades inmediatas y crecen con el vicio del «quiero y tengo». Este
es un gran engaño que no favorece la libertad, sino que la enferma»[20].

26
b) Miedo al compromiso. Una libertad entendida en sentido absoluto y autorreferencial

La libertad es siempre finalizada, no es fin en sí misma. Solo comprometiéndose la persona


consigue realizarse como persona. Quien pone la libertad como fin de sí misma se vuelve
esclavo de su “libertad”, que ya no es libertad de elegir el bien autónomamente, sino una
total y absurda indeterminación, es decir, no una verdadera libertad sino una libertad
ilusoria, un sucedáneo de la verdadera libertad.

Pero crecer en la libertad exige un proceso formativo eficaz. Como dice el Papa Francisco:
«La libertad es algo grandioso, pero podemos echarla a perder. La educación moral es un
cultivo de la libertad a través de propuestas, motivaciones, aplicaciones prácticas,
estímulos, premios, ejemplos, modelos, símbolos, reflexiones, exhortaciones, revisiones del
modo de actuar y diálogos que ayuden a las personas a desarrollar esos principios
interiores estables que mueven a obrar espontáneamente el bien. La virtud es una
convicción que se ha trasformado en un principio interno y estable del obrar. La vida
virtuosa, por lo tanto, construye la libertad, la fortalece y la educa, evitando que la persona
se vuelva esclava de inclinaciones compulsivas deshumanizantes y antisociales. Porque la
misma dignidad humana exige que cada uno “actúe según una elección consciente y libre,
es decir, movido e inducido personalmente desde dentro” (Gaudium et spes, 17)»[21].

A la luz de estas palabras, quisiera subrayar la centralidad de la educación en las virtudes


en el proceso de preparación al matrimonio entendido en toda su riqueza. Es un tema del
que habló San Juan Pablo II en Familiaris consortio[22] y que fue retomado por Francisco
en Amoris laetitia[23]. Esto se entenderá mejor en la medida en que se descubra el
desarrollo de las virtudes como algo natural, es decir, como el recto desarrollo de las
tendencias inscritas en la naturaleza humana que nos permite alcanzar la perfección a la
que está llamada nuestra naturaleza personal, y no como la simple adquisición de un
hábito que pone límites a una libertad que de lo contrario sería absoluta[24].

La familia es el ámbito más eficaz de la educación en las virtudes, no tanto como


enseñanzas teóricas, sino como el modo bueno de vivir: el don desinteresado a los demás,
la generosidad, el saber compartir, el sacrificio, el sentido de justicia, la fortaleza, la
castidad, sobre todo si los hijos ven esas virtudes encarnadas en sus padres. Como afirma
San Josemaría Escrivá: «Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo
éste: que vuestros hijos vean −lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no os hagáis ilusiones−
que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios,
que está en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que
los queréis de veras»[25].

c) Pesimismo antropológico. El hombre no sería capaz de ser bueno

En muchas de las discusiones que surgieron durante las Asambleas del Sínodo y después
de la publicación de Amoris laetitia, se nota un profundo pesimismo antropológico, como
si no fuese posible pedir hoy a los novios y a las parejas que vivan fielmente las exigencias
del verdadero amor. Ese pesimismo, además, no es solo respecto a las personas, sino
también respecto a la fuerza de la redención obrada por Cristo, como si no hubiese sido
verdaderamente eficaz y el hombre siguiese siendo el mismo de antes, si acaso con un
bonito ejemplo y una bonita doctrina trasmitidos por Cristo, pero no un hombre nuevo,
redimido por la gracia. En este sentido, no podemos rebajar las exigencias intrínsecas del
matrimonio, don de Dios a los hombres, para hacerlo una “institución” −no ya una
realidad− más al alcance de la mano de los pobres mortales.

27
Considero que el remedio más eficaz contra ese pesimismo antropológico respecto al
matrimonio sea el acercamiento de los novios a una auténtica vida de fe coherente. De ahí
la importancia de que los cursos de preparación al matrimonio no se limiten a la trasmisión
de contenidos, incluso muy hermosos, sino que se tomen en serio la importancia del
redescubrimiento de la fe y de la vida cristiana, garantía de buen éxito de la vocación
matrimonial de los fieles. Un dato como muestra. Hace unos meses hablaba con un párroco
romano que me contó que en su parroquia, desde hace más de 30 años, organizan cursos
de preparación en los que participa cada año una treintena de parejas de novios. Desde el
principio, enfocaron esos cursos de preparación como un recorrido de redescubrimiento
de la fe y renacimiento de la vida sacramental. De las casi 900 parejas que han seguido
ese recorrido a lo largo de los años, se cuentan con los dedos de una mano aquellas cuyo
matrimonio ha fracasado[26]. La ayuda de la gracia, que Cristo no niega a ningún hombre
de vida recta[27], es necesaria para vivir fielmente el amor conyugal, incluso a través de
las pruebas y las crisis que toda pareja pueda atravesar. Además, en el caso del
matrimonio de los bautizados, tenemos la certeza de que, si no se ponen obstáculos, la
gracia de Dios actúa siempre eficazmente, porque Cristo está presente en la vida de la
pareja. Es esa conciencia la que evita caer en el pesimismo antropológico al que hacía
referencia.

d) El hedonismo y la promiscuidad que se deriva

La banalización de la sexualidad, consecuencia de diversos fenómenos de los últimos


decenios −la mentalidad anticonceptiva, la educación sexual desviada e ideológica, la
promoción de modelos de sexualidad libertarios, la difusión de la pornografía, etc.−, hace
que a los jóvenes les cueste entender qué significa el respeto de la propia masculinidad y
feminidad, ordenadas por su misma naturaleza al don total de sí en la condición masculina
y femenina.

En nuestras sociedades hay diversos problemas que deben considerarse en los recorridos
formativos de los jóvenes: el sexo precoz, la promiscuidad, la fuerte presencia de la
pornografía, de modo particular en la red, que deben ser afrontados a partir de una
verdadera educación sexual, que se traduce en una comprensión de este proceso como
educación en las virtudes, particularmente en la virtud de la castidad, entendida no como
lista de prohibiciones sino como una virtud positiva que hace a la persona dueña de sí
misma y no esclava de las pasiones y de los sentimientos.

Esto viene explicado con gran claridad por el Papa Francisco en Amoris laetitia, en el
epígrafe titulado Sí a la educación sexual[28]. En él, el Pontífice, con gran realismo, habla
de la responsabilidad de los padres y de los educadores en un mundo en el que se ha
banalizado la sexualidad y a menudo se presentan modelos que no responden a la dignidad
de la persona humana, que se vuelve un objeto de placer y no una persona irrepetible que
debe ser respetada, cuidada, amada de verdad y nunca utilizada. En esa educación, que
no es simple información sino formación que tiene en cuenta las diversas etapas de la
madurez de la persona, el Papa subraya una vez más el papel fundamental de las virtudes,
entre las cuales señala la castidad, el pudor, el respeto del otro, la generosidad, todas
iluminadas e informadas por la caridad, que viene explicada en el capítulo IV, corazón de
la Exhortación.

28
4. A modo de conclusión

No quisiera que todo lo dicho hasta ahora nos llevase al pesimismo. Es verdad que los
retos son grandes, pero tenemos todos los medios para afrontarlos. El optimismo del
cristiano no tiene su fundamento en que todas las cosas vayan bien, sino en la certeza de
la eficacia de la redención obrada eficazmente por Jesucristo y conscientes de que, también
en el ámbito de la evangelización de la familia, somos sus instrumentos. Contra esa cultura
que pone en duda o niega directamente los fundamentos del matrimonio y de la familia,
tenemos la certeza de estar del lado de la razón y no del equivocado.

La situación actual, que Benedicto XVI no dudó en llamar de “emergencia educativa”[29],


también respecto a la situación actual de la familia, es para todos una llamada a la
responsabilidad personal e institucional: unir fuerzas para influir en el ambiente, para
cambiarlo, siguiendo un consejo del Fundador del Opus Dei: «“¡Influye tanto el ambiente!”,
me has dicho. Y hube de contestar: sin duda. Por eso es menester que sea tal vuestra
formación, que llevéis, con naturalidad, vuestro propio ambiente, para dar “vuestro tono”
a la sociedad con la que conviváis. Y, entonces, si has cogido este espíritu, estoy seguro de
que me dirás con el pasmo de los primeros discípulos al contemplar las primicias de los
milagros que se obraban por sus manos en nombre de Cristo: “¡Influimos tanto en el
ambiente!”»[30].

