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PECADO ORIGINAL

I. Introducción

1. La doctrina fundamental cristiana sobre el pecado original tropieza hoy día con una triple mala
inteligencia. a) El pecado original es sentido como contradicción al modo que el hombre actual tiene de
entenderse a sí mismo como «originariamente» bueno y sano por su esencia y naturaleza. Las actuales
deficiencias individuales y sociales del hombre serían productos secundarios de la cultura y de la sociedad o
«fenómenos de fricción» en la evolución humana, inevitables desde luego, pero progresivamente superables.
De ahí que el hombre de nuestros días aspire a un estado de dicha y de liberación de todas estas deficiencias,
estado que se considera inmanente y al alcance de las propias fuerzas. A todo esto contradeciría el pecado
original como existencial permanente del hombre. b) El pecado original (por lo general, naturalmente, bajo
otros conceptos: el absurdo de la existencia, etc.) es identificado simplemente con la esencia (trágica) del
hombre (su finitud, etc.) y considerado como una realidad insuperable que va inherente a aquélla y, por
tanto, no puede explicarse por un acontecimiento primigenio de los comienzos de la humanidad.

Significa más bien que el hombre es una «construcción fallida» e insuperable como contradicción trágica
(todas las formas del existencialismo pesimista). c) Aun entre cristianos, por falsa interpretación de la
doctrina de la Iglesia, el pecado original es equiparado unívocamente con el pecado personal; ciertamente,
no en cuanto a su causa, pero sí en cuanto a la esencia del pecado «habitual». La problemática que de ahí se
deriva (de una «culpa colectiva» que opera desde fuera), hace luego que el pecado original se admita como
«misterio» o se rechace como contradictorio en sí mismo. Otras tergiversaciones secundarias o
interpretaciones unilaterales serán mencionadas posteriormente.

2. Por esa situación en que se halla la doctrina del pecado original se comprende, aunque no se justifique,
que esta doctrina sólo desempeña un papel muy modesto en la actual predicación cristiana. Naturalmente,
no es negada en la Iglesia (como en ciertos sectores de la teología protestante), pero queda atrofiada y
reducida en gran parte a mera verdad de catecismo, que se menciona en su lugar correspondiente, pero es
luego olvidada en la vida y en la predicación ordinaria. Por desgracia, apenas conserva ya hoy día fuerza
real para imprimir su cuño en la interpretación de la existencia del hombre actual.

Esto procede también de que, por una parte, se sienten como cosa «natural» y, en consecuencia, evidentes
de por sí la -» concupiscencia y la muerte, de modo que es difícil ligar a ellas la experiencia del pecado
original del hombre; y, por otra, el pecado original se considera borrado de tal forma por el bautismo, que
ya sólo resulta problema existencial respecto de los niños no bautizados (limbo). Si esta situación de la
predicación ordinaria ha de verse como una problemática abreviación de la doctrina sobre el pecado
original, ello no quiere decir que la anterior relación existencial de la cristiandad con el pecado original, la
cual se extiende hasta muy entrada la época de la reforma y hasta la religiosidad de tipo jansenista, haya de
ser hoy día, en todos los aspectos, norma y modelo para nosotros.

Efectivamente, a partir de Agustín, esa doctrina estuvo de hecho ligada con una tendencia pesimista
(concepción trágica del hombre) y con un particularismo de la salvación, que no se identifican con el dogma
mismo del pecado original Éste no designaba un factor en la interpretación de la existencia del hombre, que
está envuelta siempre y de antemano por la universal voluntad salvífica de Dios ( salvación) y la poderosa
gracia de Cristo, sino la situación de todos, de la que una gracia posterior salva sólo a unos pocos. La
universalidad del pecado original quedaba más clara que la de la redención, sobre todo porque no se supo
transformar abiertamente la universalidad de la voluntad salvífica de Dios y de la muerte de Cristo «por
todos» los hombres en un existencial de cada hombre, interno a él anteriormente a su -a justificación; y así
se creía que la redención universal de Cristo sólo entra en acción para cada hombre cuando se realiza el
proceso mismo de la justificación o se recibe el bautismo.

