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IGUANA
DIRECTORIO
RaúlMoralesGóngora
I N S T I T U T O P O L I T É C N I C O N A C I O N A L
—M É X I C O —
Memorias de una iguana
ISBN: 970-36-0236-3
Impreso en México/Printed in Mexico
Este libro nació gracias al tesón de mi esposa,
a quien se lo dedico con amor, así como a mis hijos
Raúl, Blanca Nieves, María Luisa y Paco,
por quienes yo hice “cola” para que ellos no
tuvieran que formarse.
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Un día conocí al quizá primer gran maestro de esa dorada época. Lo apo-
daban Carletos. Él fue condiscípulo mío en San Pedro de las Colonias, y
nos volvimos a encontrar en el internado del Poli. Él me brindó su ayuda
incondicional cuando intentaba ingresar al internado. Desde luego nos hi-
cimos grandes amigos.
Cuando yo hice mi aparición en escena, Carletos ya tenía tiempo en el
Politécnico. Él sí que conocía todas las triquiñuelas para el buen vivir. Su
dormitorio, el veinticuatro. Calzaba botas que le gustaba bolear todos los
días; vestía más o menos bien, siempre pulcro. Antes de proseguir, algunas
acotaciones espaciales.
Los dormitorios numerados estaban ubicados en la parte inferior del
estadio Camino Díaz. Algunos eran ocupados por tan sólo cuatro internos,
que estaban en los últimos años de la carrera. Cincuenta era el número de
internos en cada dormitorio, cuando se estaba en prevocacional, que co-
rrespondía a lo que conocemos como secundaria. Vocacional era prepara-
toria. Yo dormí una temporada en el dormitorio veinticuatro. Ahí había
yucatecos, oaxaqueños, guerrerenses y de todo el país. En el veintitrés sólo
vivían sinaloenses.
Los internos generalmente llegaban de provincia, de alguna de las es-
cuelas pertenecientes al Instituto Politécnico Nacional. La mayoría era de
extracción muy humilde, para conservar sus derechos tenía la obligación
de obtener buenas calificaciones.
El estadio Camino Díaz tenía capacidad para cinco mil personas, y
estaba hecho de concreto. Bajo sus gradas se habían improvisado veinti-
cuatro dormitorios. Tenía la pista de tamaño reglamentario y el pasto era de
lo mejor. Ahí vivía un burro blanco, mascota del Politécnico. Yo corría en la
pista con frecuencia.
Pero regresemos a la historia. Carletos no era de muchos amigos, pero
tenía un seguidor que apodábamos Pancholín: éste guanajuatense y aquél
coahuilense.
Pancholín era medio güero, más bien bajo de estatura, muy fuerte:
todos los días se pasaba horas en el gimnasio haciendo barras, paralelas y
argollas. De carácter recio, era propenso a las riñas. Estudiaba en una es-
cuela de canto de la Universidad, pero comía y dormía en el Politécnico.
Pancholín era admirador de Jorge Negrete. Él mismo se sentía barítono,
no existía para él nada más que el canto. Para justificar ante sí mismo su
presencia en los dormitorios —algún tiempo residió en el dormitorio veinti-
cuatro—, se inscribía en alguna escuela del Politécnico, aunque asistiera
paralelamente a una escuela de canto. Lo curioso es que nunca lo haya
oído cantar, así que no puedo decir si tenía o no buena voz.
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Cada fin de mes era tiempo de exámenes. Debido a que las materias se
impartían por semestres, los resultados parciales tenían especial peso. La
última semana de cada mes la pasábamos todos en vela. Las noches eran
largas. De vez en vez nos permitíamos una pausa para descansar y despa-
bilarnos, y para recordar que el estudiante interno siempre tenía un hueco
en su estómago.
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Desde que lo conocí, congeniamos bien el Pipas y yo. Seis años nos acom-
pañamos, anduvimos el mismo camino: primero cuando fuimos gaviotas,
después internos, y durante casi toda la carrera. Él concluyó sus estudios
dos años antes que yo; venía de una prevocacional ubicada en Tampico.
Con problemas familiares, en su ciudad se refugió en una gasolinera.
Ahí obtuvo un sitio para dormir y realizar algunos trabajos, iniciándose
como auxiliar de los despachadores. Revisaba niveles de agua y aceite, la
presión de las llantas, limpiaba los vidrios de los automóviles. Poco des-
pués arreglaba inclusive llantas ponchadas. Un día, levantando una camio-
neta para cambiarle una llanta, falló el equipo y el vehículo se desplomó
quebrándole la mano izquierda. Debido a que no se atendió, quedó de por
vida lisiado de esa mano. Una temporada de su vida, de tiempo completo
ingirió bebidas embriagantes. Esto le valió el apodo del Pipas. Cuando
logró superar el vicio, se dedicó de lleno al estudio.
Fue para mí un compañero invaluable, a pesar de que él estudió en
la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura, mientras yo lo hiciera
en la Escuela Superior de Ingeniería Química e Industrias Extractivas. Los
domingos invariablemente emprendíamos el mismo rumbo, ya sea hacia
Chapultepec o al centro histórico de la ciudad. Juntos buscamos empleo
fuera del internado más de una vez. Compañeros de trabajo, siempre pudi-
mos contar el uno con el otro, sobre todo en nuestros tiempos de caren-
cias. Así, concluyó brillantemente su carrera; siempre fue un magnífico
estudiante.
Manuel, originario de un pequeño poblado de Chiapas, estaba incapacita-
do. De niño, aún no se habían descubierto vacunas contra la poliomielitis.
Aquel terrible mal se cebó en su pequeño cuerpo haciendo estragos en sus
miembros inferiores.
Cuando llegó a su pueblo la campaña nacional de alfabetización, un tío
suyo tomó con mucha seriedad la tarea de aprender a leer y escribir. Por las
noches, después de las faenas del campo, en lugar de ir a descansar, acudía
a un centro de alfabetización no lejano de su domicilio. Manuel disfrutaba
recordando cómo su tío deletreaba:
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Pípilos
Totoles
Guajolotes
Cóconos
Chumpipes
La voz pavo ha venido siendo cada día más popular por la influencia
extranjera. En Chiapas, los guajolotes son conocidos como chumpipes.
El tío de Manuel se pasaba horas juntando sílabas para poder leer. En
la Cartilla Nacional de Alfabetización aparecían los dibujos de las palabras,
pudiéndose leer al pie de la imagen de un guajolote: pavo. El señor dele-
treaba con mucha corrección la palabra pavo, pero al juntar las sílabas, en
lugar de decir pavo, decía chumpipe:
—Paaa pa... vooo... vo... Chumpipe.
Manuel fue ejemplo de fortaleza, ejemplo de firmeza de propósitos,
joven tenaz, de recio carácter forjado por el dolor, templado en el sufri-
miento. Todo lo que él planeó para rehabilitarse y lograr caminar como
cualquier mortal, lo llevó adelante. Se sometió a una serie de operaciones
quirúrgicas en las que le soldaron huesos de la cadera y tobillos. En medio
de grandes dolores durante el largo proceso de terapia, logró caminar con
muletas primero; luego lo hizo con bastón; al final no requería de ninguna
ayuda. Todos los que convivimos con Manuel lo admirábamos, por su
férrea decisión de salir adelante, por su carácter de vencedor, buen estu-
diante y celoso amigo.
CAPÍTULO II
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Capitán, por su parte, además del equipo, proveería el dinero para la fabri-
cación y colocación de duela, y se haría cargo de las ventas. Con mucho
entusiasmo iniciaron el negocio. La producción fluía, así como las ventas.
