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MEMORIAS DE UNA

IGUANA
DIRECTORIO

DR. JOSÉ ENRIQUE VILLA RIVERA


Director General

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Secretario General

DR. JOSÉ MADRID FLORES


Secretario Académico

DR. ÓSCAR ESCÁRCEGA NAVARRETE


Secretario de Extensión y Difusión

ING. MANUEL QUINTERO QUINTERO


Secretario de Apoyo Académico

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Secretario de Administración

DR. JORGE VERDEJA LÓPEZ


Secretario Técnico

DR. LUIS ZEDILLO PONCE DE LEÓN


Secretario Ejecutivo de la Comisión de Operación y
Fomento de Actividades Académicas

ING. JESÚS ORTIZ GUTIÉRREZ


Secretario Ejecutivo del Patronato
de Obras e Instalaciones

LIC. ARTURO SALCIDO BELTRÁN


Director de Publicaciones
MEMORIAS DE UNA
IGUANA

RaúlMoralesGóngora

I N S T I T U T O P O L I T É C N I C O N A C I O N A L

—M É X I C O —
Memorias de una iguana

Primera edición: 2005

D.R. © 2005 INSTITUTO POLITÉCNICO NACIONAL


Dirección de Publicaciones
Tresguerras 27, 06040, México, DF

ISBN: 970-36-0236-3
Impreso en México/Printed in Mexico
Este libro nació gracias al tesón de mi esposa,
a quien se lo dedico con amor, así como a mis hijos
Raúl, Blanca Nieves, María Luisa y Paco,
por quienes yo hice “cola” para que ellos no
tuvieran que formarse.

Con todo respeto a Carletos, Pancholín y al Pipas, a


quienes mucho les debo y les ofrezco una disculpa.
PREFACIO

En nuestro país, una serie de acontecimientos, que detuvieron cualquier


detonante durante los primeros treinta años del siglo veinte, obstaculizaron
su temprana industrialización. Entre esos hechos se encuentran la eterna
dictadura porfirista, seguida de la revolución y la tardía pacificación, además
de las luchas por el poder y las ambiciones de grupos, todo ello impidió que
las incipientes manifestaciones de un despertar fabril se propagaran.
La industria eléctrica, petrolera, minera, así como los ferrocarriles, esta-
ban en manos de extranjeros, a quienes no les interesaba echar raíces, ni
mucho menos preparar técnicos mexicanos para administrarlas. Cuando
requerían de personal calificado lo importaban de sus respectivos países.
Durante ese periodo muchas personalidades pensaron que México no
requería de nuevas y mejores instituciones educativas; que había las sufi-
cientes y adecuadas. Sin embargo, desde el año 1932 hasta tres años des-
pués, un grupo de hombres visionarios trabajaron en la creación de una
escuela técnica capaz de hacer frente al requerimiento de profesionistas en
los años venideros. Un plan bien estructurado fue presentado al presidente
Cárdenas, que de inmediato lo aceptó. En 1935, de acuerdo con las necesi-
dades del país, se creó el Instituto Politécnico Nacional, aglutinando dife-
rentes escuelas de tipo técnico que ya operaban en el país. La innovación
consistió en la apertura de nuevas carreras profesionales, no existentes
hasta entonces, que se consideraban importantes para “capacitar al hombre
en la utilización y transformación de los productos de la naturaleza, a fin de
mejorar las condiciones materiales de la vida humana”. Este proyecto se
consolidó en el año de 1937, iniciándose actividades escolares en una uni-
dad congruente con la enseñanza técnica media y superior.
La expropiación de la industria petrolera durante este mismo gobierno
hizo patente la necesidad de mayores y mejores profesionistas. La urgencia

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10 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

se debía al éxodo de los técnicos extranjeros. Al tiempo que se nacionaliza-


ba Ferrocarriles, la industria eléctrica y la minería, el Politécnico era ya una
institución que capacitaba a jóvenes estudiantes en todas las disciplinas,
algunos de ellos carentes de recursos económicos.
Las carencias en los talleres y laboratorios obligaba a los maestros a
peregrinar, impartiendo sus enseñanzas dentro de establecimientos guber-
namentales, o bien, dentro de algunas industrias privadas existentes en el
Distrito Federal.
En las escuelas secundarias técnicas, llamadas prevocacionales, se im-
partían talleres, aparte de las asignaturas tradicionales, con la idea de que
el alumno, aun desertando antes de ser profesionista, pudiera desempeñar
un oficio y tener un trabajo honrado. Esto diferenciaba la enseñanza
politécnica de las secundarias clásicas. Sin embargo, para ser congruente
con el sistema educativo mexicano, éstas desaparecen por decreto publica-
do en el Diario Oficial de la Federación el día 28 de marzo de 1969.
El requerimiento apremiante de laboratorios, talleres y bibliotecas no
pudo satisfacerse debido principalmente a la falta de recursos, a lo raquítico
del presupuesto del Politécnico. Esto originó en el año de 1941 una serie de
problemas entre autoridades y estudiantes. Una manifestación pacífica de los
alumnos, en 1942, fue reprimida cruelmente con fusiles. Esto ocurrió frente
al hotel Majestic, en pleno centro de la ciudad. El número de jóvenes
masacrados jamás se precisó.
Uno de los frutos de estos movimientos estudiantiles fue la edificación
del internado perteneciente al Politécnico. En este caso se tomó en conside-
ración las carencias económicas de muchos de los alumnos. Ello posibilitó
que la mayoría pudiera gozar de una preparación profesional. Para el año de
1944 el internado abrigaba trescientos alumnos de mil solicitantes. Los dor-
mitorios, comedores, sanitarios y servicios médicos se instalaron, de forma
provisional, bajo las gradas del estadio Camino Díaz. Posponiéndose año tras
año la construcción de instalaciones definitivas, el internado brindaba servi-
cios muy deficientes, con acentuada falta de higiene, a causa de su carencia
de recursos financieros.
Por presión del estudiantado, Miguel Alemán construyó el internado
con una capacidad para mil plazas, el cual fue inaugurado en 1952. Antes
se habían instalado provisionalmente barracas como dormitorios.
Gracias al internado, el Politécnico, para mí y muchos estudiantes de
poca solvencia económica, era lo más viable para llevar a cabo una forma-
ción profesional.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 11

Por desgracia, en septiembre de 1956, el gobierno federal, consideran-


do a los internos responsables de apoyar cualquier revuelta estudiantil,
calificó al internado como núcleo subversivo, y lo clausuró sin escatimar
fuerzas, recurriendo incluso al ejército. Sin embargo, a los jóvenes desalo-
jados les fueron otorgadas becas en efectivo para que pudieran concluir su
enseñanza.
La ciudad de México en esa época, los años cuarenta y cincuenta, tenía
una dimensión que se podría calificar de apropiada, no había drogadicción
entre la juventud, los tranvías eran nuestro principal medio de transporte...
Este es mi testimonio. Deseo dar una semblanza de cómo era en esa
época el internado y sus estudiantes. El escenario principal es el Casco de
Santo Tomás, en donde se alojaban los edificios escolares, que es el área
que ocupaban los edificios del Politécnico. Este sitio fue nombrado así por
haberse construido en los terrenos de la ex hacienda de Santo Tomás. Otro
sitio importante donde se desarrolla esta historia es el pequeño estadio
construido de concreto llamado Camino Díaz y sus diversas instalaciones,
no muy propias de una institución educativa de enseñanza superior.
Blanca
CAPÍTULO I

SI EL PADRINO NO DA BOLO, EL NIÑO SALE PEDORRO

Mi padre contaba que en la ciudad en que nació, Pinos, Zacatecas, su


familia y él habitaban una casa adosada a la parroquia del pueblo. Su
padrino, aprovechando esta magnífica ubicación, el día de su bautizo, auxi-
liado de una escalera, logró escaparse y eludir a todo posible pedigüeño.
Las consecuencias fueron tremendas: mi padre fue siempre un gran tronador,
aunque nunca se jactara de esta virtud que lo acompañó toda su vida.
Yo salí aun mejorado. Desconozco si mi padrino dio o no bolo; lo más
probable es que no lo hiciera, pues la verdad es que corrían tiempos malos,
época de la gran recesión, había carencia de todo. Por eso, en caso de
duda, se puede invertir a placer el orden de las premisas: “Si el niño sale
pedorro, es que el padrino no dio bolo.”
Ahora bien, es pues de justicia fundamentar con hechos el anterior
planteamiento.
A decir verdad, nunca participé en ningún concurso, ni como amateur,
aún menos como profesional. En mi época de estudiante hubo grandes
maestros que culparon a la bazofia que recibíamos por alimento —en el
internado— de sus ventosidades, esa su terrible meteorización, como algún
docto en la materia sentenciara. Durante las noches, en el dormitorio vein-
ticuatro, que cuando fui “gaviota” me tocó habitar, supe de grandes torneos
que ahí se efectuaban, disputándose no sólo el liderazgo, sino también dine-
ro. Gaviota es alguien que se las ingenia para tomar sus alimentos en los
comedores del internado, a pesar de no ser estudiante interno.
De acuerdo con las prerrogativas de las convocatorias, yo no cumplía
los requisitos, ni siquiera en la categoría de novatos. Pero puedo asegurar
con humildad que con el tiempo he mejorado.

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Un día conocí al quizá primer gran maestro de esa dorada época. Lo apo-
daban Carletos. Él fue condiscípulo mío en San Pedro de las Colonias, y
nos volvimos a encontrar en el internado del Poli. Él me brindó su ayuda
incondicional cuando intentaba ingresar al internado. Desde luego nos hi-
cimos grandes amigos.
Cuando yo hice mi aparición en escena, Carletos ya tenía tiempo en el
Politécnico. Él sí que conocía todas las triquiñuelas para el buen vivir. Su
dormitorio, el veinticuatro. Calzaba botas que le gustaba bolear todos los
días; vestía más o menos bien, siempre pulcro. Antes de proseguir, algunas
acotaciones espaciales.
Los dormitorios numerados estaban ubicados en la parte inferior del
estadio Camino Díaz. Algunos eran ocupados por tan sólo cuatro internos,
que estaban en los últimos años de la carrera. Cincuenta era el número de
internos en cada dormitorio, cuando se estaba en prevocacional, que co-
rrespondía a lo que conocemos como secundaria. Vocacional era prepara-
toria. Yo dormí una temporada en el dormitorio veinticuatro. Ahí había
yucatecos, oaxaqueños, guerrerenses y de todo el país. En el veintitrés sólo
vivían sinaloenses.
Los internos generalmente llegaban de provincia, de alguna de las es-
cuelas pertenecientes al Instituto Politécnico Nacional. La mayoría era de
extracción muy humilde, para conservar sus derechos tenía la obligación
de obtener buenas calificaciones.
El estadio Camino Díaz tenía capacidad para cinco mil personas, y
estaba hecho de concreto. Bajo sus gradas se habían improvisado veinti-
cuatro dormitorios. Tenía la pista de tamaño reglamentario y el pasto era de
lo mejor. Ahí vivía un burro blanco, mascota del Politécnico. Yo corría en la
pista con frecuencia.
Pero regresemos a la historia. Carletos no era de muchos amigos, pero
tenía un seguidor que apodábamos Pancholín: éste guanajuatense y aquél
coahuilense.
Pancholín era medio güero, más bien bajo de estatura, muy fuerte:
todos los días se pasaba horas en el gimnasio haciendo barras, paralelas y
argollas. De carácter recio, era propenso a las riñas. Estudiaba en una es-
cuela de canto de la Universidad, pero comía y dormía en el Politécnico.
Pancholín era admirador de Jorge Negrete. Él mismo se sentía barítono,
no existía para él nada más que el canto. Para justificar ante sí mismo su
presencia en los dormitorios —algún tiempo residió en el dormitorio veinti-
cuatro—, se inscribía en alguna escuela del Politécnico, aunque asistiera
paralelamente a una escuela de canto. Lo curioso es que nunca lo haya
oído cantar, así que no puedo decir si tenía o no buena voz.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 15

Pancholín tenía como prioridades el “doblar” —lo que en nuestro códi-


go idiomático significaba comer dos veces— sin preocupación, el canto y el
golpear a alguna persona de vez en cuando. Como estudiante era muy
malo, pero como amigo fue de lo mejor. A mí me otorgaba su amistad sin
reparos; me apreciaba al grado de asegurar en alguna ocasión que si yo
hubiera sido su padre él no sería tan pendejo. Este dicho le valió muchas
horas de amargas burlas de los compañeros de dormitorio.
Un buen día algo pasó. Se regresó a su pueblo y ya no supe más de él.
Supongo que debe haber terminado como abarrotero, o quizá asesinado
en alguna riña callejera. Con Pancholín viví momentos memorables en mi
época de gaviota.

En la sala principal de la hemeroteca del Politécnico, todos los sábados por


la tarde había conciertos de música clásica, o algo parecido. Es decir, se
contaba con un buen número de grabaciones en discos de pasta que se
tocaban a una velocidad de setenta y ocho revoluciones por minuto. Que
recuerde, nunca hubo alguno en vivo, sin embargo, era un acto religioso
asistir a ellos; más si se piensa qué dura es la vida en un internado los fines
de semana. Regularmente me dejaba acompañar por Pancholín, el Pipas y
Carletos.
Había estudiantes que, de escuchar tantas veces los mismos conciertos,
se ponían de pie y actuaban como si estuvieran dirigiendo con singular
maestría una orquesta imaginaria. Las arias de algunas óperas las podían
cantar en el idioma de la grabación. Muchas fueron las ocasiones en que,
en nuestras muy humildes regaderas, se pudieron escuchar arias en italia-
no, francés o alemán, todas ejecutadas por un interno.
Fue ahí, se asegura, donde Carletos memorizó grandes piezas musica-
les, para después, improvisando, lograr réplicas impecables con sólo darse
previamente unos cuantos golpes en el vientre. Pancholín, admirado de
esta singular cualidad, lo convenció para que concursara una noche en el
dormitorio veinticuatro. Sin embargo, su fracaso fue de tal rotundez que
hubo de retirarse de inmediato a rumiar su tristeza.

Cada fin de mes era tiempo de exámenes. Debido a que las materias se
impartían por semestres, los resultados parciales tenían especial peso. La
última semana de cada mes la pasábamos todos en vela. Las noches eran
largas. De vez en vez nos permitíamos una pausa para descansar y despa-
bilarnos, y para recordar que el estudiante interno siempre tenía un hueco
en su estómago.
16 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Durante el día, la luz del sol era suficiente. Al oscurecer se prendía el


alumbrado. Éste consistía en focos colocados en el techo, que emitían sufi-
ciente claridad para poder leer sin problemas. El alumbrado se suspendía a
las veintidós horas, pero de siempre había cables que, colgados en forma
provisional, nos daban energía las veinticuatro horas. Cada cierto número
de metros de cable se podían colgar focos, por lo que teníamos luz sufi-
ciente para poder estudiar toda la noche.
La biblioteca del Poli, nuestro segundo hogar, permanecía abierta toda la
noche en época de exámenes. Además, había en cada escuela salones, talle-
res y laboratorios abiertos para realizar trabajos o simplemente estudiar.
En el caso de que hubiese dinero, en el cruce de las calles de La Rosa
y Cedro, todas las noches un carrito arrastrado por una camioneta desple-
gaba sus puertas laterales para convertirse en una cocina con ruedas que
operaba la noche entera o hasta agotarse la mercancía. Ahí se preparaban
las más suculentas tortas. Por lo general, nosotros, las iguanas, pedíamos
torta de huevo, especulando que, después de que algún cliente pedía una
de chorizo, el huevo cocinado en el mismo aceite recogía el sabor y quizá
alguna pequeña porción del chorizo.
Iguana era el mote que el Saraguato nos había puesto a los internos del
Poli, ya que las prácticas de fútbol americano para los equipos de interme-
dia nos estaban vedadas en el estadio Camino Díaz, por lo que practicába-
mos en la tierra. Un día que protestó un interno por la tierra del campo, el
Saraguato dijo: “muy iguanas, muy iguanas, pero se les parte el cutis”. Así
fue que se quedó para siempre el apodo de iguanas.
Pero regresando a la comida: si se era de los primeros, podía uno
degustar unos deliciosos pambazos. Las vendedoras colocaban un peque-
ño brasero en el suelo, y sobre éste un comal que tenía una oquedad en el
centro, rebosante de aceite hirviendo, en donde se freían las papas y el chori-
zo, y se remojaba el pan que rellenaban con papas, o, según el gusto del
cliente, con papas acompañadas de pequeñas porciones de chorizo.
Por las mañanas vendían gorditas de masa de maíz, rellenas de guisos
varios; también eran diestras en la elaboración de tlacoyos y huaraches.
En las noches de los periodos de exámenes sólo se escuchaba casual-
mente en los dormitorios el revoloteo de hojas o un lápiz que trazaba
rápidamente figuras, textos o simples garabatos.

Alguien se servía una taza de una infusión de canela, eucalipto o cualquier


otra tizana aromática; muy pocos se permitían el lujo de tomar café.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 17

—Podría decirse que el silencio reinaba. Manuel, que con el tiempo


fuera compañero mío en profesional, se preparaba para los exámenes muy
próximo a mí cuando apareció Pancholín. Al recién llegado se le veía en el
rostro que era dueño de una noticia formidable:
—¿Puedes imaginarte cuántos días lleva Carletos sin ir al baño?
Apurado por el examen que tendría dentro de pocas horas, pues eran
las tres de la mañana, sin ánimos para adivinanzas, contesté lacónico:
—Pues unos quince o veinte días me supongo.
Pancholín se retiró. Nunca supe cuánto tenía Carletos de abstinencia.
Años después, ya en profesional, al contarle a Manuel la pregunta de Pancholín,
éste me reclamó que yo le hubiera impedido expresar el número de días de
marras. Jamás lo supimos, como ya dije, nunca lo averigüé.
Si Pancholín se retiro en el acto fue porque en ese momento se le
ocurrió que la cantidad de gases en el vientre debía ser “directamente
proporcional al número de días sin obrar”, y sin pronunciar palabra fue a
buscar a Carletos.
Lo halló presenciando un juego de frontón, a pesar de ser las tres de la
mañana. Las paredes de los laboratorios, que a esas horas se encontraban
entendiblemente fuera de servicio, configuraban la cancha. En su cara se
podía observar una vaga tristeza. Pancholín tuvo una idea: lo convenció de
participar en singular reto, para lo que convidó a los espectadores del
frontón a ser testigos en el dormitorio veintitrés.
A esa hora el veintitrés era una réplica del veinticuatro: todos se prepa-
raban para los exámenes. Ahí moraban aquellos que ostentaban los prime-
ros lugares en el arte del tronar. Cuando vieron llegar a Carletos y a Pancholín
les cruzó por la mente que Carletos quería una oportunidad. De inmediato
se organizó la justa.
Carletos abrió con la Quinta Sinfonía de Beethoven; un sinaloense le
respondió con la marcha dragona, y el primero, sin empequeñecerse, repli-
có con la Obertura de Guillermo Tell. De pronto, después de una ardua
contienda, el sinaloense mostró signos de cansancio al improvisar un cu-cu
dando las tres de la mañana. Esto Carletos lo aprovechó para organizar,
elegantemente, toda la orquestación de las doce del día del Carillón, que
años después se instalaría en los patios del Politécnico.
Carletos salió en hombros y jamás lo volvieron a retar. Es más, cuando
alguien lo veía venir, de inmediato se bajaba de la banqueta, por miedo a
que Carletos lo fuera a ensuciar. Aunque no asistí, eso fue lo que se relató
al día siguiente.
18 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Después, yo un poco preocupado obligué a Carletos a ir al servicio


médico. Durante el trayecto me confesó con mucha vergüenza que su pro-
blema se debía a que su padrino pretextó que había olvidado el bolo en su
casa, y nunca lo repartió.

Desde que lo conocí, congeniamos bien el Pipas y yo. Seis años nos acom-
pañamos, anduvimos el mismo camino: primero cuando fuimos gaviotas,
después internos, y durante casi toda la carrera. Él concluyó sus estudios
dos años antes que yo; venía de una prevocacional ubicada en Tampico.
Con problemas familiares, en su ciudad se refugió en una gasolinera.
Ahí obtuvo un sitio para dormir y realizar algunos trabajos, iniciándose
como auxiliar de los despachadores. Revisaba niveles de agua y aceite, la
presión de las llantas, limpiaba los vidrios de los automóviles. Poco des-
pués arreglaba inclusive llantas ponchadas. Un día, levantando una camio-
neta para cambiarle una llanta, falló el equipo y el vehículo se desplomó
quebrándole la mano izquierda. Debido a que no se atendió, quedó de por
vida lisiado de esa mano. Una temporada de su vida, de tiempo completo
ingirió bebidas embriagantes. Esto le valió el apodo del Pipas. Cuando
logró superar el vicio, se dedicó de lleno al estudio.
Fue para mí un compañero invaluable, a pesar de que él estudió en
la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura, mientras yo lo hiciera
en la Escuela Superior de Ingeniería Química e Industrias Extractivas. Los
domingos invariablemente emprendíamos el mismo rumbo, ya sea hacia
Chapultepec o al centro histórico de la ciudad. Juntos buscamos empleo
fuera del internado más de una vez. Compañeros de trabajo, siempre pudi-
mos contar el uno con el otro, sobre todo en nuestros tiempos de caren-
cias. Así, concluyó brillantemente su carrera; siempre fue un magnífico
estudiante.