Esta seguridad nos llevará a buscar todos los modos posibles para difundir la belleza del
matrimonio, ya sea a través del apostolado personal, tema en el que insiste tanto el Papa
Francisco, como a través de iniciativas culturales, académicas, sociales que contribuyan
a la nueva evangelización de la familia, también a través del acompañamiento de las
familias y la oración en familia y por las familias. Creo que nosotros, como Universidad,
estamos llamados a estar en primera línea en estos momentos de “emergencia educativa”.
Y hay diversos instrumentos con los que podemos contar, en cuanto centro de
investigación y enseñanza: la promoción de la investigación interdisciplinar, el diálogo con
la sociedad civil, los diversos servicios que podemos prestar a la Iglesia Universal y a las
Iglesias locales. ¿Cómo podemos hacerlo? Mediante las publicaciones, con el trabajo sobre
el terreno, buscando vías para hacer llegar el trabajo de investigación no solo a nuestros
estudiantes sino también a un público más amplio. Ya hay muchas realidades que deben
ser animadas: el proyecto Family and Media (Familia y Medios), el curso Amor, familia y
educación, el Centro de estudios jurídicos sobre la familia, el Curso sobre la pastoral
matrimonial organizado por el Centro de formación sacerdotal, y muchas otras iniciativas
de las diversas Facultades.

Se trata de buscar los caminos para captar el reto que recientemente nos ha propuesto
nuestro Gran Canciller: «Convendrá estudiar modos prácticos para desarrollar la
preparación al matrimonio, sostener el amor mutuo entre los esposos y la vida cristiana
en las familias, impulsar la vida sacramental de abuelos, padres e hijos, especialmente la
confesión frecuente. Cristo abraza todas las edades del hombre, nadie es inútil o
superfluo»[31]. Y, en ese reto, indica también algunos instrumentos que nos afectan de
cerca como centro universitario, cuando nos habla de: «la acción de grupos de estudio
sobre el papel educativo, social y económico de la familia, con vistas a crear en la opinión
pública un ambiente favorable a las familias numerosas»[32].

Como he explicado a lo largo de la exposición, para lograr invertir la tendencia sobre la


comprensión de la realidad del matrimonio, hacen falta auténticos y eficaces programas
de formación para los jóvenes, los novios, las familias. Esto implica tener claras las ideas

29
sobre cuáles son los puntos débiles y los puntos fuertes de las culturas en las que nos
movemos, lo que nos permitirá encontrar los modos para afrontar esa emergencia
educativa a la que me acabo de referir. Como afirma Benedicto XVI: «En realidad, hoy
cualquier labor de educación parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de
una gran "emergencia educativa", de la creciente dificultad que se encuentra para
transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un
correcto comportamiento, dificultad que existe tanto en la escuela como en la familia, y se
puede decir que en todos los demás organismos que tienen finalidades educativas.

Podemos añadir que se trata de una emergencia inevitable: en una sociedad y en una
cultura que con demasiada frecuencia tienen el relativismo como su propio credo –el
relativismo se ha convertido en una especie de dogma–, falta la luz de la verdad, más aún,
se considera peligroso hablar de verdad, se considera "autoritario", y se acaba por dudar
de la bondad de la vida −¿es un bien ser hombre?, ¿es un bien vivir?− y de la validez de
las relaciones y de los compromisos que constituyen la vida. Entonces, ¿cómo proponer a
los más jóvenes y transmitir de generación en generación algo válido y cierto, reglas de
vida, un auténtico sentido y objetivos convincentes para la existencia humana, sea como
personas sea como comunidades? Por eso, por lo general, la educación tiende a reducirse
a la transmisión de determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras se busca
satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolas de objetos de
consumo y de gratificaciones efímeras. Así, tanto los padres como los profesores sienten
fácilmente la tentación de abdicar de sus tareas educativas y de no comprender ya ni
siquiera cuál es su papel, o mejor, la misión que les ha sido encomendada. Pero
precisamente así no ofrecemos a los jóvenes, a las nuevas generaciones, lo que tenemos
obligación de transmitirles. Con respecto a ellos somos deudores también de los
verdaderos valores que dan fundamento a la vida»[33]. Y nosotros no podemos abdicar a
nuestras responsabilidades al respecto. Debemos ser conscientes de que somos
“formadores de formadores”.

El desafío puede parecer enorme, pero si comenzamos con la adecuada formación de los
sacerdotes, de los fieles laicos y de los religiosos que frecuentan nuestras aulas, seremos
un eficaz instrumento en el cambio de nuestras culturas, conscientes de que la Iglesia ya
está hecha, pero se debe hacer en cada generación, también por lo que se refiere al
descubrimiento de la belleza del amor conyugal, del matrimonio y de la familia en él
fundada. Muchas gracias.

Héctor Franceschi
Fuente: pusc.it.
Traducción de Luis Montoya.

30
[1] Francisco, Ex. Ap. Amoris laetitia, 19-III-2016, n. 6 (en adelante AL)

[2] AL, n. 211.

[3] “Il Foglio”, 21-VII-2016.

[4] J. G. Martínez de Aguirre, El matrimonio invertebrado, Rialp, Madrid 2012.

[5] J. Hervada, L’identità del matrimonio, en Scritti sull’essenza del matrimonio, Giuffrè,
Milano 2000, 234.

[6] Entiéndase que Hervada usa el adjetivo “accidental” no en el sentido de algo segundario
o superfluo, sino en el sentido aristotélico de accidente como algo distinto de la sustancia.
Lo usa para subrayar que tanto el varón como la mujer son plena e igualmente persona
humana con la misma dignidad, aunque diversos y complementarios en cuanto varón y
mujer. Pienso que hoy no habría utilizado este término por el riesgo de confusión respecto
a las ideologías que consideran la condición masculina y femenina como algo de los que
se puede disponer libremente, y no como parte de la condición personal, que nos viene
dada en cuanto personas. Sobre este tema, cfr. J. Marías, Antropología metafísica, Madrid
1987, 71-78; B. Castilla, La complementariedad varón-mujer. Nuevas hipótesis, Rialp,
Madrid 1993, 102-105; A. Malo, Identità, differenza e relazione fra uomo e donna. La
condizione sessuata, en H. Franceschi (a cura di), Matrimonio e familia. La questione
antropologica, Edusc, Roma 2015, 29-48.

[7] J. Hervada, L’identità del matrimonio, cit., 229-230.

[8] Concilio Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 24.

[9] San Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, n. 53.

[10] C.S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 1991, 130 (trad. de Pedro Antonio
Urbina).

[11] He desarrollado el carácter intrínseco de la ordenación de los bienes –bien de los


cónyuges y bien de la prole– y de las propiedades esenciales del matrimonio –unidad e
indisolubilidad– en diversos artículos, a los cuales me remito: H. Franceschi, L’esclusione
della prole nella giurisprudenza rotale recente, en H. Franceschi - M.A. Ortiz (a cura di),
Verità del consenso e capacità di donazione, Edusc, Roma 2009, p. 293-336; Id., Il “bonum
coniugum” dalla prospettiva del realismo giuridico, en AA.VA., Studi in onore di Carlo
Gullo, LEV, Città del Vaticano 2017, 433-462; Id., Valori fondamentali del matrimonio
nella società di oggi: indissolubilità, en AA.VA., Matrimonio canonico e realtà
contemporanea, LEV, Città del Vaticano 2005, 213-236; Id., L’esclusione del “bonum fidei”
nella giusrisprudenza rotale recente, en H. Franceschi - M.A. Ortiz (a cura di), La ricerca
della verità sul matrimonio e il diritto a un processo giusto e celere, Edusc, Roma 2012,
41-96.

[12] Benedicto XVI, Enc. Deus Caristas est, 25-XII-2005, nn. 3-8.

[13] AL, capítulo IV, en particular los nn. 142-152 que hablan del amor apasionado.

[14] Cfr. P. J. Viladrich, La agonía del matrimonio legal, Pamplona 1984.

31
[15] J. Hervada, L’identità del matrimonio, cit., 230.

[16] AL, n. 72.

[17] Ibidem, n. 124.

[18] Cfr. Ibidem, cap. IV.

[19] Ibidem, n. 200.

[20] Ibidem, n. 275.

[21] Ibidem, n. 267.

[22] San Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 66.

[23] AL, nn. 28, 206, 267.

[24] Sobre el tema de la centralidad de las virtudes en el desarrollo de la vida recta, cfr.,
entre otros, S. Pinckaers, Les sources de la morale chrétienne. Sa méthode, son contenu,
son histoire, Friburgo-París 1985; J. Pieper, Las virtudes fundamentales, 3ª ed., Bogotá
1988; A. McIntyre, Tras la virtud, Barcelona 1987; A. Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per
essere santi. I: Teologia Morale Fondamentale, Edusc, Roma 2016. [24] San Josemaría
Escrivá, Es Cristo que pasa, homilía El matrimonio, vocación cristiana, Rialp, Madrid
2010, n. 28.

[25] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, homilía El matrimonio, vocación cristiana,
Rialp, Madrid 2010, n. 28.

[26] Cfr. AL, n. 67, 73, 124.

[27] Cfr. San Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 84.

[28] AL, nn. 280-286.

[29] Benedicto XVI, Discurso en la apertura del Convenio de la Diócesis de Roma, 11-VI-
2007.

[30] San Josemaría Escrivá, Camino, 376. Rialp, Madrid 2002.

[31] F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 21.

[32] Ibidem.

[33] Benedicto XVI, Discurso en la apertura del Convenio de la Diócesis de Roma, cit.

