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EL CRISTERO

(Novela)
Por: Bernardo Carlos Casas

(DESARROLLO: norte de Jalisco y sur de Zacatecas)

Personajes principales:
Juan, el cristero
José Cueva, el cura
Avelina, esposa de Juan
Rita, hija de Juan
Lupe, hija de Juan
Cuca, cuñada de Juan
Santiago, amante de Rita
Julio, novio de Rita
Julio Brito, enemigo de Juan
Trinidad, coronel regional
Anacleto López, general
Narciso Flores, cristero de Los Guapos
Maclovio, hermano de Juan
Benita, amante de Anacleto
Nieves, espía cristera
Bernabé, cristero traicionero

Otros personajes citados en el desarrollo de la novela como Cristóbal Magallanes,


Pedro Sandoval, Jovita Valdovinos, Herminio Sánchez, Enrique Gosotieta, el cura Montoya,
Aurelio Acevedo, Mateo Correa, Melesio Castañeda, Carmen Robles, el cura Cabral, José Isabel
Flores, el general Ortiz, el general Arenas, el general Quintero, Eutimio Hernández y muchos
más, participaron en hechos ciertos ahí mismo narrados en las fechas indicadas, según la
historia. Los lugares y los hechos son ciertos, algunos nombres de personajes principales están
cambiados, pero los marcos de diálogo son ficticios.
La novela es un enlace entre lo real de los personajes y los hechos, y lo supuesto de
sus planes y proyectos. En resumen es una narrativa que describe lo que sucedió en la región
desde los albores de la lucha cristera en 1926 hasta su culminación en 1929, dentro de un círculo
de hechos reales, como el guardar la integridad del cura José Cueva, por Juan Casas, durante
tres años, hasta el incierto desenlace familiar de los acontecimientos.

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Juan el Cristero
(novela)
Por Bernardo Carlos Casas

PRIMERA PARTE

I
El señor cura José Domingo Cueva llegó a Tlaltenango, su nuevo destino. Vio cómo
las personas de rancho, que los domingos venían al pueblo a cumplir con el tercer mandato del
decálogo: santificarás los días festivos, se encontraban con horarios de misas diversos: cinco de
la mañana, seis, siete y ocho; que si bien se acomodaban al gusto y necesidades del pueblo, no
así al agrado y exigencias de las rancherías.
La misa de cinco era para los comerciantes, o al menos muchos de ellos iban a esa
hora a fin de dedicar, el resto del día, para atender sus negocios.
A la de seis y a la de siete, acudía en general todo creyente. La de ocho era para
niños; sin embargo, misa especial para los ranchos no había.
La feligresía perteneciente a la parroquia seguía siendo vasta, no obstante en 1917,
Atolinga, que antes era vicaría de Tlaltenango, había alcanzado tal año, rango de parroquia.
De todas maneras los domingos a toda misa, correspondían llenos completos. Iban a
cumplir con el semanal precepto, personas de Veracruz, San Felipe, San Francisco, Santa Rosa,
San Diego y San José; barrios del pueblo que tenían capilla, mas no capellán.
Los domingos y días festivos era de ver la entrada al pueblo de personas de distintos
lados, por todos los caminos.
Por la entrada de la "Haciendita" llegaban personas de noble estirpe cazcana
procedentes de ranchos como: Los Fresnos, Mesa de la Virgen, Mesa de Palmira, Azucenas y
Morones. Por el camino del camposanto entraban personas de Los Ramos, San Juan de los
Lirios, San José, Los Guapos y otras comunidades localizadas por el mismo rumbo.
Por la carretera a Colotlán hacían su arribo al pueblo, los feligreses de La Era,
Salazares, La Palma, Sedanos, Carretones, Contreras, Guadalupe, Momax, Tocatic y
Teocaltiche. Las primeras siete comunidades, eran asentamientos de gente descendiente de los
españoles que recibieron mercedes de tierras después de la conquista. Originarios de las últimos
dos comunidades entraban al pueblo parroquianos de sangre autóctona.
Del otro lado del río, en tiempo de secas, cruzaban habitantes de ranchos y
haciendas, situados hacia aquel rumbo como Villalobos, Santa Eduwiges, San Payo y
Encinillas. En época de lluvias, el río engrosaba su caudal y aquellos sólo venían al pueblo si era
indispensable.
Cueva, el nuevo señor cura platicó con los viejos creyentes, sobre todo con los
"rancheritos", como él les decía, a efecto de conocer su opinión respecto al horario de misas. Él
estaba seguro de poder mejorar, en beneficio de esa "grey amada del Señor", que desde lejos,
venía a Tlaltenango a misa domingos y días festivos. Le contaron que había cristianos de buen

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corazón, que partían de su rancho a las cuatro de la mañana, para alcanzar a llegar a misa de
ocho; a la misa de niños.
Esa misa era larga, larga como la cuaresma en razón de las amplias explicaciones
que a los infantes, daba el sacerdote. En punto de las ocho, el sacristán daba la tercera y última
llamada y el cantor entonaba, acompañado del viejo armonio:

Vamos niños al sagrario


Que Jesús llorando está,
Pero viendo tanto niño
¡Qué contento se pondrá!

Al coro parroquial se llegaba por "el caracol", una escalera de cantera en espiral, tan
vieja como la misma iglesia, por tanto, los peldaños eran altos de peralte, y desgastados de
huella. Era, para no darle vueltas al asunto, un túnel negro, retorcido y oscuro, que más parecía
una mazmorra de tiempos inquisitorios, que gradas para subir a entonar, alabanzas al Señor.
El hecho es que cuando los niños cantores entraban a la tenebrosa espiral,
experimentaban una especie de miedo que aún se acentuaba más, en la parte media; ahí estaba la
enjundia de lo más negro, no se veía nada. Cuando empezaban a ver la luz, al término del túnel,
lo que a su vista aparecía, eran las caras con ojos saltones de santos viejos, que el cura
almacenaba en el ante coro del templo. Había niños, cantores bisoños, que se llevaban el susto
de su vida.
Los santos viejos, ahí arrumbados desde tiempos coloniales, padecían el limbo
terrible del abandono. Sin vestidos, desprovistos de coronas, faltos de resplandores, privados de
cetros. Unos tuertos, otros sin dientes, los más sin dedos, aquellos mancos, estos ciegos; quién
dijera que eran santos, más parecían convictos, monos apolillados o galeotes momificados.
Decían que el cura los quemaba y guardaba las cenizas y llegado el miércoles, después del
martes de carnaval, al tiempo que decía: "polvo eres y en polvo te has de convertir", ponía en la
frente del creyente con sus dedos, ceniza de los santos viejos.
A la misa de ocho, la misa de niños, que era la última en domingos y días festivos,
asistían además de las inocentes criaturas, los rancheros que no alcanzaban a llegar a tiempo a
otras misas, dada la lejanía de sus lugares de origen, como ya se dijo. De esa manera, Cueva se
acerca a Juan y platican sobre el tema.

-Sí, señor cura, le batallamos mucho -dijo Juan-, pero lo hacemos por amor a Dios,
para su mayor gloria. Así lo hicieron nuestros padres y abuelos.
-Juan, son buenos los sacrificios y sin duda Dios Nuestro Señor los tomará en cuenta
-dijo el cura Cueva-, pero… la familia, los niños, los ancianos, la lluvia, el frío, la oscuridad de
la madrugada; en fin los peligros a los que se expone a la familia por cumplir con el mandato;
habiendo, escucha bien, forma de hacerlo diferente.

Ese día Juan regresó caviloso a su rancho. Él era un labrador de San Juan de los
Lirios, un lugar al pie de la sierra de Morones; dueño de un pequeño rancho compuesto de casa,
presa y tierra de labor. Ese era su patrimonio, además de unas vaquitas, tres burros ajuareados,
dos chivas paridas, tres enjambres de abejas, una yunta de bueyes con todo y coyundas, un
caballo con montura, una yegua con albardón, una manada de borregos, una docena de gallinas
"rodailas" (Rod Island), un gallo copetón y una carabina 30-30.
Todo era producto de su esfuerzo. Su padre a todos había heredado; "menos al de
atrás", como dice Campanitas de Oro, aquella vieja canción infantil que se entona así:
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"campanitas de oro déjenme pasar/ con todos mis hijos menos el de atrás/, será melón, será
sandía/, será la vieja del otro día…"Menos al de atrás"… porque Juan se encaprichó y se casó
con una linda indita de Los Ramos, rancho contiguo a San Juan de los Lirios; mujer que para
don Dimas, padre de Juan, era sólo una india pata rajada. Para Juan era todo su amor y eso era
lo importante.
El señor cura Cueva antes de asumir su nuevo cargo como párroco del lugar, indagó
del pueblo su grado de religiosidad, algo de su historia, sus virtudes y bondades, sus vicios y
maldades y pronto concluyó que era un viejo asentamiento, que el curato fue de los primeros en
la Nueva Galicia, que los feligreses eran en su gran mayoría ardientes católicos, dispuestos a dar
la vida por su fe. Supo que su antecesor fue Mateo Correa Magallanes.
"Hay" -le dicen- uno que otro libre pensador que no le han quitado el sueño a ningún
señor cura, "ni se lo quitarán a su merced, porque pa eso estamos nosotros que somos fervientes
marianos." Habían dicho.
Fiel representante de ellos es Juan, de quien Cueva ya tiene antecedentes. Sabe que
vive fuera del pueblo, que se ocupa del cultivo de la tierra y de la venta de sus exiguas cosechas.
Indaga que está casado, que tiene hijos y que todos los domingos y fiestas de guardar, es de los
primeros en comulgar en la misa de niños.
Juan seguía intrigado por las palabras del párroco y a los ocho días que regresó al
pueblo, después de misa a la sacristía se dirigió.
-Señor cura, ¿cuál es ese camino diferente que hay para cumplir con el santo
sacrificio de la misa, sin desmañarse?
-Es muy sencillo mi plan, mira hijo -dijo el cura-, yo puedo pedir a su excelencia el
obispo, me conceda permiso de trinar. Así oficio la misa de cinco, la de niños de ocho y una
nueva a las once; exclusiva, o al menos especial, para los rancheritos. Las otras dos, la de seis y
la de siete son rezadas y me ayuda el señor cura de Atolinga, el padre Pedro Robles.
-Y … ¿no le parece muy arriesgado a su mercé -dijo Juan- decir tres misas todo
trinado de coraje en el mismo día? Yo pienso que decir tres misas el mismo día es cansado, por
eso está que trina. Pero como dijo aquél, "no se haga tú voluntad sino la mía."
-Nada de aquél, Juan; nada de aquél. Ese Aquél es Nuestro Señor, quien en la cruz
clama al Padre y le dice, mas no se haga mi voluntad sino la Tuya. Tu enredas las pitas… para
que mejor me entiendas. En cuanto a trinar, es oficiar tres misas el mismo día.
-¡Ah!, señor, ya ve su mercé, uno oye rebuznar el burro y pos… no sabe ni ónde
-dijo Juan.
-Espero que seas buen católico y que tu sencillez sea real -dijo Cueva- de modo que
no lleven segundos sentidos tus palabras. No soy afecto a las bromas, no me gusta la jiribilla, de
modo que te pido seriedad. Te he mandado decir con Nieves que vinieras. Sé que tu rancho es
buen punto para mis planes en caso de emergencia, dado que todo apunta hacia un encuentro
entre iglesia y gobierno. Ha faltado tacto, no ha habido diálogo y cuando no hay eso, los
hombres se van a las armas.
-Pos si viera que Nieves no me habló -dijo Juan- yo vine a misa solo y aprovecho pa
decile que no le hallo muy bien a su plática; se me hace enredoso eso de otra misa a las once y
ora más me la complica su mercé, al decirme que mi rancho entra en sus planes. ¿algo peliagudo
se ve venir? O que se train.
-Ya lo sabrás -dijo el cura.

Juan se quedó de una pieza; su jarana burlesca ante el cura no cuadró; donde que él
con sus chistes, casi siempre fuera de lugar, se hacía el agradable al menos entre su clase.
Desconocía de malos entendidos de su querida iglesia con el gobierno, no obstante desde hacía
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tiempo, en sus correrías de Tlaltenango a Tequila, llevando cebollas y ajos a vender y trayendo
de Tequila aguardiente, oía a otros arrieros hablar de posible rotura de relaciones de la iglesia
con el gobierno. Esta vez se lo estaba diciendo el mismo cura, persona que para Juan, era
auténtico representante de Dios en la tierra, por tanto, sabio entre los sabios, maestro entre los
maestros. Dios entre los dioses no; pero casi, casi. Había querido chancear al cura, porque así se
manejaba él, entre amigos, parientes, hermanos y sus mal hablados arrieros, compañeros de
viaje; quienes a su aspereza lingüística, debían su fama. Ellos decían que "… la india quere al
arriero cuando es más lépero y fiero, aunque usté no lo crea su mercé", -había dicho Juan
alguna vez al cura-. De eso, ellos sacaban orgullo y "adiós argolla, -decían-; ¿miedo? ¡Ni al
diablo! Menos a las mulas…jijas". Juan no era lépero, era chancero.
-¡No me diga, padrecito! Tantas herejías del gobierno claman venganza al cielo
-dijo Juan-, ya Dios aquí nos puso, y pos le entramos. Tovía no vendo mi 30-30, si de algo sirve
a su merced.
-¡Sérenate Juan! Nadie habla de guerra. Ni quiero que le cuentes a nadie… ni a tu
familia, ¿me entiendes? –dijo el cura- esta plática es entre hombres; sin embargo las cosas no
andan muy bien.

II

La misa de once fue un alivio para las personas de rancho, porque aligeraban su
conciencia al alcanzar misa. Aun de los más alejados lugares podían tomar camino al amanecer
o amanecido el día y alcanzaban a llegar al pueblo, encargar las bestias, ponerse los pantalones y
estar en el templo desde la primera llamada, para alcanzar banca.
No todos los rancheros podían asistir al santo sacrificio de la misa, ni todos
alcanzaban banca, de modo que para remediar esto último, cargaban en el burro uno o dos
banquitos plegadizos; de aquellos a manera de cruceta, que plegados, se podían llevar a todos
lados; abiertos servían para sentarse. De todas formas, aunque no todos vinieran, la misa de once
registraba todos los domingos y días festivos, llenos completos. Había gente parada hasta en los
atrios.
Los rancheros que no podían venir a misa, se quedaban "cuidando el rancho" y
también a las personas de marcada ancianidad, a los niños demasiado pequeños y a los
discapacitados. El encargado de estos menesteres, era una persona de edad suficiente y de
cordura a toda prueba, que cumplía con misión tan compleja y delicada. El cura había dicho en
misa y ejercicios cuaresmales, que esa clase de personas por cumplir con fin tan delicado y
humano, estaban exentas de la obligación dominical o festiva de ir a misa, "mas" -lo aclaró-
"tienen que pagar de todos modos el diezmo"
No siempre al regreso del pueblo, se encontraba en el rancho todo cual se había
dejado. Cumplir con las obligaciones religiosas del domingo, no siempre fue de ventura, dicha y
felicidad. Si bien había veces que todo pasaba sin novedad, las había en que, hasta lo más
remoto se estrenaba. "nomás uno se aleja y no jalla su casa como la deja" llegó a decir Juan
alguna vez.
Juan le contaba al cura, que sus padres un día, se fueron al pueblo. Era domingo y él
y sus hermanos, jóvenes todos, se quedaron a cuidar el rancho. Al filo del medio día, la fuerza
del hambre los empujó a buscar comida y aunque había frijoles, tortillas, chile y queso, vieron
más factible el cántaro de miel. Alcanzaron un otate con pulla, y aplicando un poco de
paciencia, lograron hacerle un agujero al búcaro, que suspendido de las vigas, en el cuarto de
adobe y terrado que servía de sala, había colgado su padre. Así se usaba.
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La miel contenida en ese recipiente de barro empezó a escurrir, en forma
semicircular, dado el efecto del otate en su intento por perforar el cántaro. Los muchachos
aprontaron la boca y pronto fue más la miel que les bañó que la que ingirieron, pues el cántaro
estaba a más de siete varas de alto y al dejar escapar la miel, los llenó a todos.
Con miel hasta por las orejas y sin saber qué hacer, tuvieron la ocurrencia de
limpiarse con lana, producto de la trasquila, que el estricto don Dimas guardaba en un rincón del
cuarto, para luego venderla a los tejedores de cobijas. Todo fue peor, la miel se pegó al calzón
de manta, a la camisa, al cuello, a la cabeza, a todo y aquellos parecían borregos.
No bien acababan de hacer su gracia cuando apareció el viejo de cara adusta, quien
de inmediato se percató de lo sucedido. Por castigo les dio a sus hijos, quedarse todo el día
como carneros, dormir con la lana pegada a la ropa y al cuerpo. Al siguiente día, a las cinco de
la mañana: "¡al agua patos!" -dijo- y los mandó a las frías aguas del estanque.
Muy a menudo Juan -ya viejo-, contaba esta anécdota a sus amigos y compadres y
éstos se reían en serio; se la platicó al mismo cura, pero éste, preocupado por las relaciones que
entre iglesia y estado se estaban dando, acaso si esbozó una leve sonrisa.
Quizá por estos recuerdos de infancia, Juan prefería ensillar sus remudas y acudir
con grandes y chicos los domingos a misa, además él en su casa no tenía ancianos, inválidos o
enajenados. Los domingos y días festivos desde temprano enjaezaba sus bestias. Primero su
caballo, con esa silla de montar hecha en Colotlán que se compró cuando las fiestas de San Luis,
luego ya después como fuera, el orden no importaba. La señora iría en su yegua y los
muchachos en burro.
A Juan le gustaba que sus hijos llegaran temprano al acto religioso de ocho, a la
misa de niños, y que se fueran hasta mero adelante para que oyeran la explicación, e
imprimieran en su tierno corazón, todas aquellos cánticos, que tanto se imaginaba Juan, le
gustaban al niño Jesús.
El cura decía que en esa misa, el niño Dios salía del sagrario y aunque no lo vieran,
ahí estaba con ellos, "en su dulce compañía como el ángel de su guarda". Los infantes atendían
con devoción sus palabras y hasta veían al Niño Jesús entre ellos.
La señora de Juan y sus hijas buscaban acomodo cerca del presbiterio por el costado
izquierdo del templo, lado de las mujeres. Los niños pequeños al centro y adelante; Juan cerca
del púlpito, al lado de los hombres. La familia de Juan era muy devota.
Cueva invitaba a los niños a ser como el Niño Jesús:
"Todos los niños y niñas han de aprender del Niño Jesús la manera cómo deben de
portarse. Mirad al buen Jesús: parece que os está diciendo que le imitéis, que obréis como Él,
que os portéis bien.
"Jesús era y es dios. Él ha hecho el cielo y la tierra, el sol, la luna y las estrellas. Él
no debía obedecer a los padres porque era más que ellos, y, no obstante, les obedecía.
"Vosotros, niños y niñas, también habéis de obedecer a los padres y respetar a los
superiores: no digáis malas palabras, y huid de todo cuanto pueda pervertiros. Sea siempre
Jesús vuestro modelo. Os habéis de preguntar con frecuencia: ¿Diría Jesús lo que yo digo?
¿Haría lo que yo hago? Si la conciencia os dice que no, no lo hagáis, no lo hagáis vosotros"-

-Jesús, José y María -decía el cura.