II. Historia del dogma del pecado original

La doctrina sobre el pecado original, que sólo muy breve y aisladamente aparece en la Escritura (cf. luego),
no adquiere un desenvolvimiento efectivo hasta Agustín (aquí hallamos el concepto de peccatum
originale). La patrística griega, con su teoría de la redención por la encarnación y absorta en la lucha contra
el pesimismo y determinismo gnóstico y maniqueo, no mostró mucho interés por la doctrina sobre el pecado
original (aunque no la silenció de lleno). En su lucha contra la negación pelagiana del pecado original,
Agustín apela a la Escritura y a la práctica del bautismo de niños. Acentúa la obligación de creer en el
dogma del pecado original y la universalidad del mismo; ve su esencia en la concupiscencia, que aparta de
Dios mientras no se borre por el bautismo el reato de culpa inherente a ella. El pecado original se transmite,
según él, por la libido, o sea, por el placer de los padres en el acto de la generación. Esta doctrina va unida
con la afirmación de un particularismo de la salvación eterna: Por justo juicio de Dios, la mayoría de los
hombre son dejados en la massa damnata constituida por el pecado original En cuanto la concupiscencia
inficiona todos los actos del pecador, todos esos actos son «pecado» (lo que no significa necesariamente que
sean nuevos pecados). La distinción interna entre pecado original y pecado personal no está aún elaborada
en Agustín (las consecuencias ultraterrenas de ambos son las mismas).

Al esclarecerse el concepto de gracia sobrenatural y habitual como gratia beatificans y elaborarse con
mayor precisión la doctrina sobre la iustitia originalis (como fundada esencialmente en la gracia
santificante), durante la edad media (desde Anselmo de Canterbury) la esencia del pecado original se cifró
más y más en la carencia de la gracia santificante por culpa del pecado de Adán, de suerte que en adelante la
concupiscencia ya sólo aparece como consecuencia o como elemento material del pecado original (Tomás
de Aquino); y así se comprende fácilmente por qué éste se borra realmente en el bautismo aunque
permanezca aquélla. El concilio de Trento define (con los reformadores) un pecado original interno y real en
todos (excepto María), que ha sido causado por el pecado personal de Adán, se borra verdaderamente por la
justificación y (contra los reformadores) no consiste en la concupiscencia, ya que ésta persiste en los
justificados, sino en la carencia de la justicia y santidad originales, que según el concilio se confieren como
una realidad interna y habitual por la gracia de la justificación. La teología postridentina elabora diversas
teorías para explicar por qué la ausencia efectiva de esta gracia en nosotros, en cuanto descendemos de
Adán, no sólo es secuela del pecado, ni sólo es una caída negativa, sino también algo que no debe existir en
nosotros,es decir, cómo y por qué se nos imputa el pecado de Adán. En la teología se enseña y recalca de
muy atrás la mera coincidencia analógica del pecado original con el pecado personal, pero en la teología
sistemática no siempre se mantiene suficientemente esta idea.

III. Teología sistemática

1. Reflexiones previas

a) El pecado original es ciertamente un misterio que no puede analizarse de manera racionalista; pero sí que
puede preguntarse cuál es objetiva y teóricamente la verdadera razón de este misterio. Su esencia no tiene
por qué consistir en una incomprensible imputación del pecado personal del primer hombre, o en una culpa
colectiva, pues ambas cosas llevan a la contradicción y no son requeridas por el dogma. La verdadera razón
de dicho misterio radica en el carácter misterioso de la gracia santificante como comunicación del Dios
esencialmente santo. En cuanto esta comunicación del Dios santo, el único que lo es esencial
u ontológicamente, antecede como gracia a la libre decisión de la criatura ambivalente (y en consecuencia
no santa por esencia), se da ya con ella una santidad del hombre, que precede a la bondad moral
(«santidad») de la decisión de la libertad y (donde es aceptada libremente) concede a ésta y al estado que de
ella se sigue una cualidad santa que no tiene por sí misma.