Sin embargo, aún no transcurridos ni seis meses, el entusiasmo y la energía
se le agotaron a mi hermano, considerando, al poco tiempo, que era mu-
cho el trabajo y poca la utilidad. Así pues, creyó que no se cumplía lo
pactado. Hasta que se disolvió la sociedad. Lógicamente tampoco asistía a
la escuela.
El dinero ganado en el tiempo que funcionó la sociedad, lo gastó en
viajes semanales a quincenales a Morelia, donde visitaba a su novia. Hasta
los tres meses volví a sentir, porque literalmente así se define nuestro en-
cuentro, la presencia de mi hermano.
En aquella ocasión yo me encontraba medio dormido. Fue hasta el día
siguiente cuando me di cuenta de que mi hermano, mientras dormitaba,
había cambiado mi raído pantalón por uno aún más desgastado.
La siguiente vez que lo vi fue casi al finalizar mi primer año en el
Politécnico, cuando empezaba a trabajar en Poza Rica. Ya desde entonces
le agradaba la costa, las hamacas, la buena vida.
Un estudiante en Venecia
se puso a pintar el Sol,
y del hambre que tenía,
pintó gordas de frijol.
Una vez cada seis meses nos daban huevos; había fiesta y muchos
problemas. A los internos les daban dos dotaciones de cubiertos por año.
Eran de acero inoxidable y se cotizaban en dos pesos con el ropavejero o
con el merenguero. Era relativamente fácil robarlos, por lo que la mayoría
de los internos optábamos por venderlos.
El trabajo de lavado de platos y charolas era el más odiado, sin embar-
go, a muchos les permitía tener la oportunidad de contar con tres alimentos
diarios.
En tiempos de vacas gordas Pancholín, antes de ir a comer, compraba
un kilogramo de tortillas, y luego, con ellas, se comía la ración normal de un
interno: hacía tacos. Poco a poco el kilo de tortillas, a las que les echaba sal,
iba desapareciendo. Que yo recuerde, nunca le sobraron tortillas.
Otros internos recibían de sus casas diferentes cosas para comer, que
celosamente guardaban en sus gavetas, echándoseles a perder con fre-
cuencia. Esto se debía a que el agraciado propietario trataba de degustar su
manjar el mayor tiempo posible. Ya se podrán imaginar los olores. Las
gavetas, sospechosas de contener algo bueno para comer, en el primer
descuido del propietario eran saqueadas.
Normalmente en el sitio robado dejaban algún recuerdo. Los recuerdos
eran alusivos al grado de inteligencia del propietario, o a las cualidades de
su progenitora, por ejemplo: felicítame a tu tiznada madre; el pastel estaba
tan bueno como tu hermana; sólo a un gran pendejo como tú se le ocurre
dejar pastel para la raza; gracias por los pinches veinte pesos que me dejas-
te; el pastel me lo comí pero dile a tu pinche madre que a ver si aprende a
cocinar. Los veinte pesos solían ser algo sumamente valioso, que el interno
había atesorado para una emergencia.
Otras veces los recuerdos eran en especie: en compensación te dejo
unas latas de sardinas, lógico: estaban vacías; también, en pago te dejo mis
mejores calzones, muy viejos y además sucios. Cuando el propietario ha-
bría su gaveta y se enteraba, muchas veces decía algunos insultos, pero
normalmente callaba tratando de engañar a los vecinos que esperaban al-
gún tipo de reacción. Ellos eran testigos mudos de la impotencia que sentía
la persona robada.
Más de una vez fui testigo de alguien que presumía lo que acababa de
recibir de su casa, guardando desde luego en su gaveta el tesoro. Por la
noche regresaba muy contento para hallarse con la sorpresa de que se
habían llevado todo. Alguien se pasaba toda la noche en el excusado o en
la enfermería, con cólicos terribles. Claro que este tipo de broma no era
frecuente ni muy popular.
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noche iban llegando las iguanas a llorar la desgracia. Algunos apenas podían
caminar de la borrachera que se cargaban. Gritaban una porra lastimera que
concluía en llanto. Llegaban de uno a uno; otros, en grupos pequeños. Irre-
mediablemente, se repetía lo mismo. Un escalofrío no dejaba de transitarnos
por la piel cuando esto pasaba. El amor al Poli era mucho, aunque con el
tiempo esto pierde su importancia. Pero en aquella época, la pasión se
desbordaba al pensar en nuestra alma mater.
La capa de un estudiante
parece jardín de flores,
toda llena de remiendos
de diferentes colores.
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lugar había agua caliente, así que no quedaba de otra: agua helada. El
agua, en la ciudad de México, está de por sí siempre fría, lo que nos obliga
a hacer un poco de ejercicio antes de la ducha cotidiana. Cuando entrába-
mos en el chorro de agua, nos acordábamos de los actos sexuales de todas
las madres de los funcionarios públicos. Las toallas eran algo muy aprecia-
do y respetado, al igual que los calzones y los cepillos de dientes. No había
intercambio posible, por lo que no corrías ningún riesgo de que te los
fueran a robar.
No era fácil arriesgarse a ducharse diario: el agua siempre estaba muy
fría. El aire se colaba por doquier, era necesario correr un poco en la pista
del estadio, hacer ejercicio en el gimnasio, echarse una cascarita de básquet,
en fin, hacer un ejercicio. Se requería aspirar a pulmón pleno, y entonces:
ponerse la ducha, sentir frío. Entre profundos suspiros, uno se enjabonaba,
quizá hasta cantando alegremente, se podía decir que hasta se disfrutaba
del baño diario. Un fuerte masaje con la toalla y se entraba en calor. Luego
a vestirse presurosamente. Las gaviotas, a excepción de muy pocos, única-
mente poseíamos lo que llevábamos puesto, así que no había complicacio-
nes a la hora de escoger la ropa. Como es fácil suponer, a nosotros no nos
estaban asignados ni gavetas ni roperos. Si por alguna ironía del destino
llegábamos a poseer algo, recurríamos a los amigos internos.
El jabón que se utilizaba para el baño dependía mucho del interno.
Hasta ese detalle nos estratificaba en clases sociales. Según el jabón, era la
persona con quien se las estaba uno viendo. Un decir: cuando entrabas y
percibías un olor extraño, eso te indicaba que el que se estaba bañando era
de la clase alta, ya que la mayoría nos bañábamos con jabón blanco o con
jabón amarillo, y ambos olían a lejía. Con estos jabones la piel te quedaba
escamosa, de un color ceniciento. Pero eso sí, muy limpia.
Los de la elite usaban desodorantes, así como lociones para después de
afeitarse, cremas, talcos perfumados y brillantina líquida o sólida de la
marca Glostora. Mientras más brillantina usaras, más a la moda andabas.
Acariciarle el pelo a algún galán equivalía a que la amorosa chica se llenara
las manos de algo mantecoso. La moda varonil se centraba en lucir un
peinado parecido al que se obtendría si una vaca te lamiera. Cómo brilla-
ba el cabello. Algunos nos levantábamos al frente un promontorio que
recibía el nombre de copete. En cierta época del año, por aquel entonces,
la ciudad de México padecía muy a menudo tolvaneras. El cabello era un
amasijo de grasa y polvo.
Las gaviotas y la mayoría de los internos, aparte de bañarnos con jabón
amarillo, carecíamos de desodorantes y lociones. Pero si untábamos sufi-
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en la malla ciclón de la pista del estadio. Los hurtos no existían. Los que
vivían frente a la avenida Melchor Ocampo utilizaban la cerca para colgar su
ropa, lo que originaba desavenencias con los macheteros de los camiones
materialistas, que, enterados de los quehaceres de los internos, aprovecha-
ban la pasada para hacer mofa. Esto daba lugar a un intercambio de los
mejores albures e insultos que se pudieran escuchar en cualquier parte de la
ciudad de México.
