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Una vez más podemos inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de
su hermano. Después de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige así al
Señor: « Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me
echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en
vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará »
(Gén 4, 13-14). Caín considera que su pecado no podrá ser perdonado por el
Señor y que su destino inevitable será tener que « esconderse de su presencia ».
Si Caín confiesa que su culpa es « demasiado grande », es porque sabe que se
encuentra ante Dios y su justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor el
hombre puede reconocer su pecado y percibir toda su gravedad. Esta es la
experiencia de David, que después de « haber pecado contra el Señor »,
reprendido por el profeta Natán (cf. 2Sam 11-12), exclama: « Mi delito yo lo
reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti sólo he pecado,
lo malo a tus ojos cometí » (Sal 51/50, 5-6).
22. Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre
queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio
Vaticano II: « La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de
Dios la propia criatura queda oscurecida ». (17) El hombre no puede ya
entenderse como « misteriosamente otro » respecto a las demás criaturas
terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo
que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado
en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a « una
cosa », y ya no percibe el carácter trascendente de su « existir como hombre ».
No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad « sagrada
» confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su «
veneración ». La vida llega a ser simplemente « una cosa », que el hombre
reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.
Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de
dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de su existencia, asumiendo
con verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio « existir ». Se
preocupa sólo del « hacer » y, recurriendo a cualquier forma de tecnología, se
afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. Estas, de
experiencias originarias que requieren ser « vividas », pasan a ser cosas que
simplemente se pretenden « poseer » o « rechazar ».
Por otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido
de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que
ya no es « mater », quede reducida a « material » disponible a todas las
manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad técnico-científica,
dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea misma de una verdad
de la creación que hay que reconocer o de un designio de Dios sobre la vida que
hay que respetar. Esto no es menos verdad, cuando la angustia por los resultados
de esta « libertad sin ley » lleva a algunos a la postura opuesta de una « ley sin
libertad », como sucede, por ejemplo, en ideologías que contestan la legitimidad
de cualquier intervención sobre la naturaleza, como en nombre de una «
divinización » suya, que una vez más desconoce su dependencia del designio del
Creador.
Notas
17. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36.