De ahí que la ausencia indebida de esta «santidad» precedente a la decisión moral (el no estar dotado
del Pneuma santo de Dios) funde un estado o situación de no-santidad, que antecede a la decisión moral del
individuo. Pero aquí tiene que hacerse inteligible cómo puede pensarse este «deber ser» de la santidad de
Dios en el hombre individual sin transformarse en una exigencia moral inmediata, la cual no tendría sentido
respecto de un hombre que sin culpa propia es incapaz de cumplirla. Por estar así fundado el misterio del
pecado original en el misterio de la gracia santificante, se comprende también por qué razón la doctrina
propiamente dicha sobre el pecado original sólo aparece en la Escritura (en la historia de la revelación)
cuando se trata explícitamente de la divinización del hombre por el Pneuma de Dios.

b) La mera analogía que media entre el concepto de pecado original y el de pecado personal (grave) hoy día
no es impugnada seriamente por ningún teólogo y no está excluida por la doctrina de la Iglesia. Pero debe
también mantenerse resuelta y claramente, como veremos aún en lo que sigue. Dicha analogía se refiere de
antemano a todos los elementos que constituyen la esencia del pecado habitual: su causa (decisión extraña y
propia); su esencia interna (hecho previo como situación de la libertad y permanencia de la decisión de la
libertad); sus consecuencias (pena del pecado sólo en sentido análogo como fenómeno de carencia y pena
del pecado como reacción contra la decisión personal definitiva); su relación con la voluntad de Dios
(voluntad del creador y voluntad del legislador que obliga personalmente); su relación con la situación
salvífica (relación dialéctica de dos existenciales y relación adialéctica de la decisión de la libertad).

c) El pecado original no puede ni debe entenderse como más universal y eficaz que la redención por Cristo
(cf. Rom 5, 15ss). A la postre no es temporalmenteanterior a la redención; pues, si bien el pecado personal
de Adán fue temporalmente anterior a la acción redentora de Cristo, sin embargo el pecado original y el
estado de redimido se comportan como dos existenciales de la situación salvífica del hombre, los cuales
determinan siempre la existencia humana, sobre todo si se puede admitir que el pecado sólo fue permitido
por Dios dentro del ámbito de su absoluta y más fuerte voluntad salvífica, que desde el primer momento iba
orientada hacia la comunicación de sí mismo en Cristo.

2. El testimonio de la Escritura

Aun cuando, según el relato etiológico del Antiguo Testamento (Gén 2, 8-3, 24), la pérdida del trato familiar
de los primeros padres con Dios, lo mismo que el trabajo, el dolor y la muerte se fundan en el pecado
original de aquéllos (pecado de origen), sin embargo el AT no conoce aún un pecado original en sentido
estricto como consecuencia del pecado de origen. En los Evangelios tampoco hallamos más que alusiones a
la caída; un estado originado por la caída de los primeros padres que pase a todos los hombres no aparece
por ninguna parte. La afirmación bíblica decisiva se halla en Pablo: 1 Cor 15, 21ss y sobre todo Rom 5, 12-
21. En este último pasaje el apóstol habla del pecado original (cf. el decreto del concilio de Trento [Dz 787-
792]), en cuanto establece ante todo el paralelismo entre Adán y Cristo (o entre la acción de Adán y la de
Cristo sobre todos los hombres [v. 18]) y de ambos deduce una situación de perdición y de salvación
respectivamente, que es desde luego ratificada por cada uno, pero que antecede a esta toma de posición y
determina realmente al hombre, haciéndolo, por Adán, pecador ajeno al Pneuma (v. 19) y, por Cristo, objeto
de la efectiva voluntad salvífica de Dios (objetivamente redimido).

Sería necesario que la teología católica, siguiendo el ejemplo de Pablo, entendiera más acentuadamente la
redención objetiva como algo que precede a la fe y a los sacramentos, como un existencial que determina
interiormente al hombre; pues sólo así se esclarece el paralelismo exacto entre la situación de perdición que
viene de Adán y la situación salvífica que procede de Cristo, como se esclarecen igualmente la existencia de
tal situación en ambos casos previamente a la decisión individual y la ratificación de una u otra situación por
el pecado personal (que Pablo ve juntamente en el v. 12) o por la fe.

3. Doctrina de la Iglesia

El pecado original (enseñado ya por el concilio de Cartago del año 418: Dz 101ss; cf. también 174ss) fue
tratado a fondo y en sentido dogmático por el concilio de Trento (Dz 787-792) que afirma la existencia de
un pecado personal del primer hombre, en virtud del cual éste perdió la santidad y justicia originarias y cayó
bajo el dominio del demonio y de la muerte y en un estado, en lo corporal y en lo espiritual, peor del que
tenía antes. Esa misma santidad y justicia la perdió también para nosotros, de suerte que pasó a todos los
hombres no sólo la muerte, sino también el pecado (como habitual). Este pecado heredado (que se transmite
por propagación y no por imitación) es en su origen uno solo, pero también es realmente propio de cada uno
y sólo se quita por la –> redención de Cristo, de suerte que, por esa razón, el bautismo de los niños tiene
importancia salvífica. El reato de culpa del pecado original no se identifica con la concupiscencia, en tanto
ésta permanece en el justificado. Pío XII acentúa la importancia del — monogenismo para la doctrina sobre
el pecado original (Dz 2328).