—Viejas lavanderas, ¿a cómo la docena con todo y nalgas?
—A travieso no me ganas, hijo de puta.
Sólo por nombrar un diálogo de los más comunes.
Algunos internos tenían quién les lavara y planchara la ropa, pero fuera
del internado. Normalmente era como pago a los servicios que el interno
prestaba en cama ajena.
Blanca
CAPÍTULO V
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Unos cuantos sacaron la cara por todos. Siempre fueron adelante; nun-
ca desmayaron en la consecución de adelantos importantes, que marcaron
nuevos rumbos y fijaron nuevas metas a los estudiantes y al gobierno.
Algunos pagaron caro su osadía, fueron golpeados, reprimidos. Otros, con
cárcel, expiaron penas ajenas. Aquella época era de represión y barbarie.
¿Qué hacíamos?
El estudiante interno era un joven alegre, bromista, que usaba un voca-
bulario muy propio del medio en el que se desenvolvía. Por ejemplo: hubo
una temporada en la que todos se interpelaban con el vocativo “señora”,
por lo que, en más de una ocasión, las damas se turbaban por esos usos
injustificables. Las menos, simplemente no se explicaban de qué se trataba
aquello, siendo presas del desconcierto al ver a dos internos en la calle
diciéndose mutuamente “señora”.
Hubo una temporada en la que estuvo de moda llamar a los homo-
sexuales “toros”. Aún permanece para mí en el misterio el origen de dichas
ocurrencias.
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Los tranvías más usados por las iguanas eran La Rosa, que salía del
Zócalo, y al aproximarse al Casco de Santo Tomás transitaba la calle de La
Rosa, de ahí el nombre, que en la actualidad es Eligio Ancona; y el Tacuba,
que nos dejaba en la Escuela Normal de Maestros, de donde debíamos cami-
nar hasta el Poli. Si era tarde, el interno visitaba los centros nocturnos de San
Cosme, muy próximos a la avenida Melchor Ocampo, donde se ubicaban los
antros Victoria y Benny club. Ahí se podía bailar a cambio de una moneda
por pieza, o quizá, si había suerte, se presentaba alguna variedad. Luego
continuaba su camino a los dormitorios del internado.
En mi tiempo, los estudiantes de profesional siempre portaban corbata
y saco. Podrían no traer un solo centavo en la bolsa, pero siempre andaban
bien vestidos. Después me tocaría asistir a clases, ya en profesional, riguro-
samente de corbata y saco, salvo los sábados que íbamos en mangas de
camisa.
Regresábamos a comer, luego nuevamente a clases. Esa era la rutina.
Después de la cena, algunos íbamos a visitar a la novia. Otros se escapaban
con alguna señora entrada en edad, pero normalmente de dinero. Está de
más agregar que el beneficio del aspecto monetario resultaba menos atrac-
tivo que el sexo. Otros, en ciertos días, eran asiduos concurrentes a los
salones de baile. Como ya se dijo, mediante una módica cuota de ingreso
podían bailar horas. Eran, pues, expertos en eso, y muy solicitados para
impartir clases.
En esa época la juventud mexicana desconocía las drogas. Se decía que sólo
los soldados utilizaban la marihuana. Era una realidad que permanecía muy
lejana del estudiantado. Nosotros no sabíamos de esas cosas. Pero eso sí, de
vez en cuando algún estudiante, junto con su pequeño círculo de compañe-
ros, regresaban ebrios. Pero siendo el dinero todo el impedimento, ni este
vicio podía proliferar.
En cuanto a delitos mayores, únicamente recuerdo la desgracia de un
compañero que en una ocasión se le ocurrió tomar algo ajeno y lo metieron
a la cárcel. No era esto común, sin querer decir con ello que éramos unas
blancas palomas. Éramos estudiantes, nuestros pecados fueron de juventud.
No era raro que escaseara el dinero. Algunas veces las crisis resultaban
devastadoras. Entonces nos dedicábamos a la cacería de gatos y perros, aun-
que no fuera mucho el dinero que pagaban por ellos en la escuela de Cien-
cias Biológicas, pero dos pesos siempre son muy buenos, digo. Más de una
vez alguien no se fue ileso, pues resultaba mordido o muy arañado, aun-
que felizmente portador de dos pesos en la bolsa.
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Por la calle de Carpio estaba el primer cine Majestic, que gozaba de mala
fama. Nosotros lo apodábamos el Mayatito. Corrían rumores de que cada
persona que quisiera asistir debía de proveerse de un buen garrote para
matar las ratas que por ahí abundaban. El precio era modesto, sin embargo,
suficientemente caro para algunos de nosotros. No obstante, los asientos
de la galería eran más económicos pero más alejados de la pantalla, y como
los equipos de proyección y las películas estaban muy usados, la imagen
que se proyectaba dejaba mucho que desear. Lo mejor era sentarse en
luneta, pero debía uno de tener cuidado y sentarse lejos de los posibles
proyectiles que la gente que estaba en gayola solía lanzar. Éstos eran desde
simples escupitajos hasta orines o cosas de mayores proporciones.
El número de películas por sesión eran por lo regular dos. Pero existían
otros lugares, como el cine Mina, donde siempre la función se componía
de tres películas por un módico costo. En este último aprendí a disfrutar de
las mejores películas de Humphrey Bogart. Había otros cines que también
solíamos frecuentar, tales como el Rívoli, en la calle de Santa María la
Rivera, el Cosmos, posteriormente, en la avenida México-Tacuba, el cine
Ópera, etcétera.
Ir al cine acompañado siempre divertía más, sobre todo si era con una
muchacha. En el interior del cine, durante la función, pasaba por los pasi-
llos un vendedor que, no importándole el diálogo de la película, anunciaba
su mercancía: muéganos, dulces, chicles, chocolates, pepitas, en fin. Si
alguien con dinero solicitaba hacer una compra, con una linterna de mano
iluminaba el producto y la mano del comprador para asegurar la entrega de
la mercancía y el pago. Las golosinas más solicitadas eran los muéganos.
Recuerdo la propaganda que anunciaba la película italiana Arroz Amar-
go. Se veía a Silvana Mangano enseñando no más de lo que cualquier monja
actualmente puede lucir por las calles. Nos volvían locos viendo aquellas
hermosas piernas. Rafael relataba seguido una conversación entre compañe-
ros de la escuela.
—Si un día, por azares del destino, despertaras en medio de la noche y
te encontraras que Silvana Mangano está acostada, desnuda, a tu lado,
¿cuál sería tu reacción?
Alguien se apresuró a contestar:
—Si eso le sucediera a Pepe gritaría: ¡mamááááá!
De vez en cuando nos escapábamos a los teatros. En el Follies, el
cómico Palillo hacía el deleite de todos con sus discursos que atacaban al
mal gobierno. El Tívoli, con las vedettes y su público bravo. El Blanquita,
con los boleros de María Victoria.
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Los domingos, el Pipas y yo, nos íbamos caminando por todo Melchor
Ocampo hasta Chapultepec. Una vez ahí, nos aproximábamos a cualquier
espectáculo que alguien estuviera presentando, no importaba qué, la cues-
tión era pasar el tiempo con la mente en algo diferente. A la hora oportuna,
también regresábamos a pie. Yo debía trabajar en el comedor. Mi turno,
durante el año que fui Gaviota, fue siempre el del mediodía.
Por la avenida Melchor Ocampo, del lado derecho, había una rosticería.