-Os doy el corazón y el alma mía -contestaban todos los niños y mayores en misa de
ocho.
-Dóminus vobíscum -cantaba el cura.
-Et cum spiritu tuo -contestaban desde el coro y continuaba la misa.

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Juan, como todos los demás rancheros de huarache y de calzón, tenía prohibido
entrar al pueblo en ese atuendo. Por ley tenía que usar pantalón, prenda escasa y cara dada la
demanda. Por eso, entre semana buscaba quien tuviera la dicha de tener pantalón, entre los
amigos y parientes de San Juan; mientras se compraba unos en la Casa Flores, tienda por la calle
Nacional que vendía telas y ropa. Juan, aun dentro de sus limitaciones, podía comprar un
pantalón, pero don Nicolás Flores, no tenía; y en la tienda de Manuel Magallanes, se habían
agotado tiempo atrás.
De todos modos y sabiendo que en lo ajeno cae la desgracia, los guardaba bien
doblados en las alforjas de su silla de montar, de manera que cuando llegaba a casa de las
señoritas Álvarez en el centro de Tlaltenango, ya llegaba revestido. Un lienzo de piedra a la
entrada del pueblo le servía de biombo y cuando volvía a montar, ya era otro: era don Juan con
pantalón.
Don Juan con pantalón, ¡Sí señor! Ajustado o sobrado de modo tal, que no una,
varias veces, le llegaron a decir "que si el difunto era más grande", cuando sobrado. Cuando
justa la prenda: “que si era regalo de don Pablito Carlos”; hombre de amplios recursos, que
sonaba su nariz con billetes y los tiraba. Usaba los pantalones retrincados y cortos, de modo que
la bastilla le quedaba de “brinca charcos”, muy por encima del borde de las botas de charro que
usaba y tan justo del tiro, que se le notaban las verijas.
Juan dejaba las bestias con las Álvarez. Las desensillaba en la caballeriza y les daba
retozo y algo de pienso, en tanto las mujeres iban "al corral"; pero él no, porque ya por el
camino había hecho "sus necesidades" tras cualquier huizache o en la hondonada de algún
arroyo. En un cuartito, para la pastura, su señora y sus hijas se arreglaban el chongo con
peinetas, horquillas, pasadores, listones y moños. Se quedaban "en camisa" y después se
enfundaban en enaguas amponas con blusa almidonada de manga larga y se calaban los zapatos,
estilo chato con chinela de charol, casi siempre negros, y se iban a misa. La señora lucía medias
de popotillo y rebozo; las hijas medias de seda con talonera y costura trasera, y sevillana para
cubrir la cabeza al entrar al templo.
Un día Juan pudo comprar una "silenciosa" con tiro de mulas. Entonces su familia y
él, se venían cambiados desde el rancho. Sentado Juan al pescante parecía cochero francés con
aquellos bigototes, saludando a todo caminante que se encontraba; y al tiempo que gritaba: ¡Aja
mulas! Agitaba las riendas.
La silenciosa era un carruaje de cuatro ruedas jalado por un tiro de mulas. De sus
llantas de hule proveía su nombre, pues al rodar no hacían ruido, ni rechinaban, como las ruedas
de madera de las carretas de bueyes.
Otras familias con atuendos distintos: faldas de colores chillantes y blusas plisadas
verdes, amarillas o de un rojo fuerte iban por los caminos a pie, en burros, caballos o
silenciosas, a hacer al pueblo lo mismo que Juan.
Le habían enseñado a Juan que ir a misa, era asistir al banquete del Señor y que si a
una boda se va bien vestido, con cuanta más razón ante Dios Nuestro Señor. Él, le dijeron, no
quiere elegancias, pero sí limpieza. El frac del rico y el calzón de manta del pobre, valen igual
ante sus ojos "y en un descuido" -le había comentado alguna vez el cura a Juan- "el vestido de
manta o de cabeza de indio del pobre, tal vez valga más que el frac del rico, a los ojos del
Señor."

III

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En días ordinarios el trabajo del rancho, vuelve las botas festivas de Juan en
huaraches de "horca pollo", que son como toscas sandalias hechas de cuero y hule; cuero de
baqueta en la planta y correas en el empeine. La suela de hule es de llanta vieja, de automóvil o
autobús unida a la planta por clavos tamaño 9/25 para los hules gruesos y 8/20 para las suelas
delgadas. El pantalón de pechera, se guarda o se entrega a su dueño si se pidió prestado. Se anda
con calzón blanco, ceñidor y camisa de manga larga sin cuello y de manta también. Un
sombrero viejo de ala ancha para el campo; nuevo para ir al pueblo, lo llevan todos los hombres
de la comarca.
A Juan no le gustan los sombreros tejanos ni los de curros, porque dice que son de
jotos. Colgadas al cuello por medio de un hilo, lleva varias medallas que parecen de plata, pero
son de estaño y zinc, cuya blancura, contrasta con el hilo de cáñamo, negro de mugre, del cual
penden y se enredan con el siempre fiel escapulario. Su cigarro de a jeme de puro tabaco
desvenado, por el mismo cosechado, es otro de sus distingos.
Las señoras y señoritas se tercian el rebozo, se calzan sus huaraches parecidos a los
de los hombres, ponen en su cabeza un sombrero de palma de tejido ligero y así, regresan al
rancho.
Tlaltenango era un pueblo chico. Por el oriente el Jaloco era el límite, por el
poniente el templo de San Francisco, por el norte el Callejón del Diablo y por el sur el templo de
Veracruz.
El pequeño conglomerado gozaba de un saludable comercio. El mercado de carnes,
frutas, verduras y abarrotes se localizaba en el Parian, además había un buen número de tiendas
y tendejones. Se tenía una plaza de toros ubicada a un lado del arroyo El Jaloco, vertiente
temporal que partía en dos al pueblo. La plaza de toros tenía capilla, sol y sombra, burladeros y
corrales. Un rastro donde ahora está el auditorio, una alameda, un acueducto, una planta de luz,
cada barrio tenía su capilla, una parroquia, los portales, una sucursal del banco Nacional,
escuelas oficiales para niños y niñas, una fábrica de sodas, una gran plaza, un monumento a
Hidalgo, el kiosco hecho en tiempos de don Porfirio, varios telares, huaracherías, la hojalatería
de don Ramón, una tenería, dos talabarterías, tres sastrerías, cinco peluquerías, un cementerio,
un prostíbulo, un colegio católico, varias cantinas, el mesón de Mojarro, la botica de Montero, la
botica de Pancho Colorado, la foto de don Wilfrido, las tres BBB de Chito León, las melcochas
de don Juan, el cachimón con limón, los dulces de Campitos. Para nacer las comadronas, para
divertirse las tierritas blancas, para darle vuelo con Elodia y la Güera Escatel, para morirse los
cajones de Geño.
Los rancheros venían al pueblo los domingos no sólo a cumplir con sus deberes
religiosos. Casi todos aprovechaban para avituallarse y algunos de ellos expendían en petates
productos del agro. De hecho, era el domingo el único día en que se podían adquirir amoles, cal
de piedra, ocotes, molcajetes, salvia, maíz prieto, aceitilla, leña, carbón, metates, temoloastes,
elotes tatemados, chinas, piscadores, jomates, chuales, calabazas, tierra poma, pistes,
manzanillas, madroños, hongos, tequesquite, chile cora, cacahuates y hasta manojos de
jediondilla. Todos estos y otros productos del campo se vendían por la Calle de las Cebollas,
nombre que empezaba a sobreponerse al de Morelos, verdadera denominación de la calle que
remataba en la llamada entonces "puerta verde", acceso al curato.
Juan era un hombre muy práctico. Si en enero había toros con motivo de la feria
anual, vendía ajos y cebollas. Si eran días lluviosos de julio, vendía, de todos modos, ajos y
cebollas en el pueblo. Era como José Martí: cultivaba una rosa blanca en julio como en enero…
para el amigo sincero que me da su mano franca/ y para el cruel que me arranca el corazón
con que vivo/ cardo ni ortiga cultivo: cultivo la rosa blanca.

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Decía Juan que primero era la devoción y después la diversión, de modo que para él
primero era la misa, después la venta de cebollas y ajos; que se daban en su huerta, y si dinero y
tiempo había, una copa de tequila en la cantina del Tío Pepe. En broma decía que ese
"sacrificio", era para "salvar un alma del purgatorio", aunque no siempre su tonecito chancero y
chacotón era bien recibido por todos.
Un día en la taberna del Tío Pepe, Juan se encontró con un viejo rival en ideas que
había conocido ofreciendo casa por casa sus ajos y cebollas. Un licenciado de bombín y de
bastón que tenía a Plutarco Elías Calles en un pedestal de gloria por las acciones que estaba
ejerciendo a favor de la nación. Sin embargo sus puntos de vista no los compartía Juan. Para
Juan, don Plutarco era menos que un agente del demonio, que al oponerse a los designios de
Dios estaba haciendo su mejor esfuerzo para ser, tarde que temprano, huésped de Satanás.
Calles, “ha empezado a modernizar la economía del país, beneficiándose México
con la producción petrolera, la cual si bien ha bajado de su máxima en 1921, sigue siendo
importante” Le había dicho el licenciado a Juan. Además le dijo: “Fundó don Plutarco el banco
de México, instituyó el primer impuesto sobre la renta, y ha gastado mucho dinero en educación,
salubridad e infraestructura. Parte de la riqueza porfirista ha regresado, aunque la política, -dice
el mismo Calles- está en manos de la élite revolucionaria”.
Eran, una y otra, posturas muy radicales. El licenciado no podía convencer a Juan de
sus ideas, ni el cristero lograba imponer su criterio. Ese día se despidió el licenciado, y Juan más
a fuerzas que por urbanidad, le tendió la mano. Quedaron de verse en otra ocasión.
Días después Juan fue con Cueva, y en la sacristía de la parroquia que tenía unos
preciosos armarios de ébano con incrustaciones de nácar, le dice Juan:

-Entonces, su mercé; si no soy güeno con mi arma con qué le puedo ayudar a luchar
contra el Anticristo; porque eso que usté dice, no es otra cosa que el Anticristo ¿verdá?
-Tal vez no Juan, pero de todas maneras debemos prepararnos; los enemigos de la
religión andan sueltos.
-Y… ¿cómo se reconocen?
-No es fácil -dijo el cura-. Unos son lobos revestidos con piel de corderos, otros por
sus palabras los reconoceréis. Sólo nos queda estar alertas.
-Y… ¿hay alguna manera de acabar con el mal?
-Tú eres ranchero y conoces la mala yerba o la cizaña que afecta tus cultivos -dijo el
cura-; si la dejas que crezca, crece, y no se tienta el corazón para acabar con la semilla. Con el
grano de mies, dirían los hebreos; con el grano de maíz, decimos nosotros.
-Señor cura, yo escardo y corto de ráiz el mal y se acaban los abrojos y la grama…
luego asegundo… pos ya sabe usté el que no asegunda nues labrador y andavete de yerbas
malas…

No dejó el cura terminar a Juan su frase y le dijo:

-¡Tú lo dijiste! Lo acabas de mencionar. Así, ¡cortando de raíz el mal!.

El intercambio de palabras entre Juan y el liberal licenciado en la cantina del Tío


Pepe, no dejó duda al confidente del cura, que el licenciado aquel, era esa yerba mala, que no
deja florecer el bien "que casualidá que el licenciao ese, dice que los curas no son padres y que
no hay que confesarse con ellos; quesque son puros nagüilones que queren el poder que les
quitó Juárez. Qué semiase que aquí hay gato encerrao" pensaba y volvía a pensar una y otra

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vez, Juan. Ocho días después del primer encuentro, se volvieron a arrostrar ambos contendientes
en el mismo lugar.
Los bancos de la cantina del Tío Pepe eran altos con patas de varilla retorcida y
asiento redondo de gruesa madera laqueada. Un descanso del mismo fierro torcido servía a los
pies y ayudaba a los borrachos a estar más cómodos.
Cantina de pueblo en fin. En una esquina del local estaban "las yeguas", unos botes
alcoholeros de lámina con capacidad para 19 litros, todos chorreados de orines. Sobre todo del
manguete de madera con asidero central de metal, a manera de argolla, por donde "el yeguero"
los asía al gancho de su yugo, cuando ya rebosaban de beodos meados y los llevaba a vaciar al
río. No había drenaje, ni servicios sanitarios, ni agua entubada. Sí había vino, riñas constantes,
escándalos y uno que otro muertito, sobre todo los domingos en la tarde o noche.
Por el exterior del local "los macheros", unos maderos a guisa de porterías enanas de
fut bol, localizados en las faldas de la banqueta, para amarrar los caballos; y aquellas, siempre
fieles puertecillas, en el vano de las entradas, siempre de rejillas rechinables de madera a media
asta, que cubrían un poco las caras abotagadas de los borrachos.
Era costumbre llegar, saludar, tomar asiento, poner los codos sobre el mostrador y
acomodarse en la barra. Llegó Juan, saludó, todos contestaron menos uno, pidió su caballito de
tequila y de un sorbo dejó vacío el pequeño envase de vidrio. Le sirvieron otro, le dio un trago y
ordenó al cantinero le llevara una copa al licenciado; "que fuera del vino que él estuviera
tomando."
Fue el licenciado el único que no contestó al saludo de Juan y cuando le llegó la
copa, ni caso hizo. Estaba entretenido viendo los dichos que sobre borrachos, el tío Pepe había
colgado por ahí. Uno decía: A boca de borracho oídos de cantinero. Otro refrán aludía a todos
aquellos que se hacen viejos y quieren seguir tomando: aunque tengo malas piernas, bien visito
las tabernas. Más arriba estaba colocado otro: Baco, Venus y tabaco ponen al hombre flaco.
Uno que le gustó mucho estaba casi frente al espejo: contra la muchas penas, las copas llenas;
contra las penas pocas, llenas las copas. A su lado el dicho que habla de las verdes matas: Agua
de las verdes matas, tu me tumbas, tú me matas y me haces andar a gatas. Otros muchos más
adornaban los rincones de aquella cantina. Y la plática entre los parroquianos estaba muy
animada.
Unos arrieros que venían de Durango decían que en Valparaíso, Zac., un pueblo que
está al norte de Huejuquilla el Alto, las cosas andaban un poco feas. Se sospechaba de un
levantamiento contra el gobierno por cuestiones de la religión.
Juan notó que le licenciado no se tomaba la copa, cosa que le molestó. Se levantó de
su banco y fue y le dijo:

-¡Tómesela licenciado! Es pa usté. Sepa que yo también sé envitar…allá se lo haiga.


-Yo no bebo lo que me invitan los fanáticos como lo es usted -dijo el licenciado-,
porque… no sea que se me pegue…
-¡No le estoy preguntado! -dijo Juan- al tiempo que le sujeta por el pelo, le jala la
cabeza hacia la barra y le pone en la garganta un puñal de buen acero y mejor filo.
-¿Cómo ve, me hará el desaigre? -le dijo Juan- gritando y con los dientes trabados de
coraje. Usté no será de harina pero me… ¡huele a biscocho!
-¡Suéltame desgraciado! Porque esta agresión te va a salir cara -dijo el amenazado- y
se quiso zafar pero Juan lo retuvo con fuerza.
-¡Primero se toma la copa! Y a luego lueguito lo complazco, porque si Dios es
servido -dijo Juan- ¡Primero me hace usté mi gusto! Y sepa que a mis los licenciados me
cuadran pa que me pelen… los dientes.
11
Los parroquianos que alegres tomaban la copa aquel domingo, se apartaron del
mostrador y dejaron solos a los rijosos. Juan desamagó a su enemigo cuando éste aceptó,
asintiendo con la cabeza, tomarse el vino; un delicioso coñac francés que el Tío Pepe tenía para
ocasiones especiales: bien fuera para el licenciado, o para el presidente municipal, o quizá para
el boticario, para el gerente del banco, y raras ocasiones para el cura que de vez en cuando, se
insuflaba una copa antes de la comida.
Se apartó Juan del licenciado, éste se compuso el traje, se tomó la copa y sin decir
una palabra se retiró de la cantina. Juan regresó a San Juan de los Lirios y al siguiente día tuvo
noticia que su hermano Maclovio, tenía una invitación secreta de Narciso Flores, hombre
valiente y entrón de Los Guapos, quien lo animaba a unirse al movimiento rebelde contra
Calles.

IV

-¿Qué vas a hacer, Maclovio? Aquí está tu familia -dijo Juan- El Narciso ese no jalla
que hacer. En fin tu sabrás ya tas grandecito… ya no te coces al primer hervor y… que yo sepa,
eres medio argolludo.
-Mira Juan, no me eches sermones, que pa eso está el siñor tata cura. No soy
argolludo y menos argenudo. Eres mi hermano mayor y yo sólo vine a prevenirte; me voy a la
bola porque hacen falta munchos brazos. Crio que Narciso Flores sabe de más cosas, dice que
en Valparaíso se formó un frente que defenderá nuestra santa religión. Tú que andas con el
señor tata cura, has de saber también, no te hagas que la virgen te habla.
-Oye Maclovio, Valparaíso ta re lejos; tú como no eres arriero no sabes. ¡Qué va a
saber el Narciso ése! -dijo Juan- quien quita que sean puras habladas, porque para que llegue
ende Valparaíso hasta el rancho un propio tiene que bajar a Huejuquilla, di ay, venirse con la
noticia hasta Mezquitic, luego subir toda la sierra, caminar la mesa larga, subir el monte
empinao y llegar a San Andrés del Astillero, que ora llaman Monte Escobedo. Es andar entre
puros ocotales, casi sin vereda fija ni direicción.

Juan trataba de animar a Maclovio para que no se subiera en un "un puerco pinto",
como él decía. Es decir que no se fuera a una aventura sin antes saber qué había de cierto en
todo eso y le siguió hablando de los puntos que aún faltaban para llegar al rancho: "luego
Huejúcar, Santa María de los Ángeles, Colotlán, Momax, el rancho de Jesús María y por fin, al
pie de la sierra de Morones, San Juan de los Lirios".

-¡Qué espetas que haiga quen le atore! -dijo Juan-, llendo a buen paso, se hacen tres
días de camino.
-Juan…¿ y tu crees qué eso es difícil para alguien que ama a Cristo? -dijo Maclovio.
-No, porque los cruzados, los valientes cruzados, subieron montañas, cruzaron
desiertos y ni la sed ni el hambre los detuvo hasta que llegaron y echaron pa fuera a los
infieles… ora pos eso dicen, pero quen sabe, pos…¿quen los vido?.

En tales términos siguieron platicando Juan y Maclovio sentados en sillas de palo


con asiento de tejido de ixtle, dentro del cuarto de adobe con piso de tierra, que servía a modo
de sala. Juan dijo:

12
"¡Avelina! Trainos un jarro de agua por vida tuya" -le hablaba Juan a su esposa-.
Ella fue al cántaro que siempre estaba sentado sobre húmeda arena en la cocina; tomó dos jarros
que boca abajo, bien lavados, descansaban en la tabla, que cercana al zarzo, servía de alacena, y
llevó el agua. No se retiró hasta que los señores terminaron de beber y con atención les preguntó
que si gustaban más.
Al día siguiente se levantó Juan, cual era su costumbre, antes que el sol saliera; ya
para entonces, su mujer le tenía el almuerzo listo; de manera que se acomodó éste cerca del
metate y a la luz mortecina del aparato de petróleo, alcanzó la primera tortilla del jomate,
calientita y esponjada, le puso chile verde del molcajete e hizo un taco, luego con otra tortilla
empezó a sopear el jocoque. Después le dijo a María Avelina: (para él todas las mujeres eran
Marías).