Manuel, originario de un pequeño poblado de Chiapas, estaba incapacita-
do. De niño, aún no se habían descubierto vacunas contra la poliomielitis.
Aquel terrible mal se cebó en su pequeño cuerpo haciendo estragos en sus
miembros inferiores.
Cuando llegó a su pueblo la campaña nacional de alfabetización, un tío
suyo tomó con mucha seriedad la tarea de aprender a leer y escribir. Por las
noches, después de las faenas del campo, en lugar de ir a descansar, acudía
a un centro de alfabetización no lejano de su domicilio. Manuel disfrutaba
recordando cómo su tío deletreaba:
MEMORIAS DE UNA IGUANA 19

—El guajolote o pavo común es originario de América. En nuestro país


nuestros ancestros lo domesticaron y recibió diferentes nombres, de acuer-
do con los pobladores de cada región, con los que a la fecha se les conoce.
Entre otros:

Pípilos
Totoles
Guajolotes
Cóconos
Chumpipes

La voz pavo ha venido siendo cada día más popular por la influencia
extranjera. En Chiapas, los guajolotes son conocidos como chumpipes.
El tío de Manuel se pasaba horas juntando sílabas para poder leer. En
la Cartilla Nacional de Alfabetización aparecían los dibujos de las palabras,
pudiéndose leer al pie de la imagen de un guajolote: pavo. El señor dele-
treaba con mucha corrección la palabra pavo, pero al juntar las sílabas, en
lugar de decir pavo, decía chumpipe:
—Paaa pa... vooo... vo... Chumpipe.
Manuel fue ejemplo de fortaleza, ejemplo de firmeza de propósitos,
joven tenaz, de recio carácter forjado por el dolor, templado en el sufri-
miento. Todo lo que él planeó para rehabilitarse y lograr caminar como
cualquier mortal, lo llevó adelante. Se sometió a una serie de operaciones
quirúrgicas en las que le soldaron huesos de la cadera y tobillos. En medio
de grandes dolores durante el largo proceso de terapia, logró caminar con
muletas primero; luego lo hizo con bastón; al final no requería de ninguna
ayuda. Todos los que convivimos con Manuel lo admirábamos, por su
férrea decisión de salir adelante, por su carácter de vencedor, buen estu-
diante y celoso amigo.

El Saraguato era tampiqueño. Hombre franco, siempre bien humorado,


defensor de los necesitados. En la búsqueda de la equidad de las clases
sociales no medía peligros. Era de los primeros en cualquier manifestación.
Hombre práctico, no le agradaban mucho aquellos que se pasaban el tiem-
po teorizando. Gustaba mucho del fútbol americano, y aunque no lo prac-
ticaba, era conocedor. Ya en los últimos años de su carrera de Ingeniería
Civil, aún discutía por las noches, enfundado en sus calzoncillos que algu-
na vez fueron blancos. Nunca presumía.
20 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Recuerdo la noche en que se defendió de la incredulidad de dos estu-


diantes ajenos al internado. La discusión se inició después de la cena. Cada
quien presumía de sus orígenes. Entonces el Saraguato dijo que su mamá
vivía en las Lomas de Chapultepec. Se rieron todos, nadie le creyó semejan-
te disparate. Era una colonia de ricos. Ni en sueños se podría uno imaginar
que algún familiar de las iguanas pudiera habitar en esas mansiones de lujo
y poder. Entonces se le ocurrió decirles que esa aseveración la sostenía,
apostando diez pesos con quien dudara. Dos de ellos aceptaron la apuesta
de inmediato y, sonriendo, juntaron veinte pesos. El Saraguato nos pidió
prestado a los presentes y entre todos logramos escasamente juntar seis
pesos.
Al día siguiente tomaron un autobús Bucareli-Tacubaya, y se bajaron
en Chapultepec. Ahí subieron en otro Lomas-Palmas, y cuando el Saraguato
vio muchas casas de grandes dimensiones dijo:
—En la próxima esquina nos bajamos.
Caminaron hasta una gran residencia, de amplio jardín en la parte fron-
tal. Un guardia caminaba en el interior. Ya muy próximo al ingreso, diri-
giéndose al vigilante, el Saraguato inquirió delante de sus amigos.
—Oiga joven, ¿de quién son esos calzones de mujer que cuelgan en el
tendedero?
El guardia sin pensarlo le respondió:
—De tu chingada madre.
Se volvió triunfal hacia sus acompañantes:
—Les dije que mi mamá vive aquí. Suelten la lana cabrones.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 21

CAPÍTULO II

BARRIGA LLENA, CORAZÓN CONTENTO

El mexicano al utilizar este refrán se refiere a tener el estómago lleno. Sin


embargo, es poco atinado y mucha veces falta a la verdad. Entre aquellos
que lo tienen todo, incluso el estómago lleno, abundan las caras agrias,
nada les satisface. Al punto de poder aseverar que uno de los problemas es
precisamente su estómago lleno. Como no saben comer, padecen de terri-
bles indigestiones, gastritis, colitis, máxime si verdaderamente tratan de
lograr la barriga llena.
En cambio, la mayoría de los que carecen de todo, incluso de un estó-
mago lleno, es muy raro que padezcan indigestiones, pudiendo traer la
conciencia tranquila, que es lo que al fin alegra al corazón.
En el léxico popular mexicano, a una señora embarazada se le dice
“barriga llena corazón contento”, por la cara alegre de futuras madres.
Pero cambiemos el enfoque del tema, que yo poco conozco de estos
asuntos. Sé, sin embargo, de un estudiante que conoció el vacío en su
estómago, que compartió por años con un alto porcentaje de sus compañe-
ros, los que muchas noches se acostaron con el estómago vacío, o a medio
llenar. No obstante, su corazón estaba siempre contento. Eso sé, y de eso
relato.

La vida en la provincia mexicana se desarrollaba con sencillez y tranquili-


dad. Había pocas diversiones. En algunos poblados pequeños sólo existía
una calle que recorría el pueblo de lado a lado. Sus habitantes, las mañanas
de invierno, platicaban en la acera, donde pegaba el sol. En verano se
conversaba del lado de sombra, así como todas las tardes. En noches de
verano ellos colocaban sus sillas y mecedoras en la banqueta, a los lados

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22 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

de la puerta de ingreso. Intercambiaban entre sí las pocas noticias que


habían escuchado en la radio, o las pequeñas novedades de alguna ranche-
ría o pueblo vecino. Los niños iban a la escuela por las mañanas y por las
tardes. De noche, después de cenar, jugaban a la roña, a los encantados y,
si había niñas, a las escondidas y a las cebollitas. Los padres se pasaban el
día trabajando. Las mamás norteñas hacían tortillas de harina para la comi-
da; las del sur, de maíz.
Las ciudades grandes, ya entonces, eran ciudad de México, Guadalajara
y Monterrey. Las demás eran medianas o pequeñas. La diversión principal
era la llegada de algún circo. Los niños se pasaban el año esperando la
llegada de las vacaciones.
La Segunda Guerra Mundial había finalizado. Abundaban las películas
de episodios y de guerra, en donde los héroes eran soldados norteamerica-
nos, y los soldados alemanes y japoneses los malos.
Mi padre fue el segundo hijo de una familia donde hubo ocho partos
con ocho hijos vivos. Algunos vivieron muchos años. Sólo mi tía Socorro,
Fidel, José y mi padre murieron relativamente jóvenes. La abundancia de
hijos no permitió que hubiera favoritos o consentidos.
Mi madre, producto de otra época, decía con mucho orgullo:
—Yo nada más tuve seis hijos.
Cuando ella nació, las familias eran muy pródigas en hijos. No había
otra forma de matar el tiempo. La mortandad infantil también era muy
elevada. Ella sólo tuvo dos hermanas. Siendo la intermedia, nadie se pre-
ocupó gran cosa por ella.
Al casarse mis padres, enseguida tuvieron a su primera hija, el amor de
mis abuelos, la reina de la casa, conservando esa preferencia toda su vida.
Luego nació mi hermana segunda, que no sólo no hizo gracia, sino que
vino al mundo a servir a sus hermanos, luego a sus sobrinos, para luego
servirle a los hijos de sus sobrinos. Así ha vivido toda su vida. Tiempo
después nació mi hermano, el primer varón. En una familia donde el ma-
chismo aún era vigente, él ocupó instantáneamente el lugar más importan-
te de la casa. Después de él, fui yo. Tampoco hice gracia, pero como no me
pudieron regresar, a regañadientes, terminaron por aceptarme. Luego si-
guieron un hermano y una hermana, con quienes se tuvieron consideracio-
nes mientras mamá los amamantaba.
Mis padres por necesidad emigraron de San Luis Potosí a la ciudad de
Monterrey, luego a Nuevo Laredo, a Campamento de Comales, en
Tamaulipas, a San Pedro de las Colonias, a Torreón, a Chihuahua, y paro
de contar. Resumiendo, nos criamos en el norte de México.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 23

Mi cuerpo no conoció ropa nueva durante algunos años, siempre usó la


que al cuerpo de mi hermano ya no le servía. Como él siempre ha sido más
robusto que yo, nunca sentí la ropa ajustada.
Mi problema inició cuando, en la adolescencia, era una garrocha más alta
que mi proveedor de prendas de vestir, luciendo unos añadidos en las piernas
de los pantalones y en las mangas de las camisas, con hilvanes hechos a mano
y descuidadamente, muy espaciados.
Lo anterior les daba una gran ventaja a mis compañeros de la escuela,
que por ser niños eran muy crueles conmigo. Desde esa época prefiero los
pantalones de un solo color.
Cuando nos destetaron a mí y a los pequeños, ya mi hermano mayor
estaba en la etapa de crecimiento y requería siempre de una mejor alimen-
tación que nosotros. Así siguió y sigue.
Luego murió mi abuelo, que siempre usó trajes de finas telas, hechos a
su medida, heredando a mi hermano toda su ropa, a la que nunca tuve
acceso. Con camisas blancas y almidonadas por mi hermana, con corbatas
de seda, siempre lucía muy elegante. El resto de la familia nos veíamos
como parte de él, pero del lado pobre.

Mi hermano Pedro nació al amor a temprana edad: aún no cumplía los


catorce años. Por ese entonces, ya se pasaba las fiestas en los jardines
dando vueltas y entregándole una gardenia a la princesa de sus sueños. A
la edad de quince años conoció al amor que idealizó y que lo atormentara
toda su vida. Según yo esa tal Andolza Lorenzo carecía de cualidades, mas
en la mente calenturienta de mi hermano era llena de gracia. Muchos pro-
blemas ocasionó ese amor; incluso llantos y graves discusiones.
En esa época, él se empeñaba en rasurarse no más de tres pelos, dos
veces al día, duchándose otras tantas. Nuestra dificultad era que se mudaba
también dos veces de ropa.
Luego lo enviaron a la ciudad de México con el propósito de que
ingresara al Politécnico y se preparara como profesionista. La verdad, poco
sabíamos de su vida. Él llegaba algunas veces de vacaciones, sin equipaje y
a horas en que no había llegadas de trenes ni de autobuses. Cuando se iba,
mi familia lo enviaba con ropa nueva, y con un poco de dinero que con
grandes sacrificios, contrayendo deudas, se lograba juntar, en espera de ver
algún día coronados los esfuerzos.
Cuando él regresaba a casa, yo perdía mi cama y hasta la habitación,
que compartía con mi hermano pequeño, pues él requería de privacidad.
Sus sábanas tenían que ser cambiadas y lavadas cada día. En síntesis: nunca
24 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

preguntaba de dónde salía el dinero que significaban platillos especiales,


ropa nueva y dinero en efectivo, y todo aquello que no le podía faltar.

En la ciudad de Torreón, que era en donde vivíamos, había nevado durante


esa semana. Yo tenía diecisiete años y había cursado un año en una escue-
la preparatoria de la localidad. Era un joven más, cuya familia luchaba por
una oportunidad para su superación.
Mis padres le habían preguntado a mi hermano mayor los requisitos de
ingreso al Politécnico, así como al internado de esa institución. Con tiempo
suficiente le enviaron la documentación que se requería pero él nunca
inició ningún trámite. Nunca entregó ninguna documentación en escuela
alguna ni internado.
Cuando llegué a la ciudad de México, iniciamos los trámites bastante
tardíos. En el internado no me aceptaron la solicitud, ya que para ello se
requería estar previamente inscrito en una escuela. Mi documentación pasó
a la mesa de revalidación de estudios, debido a que mis antecedentes esco-
lares eran de una institución ajena al Politécnico: no había cursado talleres
y el plan de estudios de matemáticas, en mi caso, era deficiente. Así pues,
no me aceptaron como alumno regular. Estuve un año completo cursando
nueve talleres, matemáticas y dibujo mecánico.
Mis familiares, para comprar mi boleto de tren, habían empeñado la
máquina de coser. Hacía mucho frío cuando, entre las bendiciones mater-
nas, me despidieron en el andén, ya que había nevado varias veces en el
transcurso de la semana. Las nubes cubrían el cielo.
Así, un día seis de febrero del año de 1947 arribé a la ciudad de Méxi-
co. En la estación de Buena Vista me esperaban mi hermano y un socio
suyo.
Yo llevaba conmigo mis mejores galas: mi traje de graduación de la
secundaria, algunos pantalones y camisas, además de ropa interior. Vestía
una chamarra y, en algún lugar de la maleta, había una cobija de lana.
Incluso tenía algunos pesos en la bolsa. Y mis ilusiones: la ciudad de Méxi-
co y el Politécnico.
Me condujeron a los bajos de la Prevocacional Tres, que estaba situada
frente al parque deportivo Plan Sexenal, para guardar mis cosas en “un
lugar seguro”. De ahí salí con lo que llevaba puesto. Jamás volví a ver mi
equipaje. Creo que mi hermano ya lo había vendido, aun antes de que yo
llegara. Después fuimos a dormir a un local anexo al gimnasio del Politéc-
nico, en donde había algunas camas.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 25

Al día siguiente, después de un reconfortante baño de agua helada,


recorrimos oficinas y escuelas para inscribirme. Pero resultó que debía re-
validar materias, como ya dije, pues provenía de un sistema diferente al del
Politécnico.
La Prevocacional Tres era una escuela secundaria perteneciente al sis-
tema educativo del Politécnico. La Prevo Tres estaba situada por la calle
Mar Mediterráneo. En su plan de estudios incluían talleres de modelado,
electricidad, carpintería, ajuste mecánico, herrería y hojalatería. A diferen-
cia del plan universitario, las matemáticas eran muy intensivas.
Con la poca ayuda de mi hermano, solo, cuando por la noche acudí al
anexo del gimnasio a dormir, me encontré con que lo habían clausurado.
Esperé a mi hermano hasta ya muy tarde. Pero en lugar de él, un estudiante
veterano, al darse cuenta de mi desamparo, me condujo al dormitorio vein-
ticuatro. Ahí dormí durante un año como gaviota.

Fue la época más difícil de mi vida de estudiante. Acostumbrado a tener


cierta comodidad, durante un año no supe lo que eran sábanas, ni fundas
para almohada.
Los primeros días, ya muy avanzada la noche, me atrevía a localizar
una cama de un no interno que careciera de dueño. Con temor me acomo-
daba y, sin desvestirme, me arropaba con un colchón abandonado en al-
gún sitio. Con un frío agudizado por la escasez de alimento, sintiendo
dolores en las piernas, hecho un ovillo procuraba dormir. No siempre, en
raras ocasiones, el propietario del sitio, al no encontrar un lugar vacío que
le ofreciera alguna ventaja, me despertaba ahuyentándome del lugar que por
antigüedad le pertenecía. Entonces me acomodaba en otra cama sin dueño,
si la había. Por lo regular las gaviotas no peleaban el sitio, simplemente, al
verlo ocupado por un compañero, se acomodaban en otra cama.
Pasado el tiempo fui propietario de una cama, que acomodé entre las
de un par de internos. Ahí tuve mejorías considerables: ya tenía asegurado,
por lo menos, un lugar en donde dormir, aunque continuara con las caren-
cias propias a las gaviotas. Todavía no poseía ropa de cama.

Al socio de mi hermano le decían el Capitán. Era un profesor michoacano


que, con deseos de progresar, con el tiempo mudó a la ciudad de México
su taller de carpintería. Se inscribió en el Politécnico, en la Escuela de Econo-
mía, y vivía en el internado. Ahí conoció a mi hermano, quien hábilmente le
propuso la creación de una empresa. Mi hermano trabajaría como socio
industrial, responsable de la producción, instalación y mantenimiento. El
26 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Capitán, por su parte, además del equipo, proveería el dinero para la fabri-
cación y colocación de duela, y se haría cargo de las ventas. Con mucho
entusiasmo iniciaron el negocio. La producción fluía, así como las ventas.
Sin embargo, aún no transcurridos ni seis meses, el entusiasmo y la energía
se le agotaron a mi hermano, considerando, al poco tiempo, que era mu-
cho el trabajo y poca la utilidad. Así pues, creyó que no se cumplía lo
pactado. Hasta que se disolvió la sociedad. Lógicamente tampoco asistía a
la escuela.
El dinero ganado en el tiempo que funcionó la sociedad, lo gastó en
viajes semanales a quincenales a Morelia, donde visitaba a su novia. Hasta
los tres meses volví a sentir, porque literalmente así se define nuestro en-
cuentro, la presencia de mi hermano.
En aquella ocasión yo me encontraba medio dormido. Fue hasta el día
siguiente cuando me di cuenta de que mi hermano, mientras dormitaba,
había cambiado mi raído pantalón por uno aún más desgastado.
La siguiente vez que lo vi fue casi al finalizar mi primer año en el
Politécnico, cuando empezaba a trabajar en Poza Rica. Ya desde entonces
le agradaba la costa, las hamacas, la buena vida.

Los dormitorios improvisados eran de diferentes dimensiones. Los había para


una persona: ejecutivos e influyentes de la sociedad de alumnos del interna-
do; para cuatro alumnos, los que se hallaban en los últimos años de su
carrera; por último, los había de cincuenta, para la raza en general. Pero esto
resultaba también meramente teórico, pues en realidad, en casi todos esos,
también vivíamos ahí las gaviotas. Las paredes y el piso eran de concreto,
había un entresuelo para alojar más camas, las ventanas eran de estructura de
acero y alguna vez tuvieron vidrios. Algunos dormitorios tenían puertas en
buenas condiciones.
En un extremo del estadio estaban los sanitarios, los lavabos y las rega-
deras, sus paredes eran de mosaico blanco. Ahí el papel sanitario nunca
existió y el agua distaba mucho de ser potable, pero no había de otra.
Era común que durante las vacaciones de invierno, un grupo de estu-
diantes convirtiera en dormitorio alguna de las instalaciones adjuntas al
internado: a esto le llamábamos “anexo al gimnasio”. Éstas eran clausuradas
poco antes de empezar los cursos de inicio de año.
Los sanitarios tenían ventanas que daban a la parte interna del estadio.
Cuando había algún juego de fútbol americano importante, los internos
cobrábamos dos pesos a las personas que deseaban y podían colarse por
las ventanas.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 27

Recuerdo que en un juego el estadio lucía repleto de gente. Los que


llegaron un poco tarde buscaban la posibilidad de encontrar algún lugar.
Un señor, acompañado de un joven, había pasado varias veces por el lado
en donde se sentaba la porra de los equipos del Poli.
De alguna parte de las gradas se oyó repetidas veces a un estudiante
gritar:
—Cachariiiifaaaas, cachariiiifaaaas.
Nadie hacía caso a sus gritos, ya que el famoso Cacharifas, en caso de
encontrarse presente, no contestaría.
—Cacharifas, no te hagas pendejo, sabemos que vienes con tu papá.
Por lo que el señor, sin tapujos, dirigiéndose al joven, exclamó:
—¡Ni modo, hijito, ya me enteré que te dicen Cacharifas!
En ese mismo juego, estando muy próximo a un grupo de muchachas,
a un estudiante se le salió un chingado. Los compañeros le empezaron a
gritar:
—¡Grasa, bolero!
De entre las muchachas, una de ellas se paró y, poniéndose las manos
como bocina, gritó:
—¡Se vale decir chingaderas!

Es de justicia comentar que, con mis alimentos, yo no debería tener ningún


problema, pues, según palabras de mi hermano, estaba abonado al Restau-
rante Sarita, ubicado en la calle Eligio Ancona, a media cuadra de la calle
de Cedro. En efecto, ahí yo comí y firmé en un libro, pero por desgracia el
gusto sólo me duró poco más de una semana. Un día, disponiéndome ya a
ingerir mis sagrados alimentos, llegó doña Sarita y me dijo:
—No hay pago, no hay comida. Tu hermano me debe ya mucho dinero.
La comida fue por algún tiempo mi principal preocupación. Es cierto
que un par de semanas la tuve segura, pero después vinieron tiempos
duros. Pancholín y Carletos eran internos, por lo que no se veían en apuros
serios. El Pipas era gaviota pero trabajaba de mesero y de esa manera
conseguía alimentos.
Yo, con diecisiete años de edad, tenía una estatura de 1.80 metros y
pesaba setenta y dos kilogramos. Padecía un hambre eterna. Mi hermano se
había desaparecido, no tenía idea en donde podría encontrarlo. Por eso ya
no conté con él, entonces me acerqué a mis tres conocidos. En la desespera-
ción tuve su apoyo. Como podían, sacaban del comedor algún alimento para
mí. Carletos me presentó a Desiderio, quien ocupaba un puesto importante
en la directiva del internado. Así fue como conseguí trabajo en el comedor y
28 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

aseguré mi comida. Pancholín, desde mis primeros días, me había consegui-


do una cama, enseñándome lo necesario para no tener problemas en el
dormitorio. El Pipas era mi acompañante, estábamos los dos en igualdad de
condiciones, si bien es cierto que él era tres años mayor que yo.
Los alimentos en el internado eran malos. Los bolillos, grandes, eran
muy duros, y tenían la forma de un balón de fútbol americano, y se les
lanzaba como tales. Era tanta su dureza que si golpeaban a alguien le podían
infligir serios daños. Eran, además, elaborados en la penitenciaria ubicada
por las calles de Lecumberri. En caso de problemas, en el comedor servían
de proyectiles. Un golpe de esos en la cabeza demandaba hospitalización.
Los frijoles que comíamos tres veces al día, por lo general tenían pie-
dras. Nunca estaban lo suficientemente calientes, ya que, una vez conclui-
do el proceso de cocción, se apagaban las hornillas y la temperatura de los
peroles en los que se cocinaban bajaba.
El sustituto de café que nos daban estaba aguado, sabía a quemado y
era todo menos café. La leche en polvo que contenía era difícil de disolver,
pues, al humedecerse, se aglutinaba en plastas, y como muchas veces se
quedaba pegada en los peroles, se quemaba y sabía mal.
Al poco tiempo los malos sabores, las temperaturas inadecuadas de los
alimentos, dejaban de ser inconvenientes, para convertirse mágicamente
en platillos bastante apetecibles.

Un estudiante en Venecia
se puso a pintar el Sol,
y del hambre que tenía,
pintó gordas de frijol.