Siempre nos deteníamos para ver esos pollos grandes, chapeteados por lo
dorado. Cómo secretábamos jugos gástricos. Era la ilusión incubada tantos
días. El primer dinero adquirido ya como profesionistas seguramente iría a
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CAPÍTULO VII
Las clases en el Politécnico se iniciaban con los que asistieran. Eran pocos
los maestros que pasaban lista. Si alguien no quería asistir, pero sí presen-
tar exámenes, lo podía hacer. Había exámenes cada mes, pues las asignatu-
ras eran semestrales. Tanto en la prevocacional como en la vocacional las
calificaciones siempre eran bajas, por la elevada exigencia. Había muchos
maestros de la España republicana, muy capaces. También mexicanos de
renombre mundial como Sandoval Vallarta, Estanislao Ramírez, Hilario Ariza,
Antonio Camarena, David Contreras Castro, Humberto Estrada. Había ade-
más un grupo de militares famosos.
Bien que recuerdo a ese mal hablado y méndigo Capitán Poca Madre.
Dicho remoquete se lo había ganado en la Vocacional Uno por lo cabrón
que era para impartir cursos y para calificar. Con el tiempo fue ascendido a
mayor, y su apodo también cambió, desde entonces fue el Mayor Desmadre.
Otro militar famoso era el Capitán Medio Litro, chaparro y gordito.
Justamente por su físico nunca llegó a ser tres cuartos, ni mucho menos un
litro, siempre fue medio litro.
Uno de los maestros que servían de filtro en la Vocacional Uno era el
que impartía estática y dinámica. Gordo, tenía ojos rasgados. Su físico suge-
ría muchos apodos posibles, mas el temor que infundía no se prestaba para
sobrenombres. Nadie le pasó nunca un examen a título de suficiencia, pero
tampoco nadie le puso apodos.
Mi maestro de ecuaciones diferenciales tenía el grado de coronel. Era
todo un erudito. Vivía en Xochimilco, hacía el viaje en tranvía aunque el
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traslado durara fácil más de una hora. Era muy metódico. Tenía para cada
alumno un expediente, con estadísticas de los resultados, tanto de tareas,
exámenes y desempeño en la clase. Creo, sin embargo, que muy poco fue
lo que aprendimos de él, para lo mucho que sabía. Siempre andaba distraí-
do. Debido a su edad, era un tanto falto de energía para mantener la disci-
plina en clase. En una ocasión, un compañero quitó las estrellas de su
quepi, supliéndolas por una esvástica. La portó tres meses, hasta que mi
compañero le regresó sus estrellas. Tampoco nadie se atrevió a ponerle
apodo.
También en profesional tuve otro profesor que era militar: el Capitán Mano
Negra. Se había quemado la mano izquierda con ácido sulfúrico, por lo que
usaba un guante negro en dicha mano. El apodo le venía de maravilla.
Un buen día, en los talleres de Marina, allá en las Lomas de Tecamachalco,
sitio en el que nos impartía clases, se presentaron dos oficiales de alto rango.
Uno tenía su quepi engalanado con un águila, mientras el otro llevaba más
estrellas que el firmamento. Trabajábamos en grupo, así que uno nos pre-
guntó:
—¿Ustedes son alumnos del capitán?
—Sí, lo estamos esperando.
—Me acuerdo que en el colegio militar todos teníamos apodo, hasta los
maestros. Digan, ¿qué apodo le pusieron al capitán?
Con un poco de vergüenza, nada nos quedó más que responder:
—Mano Negra.
Casi se orinaron de la risa. Después llegó el capitán. Uno de ellos
traicionó nuestra confidencia:
—No te puedes imaginar cómo te apodaron estos cabrones.
El arquitecto Echeverría del Prado también era maestro. En sus ratos de
ocio practicaba la poesía, y presumía que su libro de poemas, que nunca
llegamos a conocer, intitulado Todos me miman y me lo maman, había teni-
do gran éxito.
—Claro, con esos pinches bigotes, y los vidrios pequeños de tus lentes
que semejan los ojillos de ese animal, qué esperabas.
A la clase siguiente nos leía las calificaciones, por orden de lista iba
leyendo y diciendo quiénes, además del fulano, habían cometido fraude.
En las prácticas de laboratorio nos dejaba trabajos largos. En alguna
ocasión obvié varios pasos y obtuve buenos resultados. Entonces, no faltó
un chismoso, que no habiendo cumplido con su trabajo, al notificarle el
maestro que había obtenido un tres de calificación sobre diez, y al oír que
mi calificación era de ochenta y cinco, me delatara. La respuesta del maes-
tro fue tajante:
—Usted no tiene cara para hablar, ni siquiera fraude hizo.
El maestro de cuantitativo había hecho un curso de postgrado en Alema-
nia. Petróleos Mexicanos lo había becado. Tenía fama de ser muy exigente. Su
clase versaba sobre el raciocinio del análisis cuantitativo en planteamientos
matemáticos que desarrolláramos. Nunca me permitió que presentara exáme-
nes, ni siquiera mensuales. A la par que mis compañeros, me planteaba un
problema diferente a todos los demás, que tenía que desarrollar en el piza-
rrón. Repartía las hojas con los problemas y me llamaba a sentarme frente a
él. Sacaba de su portafolios un tablero de ajedrez, sorteaba la salida e iniciá-
bamos. Sólo me ganó una vez.
Vivía por la colonia Clavería. Camino a su casa, por las noches, se
desviaba para pasar frente al nuevo internado. Si veía luz en mi cuarto, se
detenía para desafiarme a una partida. Si él regresaba del cine o de algún
restaurante, se seguía de frente, dejaba a su esposa en su casa, para des-
pués dirigirse al internado, donde irrumpía en mi cuarto. Muchas veces me
despertó, otras tantas no me dejó estudiar. Debía jugar con él. A él también
le apasionaba jugar al ajedrez.
Para pasar cuantitativo tuve que presentarlo a título de suficiencia. El
maestro pagó el costo. Como esos exámenes por fuerza tenían que efec-
tuarse frente al titular de la materia y dos sinodales, escribió el problema en
el pizarrón y pidió a los sinodales que trataran de encontrar la solución. A
mí me sentó frente a él, con el tablero listo para el juego. Como uno de los
sinodales protestara, me dijo:
—Te doy dos minutos para que les expliques cómo se resuelve. Luego
te sientas a jugar.
A juzgar por mi planteamiento, me calificó con ochenta. Cuando con-
cluimos la partida los sinodales todavía discutían entre sí. El maestro me
guiñó un ojo. Esa noche logró ganarme.
Otro profesor que recuerdo con cariño, el Barbón, era todo un caso. En esa
época, como ya dije, no era costumbre usar el pelo largo ni tampoco dejarse
MEMORIAS DE UNA IGUANA 63
madre, mujer que había enviudado muy joven, que había entregado su
vida trabajando de sirvienta en la colonia americana allá en las casas de los
gringos, allá donde todo abundaba, no como en su casa en donde el frío se
colaba por todas partes, en aquella casa vieja hecha de tablones que nunca
se juntaron, ni con esos papeles pegados con engrudo que procuraban
tapar los huecos. El frío y el aire del norte siempre se sentían. En cada casa
había una estufa de leña. La de su casa, él la describía como un monstruo
que, con hambre voraz, comía día y noche la leña que con mucho trabajo
lograban él y sus hermanos conseguir en el monte cercano.
Con los pies descalzos y agrietados, a punto de sangrar, caminaba
sobre la nieve buscando ramas secas para la cocina, para calentarse un
poco o para hacer las tortillas de harina. Cuando Toño tuvo ocho años de
edad, le dijo a su madre:
—Mamá, cómo quisiera ya ser grande.
Su madre, con infinita ternura, levantó los ojos al cielo, un deseo en su
mente y una lágrima en sus mejillas. Con voz entrecortada por la emoción,
después de su recorrido mental, imaginó a su hijo hecho un hombre, imagi-
nó todos sus problemas económicos resueltos. Luego le pregunta con pala-
bras llenas de dulzura:
—Hijo de mi alma, ¿para qué deseas ser grande?