4. Síntesis de la doctrina

a) La creencia fundamental del cristianismo sobre la redención y la gracia es que a todos se da la gracia
divinizante, la cual perdona los pecados, pero de forma que: 1º, se les da por razón de Cristo, y no
simplemente porque son hombres o miembros de la humanidad (pensada sin Cristo); 2°, y se les da también
como gracia que perdona los pecados. Eso va implicado ya en la interpretación misma que Jesús hace de su
muerte expiatoria «por todos», pensamiento que, propiamente, en el Nuevo Testamento es desarrollado,
pero no ampliado substancialmente.

b) Lo dicho incluye que el hombre no posee el Pneuma santificante de Dios (como ofrecido y aceptado) en
cuanto es hombre y miembro de la humanidad. Pero subsiste respecto del hombre (como factor de la
voluntad de Dios de divinizar la creación por la comunicación de sí mismo) la voluntad divina de que él
posea el Espíritu divinizante. Y esa voluntad (como concreta voluntad creadora) antecede a la exigencia
moral que Dios plantea a la libertad del individuo.

En este sentido, la ausencia del Espíritu divinizante, de una parte, sólo se concibe por culpa libre (pues en
otro caso no podría entenderse tal ausencia, supuesta la mencionada voluntad santificadora de Dios); y, de
otra parte, es contraria a dicha voluntad divina, aun en el caso en que ésta no pueda dirigirse a la
responsabilidad del individuo libre como tal, porque en su libertad personal no es culpable de la privación
del Pneuma. Por ello, la ausencia (indebida en este sentido) previamente a la decisión personal de una gracia
santificante de Dios tiene el carácter de pecado bajo una acepción analógica: es un estado que no debiera ser
(lo cual, como oposición a la voluntad creadora, podría referirse también a una mera consecuencia de la
culpa), y un estado de falta de santidad ontológica con anterioridad a la decisión personal, el cual, a
diferencia de las otras consecuencias del pecado que no privan de la santidad a su sujeto, debe ser
caracterizado como pecado. Esta falta también en los descendientes del primer hombre, como estado que no
debiera darse, naturalmente presupone que ha sido causada por una culpa; pues sólo así puede existir como
consecuencia del pecado contra la voluntad creadora de Dios. Ese presupuesto supone a la vez como su
propia condición que Dios estaba dispuesto a dar a los hombres la gracia (en subordinación y dependencia
de Cristo) en la unidad del género humano y de su primigenia « alianza» con aquél; y estaba dispuesto a
dársela en cuanto descendientes del primer hombre en gracia. Pero como Dios a nadie debe la gracia, puede
ligar este segundo presupuesto a cualquier condición razonable y, consiguientemente, también a la fidelidad
del primer hombre. Si la prueba falla, los hombres reciben la oferta del Espíritu divino no como «hijos de
Adán», sino solamente por causa de Cristo, para el que, como cabeza de la humanidad, permanece firme la
voluntad de Dios a pesar del pecado. El Pneuma divino no llega a los hombres como hijos de Adán, que
están en una conexión corporal e histórica con el comienzo de la humanidad. Los descendientes del primer
hombre reciben generatione el pecado hereditario, sin que la manera de esta conexión (generación normal,
libidinosa; fecundación artificial) desempeñe papel alguno.

c) En tanto esta falta del Pneuma, que no debiera darse, es un estado interno propio de cada hombre — por
cuanto todos pertenecen al mismo linaje humano —, se habla con razón de un pecado original interior,
propio de cada uno.

d) En cuanto el Espíritu como salvación del hombre entero tiene una dinámica capaz de superar la muerte
por la transfiguración del cuerpo (ROM 8, 11; 1 Cor 15, 45), y de superar la muerte en sentido universal («la
segunda muerte»), con inclusión de la manera concreta de acabar la vida humana; la falta
del Pneuma significa la ausencia de una dinámica superadora de la muerte, lo cual repercute también en la
forma concreta de la misma. Ahora bien, no por eso podemos decir con exactitud qué es, en lo
experimentado por nosotros como muerte (la cual, evidentemente, por la esencia del hombre como
corporeidad biológica y naturaleza libre es con necesidad terminación de esta vida), aquella forma concreta
de la muerte no se habría dado si la vitalidad neumática se hubiera desarrollado desde el principio sin el
impedimento de la culpa (la de Adán y la nuestra).