Trabajar en la cocina era la ilusión de cualquier gaviota. Ahí estaban


los grandes calderos en los que siempre había agua hirviendo, la que
servía para cualquiera de los tres alimentos: por las mañanas, a varios de
ellos les vaciaban azúcar, un sustituto de café y leche en polvo; a algunos
otros les colocaban trozos de carne y huesos partidos, con verduras que,
sumergidas por unos minutos, ya estaban listas; por las noches vaciaban
canela, cualquier fruta batida, azúcar, polvo de leche. Aparte, había algu-
nos en que siempre estaban hirviendo frijoles. Raras veces lentejas. Antes
de las seis de la mañana llegaba el camión con el pan, siempre pesado. Se
colocaba en grandes canastos y servía para el desayuno y la cena. La
carne se entregaba siempre por la tarde, al jefe del comedor. Las iguanas
que trabajaban en la cocina, las cocineras y sus amores, disfrutaban de las
MEMORIAS DE UNA IGUANA 29

vísceras y de los filetes que condimentaban con tomates, cebollas y chile.


Ser invitado a tales festines era difícil, mas no imposible. Lo que sobraba
lo llevaban a sus casas, o lo vendían.
Las cocineras, por lo general, no tenían atractivos físicos. Pero en
donde hay escasez, como era el caso, algo es algo. Así, las mirábamos
plenas de cualidades. Cada una de ellas tenía su amante, que era general-
mente un empleado del internado, algún comisionado de la sociedad de
internos, o un futbolista. La pasión se terminaba cuando el amante conse-
guía con otra mujer alguna ventaja adicional a la comida, pues el atractivo
de las cocineras era ofrecer, aparte de cama, una garantía de mejor alimen-
tación, pero no dinero.
Las cocineras y sus ayudantes no usaban gorros de cocina. Bueno, eso
hasta el día en que llegó una persona a supervisar, y empezó a establecer
reglas que no terminaban de gustar a los de la cocina, pero que brindaban
ventajas a los estudiantes, ya que la comida empezó a tener sabor y se
incrementaron las opciones de alimentos.
A la hora de comer nos formábamos fuera del comedor, y después de
la identificación correspondiente podíamos pasar a tomar una charola, la
que deslizábamos por la barra. Del otro lado, algunos compañeros se en-
cargaban de servir los alimentos. Para el desayuno había frijoles, café y un
bolillo. Al final de la barra, en una charola había sal, en otra chiles serranos
verdes, para los que gustaran.
Los platos de aluminio con el tiempo fueron sustituidos por charolas
con oquedades. En el desayuno una oquedad era para los frijoles, otra para
el café. Con mucha práctica podía uno beber el café sin mezclarlos con los
frijoles, y viceversa. Los frijoles eran susceptibles de ser contados, nadaban
muy a gusto en el caldo y era raro que un frijol viniera acompañado de
otro.
Manuel estuvo un año completo internado en el Hospital General, en
donde lo operaron para que pudiera caminar correctamente. Nos platicaba
que también en ese nosocomio los alimentos se servían en charolas de
aluminio con cuatro oquedades. La mayoría de los enfermos internados no
tenían problemas con el manejo de las charolas, pero en su caso, que
permaneció durante más de seis meses enyesado de diferentes partes del
cuerpo y en una sola posición, es decir, boca arriba, sin poder voltearse o
enderezarse, la enfermera lo auxiliaba. Le colocaba la charola en el pecho
y Manuel, con cuidado, la levantaba, ladeándola con delicadeza. Sin em-
bargo, fácilmente se ensuciaba el cuello y la cama de fideos antes de lograr
probarlos; lo mismo pasaba con los frijoles, el café o cualquier otro platillo.
30 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Una vez cada seis meses nos daban huevos; había fiesta y muchos
problemas. A los internos les daban dos dotaciones de cubiertos por año.
Eran de acero inoxidable y se cotizaban en dos pesos con el ropavejero o
con el merenguero. Era relativamente fácil robarlos, por lo que la mayoría
de los internos optábamos por venderlos.
El trabajo de lavado de platos y charolas era el más odiado, sin embar-
go, a muchos les permitía tener la oportunidad de contar con tres alimentos
diarios.
En tiempos de vacas gordas Pancholín, antes de ir a comer, compraba
un kilogramo de tortillas, y luego, con ellas, se comía la ración normal de un
interno: hacía tacos. Poco a poco el kilo de tortillas, a las que les echaba sal,
iba desapareciendo. Que yo recuerde, nunca le sobraron tortillas.
Otros internos recibían de sus casas diferentes cosas para comer, que
celosamente guardaban en sus gavetas, echándoseles a perder con fre-
cuencia. Esto se debía a que el agraciado propietario trataba de degustar su
manjar el mayor tiempo posible. Ya se podrán imaginar los olores. Las
gavetas, sospechosas de contener algo bueno para comer, en el primer
descuido del propietario eran saqueadas.
Normalmente en el sitio robado dejaban algún recuerdo. Los recuerdos
eran alusivos al grado de inteligencia del propietario, o a las cualidades de
su progenitora, por ejemplo: felicítame a tu tiznada madre; el pastel estaba
tan bueno como tu hermana; sólo a un gran pendejo como tú se le ocurre
dejar pastel para la raza; gracias por los pinches veinte pesos que me dejas-
te; el pastel me lo comí pero dile a tu pinche madre que a ver si aprende a
cocinar. Los veinte pesos solían ser algo sumamente valioso, que el interno
había atesorado para una emergencia.
Otras veces los recuerdos eran en especie: en compensación te dejo
unas latas de sardinas, lógico: estaban vacías; también, en pago te dejo mis
mejores calzones, muy viejos y además sucios. Cuando el propietario ha-
bría su gaveta y se enteraba, muchas veces decía algunos insultos, pero
normalmente callaba tratando de engañar a los vecinos que esperaban al-
gún tipo de reacción. Ellos eran testigos mudos de la impotencia que sentía
la persona robada.
Más de una vez fui testigo de alguien que presumía lo que acababa de
recibir de su casa, guardando desde luego en su gaveta el tesoro. Por la
noche regresaba muy contento para hallarse con la sorpresa de que se
habían llevado todo. Alguien se pasaba toda la noche en el excusado o en
la enfermería, con cólicos terribles. Claro que este tipo de broma no era
frecuente ni muy popular.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 31

Los estudiantes internos nunca hablaban de comida. Parecía ser un


tema prohibido. Éramos, a pesar de todo, alegres, de corazón contento,
aunque la barriga nunca estuviera lo suficientemente llena. Con el plan
alimenticio ya antes descrito, cualquier estudiante, en pleno desarrollo,
hacía ejercicio, estudiaba, asistía a fiestas, se desvelaba, sin ignorar su esca-
sez fuerte de vitaminas, minerales, proteínas y aminoácidos. Eso sí, no
había problemas de obesidad.
Años después me he encontrado con muchos de ellos. Casi todos lucen
un vientre descomunal, se les ve la prosperidad, la abundancia. La mayoría
no está orgulloso de su panza, como si fuera demasiada pretensión, pretex-
tando que, ya desde chico, pintaba para barrigón.
Blanca
CAPÍTULO III

NO TIENE LA CULPA EL INDIO, SINO EL QUE LO HACE COMPADRE

Yo no sé si los indios tuvieron algo que ver con la formulación de este


dicho. De lo que sí tengo certeza es de que en el internado del Politécnico
se hablaban varias lenguas indígenas. Recuerdo muy bien que en alguna
ocasión un visitante distinguido, al oír a unos juchitecos hablar en zapoteca,
se quedó asombrado y comentó:
—Yo sabía que en ciencias exactas el Politécnico tiene un nivel excelen-
te, mejor que el resto de las instituciones de educación superior del país.
Pero no me imaginaba que se impartieran también nuestras lenguas
autóctonas, y con tan magníficos resultados.
Lo que no sabía este ingenuo visitante era que en el internado del Poli
abundaban estudiantes de todos los estados de nuestra República, de dife-
rentes zonas indígenas de nuestra patria. No era para sorprenderse que,
cuando se juntaban, hablaran en su lengua madre.
En el dormitorio veinticuatro, por ejemplo, abundaban los oaxaqueños.
Como había una escuela prevocacional en Juchitán, casi todos eran nativos
de esa ciudad, y muchos de ellos hablaban su lengua. De los de la penín-
sula de Yucatán, pocos hablaban maya. Los de Sonora se creían yanquis. Los
de Chihuahua presumían de tarahumaras, y se nombraban a sí mismos
raramuris. Casi todos los juchitecos sabían tocar algún instrumento musical, y
eran integrantes de una banda que tenía el Politécnico. Les gustaba cantar
dulces melodías en su lengua, para lo cual se acompañaban de guitarra. Los
oaxaqueños se dividían en dos bandos: los juchitecos y los tehuanos. Pare-
cían odiarse. Según los primeros, los segundos eran traidores, por haberles
mostrado el camino a las tropas francesas para llegar a Juchitán. Los yucatecos
eran muy unidos. Los mejores insultos siempre los proferían en maya.

3 3
34 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Casi todas las noches se dedicaban a disertar sobre temas varios, o a


filosofar sobre tópicos difíciles. Cierta noche surgió repentinamente de sus
bocas la tremenda interrogante:
—Oye cabecita de pichón ¿cuántos caniutos tiene una cania?
La discusión duró hasta altas horas de la noche.
Las disertaciones sobre religión eran el tema favorito de los que asegu-
raban que Cristo no logró subir al cielo con todo y cuerpo, pues, con la
fricción y la presencia de oxígeno, de seguro se incendió.
Uno de sus pasatiempos favoritos era el de contar chistes sobre ellos
mismos. De esta manera evitaban que otros los molestaran.
Cualquier discusión se entablaba con todos los integrantes del grupo,
siempre en calzoncillos, lo que de ninguna manera restaba seriedad o vali-
dez a los acuerdos.
También era muy frecuente que conectaran un alambre a la estructura
metálica de acceso a las camas del segundo nivel. Formaban una cadena
humana y ahí se pasaban horas apostando quién aguantaría más tiempo
dándose descargas eléctricas.
Siendo la cocina yucateca sumamente apreciada, cuando alguno de
ellos recibía de su casa algún manjar, normalmente lo disfrutaban en grupo
para evitar así los posibles hurtos.
Los yucatecos, de manera genérica, estudiaban alguna carrera en la
Escuela de Ciencias Biológicas, o de Medicina. Las tareas de disecciones
del cuerpo humano rara vez las terminaban en el anfiteatro, por lo que se
llevaban al dormitorio alguna parte del cadáver para concluirlas. Los que
no estábamos familiarizados con esto, les sacábamos la vuelta.
Las bromas podían ser de dos tipos: inocentes o perversas, o sus extre-
mos. Un día llegué muy tarde a dormir, me desnudé —los internos y las
gaviotas no usábamos pijama, prendas burguesas—, me metí a la cama y
sentí un cuerpo frío y húmedo junto a mí. Salté de inmediato, quité el
colchón que me servía de cobija y ahí yacía un fémur de vaca, con algo de
carne pegada. Yo había visto muchos cadáveres en el anfiteatro de la es-
cuela de medicina, que permanecía abierto. Los cadáveres estaban siempre
sobre las planchas y los estudiantes haciendo disecciones. Supuse que al-
guno de tantos no había terminado su trabajo y se robó un cuerpo comple-
to para trabajar en el dormitorio, y una vez concluido lo guardó bajo mi
“cobija”. El temblor y una rara sensación de frío me duró varias horas. Claro
que busqué otra cama vacía y ahí pasé la noche. Por la mañana me encon-
tré que el Pipas había dormido la mona abrazado al fémur de vaca.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 35

—Los dormitorios, como mencioné, estaban alojados en los bajos de las


gradas del estadio Camino Díaz. Tenían un sinfín de ventanas, todos ellos
con los vidrios rotos. El frío de las madrugadas de la ciudad de México se
colaba por doquier.
Los colchones habían dejado de ser tales ya desde tiempos remotos.
Los que teníamos se podían convertir en lo que uno quisiera, pues la borra
se les iba para cualquier lado. Si no se tenía cuidado, por las noches uno se
espantaría de taparse únicamente con dos telas, pues con toda seguridad la
borra se había amontonado en un extremo.
Las camas de metal, con tambor de alambre y resortes, podían ser fácil-
mente cambiadas de sitio, e incluso hasta de dormitorio. El trajín de las camas
sólo se daba entre los que no teníamos derecho como internos. Las camas de
los internos para nosotros eran inviolables, pues, en cierta forma, ellos tolera-
ban nuestra presencia.
En el veinticuatro había movimiento toda la noche. Alguien siempre
estudiaba, algunos siempre jugaban póquer o ajedrez. Los campeones del
mundo en damas vivían ahí. Nada les costaba el corte de pelo: se dirigían
a los barrios, retaban a algún peluquero y la apuesta era corte de pelo
gratis. Sólo los pachucos usaban el pelo largo. Y nuestro profesor Bernardo
Eguia Liz.
Pancho Caro era el peluquero de estudiantes, de muchos internos y
externos. Su negocio tenía una clientela prácticamente cautiva, era un nego-
cio próspero. En las paredes colgaban los retratos a colores del Pibe Vallarí,
del Padre Lambert, del burro blanco. Un día apostó el negocio, perdió el Poli
y Pancho su peluquería. Después abrió un negocio más pequeño, en esa
misma calle: Eligio Ancona. Sus clientes le permanecimos fieles.
Algunos de nuestros compañeros, originarios de pequeñas comunida-
des, habían aprendido a cortar el pelo en su pueblo. Cobraban poco y no
hacían mal su trabajo. Con ellos íbamos seguido cuando escaseaba el dine-
ro. Volteado el rostro hacia un muro desnudo, nuestro compañero hacía su
mejor esfuerzo. No había talco ni loción.

De vez en cuando alguno llegaba borracho. Si era pacífico, se acostaba y


ya. Si le daba por cantar, ni modo, tendríamos serenata hasta que se queda-
ra dormido. Alguno de ánimo pendenciero se disponía a pelear recordan-
do algún problema añejo con alguien. Lo acostumbrado era que alguien lo
sacara a dar una vuelta, concluyendo ahí el problema.
Cuando en el juego clásico de fútbol americano perdía el Politécnico,
por respeto al dolor que sentíamos, no se prendía ningún foco y toda la
36 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

noche iban llegando las iguanas a llorar la desgracia. Algunos apenas podían
caminar de la borrachera que se cargaban. Gritaban una porra lastimera que
concluía en llanto. Llegaban de uno a uno; otros, en grupos pequeños. Irre-
mediablemente, se repetía lo mismo. Un escalofrío no dejaba de transitarnos
por la piel cuando esto pasaba. El amor al Poli era mucho, aunque con el
tiempo esto pierde su importancia. Pero en aquella época, la pasión se
desbordaba al pensar en nuestra alma mater.

Hueeeeelum, hueeeeeelum, ¡gloria!


A la cachi cachi porra,
A la cachi cachi porra.
Pim pom porra,
pim pom porra,
Politécnico, Politécnico, ¡gloria!

El padre Lambert gozaba de un prestigio muy sólido. Cuando se fue del


país, el equipo del Poli había vuelto a caer. El Sapo Mendiola tenía la mejor
línea de la liga, a los mejores corredores, a los mejores receptores, pero algo
no funcionaba. Cuando se supo que el padre Lambert regresaba, todo cam-
bió para muchos. El recibimiento fue de apoteosis; las misas que ofició fue-
ron llenos absolutos. Recuerdo la expresión en voz baja de un muy conocido
miembro del Partido Comunista, mientras el sacerdote estaba viendo al altar:
—Con esas espaldas y esa cara yo haría milagros con las viejas.
El padre Lambert usaba pantalón corto y playera durante los entrenamien-
tos. En las gradas del estadio siempre había una buena cantidad de expectadores
y un buen número de muchachas. Al terminar el entrenamiento bajaban a
saludar al padre. Creo que las movía más un deseo reprimido que el fútbol.
Al iniciar la temporada los triunfos no se hicieron esperar. El ambiente
se calentó a medida que la fecha se aproximaba. El grito deportivo, la porra
estudiantil hacían estremecer al pequeño estadio Camino Díaz. El fútbol
era plática obligada. Cada día se apreciaba más ropa guinda y blanca entre
la juventud: llegaba la noche de la quema del deportivamente odiado puma
universitario. La caravana estudiantil lanzaba cohetes, cantando canciones
alusivas al triunfo y arengas al equipo. El ambiente era de fiesta.
Aquél era el día tan esperado. Desde temprana hora se habían suspen-
dido clases, y el Estadio Olímpico se empiezó a llenar. Era la fiesta más her-
mosa del estudiantado de las dos instituciones de educación superior más
grandes del país. La alegría de la juventud se desbordaba. La gradería del
estadio, en uno de sus lados, lucía los colores azul y oro; en el otro, el guinda
MEMORIAS DE UNA IGUANA 37

y el blanco. El emparrillado estaba en su mejor forma, un río interminable de


estudiantes poco a poco llenaba en su totalidad primero los asientos, luego
los pasillos. Ese día el estadio rebosaba. Era el clásico: Poli versus Universi-
dad.
Se aproximaba la hora. Un “huelum”, implacable en miles de gargan-
tas, sondeaba el universo del estadio y calles circunvecinas. El equipo re-
presentativo del Politécnico entraba a la cancha. Apenas se extinguía la
porra cuando, desde el otro lado del estadio, la voz atronadora de miles de
jóvenes coreaban el “goya” universitario.
Con los nervios a punto del colapso, iniciaba el juego. Con maestría
ambos equipos ofrecían su mayor empeño. Al final del tiempo reglamenta-
rio el marcador favoreció a las huestes del Poli. Del lado triunfador se
encendieron antorchas. La fiesta continuaría. El sabor del triunfo era el
trofeo más preciado. Por la avenida Insurgentes hubo un desfile festivo,
interminable. Las porras al Politécnico se dejaban oír.
Esa noche no hubo llanto en el internado. Pocos durmieron: fiesta por
doquier. Todos estábamos invitados. El sabor de la victoria perduraría todo
el año; en la boca de algunos, para siempre. No pocos recordarían las
jugadas más importantes y las comentarían hasta el fin de la historia misma.
Blanca
CAPÍTULO IV

DE LIMPIOS Y TRAGONES ESTÁN LLENOS LOS PANTEONES, O LA CÁSCARA


GUARDA AL PALO

El mexicano es limpio de cuerpo. Claro, existen gloriosas excepciones.


Puedo asegurar con orgullo que los internos y las iguanas por lo regular
estábamos aseados. Nos bañábamos todos los días. Y una práctica que
parecía más que religión, era el lavado de los dientes.
Las instalaciones estaban carentes de todo, lo que no era pretexto. El
estudiante siempre estaba limpio de cuerpo, de alma quién sabe, pero su
ropa podría ser muy pobre y quizá hasta algo sucia, pero él se presentaba
todos los días bañado.
Había algunos muy hacendosos que planchaban todas las noches la
camisa que acababan de lavar para ponérsela al día siguiente. Yo afortuna-
damente no tuve esa pretensión: lavaba mi ropa de vez en cuando, ponién-
dola a secar para, al día siguiente, volverla a vestir. Hay prendas que con el
uso parecen planchadas, mientras otras se veían simplemente desgastadas.
Cuando se carece de mucho, esto no tiene importancia.

La capa de un estudiante
parece jardín de flores,
toda llena de remiendos
de diferentes colores.

Regaderas las había en cada dormitorio, pero además en diferentes


sitios, tales como en el gimnasio, en los vestidores de la alberca, en los
vestidores de los jugadores de liga mayor de fútbol americano. En ningún

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lugar había agua caliente, así que no quedaba de otra: agua helada. El
agua, en la ciudad de México, está de por sí siempre fría, lo que nos obliga
a hacer un poco de ejercicio antes de la ducha cotidiana. Cuando entrába-
mos en el chorro de agua, nos acordábamos de los actos sexuales de todas
las madres de los funcionarios públicos. Las toallas eran algo muy aprecia-
do y respetado, al igual que los calzones y los cepillos de dientes. No había
intercambio posible, por lo que no corrías ningún riesgo de que te los
fueran a robar.
No era fácil arriesgarse a ducharse diario: el agua siempre estaba muy
fría. El aire se colaba por doquier, era necesario correr un poco en la pista
del estadio, hacer ejercicio en el gimnasio, echarse una cascarita de básquet,
en fin, hacer un ejercicio. Se requería aspirar a pulmón pleno, y entonces:
ponerse la ducha, sentir frío. Entre profundos suspiros, uno se enjabonaba,
quizá hasta cantando alegremente, se podía decir que hasta se disfrutaba
del baño diario. Un fuerte masaje con la toalla y se entraba en calor. Luego
a vestirse presurosamente. Las gaviotas, a excepción de muy pocos, única-
mente poseíamos lo que llevábamos puesto, así que no había complicacio-
nes a la hora de escoger la ropa. Como es fácil suponer, a nosotros no nos
estaban asignados ni gavetas ni roperos. Si por alguna ironía del destino
llegábamos a poseer algo, recurríamos a los amigos internos.
El jabón que se utilizaba para el baño dependía mucho del interno.
Hasta ese detalle nos estratificaba en clases sociales. Según el jabón, era la
persona con quien se las estaba uno viendo. Un decir: cuando entrabas y
percibías un olor extraño, eso te indicaba que el que se estaba bañando era
de la clase alta, ya que la mayoría nos bañábamos con jabón blanco o con
jabón amarillo, y ambos olían a lejía. Con estos jabones la piel te quedaba
escamosa, de un color ceniciento. Pero eso sí, muy limpia.
Los de la elite usaban desodorantes, así como lociones para después de
afeitarse, cremas, talcos perfumados y brillantina líquida o sólida de la
marca Glostora. Mientras más brillantina usaras, más a la moda andabas.
Acariciarle el pelo a algún galán equivalía a que la amorosa chica se llenara
las manos de algo mantecoso. La moda varonil se centraba en lucir un
peinado parecido al que se obtendría si una vaca te lamiera. Cómo brilla-
ba el cabello. Algunos nos levantábamos al frente un promontorio que
recibía el nombre de copete. En cierta época del año, por aquel entonces,
la ciudad de México padecía muy a menudo tolvaneras. El cabello era un
amasijo de grasa y polvo.
Las gaviotas y la mayoría de los internos, aparte de bañarnos con jabón
amarillo, carecíamos de desodorantes y lociones. Pero si untábamos sufi-
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cientemente de brillantina el peinado, todo lo demás no importaba. Nos la


vendían suelta en las farmacias, se requería un frasco, pero por dos pesos
obteníamos bastante para una temporada. Las había de colores, con dife-
rentes esencias; estas últimas costaban más, y, la verdad, los aromas eran
desagradablemente fuertes.

