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CAPITULO PRIMERO

En la aureola de su juventud, se unía el estallido de


la niñez, de los recursos de un opulento
patrimonio y de todos los dones de la inteligencia.

E. RODO

(Escritor uruguayo).

Simón Bolívar fue venezolano, nacido en Caracas, una de las más desconocidas y de las
menos buscadas entre las grandes ciudades de América Latina.

A la hora de las grandes trashumancias estivales, se llega sin embargo en avión, llevando a
los aficionados de la arqueología hacia los sitios precolombinos del Perú, se hace una escala de
cuarenta y ocho horas en la capital de Venezuela.

El turista, después de haber aterrizado sobre el aeropuerto internacional Simón-Bolívar,


encontrara la avenida del Libertador, una avenida Simón-Bolívar, un centro Simón Bolívar y enfin
una plaza del mismo nombre, una pequeña plaza umbría donde se escuchan los conciertos de
música de instrumentos de viento-metal alrededor de la estatua ecuestre del Libertador que
caracolea por la eternidad.

En el Panteón nacional, construido para abrigar los senderos del héroe y esos de sus
compañeros de armas, se han depositado insignias al pie del mausoleo de Simón Bolívar, en cada
hora de su historia nacional, por las delegaciones de los países soberanos resultantes del Imperio
Español.

Ellas atestiguan que la devoción venezolana no es más que una voz en el corazón de las
naciones-americanas.

El viajero no estará lo suficientemente sorprendido, porque antes -eso hace parte de la


“gira” – el habrá visitado la casa natal. Una más justa apreciación del personaje será desde
entonces remplazada, en su espíritu por las impresiones confusas que despertaron el nombre de
Bolívar, impresiones fundadas las más a menudo sobre toda otra cosa en sus meritos y las
verdaderas razones de su gloria.

Flanqueada por la Sociedad bolivariana y el museo bolivariano, la casa natal de Simón


Bolívar se encuentra en el borde de una callejuela en pendiente que desemboca en la plaza de San
Jacinto. Es un pequeño palacio de estilo colonial y uno de los raros vestigios de la vieja ciudad.
Penetrante, el visitante no será faltó de ser golpeado por la ausencia de todo mercantilismo, sobre
todo si su espíritu se evade hacia otros altos lugares y entre los más santos. Allí, la entrada es
gratuita y se busca en vano la porta llaves a la efigié del Libertador, ó el pisa papel sobre el cual
veremos en transparencia uno de los episodios famosos de su gloriosa existencia.

Desde cuando se sabe cuánto, desde varios años, el gusto del “business” invadió Venezuela
y agitó la apatía tropical, no podemos atribuir esta abstención más que al respeto y al fervor. El
turista los sentirá además, a partir del vestíbulo a las baldosas pulidas que conducen al primer
patio, en el cual los pilares acanalados de mármol gris sostendrán el techo de las tejas rosas de la
galería circular.

Se avecinara sobretodo con las pequeñas gentes que están allí en familia, a veces rodeadas
de una sarta de niños. Hay de todo, blancos, negros, mestizos, mulatos. Tendiendo la oreja, si ellos
comprenden su idioma, el extranjero sabrá que, la mayoría de ellos se encuentran como él, por
algunos días, en Caracas y que el hermano ó el primo que los acoge está feliz de hacerlo, de
alguna manera, los honores de la casa del “Padre de la Patria”.

Nada de solemnidad sin embargo en este fervor, hablamos de él y de sus proximidades con
la familiaridad, los designa por su nombre sobre los retratos de la familia ó los cuadros debidos a
una pintura del vivo, que hacen memoria de la infancia y la juventud del más ilustre de los
“caraqueños”.

En esta fila de salones en las pesadas colgaduras de brocado aplicado, se lanza una
observación admirativa sobre los bellos muebles de caoba ó de marquetería, de un ojo perplejo se
contempla un tipo de sarcófago sobre montado por una loba amamantando dos niños, pero nos
detenemos largamente delante la cama de cuatro columnas de ébano esculpido, soportando, un
baldaquín de damasco bermellón adornado con trencillas de oro.

En esta cama, doña María de la Concepción Palacios de Bolívar trajo al mundo, el 24 de


Julio de 1783, un cuarto niño que iba a inmortalizar su nombre.
En 1783, en esa fecha nace el soñador. Ese año, después de Inglaterra y Francia, el rey de
España Carlos III creía oportuno reconocer la independencia de los Estados Unidos, contra la
opinión de su ministro, don José Moniño, conde de Floridablanca.

- Su majestad, habría dicho esto último cuando el soberano ponía su pluma, Su


Majestad, por esta firma, viene de perder las Américas.

El consejero de Carlos III, quien había tratado secretamente con los insurgentes y
proporcionado subsidios, se anoticiaba un poco tarde que su victoria estaba en peligro de ser un
mal ejemplo para la América Española.

En este pequeño palacio de la plaza de San Jacinto, no se ocupaba mucho de estos eventos,
en ese entonces el momento era de goce. Después de dos hijas y un hijo, María Antonia, Juana,
Juan Vicente, seis, cuatro y dos años, el cielo llegaba a acordar su bendición a la unión de Juan
Vicente de Bolívar y Ponte y de doña María de la Concepción Palacios y Blanco.

Mientras que las mujeres de las familias de familia y amigos, acudían al anuncio de la
noticia, rodeaban la cama de lujo de la joven que daba a luz, el preciado nacimiento del bebe, el
gran asunto para los hombres reunidos en un salón vecino era de encontrar el nombre del recién
nacido.

Este punto importante ya había sido el objeto de varias discusiones. El padre habría optado
por Luis, pero el tío abuelo paterno, un padre, don Juan Félix Jerez de Aristeguieta, se inclinaba
por Simón, y don Juan Vicente de Bolívar se inclino. Era lo menos que se podía hacer por la
voluntad de este hombre fuerte, rico, que por fervor especial del obispo de Caracas, iba a bautizar
el mismo al niño a quien él había decidido legaría toda su fortuna.