—Para llevarte conmigo, para que no trabajes.
Desgraciadamente su madre no logró vivir lo suficiente. La tuberculosis
cortó muy temprano una vida que sólo vivió para sufrir.
Así pues, Toño se subió con facilidad a la estructura que improvisamos
para el cambio de lámparas. Cuando estaba a punto de lograr el cambio del
primer foco, llegó Palemón por atrás y le agarró de golpe los testículos.
Toño, dando un grito, realizando los movimientos más raros del mundo,
sintió desplomarse los bancos bajo sus pies. Se rompieron los focos. Ade-
más, en su caída perforó un escritorio de madera muy bonito. El Barbón
llegó corriendo. Al ver los destrozos y a Toño en el suelo, lo reprendió
amargamente en estos términos:
—Mire, pinche güey, todos los hijos de la chingada destrozos que ha
hecho. Lo mando a cambiar un foco, no a partirle su madre a la nación.
Rompió cuanta pendejada se le atravesó en su camino. O deja la masturba-
ción, que a su edad es inusual, o me voy a permitir mandarlo a la chingada.
No había pasado un mes de eso, cuando nos encontrábamos en clase
con el Barbón. Ahora nos hallábamos en el laboratorio de una refinería
llamada Cobres de México. La clase fue por demás interesante, fue una expli-
cación completa de cómo desarmar y armar una joya de ingeniería mecánica,
MEMORIAS DE UNA IGUANA 65
ganado desde la secundaria, muchos años atrás, por usar lentes de fondo
de botella. El Ciego, sin llegar a ser un retrasado mental, era bastante lento
de aprendizaje, aparte de tener un cinismo a prueba de todo. Durante un
viaje de prácticas que hicimos a una industria, en el estado de Veracruz,
dejó la maleta con todo y ropa en la terminal de camiones. En esa ocasión
nos dijo:
—La voy a dejar. Le diré a mi madre que me la robaron para que me
compre ropa nueva.
En esa época Horacio Rentería era muy borracho. Se pasaba el tiempo
visitando a sus paisanos, en busca de algunos pesos para poder continuar
su embriaguez. Cuando estaba en la parte más denigrada de su vida, el
Soldado lo rescató. Primero fuimos a visitarlo a su casa. Aquello sí que
parecía un muladar. Había abandonado a su familia y vivía en un cuarto en
la azotea de un edificio de departamentos en la colonia Guerrero. Era un
solo cuarto, en donde estaban tiradas todas sus pertencias, que a la vez le
servía de cama, de guardarropa y tocador, mesilla de noche, etc. Una cor-
tina de tela daba acceso a un pequeño servicio sanitario, con lavabo y
regadera que no se usaban desde que ahí hubo tiempos mejores. Aquello
apestaba a humanidad y a jaula desaseada de leones. Nadie podría imagi-
nar que ahí dormía un gran artista, un gran pintor.
Después de varias visitas logramos convencerlo de regresar con su
familia, de ingresar a un centro de atención a su adicción. Así, poco a poco
fue recuperándose. No habían pasado seis meses cuando Horacio nueva-
mente empezó a pintar.
El Soldado había hablado con varias personas de la Legión Americana
y logró colocar algunas pinturas que Horacio tenía arrumbadas en el za-
guán de la casa. El Colorado tuvo una gran idea. Su esposa al poco tiempo
inició tratos con el pintor para que hiciera cuadros para la revista que ella
representaba en México. Enviaron bocetos, luego algunas muestras de cua-
dros. Después se fijó una fecha para ver la posibilidad de celebrar un
contrato. Llegó por vía aérea un representante legal de la editorial y firma-
ron un contrato en el que se estipulaban cláusulas de propiedad intelec-
tual, pagos y tiempos de vigencia.
Pronto Horacio se vio con dinero. Instaló su estudio en un edificio no
lejano a la casa en donde vivía con su familia. Las bebidas alcohólicas
estuvieron prohibidas para él. Las primeras mujeres sirvieron de modelos;
las siguientes, de amantes.
Horacio fue invitado a pintar unos bosquejos en los estudios de cine
Churubusco, en donde se preparaba la filmación de una película. Algunas
MEMORIAS DE UNA IGUANA 67
extras le pidieron trabajo como modelos. Así fue como citó en su taller a
una joven de la población de Nautla, Veracruz. Ella, a la par que sus dos
hermanas, trataban de abrirse campo en la gran ciudad. Las tres eran muy
bonitas y muy atractivas. Rentería fácilmente cayó en la tentación, tomando
como amante a la mayor de ellas. Desde entonces se hizo cargo de los
gastos de toda la familia.
La hermana menor era estudiante de preparatoria. Por turnos fue novia
de cada uno de los siete que integrábamos el grupo. Pero hubo de llegar
aquel fatídico día en que el Ciego organizó una fiesta en su casa, aprove-
chando la ausencia de su mamá, que estaba de viaje en su natal Michoacán.
La cita fue un sábado por la noche. Como el Ciego tenía la colección de
películas pornográficas más grande que cualquiera pudiera imaginar, había
preparado el escenario para lo que en su mente imaginó una gran orgía.
Cuando ya estábamos los varones (las invitadas llegarían más tarde), el
Ciego probó su cámara. Todos aplaudimos, pero nadie imaginaba que su
intención era pasar las películas cuando las muchachas estuvieran ahí. Las
escenas ahí contenidas eran de pronóstico reservado, ya que mostraban
parejas desnudas acariciándose y teniendo sexo en todas las formas
imaginables.
Las Bellas, así apodábamos a las chicas, fueron puntuales. El único
inconveniente fue que las acompañaba su hermano menor. La música esta-
ba a un nivel apropiado, abundaban las bebidas, lo que contrastaba con la
escasez de comida. Bailamos por turnos con las tres chicas. La pequeña era
mi novia en esos días. Sin embargo, a media fiesta Toño ya la había con-
vencido de que el era el novio más apropiado. Los encontré besándose en
la cocina. Como eso no estaba en el programa, le reclamé. Ya salíamos a
discutir el problema cuando Palemón, que bailaba con la amante de Horacio,
le pareció conveniente acariciarle las caderas, y ella, sin inmutarse, doblan-
do una de las piernas le dio un tremendo golpe en los testículos. Palemón
rodó por el suelo hecho un ovillo aullante de dolor, mientras la Bella apro-
vechaba para patearlo. Éste consiguió sujetarle de un tobillo, jalándola la
tumbó y la aproximó a su lado. Entonces el hermano pequeño pateó las
costillas de Palemón y aprovecharon la confusión para salir corriendo del
departamento. Entre el Soldado y yo detuvimos a Palemón. Solos ya y sin
música ni compañía de mujeres, nos dedicamos a ver las películas porno-
gráficas. El Ciego estaba muy disgustado y le echaba la culpa del fracaso de
la fiesta a Palemón.
68 R AÚL M ORALES G ÓNGORA
Un mes que no recuerdo del año de 1952, Toño, cargado de una maleta
no muy pesada, subía las escaleras de un viejo edificio de la calle de
Fresno, situada en la que otrora fuera la señorial colonia de Santa María la
Rivera, barrio venido a menos, y entonces poblado día y noche por estu-
diantes. Era una mañana gris. Desde hacía casi una semana el sol se había
negado a salir. El tiempo fresco y húmedo presagiaba las lluvias de todas
las tardes. Toño subía por segunda vez a la azotea de aquel edificio de
cuatro pisos. Había conseguido un cuarto para dormir y para guardar sus
propiedades. Se había disgustado con su hermano que estudiaba medici-
na, y que vivía en la azotea del edificio situado en la calle de Donceles en
el número 12. En su planta baja existía desde muchos años atrás una
librería en la que se podían adquirir libros usados de todas las edades.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 69
Toño, una vez que acomodó sus pertenencias, fue a buscarme para
que lo acompañara a comprar una cama. Le sugerí que en la misma colonia
la comprara para evitar el gasto del transporte. Así se hizo. Con ella y un
delgado colchón subimos, quedando en poco tiempo acondicionada su
nueva habitación. No había necesidad de colocar ninguna cortina para el
retrete.