Se debía tener mucho cuidado cuando había epidemias de hongos en los


pies. Muchos pasaban largos minutos rascándose entre los dedos de los pies
hasta sangrarse. Otros, como el Güero Lagunero, se rociaba con gasolina
para matar los hongos. Otros utilizaban ácido bórico, y algunos, desespera-
dos, sulfato de cobre. El cuidado de los pies reclamaba la atención de
todos, pues si no ponías atención en donde pisabas y no te secabas bien
los pies, al poco tiempo estabas muy enfermo. En el servicio médico te
daban pomadas. Por temporadas se aplicaban soluciones desinfectantes en
todos los pisos de regaderas y vestidores. Había que contar siempre con
una buena dotación de papel periódico, para pisar y secarse bien.
Adicionalmente, en la entrada de cada área de baños había unas charolas
con algún fungicida para evitar contagios masivos.
Chinches, pulgas, piojos de varios colores y que se albergaban en dife-
rentes partes del cuerpo: casi todos los internos e iguanas por temporadas
los padecíamos. Pero, eso sí, fácilmente se erradicaban. Niguas y otras
plagas nunca proliferaron, a pesar de que se presentaban conatos. Al pare-
cer provenían de los estudiantes que regresaban de sus pequeñas comuni-
dades. El DDT estaba de moda. Al primer brote se hacían aplicaciones
exhaustivas, casi mortales para los humanos.
En alguna ocasión me tocó ver a una gaviota con el dedo del pie
terriblemente hinchado. Me explicó que una nigua se le había alojado bajo
la uña. Todos estos problemas eran tratados en la enfermería como nimie-
dades.

Ya brevemente hemos esbozado las complicaciones para comer bien. A


este propósito debemos recordar la primera ley de Newton, quien planteó
que a toda acción sigue una reacción proporcional pero en sentido contra-
rio. ¿Qué sucede cuando el organismo exige el cumplimiento de la primera
ley de Newton? Sólo aquellos que se han visto bajo tales supuestos, saben
lo que realmente significa.
Excusados los había en todos los dormitorios, próximos a las regaderas,
en los edificios escolares. Se podría pensar que abundaban. Pero nunca en
cantidad suficiente. La abundancia de desechos superaba la imaginación más
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pródiga. En el Casco de Santo Tomás éramos alrededor de cinco mil estu-


diantes, más mil internos y unas doscientas gaviotas. Los servicios sanitarios
de las escuelas quedaban servidos cuando los alumnos se retiraban. Los que
vivíamos dentro de las instalaciones debíamos utilizar los propios. Ya se dijo
que los dormitorios estaban bajo las gradas del estadio y que las instalaciones
hidráulicas eran deficientes. Ahora bien, unamos estas premisas a la cuestión
de los excusados. En pocas palabras, no había agua suficiente para jalar la
cadena el número de veces que se requería. Que nadie se engañe, no era por
negligencia del usuario. Considerando que los servicios se aseaban por las
mañanas de los días hábiles, es elemental que, al poco tiempo de concluido
el aseo, ya no era humanamente posible su correcta utilización. ¿Pueden
imaginar un domingo por la noche?
El uso y el abuso obligaban a la raza a utilizar los excusados con el
método mundialmente conocido como “de aguilita”. Rebosaban al clarear
el alba. No sólo en cantidad, sino también en calidad. Esos olores hubieran
derrumbado a las mismas pirámides de Egipto. Esto quizá era lo peor de
todo. Pero el ser humano se acostumbra. Pasado el tiempo, aquello era una
situación congénita a nuestra estancia, a nuestra pertenencia a la raza hu-
mana.
No se bromeaba con esto. Como condenados a muerte, todos pasába-
mos resignados por las mismas calamidades, independientemente del poder
y de la elegancia de cada cual. Por las noches, en los servicios sanitarios no
había alumbrado, lo que precisaba gran cautela, so pena de hallar la taza que
se había elegido ocupada por alguien con más derechos de antigüedad.
Un grave problema era cuando todos nos intoxicábamos por el alimen-
to del día. ¿Cómo defecar en esos excusados, varias veces, en un lapso
corto de tiempo?
Se había ya mencionado la carencia de papel sanitario: cada quien
usaba lo que mejor le acomodara. Las paredes y los pisos, de mosaico ya
no tan blanco, a pesar de todo siempre carecieron de grafitis, perdiéndose
así para siempre la invaluable contribución del pensamiento humano, tan
fértil en esos sitios. Había lectores tan ávidos que, aun ahí, hacían equili-
brios para leer algún periódico viejo o revista.

La sala de sanitarios estaba provista de lavabos, en los que nos lavábamos


manos, dientes y la ropa. Estas actividades se llevaban a buen término si-
guiendo los procedimientos de cualquier comunidad de nuestra patria. Ahí
se comentaban noticias recientes y se fraguaban algunos planes y alianzas.
Una vez lavada la ropa, la tendíamos al sol, sobre los marcos de las ventanas,
MEMORIAS DE UNA IGUANA 43

en la malla ciclón de la pista del estadio. Los hurtos no existían. Los que
vivían frente a la avenida Melchor Ocampo utilizaban la cerca para colgar su
ropa, lo que originaba desavenencias con los macheteros de los camiones
materialistas, que, enterados de los quehaceres de los internos, aprovecha-
ban la pasada para hacer mofa. Esto daba lugar a un intercambio de los
mejores albures e insultos que se pudieran escuchar en cualquier parte de la
ciudad de México.
—Viejas lavanderas, ¿a cómo la docena con todo y nalgas?
—A travieso no me ganas, hijo de puta.
Sólo por nombrar un diálogo de los más comunes.
Algunos internos tenían quién les lavara y planchara la ropa, pero fuera
del internado. Normalmente era como pago a los servicios que el interno
prestaba en cama ajena.
Blanca
CAPÍTULO V

EL QUE NACE PA’ MACETA, NO PASA DEL CORREDOR, O EL QUE NACE


PA’ TAMAL, DEL CIELO LE CAEN LAS HOJAS, O POBRE DEL POBRE QUE AL
CIELO NO VA: LO CHINGAN AQUÍ, LO CHINGAN ALLÁ

Los dos primeros proverbios, muy arraigados en un pueblo creyente como


el mexicano, no son aceptables. No es entendible que el Creador diga éste
será profesionista, éste peón, éste político, éste usurero, santo, zángano o
pendejo. Soy testigo de que, los que quisieron, luchando se levantaron de
la nada para triunfar como profesionistas. Otros muchos, valemadristas,
teniéndolo todo, con la mano en la cintura le dieron en la madre a su vida.
El tercer proverbio es de un conformista, que se agachó y nunca se le
ocurrió preguntarse, ¿y si ya no me agacho y exijo lo que me corresponde?
porque yo sí estoy cumpliendo, yo estoy haciendo más de lo que puedo...
Nada fue fácil para los internos, menos aún para las gaviotas. En buen
número trabajábamos en nuestras horas libres, para, honradamente, resol-
ver nuestros problemas económicos conforme se presentaban.
Las bibliotecas del Politécnico, la Benjamín Franklin, la Británica y
muchas oficiales, nos tendieron la mano a todos, a cada uno de nosotros,
que jamás pudimos comprar un libro en todos nuestros estudios.
Muchos, caídos en crisis profundas, salieron y alcanzaron las metas
anheladas, contra todo y contra muchos. Personas por las que nadie hubie-
ra apostado, sin recursos, sin pedir nada, trabajaron con su físico para
luego asistir a clases, estudiar, prepararse todos los días con una voluntad
de acero. Caminaron, en forma imperceptible, hasta verse ante sus más
caros anhelos.

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Unos cuantos sacaron la cara por todos. Siempre fueron adelante; nun-
ca desmayaron en la consecución de adelantos importantes, que marcaron
nuevos rumbos y fijaron nuevas metas a los estudiantes y al gobierno.
Algunos pagaron caro su osadía, fueron golpeados, reprimidos. Otros, con
cárcel, expiaron penas ajenas. Aquella época era de represión y barbarie.

Así, un joven estudiante, que trabaja para proveerse de lo más elemental,


que vive entre carencias, que vive en el medio que he descrito, él no es un
ser pasivo, está presto para luchar por lo que le corresponde, pide, exige
ser escuchado, ser atendido, es un joven preparado, una persona que no
puede aceptar que las cosas sigan así; un joven estudiante que lee, piensa,
razona y sabe que no se está haciendo justicia con él y su entorno, es
alguien que regresa a su comunidad y la encuentra aún con mayores caren-
cias que las que se tienen en el internado, sólo requiere de una oportuni-
dad para manifestarse, para exigir lo que le corresponde, ya que él sí está
cumpliendo con sus deberes.
Una mañana, en el improvisado comedor, un estudiante gritó del can-
sancio de comer en una mesa sucia. Otro volteó su charola al piso y voci-
feró que la comida estaba pésima. Otro protestó por la falta de higiene en
todos los servicios. Y así crecieron los gritos. Y el uno se convirtió en dos,
en diez, en cien. Y a los pocos minutos un estudiante se subió a una de las
mesas:
—¡Ya basta! Ya no vamos a bajar la cabeza, vamos a pelear por lo que nos
corresponde. Vamos a la Secretaría de Educación Pública a protestar, a exigir
lo que es nuestro. No somos limosneros, vamos por lo que es nuestro.
En pocos minutos nos organizamos. La fila fue creciendo con nuestros
condiscípulos no internos. Se hubieran podido contar miles. La voz se co-
rrió, diferentes planteles se unieron a nuestra marcha rumbo a las oficinas
de Educación Pública. No rompimos vidrios. No secuestramos a nadie. Lo
que exigíamos era que se canalizaran más recursos para resolver los proble-
mas más urgentes del internado y de las diferentes escuelas del Politécnico;
que se equiparan los talleres y laboratorios; que hubiera más bibliotecas,
mejores, más aulas. En fin, se trataba de recursos que nos permitieran ser los
profesionistas que nuestra patria estaba requiriendo.
Ese menudo estudiante provinciano fue parte vital del movimiento de
huelga estudiantil. De pronto cesaron las labores en toda la institución,
dejaron de fluir los recursos materiales que daban de comer a internos y
gaviotas, incluso se organizaron guardias, se definieron puestos de vigilan-
cia. En fin, las aulas quedaron vacías.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 47

La ciudad, la capital se dio cuenta de todas las carencias dentro del


Politécnico. Así pues, se organizó un mitin en el Casco, y las gargantas de
miles de estudiantes cansados de tantas carencias se dejaron escuchar:
—¡Politécnico, qué culpa tienes de nacer gigante y que el aborto envidie
tu grandeza!
Fueron los estudiantes internos los que, al frente en las marchas, exi-
gían a las autoridades la solución de los problemas; ellos fueron los que en
el tiempo de huelga no tuvieron qué comer.
La comida más completa que obteníamos corría por cuenta de algunas
de nuestras compañeras de estudios, quienes llegaban con tortas, frutas,
pan y algunas veces hasta con café, esto siempre por las noches. Hay que
hacer constar que ellas invariablemente permanecieron a nuestro lado,
apoyándonos.
Los días pasaron. La noticia de la huelga ocupaba las principales pági-
nas de los diferentes periódicos, aunque apenas se tocaba el estado de
incuria en el que estaba inmerso el internado.
Un día al fin nos recibió el titular de la Secretaría de Educación. Se le
explicó detalladamente la situación del internado, de los laboratorios y
talleres, de las condiciones de nuestras bibliotecas y aulas. Considero difícil
que alguien entienda y acepte la existencia de un inframundo dentro de la
sociedad, cuando nunca ha tenido carencias. El secretario sugirió integrar
una comisión para analizar nuestros problemas. Pero nuestra petición,
acudida por una urgente necesidad, fue que él, personalmente, visitara
nuestras instalaciones.
Y fue así como se logró que las autoridades, encabezadas por el secre-
tario de Educación y la prensa, escoltadas por la comisión de internos, las
gaviotas y los representantes de cada escuela, revisaran los distintos com-
ponentes del improvisado internado, de los laboratorios, talleres y aulas.
A los pocos días se dio a conocer el acuerdo presidencial que asignaba
una considerable suma a la construcción de un internado para mil estu-
diantes. Desgraciadamente, fue de partidas raquíticas para el equipamiento
de las distintas escuelas que habían pasado unas tres semanas de huelga.
Sin embargo, aquel día tuvimos fiesta en el Casco de Santo Tomás. El
gobierno sabía que la fuerza radicaba en el internado, por eso pensó que
remodelándolo lograría acallar la voz de los estudiantes. Esto fue cierto
sólo una temporada. Así fue como se inició la construcción de dormitorios
provisionales y la construcción del edificio del nuevo internado.
48 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Llegó diciembre de mi primer año estudiando en el Politécnico. Esas pri-


meras vacaciones las pasé en la sierra de Chihuahua. Para mí fueron muy
significativas, ya que, aparte de haber cumplido con mis obligaciones esco-
lares, había logrado mi inscripción en la Vocacional Uno. Estaba firmemen-
te decidido a ser profesionista en el ámbito de la metalurgia. Muy consciente
estaba que mis méritos escolares y de servicio, en el internado, me asegura-
ban una plaza. Lleno de optimismo, pues, pasé la navidad y el año nuevo
con mi familia.
La sierra de Chihuahua es, a mi gusto, uno de los lugares más hermo-
sos. En invierno no es raro que los días estén sumergidos en temperaturas
bajo los cero grados centígrados. La nieve, entonces, cubre todo. Es un
espectáculo digno de contemplarse: el caserío con las chimeneas todas con
su penacho de humo, la estufa de leña que no descansa, y dentro de cada
casa un calor acogedor.
Mi familia llevaba una vida muy apacible. La ciudad, llamada Cruces,
era pequeña. Todos se conocían, se saludaban en la calle, se ponían a
platicar, incluso en medio de las nevadas.
Mis conversaciones con mi papá versaban sobre mis estudios, mis ilu-
siones, y la posición política de los jóvenes estudiantes frente a la pasividad
del gobierno. Cuando me despedí de mi papá, al regresar a la escuela me
dijo:
—Tú dedícate a estudiar, deja la política para después. Cuando tengas
más tiempo y hayas conocido con profundidad los problemas de tu patria,
podrás sugerir argumentadamente soluciones alcanzables. Ya habrá tiem-
po para hacer cosas por México.

En la primera fiesta de posadas había hecho amistad con una muchacha


bonita y muy agradable. Era hija del ganadero más rico de la sierra. Para la
tercera posada ya éramos novios, proponiéndome ella, durante el baile de
fin de año, matrimonio. Desde entonces, como pude, logré obtener tiempo
para continuar mis estudios.
Las pláticas que sostuve con mi mamá se centraban en mis relaciones
con mis compañeros del internado y de la escuela. Recuerdo muy bien que
desde pequeños nos repetía, a nosotros sus hijos, que no había nadie ni
más grande ni más inteligente que nosotros, y que en esta vida todo lo que
nos propusiéramos y persiguiéramos con ahínco, lo íbamos a conseguir.
Nos exhortaba a que no fuéramos de los que se quedan esperando a que
les llegue la suerte. Nos insistía que las oportunidades son para los mejor
preparados, para esos que luchan por alcanzarlas.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 49

Cuando le platiqué de mi novia, sólo me dijo:


—Ya tendrás tiempo para eso.
Ese noviazgo duró menos de un año. Ya en el mes de julio, sus padres la
llevaron a la ciudad de México para que me visitara. Ella insistía aún en la bo-
da, por lo que la discusión se dio en los siguientes términos..
—Mis padres están de acuerdo en que debemos casarnos. Les agrada
mucho la idea —me decía ella con la esperanza en los ojos.
—Desearía terminar mi carrera. Además, actualmente no trabajo y no
cuento con ningún tipo de ingreso. Es imposible cubrir los gastos de la
boda, que no es todo. Tengo que ponerte casa y mantenerte, de algo tene-
mos que vivir —replicaba yo razonablemente.
—Mis papás van a financiarlo todo —ahogada en llanto, ella me suplica-
ba—. Olvídate de los estudios, partamos para Chihuahua. Yo soy hija única.
Tenemos un rancho muy grande —seguía recurriendo a todos sus encan-
tos—. Lo que pasa es que tú no me quieres —concluyó desilusionada.
Habíamos pasado unos días muy agradables, es cierto. Pero pienso
que ni ella ni yo sentíamos eso que es el amor. La despedida fue muy triste.
Abrimos un compás de espera. Las cartas disminuyeron en número. Y final-
mente todo acabó. Aún no me explico cómo, después de haber roto la
relación, pude continuar tan impávidamente mis estudios. No me lo expli-
co, pero así fue.
Blanca
CAPÍTULO VI

CUANDO LA PERRA ES BRAVA, HASTA A LOS DE CASA MUERDE.


AUNQUE TE CHILLE EL COCHINO, NO HAY QUE AFLOJARLE EL MECATE

¿Qué hacíamos?
El estudiante interno era un joven alegre, bromista, que usaba un voca-
bulario muy propio del medio en el que se desenvolvía. Por ejemplo: hubo
una temporada en la que todos se interpelaban con el vocativo “señora”,
por lo que, en más de una ocasión, las damas se turbaban por esos usos
injustificables. Las menos, simplemente no se explicaban de qué se trataba
aquello, siendo presas del desconcierto al ver a dos internos en la calle
diciéndose mutuamente “señora”.
Hubo una temporada en la que estuvo de moda llamar a los homo-
sexuales “toros”. Aún permanece para mí en el misterio el origen de dichas
ocurrencias.

En días de clases, casi todos nos levantábamos temprano. Muchos iniciába-


mos clases a las siete de la mañana, algunos en escuelas bastante distantes
al Casco. En esa época aún había tranvías en la ciudad de México, los que
siempre tuvieron algo de románticos, dando una idea de dama antigua. El
inconveniente era su lentitud, aunque su uso tenía cierta preferencia entre
el estudiantado. Las planillas, es decir, los boletos en paquetes resultaban
más baratos que los autobuses, además nos brindaban la magnífica oportu-
nidad de estudiar en el trayecto, hacer algún trabajo pendiente, o simple-
mente dormitar un poco. Éste era el caso de estudiantes que vivían por
Portales o Xochimilco.

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52 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Los tranvías más usados por las iguanas eran La Rosa, que salía del
Zócalo, y al aproximarse al Casco de Santo Tomás transitaba la calle de La
Rosa, de ahí el nombre, que en la actualidad es Eligio Ancona; y el Tacuba,
que nos dejaba en la Escuela Normal de Maestros, de donde debíamos cami-
nar hasta el Poli. Si era tarde, el interno visitaba los centros nocturnos de San
Cosme, muy próximos a la avenida Melchor Ocampo, donde se ubicaban los
antros Victoria y Benny club. Ahí se podía bailar a cambio de una moneda
por pieza, o quizá, si había suerte, se presentaba alguna variedad. Luego
continuaba su camino a los dormitorios del internado.
En mi tiempo, los estudiantes de profesional siempre portaban corbata
y saco. Podrían no traer un solo centavo en la bolsa, pero siempre andaban
bien vestidos. Después me tocaría asistir a clases, ya en profesional, riguro-
samente de corbata y saco, salvo los sábados que íbamos en mangas de
camisa.
Regresábamos a comer, luego nuevamente a clases. Esa era la rutina.
Después de la cena, algunos íbamos a visitar a la novia. Otros se escapaban
con alguna señora entrada en edad, pero normalmente de dinero. Está de
más agregar que el beneficio del aspecto monetario resultaba menos atrac-
tivo que el sexo. Otros, en ciertos días, eran asiduos concurrentes a los
salones de baile. Como ya se dijo, mediante una módica cuota de ingreso
podían bailar horas. Eran, pues, expertos en eso, y muy solicitados para
impartir clases.

