En casi todas partes, no faltan los que se suman a los logros (colectivos) ajenos. Son los
que quieren subirse -no sin cierta actitud triunfalista- a alguna causa externa para
reflejarse en algún espejo gratificante. Por mi parte, aunque pronto mi DNI dirá que
tengo nacionalidad española, me siento argentino y no tengo deseos de disolver mis
huellas. No se trata de una afirmación de arrogancia. Sentirme de otra parte no me
convierte en un ser especial y la herencia dista de ser unívoca. Pero aún así, vivo en otro
país del que nací y no reniego –ni tengo por qué hacerlo- de mi procedencia. A pesar de
ese sentimiento, me considero distante a cualquier reivindicación nacionalista:
Argentina es el nombre de un país heterogéneo, poblado de contrastes, al que estoy
irremediablemente unido. Es probable que aunque mi experiencia vital en el presente
haya producido cambios más o menos perceptibles en mi «identidad» –y me ahorraré
toda la vulgata de la «multiculturalidad» y la «hibridación», grosso modo tan cierta
como banal-, me seguirán vinculando con esa patria ausente no sólo los vínculos
familiares y la memoria de lo vivido, sino también un cierto reconocimiento en algunas
de sus gentes, sus prácticas cotidianas, sus modos de vivir la amistad, sus formas de
conversar y de intimar.
Nada hay de extraño en esa memoria y esos reconocimientos, dado que están ligados a
la historia que me ha constituido. Tampoco me parece especialmente sorprendente la
actitud triunfalista de quienes quieren subirse a las victorias ajenas –incluso cuando uno
mismo pueda sentir cierta simpatía ante las mismas-. Lo que en cambio sí me resulta
extraño es sentir la necesidad de reivindicar mi «argentinidad» en esos momentos y,
contradictoriamente, mi «extranjería», no sólo con respecto al país en el que vivo ahora,
sino también con respecto a mi propio país de origen.
Por un lado, habría que referirse a la exaltación de un chauvinismo tan patético como
reaccionario (1); simultáneamente, habría que señalar su contra-cara: la estigmatización
de un Otro simétrico con el cual quien rivaliza puede sentir que se “mide” o que es
“competidor”. Quizás Argentina, por una estrecha relación histórico-cultural que
mantiene con España sea, para unas ciertas perspectivas nacionalistas de signo local, un
nombre propicio para dar cauce (ser «objeto proyectivo» dirían los psicoanalistas) a
ciertos temores colectivos irreconocidos. Como toda proyección, se pone fuera lo que
no se quiere reconocer dentro. Desde luego, no habría que desligar ese chauvinismo de
una forma más vasta de etnocentrismo: me refiero a la persistente creencia –tan
provinciana como imperial- en la propia superioridad étnico-cultural de Europa. Ni
siquiera un siglo de crítica lapidaria al «eurocentrismo» y a las «sociedades coloniales»
ha logrado desterrar esa creencia mágica que hace coincidir lo mejor de la humanidad
con lo que coincide con lo propio. De esa conjugación resulta un discurso hostil
(“sudacas”, “muertos de hambre”, etc.) y acusatorio (“soberbios”, “charlatanes”,
“insoportables”, “egocéntricos”, etc.) que se remata en el cliché xenófobo por
excelencia: “vuélvanse a su país”. Ante esa constelación ideológica, el primer impulso
es la réplica desafiante: “sí, soy argentino. ¿Y qué?”. Es cierto que bastaría con
mencionar la historia relativamente reciente del largo exilio de ciudadanos españoles o
incluso la diáspora de postguerra de cientos de miles de europeos arrojados a
Latinoamérica con alguna esperanza de mitigar sus penurias materiales. Lo inmediato,
sin embargo, es reconocerme en una identidad estigmatizada. Lanzar un gesto de
desafío. Enfrentarme a los que se proclaman en una posición de superioridad, por su
mera pertenencia a un “país desarrollado” (noción que, además de ser engañosa,
presupone lo que hay que demostrar y más aún en un contexto polémico).