-Mira María, si Dios quere mañana temprano ensillo el cuaco, y gano pal pueblo.
Quero que el señor cura me diga que tan cierto es el mitote que train por ay…

Siguió almorzando y su mujer nada decía, el único ruido que se percibía era el
crepitar de los leños bajo el comal de barro en la chimenea y el que hacía, la mano del metate al
medio moler la masa para hacer el testal; después el palmoteo de Avelina al darle forma a la
tortilla entre sus manos, antes de ponerla a cocer en el tiznado comal de barro.
Muy limpia y acomedida, Avelina desde la víspera, traía agua del pocito de la presa,
en un cántaro; se terciaba el rebozo y se lo ponía en el hombro. De la tinaja de barro sentada
sobre la arena en el batiente de la cocina, tapada con una jícara, ofrecía a Juan un jarro de agua.
Ella después almorzaría, pues "el costumbre", decía ella, era primero servir a los hombres.
Ya amaneciendo se iba Juan a la labor. Ese año además de maíz, tenía sembrado
frijol y calabazas entre la milpa, y como eran los primeros de agosto y el año había sido
llovedor, las cañas tapaban a su amo y las calabazas estaban en flor. Por cierto, Juan esperaba
cosechar buenas calabazas de Castilla, porque en esa besana las sembró cerca de los nidos de
hormigas rojas; esos insectos que hacen su morada en campo pelón talado por ellos mismos. No
les gusta vivir entre el zacate y la maleza y forman un círculo pedregoso alrededor de su
agujero, circunferencia que mide desde un metro y hasta dos de diámetro, según el tamaño de la
colonia de hormigas.
Son estos invertebrados unos animalitos muy curiosos, que rodean la entrada de su
hogar de infinidad de piedrecitas, de un quinto del tamaño del insecto, y forman con ellas un
montículo para defenderse de sus enemigos. Por alguna razón las calabazas que se dan cerca de
estos hormigueros, son mejores que las demás en tamaño, pezón, cáscara, barbas y semillas.
Juan a todo le sacaba provecho: barbas para los puercos, semillas para el mercado, pezones y
cáscaras para los burros, la pulpa para su familia. Por más lucha que Juan hacía, los burros
dejaban siempre los pezones, se comían sólo las cáscaras.
De todas maneras, las hormigas no se escapan del principal enemigo: el hombre de
campo, quien se lleva esas piedras de hormiguero y las mezcla con el frijol ya desenvainado,
para que al venderlo, éste pese más.
Los campesinos de la comarca en el cañón de Tlaltenango, tenían fe en el año bueno
que se avizoraba, porque desde junio, no había dejado de llover. La granizada de julio agarró
más bien por la sierra y allá sí acabó con las manzanillas y los madroños en flor. La calma de
agosto, pensaban, la superarían con el tormentón que habría de caer el día de la Asunción, dado
que la última y fuerte lluvia fue el día de Santa Ana.

13
V

Juan llevó a sus hijas más grandes a la fiesta de Tocatic, el día de Santa Ana. En el
combate de ollas, tradición anual de Tocatic, Rita la mayor, conoció a un pueblerino de no muy
malos bigotes que le guiñó un ojo y como Rita no cantaba mal las rancheras, le dijo a Lupe, su
hermana menor: "sírveme de chaperón", mientras el viejo Juan se entretenía viendo la danza de
moros y cristianos frente el vetusto templo de Tocatic.
Rita, además de buena presencia, era atenta, fina y educada, tanto como las monjas
que la habían pulido en Guadalajara, cuando tratando que abrazara la vida monacal, el cura
Cueva la apartó de su casa por un año, cuando el cura, era canónigo de Zacatecas; pero Dios no
las quiere bonitas de cara, él ve más allá. Rita regresó a su rancho, ante el descontento de su
padre, quien ya contaba con una hija monja.

-¿Me permite la acompañe? -dijo Julio- haciéndose el fuerte ante los nervios que
sentía, e inclinando ligeramente el sombrero de ala corta.
-¡Ni Dios lo quera! No ve que mi apá nos mira. ¡Cuélele cuélele por allá! ¡pero
ándile no sea indino! -dijo Lupe.
-Perdóneme niña, yo no le hablo a usted, le hablo a su hermana -dijo Julio.

Es que Lupe seguía tan serrana como sus ancestros; celosa y entrometida. Por la
misma razón sin que le hablaran contestaba y le tenían sin cuidado las formas o las maneras
urbanas de decir o hacer las cosas. Decía las palabras en forma atropellada, como si fuera una
metralleta. Rita, con su cara de santa de rancho, medió en el acto.

-¡Lupe, discúlpate con el señor! ¡Qué modales son esos! ¡En que líos me metes!
Dios mío. Perdónela usted señor, ella es así.

A Julio se le calmaron un poco los temores a ser rechazado y ante el incidente se


atrevió a decir:

-No tengo nada que disculpar, más bien dispense usted mi atrevimiento. Le juro que
su fina figura, su cara angelical, y el alma que por sus ojos se adivina lleva, hablan tan fuerte de
usted, que sólo oigo cantos celestiales… su silencio lo dice todo y usted no tiene más que decir,
sí.
-¡Calle, calle por lo que más quiera! -dijo Rita- se lo pido de favor; no soy afecta a
las lisonjas y menos viniendo de alguien a quien no conozco. Si a mi se refiere está muy
equivocado. Venimos a la fiesta de Santa Ana y ya nos vamos.

E hizo el ademán de irse con la idea de apartarse de ese momento que resultaba para
ella embarazoso.

-Se lo dije que le colara y no le coló. ¡ora cuélele! ¡Cuélele lejos! Antes que lo vea
mi apá. -dijo Lupe.

Se apartaron las hermanas y la mirada de Julio se perdió entre los parroquianos que
alegres, jugaban al combate de ollas, pero indagando por ahí, supo que la chica era del rancho de
San Juan. Él hasta entonces, no había visto mujer alguna que le llamara tanto la atención y hasta
se atrevió a pensar que si ella aceptara matrimonio, estaría dispuesto a casarse con ella.
14
Juan no se enteró en el momento y ya de aquello pasaba más de un mes, pero doña
Avelina sí sabía; Rita le contó todo.
Aquel día que Juan decidió ir a ver al cura, ensilló su caballo y cuando ya se
disponía a partir para el pueblo, vio que a galope tendido, alguien se estaba acercando por la
vereda. Escondió entre la cerca y unos zempoales a su bestia y se limitó a observar y cuando
reconoció al cura Cueva, salió jubiloso a su encuentro.

-¡Juan, Juan , Juan…! ¡qué bueno que te hallé! -Dijo el cura- ¡rápido! Ensilla tu
caballo y sígueme, quiero platicar contigo.
-Pos sólo que sea ya. Llegó su mercé en el mero momento ¡Pos ya lo tengo ensillao!
Pero antes échese un taquito o si quere y lleva priesa, mas que sea un jarro de agua… ora que si
quere una pajareta con piquete, que li aunque no sea con leche recién ordeñada…
-Está bien Juan, que sea el vaso de agua. Dáme de ahí de tu cantimplora, mejor y
díme ¿dónde podemos platicar que nadie nos oiga? -dijo el cura, sin apearse.
-Donde quera su mercé le damos al chacotón, al cabo que el aigre del campo, se
lleva las palabras. No es como allá donde usté vive, que hasta las paderes oyen.

Se fueron rumbo al monte y el cura le dijo a Juan que de arriba había llegado la
orden de cerrar los templos. En Tlaltenango no había culto desde el uno de agosto. Ante las
muchas preguntas de Juan, Cueva respondía a sus inquietudes; en términos generales. El cura le
platicó el origen del conflicto.

-Es largo el problema, pero te lo voy a explicar resumido, porque en verdad


conviene que estés enterado, por si llega a ofrecerse. Sucede Juan, que Plutarco Elías Calles
quiere hacer respetar la Constitución del 17 y hacer una Iglesia Nacional Mexicana…
-¿No me diga? Y ese Plutarco que limporta -dijo Juan-; si no hay otra iglesia más
questa, cómo puede haber otra?
-Ya lo sabrás. La iglesia está en desacuerdo con los artículos 3, 5, 24, 27 y 130 por
ser opuestos a la libertad religiosa católica.
-Oiga su merced ¿y no hay quen proteste?
-Ya lo sabrás. El arzobispo de México José Mora y del Río escribió una carta
pastoral contra la Ley Calles, en la cual el gobierno dispone, que no sea una junta de vecinos la
que se haga cargo de los templos como lo sugiere la iglesia al suspenderse el culto, sino que
sean los ayuntamientos de los pueblos y que usen los sagrados recintos para lo que ellos
dispongan.
-Oiga padrecito ¿y naiden dice nada?
-Ya lo sabrás. Por eso el obispo de Huejutla, José de Jesús Manríquez y Zárate y el
de Tacámbaro Leopoldo Lara y Flores, lanzaron otra pastoral donde se oponen a las medidas del
gobierno.

Juan ya ni preguntaba sólo oía. El cura siguió diciendo que aunque esto fue desde
marzo del 26, ya desde 1925 había nacido la Liga Nacional de la Libertad Religiosa que con
ayuda de la ACJM, el apoyo del Comité Episcopal y la Asociación de Damas Católicas,
pretendió un bloqueo económico y social para provocar una huelga de pagos fiscales, boicot
general para reducir el consumo al mínimo y retirar los depósitos bancarios a efecto de obligar
al gobierno a derogar o cambiar los artículos de la Constitución… "que ya antes te dije"

15
-Y… ¿qué vamos a hacer? Esto se está poniendo feo -dijo Juan- yo creiba quera
puro cuento lo de mi hermano Maclovio quesque se quere ir a echar bala. Por eso, yo ya miva
pal pueblo. Iba a buscalo cuando usté llegó. La Divina Providencia me lo trujo enterito. ¿Qué
vamos a hacer, le guelvo a preguntar?
-Ya lo sabrás. Por lo pronto Juan, no puedo estar en el pueblo. El templo está
ocupado por el gobierno y mi casa también. Se dice que ya empezó la persecución de los
sacerdotes. Vine a esconderme a tu rancho.
-Pos sepa ques usté bienvenido. Es para mí una bendición tenerlo aquí… ya me dirá
usté si siempre le sirve mi carabina.
-Ya platicaremos de eso, Juan; no siempre las armas son la solución. Si quieres
hacer una guerra santa, primero debes de agotar todas las instancias. Yo no estoy de acuerdo
con la violencia. Vámonos regresando a tu casa, por el camino te iré contando lo que acaba de
pasar aquí cerca de tu rancho; un hecho que después de lo que te dije acerca del cierre de
templos y la cancelación de los cultos, nos pone en el camino de las armas sin remedio.

Durante el regreso el señor cura Cueva le platicó a Juan como en Momax el día 22
de julio de 1926, los odios contra la religión hicieron víctimas a tres señores inocentes: Manuel
Campos, Rafael Campos y Benjamín Díaz, todos hombres de mucho respeto, muy conocidos y
de firmes creencias. Después de azotados a cintarazos en el cementerio, colocados de rodillas,
fueron fusilados.
Enterado el sacerdote por doña Nieves en Tlaltenango de estos hechos, también le
platica a Juan que cuando Dios cierra una puerta abre una ventana, pues eso sucedió el 22. El
26, un hijo de don Rafael, de nombre Benjamín, que estaba en el seminario, se había ordenado
sacerdote. Sin embargo no deja de reconocer que la cuestión religiosa y su relación con el
gobierno se vuelve cada vez más tensa, dado que el 28, según los correos de doña Nieves, allá
en Potrero de Gallegos, una comunidad del municipio de Valparaíso, Zac., Manuel Luna fue
asesinado por ser católico. Juan, sin decir palabra, estaba absorto en tanto Cueva, al notarlo, lo
reconforta al decirle que no todo son malas noticias que hay otras buenas, como la que Nieves le
hizo llegar a casa de las Álvarez, donde estuvo escondido antes de venirse al rancho, en el
sentido que el 9 de agosto el obispado autorizó los planos para el nuevo templo del Señor de los
Rayos en Temastián, santuario que sin duda, "hemos de ver como triunfo de los ejércitos del
Señor" dijo el cura.
No puedo por mucho tiempo el cura contar cosas agradables a Juan, dadas las
últimas informaciones que le dio su escucha, que de ser ciertas, eran igualmente terribles y le
cuenta a Juan como el 15, según Nieves, el teniente Blas Maldonado que trabaja bajo las
órdenes de un general llamado Eulogio Ortiz, detiene en Chalchiuites, un pueblo del norte de
Zacatecas, al cura Luis G. Bátiz y a tres miembros de la ACJM y cuando los lleva a Zacatecas,
Pedro Quintanar, un señor que andaba de compras en esa plaza, le da alcance y se abre el fuego,
pero Maldonado al verse perseguido, prefiere darles muerte a los prisioneros que entregarlos a
Quintanar y en caliente fusila al cura y a los tres acompañantes. En el encuentro el teniente
pierde dos federales y don Pedro al retornar al pueblo, busca justicia, al no encontrarla, se
levanta en armas.

-De esa manera Juan, para el 22, Trino Castellón y Aurelio R. Acevedo, secundan a
Quintanar al levantar en armas a los ranchos de Peñitas y Peñablanca, que se les unen en el
rancho de Las Viudas. Así forma Quintanar, el regimiento Valparaíso.

16
-Ya no lo piense dos veces, señor cura -dijo Juan- mi carabina 30-30, con su
bendición, se puede ir al regimiento y a usted lo voy a esconder tan bien, que no lo jallarán más
que traigan perros entrenaos. Oiga y esos matones de cristianos ¿no tendrán castigo?
-Cacciarli i ciel pernon esser men belli ne lo profondo inferno gli riceve -dijo el
cura.
-Crioque estoy perdiendo el óido -murmuró Juan-, ¿qué dijo padre, no le entendí lo
que se dice ¡nada! Ha de disculpar su mercé.
-Eso Juan, no lo dije yo.
-Pos yo mesmo creo que usted no lo dijo, porque yo siempre le entiendo y ahora no
le entendí ¡ni máiz! Pero… si usted no fue… ¿quen fue?
-Es decir Juan, sí fui yo, pero no son palabras mías, son de Dante en el Divina
Comedia y quieren decir que "los rechaza el cielo para no mancharse, y el mismo infierno
asquea de recibirlos…" de manera que quiero que me escondas y mañana te vayas con Nieves,
le dices que vas de mi parte, que eres mi propio. Te guardas muy bien lo que te entregue,
¿entendido?. Ya para terminar te quiero decir que la rebelión ya cundió; el 23 de este mes de
agosto Pedro Quintanar reunió en el rancho de la Joya, de por allá arriba de Valparaíso a 45
hombres que van a defender con armas en la mano, nuestra santa religión y de una vez para que
estés enterado, te diré que ya se presentó combate. Tu y yo, como estamos en la brega, vamos a
usar una contraseña: ¿tienes tabaco para mi cigarro.?

José Cueva, el cura de Tlaltenango que andaba huyendo en San Juan de los Lirios,
se refería a la entrada de los hombres de Quintanar a Huejuquilla el Alto, el 29, quienes junto
con la gente de Aurelio R. Acevedo, hacían un contingente de 100 hombres. Se adueñan de la
plaza, al grito de ¡Viva Cristo Rey! Pero a las 14 horas entra la federación y se traba un combate
que dura hasta las once de la noche. Mueren 26 federales, un arriero de Huejúcar y un borracho
que sintiéndose valiente, montado en su caballo presenta blanco a los dos bandos.
En el fragor de la batalla un hombre resalta por su denuedo y entrega a la defensa de
la causa religiosa, sin ser de la gente de ellos; se llama Valentín Ávila, a quien Quintanar invita
a unirse a ellos y después se le llegó a conocer en la comarca y más allá, como Valentín de la
Sierra.

VI

Juan preocupado, dejó al cura en la sala de su casa y se fue a buscarle un escondite.


El señor Cueva que no conocía el rancho de Juan, permaneció sentado un momento en una de
las sillas con asiento de ixtle tejido, que de tanto uso, ya tendía deshecho el centro del asiento y
las hebras del ixtle, que algún día fueron fuerte tejido, ahora eran hilillos desgastados, colgados
como tirlangas, alrededor de un hoyo central en la silla, donde las nalgas, siempre separadas, así
se estrechaban más. Casi en todas las casas del rancho, había sillas estrechadoras de nalgas.
Puso el párroco sus pies cuan pequeños eran en el descanso de la silla y dedicó su
atención a observar la decoración de las cuatro paredes aquellas. Santos por aquí, fotos por allá,
una mesa, un reloj despertador redondo, piso de tierra apisonado, vigas de roble con tabletas
para sostener el terrado, colgada la carabina y junto a ésta un bule. En un rincón un yugo, un
otate, unas coyundas, una china, un arado de palo sin reja, unas estornijas y una azuela. Trazas
dactilares de largas matadas de chinche colorada en la pared encalada, se veían por doquier y
deyecciones redondas de moscas, cafés o negras, al por mayor; por montones, sobre todo en los

17
vidrios que guardaban los santos y las fotos. Un petate a guisa de alfombra, era el piso de la
silla, donde el cura descansaba.
Este vistazo que duró unos segundos fue tiempo suficiente para que apareciera la
familia de Juan. Doña Avelina su esposa, embarazada; Rita, la hija mayor; Lupe, otra hija;
Josefita, muy sonriente y dos pequeños varones. El cura no se levantó de su silla al saludo de
"buenas tardes", que cada miembro del clan juanino le fue dando al besarle la mano. Rita
empezó acto seguido la conversación.

-Sea usted bien venido señor cura, esta es su casa, nunca hubiéramos pensado tener
esta dicha. Nuestra humilde morada se siente honrada por esta visita.

Todos los demás se quedaron como mudas estatuas, esperando que el cura dijera
algo, o pensando quizá, que Rita continuara con su plática, pero nadie dijo nada. Avelina era la
indicada para haberle dado al cura el saludo, pero era tan corta, que no alcanzaba a articular
palabra alguna, acaso le indicó medio en silencio a Lupe que le trajera al padre, un jarro de
agua; pero Lupe era tan torpe o estaba tan aturdida con la inesperada visita de personaje tan
especial, que al llegar al mezquitero umbral, de la sala, se tropezó y el jarro de agua, terminó en
tepalcates a los pies del cura. Lupe avergonzada se escondió, lo que al cura le dio la oportunidad
por fin de hablar.

-¡Mi niña, mi muchachita, mi pequeña! Nada ha pasado; un jarro de agua quita la


sed y quita la pena. Siéntense todos aquí en el suelo (y en qué más, solo había dos sillas) y
escuchen, por qué estoy aquí, quiero que sepan a qué vine. Tú también, mi niña -le dijo a
Josefita- que permanecía parada.