Permaneciendo, la elección del tío abuelo que regresaba como una tradición familiar. El
primero de los Bolívar llegó al Nuevo Mundo y este ya se llamaba Simón. Dejando su tierra
patrimonial de Vizcaya, donde se ilustró la familia a partir de los primeros siglos de la Historia de
la Península, se había instalado en Venezuela en 1589.

Desde su llegada, Simón 1ro de Bolívar Jáuregui de la Rementaria se inscribía, en los


anales de la “colonia”, como un alto funcionario, inteligente y activo –procurador, se decia
entonces, es decir, a cargo de llevar al rey las dolencias de sus súbditos, lo que él hizo junto a
Philippe II quien lo colmaría de honores. Su nombre pegado igualmente a ese de “poblador”, es
decir fundador de ciudades.
El niño se llamaría Simón José Antonio de la Santísima Trinidad, para honrar a otros
nobles ancestros y en particular la de su devoción a la Santa Trinidad lo que había incitado a dotar
de una capilla de este nombre, la catedral de Caracas.

Don Juan Vicente de Bolívar se conformaba fácilmente con una tradición ancestral que le
había proporcionado, con una posición social brillante, la fortuna y todos los placeres de una vida
fácil, sin otras preocupaciones más que la de la administración de sus bienes, a la cual giraba
favorablemente además con competencia.

Grande, delgado, distinguido, el padre del Libertador, tal como aparecía en los retratos, en
traje del siglo XVIII, en peluca, raso, satén y encajes, daba la impresión de un epígono si no lo
supiésemos que el tronco se apretaba en producir un espécimen excepcional. Los trazos afinados,
la frente alta, los ojos azules y calmados son ellos de un hombre que no ha tenido jamás que
codiciar demasiado tiempo lo que él deseaba; la satisfacción fácil de aspiraciones y de apetitos
parece haber agotado en el las fuentes de energía y de pasión.

Al revisar su biblioteca, se observa que, está más allá de la del teatro completo de Calderón
de La Barca, una historia de la Antigüedad, una del México, contiene los quince tomos del
Espectáculo de la Naturaleza del padre Pluche y el Teatro Crítico universal del padre Feijoo, ponen
el último toque en este retrato de gran señor de este fin de siglo, respetuosos de la tradición pero
poseyendo suficientemente la obertura de espíritu para interesarse en la evolución de las ideas de
su tiempo.

¿El último toque? Puede que no, porque ciertos eruditos, no sabemos suficiente, en cual
objetivo, se han atado a recalcar el carácter disoluto de su vida. En esta existencia de gran
propietario de terreno, rico y poderoso, las ocasiones y las tentaciones no debieron faltar, y don
Juan Vicente no era un hombre que las resistiese.

Estos placeres explican puede ser que, hasta la edad de cuarenta y seis años, el haya
permanecido soltero.

Detrás de la casa de la plaza de San Jacinto se extendía en ese entonces un gran jardín,
separado por una valla de otro jardín, perteneciente a don Feliciano Palacios y Blanco. Es en esta
familia que don Juan Vicente de Bolívar acabo por elegir una esposa.

Imaginamos suficientemente bien, que en el curso de las relaciones de la buena vecindad,


la noche donde el hombre muro, a los sentidos embotados, se retrasan en charlar, se apercibía de
repente que la muchacha que él había visto crecer sin bastante cuidado se había convertido en
una mujer, “una de una singular belleza” dicen las crónicas.

Los Bolívar y los Palacios se encontraban sobre un pie de igualdad a momento del
nacimiento y de la fortuna.

Las dos familias pertenecían a la clase de los mantuanos, es decir a esa en la cual las
mujeres disfrutaban del derecho de ir a la iglesia vestidas de manto, marca de la más alta posición
social.

Si don Juan Vicente fue coronel de las Milicias voluntarias blancas de los valles de Aragua,
donde se encontraba una gran parte de sus tierras y había heredado el título de “regidor
perpetuo1” concedido a Simón 1ro, el procurador, en casa de los Palacios se transmitía el cargo de
Abanderado Real. De este hecho, el jefe de familia tomaba lugar en las ceremonias oficiales a la
derecha del capitán general.

Lo que habría podido hacer pestañear a don Feliciano Palacios, era la edad del
pretendiente: la joven doña Concepción tenía a penas catorce años de edad.

Pero en ese entonces, existían más matrimonios por inclinación, se apuntaba a los
establecimientos aventajados. El padre decidía la felicidad de sus hijos en función de los intereses
de la familia. Esa de los Palacios contaba con varios hijos, ambiciosos, deseosos de ir a Madrid a
hacer carrera en la corte, y don Feliciano debía contar con la perspectiva de tener que sostener los
proyectos dispendiosos.

Ahora bien parece que don Juan Vicente de Bolívar no había exigido la dote que la joven
hija no había llevado a su nuevo hogar más que dos esclavos, Encarnación y Tomasa quienes no
tuvieron que pasar la valla para cambiar de maestro. Parecía igualmente que el casero estuviese
feliz.

Bella, de una naturaleza impetuosa, doña Concepción se lanzó en la vida mundana con
pasión- la sola que fue a su portada al lado de este marido placido y rozando la cincuentena. Pero
Juan Vicente tuvo suficiente prudencia para disfrutar de los éxitos de su joven esposa y ella
suficientemente la virtud para que el no haya tenido que arrepentirse. En esta materia, no hay una
falsa nota, ni la menor insinuación de los eruditos, los mejores informados.

1
Regidor Perpetuo: Consejero Municipal.
A propósito de doña Concepción Palacios de Bolívar, pensamos en el juicio formulado
sobre las mujeres de esta alta sociedad de Caracas por el conde de Segur, el mismo se convertirá
en embajador en Saint-Petersburgo y padrino de esta condesa, nacida en Rostopchine, quien tuvo
el arte de encantarnos con las desgracias que las sabemos.