Decía que no sólo me siento argentino, sino también extranjero. De ahí la necesidad de
tomar distancia con respecto a esa reivindicación inicial, de alejarme de los rituales
nacionalistas, de esa glorificación de la patria que olvida las divisiones internas, las
desigualdades radicales, los antagonismos que nos marcan desde décadas. En definitiva,
apremio por salirme de todo esencialismo nacionalista, que unifica de forma abstracta
grupos e individuos antagónicos, asignándole unos atributos fijos (como la raza, la
lengua o la etnia). Se dirá que lo mismo ocurre con conceptos genéricos como
«humanidad» o «especie humana». Al fin y al cabo, tampoco estas categorías acusan las
divisiones sociales (en términos de clase, género, raza, nación, etnia…). En efecto: no
podemos dar por sentada esa especie humana como no sea bajo la forma de una unidad
biológica que socialmente es si no interrumpida radicalmente transformada. El trazado
de fronteras siempre es una operación estratégica e incluso suelen usarse unos trazados
para derribar otros. Ninguna realidad positiva y estable para esas operaciones. Y si
hubiera que construir alguna habría más bien que remarcar aquellas fronteras que los
antagonismos de clase producen (con prioridad sobre los antagonismos inter-
nacionales). Y reivindicar, sí, un internacionalismo de nuevo cuño, donde las políticas
de igualdad democrática no quedan circunscriptas a una política territorial de los
estados-nación sino que son tomadas como un desafío de instituciones supranacionales.
A la par que acepto unas fronteras convencionales y móviles (producto de una
institución geopolítica reciente) que delimitan comunidades imaginadas limitadas y
soberanas (como diría Benedict Anderson), me rebelo contra la separación que
producen con respecto a los que están más allá de esas fronteras. Los límites nos
constituyen, pero terminan encerrando. En este sentido, se trata no sólo de una
extranjería con respecto a la patria imaginada, sino con respecto a unas fronteras
inestables que una configuración hegemónica delimita. Entonces, mi doble
reivindicación quizás pueda cobrar legibilidad (si no legitimidad). Marca una distancia
con respecto a un discurso etnocéntrico y colonialista, implicado en el nacionalismo,
que circula también más allá de las fronteras nacionales. No es preciso renegar de la
propia procedencia para salirse de ahí. La crítica al nacionalismo no implica el
derrumbe del mismo concepto de «nación», pero lo matiza fuertemente, evitando su
inflación: el mito de un origen distintivo y distinguido. Alcanza, pues, con evitar
convertir esa procedencia en un fetiche o un mito que me habilitaría a posicionarme en
una presunta superioridad.
2) Mito y patria
Vengo de un país que por décadas produjo sobre sí mismo mitos gloriosos que hacían
enorgullecer a muchos de sus ciudadanos. Esos mitos son plurales: desde Argentina
como “granero mundial” hasta los argentinos como “los mejores en todo” mediante sus
ídolos perennes, desde “crisol inagotable de razas” hasta “riqueza inagotable” de una
nación, desde la “Europa latinoamericana” hasta la “cantera de talentos”. No caben
dudas: ese orgullo nacionalista, con sus rituales de reafirmación colectiva, en más de
una ocasión derivó en actitudes soberbias y despreciativas ante los otros; en más de una
ocasión, también, fue la base para construir un vínculo asimétrico con otras
nacionalidades, abriendo camino a la xenofobia, el racismo y la discriminación étnica.
No es que tuviéramos algún mérito en especial. Crecimos en una crisis permanente que
sólo la miopía podría reducir a su dimensión económica. Lo que estuvo en juego por
muchos años no fue sólo ni principalmente nuestra capacidad adquisitiva o nuestra
calidad de vida sino, más bien, la crisis con respecto a unas identificaciones colectivas
ligadas a la “nación” (como espacio común de reconocimiento) y, por extensión, la
crisis con respecto a sus representantes políticos expresos, no sólo por sus carencias
éticas graves, sino por sus orientaciones político-partidarias marcadas tanto por un
ideario neoliberal más o menos encubierto como por un pragmatismo errático distante a
cualquier ideal de justicia. No es extraño, pues, que muchos nos hayamos sentido
extranjeros en el propio lugar, incluso aquellos que no se han visto impelidos a migrar o
desplazarse a otra parte. Podría objetarse que esa extranjería ha producido perjuicios en
muchas ocasiones: el frenesí individualista, el desentendimiento con respecto a la
construcción de espacios en común, el repliegue de una ética de probidad pública, la
autojustificación hedonista y, en definitiva, la propagación de una lógica de la
supervivencia que desata los lazos sociales en nombre de la propia vida constreñida. Sin
embargo, habría que apresurarse a señalar que todas esas prácticas nada tienen (ni
tenían) de extranjeras. Más bien, constituyen pautas hegemónicas que definen algunos
rasgos centrales del capitalismo en su fase globalizadora.