Cueva les contó el propósito de su estancia y les dijo que guardaran todo eso en
secreto, porque por un tiempo no lo verían más en el templo de Tlaltenango, que era probable
que feligreses desconocidos lo buscaran en este rancho "y ustedes, siempre negarán conocerme,
porque si ustedes dicen que sí, tal vez se queden sin mi amistad, el rancho sin padre, y el pueblo
sin párroco…". Les dijo además, que el pensaba seguir administrando los sacramentos aquí,
dado que los templos habían sido cerrados y el gobierno perseguía a los sacerdotes; además, un
hogar católico se puede habilitar como templo, en casos como éste.
Llegó Juan, la familia se retiró al cuarto de donde habían salido y le dijo al cura que
ya tenía la solución a su problema, que le había arreglado una especie de cueva, ahí cerca de la
casa, en el zanjón de un arroyo seco, que hacía mucho tiempo no llevaba agua porque ésta se
había desviado, arroyo arriba, para el estanque. La entrada estaba disimulada por unas salvias, el
techo sería de vigas y terrado; por piso, el lecho del arroyo; los muros, los paredones y como
paramentos, colgados en los paredones, un cuadro de la virgen de Guadalupe y otro del Sagrado
Corazón de Jesús.

-Pero por lo pronto esta noche y las dos que siguen, usté tendrá que estar en el
cuartito de arriba, encima del tapanco; hay una escalerita que sube al cuartito, allá se queda;
tiene una ventanita que ve al camino, por allí puede mirar el peligro que se acerque; mientras yo
termino de hacer el escondite.

En casa de Nieves, Juan recibió un sobre tamaño carta medianamente abultado,


cerrado y atado con hilaza y el encargo encarecido, que a nadie lo entregara Juan, si no era al
cura don José Cueva.
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Juan sintió la satisfacción del deber cumplido y muy solemne se despidió de doña
Nieves, pero al mismo tiempo sintió un aguijón; un incitativo baqueriano que lo invitaba a no
retirarse a su rancho, antes de haber ido a saludar al Tío Pepe. En efecto llegó y ahí se topó con
el licenciado ofendido, de quien hasta ese momento supo su nombre completo: Julio Brito.
Estaba éste en su rincón acostumbrado y Juan no lo advirtió de inmediato. No bien se había
acomodado Juan en la cantina, cuando se le acercó Brito y le dijo amenazándolo con una
pistola:

-Ahora me toca a mí. ¡Vas a tomar lo que a mi se me antoje y hasta que yo quiera!
¡Cantinero, sírvele a Juan una botella de alcohol! ¡Tómatela Juan! Con calma… yo te acompaño
con mi coñaquito, en tanto te platico que no te andes creyendo de los curas, las religiones son el
opio de los pueblos… fíjate bien, no estoy hablando de tu religión, estoy hablando de las
religiones, todas son la misma gata revolcada. El gobierno soporta las impertinencias de los
mochos, porque también son ciudadanos; bola de jijos, tapados de la cabeza, pero ciudadanos al
fin… ¡Tómatela no te hagas… buey! ¡Órale! En tu carota te digo, lo que el poeta a los Mochos:
A los cien años un mocho/ aun no comprende a San Pablo/, y un chinaco a los dieciocho/ sabe
más que el mismo diablo. Yo soy ese chinaco y tú siempre serás el mocho.

Brito le arrimó el arma a la cabeza y Juan le tomó otro trago entre aspavientos y
repulsos, en tanto, recibe otra plática sobre curas y monjas y de nuevo, la sutil sugerencia a que
siga tomando Juan de la botella, en tanto, entre rechinidos de dientes, palabras insidiosas, Brito
le dice al cristero, que por si no la sabía, los Borgia fueron una familia donde el Papa Julio, era
el amante de su hija Lucrecia y el cardenal, hermano de ella, era también amante incestuoso de
la joven lividinosa; de modo que había verdaderos bacanales en el Vaticano, de donde venía el
poder que Juan, con tanto fervor seguía. Le platicó, pistola en mano, que Juan Diego no existió
y que las apariciones eran puro cuento.

-¡No seas pendejo, cristerito! Quítate de cosas. La religión que tu practicas tiene
lados más oscuros que una boca lobo. Mira, hubo una vez una mujer que llegó a ser Papa, dile
al cura tu amigo Cueva, que es también amigo mío que te cuente eso; pero como no sabes de él,
y desconoces para dónde fue, no te lo puede contar; eso es imposible, te lo voy a decir yo, con
mis propias palabras… pero…¡Chúpale a la botella, no te estés haciendo pendejo, con una…!

Juan nada decía pero estaba trabado de coraje y aunque ya se había tomado casi un
cuarto de la botella y empezaba sentirse borracho, la pistola de Julio Brito estaba sobre su sien.
El licenciado estaba respondiendo a la agresión que semanas antes, de Juan había recibido, no
obstante Juan nunca creyó que un día, entre semana, se fuera a topar en esa taberna a Brito;
aunque era el mediodía y con frecuencia el boticario, el presidente y Julio tomaban una copa
como aperitivo ahí con don Pepe; ese día sólo estaban don Pepe y don Julio, cuando llegó Juan;
pero éste no vio a Julio porque el licenciado estaba en la esquina "echando una firma" en los
botes alcoholeros o "yeguas".

-¡Así me gusta! Que tomen lo que yo invito. ¡Salud! ¡Cristero jijo de un…! Ojalá
que después que termines tu botella, te largues y nunca más te vuelva a ver. Deben de saber, tú
y todos esos que se quieren levantar contra el gobierno, que se llamaba Juan el Papa que era
mujer, y que después de eso, los cardenales inventaron la silla consistorial y ahora, cada vez que
hay humo blanco en el Vaticano es porque el Papa ya se sentó en la silla esa, la cual tiene un

19
agujero por donde cuelgan los… del Papa y todos los cardenales del consistorio, pasan y se los
sopesan, al tiempo que según el rito dicen: es un hombre.

Juan sentía que la sangre le hervía de coraje, nunca en su vida había oído hablar de
aquello y pensaba que Brito se lo decía sin duda, porque lo quería ofender en sus creencias.
Entonces se movió bruscamente, en una natural reacción de zafarse y soltó el paquete
confidencial, que al cura le llevaba. Julio dejó escapar el primer tiro.

-¡No te muevas jijo de de toda tu…! -Gritó Brito- en tanto disparaba el arma, cuya
ojiba atravesó la copa del sombrero de Juan. Sigue con tus chin… y en la otra te atravieso el
corazón. ¡Tómale hasta el fondo!¡Ahora vas a saber quien es Julio Brito!

Viéndolo ya completamente tomado y sin poder responder a ninguna agresión ni


física ni verbal, ayudado por don Pepe, lo atravesaron en su noble jamelgo, que sabiendo el
camino se fue rumbo a San Juan.

VII

Otro Julio Brito, el hijo del enemigo de Juan, tenía varias noches sin poder dormir
bien. El recuerdo de aquellos lindos ojos de un azul tierno con los que apenas si cruzó algunas
miradas en las pasadas fiestas de Santa Ana, lo traían confundido. Por eso fue con Bernabé; un
tipo bajo de estatura, barba rala, muy descuidado, pelo enmarañado, apestoso él y de aspecto
arriero, que vivía cerca del callejón del Diablo.

-No pog mire, no tengo viaje pa Jan Juan. Yo gano pal Plateao, voa llevar estog
encargos; pero ji nos arreglamog le llevo la carta a la sugodicha, poj ay nomág me degvío un
tantito, pog yo también joy de Liriog.
-Por eso vine don Bernabé yo sabía que usted era de San Juan, hágame ese favor,
entréguesela en sus manos y dígale que al regresar usted del Plateado, me mande respuesta.

Bernabé era un tipo raro. Decían que cuando entró al pueblo Luis Moya, por allá en
1911 sirvió tanto a la gente del revolucionario, como a la gente de Aureliano Castañeda que
defendía la plaza. Le encantaba el dinero fácil y con tal de conseguirlo, dejaba de lado todos los
escrúpulos.
En aquel entonces, cuando Moya tomó la plaza en tiempos de la revolución, fue
Bernabé y le dijo a la gente, que apostada se encontraba en los portales de don Inés Ortega, que
aquel que iba subiendo por el cable del pararrayos de la iglesia era Antonio Amaro, papá de
Joaquín Amaro, gente de Moya. De un tiro los francos lo dejaron bien muerto. El mismo
Bernabé, por unas monedas de plata, le había dicho a personal de Moya, dónde estaba guardado
el dinero de la tesorería. Su afición a meterse en lo que no le importaba lo hacía un sujeto de
cuidado, por eso Julio protegió lo más que pudo la carta a Rita para que no llegara abierta y en
ella le rogaba protegiera en forma igual o mejor, su respuesta.

-Pásele compadre… -dijo Avelina- a ver tu Josefita, arrímale una silla a mi


compadre pa que se eche una gorda caliente; y a luego le dices a Rita que venga, entenga, pa
que me traiga unos blanquillos, Y… qué milagro que se acuerda de los probes,¿cómo está la
comadre? Hace tiempo que no la miro.
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-No agradegca la vegita comadre, voy pal Plateao y pog pengé voa llegar a ver cómo
egtá Juan y pog no lo miro, ni tampoco vide ju caballo en el corral, quien quita egté pa dentro,
pero tampoco lo jallo aquí…
-No se jalla, se fueron él y el… señor…

Se quedó la comadre con la palabra en la boca al recordar que el cura les había dicho
que su estancia tan secreta en casa de Juan, era cosa de vida o muerte y aunque conocía a
Bernabé, el sacerdote había dicho que guardaran la confidencia, con mayor razón sabiendo que
el tal Bernabé lo tenían por un as de la intriga y la patraña. De hecho Juan y el cura andaban
juntos por el barbecho.

-El quen, comadre, el quen -dijo Bernabé- en tanto entraba Rita y el asunto se olvidó
por el momento y en un descuido de Avelina, entregó la carta a Rita y se despidió Bernabé
diciendo que el camino era largo y que le saludaran a de Juan, que otro día "no le hacía el
desaigre", dijo.

-Le tendré presente sus recuerdos -dijo Avelina- y Bernabé se marchó.

Juan y el cura andaban por el campo viendo veredas, caminos, atajos, cercas,
milpares, ranchos, arroyos y por la sierra cercana barrancas, cuevas y posibles rincones que
pudieran servir de refugio al cura, en caso de necesitarlo. Mucho antes, Juan le había comentado
al cura, con todo dolor de su corazón, que había perdido los papeles.

-Esperemos en Dios que esos papeles que perdiste no tengan mayor importancia
-dijo el cura- pero no dejo de preocuparme, los enemigos no andan lejos y hasta a la más
mínima frase o telegrama, le pueden sacar ventaja, aunque las notas estuvieran cifradas.
-Le vuelvo a pedir perdón a su mercé y como ya le dije, sospecho donde están, o al
menos, donde los dejé. Yo quisiera que usté me permetiera… y güeno, si los jallo me quitaré un
peso de encima. No agarro sueño nomás pensando en eso. Y… ¿qué me dice de esas cosas que
vocifera el licenciado?
-Juan, tu santa religión, sólo de pensar en ella, debiera moverte a meditación y no
andar haciendo caso de lo que te digan. Eres agricultor de pensamientos sanos. No des entrada
en tus solares del alma a la maleza. "Pater meus agricola est" dice Juan en el capítulo 15,
versículo uno.
-¿Cómo dice que dije?
-Yo no dije que tu dijeras nada, porque no eres capaz de decir nada. Yo dije que
Juan, el de la Biblia, no tú, sino Juan el evangelista, dice que "Mi Padre Dios es agricultor" y si
Dios Nuestro Señor se siente agricultor, tú debes de Sentirte orgulloso de serlo.
-Es que a veces parece que usté está en la misa y habla sin que uno le jalle qué
dice… pero dígame en cristiano ¿a luego tantos enemigos de Dios hay en la tierra?
-Y no están lejos de aquí, están entre nosotros -dijo el cura- y te quiero decir que
doce jóvenes de la ACJM de Tlaltenango quieren tener una plática conmigo de modo que
necesito me prestes tu troje y vayas por ellos. Te estarán esperando por la puerta falsa del corral
de las Álvarez. Ya están listos. Llegas y les dices que no se vengan todos juntos, que salgan por
distintas calles, cada cuarto de hora. Tu los esperas en el panteón y le indicas a cada uno El
camino, y te vienes al último.

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No en vano el cura se preocupaba, cada día el abismo entre iglesia y estado era más
profundo, de hecho, el dos de agosto las autoridades de Santa María de los Ángeles y Villa
Guerrero, habían notificado al gobierno del estado de Jalisco que, tal como era la orden, habían
entregado los templos a las juntas vecinales.
En tanto en Colotlán el mismo día, los ánimos religiosos encendidos se hicieron
presentes en un grupo de señoras de arraigado corazón cristiano, que armadas de garrotes y
machetes, pretendieron linchar al comerciante Plácido Vázquez por incrédulo y enemigo de la
santa religión, pero en su camino se topan con el regidor Jesús Rosales, se olvidan del otro
asunto y se lanzan contra éste, contra Rosales, al grito: ¡Mátenlo por enemigo de Dios! No
matan a nadie, ni a uno ni al otro, pero su intención sí era darle muerte a Jesús y a Plácido.

VIII

Una carta muy tierna fue la que Julio entregó a Rita a través de Bernabé. En ella le
decía que no encontraba la razón de su propia inquietud, esa ansiedad que a Julio no le permitía
explicarse como su vida pasada, pacífica y desamorada, hoy se encontraba conflictiva y
enamorada, pero que si ese era el precio del amor, con gusto lo pagaba, sólo que ya era difícil
soportar vivir sin verla, que aun tenía fresca en su memoria la tarde de Santa Ana, en la cual la
conoció.
"…No sé que es lo que me pasa, siento que el corazón me da brinquitos solamente
de acordarme de sus lindos ojos, no quisiera ni que el viento la tocara, preferiría la muerte
antes de saberla de otro…"
Al llegar a esta altura de la carta, Rita recordó los ruegos de Santiago, porque éste
aunque primo hermano de ella, siempre le tuvo atenciones desde que juntos iban a la escuela del
rancho, y al llegar a grande, de una y de muchas formas le dejó entrever su intención de
mantener una relación de noviazgo, pero ella, cauta, siempre lo rechazó sin manifestarle de lleno
una postura osca. Su manera dulce de tratar los asuntos de la vida no se lo permitía; pero su
bondad tampoco la obligaba a aceptar una relación amorosa e imposible por sangre, y lo más
contundente: quimérica e irrealizable por el corazón: ella no sentía quererlo.
Para Santiago seguía fiel el recuerdo de aquella tarde primaveral cuando ella con sus
doce floridos abriles, dejó que la mano inquieta de él explorara sus piernas desnudas, cuando se
quedó medio dormida entre los jarales del arroyo, mientras su madre lavaba ropa sobre una
piedra a la vera del riachuelo y él cuidaba, por ahí cerca, las vacas. Al verla perderse entre el
follaje, él se acercó por el lado opuesto y sin hacer ruido llegó hasta donde ella, recostada de
lado, descansando del duro jornal campirano que es para una mujer, la vida del rancho. Allá en
la choza de arriba Chonita, una viejecita rechoncha y chimolera, tejía a gancho una servilleta.
Santiago llegó como reptil rastrero en brama, en repta postura hasta ella, por eso
tardó tanto en llegar, mas el amor que por ella sentía lo puso tembloroso al tenerla frente a él y
todo lo que acató fue estirar la mano y tocar sus níveos y aterciopelados muslos, que
semidesnudos los cubría un poco el vestido y como éstos al parecer permanecieran insensibles,
la vacilante mano siguió su camino, descubriendo a cada palmo un mundo fascinante,
desconocido y apasionante que hacía latir al corazón con ganas.
"¡Rita! ¡Riiita! ¡Dónde te metites, muchacha de porra¡" fueron los gritos de doña
Avelina los que deshicieron el encanto; buscaba doña Avelina a Rita para que tendiera la ropa
limpia. Rita se incorporó tratando de acomodarse el pelo; abrió con los dientes una horquilla y
se recogió el cabello, al tiempo que con una ligera sonrisa se alejaba de Santiago.

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"¡Ya voy amá, estaba en el corral!". Santiago se retiró también, confundido y
atolondrado, a cuidar sus vacas… que ya se andaban metiendo a lo sembrado… como su dueño.
Eso recordaba Rita al leer la carta de Julio y también vino a su memoria que después
de aquello, no fue para ella sino como una chiquillada sin mayor importancia. No así para
Santiago, para quien había sido de mayor importancia, tanto que le llegó a decir a Rita que iba a
juntar dinero para casarse con ella y "no dejaré que ningún gavilán roñoso me quite la paloma"
le había dicho el osado pariente enamorado, a la joven Rita.
"En esta carta le suplico acepte mi ofrenda de amor y me diga cuando viene al
pueblo para procurar verla; yo de todas maneras, aunque usted no me lo diga, estaré siempre
al pendiente desde temprano los domingos. Ya sé que viene a misa de ocho. En fin quiero que
sepa que haré todo mi esfuerzo por parecerle a usted digno de sus sentimientos que así como
los suyos, los míos son puros y cristalinos, y se quieren comparar, se quieren parecer, o
asemejar a los de usted para que juntos algún día formen un solo sentimiento…"
La carta de Julio estaba por terminar y al parecer el suscrito, no se daba cuenta que
el templo estaba cerrado. Rita no quería que terminara la carta, hubiera querido que fuera eterna.
Se fue a leerla al escondite del cura, donde nadie podía sospechar que estuviera, dado que Cueva
disfrazado de campesino, había ido al pueblo para ver el rumbo que las cosas estaban tomando,
haciendo poco caso de la opinión de Juan que le había dicho que ese día no fuera, porque había
peligro, por que había moros en la costa. Había changos en la azotea de la iglesia.
Al concluir la lectura, vino un segundo repaso. “¡Cuanta razón le asiste a mi padre
al decir que aquel que no asegunda, no es buen labrador! Esta carta me gusta más ahorita…"
pensaba ella al leer por segunda vez, al tiempo que recordaba que al enterarse su padre, por
Chonita la chismolera de que Rita se había perdido entre la jaralera del arroyo con Santiago, una
tarde de aquellas; muy enojado don Juan, se había carteado con Cueva.
El religioso al tiempo que le contestaba, le mandaba una recomendación a Juan, para
que recibieran a Rita las madres Clarisas de Guadalajara, como novicia.
"No exagero si le digo, que para mí conocerla, ha sido en mi vida lo mejor que me
ha sucedido, déjeme decírselo de frente, permítame probarle mi amor. Con el mismo amor que
Romeo amó a Julieta y con el mismo que Sancho a Dulcinea, con ese mismo la amo yo. De
usted, con sumo respeto: Julio".

IX

Entró Juan al escondite de Cueva llevando en la mano un portaviandas y encontró al


cura disfrazado de campesino y le dijo:

-Pero señor cura en esta oscuridad, apenas si lo distingo, juraría por Dios que no es
usted. Aquí le traigo su almuerzo.