En esa época la juventud mexicana desconocía las drogas. Se decía que sólo
los soldados utilizaban la marihuana. Era una realidad que permanecía muy
lejana del estudiantado. Nosotros no sabíamos de esas cosas. Pero eso sí, de
vez en cuando algún estudiante, junto con su pequeño círculo de compañe-
ros, regresaban ebrios. Pero siendo el dinero todo el impedimento, ni este
vicio podía proliferar.
En cuanto a delitos mayores, únicamente recuerdo la desgracia de un
compañero que en una ocasión se le ocurrió tomar algo ajeno y lo metieron
a la cárcel. No era esto común, sin querer decir con ello que éramos unas
blancas palomas. Éramos estudiantes, nuestros pecados fueron de juventud.
No era raro que escaseara el dinero. Algunas veces las crisis resultaban
devastadoras. Entonces nos dedicábamos a la cacería de gatos y perros, aun-
que no fuera mucho el dinero que pagaban por ellos en la escuela de Cien-
cias Biológicas, pero dos pesos siempre son muy buenos, digo. Más de una
vez alguien no se fue ileso, pues resultaba mordido o muy arañado, aun-
que felizmente portador de dos pesos en la bolsa.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 53

Por la calle de Carpio estaba el primer cine Majestic, que gozaba de mala
fama. Nosotros lo apodábamos el Mayatito. Corrían rumores de que cada
persona que quisiera asistir debía de proveerse de un buen garrote para
matar las ratas que por ahí abundaban. El precio era modesto, sin embargo,
suficientemente caro para algunos de nosotros. No obstante, los asientos
de la galería eran más económicos pero más alejados de la pantalla, y como
los equipos de proyección y las películas estaban muy usados, la imagen
que se proyectaba dejaba mucho que desear. Lo mejor era sentarse en
luneta, pero debía uno de tener cuidado y sentarse lejos de los posibles
proyectiles que la gente que estaba en gayola solía lanzar. Éstos eran desde
simples escupitajos hasta orines o cosas de mayores proporciones.
El número de películas por sesión eran por lo regular dos. Pero existían
otros lugares, como el cine Mina, donde siempre la función se componía
de tres películas por un módico costo. En este último aprendí a disfrutar de
las mejores películas de Humphrey Bogart. Había otros cines que también
solíamos frecuentar, tales como el Rívoli, en la calle de Santa María la
Rivera, el Cosmos, posteriormente, en la avenida México-Tacuba, el cine
Ópera, etcétera.
Ir al cine acompañado siempre divertía más, sobre todo si era con una
muchacha. En el interior del cine, durante la función, pasaba por los pasi-
llos un vendedor que, no importándole el diálogo de la película, anunciaba
su mercancía: muéganos, dulces, chicles, chocolates, pepitas, en fin. Si
alguien con dinero solicitaba hacer una compra, con una linterna de mano
iluminaba el producto y la mano del comprador para asegurar la entrega de
la mercancía y el pago. Las golosinas más solicitadas eran los muéganos.
Recuerdo la propaganda que anunciaba la película italiana Arroz Amar-
go. Se veía a Silvana Mangano enseñando no más de lo que cualquier monja
actualmente puede lucir por las calles. Nos volvían locos viendo aquellas
hermosas piernas. Rafael relataba seguido una conversación entre compañe-
ros de la escuela.
—Si un día, por azares del destino, despertaras en medio de la noche y
te encontraras que Silvana Mangano está acostada, desnuda, a tu lado,
¿cuál sería tu reacción?
Alguien se apresuró a contestar:
—Si eso le sucediera a Pepe gritaría: ¡mamááááá!
De vez en cuando nos escapábamos a los teatros. En el Follies, el
cómico Palillo hacía el deleite de todos con sus discursos que atacaban al
mal gobierno. El Tívoli, con las vedettes y su público bravo. El Blanquita,
con los boleros de María Victoria.
54 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Carlos y Raúl habían ganado unos pesos en el Hipódromo. El dinero


generalmente parecía lumbre en las manos de las iguanas, siempre se gas-
taba con rapidez. Ellos decidieron festejarse yendo a la última función del
Tívoli. Las noches eran entonces de frescas a frías, por lo que uno de ellos
portaba una chamarra guinda y blanco con el burro blanco bordado en el
lado izquierdo. Después de concluido el espectáculo, decidieron pasarse
algunas horas en el área del Tenampa.
Venían caminando ya con algunas copas por Santa María la Redonda, y
se les antojo cenar algo. En eso estaban, en el interior de un restaurante,
cuando se les acercó un tipo flaco mal vestido, sin rasurarse, pero que
portaba una guitarra. Le faltaban algunas piezas dentales en la parte frontal.
Les ofreció con insistencia tocarles algo a cambio de una propina, al sentir-
se rechazado les dijo:
—Yo estudié un tiempo en una escuela del Politécnico.
Había estado en un internado, pero unas vacaciones el gobierno lo
clausuró. Se había quedado sin oportunidad de seguir estudiando, por eso,
con lo que pedía por cantar y tocar, la pasaba mal. Era el mejor requinto de
la huasteca, según aseguraba. Su nombre era Palemón Antonio.
La borrachera del mexicano tiene varias etapas. Carlos y Raúl se encon-
traban en la de la hermandad, por lo que le pidieron que les tocara algunas
melodías. Luego, Palemón se sentó a cenar con ellos, para finalmente irse
los tres a dormir al internado. Lo que faltaba para concluir el año Palemón
Antonio lo terminó como gaviota. Al año siguiente se inscribió en el Poli,
concluyendo sus estudios seis años después.
Palemón Antonio quizá no era en realidad un virtuoso de la guitarra,
aunque la tocara bastante bien. Pero eso sí, las canciones en zapoteco las
entonaba con dulce melancolía y mucho sentimiento, haciendo llorar lo
mismo a la guitarra que a los que con atención la escuchábamos.

Los domingos, el Pipas y yo, nos íbamos caminando por todo Melchor
Ocampo hasta Chapultepec. Una vez ahí, nos aproximábamos a cualquier
espectáculo que alguien estuviera presentando, no importaba qué, la cues-
tión era pasar el tiempo con la mente en algo diferente. A la hora oportuna,
también regresábamos a pie. Yo debía trabajar en el comedor. Mi turno,
durante el año que fui Gaviota, fue siempre el del mediodía.
Por la avenida Melchor Ocampo, del lado derecho, había una rosticería.
Siempre nos deteníamos para ver esos pollos grandes, chapeteados por lo
dorado. Cómo secretábamos jugos gástricos. Era la ilusión incubada tantos
días. El primer dinero adquirido ya como profesionistas seguramente iría a
MEMORIAS DE UNA IGUANA 55

parar a la caja de la rosticería, y nosotros nos comeríamos un pollo cada


uno. Después de salir de la escuela pasé muchas veces frente a ese estable-
cimiento, pero nunca compré uno, como que ya no se me antojaban. Creo
que al Pipas le sucedió lo mismo. ¡Qué lástima no haber podido comprar
un pollo rostizado cuando tuve tantos deseo de comerme uno!

Recuerdo la soledad que había después de concluido el día. Todos los


compañeros de clases se iban, yo regresaba al internado, a mi dormitorio
número veinticuatro. Como salía ya muy tarde, entre un taller y otro, me
tomaba un tiempo para ir a cenar. Terminaba definitivamente hasta pasa-
das las diez de la noche. Cruzaba el parque Elías Calles, sin alumbrado,
pero muy seguro por ser área frecuentada por estudiantes, donde nunca se
vieron maleantes. Cansado, platicaba un rato con alguien. Sin embargo,
esto no alcanzaba para sacudirme la soledad de encima. Algunas veces
sentía incluso ganas de llorar, pero como ahí eso no se veía nunca, tenía
que tragarme mis lágrimas y seguir adelante.
Muchos años después, ya profesionista, en una reunión alguien nos
hizo una pregunta en un seminario:
—¿Cuáles son los mayores males que pueden acompañar al hombre?
Recuerdo muy bien que un compañero de trabajo, que había sido sacerdo-
te, se apresuró a contestar:
—La soledad. Es triste estar solo, pero más triste aún sentirse solo.
Las tardes de los domingos solía caminar rumbo al centro de la ciudad.
Cuando me cansaba, subía al tranvía La Rosa, que me dejaba a unas cua-
dras del Casco. Después, esas mismas tardes, ya aficionado al ajedrez, nun-
ca me volví a sentir solo. Me pasaba las tardes de los sábados y domingos
estudiando y jugando ajedrez.
En ese tiempo, Cuauhtémoc me enseñó a jugar ajedrez. Con el fin de
prepararme para el campeonato anual del Distrito Federal, me prestó todos
sus libros sobre el tema. Hasta me regaló su tablero con las piezas que él
apreciaba mucho; aún lo conservo. Un juego de piezas hechas de cuerno
de animal.
Como yo era alumno irregular de la Prevocacional Tres, tenía tiempo
de sobra. Éste lo dediqué a jugar ajedrez. Jugaba un mínimo de cuatro
horas diarias. Pronto ingresé al equipo representativo del Politécnico para
los juegos nacionales. Me asignaron un maestro, quien me llevó a conquis-
tar el campeonato en la categoría de novatos. Después seguí escalando en
ese deporte-ciencia.
56 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Cuauhtémoc también era muy aficionado a la lectura de los novelistas


rusos. Yo leí la mayoría de los libros que él tenía. En aquel entonces, los
estudiantes del internado del Poli estábamos políticamente orientados a la
izquierda. Decir no me gusta un libro ruso o nos les entiendo ponía en
evidencia la ignorancia.
Cuauhtémoc cursaba el primer año de profesional de la carrera de
Ingeniería Eléctrica, en la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléc-
trica. Él no tenía amigos. Yo ponía mi cama en el área en donde él vivía.
Entablamos una amistad en la que yo obtuve la mejor parte, ya que no
podía brindarle nada más que mi tiempo. Él me facilitó un sinnúmero de
libros de autores rusos, alemanes, suecos.
Entre ellos puedo contar Los Hermanos Karamazov, Ana Karenina, El
Príncipe idiota, La Guerra y la Paz, incluso algo sobre la Rusia de la Segun-
da Guerra Mundial. Además, algunos libros alemanes, como La Noche que-
dó atrás, Lejos de las alambradas, y autores como Schopenhauer, Hermann
Hesse y sobre todo Karl Marx. Suecos: Selma Lagerlof. Aún recuerdo cómo
me impresionó El carretero de la muerte.
También fui su discípulo en el ajedrez, aunque pronto lo hube de
superar. Fue entonces cuando me facilitó muchos libros sobre partidas
clásicas de ajedrez.
Algunas veces me pidió que lo acompañara a visitar a amigos de sus
padres. En esas ocasiones me prestaba sus corbatas, me convidaba de la
loción que usaba para después de afeitarse.
Cuando él estaba en el último año de sus estudios, una noche, súbita-
mente me despertó en la madrugada. Se sentó al borde de mi cama y me
pidió que lo ayudara a conseguir un médico, pues se sentía muy mal.
Fui a la calle de Fresno, entre Eligio Ancona y Carpio. Ahí había un
edificio. En uno de sus cuartos vivía un estudiante del quinto año de Medici-
na. Se prestó a examinarlo. Su diagnóstico fue “un cuadro agudo de
apendicitis”.
Como pudimos, a esa tardía hora, lo llevamos al hospital Rubén Leñero,
y ahí el futuro médico consiguió que lo internaran, que lo viera un profe-
sional y lo operaran. Sin embargo, se complicó seriamente la operación y
tardó horas en salir del quirófano. Mientras lo operaban, tratamos de comu-
nicarnos con su familia en la ciudad de Morelia. En la tarde logramos ha-
blar con su papá. El diagnóstico era delicado, pues tuvo una perforación de
apéndice. En aquella época eso era de pronóstico reservado.
Esa noche velé al enfermo hasta despuntar el día en el hospital. Al día
siguiente tuve examen, por eso aproveché parte de la noche para estudiar.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 57

Mi amigo se pasó parte de la mañana semiinconsciente, pero ya para la


tarde estaba regularmente bien.
El problema se inició con el fallecimiento del compañero de la cama de
al lado: éste tenía una muerte obligada. Antes de que concluyera la opera-
ción de apéndice de mi amigo, fue internado un herido de arma blanca, le
habían abierto el vientre destrozándole órganos vitales. Los médicos, desde
su ingreso, consideraron que moriría en pocas horas, debido a la gravedad
de las heridas. A Cuauhtémoc, como vecino de cama del herido, ya una vez
recuperado de la anestesia, le tocó contemplar su agonía.
La sala general en donde mi compañero se encontraba estaba en pe-
numbra. Cuando llegué, él estaba dormido, así que aproveché para poner-
me a estudiar en uno de los cubículos de los médicos. Como las enfermeras
prestaban poca atención, con cierta frecuencia iba a verlo, a tocar su frente.
De pronto lo sentí muy agitado y con mucha fiebre. Llamé al médico de
guardia. Durante el día, mi amigo el estudiante de medicina había conse-
guido penicilina, así que lo inyectaban cada tres horas.
El médico de guardia me pidió que no me apartara de mi compañero
hasta que le empezara a bajar la fiebre. Pocos minutos después empezó
con convulsiones. Yo, espantado, corrí por el médico. Éste volvió a inyec-
tarlo; me mandó que consiguiera hielo. A duras penas, en un centro noc-
turno de la avenida México-Tacuba, logré llevar a cabo mi misión. Cuando
regresé, su estado no había cambiado, estaba temblando y su frente, más
febril aún, se sacudía. De repente se quedó muy quieto para después pegar
un grito. Yo pensé que había muerto. Pero no. Se tranquilizó. De ahí en
adelante bajó la fiebre y empezó a mejorar.
Su familia llegó hasta el día siguiente, por la tarde. Mi compañero ya los
esperaba sentado, mientras tanto leía para distraerse. Antes de que sus pa-
dres llegaran, me explicó lo que pasó en él durante los momentos de crisis.
Se refirió a lo que observó cuando entró en agonía su vecino de cama.
Él había visto un rayo de luz que apareció cerca del techo, en una de sus
paredes. Este haz empezó a caminar hasta llegar a los pies de la cama del
moribundo. Luego, muy lentamente recorrió el cuerpo que en ese momento
se agitaba. Conforme ascendía, los movimientos cesaban en las partes que el
rayo tocaba. Cuando llegó al pecho, cesó todo movimiento. Amedrentado
por lo observado, él entró en estado de crisis. Hubo un momento en el que
vio la misma luz que había tocado al vecino. Ahora venía por él. Trató
inútilmente de levantarse de la cama y correr, la luz llegó a los pies de su
cama. Él trató de pedir apoyo gritando. En ese preciso momento alguien lo
llamó por su nombre, y la luz no sólo se detuvo sino que fue lentamente
subiendo por la pared hasta desaparecer.
58 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Los padres de Cuauhtémoc estaban muy agradecidos. Optaron por no


mover a su hijo de ese hospital. No tendría más de tres días de operado
cuando me pidió que le llevara libros y papel. Me encomendó comunicar
lo sucedido a su escuela. Poco después sus compañeros de clases lo visita-
ron. Todo llegó, afortunadamente, a un buen final.
En aquel tiempo sentí la necesidad de asistir a la iglesia. Como nunca
quise que nadie, ni mi familia, supiera de las privaciones que sufría, se las
contaba al Creador. Él era mi confidente. Salía de la iglesia con un senti-
miento de ligereza, con más energía para seguir adelante. No cabe duda,
cuando descargas tus penas confesándolas a alguien, te sientes mucho
mejor. El Creador me escuchaba y guardaba siempre mis secretos, yo lo
sabía.
Continué estudiando y practicando ajedrez. Ingresé al equipo represen-
tativo del Politécnico y pronto obtuve un lugar importante. Jugué torneos
interiores, para luego, en competencias estudiantiles, jugar en un torneo de
novatos de la ciudad de México. Al concluir éste, gané fama como ajedrecista,
al grado de que muchos maestros y alumnos deseaban jugar conmigo. Esto
me animó a seguir superándome. Así seguí jugando hasta el día que concluí
mis estudios. Después no volví a estudiar nada sobre este deporte-ciencia, ni
tampoco a jugar.
Solamente, pasados muchos años, durante el campeonato de Boby Fisher
contra Spasky fui invitado por un grupo de enamorados del ajedrez de la
empresa Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey a explicar el porqué de
cada uno de los movimientos de piezas en las jugadas del campeonato
mundial.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 59

CAPÍTULO VII

ENTRE BUEYES NO HAY CORNADAS, O ANDANDO ENTRE MULAS, NOMÁS


LAS PATADAS SE OYEN

Las clases en el Politécnico se iniciaban con los que asistieran. Eran pocos
los maestros que pasaban lista. Si alguien no quería asistir, pero sí presen-
tar exámenes, lo podía hacer. Había exámenes cada mes, pues las asignatu-
ras eran semestrales. Tanto en la prevocacional como en la vocacional las
calificaciones siempre eran bajas, por la elevada exigencia. Había muchos
maestros de la España republicana, muy capaces. También mexicanos de
renombre mundial como Sandoval Vallarta, Estanislao Ramírez, Hilario Ariza,
Antonio Camarena, David Contreras Castro, Humberto Estrada. Había ade-
más un grupo de militares famosos.
Bien que recuerdo a ese mal hablado y méndigo Capitán Poca Madre.
Dicho remoquete se lo había ganado en la Vocacional Uno por lo cabrón
que era para impartir cursos y para calificar. Con el tiempo fue ascendido a
mayor, y su apodo también cambió, desde entonces fue el Mayor Desmadre.
Otro militar famoso era el Capitán Medio Litro, chaparro y gordito.
Justamente por su físico nunca llegó a ser tres cuartos, ni mucho menos un
litro, siempre fue medio litro.
Uno de los maestros que servían de filtro en la Vocacional Uno era el
que impartía estática y dinámica. Gordo, tenía ojos rasgados. Su físico suge-
ría muchos apodos posibles, mas el temor que infundía no se prestaba para
sobrenombres. Nadie le pasó nunca un examen a título de suficiencia, pero
tampoco nadie le puso apodos.
Mi maestro de ecuaciones diferenciales tenía el grado de coronel. Era
todo un erudito. Vivía en Xochimilco, hacía el viaje en tranvía aunque el

5 9
60 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

traslado durara fácil más de una hora. Era muy metódico. Tenía para cada
alumno un expediente, con estadísticas de los resultados, tanto de tareas,
exámenes y desempeño en la clase. Creo, sin embargo, que muy poco fue
lo que aprendimos de él, para lo mucho que sabía. Siempre andaba distraí-
do. Debido a su edad, era un tanto falto de energía para mantener la disci-
plina en clase. En una ocasión, un compañero quitó las estrellas de su
quepi, supliéndolas por una esvástica. La portó tres meses, hasta que mi
compañero le regresó sus estrellas. Tampoco nadie se atrevió a ponerle
apodo.

También en profesional tuve otro profesor que era militar: el Capitán Mano
Negra. Se había quemado la mano izquierda con ácido sulfúrico, por lo que
usaba un guante negro en dicha mano. El apodo le venía de maravilla.
Un buen día, en los talleres de Marina, allá en las Lomas de Tecamachalco,
sitio en el que nos impartía clases, se presentaron dos oficiales de alto rango.
Uno tenía su quepi engalanado con un águila, mientras el otro llevaba más
estrellas que el firmamento. Trabajábamos en grupo, así que uno nos pre-
guntó:
—¿Ustedes son alumnos del capitán?
—Sí, lo estamos esperando.
—Me acuerdo que en el colegio militar todos teníamos apodo, hasta los
maestros. Digan, ¿qué apodo le pusieron al capitán?
Con un poco de vergüenza, nada nos quedó más que responder:
—Mano Negra.
Casi se orinaron de la risa. Después llegó el capitán. Uno de ellos
traicionó nuestra confidencia:
—No te puedes imaginar cómo te apodaron estos cabrones.
El arquitecto Echeverría del Prado también era maestro. En sus ratos de
ocio practicaba la poesía, y presumía que su libro de poemas, que nunca
llegamos a conocer, intitulado Todos me miman y me lo maman, había teni-
do gran éxito.

En cierta ocasión, La Foca, quejándose de sus alumnos, llegó a decirle


alterado al Capitán Poca Madre:
—Sabes cómo me dicen estos salvajes. ¿No? Pues me llaman La Foca.
El Capitán Poca Madre se ahogaba en carcajadas, no pudiendo por un
buen rato articular palabra. Una vez sometida un tanto la risa, aún llorando,
hizo una observación muy justa:
MEMORIAS DE UNA IGUANA 61

—Claro, con esos pinches bigotes, y los vidrios pequeños de tus lentes
que semejan los ojillos de ese animal, qué esperabas.

Mi maestro de geometría analítica y cálculo diferencial era un sabio de las


matemáticas. Tenía para cada caso más de una explicación, más de un
procedimiento de solución. Lo único malo era que mientras más nos expli-
caba menos entendíamos. Para poder seguir su paso, teníamos que estu-
diar mucho. Este maestro y el de análisis cuantitativo fueron los que más
me enseñaron a razonar sobre la búsqueda de alternativas, sobre posibles
soluciones. Los guardo gratamente en mi memoria. He tratado de seguir
sus métodos, sobre todo cuando me he enfrentado a problemas complejos.
Los estudiantes que habían estudiado en sistemas educativos diferentes
al del Poli, normalmente reprobaban, ya que las matemáticas eran suma-
mente difíciles. Los maestros preguntaban siempre:
—¿Entendieron?
El silencio respondía. Entonces el maestro reiteraba su explicación has-
ta que terminaba la clase. A la clase siguiente el maestro continuaba con el
programa, sin reparar en que no teníamos las bases para continuar. Así
pues, iniciábamos un grupo de cincuenta alumnos en la prevocacional o en
la vocacional. Para el tercer mes sobrevivíamos veinte; al final, tan sólo
diez, quizá quince. Había necesidad de estudiar muchas horas para poder
seguir la clase. Pero los diez o quince restantes seguramente continuarían
con éxito sus estudios hasta su conclusión.
La mayoría contrastaba demasiado con la delicadeza de mi maestra de
literatura universal. Recién había terminado su doctorado en letras, y ya
buscaba reformar los planes de estudios del Poli. Pretendía que se incluye-
ran asignaturas de humanidades, parte de la formación que en aquel en-
tonces se delegaba completamente al estudiante o profesionista. Ahora pienso
que no hubiera estado nada mal, me hubiera ahorrado encuentros desagra-
dables con profesionistas de diversas instituciones educativas carentes de
todo acervo cultural.
La clase de química inorgánica nos la impartía González Tapia. Fumaba
como chacuaco, usaba lentes muy oscuros de forma que nunca pudimos
verle los ojos, y ejercía un dominio absoluto sobre el alumnado. En los
exámenes nos sentaba de acuerdo con coordenadas por él diseñadas, ob-
viamente sabía bien quiénes copiaban. Antes de revisar nuestro trabajo,
decía:
—A ver fulano, anótese “fraude” en su examen.
62 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

A la clase siguiente nos leía las calificaciones, por orden de lista iba
leyendo y diciendo quiénes, además del fulano, habían cometido fraude.
En las prácticas de laboratorio nos dejaba trabajos largos. En alguna
ocasión obvié varios pasos y obtuve buenos resultados. Entonces, no faltó
un chismoso, que no habiendo cumplido con su trabajo, al notificarle el
maestro que había obtenido un tres de calificación sobre diez, y al oír que
mi calificación era de ochenta y cinco, me delatara. La respuesta del maes-
tro fue tajante:
—Usted no tiene cara para hablar, ni siquiera fraude hizo.
El maestro de cuantitativo había hecho un curso de postgrado en Alema-
nia. Petróleos Mexicanos lo había becado. Tenía fama de ser muy exigente. Su
clase versaba sobre el raciocinio del análisis cuantitativo en planteamientos
matemáticos que desarrolláramos. Nunca me permitió que presentara exáme-
nes, ni siquiera mensuales. A la par que mis compañeros, me planteaba un
problema diferente a todos los demás, que tenía que desarrollar en el piza-
rrón. Repartía las hojas con los problemas y me llamaba a sentarme frente a
él. Sacaba de su portafolios un tablero de ajedrez, sorteaba la salida e iniciá-
bamos. Sólo me ganó una vez.
Vivía por la colonia Clavería. Camino a su casa, por las noches, se
desviaba para pasar frente al nuevo internado. Si veía luz en mi cuarto, se
detenía para desafiarme a una partida. Si él regresaba del cine o de algún
restaurante, se seguía de frente, dejaba a su esposa en su casa, para des-
pués dirigirse al internado, donde irrumpía en mi cuarto. Muchas veces me
despertó, otras tantas no me dejó estudiar. Debía jugar con él. A él también
le apasionaba jugar al ajedrez.
Para pasar cuantitativo tuve que presentarlo a título de suficiencia. El
maestro pagó el costo. Como esos exámenes por fuerza tenían que efec-
tuarse frente al titular de la materia y dos sinodales, escribió el problema en
el pizarrón y pidió a los sinodales que trataran de encontrar la solución. A
mí me sentó frente a él, con el tablero listo para el juego. Como uno de los
sinodales protestara, me dijo:
—Te doy dos minutos para que les expliques cómo se resuelve. Luego
te sientas a jugar.
A juzgar por mi planteamiento, me calificó con ochenta. Cuando con-
cluimos la partida los sinodales todavía discutían entre sí. El maestro me
guiñó un ojo. Esa noche logró ganarme.