32
Sobre la pastoral del noviazgo:
algunas premisas para articular un
itinerario de fe para novios
Escrito por Carmen Álvarez Alonso
Publicado: 15 Noviembre 2017

Se siente con urgencia la necesidad de reestructurar la


pastoral del noviazgo, ofreciendo una preparación al
matrimonio mucho más integral y articulada,
estructurada en forma de Itinerarios de fe para novios

El artículo sugiere algunos criterios para crear y articular


esos Itinerarios de fe: la vocación al amor como un camino
de fe, pues ambas realidades son inseparables y se
iluminan recíprocamente; la importancia de conocer bien el perfil del sujeto −los novios−
al que va destinado el Itinerario de fe; entender el noviazgo como un tiempo en que
comienza a generarse una nueva identidad en el sujeto: su ser esponsal; redescubrir la
centralidad de la vocación del cuerpo y el significado de la diferencia sexual; encuadrar el
tiempo del noviazgo dentro de la estructura sacramental de la vida cristiana, si no
queremos diluirlo en otros enfoques que desvirtúan su más neta identidad. Los diferentes
momentos del Itinerario de fe para novios han de integrarse dentro de una liturgia familiar
y doméstica que es, a día de hoy, una realidad que la pastoral familiar debe volver a
recuperar.

Se siente con una urgencia cada vez mayor la necesidad de reestructurar la pastoral del
noviazgo. La inquietud no es nueva, pues ya la recogió en su momento el concilio Vaticano
II[1], la Familiaris consortio en el año 1982[2], el Directorio de la pastoral familiar en
España[3], Benedicto XVI[4] y, más recientemente, el Papa Francisco[5]. Es importante
tomar conciencia de que la atención pastoral a los novios es una responsabilidad de toda
la Iglesia y, de una manera más concreta, de las diócesis, que son las que articulan en lo
concreto la fisonomía de esta pastoral específica.

A día de hoy, la pastoral del noviazgo acusa la dirección por la que camina la pastoral en
general, guiada aún por un principio cuanto menos cuestionable: se sigue dando la
primacía al criterio de lo urgente, y se margina lo importante y necesario, quizá porque
requiere más tiempo y, a la larga, implica mayor lentitud en los resultados. Es importante
también no plantear el noviazgo como una situación a resolver, o como una realidad
pastoral aislada, es decir, desvinculada de otros sectores de la pastoral, tal como ya indicó
en su momento el Directorio de la pastoral familiar en España[6]. En particular, sería muy
recomendable que la pastoral del noviazgo estuviera articulada en conexión con otras
catequesis, sobre todo con la de los jóvenes que sepreparan para la Confirmación. Es
verdad que la Iglesia tiene el deber pastoral de acompañar a los matrimonios y a las
familias; pero, una pastoral familiar que quiera ser eficaz a medio y largo plazo, ha de
comenzar por afianzar, desde el punto de vista catequético, todas las etapas previas al
matrimonio hasta llegar a la etapa del noviazgo. Así, en la catequesis de Confirmación, o
en la pastoral de jóvenes debería trabajarse ya, por ejemplo, toda la educación afectivo-
sexual, tocando cuestiones que en el noviazgo pasan a ocupar un puesto central.

33
Es también un sentir general que los cursos de novios, tal como siguen planteándose en
la actualidad, no responden adecuada y suficientemente al interés pastoral y existencial
de esta etapa del noviazgo. Con una preparación al matrimonio que siga centrándose tan
solo en los cursillos de novios seguiremos moviéndonos en una pastoral vocacional de
mínimos que, en la práctica es permitida para el sacramento del matrimonio, pero no para
el sacramento del orden o para la vida consagrada. En este sentido, los últimos Papas no
han dejado de marcar claramente el horizonte hacia el que hay que caminar, insistiendo
en la idea de una preparación al matrimonio mucho más integral y articulada, tanto
remota, es decir, comenzando en la familia, como próxima e inmediata, es decir,
estructurada en forma de Itinerarios de fe para novios[7]. Estos Itinerarios de fe no son
solo catequesis o cursos sobre el matrimonio. Se trata, más bien, de una especie de
catecumenado, es decir, una experiencia más integral, que busca suscitar, animar y
sostener la fe y la conversión de los novios, a través del camino y de la experiencia del
amor que ellos están haciendo. Estos Itinerarios pueden organizarse tanto a nivel
parroquial como interparroquial; pero, en cualquiercaso, es importante que el criterio de
la unidad guíe su estructuración en toda la diócesis. A este criterio de la unidad, pueden
añadirse otros, que aquí sugerimos de manera breve y sucinta.

1. La vocación al amor como camino de fe

Evangelizar no es otra cosa que anunciar el Evangelio, para suscitar la fe en el sujeto, en


el caso de que esa fe se hubiera perdido, y para suscitar una más profunda conversión de
vida, en el caso de que el sujeto que se acerca tenga todavía una fe aún viva. En los
milagros, en la predicación, en los diálogos con los distintos personajes del Evangelio,
Cristo busca siempre una respuesta de fe en aquel que se le acerca. Pero, la fe está unida
íntimamente al amor; es más, la fe es una forma de amar. En labios de Cristo, la pregunta
“¿Crees en mí?” bien podía resonar en el corazón del que le escuchaba como un “¿Me
amas?”. Por tanto, acompañar la experiencia de amor de los novios es ya una forma y un
camino de evangelización, que toma pleno sentido cuando se trata de un camino
acompañado desde las etapas previas de la catequesis. Hay una fuerte correlación entre
la experiencia de fe de los novios y la experiencia de amor que ellos están viviendo[8]. Esa
experiencia de amor que viven es tan profunda, toca tan en la raíz lo más íntimo de la
persona, que sacude desde sus cimientos lo más central de su existencia. El noviazgo,
además, supone una ocasión en que vuelven a replantearse muchas de las cuestiones más
radicales de la vida, removidas por la experiencia impactante que supone la irrupción del
amor y del otro en la propia vida. Por eso, en el contexto de esta experiencia de amor, el
planteamiento de la cuestión de Dios y de la vivencia de la fe termina siendo algo ineludible
en la relación de pareja y una ocasión privilegiada para el anuncio del evangelio del amor
por parte de la Iglesia. Así pues, la atención evangelizadora de la Iglesia en esta etapa del
noviazgo es crucial, pues en ella está en juego el fracaso o no de una vida y, por ende, el
crecimiento o no en la fe.

La actual tendencia cultural inclina hacia una polisemia de significados en torno a la


sexualidad y el amor, que incitan a la pareja de novios a inventar y reinventar su propia
experiencia de amor, recluyéndola en el ámbito privado de sus deseos, proyectos y
elecciones[9]. Ahora bien, frente a esta “invención del amor” por parte del sujeto, la pastoral
del noviazgo ha de proponer más bien la “revelación del amor”, es decir, el descubrimiento
de un Amor primero y originario, que se hace presente y acompaña la experiencia de amor
de los novios. Ese Amor no es subjetivo, no nace en la voluntad o en el deseo de los novios,
no lo diseñan ellos según su gusto o a su medida, sino que es objetivo, es decir, les precede,
y ha de ser recibido y redescubierto por ellos en la experiencia de amor que les une. Una

34
de las claves del noviazgo ha de ser precisamente ayudar a los novios a descubrir en sus
vidas esta revelación del amor, este don inicial de un Amor primero y radical, que va por
delante y que ellos reciben como un don en el camino de amor mutuo que están iniciando.
Aprender a recibir este don primero del amor es importante para que los novios aprendan
a amar y a entregarse el amor mutuamente. Después, el acompañamiento personal y toda
la preparación que ofrezca el Itinerario de fe habrán de ayudar a los novios a dar el paso
de ese amor, recibido inicialmente como don, al horizonte de una vida que ha de entenderse
como don mutuo de sí. Así pues, una de las tareas evangelizadoras centrales a lo largo del
noviazgo será la de enseñar a los novios a descifrar su experiencia de amor a la luz de la
Revelación y del diseño divino sobre el amor humano, siendo conscientes de que en ese
camino ambos pueden llegar a vivir una nueva e intensa experiencia deDios. Aquí está la
verdadera catequesis hacia la que ha de orientarse el noviazgo, sabiendo aprovechar la
pedagogía del amor para anunciarles, precisamente, el Evangelio del amor.

2. El sujeto del noviazgo

A la hora de dar perfil propio a la pastoral del noviazgo es fundamental conocer el


destinatario a quien hemos de acompañar. Uno de los principales obstáculos para la
evangelización en general, y para la pastoral del noviazgo en particular, es el sujeto
romántico y emotivista con el que hemos de dialogar. Se le ha llamado “sujeto líquido”[10],
es decir, afectivamente débil y frágil, que vive sumido en la soledad afectiva de su propio
individualismo. Los novios que se acercan al matrimonio adolecen de esta personalidad
narcisista y adolescente, que vive anclada en una visión del amor y del matrimonio definida
desde la emoción y el sentimiento. Es la dificultad de fondo para entender el amor en clave
de compromiso, donación de sí y comunión. Urge, por tanto, reconstruir el verdadero
sujeto afectivo: un sujeto que sepa integrar toda su vida afectiva en la vocación al amor y
en la lógica del don y la comunión, que es el eje del amor, primero en el noviazgo y, de una
manera más clara y directa, en el matrimonio. Por eso, como hemos dicho antes, es
importante preparar el noviazgo ya en las etapas catequéticas previas.