Aprovechó Cueva para decirle a Juan que había ido al pueblo y disfrazado como fue,
nadie lo reconoció. Halló el templo ocupado por soldados de la federación y todo al parecer en
calma. Vio como desde las torres de la iglesia, la gente del gobierno oteaba los alrededores, sin
embargo un ambiente de desconcierto se adivinaba entre los habitantes. Empezaba a resentirse
el efecto del mal entendimiento entre estado e iglesia, al no haber gran comercio ni mercancías
qué vender. Le dijeron que un soldado durmió en el nicho angosto de la cúpula del templo y
dormido se desplomó.

23
-Se dice Juan, que sumió la duela y quedó muerto en el instante. Que los caballos se
asustaron y pegaron carrera por todo el templo.
-No alcanzo a creer que los changos haigan convertido el templo en un corral.
¡merecido se tienen la cáida! Ojalá todos se cayeran -dijo Juan- pero Dios no cumple antojos…
-Ni endereza jorabados -agregó el cura- y además quiero que sepas que Nieves me
informó que los papeles que perdiste venían de Huejutla y al parecer son de mucha importancia.
¡Acuérdate por tu santa madre, dónde los dejaste Juan! Te voy a dar de plazo de aquí al fin del
mes para que te acuerdes, si no los hallas, no sé que será de mí. También quiero que sepas que
los soldados se bañan desnudos arriba en la parroquia en las grandes oquedades de la bóveda,
tapan las gárgolas cuando llueve y se duchan a sus anchas, lo que ocasiona que se estén
humedeciendo las pechinas del crucero. Nieves me platicó además, que por allá en Huejuquilla
las cosas se ponen al rojo vivo, pues el cuatro de septiembre, Manuel y Honorio Llamas, fueron
muertos por los federales y el dos, del mismo mes, fue colgado Valentín Avila, por el rumbo de
Milpillas.

Le sigue diciendo Cueva a Juan que dado el rumbo que las cosas toman, al parecer
la solución al conflicto se va a prolongar, dado que don Felipe, cura de Huejúcar, fue hecho
prisionero por los federales el 3 de octubre por hombres de Eulogio Ortiz, militar "que al
parecer" le dice a Juan, "trae al diablo canchado". Le sigue insistiendo que aquellos papeles
perdidos pueden ser la clave para saber los rumbos que está tomado ese lucha y que mucho
lamenta lo que el 29, pasó en Monte Escobedo, donde una partida de federales a la hora del
rosario, echaron la caballada sobre los hombres del pueblo, preguntaban que dónde se escondía
el cura Montoya y a los que ellos identificaron como cristeros, fueran o no, los pasaron por las
armas.

-Yo quiero ser como Montoya, un cura que no le teme al enemigo -dijo el cura
Cueva- fíjate Juan que ya por hay lo andan buscando, como a Juan Charrasqueado, y no lo
hallan y él, Montoya, en sus narices dice misa a campo abierto. El 11 de noviembre de este año
de 1926, en El Gato, les dijo misa a la tropa cristera, fue como quien dice la primera misa de
campaña. Así es de grande el padre Buenaventura Montoya. Quién sabe como se nos venga
diciembre; mientras tanto, así como me trajiste a los jóvenes acejotemeros de Tlaltenango,
quiero que me los traigas de nuevo, tengo cosas que decirles. Hazle como la otra vez, que
salgan por distintos rumbos a intervalos de 15 minutos y que se concentren en tu troje.

Al terminar de almorzar el cura enmudeció y se quedó pensando por un rato con la


mirada clavada en el suelo. Juan interrumpió.

-¿Se le ofrece algo más, su mercéd? Si quere le traigo unas tacachotas con atole
blanco o una gorditas de horno con natas.
-No Juan, estoy satisfecho, te agradezco; y juntos vamos dándole gracias a Dios por
estos alimentos; juntos rezaron y Juan a atrevió a decir:
-Yo quero que cuando entenga por ahí un campito, me diga esas palabras tan
bonitas que les dijo a los jóvenes de la ACJM, lotro día que estuvieron por aquí. Quero que me
repita como ta eso del caballo del Apocalipsis.
-Que yo sepa -dijo el cura- no es lo importante el caballo, sino la analogía que hago,
para que la entendais vosotros, del día en que Cristo ha de venir a juzgar a vivos y muertos.

24
Después de hacer un largo exordio y de explicarle a Juan que aquello, era parte de
un viejo sermón que predicó en Zacatecas un año antes, terminó diciendo: "…pues este rey
santísimo que dio al gobierno civil una migaja de su imperio, se reservó por medio de su
iglesia, lo más valioso: el alma y la conciencia de sus hijos ¡Qué enaltecidas quedan nuestras
almas al pender de tan noble rey! ¡Qué gloriosa sumisión ante un príncipe que redime a las
almas y conquista la libertad individual, que santifica los espíritus e inmortaliza la existencia!
Seas por siempre loado ¡Oh soberano Señor! ¡Sean orgullosas las almas que te están rendidas,
pues servirte a ti es reinar! ¡Seas aclamado en la figura apocalíptica, donde apareces montado
como grande caudillo en tu caballo blanco, iluminando la senda con el fuego de tus ojos,
blandiendo tu espada invencible, luciendo sobre el muslo solemne inscripción: Rex regum et
dominus dominantium, rodeado por las almas valientes de tus hijos en medio del fumigar de
las montañas enhiestas que se estremecen y retiemblan al paso de tus huestes invictas"

Las cosechas habían sido buenas. Juan recogió ese año maíz suficiente para el gasto
familiar y aun para colocar en el mercado algunas fanegas. La troje estaba repleta tanto de esta
noble gramínea, como de frijol, calabazas de Castilla, tomatillo y calabazas locas.
Decían personas que venían de por allá de Huejuquilla el Alto que por sus rumbos el
temporal había sido desfavorable. Un arriero le contó un domingo a Juan en la calle de las
Cebollas: "al partir mi maicito, no saqué ni pa pagar las habilitaciones, y yo que le prometí a
mi vieja su chomite colorao, apenas le merqué aquí en Tlaltenango su cotinga; pero dicen que
las penas con pan son buenas, en llegando lo voa cantar: y le compro su cotinga/ para que
parezca gringa/ chula se ha de ver mi chata/ que una vez fue gata/ de mi güen patrón"
Contrató Juan a gente de Los Ramos de modo que pronto tuvo su cosecha guardada
y se encargó de piscar los campos de Maclovio, quien por andar alzado con los rebeldes,
sembró, escardó y andaba dando segunda, cuando convencido por Narciso Flores de Los
Guapos, se fue a la bola.
Ante la falta del amo, el caballo enflaqueció y las milpas de Maclovio, con la
segunda a medias, no tuvieron ya más cuidados, dado que él, dejó la siembra por una ilusión, se
fue con los cristeros, por tanto sus mazorcas eran moloncos; mucha milpa se amarilló y los
pitacoches se dieron gusto, no obstante, espanta pájaros ladeados y maltrechos, lucían para
diciembre sus garras de tirlangas. Juan entregó a la señora de Maclovio la exigua cosecha y
mandó subir al mezquite unos cuantos monos de tlazole, mientras que él había llenado tres
tlazoleras completas. Sólo de calabazas locas, obtuvo tres cacaixtles de pistes, mismos que
vendió en el parián de Tlaltenango.
Tarde con tarde, la mujer de Juan y Rita su hija, sacaban las adoberas de olotes y a
dos manos se ponía a desgranar el maíz, que aventado en el patio, servía para hacer el nixtamal.
Un día el cura Cueva quiso ayudar en esas labores y una mazorca de granos filosos
lo hirió. Tomó en la mano derecha el rosario y con la izquierda la mazorca y cuando iba en el
tercer misterio glorioso, el meñique izquierdo se metió entre la mazorca filosa y la olotera y
todito se le sangró. Siguió guiando el rosario, pero cambió los misterios gozosos por dolorosos;
no desgranó ninguna mazorca y muy disimulado se puso el pañuelo en el dedo herido.
Juan hacía cada año con olotes nuevos, una especie de adoberas para desgranar el
maíz. Escogía los olotes más fuertes, los cortaba al mismo tamaño, los ponía cuatrapeados en un
aro de metal, a guisa de molde y cuando ya estaba lleno éste, retacado de olotes, con unas
correas remojadas de coyundas viejas hacía nudo de puerco y apretaba éstos cuanto podía. El
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aro se desprendía al apretar los olotes y le quedaba una adobera de olotes. En ese plano rugoso,
se deslizaban a dos manos las mazorcas para quitarles los granos, cuando el operador, sentado,
se la ponía entre las piernas.
El cura con su dedo lastimado, iría en la letanía cuando Rita se levantó, sin dejar de
contestar "ora pro nobis" y se fue al patio a “aventar” el maíz; operación que consistía en
colocar un chiquihuite vacío en el suelo, levantar uno más pequeño con el máiz desgranado y
dejar caer el grano en el primero, para quitarle el tamo. Como esa tarde hacía buen viento, el
tamo se esparció por el patio y dejó limpio el maíz.
El cura terminó el rosario y Rita de “aventar” el maíz. Dijo cueva:

-Así como vosotros habeis visto caer el tamo al aventar el maíz, así caen las almas
al purgatorio. Dios no quiere que el hombre se condene, Él procura su salvación y que se
convierta y viva.

Al levantar la mano izquierda para dar énfasis a sus palabras la familia de Juan notó
la mano envuelta. Rita y Avelina se fueron a poner el nixtamal y Juan le preguntó:

-Hace un rato su mercé no traiba nada en la mano,¿qué le pasó?


-Nada hijo, un rasguño, eso le pasa a uno por hacer cosas que no sabe -dijo Cueva-,
por eso el dicho dice zapatero a tus zapatos aunque tengas malos ratos. Yo sabré rezar el
rosario, pero no sé desgranar maíz.
-Ya aprenderá si usté quere, eso es más fácil que decir misa -dijo Juan- yo cuando
quise hacer mi primer arado lo que me salió fue una estornija.
-Mira Juan, vino un propio de la señora Nieves de Tlaltenango y me dice que hoy en
la noche "vienen a escondidas" unas personas de allá, que se quieren casar. Tu casa será el
templo, toma las debidas precauciones, los soldados me persiguen, pueden dar conmigo hoy
mismo si quisieran. Espero que no sea una trampa. Me voy a la cueva mía y tu me avisas cuando
hayan llegado. Cuando esté casando tu te subes al mezquite de la tlazolera y procuras otear los
caminos. Pero antes dime, ¿Qué es eso de estornija?
-Señor cura, los hombres de campo decimos estornija a una cuña de madera que se
mete entre el arado y el timón. Hacer un arado entonces no es lo mismo que hacer una estornija.
Yo quise hacer un arado y me salió una estornija. Me entiende mende, o le explico, Federico.
Sus deseos serán cumplidos a cabalidá, pero también le quero decir que la troje está llena,
¿dónde les va a predicar a los muchachos el día que vengan?
-Ya veremos eso Juan, por ahora has lo que te digo. Y no me andes con tus
vaciladas. ¡Qué es eso de Mendes Federico!

Resultaron ser personas muy conocidas del cura las casamenteras por tanto, Cueva
estuvo -después de matrimonio sin pompa-, dialogando con ellas y comentado las últimas
novedades de la persecución.
Doña Avelina invitó a las personas a cenar unos frijolitos de la olla con queso, chile
cora del molcajete, atole de maíz y tortillas calientes. Después de lo cual, el cura siempre
ocurrente, y gustoso esa noche en lo particular de ejercer en parte su ministerio aunque fuera en
forma clandestina, le contó a la concurrencia aquella anécdota del cura de Tecolotlán.
"Ya estaba sordo el pobre y le dijo un día al sacristán, mira Ferrer: al final del
sermón, en esta solemnidad, voy a decir: ¿qué quieres Ferrer? Y tú, que estarás bajo el púlpito
listo para contestarme, habrás de gritar: ¡La paz señor cura! Y como eso anhelamos todos, yo
terminaré diciendo: eso queremos todos, hermanos míos".
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-Los seminarsitas que andaban de vacaciones por mi pueblo -dijo Cueva- oyeron y
le dijeron al sacristán que le darían 50 pesos si contestaba en vez de la paz, ¡Mujer!

"El templo estaba repleto y los feligreses atentos a las palabras de su pastor; en el
momento culminante, cuando el sermón alcanzó el clímax y los fieles lloraban, el viejo cura
dijo: ¿qué quieres Ferrer? El cura sordo no oyó que Ferrer claramente dijo: ¡Mujer! El santo
sacerdote terminó diciendo: eso queremos todos hermanos míos."

XI

-Mire, licenciado, le juro por mi padre Dios que le perdono todas las ofensas que
miso, pero deme esos papeles que perdí en la taberna; usté los tiene, no los puede tener nadie
más o si quere me linco… A mi se me cayeron con el Tío Pepe ¿Se acuerda?

Juan había ido a la casa de Julio Brito en Tlaltenango y desde su caballo, sin bajarse,
jaló el lazo de la campana, y ese fue el sin par saludo cuando el licenciado abrió la puerta.

-¡Ah! qué Juan, como se ve que ustedes los fanáticos no conocen la dignidad, ni
saben de educación. Primero se saluda, luego se plantea el asunto. Y… si no lo sabes, deberás
saber que no es de hombres andar reclamando una cosa que se pierde en el juego…
-¿De cuál juego mi habla? Yo no jugué con usté esos papeles, no me agrada la
baraja, es cosa del diablo; ora que esos papeles ni son míos, son del señor cura José Cueva. Yo
los perdí porque se me safaron, pos… en cual juego me los ganó, ni que nada; dígame que
quere que haga pa que me los degüelva.
-Y… ¿crees que con pedirme perdón por las ofensas que te hice ya te los voy a dar?
No cristerito; si apenas estamos pagados. Lo que tú me hiciste a mi no tiene nombre, haberme
obligado a tomar vino, nomás porque tú "también sabes envitar" ¡Qué poca cosa eres! ¡Cuánto
aborrezco haberte tratado! Es más: apártate de mi presencia, no quiero verte más por aquí. Si de
la cantina no te saco, es porque no es mía. Pero me has dado buena idea, la voy a comprar para
prohibir la entrada a mochos como tú ¡Lárgate! ¡Cristero jijo de María Morales!

Don Julio cerró su puerta con elevadas señas de enfado y al golpear ésta contra el
marco, el caballo de Juan se asustó y quiso pegar carrera al relincho, pero Juan dominó bien su
jamelgo. Se quedó a la puerta de la casa de Julio, sin saber qué hacer, con las manos en la
cabeza de la silla. ¿Qué otro camino podría haber para lograr el objetivo? ¿Hablar con algún
conocido del licenciado, que obrara como mediador? ¿Y quién? Don Pepe el dueño de la
cantina, era alzado y se sentía de la casta divina; el presidente municipal, mal conocía a Juan. La
ley no podía intervenir, era un asunto de particulares, ¿Qué se podía hacer? Era urgente una
salida, era necesario recuperar el sobre, ¡Fuera como fuera!.
Ya pensaba en Juan llamar a Maclovio su hermano, que andaba alzado por allá en
las barrancas de Totatiche y Villa Guerrero, para hacer un simulacro de secuestro y doblegar por
la fuerza a Julio; o de plano, un asalto bien planeado y acorralar al licenciado, darle un
escarmiento hasta que obligado por las circunstancias, y para no perder la vida, soltara los
papeles; cuando se abrió la puerta de la casa y apareció Julio Brito de nuevo con los papeles en
la mano, ya fuera de sobre.

27
-¡No te has ido jijo de un… cristero ca… trín! No te vayas aquí están tus papeles,
míralos por última vez, porque lo voy a quemar. Lo que dicen ya me lo sé de memoria…
-¡No haga eso, hombre licenciado, tenga compasión de mí! Soy hombre que cumple
con un deber, de veras, pídame algo y lo haré, pero ¡Démelos!.
-¿Qué puedes hacer tú por mí? ¡No me gustas ni para que me limpies las botas! -dijo
el licenciado- en tanto mantenía las hojas suspendidas con la mano izquierda y un pedernal,
yesca y eslabón en la derecha para encender el fuego.
-Estos papeles no merecen que gaste uno cerillo en quemarlos, a fuego lento han de
morir ante tus ojos cuando prenda la yesca. ¿O tú que piensas Juan el cristero…? ¡Qué buen
apodo te pusieron! ¡Eres más cristero que Cristo! ¡Fanático hasta decir basta! A mi se me figura
que tú escondes al cura Cueva. Y ahora que me acuerdo: ¡Que buen trato voy a hacer contigo!
¡Me has dado una excelente idea! ¡Ahora sí te agarré… Ja Ja Ja Ja…! ¡Ya lo tengo! ¿Quieres
los papeles antes de que se quemen? ¡Dime dónde está el Cura y te los regreso, pero piénsalo
bien, un dato falso y te desaparezco del mapa y con un cristero menos, le hago un bien a la
humanidad.
-Hombre, licenciado, me la pone usté difícil ¡Pos yo cómo voy a saber! ¡Por quen
me ha tomado su mercé! Yo inoro, donde está el cura, a lo mejor se juyó pal otro cañón.
-¡Por beato, mocho y rezandero! Es por lo que te he tomado. Además de eso eres ni
más ni menos que ¡Un pobre catoliquillo! Y no me tuerzas la plática, ¡Quieres o no los
papeles!.
-Los quero pero no sé dónde se esconde el señor cura Cueva, pero… déme los
papeles y le juro que investigo y le traigo noticias.
-No seas pendejo Juan. Tú tienes la respuesta. Si José Cueva, es cueva, de seguro
que su escondite es eso, una cueva. No puede un Cueva andarse escondiendo en un pozo. Y si
no sabes, ya no me quites el tiempo. ¿Hay trato o no hay trato? Los papeles por Cueva, o
quemo los papeles.
-Mire licenciado. En este momento no le doy la respuesta, no la sé; pero déme tres
días. Al decir del tercero yo le doy el dato, pero déme los papeles.
-Eres además de pendejo, terco… y así han de ser todos los de tu calaña. Que me
crees tu maje o qué. Si esos papeles están dirigidos a Cueva y tú con tanta vehemencia los
anhelas, es porque se los vas a llevar al cura. Estás dudando de mi intelecto, me niegas
capacidad de raciocinio. ¡No me hagas enca… nijar porque no hay trato! Con eso tú lo único
que pretendes es ganar tiempo… Mira pues contigo, me resultó la criada respondona. Que
dijiste, ya cayó. Vas y te pones de acuerdo con el cura y el que se amuela soy yo. .. Pues vieras
de que no.
-Concédame ese placito, yo le apuesto que no le niego capacidá de nada. Soy Juan el
cristero como usté dice, y no me sé rajar. En tres días tiene el dato -dijo Juan- al tiempo que,
dentro de lo amargo del momento, esbozaba una sonrisa de esperanza… de confianza, de ánimo,
de aliento ante la posibilidad de tener esos papeles.

Juan torció riendas, no esperó más, picó espuelas y se alejó; con la ilusión que don
Julio no fuera a cumplir su amenaza de quemar los documentos, entre tanto, vería que estrategia
se le ocurría, para cumplir su palabra. Si bien no esperó la respuesta, su alma llevaba un aliento,
un consuelo.
En su cuarto de trabajo, que daba a la calle, el joven Julio no se pudo concentrar en
el estudio, dado el altercado entre su padre y Juan.
Conocedor Julio Brito el joven, de quien era Juan, le dieron palpitaciones de alegría.