El Partido, rodeado de compañeros sin embargo como él los nombres más ilustres del
armorial francés, para reforzar la armada de Rochambeau, Ségur llegó bastante tarde a América
del Norte. La guerra había acabado. Una serie de peripecias lo llevó de regreso a desembarcar en
Venezuela. En Caracas, el fue recibido por las familias las más distinguidas y encontró a las damas
también remarcables por su belleza y la riqueza de sus adornos como también por la elegancia de
sus modales y una coquetería que sabia aliar el buen humor y la decencia.

Caracas era una ciudad de alrededor cuarenta y cinco mil habitantes. Elegante, limpia y
bien construida, informa igualmente Ségur.

Los grabados y las crónicos de la época confirman este juicio. Alrededor de la plaza Mayor
(convertida plaza Bolívar), limitada por la catedral y los edificios oficiales, se ordenaron, según el
plano de tablero de las ciudades coloniales, calles largas y rectilíneas, ocupándose en ángulo
derecho. Los conventos y las iglesias eran numerosos y los jardines donde cruzaban en
abundancia las palmeras, los naranjeros, los tamarindos, así como las flores en profusión. El aire
era puro y embalsamado, dicho según el conde de Segur.

En la plaza San Jacinto, la vida se escurría mucho, agradable, pero sumisa a las reglas de la
ética familiar rigurosa que regia a la sociedad criolla de ese entonces. Mañana y tarde la oración
en común reunía al maestro, servidores y esclavos. Los niños recibían de rodillas la bendición
cotidiana de los padres y no se levantaban más que después de habérseles respetuosamente bajado
la mano. Luego ellos salían corriendo por los jardines, para ir a inquirirse al lado de don Feliciano,
el abuelo, si “Su Merced” (Su Gracia) había pasado una buena noche.

Nos representamos al joven Simón trotando detrás de sus mayores y compartiendo sus
juegos. Así como María Antonia, el heredó el teñido pálido, los cabellos negros y los ojos ardientes
y sombríos de doña concepción. La encarnación rosa, el ojo azul y las hebillas claras de Juana y de
Juan Vicente, por el contrario, recuerdan al padre. Persiguiendo a las alamedas, tenemos éxito en
el columpio, complaciendo las arras en la pajarera, mientras que, de la grande casa, llega, con el
ruido de la pata de palo manejada por una esclava, un caliente perfume de vainilla y de cacao.
Sin embargo, desde ese entonces, había un lamento magulló en el corazón del nene. Esta
madre, joven, bella, elegante, él la amaba, ella lo atraía, el probaba la necesidad de acurrucarse en
sus brazos, una necesidad tan torturante que ella encontraba siempre mil excusas para alejarlo.

Ella no lo había amamantado como a sus otros niños, confiando en primer lugar este
cuidado a una amiga, doña Inés Mancebo de Mijares, luego a una esclava negra, Hipólita, sin
dudas en razón del consejo del médico que debía haberla anoticiado del ataque de “consumo”. Así
llamaban entonces a la tuberculosis, el mal que iba a llevársela.

Pero el pequeño Simón, el lo ignoraba. Con la alma en pena, el erraba en sus pasos, a
través de las galerías y salones. Ubicado detrás de las barreras de una ventana de la fachada. El
abre sobre el séquito que se forma en la calle con grandes ojos plenos de admiración y de tristeza.

Doña Concepción Palacios de Bolívar se dirige a la catedral, distante de su residencia de


aproximadamente quinientos metros. Ella tomó lugar en su lecho dorado que fue levantado muy
pronto por cuatro esclavos negros, tallados como Hércules; un grupo de mulatas vestidas de
blanco, el madrás coquetamente encogido la acompañan, una llevando el manto, la otra la
alfombra de la oración, una tercera la sombrilla y el caza-moscas en plumas de pavo real. La
cuarta la más joven, está en cargada del libro de horas, al que el pequeño Simón tenía ganas. Es la
ahijada y la favorita de doña Concepción. Ella viene de ayudar a su maestra a extender los
pliegues de su falda de tara negra sobre el satén encarnado de los primos, y esta le ha sonreído
para agradecerle, todo pasando un dedo ligero sobre la mejilla de la adolescente.

El niño se siente infeliz, frustrado; él quería atraer la atención y golpeaba el postigo tan
fuerte como él podía. Pero el suntuoso acompañamiento se quebró. La Calle está desierta. Mientras
se eleva la voz cesante de Hipólita, atraída por el ruido. En sus vestidos blancos, rígidos como
engrudo, la nodriza aparece en la puerta del salón, con el rostro inquieto.

Es en sus brazos que Simón corre a refugiarse para sollozar. La bella mano tallada en el
ébano se hace cariñosa, muy pronto el olvida, en este regazo dulce y cálido, las delicias tan
codiciadas de una paraíso prohibido. Los sollozos se tranquilizan, los llantos se secan. Entonces,
sabiendo que tanto por instinto como por experiencia, que Hipólita está dispuesta a satisfacer sus
caprichos, el lo aprovecha, exige, a golpe de pie, saboreando la docilidad de esta ternura como una
revancha.
La gravedad de la herida del corazón del niño se mide en el trazo profundo que ella deja
en la casa del hombre, incluso advertido de las verdades razones de lo que él creía ser la
indiferencia materna.

Reconociendo, como todas las almas generosas, Simón Bolívar no perderá jamás una
ocasión de manifestar su gratitud a ellos que lo habían obligado. Doña Inés Mancebo de Mijares lo
había amamantado algunas semanas. Él le traerá espontáneamente una ayuda que se encontrara
sin embargo como una peligrosa contradicción para la política que el conducía entonces.

El no cesara de tratar a Hipólita con la más tierna de las solicitudes, y llegó a la cima de la
gloria y de los honores, el tendrá para esta humilde esclava negra los arrebatos que muchas
madres esperan en vano de sus hijos.