Este sujeto emotivista es, además, autónomo e individualista. Le cuesta integrar el valor
de las relaciones personales en el proceso de formación de su propia identidad humana y
personal. Esta es otra de las dificultades de fondo que tienen los novios para integrar en
su proyecto de vida las nuevas relaciones que se empiezan a entablar y, sobre todo, para
llegar a descubrir una de las más importantes conquistas del noviazgo: ese bien común
que es el “nosotros”, una realidad que comienza a construirse ya en el noviazgo y que está
llamada a ser el bien específico que se ha de buscar en la entrega mutua del matrimonio.
El otro riesgo del individualismo será confundir la intimidad del amor con el intimismo y
el subjetivismo, es decir, convertir el noviazgo en un espacio acotado y tranquilizador, en
el que se busca ante todo la consonancia de sentimientos, emociones y estados de ánimo,
más que el ideal por construir una entrega mutua y compartir un proyecto de vida. Es una
forma más de convertir la experiencia amorosa en una experiencia puramente sentimental.
Con el tiempo, muchas parejas que recorrieron así, sin el acompañamiento adecuado, este
camino del noviazgo, comienzan la andadura de su matrimonio acusando muy pronto un
desgaste afectivo grande y una clara desorientación, pues se casaron sin saber muy bien
para qué.

La falta de unidad de vida caracteriza también a este sujeto, que es hijo de una cultura
que vive sumida en una crisis de temporalidad. A su desestructuración afectiva se añade
así la dificultad para plantearse la vida como un todo unitario e integrado, como un
proyecto. La linealidad del tiempo deja paso a un tiempo fragmentado, concebido como un

35
conglomerado de momentos y etapas, en el que hay poco espacio para un incierto futuro.
En este ahora inmediato, el único que preocupa, se suceden los ámbitos, acciones y
funciones, con el riesgo de convertir el matrimonio en una mera superposición de
convivencias, de roles y de tareas, en el que difícilmente cabe un proyecto a medio o largo
plazo. De aquí nace otra de las dificultades de fondo para plantearse el matrimonio no
como algo pasajero sino como una vocación de vida, y no como una mera convivencia
funcional y consensuada sino como un camino de comunión en el que prima el ideal
común del “nosotros” conyugal. En esta perspectiva, los novios han de aprender a
descubrir que la fuerza del amor verdadero, entendido como entrega y don de sí, es capaz
de polarizar todas las dimensiones de la vida y todo el tiempo de la persona.

Es verdad que muchos de estos novios se acercan al matrimonio sin haber conocido en su
vida un referente ejemplar y positivo. Cada vez más parejas proceden de familias
desestructuradas, en las que han aprendido una vivencia del amor y del matrimonio al
margen de la fe, y de las que heredan carencias afectivas de muy diverso tipo. Todo este
bagaje recibido será una pieza clave del noviazgo, hasta el punto de que puede llegar a
determinar en positivo o en negativo la experiencia de amor de la pareja a lo largo de esa
etapa. El contraste es grande porque, con todos estos presupuestos negativos, el amor que
los novios experimentan les abre de manera natural hacia un horizonte de infinitud que el
mismo amor promete y hacia el que los novios se sienten atraídos de manera irresistible.
La labor de acompañamiento personal, que también pueden realizar otros matrimonios
estables y duraderos, será decisiva para hacer visible que el ideal del amor es posible. La
guía personal habrá de ayudar a estos novios a integrar todas sus propias limitaciones y
carencias en un horizonte mayor, hacia el que apunta el amor y que no es otro sino el
descubrimiento de un Amor más grande, incondicional y eterno, en el que ambos han de
apoyarse, si quieren dar solidez y permanencia a su camino.

3. Hacia una nueva identidad

El noviazgo es un tiempo en que se comienza a adquirir una nueva identidad: la identidad


esponsal. Es el tiempo de pasar del yo al tú, del tú al nosotros, y del nosotros al “Dios en
nosotros”. Entre estos diferentes niveles no se da un crecimiento lineal sino que se viven
todos a la vez y se crece en la unidad de todos ellos. ¿Cuáles son las relaciones que hay
que resituar? En primer lugar, la relación de cada uno consigo mismo, con su biografía
personal, con todo ese bagaje personal que cada uno de los novios trae a la nueva relación
de pareja. Muchas de las crisis que se van generando en la convivencia del matrimonio
tienen su raíz en esa herencia familiar que cada uno aporta al propio matrimonio: su
educación, el modelo de familia de sus padres, carencias afectivas, criterios de vida
aprendidos de los padres, lo que cada uno ha sido o no antes del noviazgo... Lo difícil será,
primero, reconocer ese legado que cada uno aporta a la relación de pareja; después,
integrarlo en la nueva relación que se asume y, más tarde, en el proyecto común de
matrimonio que se quiere buscar. Del contraste con las tradiciones y la herencia familiar
del otro ha de surgir una ardua tarea de autocrítica y autoconocimiento que, por otra
parte, encuentra en el amor del noviazgo el clima idóneo para la corrección, la mejora y la
superación.

Están también los contenidos derivados de la relación de pareja que ambos han asumido
y a la que tienen que ir dando fisonomía y perfil propio. De la atracción meramente física
se llega a la atracción hacia los valores masculinos y femeninos del otro, con lo que se
dispone ya el camino hacia un progresivo descubrimiento del significado personal del otro.
Es el momento de cultivar actitudes interiores: la fidelidad, la estima mutua, el respeto

36
recíproco, la comprensión y aceptación, la escucha... En este clima de creciente confianza
e intimidad, el amor hace posible las tareas más arduas que conlleva el mutuo
conocimiento, como corregir las desviaciones, contrastar pareceres, lograr conquistas
comunes, vivir el perdón y la corrección... Todo esto supone un paso de maduración
importante, dentro del ámbito psicológico y afectivo, en el que se va interiorizando cada
vez más la mutua complementariedad. En este ámbito personal, se va conquistando un
descubrimiento mayor: la totalidad de la persona amada, que se nos aparece como única,
exclusiva e irrepetible. Este valor total de la persona va pasando a un primer plano, hasta
el punto de que la relación yo-tú va encontrando su centro: buscar la felicidad con el otro
y llegar a la propia plenitud en la mutua entrega de sí. El “nosotros” aparece ya como el
bien común mutuamente buscado y habrá de convertirse en el pilar de la comunión
conyugal.

Con el descubrimiento personal del otro llega también el descubrimiento del significado
del compromiso. Tras las primeras fases del noviazgo, llega el momento de comprometerse
juntos en un proyecto común que, si bien está llamado a madurar y crecer con el paso de
los años, será uno de los pilares en los que se apoye la futura comunión conyugal y
familiar. Se van integrando cuestiones que ayudan a apuntalar aún más esa relación de
pareja: la uniformidad o no en el origen social, el ámbito del trabajo, los círculos de
amistades, la relación con las familias de origen, el planteamiento de la relación con Dios,
la vida eclesial, la sexualidad, el descanso, los hijos... Ahora no importan ya tanto las
cualidades o los defectos sino, sobre todo, el fin que les une: ser felices. La cuestión de
Dios se presenta aquí como un elemento aglutinante y potenciador de todos esos aspectos,
hasta el punto de que será un factor decisivo en el éxito y maduración −o no− de la
experiencia amorosa de los novios. Si saben compartir la fe, habrán sabido compartir todo
lo demás o, al menos, resultará más allanado el camino para el consenso. Cuando los dos
no buscan ya solo un bien humano sino que buscan juntos a Dios y ese bien que Dios
tiene pensado para los dos, la relación amorosa comienza ya a vislumbrar su más firme
punto de apoyo. En esta inicial comunión, ambos descubren la presencia de un misterio
de amor que les trasciende y que no es otro sino Dios mismo haciéndose presente en su
mutua experiencia amorosa. De este modo, la comunión con el otro en el amor se convierte
en vía y camino hacia la comunión con Dios.

Este giro identitario necesita del tiempo para ser asimilado, articulado y construido en
común. El tiempo del noviazgo no basta para ello y se prolonga especialmente a lo largo
de los primeros años del matrimonio que es, por otra parte, cuando más crisis pueden
darse, precisamente por este camino que ambos están haciendo hacia su nueva identidad
esponsal[11]. Muchas parejas de novios se acercan al sacramento del matrimonio con un
proyecto común muy débil, confuso y poco determinado, asentado en pilares meramente
sentimentalistas. Otras sí que han llegado a madurar a lo largo del noviazgo ese proyecto
común que ambos quieren buscar, pero, a medida que surgen las primeras dificultades en
el matrimonio, no saben reajustar y crecer en ese proyecto inicial. Cobra así especial
importancia el acompañamiento personal a estas parejas, no solo durante el noviazgo sino
también, y de una manera especial, al inicio del camino matrimonial. Una buena labor de
guía, una formación doctrinal clara en todas estas cuestiones y el apoyo en la amistad con
otras parejas que quieren vivir el mismo camino de noviazgo, serán, sin duda, una valiosa
ayuda para ayudarles a asumir su nuevo status esponsal y adecuar su nueva realidad de
vida a la verdad más profunda que en ella se encarna. En este camino hacia la nueva
identidad esponsal será crucial la acción interior del Espíritu Santo que, a través del amor,
trabaja en ellos todos los dinamismos propios del don, la acogida y la comunión. Siendo el

37
Espíritu Santo el “nosotros” del Padre y del Hijo en la Trinidad, comienza a serlo también
de los novios a lo largo del noviazgo y de los esposos en el matrimonio.