28
XII

La respuesta de Rita que Bernabé trajo a Julio, era una misiva femenina y tierna que
a Julio, hizo llorar de ternura, pero el joven, al recibirla, ignoraba la tensa relación entre los
padres de ambos y ante la situación, intuía que era necesaria su intervención.
Toda esa noche estuvo en vigilia, pensando como ayudar a Juan, sin desproteger a su
padre, porque ayudando a Juan, se colocaba al lado de la mujer que amaba, pero su obligación
como hijo, era serle fiel al padre.
Este momento era crucial en su vida, porque los recuerdos del instante que vivió
aquella lejana tarde de Santa Ana en Tocatic, no los podía apartar de su lado, los lazos del
corazón, eran más fuertes que los lazos filiales de amor paternal. Con los primeros se ataba a
Rita; con los segundos a su propio padre. ¿Qué hacer ante todo esto?
Bernabé, chile de todos los moles, recibió la encomienda muy especial que fuera, en
el más rápido de los burros que tuviera, a San Juan de los Lirios y llevara un sobre sellado a su
compadre Juan.
Con cuanto placer el intrigoso Bernabé hubiera querido ver lo que aquel sobre
contenía, pero se tuvo que conformar con entregarlo en manos de Juan, quien leyó con asombro
lo que un desconocido le comunicaba:
"…no tenga desconfianza de mí. Razones muy poderosas me orillan a tener una
plática urgente con usted, pues conozco una manera de tener los papeles que usted quiere, sin
necesidad de que tenga que denunciar al señor cura. Mándeme decir con Bernabé en un sobre
confidente, el lugar donde lo pudo ver hoy o mañana, dado que el plazo por usted mismo fijado,
vence mañana, para dar a conocer el escondite del cura. Atentamente: un Anónimo de
Confianza"

-Oye, compadre Bernabé ¿Quén te dio esto? ¡dímelo por vida tuya!
-Mira Juan, en este, como en otros asuntos que trato, me pagan por no degir nada;
hay tu malígiala, lo que gí te digo es que no tengas argolla.
-No, no tengo argolla, ¿Qué espetas! En eso ni había reparado, tengo curiosidá,
porque qué casualidá, que ayer parlamento con el ese Julio Brito y hoy me llega esto. Tiene que
haber salido, esto que me trajites, de ese bribón. ¿Cuánto queres porque me digas?
-No me tientes jatanás -dijo Bernabé- a mí me gugtan los gentavos, pero como
jemos parientes´s, pog te vo acectar lo que sea tu voluntá… ya yo me encargo de lo demás, o
qué, ¿no le vag a contestar a Julio Brito? Contégtale con tu puño y letra, pog luego…
-Bien haiga él ¡Desdichao!… Con que él era…Qué quere ahora? ¡Ayer hablamos
todo! Te juro por mi Padre Dios, que no le jallo al racadito.
-Pog ni le vas a jallar. Tu arreglateg algo con Julio el ligengiado, pero el que es
mandao no es culpao; yo fui mandao por Julio Brito el hijo -dijo Bernabé- no por el viejo.
-A luego el desalmao ese… ¿tiene hijo? Ha de ser tan mala yerba como su padre…
los Britos, ¡brutos han de ser! No pueden ser diferentes, pos de tal palo, tal astilla. Yo
desconfío… ¿Tú qué harías en mi lugar, Bernabé?
-Pog yo no gé ni que ge train ustedes, en el pueblo se rumora quesque se retaron a
golpes y sacaron machetes en la cantina. Agí que, pog tú jabrás. Lo que gi te digo es que no
tengas argolla.
-¡Qué no tengo argolla con un diablo! -dijo Juan- Mira, díle al mocoso ese, pos pa
que… paque naiden sospeche poues´n… Que lo tanteo ver hoy al pardiar el sol en el pantión de
los protestantes, en la hacienda de Santa Lucía.
29
-Está güeno, yo le llevo a Julio tu recao, pero ponlo por escrito y en algo tapao,
porque va a creer Julio chico que yo ya gé muchas cosas cuando que en verdá, no gé nada.
Hago la señal de la cruz, como seña que no gé, ni que relajo se train ustedes, y pog la verdá ni
me importa. Y, como ya gano orita mesmo pal pueblo, "Caifág como dijo Herodes"-dijo
Bernabé- al tiempo que hacía con la mano señal de dinero.

Le dio Juan unos pesos a Bernabé, y éste y su burra ligera llamada "La Mercuria" se
perdió por la vereda a Tlaltenango. A Juan le entraron muchas dudas, pero la que más lo
atormentaba era pensar que el contenido de aquellos papeles que tuvo la desgracia de perder en
la cantina, ya estaban en conocimiento de mucha más gente, ¿Qué valor podrían tener con tanto
manipuleo?
El plazo dado por el cura a Juan se había vencido meses atrás. El año 26 estaba
terminando y el conflicto no parecía tener aun solución pronta.
"Qué gano uno con andar en la cantina; es muy alto el precio que se paga por
disfrutar unos momentos de dicha; si yo aquel día no hubiera hecho caso del mal consejero
demonio, esos papeles no jueran la causa de tantos desvelos. Hoy, de todos modos, es tarde pa
lamentos, lo único que queda es recuperar a cualquier precio esos papeles, ¿Y si el precio juera
alto? Qué tan alto puede ser. Debo ponerme blandito en el trato, yo de todas formas iba a echar
mentiras. Le iba a decir al licenciado ese que el cura estaba en el rancho de Juantón, en casa de
mi compadre Jesús Haro. Así mientras los changos se iban para rumbo opuesto, yo me venía
para acá, le entregaba sus papeles al cura y le decía: búygale, porque por hay lo andan buscando,
son muchos hombres. ¿Y si le digo lo que pasa? Quien quita me perdone. Y… ¿Que hago con el
perdón? Lo que urge son los papeles. No, pensándolo bien no le digo al cura. Sí, sí le voy a
decir, al fin es su problema no el mío. No, pero yo lo metí en esto y ahora lo saco, sino, qué
cuentas le entrego a Dios y a la santísima Virgen. ¡Ave María Purísima! ¡Me condeno! ¿Qué
voy a hacer? ¡Ayúdame Señor de los Rayos!"
En tormentosa meditación estaba Juan cuando desde la cerca de su corral de piedra,
lugar desde donde despidió a Bernabé, vio por el camino un grupo de jinetes, sin alcanzar a
distinguir si eran amigos o enemigos.

XIII

Juan tocó el cuerno y el cura entendió que era hora de refugiarse, esa era la señal
convenida. Juan fue por su 30-30 y se terció la carrillera.

-Quióbole Juan, por que tan armao, somos amigos todos los aquí presentes, no
tengas cuidao. Traimos hambre y queremos unas gordas. Ellos son defensores de Totatiche,
andamos con Herminio Sánchez, hay pa ese lao. Voy a ver a mi vieja aquí en seguida, ahí te los
encargo Juan, por vida tuya. No me tardo ni un tantito.

Era Maclovio. Venía con espíritu cristero, con ánimo de seguir luchando hasta el fin,
aunque éste estuviera lejano, "hay que pelear muy, muy duro, como lo hemos aprendido de don
Herminio", dijo antes de empezar a narrar los sucesos en que se vio envuelto en los últimos días,
después de saludar a su familia.
Juan llamó al señor cura para que fuera testigo de las afirmaciones de Maclovio en
el sentido que la lucha parecía enardecerse; así ante la pequeña audiencia: el señor cura, Juan y

30
los amigos de Maclovio; refirió éste como desde el 17 de noviembre Herminio Sánchez arengó a
los defensores, en el corral de la casa de Teófilo Jara en Totatiche, con estas palabras:
"¡Señores! ¿Están dispuestos, como quedamos, a levantar las armas en defensa de
nuestra santa religión!"
Un sí, sonoro y prolongado, se oyó más allá de los límites de la casa de Jara,
después de lo cual enfilaron hacia el sur entre entusiastas vivas a la religión. Como todo pasó sin
novedad, los jefes creyeron conveniente ir a Jalpa, donde luchaban Teófilo Valdovinos y José
María Gutiérrez, pero al no conocer el terreno, se fueron a Tlaltenango, donde el 29, asaltaron la
hacienda de Villalobos. Mataron a uno de los tres soldados que defendían la finca y se llevaron
30 caballos y un cerrojo con todo y cananas repletas de parque. Los otros dos soldados,
escaparon.
Maclovio siguió relatando como el 5 de diciembre, los hombres de don Herminio
Sánchez, personaje que empezaba a popularizarse por la región, habían dado una buena lección
a los federales. Fue en la sierra de los Cardos, el combate empezó como a las tres de la tarde
contra las fuerzas del general Arenas. "Estuvimos echando muncha bala hasta el anochecer, pero
para entonces ya habíanos perdido a Francisco Jara, Román Sandoval y Bruno Quezada,
cristeros de Totatiche; también murió uno de Bolaños, pero al final el triunfo fue nuestro,
murieron un titipuchal de pelones". Dijo que esa noche cenaron carne asada, porque don
Herminio al ver cercano el triunfo, mando sacrificar algunos de sus más viejos semovientes, "y
en el campo enterranos a nuestros muertos y a los federicos los dejanos pa que se los comieran
las auras, pero les quitanos las cananas".
Ante los ojos atónitos de Juan y el cura, Maclovio dijo que por esos días tuvieron
noticias que el nueve, en Llano Morado, acordaron los cristeros atacar a Mezquitic y con Pedro
Quintanar al frente, entran ese mismo día, recogen armas y caballos y dada la actitud de los
habitantes de ese pueblo hacia el movimiento rebelde, calculan los cristeros que Mezquitic no es
alilado de ellos, como que más bien repudian a los defensores de la religión, no los apoyan con
franqueza ni se entusiasman al grito de ¡Viva Cristo Rey! Por otro lado se manifiesta contento
Maclovio porque dos días después en el rancho El Gato, Pedro Quintanar nombra a Herminio
Sánchez jefe de las Fuerzas Armadas Cristeras y para el 14 del navideño mes, tienen un
encuentro con los federales, de la que salen airosos.
Eso pasó en Temastián. Se refugian los callistas en un callejón del lugar y la gente
de Herminio les tapa la salida y como éstos se escapan, los persigue Sánchez hasta le Mesa y ahí
les hace cinco bajas. Arenas huye hacia el sur.
Contó Maclovio que la actividad siguió con éxito y que el 17 llegaron a Colotlán y
ahí se encontraron con las tropas de Aurelio Acevedo, que eran 250 y habían logrado ya un
préstamo por 800 pesos de particulares y otro igual del comercio. Platican los jefes Acevedo y
Sánchez y planean las estrategias para los siguientes días, resultado de lo cual, con el apoyo de
Quintanar atacan la plaza de Tlaltenango y el 20 y triunfantes regresan a Colotlán donde se
divide la gente cristera, unos se van hacia Huejuquilla el Alto y otros, dispersados por los
federales, terminan por juntarse en Villa Guerrero, mientras, los que se fueron hacia
Huejuquilla, tienen un encuentro con 100 federales en Jimulco. Muere un cristero y los federales
pierden 24 hombres.
De repente Maclovio, con tristeza notoria y con emociones a punto de estallar,
empezó a cantar: "y aquí comienza lo triste, que la revuelta nos deja, murió don Herminio
Sánchez, en su caballo retinto…" refirió que el día 27, apostados tras una cerca, estuvieron
haciéndole frente a 300 federales de Arenas en el rancho de las Atargeas. Don Herminio desde
la azotea de su casa, se desespera por no andar en la refriega y se encamina hacia la línea

31
arengando a los cristeros y al verlo los federales ofreciendo tan buen blanco, le disparan, pero
para entonces ya habían muerto más de 40 federales.
Van los cristeros en persecución de la tropa gobiernista y en Tulimic matan al
general Arenas y de las alforjas de su caballo sacan ropa personal y fotos de su familia en las
que aparece tanto de militar como de civil.
A todos tiene Maclovio absortos con su plática y ya para terminar dice que ante la
muerte de don Herminio Pedro Quintanar, nombró a Felipe Sánchez Caballero como general de
los cristeros de Villa Guerrero, Momax, Los Guapos y Atolinga.

-Esto es un buen resumen de los acontecimientos regionales -dijo el señor cura


Cueva- lo que nos debe mover a reforzar más la vigilancia, porque intuyo que ante la derrota
federal en Tlaltenango, van a tomar medidas más drásticas los que me andan buscando. Ya
ayer, Eulogio Ortiz, llegó a Huejúcar y se llevó al cura don Felipe Morones con la intención de
fusilarlo.

Juan no acató a decir palabra alguna. Ese día en la tarde tenía la entrevista con Brito
chico, en las afueras del panteón de los protestantes en Tlaltenango.

XIV

La familia de Juan se encontraba desconcertada, ya los domingos no iban al pueblo,


no tenía caso no había misa; acaso Juan cargaba los burros de cebollas y ajos y se iba a
venderlos a la desolada aldea. Avelina su esposa y su hija Rita platicaban:

-Pos que tienes que te miro triste, ende hace días; te has vuelto poisteca, no comes,
tienes la mirada juida, no me vayas a salir con que el Santiago ese…
-No mamá, no tengo nada.
-Sí mamá, sí tiene, -dijo Lupe- ende que platicó en fiestas de Santa Ana con…
-Usté, se me va callando; estas son pláticas de gente grande y ¡ya les he dicho
muchas veces! que no se metan donde no las llaman -dijo Avelina- así qué pintitos… son más
bonitos ¡Cuélele!
-Mira Lupe, en tanto platicamos mamá y yo -dijo Rita- tu limpia el molino, al rato
vamos a moler el nixtamal.
-Sí tienes algo -dijo Avelina- yo a mi madre no engañé, porque ella me adivinaba lo
que traiba, de modo que tú, no me vas a dejar con la duda. Mata más la duda que el desengaño.
Mira Rita, todas las mujeres pasamos por el mesmo camino; estamos como predestinadas para
un fin. Nos corta la misma tijera. Veo que te sientes sola, en plena vida y sin una esperanza…
-Esperanza sí tengo -replicó Rita- tengo el anhelo de salir de este rancho que me
pone nerviosa, sobre todo en las tardes cuando el sol se va yendo y la montaña de enfrente se va
volviendo negra, como si un velo cayera sobre ella, y quedara como santo en cuaresma, además,
los días son tan apacibles que, si no fuera por los rumores de la guerra, vivir en San Juan sería
como una cárcel al aire libre.
-Aquí nacites y antes que tú, nací yo y tu abuela y tu bisabuela. Si ellas ni yo
renegamos, tú no lo harás. Es nuestro destino, Dios así lo quere.
-¡Cómo Dios así lo va a querer! De modo que no debo ni siquiera pensar que deben
de cambiar las cosas. Las monjas me enseñaron a rezar, pero también me abrieron los ojos,
conocí gente, otros lugares y yo sé que hay manera de vivir en forma diferente. ¿qué porvenir se
32
me espera en estos lodazales? Cuando no lodo, polvo, suciedad, chinches, pulgas, cantos de
ranas, luciérnagas al anochecer y cuando el monte abre sus fauces, aullidos de lobos en lo más
tenebroso de la noche. Aquí… ¿con quién me voy a casar?
-Eso mesmo decía yo a tu edad y ya ves, tengo a tu padre, que… ¿tú no jallarás un
hombre como él? Güeno, cristiano, trabajador, honrado…
-No lo dudo -dijo Rita- pero no quiero ni pensar que tuviera que seguir viviendo
aquí. Siento que la montaña me come. Mira que alta es, oye como retumban los truenos por sus
barrancas, ¿no te da miedo? Además… ¿dónde están los hombres? Todos andan en la guerra,
como si amaran más a la lucha que a su familia, no ves a tío Maclovio ni la cosecha le importó.
¿Su señora no va comer todo el año moloncos en atole, tortillas, tamales o pozoles; o frijoles de
la olla con zápite? Está claro que no. Ella necesita chile, queso, papas sopas, verduras, carne…
qué se yo. Sí, pero el tío en la bola, a riesgo que lo maten y la familia que se la lleve el tren.
-Por eso uno debe fijarse con quen se casa –dijo Avelina- ni tanto que queme al
santo, ni tanto que no lo alumbre. Un hombre muy santulario es tan peligroso como uno muy
borracho. A Maclovio desde endenantes, le gustaba jugar a los altares y santos y se figuraba que
él era uno de ellos. Pero tú arresígnate, quiotro remedio nos queda, quéramos o no, semos
mujeres.
-Somos mujeres, pero no veo por qué tenemos que ser resignadas. Quiero contar con
su permiso y el de mi papá para aceptar la plaza de maestra que me ofrecen en el colegio del
pueblo.
-Pos a mí se me parte el corazón sólo de oírte hablar. Allá te ven a salir amores y
quen sabe quenes sean. Lora de lora ni los conoce uno.
-Entonces, ya que hablamos de hombres, mamacita le quiero decir que me agrada
uno…
-Quen es ese al que yo no conozco -dijo Avelina- no vaya siendo aquel que Lupe
trujo como chisme; quesque el día de Santa Ana, quesque no se qué.

Rita le mostró a su madre la carta que Julio Brito le había mandado ya hacía meses
con Bernabé y le dijo además de aquellas dos veces en las cuales, siendo domingos, mientras
ella se iba a saludar a sus conocidas, ella, Rita, se veía con Julio en el colegio de las madres, que
la conocían y por cierto la habían invitado a dar clases en su colegio. Le indicó además que en la
última entrevista, aun ya cerrados los templos, le había pedido matrimonio, pero ella se
encontraba indecisa, porque hacía tiempo que Julio no la procuraba.
-Pos asta ora entiendo porque andas poisteca, no se acostumbra aquí tener novio así,
de todos modos yo hablaré con tu padre, puede que entienda todo.
-O tal vez no entienda nada, donde que el Santiago que tu decías, sigue necio en
seguirme cuando voy al agua. El otro día me alcanzó y me dijo: "está bien, no me hagas caso,
pero ya te lo dije una vez, o eres mía o de ninguno -dijo Rita- por eso habla con mi papá y díle
que me permita irme a Tlaltenango a dar clases con las madres. Ellas me ofrecen casa ahí con
ellas.

XV

-He querido que nos veamos aquí, señor don Juan porque tengo la solución a su
problema. Soy Julio Brito y sé el apuro en que está, porque oí la plática entre usted y mi padre.

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-Está tovía muy pollo -dijo Juan- pa que tenga una buena salida. Esta es cosa de
hombres, y a usté ni lo dudo, que lo haiga mandao su mesmo padre, ¿cómo puedo, así nomás
por nomás, creer en sus palabras?
-Yo que usted, estando en la crítica situación en la que se haya, no le ponía peros a
una propuesta que ni siquiera conoce.

Por un buen rato, cada quien en su caballo a la sombra débil de un mezquite,


estuvieron charlando por un largo tiempo. Los caballos de vez en cuando se espantaban las
moscas con su cola, hacían remedos de relincho o doblaban una mano en señal de cansancio,
pero los amos seguían platicando. El sol pasaba sus últimos rayos dorados del atardecer por
entre las ramas secas del árbol.
La habilidad del joven para crear un ambiente de confianza la debía sin duda a su
contacto con la universidad; pudo no sin trabajo, convencer a Juan de lo terrible que resultaría
que entregara al cura, como lo había acordado con su padre, y también le hizo ver, que era
importante el contenido de aquellos papeles. Lo convenció al fin, de cómo por azares del
destino, estaba Juan en el ojo del huracán.