Cuando acompañé a Toño por la noche a su cuarto, nos percatamos de
que otro estudiante, además de dos sirvientas, vivían en la misma azotea.
Entablamos plática con Manuel. Era de Tabasco y estudiaba el cuarto año
de medicina. Sobre las sirvientas nos comentó que el no deseaba enredarse
en líos. A Toño y a mí nos pareció esto formidable. Un torrente de sangre
caliente se nos vino por las venas de la entrepierna.
Visité a Toño al cabo de unas semanas. En el quicio de la puerta estaba
un joven que aparentaba nuestra misma edad, muy flaco, de ojos muy
lejanos que se asomaban desde sus órbitas ocultas en ojeras demasiado
marcadas. Me dejó con la mano extendida y al oír mi nombre balbuceó
algo que no logré captar. No pregunté por el suyo.
Los invité a caminar por la alameda de Santa María. Como siempre, la
plática se adentró en la apreciación que hacíamos del último libro que
estábamos leyendo. Toño, muy interesado en la revolución francesa, leía
sobre la vida de Fouché. Yo me entretenía con la obra Lejos de las Alam-
bradas de Valtin.
El nuevo amigo parecía ser una persona culta, había leído mucho,
opinaba con propiedad y sólo cuando le era estrictamente indispensable.
Cuando hablaba se dirigía siempre a Toño, independientemente de quien
le hiciera la pregunta. Obviamente prefería callar y escuchar. Su mirada se
perdía, nunca fija en nada o en nadie.
Los dejé en la calle de La Rosa y al día siguiente le pregunté a Toño por
su raro amigo. Lo conoció ante la puerta del edificio en donde vivía. La
lluvia de la tarde había hecho estragos en su ropa. Le pareció que estaba
buscando algún domicilio o persona, por lo que se ofreció a ayudarlo. No
buscaba nada ni a nadie, tampoco estaba perdido, simplemente dijo estarse
refugiando de la lluvia vespertina. Conversaron y, antes de las diez de la
noche, Toño lo invitó a cenar al restaurante Lugo, en Eligio Ancona. Su
amigo no probó ningún alimento. Al parecer estaba demasiado interesado
en la conversación que por largo rato sostuvieron sobre libros y revistas.
Por su físico y por el hecho de que no comía nada, aunque le ofrecié-
ramos de buen grado e insistiéramos, se ganó el apodo del Muerto. Al poco
tiempo los amigos de Toño sospechábamos que el Muerto realmente esta-
70 R AÚL M ORALES G ÓNGORA
ción de la pureza del cuerpo, de la mente, en fin, de sus creencias. Esto mal
lo soportaba Alex, quien no creía en la pureza de nada ni de nadie. Cómo se
mofaba de las razas supuestamente puras, de la pureza del lenguaje, de las
vírgenes y de cualquier texto que sólo había sido escrito a conveniencia del
narrador. Monchis jamás aceptó los diez mandamientos como un código de
ética, para él sintetizaban el primer intento de divinizar al hombre. Entonces
intervenía nuevamente Alex, que trataba de desmentir cualquier tono de
inocencia que se plasmara en la voz de su interlocutor.
El Muerto permanecía impasible hasta que le colmábamos la paciencia.
Después, dirigiéndose siempre a Toño, aseveraba que la diferenciación de
sexos era el atractivo principal de la vida, por lo que cada vez había más
habitantes en la Tierra. Incluso se atrevía a la clarividencia asegurando que
llegaría un tiempo en el que la tasa de natalicios decrecería y con ella la
población del mundo, todo ello como producto de los fármacos de una
sociedad que no deseará comprometerse. Agregaba que no decaería el
apetito sexual, cuya práctica jamás caería en desuso. Solemnemente asegu-
ró que Pipas prefería más a los hombres que a las mujeres, por eso esa
lucha en su subconsciente, que le producía repulsión a la vez que una
atracción inconfesable. Sobre la divinización del hombre se limitaba a ex-
presar su aceptación de la teoría que suponía que el hombre se había
diferenciado de todas las demás especies gracias al desarrollo de su cere-
bro, y que los mitos eran maquinaciones de éste, y había algunos que
estaban aún cocinándose y otros que se cocinarían en las generaciones
futuras. De la pureza, si existía, el Muerto alzaba la voz, había muchos seres
tan puros en este mundo, verbi gracia los niños, que el lodo rencoroso del
Pipas nunca los alcanzaría.
Estas discusiones se suscitaban cada vez que nos veíamos. Nunca llegá-
bamos a ningún acuerdo, no obteníamos ninguna conclusión. Alex se reti-
raba diciendo: Arriba el sexo y el aborto permitido, hijos de la chingada. Yo
me voy a coger con mi vieja. Pocas semanas después, la reunión terminó
en borrachera. Toño cumplía años, ya había puesto unas cervezas a enfriar.
El Muerto permaneció unos minutos, sólo el tiempo suficiente para enterar-
se de que esa tarde el objetivo no era de su interés; sin despedirse se fue
exactamente como aquella tarde cuando Toño lo encontró.
Estábamos por concluir el año escolar. El Barbón nos invitó a cenar con su
familia. La fiesta en la casa del Barbón fue todo un suceso. Para poder
ingresar a su casa cada uno de los siete que integrábamos el grupo debía
de asistir con algún familiar cercano. Entre nosotros había dos casados, los
72 R AÚL M ORALES G ÓNGORA
que se presentaron con sus esposas. Uno más llevó a su hermana. Otros, a
sus novias. Y yo me hice acompañar por Esthela, la cual hacía tiempo que
no iba al Poli. Se la pasaba con un grupo de cubanos y españoles estudian-
do técnicas de guerrilla.
El bar estaba controlado por mí y sancionado por el Barbón. Ahí se
servían cubas libres y refresco de cola. La cuba libre se preparaba por
jarras, donde el Barbón dosificaba el ron. Así es que realmente era sólo
refresco de cola, hielo, limón y unas gotas de ron. Tratando de remediarlo,
el Soldado logró con su llavero abrir la cava y sustraer dos botellas de ron
y dos de tequila. A partir de ese momento, una vez que el Barbón había
dosificado el ron de su botella, yo enriquecía el brebaje con licor de las
otras botellas.
Bailamos, cantamos, declamamos poemas. Hasta jugamos a no me acuer-
do qué. De pronto derrochamos la energía de la euforia que produce el
alcohol. El profesor y su familia, sin sospechar, estaban felices, contagiados
de nuestra alegría. Terminada la cena, el Barbón tomó la palabra:
—Mis distinguidas damas, mi casa abrió sus puertas a ustedes. Me siento
honrado con su presencia, la belleza engalana mi hogar esta noche. El
perfume que exhalan hará que su presencia perdure por mucho tiempo.
Ustedes me recuerdan con sus gracias que no hay flor ni química capaz de
producir la mezcla inconfundible de los ingredientes: mujer y noche. Les
viviré agradecido la formidable noche que nos han permitido disfrutar y
que seguiremos gozando hasta que el alba se presente y aún más allá.