4. Redescubrimiento del significado del cuerpo y de la diferencia sexual

La verdad del amor está unida inexorablemente a la verdad del cuerpo. Y, puesto que la
pregunta por la corporeidad sexuada no se sitúa solo en el plano meramente biológico o
subjetivo, sino que se trata de una cuestión radicalmente humana y personal, la
experiencia del cuerpo es una de las líneas fundamentales en torno a las cuales se articula
el camino del noviazgo. La relación con el otro ayuda a profundizar en el significado de la
propia identidad sexuada y del propio cuerpo, como lugar de encuentro consigo mismo y
con el otro. El noviazgo se presenta así como un tiempo privilegiado para redescubrir la
vocación del cuerpo al amor y el significado de la diferencia sexual. El cuerpo es
sacramento de la persona[12], es el lugar natural del don y de la comunión, por lo que está
llamado a desempeñar, con una pedagogía propia, una importante labor de guía y de
acompañamiento en el camino de amor que están realizando los novios.

La experiencia del amor filial, además de ser una dimensión antropológica irrenunciable,
ocupa un puesto primario en el orden del amor. Lo humano aparece vinculado desde sus
inicios a la experiencia del ser hijo, que consiste sobre todo en recibir el amor. Este
significado filial de nuestro ser y de nuestra existencia es también una de las primeras
verdades que nos enseña el cuerpo. Ser hijo significa recibir un cuerpo, tener nuestro
origen en otro: en los padres y en Dios. La cuestión del Origen, por tanto, es clave para
entender el amor. Nuestro cuerpo nos enseña que no tenemos en nosotros el fundamento
del amor, que no somos sus dueños, pues su Origen nos precede. Nos antecede la realidad
fundamental de un Amor absolutamente primero y radical que, al crearnos, nos capacita
también para recibir el don y para dar amor, es decir, para amar como Él nos ama.
Aprendemos a amar y podemos amar porque antes, nos descubrirnos amados y, por tanto,
aprendemos a recibir de Otro el amor. Este Amor originario y creador de Dios está inscrito
en la sexualidad humana, a través del dinamismo del don de sí; por eso, el cuerpo está
orientado hacia una vocación propia que es amar a imagen de Dios. El cuerpo tiene,
además, su propio lenguaje, el lenguaje de la masculinidad y feminidad, cuyo significado
más profundo es expresar el amor y la donación esponsal de toda la persona.

La experiencia de este descubrimiento radical del Amor originario de Dios ha de estar en


la raíz y en el horizonte de la experiencia de amor de los novios. El amor, por tanto, consiste
primeramente, no en elegir a la persona amada, sino en recibir el Amor, en re-conocerlo
presente en el origen de nuestra propia vida. A la luz de este re-descubrimiento, ambos
han de escudriñar juntos cuál ha de ser su respuesta. Recibir y acoger juntos ese don,
como una vocación y una llamada, hace que el noviazgo se conciba como un tiempo de
especial discernimiento, en clave de correspondencia y de respuesta común al don primero
de Dios. De ahí ha de nacer la conciencia de que el amor conyugal y el camino del
matrimonio es, en realidad, una respuesta, un modo de corresponder, a través de la
comunión y del don de sí, a ese Amor absolutamente primero que nos precede en todo. Por
eso, el noviazgo se vive como un camino desde el “ser hijo” al “ser esposo”, un tiempo en
que los novios descubren que la experiencia del amor filial les dispone y les abre hacia una
plenitud mayor, que es el amor esponsal. En la relación con el otro, ambos van
descubriendo que el “cuerpo recibido” está llamado a ser y hacerse “cuerpo entregado”.
Ambos re-descubren los nuevos significados que la propia masculinidad y feminidad
adquieren a la luz del encuentro con el otro: la diferencia sexual es una vocación, una
llamada a la comunión y a la reciprocidad fecunda. Y esto se va aprendiendo también en

38
el lenguaje del cuerpo: si el amor filial está vinculado, sobre todo, al modo de recibir el
don, ahora es el momento de aprender que el amor esponsal está vinculado al modo de
dar y de acoger el don del otro. Y porque el don ha de adecuarse plenamente a la medida
y al valor de la persona, no puede ser sino un don total, exclusivo, permanente y fecundo,
para que el don sea verdaderamente a imagen de Dios[13]. El noviazgo es el tiempo en que
los novios se disponen para entregarse así, a imagen de Dios, y no según la medida de las
propias ganas, gustos o caprichos.

Por todo ello, es importante que los novios aprendan a descubrir el significado y la vivencia
del pudor, bien entendido, como una experiencia de profundo significado personal[14]. El
pudor implica la defensa del significado personal del cuerpo, evitando que el propio cuerpo
aparezca al otro como simple objeto sexual; es, por tanto, un movimiento de defensa
natural de la persona, que no quiere ser rebajada al rango de objeto de placer sexual, sino
que, por el contrario, quiere ser objeto del amor del otro. De este modo, ante la posibilidad
de llegar a convertirse en objeto de placer para el otro, precisamente a causa de sus valores
sexuales, la persona trata de ocultarlos, sobre todo en la medida en que en la conciencia
del otro, esos valores sexuales constituyen un objeto de deseo y de placer. Por eso, el pudor
respeta la naturaleza misma de la persona, lo ‘personal’ del cuerpo, y abre de forma natural
el camino para el verdadero amor, en el que es esencial, precisamente, la afirmación del
valor de la persona. De este modo, la necesidad de vivir el pudor se convierte en una
exigencia del amor verdadero y regula, por tanto, las reglas de la relación mutua y de la
comunión.

La necesidad de vivir el pudor hace del noviazgo un tiempo propicio para cultivar actitudes
tan valiosas como el respeto, el saber esperar, la purificación interior de la mirada, la
estima del valor personal del cuerpo, etc. En este horizonte se entiende que la vivencia de
la castidad sea uno de los retos más importantes y más bellos del noviazgo, y que sea una
tarea fundamental en el acompañamiento personal de las parejas. En el Itinerario de fe
será importante dar espacio propio a esta vivencia del pudor, y acompañarla como
experiencia de entrega personal al otro, así como a la formación en todo lo relacionado con
el significado y la vocación del cuerpo y de la diferencia sexual. Es impensable que se
pueda adquirir una identidad esponsal si no está firmemente asentada en la vocación
humana y fundamental de la masculinidad y feminidad.

5. Carácter “sacramental” del noviazgo

No podemos plantear el noviazgo, de manera parcial y reductiva, solo como respuesta a


una necesaria etapa humana de la vida. Tampoco basta plantear la pastoral
prematrimonial solo como respuesta, o solución, a esa etapa. Olvidamos, quizá, que el
noviazgo adquiere su significado fundamental en el hecho de que se trata de un tiempo de
preparación a un sacramento, que será permanente y que durará toda la vida. Es, por
tanto, un tiempo especial de gracia y de vivencia de Dios, que se engarza de manera
admirable en el camino de amor humano que realizan los novios. Se trata de un tiempo
pre-celebrativo, que ha de disponer a recibir y celebrar el sacramento del matrimonio con
una mayor fructuosidad. Esto hace que el noviazgo tenga un status y una fisonomía
propia[15], y que podamos situarlo en el orden de los sacramentales.

Los sacramentales son signos por los que se expresan efectos de carácter espiritual, que
se obtienen por intercesión de la Iglesia; disponen, además, a recibir el efecto principal de
los sacramentos y por ellos se santifican las diversas circunstancias de la vida[16]. En
cuanto tiempo pre-celebrativo, el noviazgo no es una experiencia a-sacramental, sino que

39
está sostenida y vivificada interiormente, en primer lugar, por los dinamismos
sacramentales del Bautismo y Confirmación. Por eso, el noviazgo ha de concebirse como
un fruto logrado y maduro de toda la Iniciación Cristiana. De ahí la importancia de su
conexión pastoral con las etapas anteriores de la vida cristiana. Si, además, durante este
tiempo se fomenta la participación en otros sacramentos como la Eucaristía y la
Penitencia, tenemos ya un marco sacramental muy adecuado, que va dando sostén y
trabazón interna a ese camino de amor que los novios están iniciando. Sin caer en
automatismos sacramentales, dentro de la labor de guía y acompañamiento a las parejas,
será una tarea importante ayudar a los novios a redescubrir y potenciar la presencia de
estos dinamismos sacramentales en su propia experiencia.