No obstante, el evocó raramente el recuerdo de doña Concepción, como si el temiera de


irritar una cicatriz aun sensible. Cuando él lo haga, la pluma no se ahorrara jamás, los ditirambos,
el residirá entonces en una singular sobriedad.

Los Bolívar compartirán su tiempo entre la casa ancestral de Caracas y sus propiedades de
los valles de Tuy ó de Aragua.

En estos de Aragua, al oeste de la capital, se encontraba la hacienda en la cual ellos


pasaban, fácilmente temporadas, San Mateo, una encomienda2 de los Indios de Quiriquire,
concedido al hijo de Simón 1ro por Philippe II.

Ella existe siempre, en un hoyo de un valle encajonado, dominado por los cerros poblados
de arboles, verdes y floridos.

Casa colonial, en columnata blanca, escaleras exteriores, simétricas, de madera trabajada,


accediendo a un tipo de mirador, azucarera de la cual la caminata apunta al medio de ricas
plantaciones de caña de azúcar y de café.

Allí, don Juan Vicente vigilaba de cerca, acompañado de sus intendentes, la explotación de
sus tierras. El se ocupaba igualmente de su gente, de sus esclavos que todos llevasen su apellido. La
Jornada de trabajo terminaba, después de la oración, el escuchaba sus dolencias, arbitraba un
conflicto, aceptaba el padrinaje de un recién nacido.

2
Encomienda: tierras concedidas a los conquistadores y a sus acompañantes con los indios que vivían en su
interior: en intercambio del trabajo realizado, los propietarios de encomiendas debían pagar el tributo de los
indios, instruirlos y evangelizarlos.
Doña Concepción, si ella lo secundaba en algunas de sus tareas, ponía también todo en
obra, como ella lo sabía hacer, para distraer a sus invitados. Su número alcanzaba a veces los
cincuenta.

En los bailes, reuniones, conciertos, noches teatrales de Caracas, sucedían, en este agreste,
cazas, paseos a caballo y partidos de campo.

En la noche, mientras los adultos bailaban en la galería, al ritmo de una contradanza, los
niños se reunían a menudo con los servidores y los esclavos en un gran patio a cielo abierto.

En la suavidad perfumada de la noche tropical, los ojos brillaban en la sombra, los


corazones se sacudían en los relatos de un viejo narrador negro.

El pequeño Simón, “Simoncito”, en la primera fila en los brazos de Hipólita, sostenía


fuertemente la mano de Matea, su niñera empleada al cuidado de vigilar y de divertir al pequeño
maestro, el amito. Para los dos niños- Matea tenía apenas diez años- era una manera de sostenerse
cuando llegase, la pieza maestra del repertorio del narrador, la historia espantosa del tirano
Aguirre, cien veces pedida y cien veces repetida.

López de Aguirre, había partido como miembro de una expedición enviado por el vi-rey
del Perú para reconocer y explorar los territorios separando el Amazonas y el Orinoco, donde
situamos entonces “El Dorado”, mató a su jefe y a todos los compañeros susceptibles de hacer
obstáculo a su voluntad de poder. El desafió a Dios y a su rey. Después, subiendo de nuevo hacia el
norte del continente, el sembró el terror en la isla Margarita y en Venezuela. Temiendo de ser
prendido, mató a su propia hija, antes de ser asesinado por sus hombres, en Barquisimeto,
pequeña ciudad no totalmente alejada de San Mateo. Una vez el cuerpo del tirano fue
descuartizado bajo la orden de las autoridades, sus restos fueron sembrados sobre los caminos
públicos que conducen a las principales ciudades de la capitanía general, para la edificación de
sus contemporáneos.

Pero su alma reside en pena; es porque ella aparecía a menudo al ras del suelo, en
resplandores fosforescentes, sobre los lugares de sus crímenes3.

No se dijó al pequeño Simón, ya tan asustado por la osadía de este hombre que había
osado desafiar la autoridad de un monarca la cual alrededor de él reverenciaba el apellido y la

3
El descubrimiento de las venas de petróleo de Venezuela explicó este fenómeno.
imagen, que el tirano había torturado antes de matarla a una de sus antepasados, Ana de Rojas, y
que el apellido de Aguirre, patronímico vasco como el suyo, figuraba en su árbol genealógico.

Don Juan Vicente de Bolívar murió en 1786, mientras que el último de sus hijos no tenía
aun más que tres años.

En una carta que el dirigió más tarde a su hermana María Antonia, que permanecía en
Caracas, mientras que el se consagraba a la Liberación del Perú, Simón, recomendaba en términos
apremiantes a su mayor de envejecer al bienestar de Hipólita, aumentara: Ella me ha alimentado
de su leche, y yo no he conocido otro padre más que a ella.

No sabríamos decir mejor que el interesado de don Juan Vicente dejó pocos recuerdos en
su memoria consiente. Sin embargo, en la aurora de su vida de hombre, antes que los dramáticos
eventos no lo hagan brutalmente bifurcar, según su expresión, “sobre los caminos de la política”,
nosotros veremos que estaba bien la vía trazada por el hacendado previsto, la lectura del
testamento de don Juan Vicente prueba bien que él lo estaba. El no dejaba en dinero liquido no
menos de dos cientos cincuenta-mil pesos, es decir- lo mismo, que en el área compleja de las
relaciones monetarias, podemos lanzar una cifra- más de tres millones de nuestros francos.

Las haciendas de café, de cacao, de índigo, de caña de azúcar, los campos de ganadería ó
“hatos”, las minas son, sobre este documento, minuciosamente enumeradas, así como los esclavos,
la esclavitud.

La lista de las casas, tanto como en Caracas como en La Guaira, pequeño puerto que
comunica la capital y de la cual la creación regresaba a un Bolívar, esta lista y esa de los muebles,
piezas de orfebrería, joyas, todo en una larga página.