Para decirlo de forma sumaria: la extranjería a la que me refiero aquí es añoranza de una
forma de existencia social obstruida por un sistema que desborda pero implica a los
diversos nacionalismos. Y es precisamente esa añoranza lo que da lugar a un
distanciamiento de las condiciones de existencia del presente. Por lo demás, la fábrica
de mitos nacionalistas no tiene patria. No es industria nacional. Por eso me cuesta no
reírme cuando se me juzga por los mitos asociados a mi país. Como si cada patria no
tuviera los suyos, como si los demás no estuvieran igualmente atrapados por la pugna
entre mitos nacionalistas y la apuesta por salirse de ellos, a partir de la invención de una
extranjería deseable.
3) Migración y nacionalismo
Cuestionar la propia patria y exaltar otra, más mítica que histórica, atribuyéndole
virtudes metafísicas no deja de ser una operación unilateral. Una crítica radical debe dar
lugar a una crítica a la «lógica nacionalista», que exalta unidades político-territoriales
que -conviene recordarlo- en la mayoría de los casos han sido instituidas en un pasado
no muy distante (y que, para resumirlo, identificamos con la modernidad capitalista).
Como extensión a ese nacionalismo, por lo demás, es habitual encontrar discursos que
tienden a construir «estereotipos» nacionales, que responden más a unos prejuicios
(proyectivos) arraigados en una cultura local que a unas constantes antropológicas de
aquellos a los que juzgan. No resulta sorprendente el tráfico acrítico y prejuicioso de
estereotipos sobre lo “propio” y lo “ajeno”, el impulso totalitario que se activa contra
los otros a la par de la autoexaltación chauvinista. No estamos lejos del «inconsciente
fascista» al que Deleuze y Guattari se refirieron de forma memorable. Más
específicamente, habría que preguntarse sobre los agenciamientos colectivos que se
activan cuando impera un discurso eurocéntrico arrogante, que ensalza las virtudes de
Europa inferiorizando a los otros (los “sudacas”, los “chinos”, los “negros”, los
“moros”, los “gitanos” y hasta los “rumanos”… ¡pertenecientes a la comunidad
europea!). Esa inferiorización, una vez más, alude al mismo tiempo a un repudio
fundamental: la construcción de otros estigmatizados en el seno de lo propio. Como si el
deseo nacionalista por excelencia fuera extranjerizar a una parte de la ciudadanía, a fin
de convertirla en depositaria de lo indeseable.
Al discurso del fin de la extranjería habría que contraponer, más bien, la afirmación de
que todos somos extranjeros. El problema es cómo cada cual se vincula con su propia
extranjería, esa “inquietante extranjería” del sí mismo como otro del que hablaba Freud
y que tan lúcidamente retoma Kristeva en Extranjeros para nosotros mismos. Todos
somos extranjeros pero no todos nos aceptamos como tales. Quien reniega de esa
condición termina proyectándose en otros. Todo repudio nace ahí. En esa renegación de
(una parte de) sí que produce la xenofobia.
Así pues, somos esa distancia con respecto a nosotros mismos. La elucidación de esa
distancia es la posibilidad misma de la crítica. Y es esa distancia como experiencia la
nos hace interpretar el presente en clave de interrogación, como retorno de lo familiar
que contiene lo extraño, del sí mismo como otro, de la extrañeza como corazón de lo
presuntamente conocido. No faltan los que niegan ese corazón. Alzan muros para negar
lo que los constituye: sus deseos profundos, sus temores más primitivos, sus fantasmas
inconscientes. Pero la mediocridad –se sabe- no tiene patria. Cada cultura forja sus
mitos, sus leyendas, sus idolatrías. La extranjería no es sino la construcción de una
relación crítica con esos mitos, leyendas e idolatrías; una puesta en entredicho de lo
habitual.
Cada cual inventa una fábula para vivir como desea, pero no todo es equivalente.
Convertir la historia en fábula mítica puede ser un buen consuelo. Pero el problema de
las fábulas es que mienten; tapan la verdad de nuestra experiencia vivida en común. Por
eso la extranjería necesariamente incomoda: recuerda la condición fabulosa de lo
mítico. Pero puesto que la extranjería no pertenece a nadie, ningún sujeto ocupa el lugar
pleno de la verdad. Nos aproximamos a la verdad cuando asumimos la verdad como
extranjería. Eso supone un desplazamiento permanente del sujeto hacia aquello que
permite interpretar de forma crítica su realidad histórica y social efectiva. Somos
extranjeros a la verdad y en esa búsqueda -esa «errancia»- nos reconocemos como
extranjeros con respecto a nosotros mismos. Aprender a convivir con esa lejanía es
aceptar que ya no se pertenece exclusivamente a ninguna parte: argentino, sí, pero
también extranjero.