Hay que reavivar el Bautismo, redescubriendo la dimensión filial del amor humano y, por
tanto, del noviazgo. Los novios han de aprender a recibir de Dios el don del amor mutuo,
que ambos están empezando a descubrir, para aprender así a entregarlo al otro. No puedo
amar al otro si no me siento yo también amado primero, porque entregamos el amor que
recibimos. Esta dimensión filial del amor repercute de manera importante en la búsqueda
de ese bien común que es la comunión. En el camino de la complementariedad, ambos
deben aprender a recibirlo todo del otro, lo bueno y lo malo, a tiempo y a destiempo, pues
el otro me ayuda a ser más y mejor lo que soy: varón o mujer, esposo o esposa, padre o
madre. Se trata de crecer en la propia identidad acogiendo y recibiendo el don del otro.
Ese es, por otra parte, el dinamismo más esencial de la condición filial. La actualización
del Bautismo a lo largo del noviazgo será importante, además, de cara a la profundización
en el significado del signo sacramental del matrimonio. El consentimiento de los futuros
contrayentes se convertirá en sacramento gracias precisamente a esos dinamismos
bautismales que sostienen la vocación cristiana y que han sido renovados con fuerza a lo
largo del noviazgo. Esta conciencia del fundamento bautismal del noviazgo hará que
también el matrimonio se encuadre en lógica continuidad con la Iniciación Cristiana y se
conciba como una respuesta al don primero de Dios, dentro de la propia vocación cristiana.

El recuerdo de la Confirmación ayudará a reavivar esa presencia del Espíritu Santo, que
estaba ya presente en los novios de manera permanente desde la recepción de ese
sacramento. El Espíritu Santo es quien une ahora a los novios de una manera nueva, a
través del don mutuo del amor humano, y habita en ellos de un modo nuevo, a título
propio, convirtiendo su intimidad en Templo de su presencia divina. Unidos a la persona
Don y Amor que es el Espíritu Santo por el sacramento de la Confirmación, los novios son
guiados interiormente en ese camino de amor que están iniciando, y son enseñados con
su pedagogía divina a vivir ya en la lógica del don y de la comunión que será propia del
matrimonio[17]. Cuando los novios lleguen a intercambiarse el consentimiento, lo harán
sostenidos e impulsados por esta presencia interior del Espíritu Santo, presente en ellos
desde el Bautismo y, de una manera nueva y especial, desde la Confirmación. Profundizar
en este fundamento confirmatorio del noviazgo ayudará a que el matrimonio sea ya el lugar
del Espíritu, ese Templo sagrado en el que los futuros cónyuges habrán de ser piedras
vivas.

En los dinamismos sacramentales de la Penitencia se engarzan todas las experiencias de


perdón, de conversión, de renovación interior, de conocimiento propio, de las que está
cuajada el camino del noviazgo. Son esos dinamismos los que han de enseñar a los novios
a vivir la propia conversión, no según la lógica de la justicia humana, sino según la lógica
del amor, que es propia del perdón cristiano. Avivar esta dimensión penitencial del
noviazgo ayudará a los novios a vivir también la experiencia del amor que perdona dentro
del matrimonio. Muchas parejas terminan en el callejón sin salida de muchos roces y

40
desencuentros, que pretenden zanjarse con la medida de la lógica de la justicia: “si tú
haces esto, yo más”; “hasta que tú no cambies, yo no cambio”; “si tú no cedes, yo tampoco”;
“siempre me toca a mí, tú en cambio...”; “como no cambies en eso te vas a enterar...”

En la lógica del amor, el perdón y el reencuentro surgen cuando el amor necesita del otro;
por eso, el que más perdona es el que más ama. El Espíritu Santo, que en la Trinidad es
la unidad del Padre y del Hijo en la diferencia de ambos, es también quien une en comunión
lo más distante y diferente de los novios. El camino del perdón cristiano se convierte así
en un fruto logrado del amor, a medida que el Espíritu Santo va haciendo madurar los
dinamismos propios del sacramento de la penitencia a través de la pedagogía del amor.

En la Eucaristía aprenden los novios a amarse y entregarse mutuamente a imagen de


Cristo y de la Iglesia, anticipando ya de un modo propio lo que habrá de ser el estilo de
vida de su matrimonio. Profundizar en este fundamento eucarístico del noviazgo ayudará
a los novios a hacer de la Eucaristía el centro y el motor de su futuro amor conyugal. Será
importante que los novios descubran en la práctica eucarística la relación tan viva que se
da entre la comunión eucarística y la comunión conyugal. El matrimonio se articula
precisamente en la lógica del don y de la acogida, que tiene su paradigma en el don
esponsal de Cristo hacia su Iglesia. Esa donación esponsal es lo que hace de la Eucaristía
el sacramento de los esposos y la realización litúrgica más plena de lo que ellos han
recibido en el sacramento del matrimonio. Un buena catequesis sobre este tema les
ayudará a entender cómo el matrimonio está llamado a ser una Eucaristía vivida, que
encuentra en la Eucaristía celebrada su significado y su verdad más profunda[18].

De este modo, la Liturgia se convierte para los novios en pedagoga y maestra del amor
humano, a la vez que les ofrece el armazón de la gracia, en el que los novios engarzan su
propio camino de amor. La presencia de estos dinamismos sacramentales en la experiencia
de amor de los novios hace también del noviazgo un tiempo post-celebrativo, alimentado
por los dinamismos de cuatro sacramentos en juego: Bautismo y Confirmación, en los que
se insertan los dinamismos sacramentales de la Penitencia y Eucaristía. Este tiempo post-
celebrativo es, a su vez, un tiempo también pre-celebrativo, que prepara y dispone para el
sacramento del matrimonio. El noviazgo supone un tiempo sacramental de especial
intensidad, un tiempo fuerte en el que la gracia, una vez más, potencia y perfecciona la
experiencia de amor que realizan los novios. En cuanto sacramental, el noviazgo dispone
a recibir con especial fructuosidad uno de los dones principales del sacramento del
matrimonio que es la caridad conyugal, al tiempo que santifica este particular e importante
momento en el que se cierra una etapa de la vida y se comienza una nueva.

Con la actualización de todos estos dinamismos sacramentales, los novios se preparan ya


a vivir esa específica liturgia de la vida conyugal y familiar que están llamados a celebrar
juntos durante su matrimonio. El tiempo del noviazgo es, sin duda, un momento de
especial redescubrimiento del sacerdocio bautismal y confirmatorio propio de la vocación
cristiana, que ahora se polariza y se centra en torno a la tarea del amor. El “ministerio del
amor” se convierte así en ese especial culto espiritual y sacerdocio conyugal, que los novios
habrán de vivir y tributar a Dios a lo largo del camino de su matrimonio[19]. Si uno de los
principales retos de la pastoral familiar es la recuperación del sentido del matrimonio como
vínculo y sacramento, esa recuperación ha de pasar ineludiblemente por la recuperación
de la estructura y de los dinamismos sacramentales del noviazgo.

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6. ¿Cómo articular la estructura del noviazgo?

¿Cómo reforzar y acompañar, con una estructura pastoral, litúrgica y doctrinal adecuada,
este momento tan importante en la vida de una persona que es la etapa previa al
matrimonio? El Directorio de Pastoral Familiar presenta el noviazgo como un proceso de
crecimiento vocacional[20]. Se trata de un tiempo de profundización, en primer lugar, en
la propia vocación humana, es decir, la vocación a la masculinidad y feminidad. Este
camino de la diferencia sexual está llamado a culminar, a través de la esponsalidad
masculina y femenina, en la paternidad y maternidad propias del matrimonio. Además,
los novios están llamados a profundizar también en su común vocación al amor, es decir,
en ese ideal de comunión y de mutua entrega de sí, que será uno de los ejes que articule
la vida conyugal. Por todo ello, el noviazgo es también un tiempo privilegiado para
profundizar en la propia vocación cristiana que, desde el Bautismo y Confirmación, se ha
ido especificando y modalizando hasta culminar ahora en el tiempo de noviazgo previo al
sacramento del matrimonio. El noviazgo se ha de plantear así como un tiempo de especial
discernimiento en los diversos órdenes de la persona. En este horizonte vocacional, el
noviazgo presenta también una estructura responsorial: los novios quieren responder
juntos a una misma vocación, a un mismo don y a una misma gracia sacramental del
matrimonio que recibirán en su momento.

Este carácter vocacional del noviazgo reclama un marco adecuado, que supere −y a la vez
integre− el esquema de los cursos de novios, o cursos prematrimoniales. Planteados como
experiencias de fe y de amor, los Itinerarios de fe para novios se conciben como una especie
de catecumenado, que busca suscitar, animar y sostener la fe de los novios, a través del
camino del amor que ellos están haciendo. La duración podría ser de dos o tres años, con
el fin de poder dedicar amplio espacio tanto al acompañamiento personal como a los
contenidos del noviazgo, a las cuestiones más relacionadas con la vida conyugal y a la
liturgia del sacramento del matrimonio. Aunque el número de parejas condiciona mucho
el desarrollo del Itinerario, siempre es conveniente favorecer un trato lo más personalizado
posible, con lo que el ideal sería poder distribuirse en grupos pequeños. La labor de
coordinación puede ser asumida por uno o varios catequistas y/o matrimonios, que
puedan testimoniar e introducir en la vida conyugal a los novios. A ellos se les puede
encomendar no solo la labor de guía sino también la tarea de la acogida de los novios, pues
de la cordialidad con que son recibidos depende en gran parte que las parejas se animen
a integrarse en el camino del Itinerario. Junto a ellos, se hace también imprescindible la
presencia y el acompañamiento de un sacerdote. Y, en cualquier caso, es importante la
formación integral de estos responsables del Itinerario: una formación doctrinal, humana,
espiritual y matrimonial adecuada, para la que deberán contar también con la ayuda de
expertos y técnicos en las diferentes materias. Ahora bien, esa formación no basta −como
no basta tampoco la buena voluntad−, si no va acompañada de un aspecto vocacional: es
importante que estos responsables sientan su dedicación a los novios como una verdadera
vocación, de la que ha de nacer la urgencia de saber acompañar a estas parejas en esta
etapa tan importante de la vida cristiana.