Otro profesor que recuerdo con cariño, el Barbón, era todo un caso. En esa
época, como ya dije, no era costumbre usar el pelo largo ni tampoco dejarse
MEMORIAS DE UNA IGUANA 63

la barba. Este maestro no únicamente era la excepción en esto, tenía muchos


aspectos que lo hacían único. Por ejemplo: odiaba los automóviles, y se
movía a las escuelas y a sus trabajos en bicicleta. Era también enemigo de los
peluqueros y de los instrumentos para rasurarse. Usaba corbata de cinta, con
la que hacía un moño esponjado, usaba polainas, pues le venían bien por la
bicicleta. Se vestía de trajes de color negro o azul marino. Parecía un perso-
naje salido de un libro antiguo del siglo XVIII o XIX. A las mujeres les besaba la
mano y les hacía una reverencia al saludarlas.
Se rasuraba y se cortaba el pelo quizá cada dos o tres años. Usaba el
pelo cortado para rellenar las almohadas de su casa. No fumaba ni bebía
alcohol. Nadaba mucho, jugaba frontenis, ping-pong y hacía pesas. Vivía
pensando en el sexo y tomaba pastillas para poder “hacer el amor un
número infinito de veces”, según sus palabras. Era muy malhablado, disfru-
taba mucho de los chistes, aún más si se referían a sexo.
Las veces que le tocaban alumnas, les pedía con mucho respeto que
abandonaran el salón de clases mientras despotricaba contra algo o al-
guien, o cuando contaba chistes, que por lo regular eran de todos los tonos
de la lujuria.
La primera clase con él la tuvimos en los salones del Instituto de Geo-
logía, frente a la Alameda de Santa María, en la parte posterior. Por tratarse
de un edificio antiguo, de techos muy altos, pronto oscureció. Debido tam-
bién a que había algunos focos fundidos. La carencia de escaleras apropia-
das nos hizo improvisar un andamio con bancos y sillas encimados, todo
esto sobre una pequeña mesa y ésta sobre un escritorio. Por lo frágil de esa
estructura se necesitaba que una persona alta, delgada y ágil se subiera a
cambiar los focos.
La tarea fue encomendada a Toño, compañero nuestro nativo de
Cananea. Medía un poco más de un metro con ochenta centímetros y era
muy delgado. Todo un manojo de nervios, fumaba demasiado y bebía aún
más. Su padre minero, un mal día, después de una explosión, ya disipado
el gas, entró a inspeccionar y vio demasiado tarde una zona en el techo del
socavón a punto de desprenderse. No tuvo tiempo de reaccionar y decenas
de toneladas destrozaron su cuerpo. La liquidación que hizo la compañía
escasamente alcanzó para cubrir los adeudos. Siempre era lo mismo. Él,
como otros muchos obreros, dejó su vida en las minas, para que a su
muerte no quedara más que el recuerdo en el seno familiar y las deudas
siempre crecientes. Años más tarde, uno de los hermanos de Toño moriría de
la misma forma que su padre. Las aspiraciones de Toño eran nunca trabajar
en las minas de cobre de Cananea y beber hasta desbordar. Su amor era su
64 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

madre, mujer que había enviudado muy joven, que había entregado su
vida trabajando de sirvienta en la colonia americana allá en las casas de los
gringos, allá donde todo abundaba, no como en su casa en donde el frío se
colaba por todas partes, en aquella casa vieja hecha de tablones que nunca
se juntaron, ni con esos papeles pegados con engrudo que procuraban
tapar los huecos. El frío y el aire del norte siempre se sentían. En cada casa
había una estufa de leña. La de su casa, él la describía como un monstruo
que, con hambre voraz, comía día y noche la leña que con mucho trabajo
lograban él y sus hermanos conseguir en el monte cercano.
Con los pies descalzos y agrietados, a punto de sangrar, caminaba
sobre la nieve buscando ramas secas para la cocina, para calentarse un
poco o para hacer las tortillas de harina. Cuando Toño tuvo ocho años de
edad, le dijo a su madre:
—Mamá, cómo quisiera ya ser grande.
Su madre, con infinita ternura, levantó los ojos al cielo, un deseo en su
mente y una lágrima en sus mejillas. Con voz entrecortada por la emoción,
después de su recorrido mental, imaginó a su hijo hecho un hombre, imagi-
nó todos sus problemas económicos resueltos. Luego le pregunta con pala-
bras llenas de dulzura:
—Hijo de mi alma, ¿para qué deseas ser grande?
—Para llevarte conmigo, para que no trabajes.
Desgraciadamente su madre no logró vivir lo suficiente. La tuberculosis
cortó muy temprano una vida que sólo vivió para sufrir.
Así pues, Toño se subió con facilidad a la estructura que improvisamos
para el cambio de lámparas. Cuando estaba a punto de lograr el cambio del
primer foco, llegó Palemón por atrás y le agarró de golpe los testículos.
Toño, dando un grito, realizando los movimientos más raros del mundo,
sintió desplomarse los bancos bajo sus pies. Se rompieron los focos. Ade-
más, en su caída perforó un escritorio de madera muy bonito. El Barbón
llegó corriendo. Al ver los destrozos y a Toño en el suelo, lo reprendió
amargamente en estos términos:
—Mire, pinche güey, todos los hijos de la chingada destrozos que ha
hecho. Lo mando a cambiar un foco, no a partirle su madre a la nación.
Rompió cuanta pendejada se le atravesó en su camino. O deja la masturba-
ción, que a su edad es inusual, o me voy a permitir mandarlo a la chingada.
No había pasado un mes de eso, cuando nos encontrábamos en clase
con el Barbón. Ahora nos hallábamos en el laboratorio de una refinería
llamada Cobres de México. La clase fue por demás interesante, fue una expli-
cación completa de cómo desarmar y armar una joya de ingeniería mecánica,
MEMORIAS DE UNA IGUANA 65

una balanza analítica de precisión de por lo menos ochenta años. Todos


pasamos satisfactoriamente la prueba, menos Toño. En un descuido del Bar-
bón, cuando aquél se aprestaba a colocar la última pieza, con mucha sutileza
Palemón le dio un fuerte apretón en los testículos. Toño pegó un grito,
aventando por los aires un sinfín de piezas que componen toda balanza
analítica del siglo XIX para pesar oro. El Barbón se trastornó. Por poco lo
golpea, diciendo más o menos lo siguiente:
—Con una chingada. Hace un mes le dio usted en toda su madre a un
chingo de piezas mobiliarias pertenecientes a este jodido país. Pues si piensa
seguir partiéndole la madre a esta velocidad, le recomiendo mejor que se
vaya a la chingada como presidente de la República, que son las personas
que los habitantes autorizan para eso. Pero usted o deja la masturbación,
como le dije, o lo voy a chingar, pues no tiene curul para hacerla. La mastur-
bación no le hace nada bien, es pésima para todo el sistema nervioso.
Pasó el tiempo. Nos encontrábamos nuevamente en Cobres de México
haciendo análisis de oro y plata por fusión. La operación se hacía en hor-
nos de mufla de material muy delicado. Todos teníamos que realizar las
distintas operaciones. Terminábamos las fusiones, en las que los crisoles
contenían escoria fundida a alta temperatura y plomo con oro y plata en
estado líquido en el fondo. La operación consistía en sacar los crisoles y
verter su contenido en moldes de hierro llamadas payoneras. Todos había-
mos concluido nuestro turno, menos Toño, quien con toda elegancia saca-
ba los crisoles y vertía su contenido. En el momento en que Palemón le
pico las costillas, siguiendo sus costumbres, pegó un grito, un brinco, y
aventó pinzas, maneral, visera, guantes y crisoles, plomos, etc., derraman-
do el contenido por todo el piso. Al ver esto todos salimos corriendo.
Regresamos poco a poco. El Barbón, poniéndose en jarras, dijo:
—Ahora sí, pinche comunista. No contento con darle en la madre a los
bienes de la nación, allá en Geología, tenías que venir a romper la econo-
mía de una empresa privada. Eres un perfecto jijo de la chingada. Y ahora
sí me cansaste, la próxima vez que te masturbes, a ver si vas y chingas a
veinte, pero fuera de los negocios en que aparezco en nómina.
Lógicamente, igual que en las ocasiones anteriores nadie dijo nada.

Otro de mis compañeros era el Ciego, quien, a pesar de su edad, tendría


unos treinta años, vivía en casa de su madre. Esta viuda dependía de sus
hijos mayores, los que eran profesionistas brillantes. Sólo quedaban en
casa los dos menores: uno de treinta años y el otro de veintisiete. El único
que no trabajaba, pero iba a la escuela, era el Ciego, mote que se había
66 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

ganado desde la secundaria, muchos años atrás, por usar lentes de fondo
de botella. El Ciego, sin llegar a ser un retrasado mental, era bastante lento
de aprendizaje, aparte de tener un cinismo a prueba de todo. Durante un
viaje de prácticas que hicimos a una industria, en el estado de Veracruz,
dejó la maleta con todo y ropa en la terminal de camiones. En esa ocasión
nos dijo:
—La voy a dejar. Le diré a mi madre que me la robaron para que me
compre ropa nueva.
En esa época Horacio Rentería era muy borracho. Se pasaba el tiempo
visitando a sus paisanos, en busca de algunos pesos para poder continuar
su embriaguez. Cuando estaba en la parte más denigrada de su vida, el
Soldado lo rescató. Primero fuimos a visitarlo a su casa. Aquello sí que
parecía un muladar. Había abandonado a su familia y vivía en un cuarto en
la azotea de un edificio de departamentos en la colonia Guerrero. Era un
solo cuarto, en donde estaban tiradas todas sus pertencias, que a la vez le
servía de cama, de guardarropa y tocador, mesilla de noche, etc. Una cor-
tina de tela daba acceso a un pequeño servicio sanitario, con lavabo y
regadera que no se usaban desde que ahí hubo tiempos mejores. Aquello
apestaba a humanidad y a jaula desaseada de leones. Nadie podría imagi-
nar que ahí dormía un gran artista, un gran pintor.
Después de varias visitas logramos convencerlo de regresar con su
familia, de ingresar a un centro de atención a su adicción. Así, poco a poco
fue recuperándose. No habían pasado seis meses cuando Horacio nueva-
mente empezó a pintar.
El Soldado había hablado con varias personas de la Legión Americana
y logró colocar algunas pinturas que Horacio tenía arrumbadas en el za-
guán de la casa. El Colorado tuvo una gran idea. Su esposa al poco tiempo
inició tratos con el pintor para que hiciera cuadros para la revista que ella
representaba en México. Enviaron bocetos, luego algunas muestras de cua-
dros. Después se fijó una fecha para ver la posibilidad de celebrar un
contrato. Llegó por vía aérea un representante legal de la editorial y firma-
ron un contrato en el que se estipulaban cláusulas de propiedad intelec-
tual, pagos y tiempos de vigencia.
Pronto Horacio se vio con dinero. Instaló su estudio en un edificio no
lejano a la casa en donde vivía con su familia. Las bebidas alcohólicas
estuvieron prohibidas para él. Las primeras mujeres sirvieron de modelos;
las siguientes, de amantes.
Horacio fue invitado a pintar unos bosquejos en los estudios de cine
Churubusco, en donde se preparaba la filmación de una película. Algunas
MEMORIAS DE UNA IGUANA 67

extras le pidieron trabajo como modelos. Así fue como citó en su taller a
una joven de la población de Nautla, Veracruz. Ella, a la par que sus dos
hermanas, trataban de abrirse campo en la gran ciudad. Las tres eran muy
bonitas y muy atractivas. Rentería fácilmente cayó en la tentación, tomando
como amante a la mayor de ellas. Desde entonces se hizo cargo de los
gastos de toda la familia.
La hermana menor era estudiante de preparatoria. Por turnos fue novia
de cada uno de los siete que integrábamos el grupo. Pero hubo de llegar
aquel fatídico día en que el Ciego organizó una fiesta en su casa, aprove-
chando la ausencia de su mamá, que estaba de viaje en su natal Michoacán.
La cita fue un sábado por la noche. Como el Ciego tenía la colección de
películas pornográficas más grande que cualquiera pudiera imaginar, había
preparado el escenario para lo que en su mente imaginó una gran orgía.
Cuando ya estábamos los varones (las invitadas llegarían más tarde), el
Ciego probó su cámara. Todos aplaudimos, pero nadie imaginaba que su
intención era pasar las películas cuando las muchachas estuvieran ahí. Las
escenas ahí contenidas eran de pronóstico reservado, ya que mostraban
parejas desnudas acariciándose y teniendo sexo en todas las formas
imaginables.
Las Bellas, así apodábamos a las chicas, fueron puntuales. El único
inconveniente fue que las acompañaba su hermano menor. La música esta-
ba a un nivel apropiado, abundaban las bebidas, lo que contrastaba con la
escasez de comida. Bailamos por turnos con las tres chicas. La pequeña era
mi novia en esos días. Sin embargo, a media fiesta Toño ya la había con-
vencido de que el era el novio más apropiado. Los encontré besándose en
la cocina. Como eso no estaba en el programa, le reclamé. Ya salíamos a
discutir el problema cuando Palemón, que bailaba con la amante de Horacio,
le pareció conveniente acariciarle las caderas, y ella, sin inmutarse, doblan-
do una de las piernas le dio un tremendo golpe en los testículos. Palemón
rodó por el suelo hecho un ovillo aullante de dolor, mientras la Bella apro-
vechaba para patearlo. Éste consiguió sujetarle de un tobillo, jalándola la
tumbó y la aproximó a su lado. Entonces el hermano pequeño pateó las
costillas de Palemón y aprovecharon la confusión para salir corriendo del
departamento. Entre el Soldado y yo detuvimos a Palemón. Solos ya y sin
música ni compañía de mujeres, nos dedicamos a ver las películas porno-
gráficas. El Ciego estaba muy disgustado y le echaba la culpa del fracaso de
la fiesta a Palemón.
68 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

En la última práctica de laboratorio del año, el Barbón estaba jugando aje-


drez con el Ciego en un salón del laboratorio en Cobres de México. Este
último dominaba la partida. Toño había concluido un ensaye de oro y plata
y transportaba, asido con una pinza, un pequeño crisol de porcelana que
traía el oro resultante del ensaye. Al pasar junto al tablero, Palemón le
metió zancadilla. Lo que siguió es fácil de imaginar. Contorsionando el
cuerpo, tratando con brazos y piernas de no caer, de no perder el ensaye
de oro, Toño finalmente chocó con el tablero de ajedrez y con el Barbón,
quienes fueron arrojados al piso por sus largas piernas. Todas las piezas del
tablero rodaron y el Barbón estaba sentado en el suelo con cara de espan-
to. Al terminar la confusión, por un milagro el oro y el crisol continuaron
sujetos a la pinza y a la mano de Toño. El Barbón desde el suelo gritaba:
—Me la vas a pagar cabrón. Estás confabulado con el más masturbador
de los espíritus. Pero ahora que me levante te voy a partir la madre.
No se había logrado levantar cuando Toño lo calló gritándole:
—Mire viejo jijo de la chingada, ya me tiene usted hasta el gorro con sus
pinches regaños y de ahora en adelante no estoy dispuesto a permanecer
callado, oyendo cuanta madre se le ocurre. En primer término quiero decirle
que el masturbador será usted y toda su ojete familia. Segundo, usted trata de
hacerme algo y soy capaz de hacerlo que se trague cada una de las pinches
palabras que ha dicho y de paso lo rasuro y lo baño, pinche marrano.
El Barbón, desde el suelo, lo miraba con una cara de extrañeza. De
repente, levantándose, esbozó una sonrisa de satisfacción para decirle:
—Ya vez cabrón, ya te curé. Yo sabía bien que te iba a quitar la insegu-
ridad, los nervios y todas las taras familiares y hereditarias que ibas arras-
trando. ¡Te felicito!
Y dándole un abrazo, se acabaron los problemas.

Un mes que no recuerdo del año de 1952, Toño, cargado de una maleta
no muy pesada, subía las escaleras de un viejo edificio de la calle de
Fresno, situada en la que otrora fuera la señorial colonia de Santa María la
Rivera, barrio venido a menos, y entonces poblado día y noche por estu-
diantes. Era una mañana gris. Desde hacía casi una semana el sol se había
negado a salir. El tiempo fresco y húmedo presagiaba las lluvias de todas
las tardes. Toño subía por segunda vez a la azotea de aquel edificio de
cuatro pisos. Había conseguido un cuarto para dormir y para guardar sus
propiedades. Se había disgustado con su hermano que estudiaba medici-
na, y que vivía en la azotea del edificio situado en la calle de Donceles en
el número 12. En su planta baja existía desde muchos años atrás una
librería en la que se podían adquirir libros usados de todas las edades.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 69

Toño, una vez que acomodó sus pertenencias, fue a buscarme para
que lo acompañara a comprar una cama. Le sugerí que en la misma colonia
la comprara para evitar el gasto del transporte. Así se hizo. Con ella y un
delgado colchón subimos, quedando en poco tiempo acondicionada su
nueva habitación. No había necesidad de colocar ninguna cortina para el
retrete.
Cuando acompañé a Toño por la noche a su cuarto, nos percatamos de
que otro estudiante, además de dos sirvientas, vivían en la misma azotea.
Entablamos plática con Manuel. Era de Tabasco y estudiaba el cuarto año
de medicina. Sobre las sirvientas nos comentó que el no deseaba enredarse
en líos. A Toño y a mí nos pareció esto formidable. Un torrente de sangre
caliente se nos vino por las venas de la entrepierna.
Visité a Toño al cabo de unas semanas. En el quicio de la puerta estaba
un joven que aparentaba nuestra misma edad, muy flaco, de ojos muy
lejanos que se asomaban desde sus órbitas ocultas en ojeras demasiado
marcadas. Me dejó con la mano extendida y al oír mi nombre balbuceó
algo que no logré captar. No pregunté por el suyo.
Los invité a caminar por la alameda de Santa María. Como siempre, la
plática se adentró en la apreciación que hacíamos del último libro que
estábamos leyendo. Toño, muy interesado en la revolución francesa, leía
sobre la vida de Fouché. Yo me entretenía con la obra Lejos de las Alam-
bradas de Valtin.
El nuevo amigo parecía ser una persona culta, había leído mucho,
opinaba con propiedad y sólo cuando le era estrictamente indispensable.
Cuando hablaba se dirigía siempre a Toño, independientemente de quien
le hiciera la pregunta. Obviamente prefería callar y escuchar. Su mirada se
perdía, nunca fija en nada o en nadie.
Los dejé en la calle de La Rosa y al día siguiente le pregunté a Toño por
su raro amigo. Lo conoció ante la puerta del edificio en donde vivía. La
lluvia de la tarde había hecho estragos en su ropa. Le pareció que estaba
buscando algún domicilio o persona, por lo que se ofreció a ayudarlo. No
buscaba nada ni a nadie, tampoco estaba perdido, simplemente dijo estarse
refugiando de la lluvia vespertina. Conversaron y, antes de las diez de la
noche, Toño lo invitó a cenar al restaurante Lugo, en Eligio Ancona. Su
amigo no probó ningún alimento. Al parecer estaba demasiado interesado
en la conversación que por largo rato sostuvieron sobre libros y revistas.
Por su físico y por el hecho de que no comía nada, aunque le ofrecié-
ramos de buen grado e insistiéramos, se ganó el apodo del Muerto. Al poco
tiempo los amigos de Toño sospechábamos que el Muerto realmente esta-
70 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

ba muerto. Aguantaba todo tipo de bromas. Sólo le contestaba a Toño y


nunca fijaba la vista en nadie en particular.