Arturo Borra
(1) Al respecto, conviene señalar que no todo «nacionalismo» adquiere este cariz chauvinista. En
términos históricos, dentro de la izquierda política, han emergido diferentes “movimientos de liberación
nacional” (basados en una política anticolonialista), especialmente a partir de fines del S. XIX que han
logrado una cierta independencia política de las colonias con respecto a sus antiguos colonizadores.
Dudo, sin embargo, que legítimamente tras esos procesos no pudiéramos alzar una exigencia política
universal relativa al desarrollo de un proyecto de sociedad autónoma, sin tutelajes metropolitanos. Si bien
la argumentación de B. Anderson resulta convincente al señalar que no existe relación necesaria entre
«nacionalismo» y «fascismo» (Comunidades imaginadas, Fondo de Cultura Económica, México, p.209),
eso no implica que no haya relación alguna (y elucidar esa relación sigue siendo en buena medida una
tarea pendiente). Es cierto que mientras el «racismo» plantea al otro como inconvertible, el
«nacionalismo» no niega la posibilidad de una inclusión de ese otro (a partir de la nacionalización) dentro
de la propia comunidad imaginada. Del mismo modo, mientras que la posición racista habitualmente se
manifiesta al interior de unas fronteras nacionales, la posición nacionalista se hace manifiesta de cara al
exterior. Sin embargo, habría que preguntarse qué ocurre cuando la «nacionalidad», de forma solapada, es
construida como una categoría identitaria naturalizada, más allá del estatuto jurídico de la persona. Dicho
en otras palabras: si una sociedad instituye como estable la equivalencia entre «nacionalidad» y una
«raza» o «etnia» particular, entonces, el efecto del nacionalismo termina siendo la reivindicación racista o
etnocéntrica. Tal parece ser la operación discursiva que algunos grupos de derecha plantean en EEUU
(que no dudan en plantear como «extranjeros» a una parte de la población nacional). Más en general,
cualquier variante nacionalista que construya una presunta «esencia nacional» (una identidad fija) plantea
como contratara la imposibilidad de integrar una diferencia determinada. En ese nivel, el nacionalismo
puede devenir una forma de fascismo: la superioridad de la nación se materializa en exterminio de los
“extranjeros” allí donde estén.
(2) La búsqueda pública del «interés general» ha seguido derroteros distintos y contrapuestos: desde el
genocidio de una disidencia política relevante hasta el precario intento de una consolidación institucional
desestabilizada menos por el poder militar que por el poder económico; desde la privatización de lo
público y el crecimiento del endeudamiento estatal hasta la reconstrucción de un modelo agro-exportador
ante el incremento de la demanda externa de materias primas. En suma: más que constatar respuestas que
de forma universal han priorizado unos intereses particulares con consecuencias colectivas nefastas, lo
que resulta claro es que las respuestas específicas a lo que constituye en un momento dado el “interés
general” varían de período en período y de gobierno en gobierno. Como significante en el campo político,
la significación de dicho “interés” varía según la posición política en la que nos situemos. Nada diferente
ocurre con la noción de «lo nacional-popular»: carece de un significado estable. Su sentido depende de la
articulación que un discurso político específico efectúe. Si bien dicha inestabilidad semántica forma parte
del juego democrático, al menos para muchos de nosotros el sentido de la democracia ha estado mucho
menos vinculado a la pertenencia a una comunidad nacional que a la posibilidad de acceso igualitario a
ciertas oportunidades sociales (laborales, intelectuales, educativas, etc.) que, ciertamente, no fueron
moneda corriente en las últimas décadas en Argentina para una parte importante de la población.
(3) En este sentido, evitar juicios morales unilaterales tanto sobre los sujetos migrantes como sobre los
sujetos nativos es escapar a una lógica binaria y simplista que atribuye comportamientos homogéneos a
sujetos heterogéneos. Es tan cierto sostener que algunos grupos de inmigrantes se mueven por los
espejismos de bonanza económica sobre alguna patria lejana como afirmar que otros se mueven por el
deseo de cambio cultural, por la voluntad de salirse de una específica forma de vida o incluso por una
voluntad de vivir amenazada en su país de origen. A la inversa, es inverosímil sostener que la estancia
permanente de las poblaciones nativas responde a la altruista «decisión» de defender lo nacional.