El inicio del Itinerario, o bien el inicio del noviazgo, puede destacarse litúrgicamente con
la celebración de la Bendición de los novios. A través de este sencillo rito, los novios
expresan que están dispuestos a hacer de su experiencia amorosa un camino de fe. Por
otro lado, en ese sencillo rito la Iglesia se compromete también con ellos a acompañarles
y guiarles en ese camino. Se trata de una ocasión litúrgica idónea para que también
participen, junto con los novios, las familias, los catequistas, otros novios y matrimonios
amigos, y toda la comunidad cristiana. Si, además, esta Bendición de novios se hace

42
coincidir con la renovación del compromiso matrimonial por parte de otros matrimonios
que ya llevan años casados, cobran mayor fuerza ambas celebraciones.

Los contenidos de las sesiones deberían articularse en torno a la catequesis, la liturgia, la


participación en la comunidad cristiana, y otras diversas actividades que se adecúen bien
al perfil de los grupos. Naturalmente, todas estas circunstancias concretas deben
adaptarse a los recursos y posibilidades de las parroquias. Pero, en cualquier caso, dos
elementos serán las claves fundamentales para el éxito del Itinerario: por un lado, el
acompañamiento personal a cada pareja, que puede realizarlo tanto el sacerdote, como los
catequistas y matrimonios que hacen de guías; y la amistad entre las propias parejas de
novios y otros matrimonios jóvenes, que ya han iniciado su andadura matrimonial y en los
que pueden encontrar un apoyo añadido.

Puesto que el Itinerario se propone como un camino para los novios, es conveniente que
se articule en etapas o pasos, distinguiendo, por ejemplo, las parejas que ya han tomado
la decisión de casarse y las que aún no lo han hecho, o las que simplemente están
empezando a salir juntos. Para esas parejas que ya han decidido casarse, podría
introducirse como oficial el Rito de la promesa, intentando recuperar así, si bien de un
modo nuevo y distinto, lo que antiguamente era el momento de los esponsales.

Prácticamente en todas las culturas, la historia del rito del matrimonio contaba con este
momento que, en origen, estuvo separado en el tiempo de la celebración de las bodas. El
momento se presta, además, a una catequesis idónea sobre la categoría de la promesa,
que ha de asumirse como parte integrante y fundamental del amor. El amor que viven los
novios no es más verdadero porque se sienta más intensamente y porque atraiga de una
manera irresistible, sino porque promete y apunta a una plenitud aún mayor, al tiempo
que ofrece un camino y un apoyo para poder alcanzarla. En esta lógica de la promesa, la
temporalidad es también otra categoría fundamental para entender el camino del amor: el
tiempo no es contrario al amor; es más: el amor necesita del tiempo para crecer, madurar
y hacerse más verdadero. Por eso el noviazgo se vive como tiempo de la promesa, es decir,
abierto al futuro del matrimonio como el camino lógico en el que el amor ha de ir
alcanzando su propia madurez. El Rito de la promesa sitúa el camino del noviazgo entre
estas dos coordenadas, el tiempo y la promesa, y lo abre a un camino de futura plenitud,
que contiene ya en germen el anuncio de la plenitud de la vida eterna.

Si la ocasión pastoral se presta a ello, el Rito de la promesa puede ir acompañado de la


renovación de las promesas bautismales y del sacramento de la Confirmación. Es también
una ocasión idónea para introducir el rezo o el canto del Veni Creator Spiritus, o alguna
otra antífona dirigida al Espíritu Santo. Si resulta oportuno, también pueden introducirse
las Letanías de los santos, recordando esa comunión de los santos, de la que es signo y
anticipo la comunión que viven ya los novios y que están llamados a construir más
plenamente en el matrimonio. Todos estos ritos deberían ayudar a mostrar más claramente
el trasfondo sacramental que sustenta el noviazgo y la unidad de fondo que hay entre el
noviazgo y la Iniciación Cristiana. Otros ritos que pueden introducirse a lo largo de las
etapas del Itinerario pueden ser: la entrega del Evangelio, quizá aprovechando el tiempo
litúrgico de Pascua o de Navidad; la entrega de la Cruz, aprovechando el tiempo litúrgico
de la Cuaresma o alguna otra fiesta relacionada con ese misterio; la entrega del Rosario,
quizá aprovechando alguna fiesta mariana significativa para la pareja o para la parroquia.
Todos estos ritos, breves y sencillos, se prestan a una estupenda catequesis a propósito
de la relación entre la Palabra de Dios, el misterio de la Cruz y la Virgen María con el
camino hacia el matrimonio que los novios están realizando.

43
7. Hacia una liturgia doméstica y familiar del matrimonio

El Itinerario de fe de los novios culmina en la preparación más inmediata del sacramento


del matrimonio. Esta fase de la pastoral prematrimonial podría aprovecharse como una
ocasión óptima para recuperar la significación religiosa de la casa y de la familia, que ya
estuvo presente en las culturas antiguas y en los inicios de la constitución de la Iglesia.

La casa, en su sentido más originario, no era tanto el edificio de piedra sino la comunidad
familiar, la estirpe, formada por los lazos de la descendencia. Tenía, además, un claro
carácter sagrado: quien hería el mundo vital y religioso de la propia casa, atacaba también
lo sagrado y lo divino. El culto de la casa, centrado en la adoración a los dioses familiares
y a los antepasados, era oficiado por el padre y se articulaba en torno a una rígida
composición de ceremonias, fiestas, fórmulas de oración y ritos, en las que no interfería
para nada la religión estatal. También el matrimonio se inscribía en el ámbito de esta
religión doméstica. Vivido como una realidad sagrada, era uno de los primeros y más
santos deberes de los hijos y de los padres, pues sin descendencia no podía haber
continuidad en el culto familiar. El adulterio era considerado como la máxima impiedad,
porque suponía un quebrantamiento de la primera regla de esta religión doméstica: el
legítimo nacimiento. De ahí también la dignidad especial de la mater familias, pues solo
ella podía dar continuidad a la legítima descendencia. Este sentido religioso de la casa y
de la familia se ha perdido hoy, en aras de un planteamiento meramente humano de la
casa y la familia, que ha facilitado enormemente la secularización del matrimonio y de la
familia iniciada ya en el siglo XVI[21].

Muchos de los ritos domésticos que rodeaban la liturgia matrimonial antigua fueron
configurando poco a poco la liturgia matrimonial que se celebraba en los templos. Muestra
de ello es la riqueza que caracterizó la antigua liturgia matrimonial hispana. Conocemos
un gesto primitivo reservado al padre: la traditio puellae, es decir, la entrega de la esposa
al esposo, que pasará del ámbito doméstico al ámbito litúrgico y que se difundirá más allá
de la iglesia de España, hasta subsistir en los rituales medievales[22]. Esta liturgia
matrimonial hispana tenía, además, la particularidad de la Liturgia de las Horas para el
matrimonio. Hasta el s. XI, al menos para el Oficio de la mañana y el de la tarde, se conocía
un Oficio del matrimonio. El Oficio de la tarde era celebrado la vigilia de la boda, mientras
que el de la mañana se recitaba el mismo día de la boda[23].

La antigua religión doméstica y familiar así como la historia del rito del matrimonio invitan
a recuperar algunos elementos, que podrían ayudar a configurar actualmente una liturgia
doméstica y familiar del matrimonio. No hay que olvidar que la preparación más inmediata
del matrimonio acompaña pastoralmente la conclusión de una etapa importante de la vida
y el inicio de otra nueva, con la adquisición, además, de un nuevo status derivado del
vínculo matrimonial. De este modo, en los días previos a la celebración de la boda podrían
introducirse, precisamente en el ámbito doméstico y familiar, una serie de ritos breves y
sencillos, que dieran un sentido más religioso a este momento. Nada impide recuperar, por
ejemplo, en la vigilia de la boda, ese antiguo Oficio de la tarde, típico de la liturgia hispana,
que formaba parte de la antigua Liturgia de las Horas del matrimonio. La celebración de
vísperas en familia, acompañada de un ágape festivo, puede ser una ocasión propicia para
que los novios reciban también la Bendición de los padres. El antiguo Oficio de la mañana
de la liturgia hispana invita también a ofrecer el día de la boda que comienza, a través del
rezo de la oración de Laudes, también realizado en familia. Ese mismo día, centrado ya en
los preparativos para asistir a la ceremonia, puede hacerse, también en familia, la Oración
de bendición de los vestidos, del novio y de la novia, así como la Oración de salida de la

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casa paterna. Recordando la antigua traditio puellae, puede introducirse una Oración de
entrega de los hijos, que los padres pueden realizar, por ejemplo, en el momento en que se
celebra el Rito de la promesa, o dentro del ámbito doméstico, por ejemplo, cuando los
novios comunican a los padres su intención de casarse.