A partir de ahí hay que entender la afirmación de que la muerte es consecuencia (y manifestación) del
pecado original Con ello no se niega que la muerte sea también «sueldo» de nuestro propio pecado, ni se
dice que, sin el pecado, el hombre no hubiera conocido término de su vida biológica (cf. 1 Cor 15, 50-53);
como tampoco se niega que, medida en nuestra propia naturaleza, la muerte (aun en su forma concreta) sea
«natural» (Dz 1024 1026 1055), o que la muerte en su forma concreta se transforme, por la gracia dada al
justo, de manifestación del pecado en un padecer con Cristo para superar el pecado y sus consecuencias.

e) Lo que acabamos de decir sobre la relación entre el pecado original y la muerte, puede afirmarse también
de la relación entre el pecado original y la concupiscencia. En ambos casos hemos de considerar que,
medidas en la «naturaleza» del hombre, muerte y concupiscencia son desde luego naturales; pero ello no
excluye que una y otra sean una contradicción a la esencia concreta del hombre y signos de que no se ha
consumado la victoria de la gracia, en cuanto que las dos se hallan en oposición al existencial sobrenatural
de la gracia (ofrecida), que debiera estar presente. Ésta tiende a la superación de la concupiscencia y de la
muerte y, dentro del orden infralapsario, en el proceso histórico de su evolución y de la integración del ser
humano, comienza en un punto en que muerte y concupiscencia no están aún superadas. Así, pues, aunque
es cierto que, incluso bajo el pecado original, el hombre permanece lo que es por «naturaleza» (Dz 1055),
sin embargo, él puede sentirse «herido» y «disminuido» en sus facultades naturales (Dz 788), si se
experimenta y mide por las exigencias que le confiere el existencial sobrenatural de su ordenación a la vida
de Dios mismo por la gracia y la experiencia (no refleja) de ésta.

f) Como quiera que la posesión de la gracia en esta vida constituye una condición de la salvación definitiva,
se requiere que sea borrado el pecado original para alcanzar la salvación eterna (Dz 791). No vamos a
investigar aquí por qué clase de medios puede conseguirse esto: bautismo sacramental y de deseo, limbo.

g) A pesar de su carácter de verdadero pecado interno (aunque en un sentido analógico), el pecado original
(con la concupiscencia y la muerte) puede entenderse como «situación» del hombre, si queremos
caracterizarlos breve e inteligiblemente en su diferencia respecto del pecado personal. Una situación
existencial no significa necesariamente algo externo al hombre, sino que abarca todo lo que, como
condición y material, antecede a la decisión de la libertad. Ahora bien, esa situación en que se encuentra la
decisión de la libertad por la perdición o la salvación incluye que, a partir de Adán, no se le ofrezca al
hombre la gracia como contenido y medio de la decisión salvífica exigida de él (la esencia del pecado
original), y que esta decisión, posible para el hombre caído en virtud de la gracia procedente de Cristo, haya
de realizarse bajo la concupiscencia (por causa de la cual la « ley» no puede ser desde dentro pura expresión
del querer pneumático, y así es experimentada como «deber» de esclavo) y con mira a la muerte concreta.
De ahí que el hombre (aun como justificado) esté en constante tentación, por obra de estas dos «virtudes y
potestades», de ratificar por culpa personal su carencia adamítica de la gracia y hacer de esa carencia el
verdadero sentido de su existencia. Por el hecho de que también el justificado todavía permanece de por
vida en la situación de la muerte y la concupiscencia — aunque por la gracia y su aceptación no tenga ya el
pecado original como estado de culpa — existencialmente él tiene que «habérselas» siempre con el pecado
original.