No podríamos dejar pasar en silencio la clausula por la cual don Juan Vicente recomendó
a su esposa de disponer de una suma que el determina a fin de llenar la misión que él le confió
“para descargar su consciencia”. Sin duda un legado destinado a cualquier viviente testigo de sus
extravagancias de soltería cuyo recuerdo debía torturar al moribundo.

Doña Concepción y don Feliciano, el padrastro, se veían ocupando los poderes del jefe de
familia, a cargo de ellos, el momento llegó, de velar la repartición de la herencia, en respecto a las
leyes españolas, es decir de la atribución del mayorazgo al mayor de los hijos, Juan Vicente, pero
también en la preocupación afectuosa de no dejar a ninguno de los niños sin nada. Las hijas no
fueron olvidadas. En cuanto a Simón, el tenía por su parte los bienes familiares que se aumentaron
a la fortuna ya legada por su tío abuelo, el padre Jerez de Aristeguieta, fallecido algún tiempo
antes de don Juan Vicente.

Podíamos ya prever que este joven haría muy buena figura entre los propietarios que lo
designaron con el nombre de “Gran Cacao”.

Doña Concepción no fue sin dudas afectada en sus fuerzas vivas por la muerte de este
marido sexagenario. Ella lo lloró, observó rigurosamente el tiempo de duelo tradicional. En la
plaza de San Jacinto, se sirve solo azúcar ennegrecido en llamas y las frutas castañas ó violetas.
Después, que ella juzgó que el mejor medio de honrar su memoria era de consagrarse, como él le
había recomendado a la administración de sus bienes.

El eco de estas actividades se encuentra en una carta dirigida a su hermano Esteban, la


única que ella había dejado, sin dudas que los biógrafos de su ilustre hijo se dieran a corazón
alegre de hacerle exegesis, sobre el modo irónico y ofuscado. En esta carta, la joven mujer pasa en
repaso los problemas que le pone el buen funcionamiento de sus asuntos, pide consejos, deja
traspasar sus preocupaciones en la vigilia de una compra de esclavos. Ella desea adquirir
hombres de un buen rendimiento y mujeres aptas en dar más hijos. Sobre su impulso, ella le
transmite a su hermano una respuesta a don Feliciano en el tema de….mulas.

Es un poco chocante. Digamos todo, más tarde que doña Concepción, poco quebrantada
como lo era ella, como la mayor parte de las mujeres de su raza en esta época, en el desarrollo del
discurso clásico, no tenía el arte de las transiciones. ¿Por qué podemos válidamente juzgar un
carácter a través de una sola carta y sobretodo fuera de la iluminación de su tiempo?

La esclavitud existía. Debía pertenecer a Simón en ser uno de los primeros en abolirla,
pero por ese entonces constituía un engranaje de la vida de los grandes propietarios rurales.

George Washington y el sutil Jefferson, padre de la Declaración de independencia, del


cual se conocen los términos sonoros: “Todos los hombres han sido creados iguales”, no probaron
aparentemente ningún escrúpulo de consciencia, después de la victoria, a retomar el curso de su
existencia en el medio de sus esclavos. Sin duda los trataban tan patriarcalmente al igual que lo
hacían en la casa de los Bolívar. Todo lleva a creer igualmente que, en el marco de una institución
a la cual ellos no habían tenido la idea de abolirla, ellos salvaguardarían sus intereses, entonces
era normal una venta ó una compra de estas “criaturas de Dios”, de igual manera que la madre del
futuro Libertador.
Así pues, esta, aun muy joven (veinte siete años), muy bella, con este encanto singular de la
tuberculosis- de fisonomía amabilis, dicen los -hombres de ciencia- que no había conocido más la
hora tranquila y rutinaria, en lugar de colmar las aspiraciones de esta naturaleza ardiente y
sensual que ella había legado a Simón, eligió consagrarse a la difícil gestión del patrimonio de sus
hijos. Ella tuvo éxito, no solamente en conservar, pero en hacer fructificar la herencia dejada por
don Juan Vicente. Lo hizo, aprovechando los largos periodos de remisión, tan engañosos que
caracterizan el mal del cual ella sufría, ella agotó las fuerzas de un organismo ya minado y muerto
seis años después de su marido. Simón no había sido afectado en su noveno año.

A decir verdad, si doña Concepción de Bolívar llegó al borde de todas las dificultades del
día siguiente de su viudez, un solo problema la dejo impotente y desarmada, esta era la educación
del joven Simón.

La naturaleza temblorosa del niño fue sin dudas más sensible que esa de sus mayores en el
desequilibrio causado por la desaparición del jefe de familia, cual fuese la energía desplegada por
la madre por remplazarla. Puede ser la sed siempre decepcionada que el tenia de las caricias y de
la presencia materna, esta fue acrecentada por el hecho de las nuevas y múltiples ocupaciones de
doña Concepción. Siempre es, que en estos años se marcaron el inicio de una crisis de la cual las
manifestaciones- inatención, insolencia, nerviosidad excesiva, rechazo de plegarse a toda
disciplina – se agravaron hasta la adolescencia. La psicología moderna tendría materia a ejercer
sobre la infancia del Libertador. Pero, por lo menos, sus reacciones ante la falta afectiva de sus
jóvenes mayores, explican a otros, más tarde, todo su sentido a la orientación de su destino.

Ni la madre pues, ni el abuelo, ni los maestros a domicilio que ya se ocupaban del mayor,
Juan Vicente, no consiguieron en sosegar al menor. Sin un padre de los Bolívar, don Miguel José
Sanz, en la casa de quien, en desesperanza de causa, doña Concepción decidió de colocar a Simón.
La autoridad de Miguel Sanz, magistrado austero, parecía designarlo sin embargo para
disciplinarlo sin bastante esfuerzo a este niñito de seis años. El renunció rápido y Simón volverá a
encontrar muy pronto los patios y los Jardines de su casa natal, el rastro perfumado de doña
concepción, los mimos y la debilidad incondicional de Hipólita, de la que estaremos un poco
tentados de volver en la parte responsable de las extravagancias de su joven maestro y niño de
pecho.

