Al proclamarse la republica, en 1931, la agricultura en España, sobre todo en Andalucía
y Extremadura, se basaba en el latifundismo y en los cultivos de secano poco rentables. Los propietarios de las tierras hacían arrendamientos a corto plazo que empobrecían aún más a los hombres y a las tierras. Los campesinos se alimentaban de bellotas o algarrobas; el hambre que se daba en numerosas localidades dio lugar a la ocupación de tierras, robos, tala de árboles, destrucción de maquinaria y, como solución final, a la emigración. Desde las desamortizaciones del reinado de Isabel II, se había generalizado el latifundismo. Los capataces de las tierras iban por la mañana, muy temprano, a las plazas de los pueblos para contratar jornaleros. Debido a que había mucha oferta de mano de obra y la demanda era muy poca, los abusos en los salarios eran más que frecuentes. Pero el dinero ganado no se invertía en mejorar la producción de las fincas: no se disponía de maquinaria moderna ni de abonos, los métodos de cultivo eran muy antiguos y el terreno estaba mal cultivado; la rentabilidad de las tierras era más bien poca. Lo peor era que no había más opción que trabajar en estas condiciones. La esperanza de los jornaleros era el nuevo gobierno republicano-socialista. La propaganda electoral les había prometido solucionar sus problemas y, para ello, se llevaría a cabo la Reforma Agraria. Al principio, los campesinos se sentían defraudados y se multiplicaron las huelgas. Por ejemplo, en Arnedo (Logroño), la Guardia Civil mató a 4 mujeres e hirió a 28 personas; el gobierno hizo responsable al general Sanjurjo y lo destituyó, ganándose así un peligroso enemigo que no tardaría en atentar contra la república. El gobierno provisional, para evitar más conflictos en el campo, tomó varias medidas: se estableció la jornada laboral de 8 horas, se fijaron salarios mínimos, se prohibió desahuciar a los arrendatarios por falta de pago, se obligó a los propietarios a poner en producción sus tierras y, con el Decreto de Términos Municipales, se contratarían siempre trabajadores locales antes que a forasteros. También se crearon Jurados Mixtos del Trabajo Rural, comités formados por propietarios y representantes de los sindicatos de campesinos, que harían de árbitros en los conflictos entre propietarios y arrendatarios. Estos órganos eran rechazados por la CNT (Confederación Nacional del Trabajo), el principal sindicato de trabajadores durante la república compuesto por anarquistas españoles, lo que dio origen a numerosos conflictos. El 9 de septiembre de 1932, cuando el gobierno de Azaña estaba más fuerte que nunca, se aprobaron en las cortes la Ley de Bases de la Reforma Agraria y el Estatuto de Autonomía de Cataluña. A la reforma se oponían fuertes resistencias: los propietarios se vieron amenazados y buscaron apoyo en la derecha del Parlamento, la cual obstaculizó lo más que pudo la ley. A estos también se unieron los campesinos de clase media, que temían por sus fincas. La Reforma Agraria haría disminuir el paro y consistía en la expropiación con indemnización de grandes fincas cuyos propietarios no se preocupaban en cultivar, para repartirlas entre familias de campesinos o entre colectividades de agricultores. La lista de tierras expropiables contemplaba 13 categorías diferentes. Para llevarla a cabo se creó el IRA (Instituto de Reforma Agraria), el cual indemnizaría a los propietarios y daría préstamos a los campesinos para invertir en las tierras: comprar abonos, semillas, maquinaria, etc. Entre los propietarios que serían expropiados se encontraban un grupo de 65 aristócratas que no serían indemnizados ya que habían apoyado el pronunciamiento de Sanjurjo. Esta esperada reforma se convirtió en el problema más importante de la república, de difícil solución, y acabó por ser un fracaso. Era prácticamente imposible ponerla en práctica: era muy compleja, quienes debían llevarla a cabo mostraron ser incompetentes y a ella se oponían muchos obstáculos. Además, para hacerla, solo se destinaron 50 millones de pesetas (el 1% del presupuesto del Estado), una cantidad que hasta el mismo Primo de Rivera criticó por ser insuficiente. Su puesta en marcha fue extremadamente lenta, lo que hizo que los campesinos, decepcionados, se inclinaran hacia el anarquismo revolucionario. Uno de los levantamientos que hizo tambalear el gobierno de Azaña fue el que tuvo lugar en Casas Viejas (Cádiz). Todo empezó por el deseo de la CNT de solidarizarse con una posible huelga ferroviaria a finales de 1932. Rivas, secretario general de la CNT, envió telegráficamente la orden de insurrección. En Cataluña o en la Comunidad Valenciana, los levantamientos no llegaron muy lejos, pero sí en Utrera (Sevilla) y en la provincia de Cádiz. Concretamente en Casas Viejas, el 10 de enero de 1933, los campesinos se sublevaron y destituyeron al alcalde. Se entabló entonces un tiroteo en el que murieron dos guardias civiles. Llegó entonces una sección de guardias de Asalto (cuerpo de policías creado en 1931) al pueblo y los campesinos huyeron. Pero un anciano anarquista, apodado “Seisdedos”, se hizo fuerte en su casa con sus hijos, nietos y dos vecinos. Pasada medianoche, la compañía de Asalto, mandada por el capitán Rojas, optó por incendiar la casa. Cuando los atrincherados intentaron huir de las llamas, todos fueron acribillados a quemarropa. Después, Rojas ordenó una redada en el pueblo para detener a todos los que poseyeran armas. No se sabe si tenían armas o no, pero se llevaron a 12 hombres que fueron ejecutados. Cuando aún no se sabía lo del asesinato de los 12 campesinos, en las sesiones del Parlamento, Azaña dijo: «En Casas Viejas no ha ocurrido, que sepamos, más que lo que tenía que ocurrir.» Declaraciones, escritos y confesiones de los de Asalto se sucedieron hasta descubrirse la verdad. El director general de seguridad, Arturo Menéndez, tuvo que ser procesado con dolor de Azaña. De esta manera, tras la desproporcionada represión del gobierno a un levantamiento campesino, la imagen de los gobernantes salió empañada y Azaña quedó desprestigiado. En noviembre de 1933 la derecha llegó al poder y, en 1935, promulgó la Ley de Reforma de la Reforma Agraria para acabar con ella. En febrero de 1936, una coalición de izquierdas, el Frente Popular, ganó las elecciones generales y continuó con las reformas del gobierno republicano-socialista, incluida la cuestión agraria. La ilusión de los campesinos era “la tierra para quien la trabaja” y volvieron a verlo posible. Entre mayo y junio de 1936 se asentaron más campesinos que en los cinco años anteriores de la república. Esto era un avance, aunque el paro agrario aumentaba, a lo que hay que añadir las malas cosechas por las lluvias torrenciales de esa temporada. Y además había numerosos conflictos, como el de Yeste (Albacete), en el que murieron 17 campesinos y un guardia civil tras haberse producido un enfrentamiento porque los campesinos estaban talando árboles en una finca privada.