h) Cuando se habla del pecado original hay que pensar siempre que la situación de perdición inherente al
mismo, gracias a la universal e intralapsaria voluntad salvífica de Dios, en todo momento y lugar es distinta
(no sólo por el bautismo) de lo que sería si el hombre no fuera más que descendiente del Adán pecador. El
ofrecimiento de la comunicación de Dios mismo al hombre subsiste desde Cristo y hacia Cristo a pesar de
nuestra descendencia adamítica. Esta voluntad salvadora no sólo persiste para todos los hombres en los
designios de Dios, sino que significa («terminativamente») un existencial permanente, un factor en la
situación salvífica de cada hombre, y se manifiesta en que, en una situación de decisión moral, a cada
hombre le es dada la posibilidad de un acto saludable por esa gracia ofrecida.

Así, pues, con anterioridad a la decisión (por la fe y el amor, o por la culpa personal), la situación salvífica
del hombre está determinada dialécticamente: él es un pecador originario desde Adán y un redimido de cara
a Cristo. Por la libre decisión personal se supera en una u otra dirección la situación dialéctica de la libertad:
el hombre se ratifica libremente, o como pecador originario por la culpa personal, o como redimido por la
fe y el amor. Ninguna de las dos decisiones suprime simple y absolutamente el existencial contra el que uno
se ha decidido (el hombre permanece siempre en la situación de la concupiscencia y de la muerte y en la
situación de redención); pero según la decisión, al aceptar una u otra realidad situacional previamente dada,
el hombre se hace en verdad (adialécticamente) bueno o malo ante Dios, y esta realidad previamente dada
queda así determinada ella misma por la libertad.

i) El pecado original no es simplemente, ni siquiera para el bautizado, asunto de mero pasado, superado por
el bautismo y la justificación. El pecado original significa permanentemente que la salvación eterna y la
gracia, no sólo por su origen «trascendente» en Dios, sino también por su condicionamiento categorial e
histórico a partir de Cristo, son favor indebido que acontece históricamente (historia de la salvación) y no
un existencial absolutamente necesario del hombre; significa que esta gracia de Cristo como fin de la
historia, no existe desde el comienzo de la misma, desde Adán, y así el término de la historia supera
realmente su comienzo. El pecado original es también la fórmula cristiana abreviada para la visión
fundamental que la teología de la historia tiene de cómo no es posible suprimir la situación (determinada
juntamente por la culpa) de la muerte, de la concupiscencia, de la ley, de la inutilidad, de una imposibilidad
empírica (que acarrea para nosotros la concupiscencia) de separar el bien y el mal en la historia,
imposibilidad que no cabe eliminar; pues, por pertenecer al principio, también pertenece permanentemente a
la constitución de toda historia, incluso de la venidera. El «paraíso» no es ya un fin asequible en este
mundo; la utopía de producirlo, como hybris culpable en sí misma, llevaría a lo contrario de lo pretendido.

Mas con ello no se condena al cristiano a una resignación pasiva (ni individual ni colectivamente). Porque,
de una parte, la fuerza de la gracia, que escatológicamente supera también el dolor y la muerte, está
operando ya dondequiera; y, de otra parte, por su activa planificación y configuración del futuro en la
justicia y el amor, el cristiano debe producir en la historia una manifestación concreta que dé testimonio de
esta presencia de la gracia. La doctrina sobre el pecado original es una exhortación a cumplir este deber y a
la vez una advertencia de que esa tarea no puede consumarse dentro del mundo.

j) Ulteriores preguntas relacionadas con el pecado original son tratadas en otros lugares: monogenismo,
estados del hombre, concupiscencia. Además, si se piensa claramente la interdependencia ya aquí
insinuada entre pecado original y pecado personal, si por tanto se entiende que el pecado original tiene su
propia historia en la historia del «pecado del mundo» (sin que por ello el pecado original se convierta
simplemente en la suma de los pecados de todos); entonces nada se opone a que este «pecado del mundo»
— el cual de manera inmediata quizá hoy día puede experimentarse existencialmente como el pecado
original en cuanto tal — pase a ser el punto de partida para la doctrina de la condición pecadora del hombre,
abordando desde ahí la cuestión del pecado original, que es el «principio» en un sentido muy singular (es
decir, no sólo como primer momento temporal: principio y fin) de dicho «pecado del mundo».

Karl Rahner

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