Pensamos también que doña Concepción Palacios de Bolívar debió partir al otro mundo
tan desgarrada ya que ella no auguraba nada bueno en el futuro del último de sus hijos.
Don Feliciano permaneció solo como tutor de los niños Bolívar. Muy afectado por la
muerte de esta chica de treinta años, no lo soporto más que una decena de meses; A tiempo de
casar a María Antonia y Juana y de tener al menos la satisfacción, quitando esta tierra, de “Al
saber que sus dos nietas estaban establecidas, cada una en su casa”.

Para los dos chicos de doce años, el lugar de San Jacinto, se había convertido en muy vasta.
Llena de infortuna, los tíos preferidos (don Estaban sobretodo) se encontraban en Madrid y la
tutela volvió a don Carlos Palacios. Soltero, egoísta y severo, él era el menos requerido, entre los
hermanos de doña Concepción, para aducir la solicitud de dos huérfanos.

Si Juan Vicente, de carácter dulce y pasivo se acomodo en la situación, el iba de igual


manera para Simón.

Los incidentes se multiplicaron. Los escapes en primer lugar, hacia los barrios populosos,
donde el joven mantuano iba en compañía de niños andrajosos, arrapiezos. Después de sus fugas.
Ellas suscitaron las rivalidades entre los dos clanes de la familia y motivaron el arbitraje de la
Audiencia Real.4

Las piezas oficiales, las declaraciones de sus cercanos y de testigos, si ellas reflejan las
tribulaciones del niño rebelde, dejando adivinar sobretodo el drama de un joven corazón
hambriento de ternura y contestario contra un tipo encarnizado a cavar los vacios irremplazables
alrededor de él.

“Privado a una edad tan tierna de las caricias de sus padres y de la compañía de sus
hermanas”, dirá para su defensa su mayor, María Antonia, citada ante el Alto Tribunal.

Es en efecto en casa de ella que se refugió Simón en su primera fuga. Imaginamos los
motivos, rebelados por la fecha del 23 de julio de 1795, víspera de su doceavo aniversario. El tutor
está ausente, Hipólita ha sido reenviada a San Mateo, don Carlos juzga más oportunamente de
ocuparla en la zafra5. Ninguna orden ha sido dada, nada se prepara para festejar el evento, el niño
se carcome su freno, luego, aprovechando un momento de desatención del portero, el entreabrió
con precaución, como ya lo había hecho, el pesado golpeado claveteado de cuero y se escapó.

4
Audiencia Real: tribunal supremo que acumulaba a menos los poderes judiciales y los poderes
administrativos.
5
Recogida de la caña de azúcar.
En casa de María Antonia, se lo recibe, lo consola, lo mima. El rencuentra el calor del nido,
una presencia femenina que falta tan cruelmente en plaza San Jacinto.

El suplica que lo cuide. La joven pareja consiente, una vez las formalidades cumplidas,
porque don Carlos Palacios es el Tutor legal. Pero el, de regreso de Caracas, llega tan pronto a
reclamar a su pupilo. Simón rechaza absolutamente de seguirlo.

Un conflicto estalla entre los adultos, del cual – salvo por María Antonia. No sabemos más
si la apuesta reside en la felicidad del niño ó el derecho de administrar sus bienes, lo que no iba
sin algunos provechos.

Don Carlos, quien más tarde se hará jalar la oreja para devolver las cuentas de la tutela, lo
tiene bien atento y lo trae a los ojos de la ley. Para el resto, el no dudó una noche en hacer
acompañar a fuerza a un pequeño bonachón sollozando en los brazos de un esclavo.

Otro incidente reside rodeado de misterio. Algunas semanas más tarde, de nuevo Simón
desapareció. Los servidores llevando linternas surcan Caracas, enviados a todas las casas
susceptibles de recibirlo. Nadie lo vio. Alrededor del tutor se agruparon los miembros de la
familia, acudidos tan pronto fueron prevenidos.

Las horas pasan, la inquietud crece, Juan Vicente en una esquina esta pálido y temblando,
María Antonia y Juana sollozan. El mayordomo llega entonces a anunciar a un visitante. Sorpresa.
El confesor del obispo de Caracas, el acompaña a Simón. El permanece algunos pasos detrás con el
rostro cerrado.

De un gesto, el padre detiene el impulso de furor que lleva el tío hacia el sobrino y antes
de retirarse, transmite las recomendaciones del obispo:

- Su Ilustrísima desea que ninguna reprimenda sea dirigida al joven don Simón.

¿Qué había pasado? –un rencuentro fortuito entre el prelado y el desertor, ó como eso
parecía más probable, una visita deliberada de esto último? El no estará jamás corto de ideas, de
argumentos y de voluntad para sostenerlas. En el medio de los tormentos que le causaba la
obligación de vivir junto a este tío a quien no amaba, podemos suponer que el decidió de llamar a
la más alta autoridad espiritual de la ciudad. En la residencia, el ilustrísimo Fray Antonio de la
Virgen María y Viana estaba ligado de amistad con la familia. El pastor de las almas, todo usando
su influencia, había adivinado el mal secreto de su joven e incorregible interlocutor.
Don Carlos Palacios tomo entonces una decisión que será sancionada por una disposición
de la Real Audiencia de Agosto de 1795: esa de confiar a su pupilo a don Simón Rodríguez
Carreño, quien dirigiría, en la época y desde 1791 la escuela primaria de Caracas.

Así fue como Simón Bolívar se aproximó a quien será el testigo y sin dudas el inspirador
del juramento del monte Sagrado y tendrá una tan profunda influencia sobre su formación
intelectual y su destino.

¿Quién era Simón Rodríguez Carreño? Su vida esta manchada de largos espacios de
sombra. Decimos, sin embargo, que resultado de una familia modesta el satisfacía solo sus
aspiraciones intelectuales, devorando todo lo que el encontraba a leer, y particularmente las obras
de filósofos franceses.