Luego dirigiéndose a nosotros sus alumnos:
—Jóvenes estudiantes, permítanme honrarlos con ese calificativo, pues
nombrarlos caballeros faltaría a la verdad, pues ustedes realmente no lo
son, y no merecen tal apelativo de ninguna manera y dudo que algún día
lleguen a serlo. Pero eso sí, ustedes son los fieles representantes de una
generación en estado de putrefacción, representan el ocaso de una genera-
ción que mientras más pronto desaparezca de nuestra vista será mejor. Este
pequeño grupo de siete magnifica todos los pecados de Sodoma y Gomorra.
No hay pecado que ustedes no hayan cometido, o no estén por cometer.
Ustedes son una enciclopedia de culpas. Pero antes de callar debo confe-
sarles, jóvenes, cómo envidio su edad, cómo admiro sus pecados, cómo
me enorgullece su desvergüenza, cómo adoro su cinismo. Qué no daría de
mí mismo para poder ser joven como ustedes. Con gente como ustedes el
Creador hace milagros todos los días para lograr mantener este universo
funcionando, y además cada día mejor. Bendigo su mundo de humanos
con los defectos adorables de la juventud. Nosotros, que ya pasamos, nos
MEMORIAS DE UNA IGUANA 73
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76 R AÚL M ORALES G ÓNGORA
hombres pasé mucho tiempo, esos que todo lo dejaron y que encontraron en
nuestro país una segunda patria. Cómo enriquecieron aportando su expe-
riencia. Muchos eran, además, artistas: pintores, cineastas, actores, poetas,
científicos de diferentes ramas, políticos de diferentes corrientes, socialistas,
comunistas, anarquistas, todos ellos republicanos. España había renunciado
a la monarquía, y Franco, con ayuda del fascismo, les había llevado la dicta-
dura.
En México vivíamos fuertes represiones del gobierno. Se encarcelaba a
todos aquellos que disintieran, la debilidad del poder federal veía enemi-
gos por doquier, aplastándolos y creyendo que las ideas se mueren en las
cárceles.
En aquellos años Esthela dejó todo guiada por sus ideales. Caldo de
cultivo de ideas de avanzada eran las instituciones educativas. Las privacio-
nes del estudiante interno frente a los derroches e incongruencias de un
mal gobierno, apuntalaban a la juventud de izquierda.
Nuestros maestros... Es muy difícil tratar de mencionar cuán valiosos
era cada uno de ellos, dejaron siempre una huella indeleble en nosotros.
Sin embargo, yo señalaría especialmente a dos maestros pilares en mi
aprendizaje de la metalurgia. El uno estaba dedicado a la ferrosa, y el
otro, a la no ferrosa. Por separado intentaban convencernos de que su
rama era la mejor. Sus cátedras eran conferencias doctorales. ¡Cómo gus-
tábamos de escucharlos!, tratando siempre de contribuir al desarrollo de
la clase. Ambos fueron los que iniciaron estas disciplinas en la escuela.
Ya se habían ganado todo nuestro respeto. Además, se ganaron el de las
generaciones que nos antecedieron y de las posteriores.
Durante mi ejercicio profesional fueron varias las ocasiones en que nos
encontramos. Mi reconocimiento y respeto me incitó a introducir a uno de
ellos en la esfera política, donde pudo con claridad expresar sus ideales.
Desde la primera clase supe que iba a concordar perfectamente con
mi maestro de metalurgia no ferrosa. Hasta la fecha sigue considerándose
como uno de los mejores en su ramo. Mucho fue lo que aprendí de él,
sobre todo de su dedicación y rectitud en el trabajo. Fue de los pioneros
de mi escuela y de la carrera de ingeniería metalúrgica en el país.
Muchas anécdotas pueden ser relatadas. Pero quizá la más relevante sea la
de cómo llegó a ser padre. Algunos, creo que muy pocos, nos ganamos su
confianza. A esos un buen día nos comentó:
—Mi esposa tiene tres semanas sin reglar.
7 9
80 R AÚL M ORALES G ÓNGORA
Tal confesión ameritó que nos invitara unas cervezas. De ahí en ade-
lante llevamos la cuenta de los días y horas que lo separaban orgullosamente
del título de padre.
Un domingo nos invitó a comer a su casa con la idea de presentarnos
a su esposa, de quien, está de más decirlo, se sentía muy orgulloso. La
señora fue muy amable con nosotros. En aquella ocasión todos ayudamos
en la cocina. Al poco tiempo establecimos un nexo de amistad.
Después hubo la sorpresa del factor Rh. Ella y el bebé lo tenían contra-
rio. El ginecólogo estableció la posibilidad de problemas en el parto. La
señora resultó tener sangre tipo B negativo, el mismo que tengo yo. Por
eso me ofrecí, en caso necesario, a ayudar.
Los ropavejeros todos los días pasaban por las calles adyacentes al interna-
do, siempre en la búsqueda de alguna compra, venta, o trueque, o, ya de
perdido, de algunos volados con la raza. Podría asegurar que ya llevába-
mos una relación de tiempo con algunos de ellos. Nos hablábamos con
soltura, muy familiarmente, y siempre había algún tipo de negocio qué
hacer en beneficio de todos.
En la ropa usada lo normal era un trueque. El interno daba su pantalón
por otro menos fregado, o una camisa, un saco, en fin, un algo. En venta,
la dotación semestral de cubiertos de acero inoxidable, y tal vez alguna
cosa traída de casa en las últimas vacaciones.
Los volados eran eternos, ya que ninguno de los dos bandos sacaba
mucha ventaja. Tan diestros eran algunas iguanas como los ropavejeros.
En el caso de las visitas de los merengueros, lo normal era los torneos
de volados. Éstos sí que se pasaban horas jugando.
Blanca
CAPÍTULO X
Las relaciones con nuestras compañeras de estudio eran muy sencillas, esta-
ban basadas en la amistad y el compañerismo. Claro, también hubo compa-
ñeros que se pasaron los años de estudios sujetos a la mano de la que
posteriormente llegó a ser su esposa. Algunos, por razones completamente
normales, después de años de largo noviazgo, rompieron sus relaciones al
concluir los estudios.
En mi época no era común que las jóvenes sostuvieran relaciones sexua-
les con los estudiantes. Aún no había anticonceptivos, así que las relaciones
sexuales entre jóvenes terminaban a menudo en embarazos no deseados. Por
esa simple razón todas pedían boda antes de lo otro. Hubo noviazgos famosos
de parejas de estudiantes que casi se sentaban en el mismo mesa-banco. Llega-
ban al Bamby y con dos popotes se tomaban su refresco. Cuando pedían
helados siempre lo solicitaban con dos cucharas. Esos fueron los noviazgos
que terminaron mal. La explicación más veraz es que, como pasaban más de
ocho horas diarias juntos, ya casi matrimonio, al primer pleito serio habían
dado gracias a Dios para no tener que soportarse más.
Las novias de las iguanas quizá fueron siempre las más sufridas, pues
ellos carecían de dinero para pasearlas, llevarlas a bailes e invitarlas al cine.
Para animarse decían que su prieto bien valía el sacrificio. Como podían,
recortaban sus gastos, y eran ellas las que invitaban.
La canción del Plebeyo estaba de moda. Bien describía la situación del
interno que, por desgracia, se había enamorado de alguna compañera más
acaudalada. Los desprecios de ella, las bromas de sus compañeros, incre-
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84 R AÚL M ORALES G ÓNGORA
mentaban su dolor. Hay que decirlo, algunos lograron sus objetivos llegan-
do hasta el matrimonio. Pero, hay que mencionarlo también, los más se la
pasaban con sus ojos de borrego a medio morir, suspirando con el corazón
destrozado.