El grupo era pequeño. Las reuniones, dependiendo de dónde se realizaran,


cambiaban de asistentes. Alejandro, hombre mundano, estudiante de medi-
cina en la Universidad de México; Simeón, defensor de los principios de
pureza de la religión cristiana; el Pipas, el más pragmático de todos; Rafael,
andrógino, era el artista, el bohemio, el que estaba siempre un poco fuera
de las conversaciones y de la manera de pensar del consenso; y Gerardo, el
socialista, que junto con Toño, asumían el papel de moderadores cuando la
conversación se salía de la cordura. Aunque en realidad no importaba el
cauce que siguiera, pues lo mismo se hablaba de la nefasta presencia de los
gringos en la lucha contra la aftosa, que sobre la intervención de los mis-
mos en Guatemala. El tema sexo ocupaba un primerísimo lugar. Comentá-
bamos sobre la precaria situación económica del país, del socialismo, y la
necesidad de la justicia social. En ocasiones los temas eran por demás
infantiles y tomaban rumbos inesperados.
A veces las pláticas las iniciaba Rafael, que contaba sus nuevos descu-
brimientos en la Academia de San Carlos. Nos transmitía su opinión sobre
alguna corriente de la expresión o del color, o sobre técnicas empleadas en
diferentes materiales. El Pipas trataba de callarlo diciendo: Ya encontraste
otro puto como tú. Rafael sin dejarse molestar, de respuesta rápida, apun-
talaba la necesidad de ser diferente. No eres diferente, eres igual a los
muchos millones de homosexuales que hay en este mundo. “Yo no deseo
ser diferente, deseo ser igual. Me encanta cómo, a pesar de los millones de
años que llevamos evolucionando, nos comunicamos a través del sexo.
Que éste sea la más universal expresión, es fundamental para la compren-
sión humana.” Tú sólo eres materia, tú sí que estás podrido. “Yo estoy
hecho de algo más, me alimento de cosas diferentes a las que tú necesitas,
se sublimiza mi materia a través de mi espíritu.”
Alex los callaba sugiriendo que cada quien se refocilara con su cada
cual, de acuerdo con su gusto y preferencias.
Cuando había licor el Pipas seguía insistiendo sobre el tema, hasta que
Gerardo lo callaba diciendo: A ver Pipas, ¿cuál es tu dolor? ¿El que te dé
pena ser como Rafael? ¿O te mueres de envidia porque nadie te agarra el
culo? Ya que tratas de ocultar tu feminidad presumiendo de algo que es tu
parte más débil.
Monchis nunca sacaba a flote el tema de la religión para la conversación,
pero si alguien más lo tocaba, era el más riguroso defensor de la conserva-
MEMORIAS DE UNA IGUANA 71

ción de la pureza del cuerpo, de la mente, en fin, de sus creencias. Esto mal
lo soportaba Alex, quien no creía en la pureza de nada ni de nadie. Cómo se
mofaba de las razas supuestamente puras, de la pureza del lenguaje, de las
vírgenes y de cualquier texto que sólo había sido escrito a conveniencia del
narrador. Monchis jamás aceptó los diez mandamientos como un código de
ética, para él sintetizaban el primer intento de divinizar al hombre. Entonces
intervenía nuevamente Alex, que trataba de desmentir cualquier tono de
inocencia que se plasmara en la voz de su interlocutor.
El Muerto permanecía impasible hasta que le colmábamos la paciencia.
Después, dirigiéndose siempre a Toño, aseveraba que la diferenciación de
sexos era el atractivo principal de la vida, por lo que cada vez había más
habitantes en la Tierra. Incluso se atrevía a la clarividencia asegurando que
llegaría un tiempo en el que la tasa de natalicios decrecería y con ella la
población del mundo, todo ello como producto de los fármacos de una
sociedad que no deseará comprometerse. Agregaba que no decaería el
apetito sexual, cuya práctica jamás caería en desuso. Solemnemente asegu-
ró que Pipas prefería más a los hombres que a las mujeres, por eso esa
lucha en su subconsciente, que le producía repulsión a la vez que una
atracción inconfesable. Sobre la divinización del hombre se limitaba a ex-
presar su aceptación de la teoría que suponía que el hombre se había
diferenciado de todas las demás especies gracias al desarrollo de su cere-
bro, y que los mitos eran maquinaciones de éste, y había algunos que
estaban aún cocinándose y otros que se cocinarían en las generaciones
futuras. De la pureza, si existía, el Muerto alzaba la voz, había muchos seres
tan puros en este mundo, verbi gracia los niños, que el lodo rencoroso del
Pipas nunca los alcanzaría.
Estas discusiones se suscitaban cada vez que nos veíamos. Nunca llegá-
bamos a ningún acuerdo, no obteníamos ninguna conclusión. Alex se reti-
raba diciendo: Arriba el sexo y el aborto permitido, hijos de la chingada. Yo
me voy a coger con mi vieja. Pocas semanas después, la reunión terminó
en borrachera. Toño cumplía años, ya había puesto unas cervezas a enfriar.
El Muerto permaneció unos minutos, sólo el tiempo suficiente para enterar-
se de que esa tarde el objetivo no era de su interés; sin despedirse se fue
exactamente como aquella tarde cuando Toño lo encontró.

Estábamos por concluir el año escolar. El Barbón nos invitó a cenar con su
familia. La fiesta en la casa del Barbón fue todo un suceso. Para poder
ingresar a su casa cada uno de los siete que integrábamos el grupo debía
de asistir con algún familiar cercano. Entre nosotros había dos casados, los
72 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

que se presentaron con sus esposas. Uno más llevó a su hermana. Otros, a
sus novias. Y yo me hice acompañar por Esthela, la cual hacía tiempo que
no iba al Poli. Se la pasaba con un grupo de cubanos y españoles estudian-
do técnicas de guerrilla.
El bar estaba controlado por mí y sancionado por el Barbón. Ahí se
servían cubas libres y refresco de cola. La cuba libre se preparaba por
jarras, donde el Barbón dosificaba el ron. Así es que realmente era sólo
refresco de cola, hielo, limón y unas gotas de ron. Tratando de remediarlo,
el Soldado logró con su llavero abrir la cava y sustraer dos botellas de ron
y dos de tequila. A partir de ese momento, una vez que el Barbón había
dosificado el ron de su botella, yo enriquecía el brebaje con licor de las
otras botellas.
Bailamos, cantamos, declamamos poemas. Hasta jugamos a no me acuer-
do qué. De pronto derrochamos la energía de la euforia que produce el
alcohol. El profesor y su familia, sin sospechar, estaban felices, contagiados
de nuestra alegría. Terminada la cena, el Barbón tomó la palabra:
—Mis distinguidas damas, mi casa abrió sus puertas a ustedes. Me siento
honrado con su presencia, la belleza engalana mi hogar esta noche. El
perfume que exhalan hará que su presencia perdure por mucho tiempo.
Ustedes me recuerdan con sus gracias que no hay flor ni química capaz de
producir la mezcla inconfundible de los ingredientes: mujer y noche. Les
viviré agradecido la formidable noche que nos han permitido disfrutar y
que seguiremos gozando hasta que el alba se presente y aún más allá.
Luego dirigiéndose a nosotros sus alumnos:
—Jóvenes estudiantes, permítanme honrarlos con ese calificativo, pues
nombrarlos caballeros faltaría a la verdad, pues ustedes realmente no lo
son, y no merecen tal apelativo de ninguna manera y dudo que algún día
lleguen a serlo. Pero eso sí, ustedes son los fieles representantes de una
generación en estado de putrefacción, representan el ocaso de una genera-
ción que mientras más pronto desaparezca de nuestra vista será mejor. Este
pequeño grupo de siete magnifica todos los pecados de Sodoma y Gomorra.
No hay pecado que ustedes no hayan cometido, o no estén por cometer.
Ustedes son una enciclopedia de culpas. Pero antes de callar debo confe-
sarles, jóvenes, cómo envidio su edad, cómo admiro sus pecados, cómo
me enorgullece su desvergüenza, cómo adoro su cinismo. Qué no daría de
mí mismo para poder ser joven como ustedes. Con gente como ustedes el
Creador hace milagros todos los días para lograr mantener este universo
funcionando, y además cada día mejor. Bendigo su mundo de humanos
con los defectos adorables de la juventud. Nosotros, que ya pasamos, nos
MEMORIAS DE UNA IGUANA 73

empeñamos tanto en criticarlos porque ya no somos física ni anímicamente


capaces de imitarlos. Siempre cada generación es y será mejor de la que le
antecede.
Después me tocó responder con frases de agradecimiento al maestro y
amigo. Terminando de hablar, el Barbón me entregó las llaves de la cantina
para que generosamente nos sirviéramos.

Nunca jugué ajedrez con el Barbón, aunque él me lo pidiera muchas veces.


Cuando terminé mi carrera, él fue de los primeros en felicitarme. Con su
florido lenguaje me dijo:
—Pinche Morales, te agradezco que no me hayas partido la madre en el
ajedrez. Qué bueno que nunca aceptaste que hiciera el ridículo ante ti,
siendo yo tu maestro.
Así era el Barbón: mal hablado, pero con buen corazón. En fin, un
magnífico maestro.
Blanca
CAPÍTULO VIII

MAL EMPIEZA LA SEMANA PARA EL QUE CHINGAN EN LUNES.


NADIE MUERE EN LA VÍSPERA, SÓLO LOS GUAJOLOTES

El estudiante interno era un joven preocupado por prepararse, lector ávido,


quizá por haber descubierto que en su retiro obligado el tiempo era escaso,
o tal vez por haber encontrado en su viaje desde el campo una ciudad
compleja. Lo que era cierto es que había hallado diferencias muy marcadas
de desarrollo, de justicia social, además, sus compañeros estaban muy
politizados para contraponerse a los medios de comunicación que manipu-
laban la información. Era la época de posguerra en la que los valores en
Europa estaban en crisis. La juventud, contagiada, inquiría las razones de la
vida.
Los estudiantes estaban apoyados por maestros mexicanos y españoles
de ideologías firmes y maduras. En los salones, oradores de distintos cre-
dos externaban su opinión. Las películas tenían una fuerte carga política.
Era la época de Lombardo Toledano, hombre de fácil palabra, de Encinas,
de Orona. Había reuniones políticas por doquier. También era el tiempo de
los grandes muralistas mexicanos, que plasmaban sus ideas, la realidad
mexicana en sus pinturas, una juventud llena de ideales, capaz de ofrendarse
por ellos.
Yo asistía a las reuniones de los republicanos españoles, lo que fue muy
formativo. Algunos pensaban siempre en una inminente caída de Franco.
Otros, los que habían sufrido en carne propia el abandono de ser presos
mientras los aviones de Hitler bombardeaban Guernica, no creían en mila-
gros. La razón se las otorgó el tiempo. Ni en el año de 1945, ni tampoco
después, las naciones rectoras les hicieron la más mínima justicia. Con esos

7 5
76 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

hombres pasé mucho tiempo, esos que todo lo dejaron y que encontraron en
nuestro país una segunda patria. Cómo enriquecieron aportando su expe-
riencia. Muchos eran, además, artistas: pintores, cineastas, actores, poetas,
científicos de diferentes ramas, políticos de diferentes corrientes, socialistas,
comunistas, anarquistas, todos ellos republicanos. España había renunciado
a la monarquía, y Franco, con ayuda del fascismo, les había llevado la dicta-
dura.
En México vivíamos fuertes represiones del gobierno. Se encarcelaba a
todos aquellos que disintieran, la debilidad del poder federal veía enemi-
gos por doquier, aplastándolos y creyendo que las ideas se mueren en las
cárceles.
En aquellos años Esthela dejó todo guiada por sus ideales. Caldo de
cultivo de ideas de avanzada eran las instituciones educativas. Las privacio-
nes del estudiante interno frente a los derroches e incongruencias de un
mal gobierno, apuntalaban a la juventud de izquierda.
Nuestros maestros... Es muy difícil tratar de mencionar cuán valiosos
era cada uno de ellos, dejaron siempre una huella indeleble en nosotros.
Sin embargo, yo señalaría especialmente a dos maestros pilares en mi
aprendizaje de la metalurgia. El uno estaba dedicado a la ferrosa, y el
otro, a la no ferrosa. Por separado intentaban convencernos de que su
rama era la mejor. Sus cátedras eran conferencias doctorales. ¡Cómo gus-
tábamos de escucharlos!, tratando siempre de contribuir al desarrollo de
la clase. Ambos fueron los que iniciaron estas disciplinas en la escuela.
Ya se habían ganado todo nuestro respeto. Además, se ganaron el de las
generaciones que nos antecedieron y de las posteriores.
Durante mi ejercicio profesional fueron varias las ocasiones en que nos
encontramos. Mi reconocimiento y respeto me incitó a introducir a uno de
ellos en la esfera política, donde pudo con claridad expresar sus ideales.
Desde la primera clase supe que iba a concordar perfectamente con
mi maestro de metalurgia no ferrosa. Hasta la fecha sigue considerándose
como uno de los mejores en su ramo. Mucho fue lo que aprendí de él,
sobre todo de su dedicación y rectitud en el trabajo. Fue de los pioneros
de mi escuela y de la carrera de ingeniería metalúrgica en el país.

El ingeniero Contreras sabía muy bien de las colonias americanas, de los


muros que separaban a los trabajadores mexicanos del área donde vivían
los extranjeros, de los manejos incorrectos de las liquidaciones, de las pé-
simas condiciones de trabajo que imperaba en la minería y la metalurgia.
Le era muy claro que los obreros terminaban llevando a sus hogares la
MEMORIAS DE UNA IGUANA 77

silicosis, la tuberculosis, como único premio a los interminables años de su


actividad al servicio de los patrones extranjeros. Los trabajos más duros en
las condiciones más crueles eran para el trabajador mexicano. Las instala-
ciones eran en su mayor parte de madera y lámina, del menor costo posi-
ble, es decir, no se invertía en infraestructura industrial.
Él pensaba que la base del desarrollo de una minería propiedad de
extranjeros eran sus integrantes mexicanos. Mucho luchó desde el labora-
torio, desde el aula, hasta que vio cristalizados sus anhelos. Fueron varias
las ocasiones en que fuera de la hora de clases tuve la oportunidad de
conversar con él sobre temas diversos. Era un hombre de ideas muy defini-
das sobre lo que se debía hacer para mejorar las condiciones de los técni-
cos y obreros minero-metalúrgicos mexicanos, no únicamente en materia
de salarios sino también en el ámbito de la seguridad e higiene industrial.
Era un conocedor de la clase obrera. Después del cierre de las minas del
Oro y Tlalpujagua, se unió con los obreros para auxiliarlos y sacar adelante
su proyecto. Asesoraba constantemente a los pequeños mineros, no única-
mente desde el punto de vista del laboratorio que dirigía, sino también en
el ámbito de la explotación minera, así como en lo referente a la visión
económica de cualquier trabajo.
Fue el ingeniero David Contreras Castro quien me pidió varias veces
que participara en las convocatorias que ofrecían becas para ir a estudiar
en el extranjero. También fue él quien me envió al Banco de México,
institución que me becó. Al concluir mis estudios, sin reparos me permitió
el traslado a Nacional Financiera para que técnicamente estudiara
factibilidades de proyectos minero-metalúrgicos.
Blanca
CAPÍTULO IX

AHORA SÍ, VIOLÍN DE RANCHO, YA LLEGÓ TU PROFESOR

No me explico, ahora con los años, cuál era realmente la función de un


prefecto en una escuela profesional. Pero la verdad es que nosotros tenía-
mos uno. Supongo que tendría unos quince años más que nuestra edad
promedio. Era ya todo un señor. Tenía dos trabajos: por las noches como
detective en un hotel de lujo, y por las tardes era nuestro prefecto. Era una
persona que conocía y apreciaba a la juventud.
Frente a la puerta del Poli había un estanquillo en el que se vendía
tepache fresco. Cuando nos encontraba in fraganti en delitos menores nos
disparaba los tepaches, siempre y cuando dejáramos de jugar volados,
rayuela, o alguna otra monería menor. Algunas veces para que cesáramos
algún juego de apuestas, nos decía:
—¿Bueno, cuánto traen?
Siempre era menos de cinco pesos.
Metía mano a su bolsa, sacando el dinero jugaba con nosotros una
partida única, pero condicionando a que se acabara después el juego.
Llegamos a apreciarlo tanto que nuestro prefecto siempre era el invita-
do oficial para pegar la patada inicial de nuestros torneos internos de
“tochito”, y no sólo a esta sino a otro tipo de actividades.

Muchas anécdotas pueden ser relatadas. Pero quizá la más relevante sea la
de cómo llegó a ser padre. Algunos, creo que muy pocos, nos ganamos su
confianza. A esos un buen día nos comentó:
—Mi esposa tiene tres semanas sin reglar.

7 9
80 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Tal confesión ameritó que nos invitara unas cervezas. De ahí en ade-
lante llevamos la cuenta de los días y horas que lo separaban orgullosamente
del título de padre.
Un domingo nos invitó a comer a su casa con la idea de presentarnos
a su esposa, de quien, está de más decirlo, se sentía muy orgulloso. La
señora fue muy amable con nosotros. En aquella ocasión todos ayudamos
en la cocina. Al poco tiempo establecimos un nexo de amistad.
Después hubo la sorpresa del factor Rh. Ella y el bebé lo tenían contra-
rio. El ginecólogo estableció la posibilidad de problemas en el parto. La
señora resultó tener sangre tipo B negativo, el mismo que tengo yo. Por
eso me ofrecí, en caso necesario, a ayudar.

Aparte de nuestro prefecto, teníamos una persona responsable del almacén


de la escuela: el Che Everardo. Él normalmente almorzaba en la escuela
junto con la encargada de la limpieza del turno matutino. Asaban los toma-
tes y los chiles con un mechero de Bunsen, preparaban las salsas mexicanas
en un mortero de laboratorio y bebían café en vasos de precipitado. Po-
dríamos decir que sus desayunos eran muy acordes con una escuela de
ingeniería química.
Al Che Everardo le faltaba un ojo y al jefe administrativo le faltaba una
pierna. Cuando platicaba cómo y por qué perdió la pierna su jefe, siempre
decía:
—Chávez iba caminando bien borracho y se le atravesó al tranvía. Yo lo
vi —y apuntaba con el índice el ojo inexistente.
Chávez, después de la comida, siempre traía un tufo alcohólico in-
aguantable, y le daba por enamorar a las secretarias.

El día del alumbramiento nos hicimos presentes en la clínica del magisterio


para acompañar a nuestro prefecto. Sus nervios estaban a punto de estallar,
cuando salió una enfermera y dio la noticia:
—Señor, su esposa acaba de tener una muy bella niña. Las dos están en
perfectas condiciones.
Pasó casi una hora para que le trajeran al prefecto el producto de su
amor. No cabía en sí de gozo. Nosotros nos retiramos, ya esperábamos la
ceremonia del bautizo.
Unos cuantos días después del alumbramiento entró al salón de clases
una de las secretarias de la escuela solicitándome para atender una urgente
llamada telefónica. Era del prefecto. Estaba muy nervioso. Su esposa se esta-
ba desangrando. Cuando había llegado a casa encontró a su mujer al borde
MEMORIAS DE UNA IGUANA 81

del desmayo. Corrió, cargándola, a la primera clínica que encontró. El estado


de su esposa era delicado.
Cuando llegué ya le habían insertado las mangueras para el suero. De
inmediato nos prepararon para que recibiera sangre mía.
Al final las cosas salieron bien. No hubo nada qué lamentar y sí mucho
qué festejar.

Los ropavejeros todos los días pasaban por las calles adyacentes al interna-
do, siempre en la búsqueda de alguna compra, venta, o trueque, o, ya de
perdido, de algunos volados con la raza. Podría asegurar que ya llevába-
mos una relación de tiempo con algunos de ellos. Nos hablábamos con
soltura, muy familiarmente, y siempre había algún tipo de negocio qué
hacer en beneficio de todos.
En la ropa usada lo normal era un trueque. El interno daba su pantalón
por otro menos fregado, o una camisa, un saco, en fin, un algo. En venta,
la dotación semestral de cubiertos de acero inoxidable, y tal vez alguna
cosa traída de casa en las últimas vacaciones.
Los volados eran eternos, ya que ninguno de los dos bandos sacaba
mucha ventaja. Tan diestros eran algunas iguanas como los ropavejeros.
En el caso de las visitas de los merengueros, lo normal era los torneos
de volados. Éstos sí que se pasaban horas jugando.
Blanca
CAPÍTULO X

YA ME AMARÁS CUANDO PUEDAS, AL CABO NO ME URGE TANTO.


LA MUJER Y EL AGUACATE, CON APRETONES MADURAN

Las relaciones con nuestras compañeras de estudio eran muy sencillas, esta-
ban basadas en la amistad y el compañerismo. Claro, también hubo compa-
ñeros que se pasaron los años de estudios sujetos a la mano de la que
posteriormente llegó a ser su esposa. Algunos, por razones completamente
normales, después de años de largo noviazgo, rompieron sus relaciones al
concluir los estudios.
En mi época no era común que las jóvenes sostuvieran relaciones sexua-
les con los estudiantes. Aún no había anticonceptivos, así que las relaciones
sexuales entre jóvenes terminaban a menudo en embarazos no deseados. Por
esa simple razón todas pedían boda antes de lo otro. Hubo noviazgos famosos
de parejas de estudiantes que casi se sentaban en el mismo mesa-banco. Llega-
ban al Bamby y con dos popotes se tomaban su refresco. Cuando pedían
helados siempre lo solicitaban con dos cucharas. Esos fueron los noviazgos
que terminaron mal. La explicación más veraz es que, como pasaban más de
ocho horas diarias juntos, ya casi matrimonio, al primer pleito serio habían
dado gracias a Dios para no tener que soportarse más.
Las novias de las iguanas quizá fueron siempre las más sufridas, pues
ellos carecían de dinero para pasearlas, llevarlas a bailes e invitarlas al cine.
Para animarse decían que su prieto bien valía el sacrificio. Como podían,
recortaban sus gastos, y eran ellas las que invitaban.
La canción del Plebeyo estaba de moda. Bien describía la situación del
interno que, por desgracia, se había enamorado de alguna compañera más
acaudalada. Los desprecios de ella, las bromas de sus compañeros, incre-

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84 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

mentaban su dolor. Hay que decirlo, algunos lograron sus objetivos llegan-
do hasta el matrimonio. Pero, hay que mencionarlo también, los más se la
pasaban con sus ojos de borrego a medio morir, suspirando con el corazón
destrozado.
Por las noches en los dormitorios, muchas veces con la luz apagada, se
escuchaba el llanto de una guitarra acompañada de la triste voz de algún
enamorado. Cuando las cosas caminaban bien, también había canciones ale-
gres, positivas.
Los juchitecos entonaban en zapoteco canciones que gustaban a todos.
Por esa razón, cuando alguno se animaba a rasgar la guitarra, nos juntába-
mos a su alrededor. Sin entender la letra, sentíamos muy adentro, intuyendo
que era una adoración a la mujer amada. No había dinero, de lo contrario
hubieran sobrado los mariachis y las botellas en aquellas ocasiones, ya que
todos, siendo jóvenes, teníamos motivos para cantarle al amor.

Había quienes pretendían un imposible. Otros, más prácticos, le hacían la


ronda a cuanta escoba con faldas veían. No faltaba quien, además de su
compromiso titular, buscaba complicaciones en un segundo frente. Ése era
el caso de un maestro de profesional, quien desde luego era casado. Su
tema de conversación fuera del aula eran las mujeres.
Una pareja de estudiantes, en alguna ocasión, se puso de acuerdo con
la sirvienta de la casa de ella. La arreglaron muy bonita y se la presentaron
al dichoso maestro como una tía. Durante semanas el maestro la visitó. Se
pasaba el tiempo besándole las manos y recitándole poemas.
Había compañeros que se reportaban cada media hora con su novia.
En esos tiempos no era tarea fácil encontrar un teléfono público y por
desgracia todavía no existían los teléfonos celulares.