Gracias al contrabando inglés, se los proporcionaba en las posesiones españolas, a pesar


del cordón sanitario establecido a las fronteras por la inquisición.

Hacia su decimosexto año, Simón Rodríguez dejó su Venezuela natal por Europa donde lo
atraía la efervescencia de las ideas. Alemania, Italia, Francia en víspera de la Revolución lo
retuvieron, luego España evidentemente, esa de Carlos III, en plena era reformista con los
esfuerzos de una minoría alumbrada para asegurar a través de las fundaciones como las
“Sociedades económicas de los amigos del país”, el desarrollo material y cultural de la nación.

Simón Rodríguez se mezcló en estos movimientos, observó, grabó, reflexionó y encontró


su vocación. No esa de intelectual vagabundo que él se convirtió finalmente ó de un
revolucionario, pero esa de un pedagogo.

Es cierto que el volvió a Caracas y ambicionó tan pronto ante la autoridad municipal, el
“Cabildo”, el puesto de director de la escuela primaria. Puesto que entre todos, exigía seriedad,
flexibilidad, respeto de las tradiciones, el establecimiento contando entre sus alumnos, con los
hijos del capitán general, los hijos de los ricos mantuanos, los Montilla, Del Castillo, Palacios y los
Bolívar entre otros.

El obtuvo satisfacción porque en Caracas se apreciaba su inteligencia y su vasta cultura.

Como se lo tenía también por un hombre de bien, es en esta residencia, en calidad de


pensionario, que don Carlos Palacios, decidió tener la paz, colocó a Simón. Lo que nos permitió
hacer una incursión en la vida privada del maestro.
Las protestas de María Antonia, indignada que se le confiase a un extraño el papel que ella
deseaba llenar junto a su joven hermano, llevaron en efecto la Real Audiencia a hacer proceder a
una visita de los lugares a fin de verificar si el niño podía encontrar condiciones de vida “dignas
de su rango”.

Se dieron cuenta de la “inspección ocular”, minuciosamente detallada y debidamente


parrafeada por el tutor, el padrino, el delegado del tribunal supremo y el maestro de la casa,
restituyó el marco donde se desarrollaron las primeras relaciones familiares de los dos Simones.

Vasta casa, galerías, varios patios, de numerosos cuartos correctamente amoblados. Simón
Rodríguez vivía junto a su mujer legitima, su hermano Cayetano Carreño, tenor respetado en el
Caracas melómano de entonces, la familia de él, las suegras respectivas, de los jóvenes cuñados y
cuñadas, cinco hijos pensionistas y tres domésticos.

En la enumeración nominal de esta familia, buscamos en vano el trazo de los niños del
maestro, esas que él había disfrazado, según numerosos biógrafos, de los nombres poco cristianos
de Maíz y Tulipán, por adhesión al calendario republicano de Fabre d’Églantine.

¿Nacieron ellos más tarde? Podemos dudar, cuando sabemos que, dos años antes
Rodríguez debía tomar en lo alto su bastón de peregrino, para no volver al continente
sudamericano hasta 1824.

Por el momento, en aplicación de las directivas de estrecha vigilancia dadas por la Real
Audiencia, el maestro y el alumno hicieron cada día en los dos sentidos el camino que separaba la
escuela de su domicilio. El primer revestimiento en una capa de sábana de San Fernando, quien
descubrió la solapa blanca, dejaba aparecer las piernas solidas, fundadas de negro y de zapatos de
curva; el segundo vestido de traje elegante, con cuello de encaje, niños de los ricos mantuanos.
Caminaban lado a lado lo que revelan en otros paseos, mucho más tarde, entre los cuales se dio el
ascenso de una pequeña colina, un día de verano en Roma.

Esta cohabitación no duró más que dos meses. Desde mediados de Octubre, Simón
Rodríguez, cesó de dirigir la escuela primaria de Caracas. En el ejercicio de sus funciones oficiales,
el joven maestro había sido en efecto obligado en apoyar una manera de enseñar que su
inteligencia, su cultura, las observaciones efectuadas en el curso de sus viajes le llevaron a juzgar
como desusado y rutinario. El ambicionó de renovar los métodos, haciendo notablemente una más
grande ubicación en la observación de la naturaleza. Reflejo de una ideología de la cual Rousseau
permanecía en el Emilio el promotor libresco pero que en España los Jovellanos, los Campomanes
intentaban de poner en práctica en sus aspectos los más modestos. Persiguiendo el mismo objetivo.
Rodríguez presentó al consejo municipal. (Cabildo), bajo la forma de memoria, las "Reflexiones
sobre los defectos de la escuela primaría de Caracas, y los medios de reformarla". La respuesta se
hizo esperar más de un año. Cuando ella llegó, fue negativa. Los dignos magistrados no juzgaban
la utilidad de modificar un sistema que había hecho sus pruebas.

La reacción de Rodríguez fue rápida. El dio su demisión. Decisión de importancia para el


mismo. Ella pondría brutalmente un término a la carrera que él había escogido por vocación y
que él deseaba ver desarrollarse en su país natal. Decisión en incalculables repercusiones cuando
sabemos de la influencia que, el filosofo vagabundo y libertario en el que se convirtió va a tomar
algunos años más tarde sobre el espíritu de Simón Bolívar.

Después del retiro de Rodríguez, Simón volvió junto a su tutor y sin dudas continuó
frecuentando el colegio bajo la dirección de nuevos maestros respetuosos del orden establecido. En
el alma del joven pedagogo, de espíritu reformista, consciente de su valor, frustrado de sus
esperanzas y de sus ambiciones, esto fue en el mes que siguieron a su decisión, la subida de la
amargura, de la cólera, de la revuelta. De allí a atribuir la injusticia de su suerte a los vicios de un
régimen social y político que desconocían el valor del individuo y los beneficios del progreso, no
había más que solo un paso. Para considerar en destruirlo, era necesaria una ocasión. Ella se
presentó con la conspiración dicha de “Gual y España”, del nombre de sus dos dirigentes y a la
cual Simon Rodríguez se asoció.