-Juerzas de un lao pa otro me jondean y sí me jayo en apuro -dijo Juan-, ora que
tovía no sé cual es su trato. Su padre y yo triamos pleito amarrao, ende hace tiempo; no quero
que me salgas con tu batea de babas. Ustedes los muchachos son muy dados en estos tiempos
confundir los machigues con el testal.

Juan le había platicado la mucha ofensa que sintió del licenciado aquella vez que le
habló tan mal de la religión católica y de sus ministros. Había, sin querer, empezado a tutear al
joven Julio:

-Yo lo aborrecí -dijo Juan- pero ahora me convenzo de que no siempre el hijo sale al
padre y ahora que estamos en más confianza, dime cuál es tu propuesta.
-Mire don Juan, no hallo ni por donde empezar, pero más vale ponerme colorado
una vez y no cien descolorido, por el amor de su hija yo soy capaz de serle desleal a mi padre.
-Pero… ¿qué dices? Ahora no estoy solo en este relajo ¿mi hija qué tiene que ver?
Me hiciste venir aquí para hablar de mi hija. No jovencito, para que tu me hables de ella,
primero habla tu papá conmigo. Rita no puede andar en la boca de borrachos, descreídos,
majaderos y mariguanos…
-Don Juan… don Juan. Le suplico no se altere, todavía no sabe ni de que se trata…
sepa que ante todo le tengo respeto y con respeto he venido a tratar con usted este asunto…
-El respeto unos lo pintan calvo y otros chimaludo, tu no me puedes a mí hablar de
respeto ninguno porque no lo conoces. Tú eres un móndrigo, aprovechas el dolor que uno lleva
en el corazón para herirlo a uno más, en sus más sagrados sentimientos.
-¡Don Juan! Por su santa madrecita ¡Óigame! Nada que ofenda su dignidad le vengo
a proponer. Los jóvenes tenemos derecho de ser escuchados por los mayores y con mayor razón
cuando lo pedimos con educación. ¿Usted nunca fue joven?
-¡Qué es lo que trais pues! ¡Suéltalo ya!.. lo que se ha de pelar que se vaya
remojando… apúrate porque ya de hablar sin enjundia me cansé y mi cuaco ya quere su cena…
con que…
-Mire don Juan, aquí están los papeles que tanto le urgen. Son suyos…

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Julio sacó el sobre de sus alforjas y lo puso en manos de Juan, quien al tenerlo tan
cerca, cambió de semblante y seguramente pensó en lo contento que se habría de poner el señor
cura Cueva; si ya, en este instante los tuviera. Julio se quedó callado viendo la expresión de
Juan. Dijo éste:

-Bueno, sí… pero cual es el motivo de esta entrega sabiendo lo duro que para mí
sería conseguir estos papeles y lo duro que va a ser para ti enfrentar a tu padre. ¿Qué le voy a
decir mañana a él?
-Usted no le va a decir nada a Julio Brito el viejo, déjeselo todo a Julio Brito el
junior.
-¿Acaso eres amigo de los cristeros? -dijo Juan.
-Si quiere tómelo así… es más, ¡Sí soy amigo de los cristeros!. Cuando uno es
amigo, lo unen líneas de amistad; pero… y… cuando uno quiere a alguien lo unen lazos de
amor, que son más fuertes y por la amistad y el amor uno es capaz de todo.
-¡Venga esa mano sincera! -dijo Juan- los amigos de los cristeros son amigos míos.

Juan no entendió o no quiso indagar más acerca de "los lazos de amor". Estaba
encantado, cual si fuera niño con juguete nuevo, sólo de pensar en lo contento que se pondría el
cura. Se despidieron él y Julio, y por el camino Juan meditó acerca de la grandeza del Señor y
de su siempre madre querida la santísima Virgen de Guadalupe. Una vez más se ponía en claro,
según él, que ellos habían hecho este contacto, le habían hecho el milagro, o quizá el Señor de
los Rayos. "pos sea quen sea, tengo los papeles. Ya les rezaré a cada uno" pensó.

XVI

Juan y su familia guardaban muy bien el secreto de la estancia del señor cura Cueva
en el rancho. Primero habrían muerto que confesar la verdad. Mas, el año 27 había empezado y
los soldados de López andaban inquietos ante el fracaso de la búsqueda.
Eulogio Ortiz sentía incompleto su triunfo por el continuo hostigamiento de las
guerrillas cristeras que si bien nunca presentaban batalla completa, lo distraían con sus tácticas
rebeldes de guerrilleros monteses. Él era todo un general y aún teniendo al valiente Anacleto
López para atacar a los cristeros del sur de Zacatecas, sentía el asedio de los rebeldes, que
parecía que la tierra los paría. A su pena sumaba la de no dar con Cueva, cura de Tlaltenango,
no obstante su promesa de un ascenso para quien lo entregara vivo o muerto.
Ortíz se reponía en Víboras del balazo que recibió en la pierna, en el encuentro que
tuvo con sus enemigos el 3 de enero, fecha en la cual enfrenta a 400 de sus hombres en la loma
Montosa, contra 200 cristeros, cerca de Temastián. A cada torniquete aplicado correspondía una
soberbia maldición de calibre pesado contra los cristeros y la madre de éstos. Y así, hasta que le
extrajeron la bala.
Ordenó que una partida fuera a Tlaltenango y a Atolinga para que indagara "el
paradero de ese cura tal por cual, "mientras yo sano por completo, para irle a dar una visitadita,"
había dicho.
Bernabé estaba muy lejos de ellos y de sus planes, pero cuando vio que había una
recompensa para el que diera con el paradero de Cueva, recordó que su hijo, tiempo atrás le
había comentado que como socio de la ACJM fue llevado con un pañuelo en la cara, a manera
de visera, a un rancho donde el cura les dio unos consejos, pero que no pudo saber con

35
exactitud, cual era ese rancho, porque de nuevo, al regreso, a él y otros dos, les habían tapado
los ojos.
Después de ver el aviso pegado en lugares públicos y al no conocer a la gente de
Ortiz, montó su burra La Mercuia, rodeó hasta La Alameda para vadear el río por un paso más
ancho y enfiló rumbo a Atolinga.

-Jefe, pos hay le habla uno. Dice que él sabe dónde se esconde quesque el cura que
buscan.
-¡Tráiganlo de inmediato! -dijo Trinidad Bugarín- ora sí voy a quedar bien con mi
general López… y pos López con Ortiz. Ya le anda a aquel por écharselo.
-¿A quién se van a echar? -dijo el ayudante
-¡A nadie que le importe, cabo! ¡Tráigame al hombre!

Ante la imponente presencia de Bugarín que era un hombre de respetable estatura y


de noble corazón, el pobre Bernabé parecía David ante Goliat.

-Con que tú sabes donde se esconde el cura… ¡pos habla!. Quien quita yo haga un
favor a la patria –dijo don Trinidad- ¡Aunque no me asciendan!
-Mire don Trenidá -dijo Bernabé tembloroso yo joy católico, apogtólico y rumano.
Me da quen jabe qué, entriegar a mi geñor. Yo gi ju mercé lo permite, mejor me voy…
-¡Qué te vas, ni qué te vas! ¡Rumano este! Eres rumano y re… menso por lo que
veo. Mira rumanito, así como me ves de fiero, no lo soy tanto, pero cuando me hacen
encabronar, te aseguro que mando tus huesos en un costal terciado en tu burra esa parda que
está afuera, para que tu vieja sepa quien es Trinidad. Pero mejor, pa que te lleves un buen
recuerdo mío, te voy a comprar tu secreto.
-Oiga jefe, éste lo que quiere es su amansadita, la está pidiendo a gritos -dijo un
soldado- yo se la doy al fin que ya le hallo a eso de castigo en el cepo.
-No es necesario, este hombrecillo va a hablar, porque así de chiquillo como lo ves
-dijo Trinidad- tiene familia y lo único que anda haciendo, como no sabe hacer nada…
-Anda ¡engañando a la gente! -dijo un soldado- eso es lo que anda haciendo. A ver
jefe: pídale una muestra de que de veras sabe.
-Yo digo, qué como no sabe hacer nada, -si me permite soldado -dijo Trinidad- anda
buscando la gorda. Estos rumanitos cristeros así son, atolondrados y pendejos. No saber que es
romano y que pelea por los intereses de Roma no de Rumania. De todas maneras tiene que dar
una prueba de lo que dice y si dice mentiras, aquí mismo me lo quebro.

Bernabé empezó a narrar lo que sabía y como esto fue al menos una pista para la
soldadesca, Trinidad Bugarín sacó unas monedas de plata se las aventó y le dijo:

-Vas a llorar sangre si me has mentido, porque los Judas como tú, tarde que
temprano encuentran su rama y su reata. Tu ya traes la reata y por el camino que llevas de
regreso, hay muchas ramas… en cualesquiera de ellas puedes terminar colgado.
Una vez solo con su gente el coronel empezó a trazar un plan de emergencia para
dar asalto por sorpresa al escondite del cura. "Las pistas que me dio, no me ayudan mucho, pero
son al menos algo. En los Ramos no creo que esté, ahí los indios son muy ladinos. El cura debe
estar en Los Guapos o San Juan de los Lirios. En San Juan la gente es muy beata y en los
Guapos por igual, de ahí es el cristero Narciso Flores. Uno que traemos entre ceja y ceja, junto
con Maclovio Casas de San Juan. Ambos son lidercillos alborotadores.
36
"De modo que mis soldados… ¡Aprevéngansen! Porque esta noche nos traemos el
trofeo". Terminó diciendo.

XVII

La noche había caído y Juan tomó el camino de regreso a San Juan, su rancho,
tomando el atajo que conduce del panteón de los protestantes al campo santo de Los Tecolotes,
por entre lomas y arroyos.
El cristero, cobijado por un frío cielo estrellado estuvo por un rato viendo la Osa
Mayor, la Osa Menor, Las Cabrillas, el camino de Santiago, la constelación de Orión, la Cruz
del Sur. Pensaba en la grandeza del Señor al crear obra de tanta magnificencia.
De vez en cuando tocaba la alforja derecha de la silla de montar donde llevaba el
documento, como queriendo comprobar que ahí permanecía y su corazón latía de alegría al
pensar que ya pronto, esa misma noche, el señor cura Cueva, tendría en sus manos tan preciados
papeles.

-¡Señor cura, señor curita! Ando feliz y contento. Aquí le traigo a su mercé lo que
tanto quería.

Parpadeante y lagañosa era la luz de la vela en el escondite del cura. La faz de José
Cueva se iluminó, como si la vela tuviera control de incandescencia, al conocer la noticia y de
inmediato Juan sacó los papeles y el cura leyó con avidez, la carta introductoria de obispo
Huamantla, luego le dijo:

-Y… ¿Dónde estaban estos papeles? ¿Quién los vio antes que yo? -dijo el cura- en
tanto hojeaba sin leer el contenido,¿Por qué está abierto el sobre?. Y lo miraba por todos lados.
Mira Juan, si hay una cosa que te falta aprender en la vida, es no abrir la correspondencia ajena.
Eso que hiciste está muy mal, si no fuera porque te supongo un hombre de todas mis confianzas,
ya estaría sospechando mal de ti.

Juan agachó la cabeza y no dijo nada lo que dio oportunidad al cura de leer para él,
en silencio, el contenido del mensaje. Sin embargo, Dios era testigo que Juan, no sabía lo que
esos papeles decían.
"¡Adelante valientes cruzados!" Era el título de la proclama que seguidamente se
desarrollaba así:
"¡Cruzados! La lucha se recrudece. El tirano está desplegando toda la fuerza que le
queda para ahogar todos los gritos de la libertad y sofocar hasta el último esfuerzo de los
libertadores que han tomado las armas para defender la iglesia y salvar la patria.
"El vil déspota quiere complacer a los Estados Unidos acabando con el movimiento
armado. Ya los complació derogando prácticamente el artículo 27 de la Constitución para que
los yanquis sean dueños y señores del territorio mexicano y para que los mexicanos seamos
parias y esclavos, y ahora quiere reprimir con la mayor violencia y crueldad a todos los
combatientes que luchan por su dios y por su patria a fin de que los petroleros ningún peligro
corran.
"Al sanguinario Calles nada le importan las mil y mil vidas de mexicanos que se
están perdiendo; nada le importa que México se arruine cada día más y más y que ya no sea
más que un basto cementerio en que yacen sepultadas todas las verdaderas y justas libertades.
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Lo que le importa al beodo y cruel Calles, es seguir siete años más ocupando la silla
presidencial, para lo cual los Estados Unidos le ha ofrecido su apoyo, a cambio de todas las
felonías y todas las traiciones que Calles está ejecutando.
"Para todo esto se arregló la reelección reformado los artículos 82 y 83, para esto
se prolongó a seis años el periodo presidencial. Para esto los miserables y serviles senadores y
diputados han doblegado el espinazo, obedeciendo a cuanto Calles les manda.
"¡Cruzados! Redoblad vuestros esfuerzos. Haced más intensa y más eficaz la lucha.
Qué el tirano sienta todo el poder de vuestro brazo, o sienta todo el poder certero de vuestras
balas; y los prodigios abrirán el heroísmo y la bravura que anidan en valientes pechos como
los vuestros.
"Dios está con vosotros, valientes cruzados no lo dudéis. María de Guadalupe os
cubre con su azulado manto cuajado de estrellas. El dios de las batallas está con vosotros: él es
el que os dado tantos triunfos. él es el que os ha hacho que vuestras armas se cubran de gloria.
Él es el que os ha sostenido en vuestro valor y os ha inspirado tantas batallas heróicas. Él es el
que os ha alentado en vuestros desmayos, consolado en vuestras amarguras, sacrificios y
penas. Él es el que os acompañará en vuestra agonía y os premiará en el cielo.
"¡Cruzados! David decía: estos ponen su confianza en sus carros y aquellos en sus
caballos; mas nosotros la ponemos en el nombre del Señor. Decid vosotros: Calles pone su
confianza en sus rifles, en sus ametralladoras, en su ejército de degenerados y en la ayuda con
que le compran sus traiciones los Estados Unidos. Nosotros ponemos nuestra confianza en
Cristo Rey y en Santa María de Guadalupe.
"¡Valerosos Cruzados! Don Juan de Austria, el gran guerrero cristiano luchó
contra un turco hasta vencerlo. Vosotros estáis luchando contra otro turco, vencedlo, dejadlo
tendido por el suelo y sin vida. Gritad, pero gritad para que los oiga todo el mundo, como
gritaban en otros tiempos los macabeos: ¡Más vale vivir luchando que ver la ruina del templo y
de la patria!
"¡Valientes cruzados! ¡Más esfuerzos, más valor! Apresurad el triunfo de la iglesia
y la salvación de México, para que dentro de muy pocos días el que hoy en nuestro grito de
guerra ¡Viva Cristo Rey! Sea nuestro grito de completa victoria.
"¡Sabedlo…! Muchas manos se levantan al cielo pidiendo que os ayude. Muchos
corazones elevan fervientes plegarias porque el Señor os corone con la victoria; hay muchas
almas que se inmolan para que vuestros sacrificios no sean estériles y para que vosotros hagáis
reinar a Cristo".
La vela se estaba acabando y el cura pegado el papel a la misma parecía que se
estaba durmiendo, al leer las últimas palabras del mensaje aquel. Después de un buen rato dijo:

-Juan, llévame a Chocomeca porque mañana tu casa amanecerá sitiada. Te


preguntarán por mi y tú, como San Pedro, habrás de negarme.
-¿Tres veces, señor cura?
-No te darán oportunidad, con una será suficiente, además; yo no soy digno de que
me nieguen tres veces.
-Es la media noche, su mercé -dijo Juan- pero… no se haga su voluntad sino la mía.
-De nuevo la burra al trigo. No entiendes Juan –dijo el cura- cuantas veces en el
pasado hemos quedado que lo correcto es, no se haga mi voluntad sino la tuya. Sigues sin
entender. ¡Vaya que si tienes dura la cabeza! ¡Ensilla mi caballo y vámonos! No hay tiempo qué
perder.
-Pos deso le quería yo hablar. Su caballo tiene gusanos en el cuajo. Yo voa a
comprar otro con el maicito que vendí mientras curo al de su mercé con criolina…pero…
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-¡Pero qué Juan! ¡Habla que no hay tiempos para peros!
-Si hay, su mercé, sí hay peros; lo que no hay son caballos, todos andan en la guerra.
Pero esta noche usté se arranca en mi caballo y yo me voy en una mula. Compré dos para el tiro
de la silenciosa.
Salieron del refugio, cuando ya en el cielo la Cruz del Sur estaba ladeada para el
poniente y de la vela sólo quedaba el pabilo. Avelina les dio a esas horas calabaza con leche y
Juan en un tazón de barro hizo una mezcla:

-Se llama calabazate, su mercé. Viera qué güeno es. Prébelo pa que vea. Se regüelve
la calabaza con leche y se come a cucharazos -dijo Juan.
-No hijo, yo lo prefiero así, en la forma tradicional. Al menos así me lo enseñó mi
madre, en paz descanse. Murió en Zacatecas sin cumplirse Su anhelo de volver a Tecolotlán. A
ella no le gustaban las revolturas. Decía que al pan, pan; y al vino, vino.
-Pos ora no hay tiempo, pero en algún otro día, le voa dar una prebadita, ya verá
que se chupa hasta los dedos -dijo Juan- cosa igual es el taninole.
-¿Qué es eso de taninole? Dijo el señor cura.
-Es leche con pinole, señor cura -dijo Avelina- y fue lo único que habló.
-En verdad que hay que vivir para conocer -dijo el cura- ¡Pero apúrate Juan! ¡Temo
por tu vida más que por la mía! Y si has de comprar caballo, no compres caballo manco
pensando que sanará, si buenos y sanos se menean, de los mancos ¿qué será?.
-Pienso seguir su consejo al pie de la letra. Ni tampoco lo quero manso, porque
dicen que caballo manso, tira a penco; que mujer coqueta tira a puta y que hombre honrao, tira a
pendejo.
-¡Pero que sarta de peladeces son esas, Juan! Delante de tu señora hablar así, es
señal de poco respeto a las damas. Que lo digas ante mi no me escandaliza, porque peores cosas
he oído. ¡Ya vámonos es lo que has de hacer!

XVIII

-No andes haciendo eso -dijo la madre superiora- platicar por el corral con el novio
es de personas sin cultura. Si él es un muchacho decente aceptará que platiquen en la sala.

La hermana superiora del convento del pueblo platicaba con Rita. Ella había tenido
entrevistas nocturnas por la parte posterior del monjil recinto con Julio, cosa que molestó a la
encargada de las monjas del colegio.