Por las noches en los dormitorios, muchas veces con la luz apagada, se
escuchaba el llanto de una guitarra acompañada de la triste voz de algún
enamorado. Cuando las cosas caminaban bien, también había canciones ale-
gres, positivas.
Los juchitecos entonaban en zapoteco canciones que gustaban a todos.
Por esa razón, cuando alguno se animaba a rasgar la guitarra, nos juntába-
mos a su alrededor. Sin entender la letra, sentíamos muy adentro, intuyendo
que era una adoración a la mujer amada. No había dinero, de lo contrario
hubieran sobrado los mariachis y las botellas en aquellas ocasiones, ya que
todos, siendo jóvenes, teníamos motivos para cantarle al amor.
A Esthela la conocí en el año 1951. Fue en una fiesta en la colonia del Valle.
Me había invitado un compañero en ocasión de los quince años de su
hermana. Yo me sentía totalmente fuera de lugar debido a que no conocía
más que a tres compañeros ahí presentes. Ellos se hacían acompañar por
sus novias. Yo asistí solo. Llegó un momento en que estuve a punto de
dejar la fiesta, cuando me presentaron a Esthela que también estaba sola.
Nos sentamos a platicar. Tardamos poco en denotar cosas en común. Como
ejemplo, los dos no sabíamos bailar. Estudiaba también en el Politécnico la
carrera de Economía. Se mostró muy interesada en saber realmente cómo
vivíamos en el internado. De maduras ideas políticas, nativa de la ciudad
de México, estaba muy interesada en conocer la realidad de las pequeñas
comunidades del estado de Oaxaca. Había ya estado en dos ocasiones en
una pequeña ranchería, muy próxima a la ciudad de Tlajiaco, trabajando
como voluntaria en Salubridad.
Esthela era de estatura regular. Se podía decir que era bonita. Vestía
siempre con mucha sencillez y nunca se maquillaba. Jamás se pintaba las
uñas o los labios. De mirada profunda, utilizaba mucho el lenguaje corpo-
ral. Disfrutaba contemplando a la gente, y jugaba consigo misma a descri-
bir la personalidad de cualquiera que encontrase, fuera en un café, en un
parque, en una parada de autobuses, o en cualquier sala de espera. A partir
del día en que nos presentaron, se acabó la soledad para ambos.
86 R AÚL M ORALES G ÓNGORA
Esthela era demasiado seria y así tomaba todas las cosas del diario vivir.
No le agradaban las bromas. Cualquier conversación con ella debía ser toma-
da con mucha seriedad. La primera cita la tuvimos en un café, en la zona
centro de la ciudad. Todo el tiempo me describió la situación de los campe-
sinos de Guatemala. Ella se concebía a sí misma como una persona con una
enorme deuda con la humanidad, que sentía la necesidad de brindar su vida
para mejorar la existencia de los sedientos de justicia social.
Estaba realmente convencida que el socialismo era el camino que to-
dos los pueblos tarde o temprano elegirían para lograr la igualdad
socioeconómica.
Disfrutaba tomar café, siempre acompañado de un cigarrillo, siempre
andábamos en búsqueda de los mejores lugares para beberlo. Otras veces
estuvimos en la cocina de su casa en donde ella lo preparaba.
Su familia, que gozaba de una sólida posición económica, no la com-
prendía, pero no intervenía en sus actos, simplemente la dejaba ser.
Nos hicimos necesarios el uno al otro, por lo que casi todos los días
pasábamos un tiempo juntos. Así continuamos por meses. Hasta que hizo
contacto con un grupo de cubanos. Después hizo varios viajes a Cuba, y yo
la veía sólo algunos fines de semana. Entonces dejó de asistir a la escuela.
Habíamos venido aplazando la despedida. Durante dos semanas sólo
hablamos de ese tema. Ambos sentíamos dolor y presentíamos que si nos
dejábamos de ver nuestro amor se rompería para siempre, que ya no volve-
ríamos a ser los mismos. Un sábado por la tarde nos despedimos. Se fue
como voluntaria a Cuba. Nunca volví a saber nada de ella. Cada semana
acudía por noticias a la casa de sus padres. Platicaba unos minutos con ellos
y luego me arrojaban la cruda verdad a la cara: todavía no sabían absoluta-
mente nada de ella. Su familia trató de saber su paradero, desesperados,
después de la caída de Batista, pero no lograron conocerlo. Quizá, tal como
ella lo deseaba, ofreció su vida en la búsqueda de la justicia social.
La ausencia de Esthela me llenó de tristeza. Pero de alguna manera
debí de estar preparado, aunque no lo estuve, ella siempre me anticipó que
un día tenía que partir. Y sin embargo cómo me dolió que se hubiera ido.
Algunos compañeros dejaban novia en su pueblo. Ésas eran las más boni-
tas, las más candorosas, no tenían los malos pensamientos que las de la
ciudad padecían. Ellas estarían siempre esperando. Su novio no las enga-
ñaría, regresaría en cada una de las vacaciones, porque no había nadie que
se le pudiera comparar. Las despedidas, siempre tristes. Terminando nos
casamos, ya verás. Cada vez me falta menos.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 87
El Colegio Militar de San Jacinto estaba muy cercano al Casco de Santo To-
más. Los cadetes salían los sábados, con uniforme de gala, y cautivaban a las
chicas del Poli con su marcial caminar. Raymundo gustaba de molestarlos
arrojándoles el residuo de paleta de hielo que terminaba de comer. Más de
una vez nos metió en líos. Muy pocos cadetes se animaban a cruzar el Poli,
ya que algunas veces, sin saber de dónde había salido, algún interno, con
una corneta o clarín, tocaba la ordenanza correspondiente, es decir, aten-
ción, seguida de alto, retirada u órdenes semejantes. El cadete que lograba
ser novio de una politécnica jamás regresaba al Casco. Se veía con ella en
cualquier otra parte.
Lo más conflictivo sucedía cuando una chamaca del Poli se hacía novia
de un universitario, ya que se consideraba que el chavo había conquistado
a la chava. En muchos casos era un galardón más para el Poli y el susodi-
88 R AÚL M ORALES G ÓNGORA
cho al principio lo presumía por doquier. Pero una vez que le apretaba el
amor, se disgustaba cuando alguien le hablaba de “conquistas gloriosas”.
Años después aprendimos que el hombre en muy raras ocasiones es el
conquistador. Por lo general es el conquistado.
En el Poli se clasificaba a las chicas de acuerdo con la siguiente escala
de belleza. Había muchachas bonitas: las de biológicas y las de ingeniería
química. Pero claro que eso nunca fue cierto. Las mujeres bonitas abunda-
ban en todas las escuelas, sobre todo en las facultades de la Universidad.
Para las iguanas del internado había múltiples alternativas. Las más socorri-
das eran las mujeres cuyo marido se dedica a todo menos a ellas. Pero
también se auxiliaba a la mujer joven con marido viejo, a las queridas de los
MEMORIAS DE UNA IGUANA 89
Los tiempos estaban llegando. Faltaban pocos meses para que concluyéra-
mos los estudios. Nos empezábamos a preparar para las fiestas de gradua-
ción. Se integró la directiva encargada de la organización de esos detalles.
Las discusiones sobre los festejos fueron abundantes. Algunas llenas de
colorido, como la referente al diseño de los anillos de graduación.
Aquel asunto nos llevó por lo menos tres tórridas reuniones, en una de
las cuales la mayoría votó para que nuestro anillo tuviera una piedra preciosa
o, en su defecto, una semipreciosa. Agotado el tema alguien preguntó:
—¿De qué color vamos a querer la piedra?
El Chango, de inmediato, aportó su gran idea...
—¡Que sea del color de mis ojos!
Con esa respuesta, los que nos oponíamos a la piedrita tuvimos una
aplastante victoria.
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