Los noviazgos con muchachas no-politécnicas era frecuente. La Escue-


la Normal y la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM no estaban lejanas.
Como siempre crece el pasto más verde en el jardín ajeno, a todos nos
parecía que por esos rumbos había muchachas más bonitas. También por
aquellos años se fundó la Universidad Femenina, que era un semillero de
posibilidades de noviazgos. A mí me tocó impartir por unos meses clases
de álgebra como interino en la mencionada institución. No me fue posi-
ble enseñar mucho, pero las muchachas me capacitaron más de lo imagi-
nable.
A algunas les gustaban los jugadores de fútbol americano. La mayoría
de ellos se las daba de perdona vidas. Eran muy machos y había que
MEMORIAS DE UNA IGUANA 85

mantenerse alejado de cualquier muchacha que pretendieran. Casi por re-


gla esos noviazgos nunca pasaron de ser vanidad por ambos lados.
Los internos tenían sus novias en los cuatro puntos cardinales de la
ciudad. Era la edad, era parte importante de nuestra vida y de cualquier
plática. Cuando alguna iguana se rasuraba más de una vez al día y usaba
loción en demasía, seguro que andaba cayendo. Luego de haber conquista-
do el primer objetivo, componía versos y canciones, obtenía por lo regular
mejores calificaciones y se preocupaba por tener mejor calidad de vida.
Hasta se cultivaba más. Se notaba en su comportamiento general un cam-
bio positivo.
Las iguanas del internado también gustaban de las trabajadoras domés-
ticas. En la colonia de Santa María la Rivera las había al por mayor y para
todos los gustos. Ellas no exigían mucho y ayudaban al novio en lo que
podían. Les gustaba ir a los salones de baile. Ellas cooperaban con su
boleto para el salón o para el cine, y para los refrescos. Además convida-
ban al novio a un plato del guiso del día, que éste disfrutaba con fruición.

A Esthela la conocí en el año 1951. Fue en una fiesta en la colonia del Valle.
Me había invitado un compañero en ocasión de los quince años de su
hermana. Yo me sentía totalmente fuera de lugar debido a que no conocía
más que a tres compañeros ahí presentes. Ellos se hacían acompañar por
sus novias. Yo asistí solo. Llegó un momento en que estuve a punto de
dejar la fiesta, cuando me presentaron a Esthela que también estaba sola.
Nos sentamos a platicar. Tardamos poco en denotar cosas en común. Como
ejemplo, los dos no sabíamos bailar. Estudiaba también en el Politécnico la
carrera de Economía. Se mostró muy interesada en saber realmente cómo
vivíamos en el internado. De maduras ideas políticas, nativa de la ciudad
de México, estaba muy interesada en conocer la realidad de las pequeñas
comunidades del estado de Oaxaca. Había ya estado en dos ocasiones en
una pequeña ranchería, muy próxima a la ciudad de Tlajiaco, trabajando
como voluntaria en Salubridad.
Esthela era de estatura regular. Se podía decir que era bonita. Vestía
siempre con mucha sencillez y nunca se maquillaba. Jamás se pintaba las
uñas o los labios. De mirada profunda, utilizaba mucho el lenguaje corpo-
ral. Disfrutaba contemplando a la gente, y jugaba consigo misma a descri-
bir la personalidad de cualquiera que encontrase, fuera en un café, en un
parque, en una parada de autobuses, o en cualquier sala de espera. A partir
del día en que nos presentaron, se acabó la soledad para ambos.
86 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

Esthela era demasiado seria y así tomaba todas las cosas del diario vivir.
No le agradaban las bromas. Cualquier conversación con ella debía ser toma-
da con mucha seriedad. La primera cita la tuvimos en un café, en la zona
centro de la ciudad. Todo el tiempo me describió la situación de los campe-
sinos de Guatemala. Ella se concebía a sí misma como una persona con una
enorme deuda con la humanidad, que sentía la necesidad de brindar su vida
para mejorar la existencia de los sedientos de justicia social.
Estaba realmente convencida que el socialismo era el camino que to-
dos los pueblos tarde o temprano elegirían para lograr la igualdad
socioeconómica.
Disfrutaba tomar café, siempre acompañado de un cigarrillo, siempre
andábamos en búsqueda de los mejores lugares para beberlo. Otras veces
estuvimos en la cocina de su casa en donde ella lo preparaba.
Su familia, que gozaba de una sólida posición económica, no la com-
prendía, pero no intervenía en sus actos, simplemente la dejaba ser.
Nos hicimos necesarios el uno al otro, por lo que casi todos los días
pasábamos un tiempo juntos. Así continuamos por meses. Hasta que hizo
contacto con un grupo de cubanos. Después hizo varios viajes a Cuba, y yo
la veía sólo algunos fines de semana. Entonces dejó de asistir a la escuela.
Habíamos venido aplazando la despedida. Durante dos semanas sólo
hablamos de ese tema. Ambos sentíamos dolor y presentíamos que si nos
dejábamos de ver nuestro amor se rompería para siempre, que ya no volve-
ríamos a ser los mismos. Un sábado por la tarde nos despedimos. Se fue
como voluntaria a Cuba. Nunca volví a saber nada de ella. Cada semana
acudía por noticias a la casa de sus padres. Platicaba unos minutos con ellos
y luego me arrojaban la cruda verdad a la cara: todavía no sabían absoluta-
mente nada de ella. Su familia trató de saber su paradero, desesperados,
después de la caída de Batista, pero no lograron conocerlo. Quizá, tal como
ella lo deseaba, ofreció su vida en la búsqueda de la justicia social.
La ausencia de Esthela me llenó de tristeza. Pero de alguna manera
debí de estar preparado, aunque no lo estuve, ella siempre me anticipó que
un día tenía que partir. Y sin embargo cómo me dolió que se hubiera ido.

Algunos compañeros dejaban novia en su pueblo. Ésas eran las más boni-
tas, las más candorosas, no tenían los malos pensamientos que las de la
ciudad padecían. Ellas estarían siempre esperando. Su novio no las enga-
ñaría, regresaría en cada una de las vacaciones, porque no había nadie que
se le pudiera comparar. Las despedidas, siempre tristes. Terminando nos
casamos, ya verás. Cada vez me falta menos.
MEMORIAS DE UNA IGUANA 87

En algunos casos no era fácil acercarse a la muchacha. Sólo, quizá,


unos momentos cuando ella iba camino a misa. A otras, cuando iban por
agua:
Mañana se va tu prieto,
tu estudiante ya se va.
Dale un besito siquiera,
sabe Dios si volverá.

Al regresar al Poli, las primeras semanas se las pasaban suspirando.


Luego, sin olvidarla, el torbellino de la ciudad los envolvía. Algunos antes,
otros al concluir los estudios, fueron a sus comunidades y se casaron allá.
Nos comentaban sobre la ceremonia del rapto, ya que los padres de la
novia, quienes se hacían de la vista gorda, no habían otorgado su consen-
timiento. El novio descalzo, vestido de blanco, salía temprano de su casa. Y
tras de sí, un séquito de jóvenes lo seguían hasta llegar a la casa de la
novia. Ella se había levantado muy temprano y en compañía de otras jóve-
nes se había bañado en el río. La vestían de blanco con sencillez. Y luego
se unía a la procesión, pero ya con mujeres y personas mayores. La música
los seguía hasta la iglesia. Después, la comilona y el mezcal.
En otras comunidades debían de mostrar la prueba de la virginidad
de la novia, para orgullo de todos, novia, novio y sus familias, así como
para la honra de la comunidad.
También los hubo que nunca regresaron por la novia. Esa eterna histo-
ria de promesas que no se cumplen y que arrastran a la mujer a vivir una
vida de soltera, siempre esperando.

El Colegio Militar de San Jacinto estaba muy cercano al Casco de Santo To-
más. Los cadetes salían los sábados, con uniforme de gala, y cautivaban a las
chicas del Poli con su marcial caminar. Raymundo gustaba de molestarlos
arrojándoles el residuo de paleta de hielo que terminaba de comer. Más de
una vez nos metió en líos. Muy pocos cadetes se animaban a cruzar el Poli,
ya que algunas veces, sin saber de dónde había salido, algún interno, con
una corneta o clarín, tocaba la ordenanza correspondiente, es decir, aten-
ción, seguida de alto, retirada u órdenes semejantes. El cadete que lograba
ser novio de una politécnica jamás regresaba al Casco. Se veía con ella en
cualquier otra parte.
Lo más conflictivo sucedía cuando una chamaca del Poli se hacía novia
de un universitario, ya que se consideraba que el chavo había conquistado
a la chava. En muchos casos era un galardón más para el Poli y el susodi-
88 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

cho al principio lo presumía por doquier. Pero una vez que le apretaba el
amor, se disgustaba cuando alguien le hablaba de “conquistas gloriosas”.
Años después aprendimos que el hombre en muy raras ocasiones es el
conquistador. Por lo general es el conquistado.
En el Poli se clasificaba a las chicas de acuerdo con la siguiente escala
de belleza. Había muchachas bonitas: las de biológicas y las de ingeniería
química. Pero claro que eso nunca fue cierto. Las mujeres bonitas abunda-
ban en todas las escuelas, sobre todo en las facultades de la Universidad.

¿Y del sexo qué?


El Soldado se pasaba las veinticuatro horas del día en su búsqueda, eso
sí, nunca dentro del Poli. El era el amo de Santa Julia, en donde se discutía
con el Tigre la supremacía.
Palemón le hacía la lucha a cuanta muchacha veía. Se dice que algunas
veces logró su objetivo. La verdad es que yo me enteré de por lo menos
tres ocasiones en que lo obligaron al matrimonio, sin estar divorciado.
Perseguía a cualquier escoba con faldas, no le importaba color ni sabor.
Recuerdo muy bien cuando en nuestras prácticas, en los laboratorios de
Fomento Minero en Tecamachalco, la encargada de mineragrafía me dijo:
—Me tiene usted intrigada. Varias veces nos hemos encontrado en la
ciudad y cada vez me presenta una novia diferente. Eso no me sorprende,
pero lo que sí es que algunas veces su novia es rubia, luego lo encuentro
con una morena, en fin. Como que aún no se desarrolla en usted el gusto
por un tipo definido de mujer.
Yo no encontré argumentos para convencerla de que a mí todas las
mujeres me gustaban. Volviéndose a Palemón, que haciéndose tonto había
escuchado la conversación le preguntó:
—¿A usted qué tipo de mujer le atrae?
Con lujo de cinismo Palemón respondió:
—A mí sólo me llaman la atención las mujeres de un solo tipo muy bien
definido. Yo no me fijo en cualquiera.
A continuación hizo una descripción de sus preferencias, que corres-
pondían detalladamente a la maestra que le hacía la pregunta. Mis compa-
ñeros y yo nos orinábamos de risa al oír a Palemón, de quien también se
decía que levantaba lo que se le atravesara.

Para las iguanas del internado había múltiples alternativas. Las más socorri-
das eran las mujeres cuyo marido se dedica a todo menos a ellas. Pero
también se auxiliaba a la mujer joven con marido viejo, a las queridas de los
MEMORIAS DE UNA IGUANA 89

políticos y ricachones, y alguna que otra cosecha rara, producto de una


ardua labor.
Algunos automóviles muy bonitos se paraban en el ingreso, por la Mel-
chor Ocampo. Una iguana estaba ya esperando. Así se perdían en la distancia.
Otros, en tranvía, camión o a pie iban en busca del amor.
En algunos casos, señoras con muchas posibilidades económicas rentaban
departamentos amueblados. Ahí dormía el interno por una temporada. Los
lazos se rompían normalmente por celos.
Nunca me enteré de que alguna mujer ingresara a los dormitorios del
internado, que desde luego era posible. Supongo que efectivamente nunca
sucedió.
Al señor Chávez lo cachamos más de una vez correteando a la secreta-
ria. Quizá alguna vez la alcanzó, muy a pesar de su prótesis que le impedía
avanzar con rapidez.
Blanca
CAPÍTULO XI

ÁNIMAS QUE SALGA EL SOL, PARA VER CÓMO AMANECE.


‘ORA ES CUANDO HIERBABUENA, LE HAS DE DAR SABOR AL CALDO

Los tiempos estaban llegando. Faltaban pocos meses para que concluyéra-
mos los estudios. Nos empezábamos a preparar para las fiestas de gradua-
ción. Se integró la directiva encargada de la organización de esos detalles.
Las discusiones sobre los festejos fueron abundantes. Algunas llenas de
colorido, como la referente al diseño de los anillos de graduación.
Aquel asunto nos llevó por lo menos tres tórridas reuniones, en una de
las cuales la mayoría votó para que nuestro anillo tuviera una piedra preciosa
o, en su defecto, una semipreciosa. Agotado el tema alguien preguntó:
—¿De qué color vamos a querer la piedra?
El Chango, de inmediato, aportó su gran idea...
—¡Que sea del color de mis ojos!
Con esa respuesta, los que nos oponíamos a la piedrita tuvimos una
aplastante victoria.

Se organizó una serie de actividades para recolectar fondos. Como la gene-


ración estaba compuesta por integrantes de tres profesiones distintas, cada
una de ellas debería contribuir. Para este fin se concertaron tres bailes,
aprovechando la popularidad de The Danzante. Uno de ellos fue en el
Casino Militar. El siguiente, en un sitio similar. Y el de los metalúrgicos, en
la azotea de un edificio de departamentos, por allá por Santa Julia.
Después de los bailes tuvimos una reunión para reportar y entregar el
dinero recabado. El más elegante de todos fue sin duda el de los químicos
industriales, cuyo representante, adoptando un aire de nobleza europea, dijo:

9 1
92 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

—Nuestro The Danzante fue todo un éxito social, mas no económico.


Este reporte contrastó mucho con el de los metalúrgicos, que dijeron:
—El nuestro fue un fracaso social. Pero ayudará a engrosar las arcas de
la generación.

La entrega de cartas de pasantes fue en el Palacio de Bellas Artes. El baile


de graduación, en el Club Imperial. Todo era alegría rebosante de juven-
tud, nadie hablaba de despedidas ni mucho menos de tristeza.
Para el estudiante interno las cosas eran un poco distintas. Cuando le
dijimos adiós al internado, dejamos ahí no sólo amigos, dejamos seres que
se habían convertido en parte de nuestra familia. Habíamos crecido no sólo
en años y estatura, también lo habíamos hecho ideológicamente. Habíamos
llegado como adolescentes y salíamos como hombres. Llegamos como es-
tudiantes y salíamos como profesionistas.
Atrás se quedaban muchos sufrimientos, lágrimas que derramamos al
amparo de la oscuridad de la noche, presentando al día siguiente, como
todos, una cara sonriente. No importara que padeciéramos de frío, de ham-
bre o tuviéramos una pena mayor. Nos apoyábamos en nuestra juventud y
en el compañerismo.
A veces escaseaba la correspondencia con nuestras familias. Otras, re-
cibíamos malas noticias de casa. Nos mirábamos y siempre descubríamos
casos aún más tristes que el de nosotros y, sacando fuerzas, apoyábamos al
más necesitado.
La noticia del fallecimiento esperado o inesperado de algún familiar, que
llegaba con días y a veces con semanas de retardo, sin que el afectado
pudiera llegar a su casa a tiempo, nos impulsaba a juntar el poco dinero que
podíamos para comprarle un boleto para su comunidad y fuera a apoyar a
los suyos. Era muy doloroso pensar que a cualquiera nos podría suceder.
La tristeza y soledad que sentíamos los fines de semana, sólo nuestros
compañeros la entendían. Siempre buscábamos la compañía de personas
afines en gustos, disfrutábamos de cosas simples.
Al terminar un año escolar no había despedidas, nos volveríamos a ver
al poco tiempo. Pero cuando se termina de estudiar una carrera, las cosas
cambiaban.
Juntando las pocas pertenencias, hacíamos bromas para los que des-
pués de concluir sus estudios se despedían:
—Me voy a Petróleos Mexicanos, a la Comisión Federal de Electricidad,
a la Industria Eléctrica de México, a Altos Hornos de México, a Fundidora
Monterrey —y así seguía la lista...
MEMORIAS DE UNA IGUANA 93

Decía el nuevo profesionista lleno de ilusiones:


—Se acabó el internado. Ya no seré más iguana. Nos veremos en los
juegos del Poli contra la Universidad. Me dio gusto conocerte. Les debo unas
cervezas, nos las tomaremos algún día. Pidan a Dios que me vaya bien.
Le recordábamos sus flaquezas, cuando dándole un abrazo los llamá-
bamos por el apodo con el que algún chistoso un día lo bautizó.
—Perdóname, manito, tú serás un profesionista, pero para nosotros siem-
pre serás... —y utilizábamos el remoquete que le habíamos puesto.
Nunca me imaginé que un día a mí me tocaría. Cuando llegó el mo-
mento mis sentimientos estaban confusos, eran una mezcla de alegría, mie-
do y tristeza. Aunque hay que decirlo, primero no sentí nada. Era natural
que habiendo concluido mis estudios me fuera. Pero luego sentí cómo se
derrumbaba toda mi seguridad, aquel soporte enorme que me daban los
edificios y mis compañeros se desmoronaba.
Esta vez las bromas iban dirigidas a mí. En silencio terminé de empacar
lo poco que tenía.
Hubiera deseado una feliz despedida para aquellos que me acompaña-
ron en mis más difíciles momentos y que realmente me comprendieron.
Pero ya se habían ido. El Pipas, un año antes, concluyó su carrera de
Ingeniero Civil. A Pancholín y Carletos la vida les había cambiado de sen-
dero años atrás.
Quise decirles algo a los que se quedaban, pero un nudo en la gargan-
ta me impidió hacerlo, y con los ojos nublados por el llanto me fui cami-
nando por la rampa de salida. Nunca volví la cabeza hacia atrás. Con una
opresión inaguantable en el pecho aceleré el paso.

Años después regresé al Casco de Santo Tomás. Recorrí parte de la cancha


en donde algún equipo estaba entrenando. El estadio Camino Díaz había
sido demolido. Recordé parte de la película en la que habíamos participa-
do. Solamente las alegrías acudieron a mi mente.
Caminando por las escuelas, por el sendero que tantas veces dibujé
con mis pisadas, escuché en el salón 105 de la Escuela Superior de Ingenie-
ría y Arquitectura cómo un maestro impartía sus clases.
Luego, la escuela Vocacional Uno, qué bonitos recuerdos, junto a sus
maestros, acudió a mi mente. Sí, Vianey Vergara, con su peinado de lamida
de vaca; Camberos, siempre elegante dibujando a colores y a pulso una
obra maestra; Ernesto Villarreal, el matemático de la geometría descriptiva;
Antonio Camarena, llenando de ecuaciones el pizarrón; La Foca, con sus
bigotes de locomotora y sus ojillos tras los lentes; el Capitán Medio Litro,
94 R AÚL M ORALES G ÓNGORA

chaparrito y gordito, moviéndose como la patita de Cri-Cri; el Mayor Des-


madre, con su risa irónica; Lilia Batres, callándonos con amor; y Reyna
Nava, filtro perenne que definía quiénes deberían ser ahora y quiénes des-
pués, algunos alumnos que él reprobó nunca lograron pasar un examen a
título de suficiencia mientras él fue sinodal. Además, el doctor Giral;
Bargayon; Lorito; y Pedro Carrasco, quien fuera candidato al premio Nóbel
de física y que la guerra mundial le arrebató. Y tantos otros españoles
republicanos que habían dejado su patria para engrandecer la nuestra.
Caminé por el cuadrilátero. Recordé cómo habíamos subido el automó-
vil de Rafael por las escaleras, para luego llevarlo por el pasillo y volver a
bajar los peldaños para estacionarlo en la parte central del patio. Nunca
supe cómo lo sacó de ahí.
Luego llegué a la Escuela de Ingeniería Química, edificio que por cinco
años me abrigó y que en sus aulas me abrió un mundo de conocimientos.
Cuántas experiencias de miles de hombres de ciencias condensados en un
puñado de maestros, mil cosas extraordinarias viví. Ahí conocí a la compa-
ñera y amor de mi vida.
Volví a sentir las palabras del ingeniero Domínguez, responsable de que
se impartiera la carrera de Metalurgia. Allá tomaba la clase con González
Vargas y ahí con Contreras Castro. Mi profundo reconocimiento para ambos.
Un recuerdo muy especial para el gran matemático, el maestro Vega
Lozano. Él nos impartía su cátedra en el primer salón a la derecha.
En un salón, yo como alumno oyente, y llenando los tres pizarrones
con la química del carbono del maestro Humberto Estrada, Luis Hansberg
se reía para sus adentros cuando los alumnos no habíamos entendido su
mejor explicación.
En algunos salones se sentía todo el olor del humo de los cigarros que
Germán González Tapia se fumó. El maestro De la Rosa tomaba apresura-
damente su portafolios al advertir la presencia de una mariposa nocturna
en una de las paredes del salón.
Pedro Carrasco nos hablaba de instrumentos de medición que sólo
conocimos en libros.
Al pasar por un costado de la oficina administrativa me pareció percibir
el jadeo del señor Chávez tratando de alcanzar a la secretaria.
Cruzando, me asomé a la biblioteca. Ahí, con los ojos del futuro fijos
en los libros, varias docenas de jóvenes preparaban sus trabajos. En ellos se
reflejaban mis compañeros del internado. Ahí estaba también yo.
Cuando mis pensamientos me tenían en otra época, la bibliotecaria de
turno me pregunta:
MEMORIAS DE UNA IGUANA 95

—¿Se le ofrece algo?


Moviendo la cabeza en señal de negación y viéndola a los ojos, le sonreí...
Blanca
Impreso en los Talleres Gráficos de la
Dirección de Publicaciones del
Instituto Politécnico Nacional
Tresguerras 27, Centro Histórico, México, DF
Marzo de 2005. Edición: 1 000 ejemplares

CUIDADO EDITORIAL: Felipe Mardones Pons


FORMACIÓN : Aide Olivares Chávez
DISEÑO DE PORTADA: Griselda Solís Noriega
SUPERVISIÓN: Manuel Toral Azuela
PROCESOS EDITORIALES: Manuel Gutiérrez Oropeza
DIVISIÓN EDITORIAL: Jesús Espinosa Morales
DIRECTOR: Arturo Salcido Beltrán

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