-Sí hermana, si usted no tiene inconveniente será lo mejor, será lo mejor y así se
hará. Le ruego disculpe mis faltas… y no tanto mías sino de esta alma atormentada.
-¿Le quieres? ¿Desde cuándo son novios? ¿Lo saben tus padres? -dijo la monja.
-Lo quiero mucho. Somos novios de estos días para acá. Lo conocí desde el día de
Santa Ana. Mi madre lo Sabe, mi padre no.
-¿Nunca antes habías tenido novio? -dijo la monja
Rita la platicó la historia de su vida. Las rutinas infantiles del campo, los días de
escuela en el rancho, lo terrible que resulta ser la hermana mayor, el miedo de vivir en las
tinieblas del medio rural. "Vivir en contacto con los animales lo hace a uno animal y ve uno que
las pasiones humanas que deben ser discretas, los animales no las ocultan, pero un desliz
humano se juzga como animal, no como humano."
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-Quisiera entender lo que dices Rita, pero no eres muy clara ¿Has perdido la
virginidad?
-¡Ni Dios lo permita! ¡Con qué ojos podría mirar a Julio! Sufro el asedio de los
pocos hombres que se han escapado de ir a la guerra, pero en especial de uno, Santiago. Dichosa
por un lado soy, al tener el amor de Julio que creo sincero. Desafortunada al no alejar de mí la
mirada de Santiago.

La monja inquirió sobre Santiago y de nuevo Rita narró la serie de vivencias


sufridas desde aquel fatídico día en que ella, a la sombra ligera de unos jarales se quedó dormida
y "soñó" que sus adolescentes y firmes carnes eran acariciadas.
Por haber soñado eso se confesó con el cura y éste al no hallar en eso más que
deseos reprimidos de una juventud normal, le recomendó tres padres nuestros y tres avemarías.
Pero ató cabitos, y cuando Santiago en confesión le comentó otras cosas, el cura pensó que
aquello no era un sueño, sino una realidad, no de pecaminosa esencia, sino de peligroso manejo
por parte de Santiago, quien de un taco, pudiera querer hacer un banquete.
De hecho Santiago, tuvo noticias por Bernabé, que algo bajo el agua se movía entre
Rita y Julio, dado que el correo entre los novios era constante a través de Bernabé.
Éste, siempre ávido de dinero, supo por Chonita la chimolera que Santiago pretendía
a la muchacha de Juan. Fue Bernabé con Santiago y por unos pesos confesó que él hijo del
licenciado y Rita se carteaban.
Si en un pueblo chico el infierno es grande, en un rancho es al cuadrado o al cubo.
Cualquier chisme que se quiere aclarar, se hace más grande y es cuento de nunca acabar. No
pocas veces los involucrados en un enredo, patraña o intriga, terminan por culpa de una lengua
suelta, trenzadas de los cabellos, ellas. A moquetes y balazos, ellos. La libertad lingüística, Dios
a todos concedió. Pero así como coloca en un pedestal justamente a una persona, así entierra
injustamente una honra. Es la lengua tan buena, como tan mala.
Pero los infundios son parte esencial de la vida de rancho y aunque sus víctimas
terminen en el panteón, ya tuvieron los parroquianos circo, teatro y maroma gratis.

-Sería conveniente, -dijo la superiora- antes que otra cosa suceda, que le comentes a
Julio, esto mismo que me has dicho. Si lo llegara a saber él por otro lado, vas a tener más
dificultad para justificarte tú. Los hombres son de armas tomar. Seguido se les tuerce el
pensamiento al menor vientecito. Parecen veletas recién aceitadas: para donde sopla el viento,
están prestos, sobre todo si son vientos de pasión. Son, ya lo dijo Sor Juana, hombres necios que
acusan sin razón.
-Eso no es todo, madre. Si supiera usted que el padre de julio y el mío son enemigos
que se odian a muerte…Quien sabe que concepto, después de esto, se formaría usted de mí.
-Pero tú papacito es un buen hombre que vive ayudando a la iglesia en lo que puede
y el licenciado Julio Brito apoya al colegio y ha tenido en él a sus hijos. ¿Qué puede haber entre
ellos?…¿malos entendidos? Eso es, sólo malos entendidos. Un día me dijeron que don Julio era
masón; yo no lo creí. El es un buen hombre.
-A la mejor los masones son buenos hombres y los católicos no tanto… -dijo Rita-
¡Mire como los cristianos matan federales!
-¡Calla por Dios Rita! ¡No sabes lo qué dices! ¿Cuáles federales has visto muertos?
-dijo la monja. Los cristeros son hombres que luchan por la santa religión. Habrá que rezar por
ellos.

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-Yo ningún federal he visto muerto -dijo Rita- Tio Maclovio los ha visto y el mismo
los ha acorralado pa que los maten y tanto peca el que mata la vaca como el que le tiene la
pata… tal vez hasta él haya matado. Anda alzado por el Cañón de Bolaños y el valle de
Colotlán.
-Rita, esta platica sin querer se va yendo por otro lado. Vamos pidiendo a Dios que
nos ayude. Tu debes encontrar el camino de la verdad. Tal vez tu vocación sean los hábitos,
pero por lo pronto, plática aquí en la sala con tu novio. Es lo decente mientras no se ve otra
cosa.

XIX

Juan y el señor cura festejaron el feliz encuentro de los papeles perdidos, mientras
Bugarín, que había llegado a Tlaltenango, preparaba su tropa para ir en busca del ministro
religioso.

-Perdone su merced, son casi las doce de la noche; el frillazo está fuerte; como que
febrero se enojó de a buenas. Pero hay usted verá. Ahorita ensillo las bestias.
-Sí, Juan vámonos. Un minuto de tardanza puede ser fatal. Antes de que amanezca,
cuando cante el gallo, te habrán preguntado por mí. Lo presiento.

Montaron y se hicieron al camino con la luna en plenitud.

-Las noches de luna llena -dijo Juan- me cuadran porque ya hace añitos, varejón yo,
conocí a Avelina. Viera su señoría ¡Qué bonita era!
-Y… es -dijo el cura- sólo que la maltratas mucho, Juan. Está por tener familia y no
le tienes ninguna consideración. Se levanta y se pone a rajar la leña, acaso con el hacha
desafilada. En estas madrugadas el frió se mete hasta el alma, deberías de hacerlo tú; luego,
arrimarle los leños partidos a la cocina y… darle los buenos días acostadita en su cama.
-¡Dios me perdone, mi señor curita!. Debo decile a su güena mercé que a las mujeres
ni todo el amor, ni todo el dinero. Mire no es bueno que uno como hombre se ponga blandito
con ellas, son… cómo le diré… son algo especiales. Las bonitas, son cabroncitas; las buenotas,
son cabronzotas. ¿A quen le va uno? Se lo digo así, sin remilgos aquí nomás la noche nos oye y
pos… usté tiene modo de perdonarme. Me dijo mi apá: cásate y tendrás mujer, si rica, que
contemplar; si pobre qué mantener; si bonita qué celar y si fea,¡qué aborrecer!
-Pero… ¡Qué lengua la tuya, Juan! ¡Pareces arriero! Las mujeres, tan sólo por el
hecho de serlo, merecen respeto. Es mujer nuestra madre celestial; son mujeres nuestras abuelas,
madres, tías, hermanas e hijas. Tú a lo que se ve, no tienes… abuela. Las mujeres, te lo repito:
son dignas de r e s p e t o.
-Yo respeto a la mía, señor, la quero y la venero. Pero de hay, a andárselo diciendo
entre arrullos y salamerías…mmm… ¡hay lo jayo!.

La luna llena de aquel febrero difundía su claridad por aquel sendero, por aquel
camino de rueda que iba de San Juan a Chocomeca. Aullidos de lobos lejanos traía el aire de la
noche hasta las cabalgaduras que a buen paso, acortaban la distancia entre uno y otro punto, en
un marco incesante de perros que ladran desde un cuarto de legua antes, hasta un cuarto de legua
después del paso de los caminantes.

41
La tenue iluminación selenita, hacía ver bultos a corta distancia que semejaban seres
humanos embozados en negras cobijas; algunos hasta se mecían con el vientecito helado de la
madrugada. Eran monos de tlazole, arbustos pequeños alargados, yerbas pegadas a una cerca;
semovientes rumiando echados a la vera, o a medio camino. Juan algunas veces ponía cara de
susto.

-¡Qué es aquello que se mira allá! -dijo Juan asorado.


-Qué ha de ser -dijo el cura- tú ponte en las manos de Dios y nada te pasará…
-¿Nada? Pos quen sabe ese bulto viene pa acá… manque usté no lo crea. Estas no
son horas de que los cristianos anden desvelados. ¡Saque su arma, señor! Que yo la mía la tengo
lista.
-¡Serénate Juan! Tus miedos te matan y contagias tus sustos. ¿No ves que los
caballos ni chistan?
-De todos modos ¡ábrase! No vaya siendo el diablo. Váyase por un lado del
camino… lento yo se lo que le digo a su mercé… así como tengo la lengua… tengo la
experiencia de arriero… vámonos apeando y jalemos las bestias.

Como Juan lo quiso, se hizo. En efecto a la mitad del camino algo como un ser
humano se movía. A tiro de piedra empezaron a escuchar un chirrido como de eje de carreta al
que le falta cebo.
Con cautela se acercaron; el rechinido se oyó más fuerte, pero no era una carreta, ni
era un vivo el bulto. Era un cristero difunto, de calzón blanco y sin camisa, atado por el cuello a
una soga que pendía de una rama de eucalipto. El viento movía la rama y la soga crujía a
contrapunto musical con el cadáver.

-¡Ave María Purísima! Mire su mercé ¡Qué lengua de cristiano tan laarga! Y no
traiba camisa. Pobre pelado. Está a una vara del piso y tieso como un birote. Échele su santa
bendición.
-Deber de hijos de Dios -dijo el cura- es darle cristiana sepultura.
-Yo no sirvo para eso, su mercé. Vámonos mejor, se está haciendo tarde. Al cabo
que en tiempos de guerra no hay misericordia. Es más de la media noche y yo me tengo que
arriar pa tras todavía. Ora, esto es seña, que los changos andan por aquí.

Cumplida la misión, cura a buen resguardo en Chocomeca, Juan regresó al rancho


pero por otro camino sí bien más largo, libre de aparecidos, y más veredoso.
Casi todos los rancheros no obstante su religiosidad temen a los muertos, creen en
los aparecidos, han visto ánimas, han oído voces de ultratumba, buscan relaciones de dinero
enterrado, en fin, les encanta el misterio y cuando oyen sobre el Diablo, Chamuco, Lucifer,
Satanás o Belcebú; o cuando les cuentan sobre ánimas, espíritus errantes, encantos, brujas o
hechizos, hacen con los dedos la señal de la cruz y se santiguan.
Sin embargo todo lo anterior nada, o poco significa, ante el pavor de cruzar el lecho
de un arroyo encajonado, donde se puede esconder el mal, los pillos pueden asaltar, donde a los
muertos les encanta aparecerse sin que nadie preste el menor auxilio, dado que a nivel del
camino plano nada se ve. Si en el día esos atajos desnivelados tienen su riesgo, por la noche es
mayor el peligro.
Iba Juan temeroso, montado en su fiel mula, recordando que no platicó al cura, los
motivos que tenía para recordar con agrado las noches llenas de luna. Le quería decir a Cueva,
como en esas noches llegó a platicar con Avelina por una rendija de adobe, por un agujero en el
42
muro que ella agrandó, a dale y dale con una cuchara y un clavo. Ella en el cuarto de adobe
dedicado a arados, coyundas, otates y avíos de labranza y él por el corral. Así fue el noviazgo.
Juan bajó al arroyo, al arroyo del Encanto, en cuyo lecho el camino se hacía como
una S, pero no había forma de evadirlo dado que era camino obligado. Ante el miedo sacó su
daga. Les tenía pavor a las veredas que por fuerza descienden al fondo de un arroyo angosto,
para subir de nuevo a tierra plana.
La mula se enfurruñó, algo vio y levantó las orejas, al tiempo que Juan vio a tres
colgados a medio arroyo que eran cristeros y además conocidos que se habían ido como
Maclovio, pero estos andaban con Chema Gutiérrez y Pedro Sandoval. Al negarse la acémila a
seguir, Juan picó espuelas, hizo una cruz con la daga y pasó a toda carrera entre los colgados.
Los cadáveres se abrieron y claramente observó Juan como se le quedaban viendo, cara a cara y
se burlaban de su espanto, con todo y su luenga lengua, salida.
Cuando Juan alcanzó el lado opuesto se sintió a salvo pero los muertos se estaban
riendo y le decían adiós.

XX

En casa de Juan, Avelina no pudo dormir. Dolores prenatales eran el motivo así
como la ausencia de su Juan. Rita que era su apoyo, tuvo la venia del cristero Juan para ser
mentora en el colegio de las monjas, por tanto desde hacía tiempo, no estaba en el rancho; el
resto de la familia dormía. De modo que cuando él llegó, se acostó a su lado y nada se dijeron,
pero ella pensó: "algo trae Juan, no es tan despegado".
Al filo de las seis, la luna otrora brillante en el cenit, ahora estaba oculta en el nadir,
y ¡nada! Nada de luz, acaso la del amanecer. Lupe salió de la sala a tirar al patio terroso la
bacinica de orines como a diario lo hacía desde la partida de Rita. Al esparcir por el patio el
contenido del nocturnal recipiente, observó a la soldadesca: la casa estaba sitiada, mientras Juan
roncaba.

-¡Apá… apá… apacito! ¡Recuerde, recuerde, deje de roncar! ¡La casa esta rodeada
de soldados! A los gritos Juan despertó. Tomó rápido su sombrero, dado que vestido a la usanza
con calzón blanco y camisa, dormido se quedó, y con denuedo afrontó la situación:
-¿Qué se le ofrece señores? En qué les puedo servir, buenos días le de Dios a sus
mercedes.
-¡Buenos días! -dijo uno de ellos- buscamos al cura, ¿Dónde lo tienes? ¿Dónde lo
escondes? Más te vale que por la buena lo entregues ¡Sabemos que aquí está!
-¡Yo no escondo a ningún señor cura, líbreme Dios! Si gustan cotejen… entren…
desengáñensen.
-¡Firmes! Ordenó Trinidad al pelotón y se apeó. Soy hombre de ley, no me gustan
los embusteros. Si hallo al curita que tú niegas, te mueres junto con él ¿Entendido?

Con paso firme y decidido el militar entró a la pieza, buscó por los rincones, pasó al
cuarto donde dormían en camas de tablas sobre banquillos de madera, su señora y sus hijos. Al
ver un bulto que por su forma era un adulto cobijado, don Trinidad con la punta de su bota lo
volteó y por allá fue a dar la mujer de Juan, al tiempo que el cristero gritaba:

-¡Es mi señora, coronel! ¡A ella no le haga nada, está mala de chilpayate!

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-Y… ¿Quién es esta otra? -preguntó el coronel- ¿… otra de tus señoras pero sin
niño?
-Ella es mi cuñada…
-Pos me cuadra pa que ella me diga, ¡dónde está el cura!

Toda la familia de Juan se replegó hacia un rincón. La señora, como hacen las
gallinas, con sus pequeños bajo el regazo y estos, con las manos en la cara y con el ¡Jesús! En la
boca. Iluminaba la escena un aparato de petróleo mechudo, cuya poca luz, proyectaba grotescas
sombras de un miedo real.
Ordenó Bugarín amarraran de las manos a los reos y los llevaran al cerro a cabeza de
silla. Así se hizo. Juan y su cuñada fueron llevados con las dos manos juntas a paso normal de
caballo, paso que para los incriminados, era veloz. Juan sin huaraches, Cuca la cuñada descalza,
entre guijarros, abrojos, viejos cañejotes de milpa. De repente ordenó el coronel, soltar rienda.
Juan soportó, corrió unos cuantos segundos al galope de caballos, pero al voltear a ver a su
cuñada, venia dando de gritos … ¡La iban arrastrando! Raspados y maltrechos de cuerpo, mas
no de espíritu, pudieron incorporarse a la orden de "¡Alto!"
-¡Quiobo, mis valientes cristeritos! ¡Confiesen! -dijo don Trinidad- les prometo que,
si me dicen, hasta aquí llega el acoso. De otra forma el paredón los espera. ¿dónde está el cura!

Al tener por respuesta el silencio, enfurecido, puso en marcha al pelotón y un fuerte


jalón de la soga lastimó aun más las muñecas sangrantes de los presos y llegaron al peñasco.

-Con que… ¿Ya se acordaron?… Todavía es tiempo -dijo el mílite- ¡Ah…! Nada
dicen. Ya verán como los hago hablar…
-¡Atención pelotón! ¡Firmes!… ¡Ya!

El sol empezaba a querer salir. Ya estaba completamente amanecido. El rocío de la


noche, casi congelado por el frío de febrero, se irisaba con los primeros rayos del sol. Lupe y
Josefita fueron tras el cortejo y desde lejos, a todo sollozo, imploraban a todos los santos por los
que, sin remedio, iban a morir.
Amarrados los ojos de Juan, el verdugo ordenó:

-¡Preparen!…
-¡Señor!…¡Señor!…he escuchado que a un inculpado se le concede un deseo -dijo
Juan- muy nervioso y con los ojos cubiertos…
-¡Habla pues, qué pides!…
-A mi máteme y haga de mi lo que quera, pero a ella no. Yo no sé responder a sus
preguntas, menos ella que es mujer. -dijo Juan con voz trémula.
-¡Cállese! ¡Denegada la petición! ¡A mi no me da órdenes ningún cabrón! -dijo el
militar- ¡Cúbranle los ojos a la vieja con su garra de rebozo!
-¡Apunten! ¡Pero… qué necedad!…¡Están en las puertas del infierno y callan! -dijo
Trinidad- ¡¿Dónde está el cura?! ¡Es la última vez que se los pregunto!

La cuñada Cuca empezó a presentar un terrible cuadro de histeria ante el terror. Ella
cayó al suelo y en el suelo hizo sus necesidades, ocasión que aprovecharon los ajusticiadores
para volver a la carga:

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-Estos cristeros no van a decirle nada, mi coronel, porque pa mi que no saben. -dijo
uno de los que tenían el arma en ristre- por menos de esto, otros ya hubieran cantado, jefe.
Déjelos en paz y vamos aquí cerquita, a Los Guapos, pa ver si damos con Narciso, quien quita le
demos una calentadita, sino a él, porque anda disque en la bola, a su madre o a sus hermanas.
Con suerte damos hasta con el cura.

-Pueque… tengas razón -dijo Trinidad- pero todas las señas dadas por el soplón de
Bernabé inducen a pensar que éste, el que está aquí, es el que esconde al cura.
-¡Firmes! -Ordenó el oficial- el pelotón bajó los rifles, lo que sí, los voy a
cintarear…

Blandió el sable el atolinguense miliciano, al tiempo que los rayos del sol se
reflejaron en su acero. Juan, se despojó de la venda y entonces empezó a estremecerse, con un
tambaleo incontenible, trepidaba de pies a cabeza, cual enfermo de Parkinson en extremo grado.
Si al plomo le tenía miedo, los cintarazos con sable lo aterraban mucho más, en recuerdo de las
zurras que don Dimas, su padre, con sogas mojadas, le daba.
Se alejaron los soldados. Dejaron a los reos atados. Lupe y Josefita se acercaron a
lágrima tendida, desataron a las víctimas y todos juntos eran un mar de sollozos.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

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