La vivencia tan secularizada del matrimonio hace pensar que las circunstancias actuales
no favorecen la introducción de esta liturgia doméstica y familiar en torno a la celebración
inmediata del matrimonio. La desestructuración de las familias de origen, el hecho de que
muchas parejas llevan años de convivencia previa a la celebración del matrimonio, la
centralidad que se pone en los preparativos materiales de la boda, etc., hace que resulte
artificioso pretender añadir más tareas y requisitos a la preparación de la boda. Sin
embargo, no hacerlo sería seguir favoreciendo la separación y la discontinuidad entre la
preparación al matrimonio propia del noviazgo y la celebración de las bodas como tal. El
Itinerario de fe debería acompañar a los novios hasta el final del noviazgo, que coincide
precisamente con el final de una etapa de la vida y con los días inmediatos y previos a la
celebración de la boda. Incluso la realización del Expediente matrimonial debería
aprovecharse más como una ocasión pastoral de especial acompañamiento y ayuda a los
novios por parte de la Iglesia. Así es, en realidad; pero, en la práctica, seguimos
presentándolo como una mera sucesión de trámites o un requisito jurídico.

8. Conclusión

La pastoral del noviazgo no puede limitarse a resolver situaciones, es decir, a ayudar a


cubrir el requisito de los cursos prematrimoniales, para que las parejas puedan recibir el
sacramento del matrimonio. El anhelo de renovación de la pastoral prematrimonial, tan
presente en las directrices de la Iglesia de las últimas décadas, pasa por una toma de
conciencia más aguda y profunda de la trascendencia sacramental y evangelizadora de
esta etapa del noviazgo.

No hay que obviar la tremenda secularización que afecta hoy a la vivencia del amor y, por
tanto, a la realidad del matrimonio. Pero, hay que generar noviazgos cristianos, aunque
sea en minoría. Hay que educar y modelar verdaderos novios cristianos que, desde una
vivencia gozosa de su vocación al amor, den testimonio de que el plan de Dios sobre el
amor humano, la sexualidad y el matrimonio no solo es posible, sino que es la vía para
vivir el amor más bello. La pastoral no ha de buscar cambiar situaciones, sino cambiar
personas, es decir, generar sujetos cristianos, en nuestro caso novios cristianos, capaces
de asumir la radicalidad con que la gracia del sacramento del matrimonio transfigura la
realidad humana del amor. Si no lográramos esto, tendríamos que pensar que la
Revelación es un fracaso, que la gracia es incapaz de transformar el amor humano, o que
el Evangelio del amor anunciado por Jesucristo es solo para unos pocos privilegiados. Es,
quizá, el principal reto que nos plantea la cultura emotivista actual, con su concepción
tecno-líquida del amor.

Carmen Álvarez Alonso

Doctora en Teología Dogmática por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma. Profesora


en la Facultad de Teología san Dámaso (Madrid). Profesora en el Pontificio Instituto Juan
Pablo II (Madrid). Miembro de la Real Academia de Doctores de España.
Fuente: jp2madrid.es.
[Artículo publicado en Familia 55 (2017) 69-88].

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[1] Cf. Apostolicam actuositatem n. 11.

[2] Cf. n. 66.

[3] Cf. nn. 72-127.

[4] Cf. Visita pastoral a Ancona. Discurso en el encuentro con los novios (11-09-2011);
Discurso a un grupo de obispos de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos en visita ad
limina (9-03-2012).

[5] Familia 51 (2015) 83-102.

[6] Cf. nn. 84. 87. 92.

[7] Cf. JUAN PABLO II, Familiaris consortio 51; BENEDICTO XVI, Visita pastoral a Ancona.
Discurso en el encuentro con los novios (11-09-2011); FRANCISCO, Amoris laetitia 205-211.

[8] Cf. BENEDICTO XVI, Visita pastoral a Ancona. Discurso en el encuentro con los novios
(11-09-2011): “Deseo volver de nuevo sobre un punto esencial: la experiencia del amor tiene
en su interior la tensión hacia Dios. El verdadero amor promete el infinito. Haced, por lo
tanto, de este tiempo vuestro de preparación al matrimonio un itinerario de fe: redescubrid
para vuestra vida de pareja la centralidad de Jesucristo y de caminar en la Iglesia”.

[9] Cf. C. ÁLVAREZ ALONSO, “Más allá del género y del sexo: el lenguaje del cuerpo, según
Juan Pablo II”: Familia 46 (2013) 113-124.

[10] Cf. Z. BAUMAN, Amore liquido. Sulla fragilità dei legami affettivi (Bari 2003); ID., Vita
liquida (Bari 2006). Ver también T. DALRYMPLE, Sentimentalismo tóxico: cómo el culto a la
emoción pública está corroyendo nuestra sociedad (Madrid 2016).

[11] Cf. L. MELINA (a cura di), I primi anni del matrimonio. La sfida pastorale di un periodo
bello e difficile (Siena 2014). Cf. también Amoris laetitia 217-230.

[12] Cf. C. ÁLVAREZ ALONSO, “El cuerpo, sacramento de la persona. Aproximación a las
Catequesis de Juan Pablo II sobre Teología del cuerpo”: Estudios Trinitarios XLVI /3 (2012)
513-550.

[13] Cf. C. ÁLVAREZ ALONSO, “La unidad humana en la diferencia sexual: una vía
privilegiada de acceso al misterio trinitario de Dios”, en: ISTITITUTO DI STUDI SUPERIORI
SULLA DONNA (a cura di), Differenza femminile? Prospettive per una riflessione
interdisciplinare (Roma ²2016) 227-251.

[14] Cf. JUAN PABLO II, Amor y responsabilidad (Barcelona 1996) 211-230; J. NORIEGA, El
destino del eros. Perspectivas de moral sexual (Madrid 2005) 153-159; M. GOTZON
SANTAMARÍA GARAI, Saber amar con el cuerpo. Ecología sexual (Bilbao 1993) 55-71.

[15] Cf. M. MARTÍNEZ PEQUE, “Hacia un status eclesial del noviazgo”: Revista Española de
Teología 56 (1996) 435-494.

[16] Así los define el concilio Vaticano II, en la Sacrosanctum concilium n. 60.

46
[17] Cf. C. ÁLVAREZ ALONSO, “El Espíritu Santo en el Ritual del matrimonio. Notas de
pneumatología litúrgica”: Estudios Trinitarios XLVII/2 (2013) 225-273.

[18] Sobre este tema, cf. C. ÁLVAREZ ALONSO, “Matrimonio y Eucaristía, sacramentos
nupciales. Notas sobre una analogía sacramental articulada en torno al lenguaje del cuerpo”:
Anthropotes 29/2 (2013) 249-271

[19] Cf. JUAN PABLO II, Discurso a los miembros del Tribunal de la Rota Romana (30-1-
1986): “El matrimonio cristiano es un sacramento que realiza una especie de consagración
a Dios (cf. GS 48); es un ministerio de amor que, por su testimonio, torna visible el sentido
del amor divino y la profundidad del don conyugal vivido en la familia cristiana (...) Este
ministerio se reafirmará y se realizará a través de una participación total en la misión de la
Iglesia, en la que los esposos cristianos deben manifestar su amor y ser testigos de su mutuo
amor y con sus hijos, en aquella célula eclesial, fundamental e insustituible que es la familia
cristiana”.

[20] Cf. nn. 72. 75. Cf. CEE, La verdad del amor humano, n. 130, que presenta el noviazgo
como una etapa de discernimiento de la vocación al amor esponsal.

[21] Cf. E. TEJERO, El evangelio de la casa y de la familia (Pamplona 2014); “La


secularización inicial del matrimonio y la familia en la doctrina del s. XVI y su incorrecta
comprensión de la Antigüedad”: Ius Canonicum LII/104 (2012) 425-464.

[22] Cf. Liber ordinum, ed. Ferotin, col. 439; K. RITZER, Le mariage dans les Eglises
chrétiennes du Ie au Xie siècle (Paris 1970) 258-263; 415-417.

[23] Liber Ordinum 433, ed. M. Férotin (Paris 1904). El Antifonario de León (s. X) da el Oficio
completo, ed. L. Serrano, Antiphonarium Mozarabicum de la Catedral de León, editado por
los PP. Benedictinos de Silos (León 1928) 216-217. Cf. L. BROU-J. VIVES, Antifonario
visigótico mozárabe de la Catedral de León, edición de texto, notas e índices en: Monumenta
Hispaniae Sacra, Series Liturgica V/I (Barcelona-Madrid 1959) 454-455; Sacramentario de
Vich, ed. A. Olivar, Monumenta Hispaniae Sacra, ser. Lat. 4 (Barcelona 1953) 208-215, nn.
1403-1429.

47

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