De inspiración igualitaria, apuntando en abolir la esclavitud, en proclamar la Republica,


elaborar una constitución, el complot - marca ante- corredor del gran movimiento de
emancipación - agrupó a los blancos y de sangre mezclada, algunos ricos propietarios, abogados,
comerciantes. El secreto fue divulgado y la mayor parte de los conjurados detenidos. “Yo debo
escaparme para escapar a las persecuciones”, explicó más tarde Rodríguez. Gual tuvo éxito
igualmente en escaparse, España fue detenido y torturado sobre la plaza Mayor de Caracas.

Antes de salir de Venezuela, Simón Rodríguez abandono sus apellidos y nombres por los
de Samuel - no sabemos más porque- y de Robinson, en honor del héroe de Defoe que el ponía
por encima de todo. Cambio de identidad revelador de un deseo de ruptura con su pasado, sus
esperanzas de juventud. Gira tras Gira (para aprender el inglés) en Jamaica, cajero en Baltimore,
químico en Viena, traductor en Bayonne, pedagogo decidido va a llevar una vida venturosa en la
búsqueda de una estabilidad que no encontrara jamás, dando libre curso a las excentricidades,
manifestando un cinismo muy exagerado para no ser la expresión de un rencor profundo y de un
tipo de desafío a esta sociedad que no lo había integrado. Jamás sin embargo no debían afectar la
naturaleza misma de Rodríguez, su generosidad, su desinterés, su fe en un ideal humanitario y
una rectitud del alma que iban unirlo a Simón Bolívar y que le reconocen sus más severos
detractores.

Lo que procede elimina una tesis, adoptada desde cerca de un siglo por numerosos
historiadores. Ella nos presenta a Rodríguez como un Rousseau tropical, comprometido en calidad
de preceptor por la familia Bolívar y encontrando en Simón a su Emilio. Ella describe
complacientemente su vida a San Mateo, en el cuadro natural donde el maestro había escogido de
instarlas al alumno. Lecciones de equitación, de natación en las aguas vivas de la Aragua,
ejercicios de manejo del lazo, largos paseos a pie, Simón aprendiendo a conocer las bellezas, los
misterios y los peligros de la naturaleza. En el curso de las pausas, después de las comidas de una
frugalidad espartana, el maestro leía los pasajes de la Declaración de derechos del hombre,
cuando no eran las Vidas paralelas de Plutarco, a fin de exaltar en el interior del niño los instintos
de rebasamiento de uno mismo.

Esta tabla de educación ejemplar, en el alba de la vida de un "Libertador", es tan seductora,


que la abandona con lamento en el nombre de una verdad histórica puesta en el día y confirmada
por los más eminentes especialistas de los temas bolivarianos.

La realidad es además un homenaje más adulador para Simón Rodríguez: no le hacía falta
más que dos meses para sosegar al rebelde, inculcarle para siempre el gusto del estudio y de dejar
en esta alma infantil un recuerdo tan vivaz que, de los años más tarde, lo volverá a encontrar por
casualidad en Europa, el futuro Libertador se unirá a lo que se convertirá entonces realmente en
su futuro "maestro".

La tradición quería que Simón Bolívar vaya a visitar a Rodríguez encarcelado en los
calabozos de La Guaira. Eso parece dudoso, en razón del estado de espíritu de su familia, las
posiciones tomadas por sus tíos, en la mirada de la conspiración. Además, en esta época, Simón era
todo en un evento que lo absorbía y lo colmaba de alegría: su incorporación como cadete en el
batallón de las Milicias de voluntarios blancos de los valles de Aragua, en el cual su padre había
sido coronel. Lo propio del adolescente no es el de dejarse cautivar por las impresiones del
momento en detrimento de sentimientos más profundos, ¿pero que no se rebelan más hasta que es
muy tarde y revelan ser de importancia capital?

No es pues el auspicio de Rodríguez, como lo creímos largamente, pero en el curso de esta


preparación militar en la cual el gira favorablemente con fogosidad hasta que el joven Simón tuvo
la ocasión de ejercer su cuerpo y mojar su voluntad. Marcha, natación, equitación y las primeras
hazañas anunciando al prodigioso caballero en el que el se convertirá; lo que iba de par además
con la prosecución a sus estudios. Andrés Bello 6 le dispensó entonces su enseñamiento en historia,
geografía y literatura. El padre capuchino Francisco de Andújar estaba a cargo de las disciplinas
consideradas como base de la formación militar: matemáticas, física y diseño topográfico. Esta
Academia de matemáticas de la cual debía hablar más tarde el Libertador fue instalada, a falta de
un local, en la universidad, en el pequeño palacio de la plaza de San Jacinto y funcionó para una
veintena de alumnos.

El tiempo no cabía para la pereza, las insolencias y las revueltas: Valor: muy conocido,
aplicación: remarcable, era de naturaleza para satisfacer a don Carlos Palacios, tanto como la
nominación en el grado de bajo teniente, que intervendrá en julio de 1798. Simón llegaba a tener
quince años.

A penas el tuvo tiempo para exhibir en Caracas su brillante uniforme, porque, al mismo
tiempo, su tutor le concedió al final la autorización tan deseada de partir a Madrid a reunirse con
su tío preferido, don Esteban Palacios, quien se había hecho fuertemente camino en la corte.

Tanto como la pertenencia a un cuerpo de milicianos, el viaje a Europa era una cuestión
de prestigio social para los jóvenes aristócratas criollos. Pero Simón era aun muy joven. Si lo
notamos por otra parte que el mayor, Juan Vicente, heredero del mayorado, quien residió en
Caracas, llegamos a ver en el empeño de Simón a convencer a su tutor, bajo la influencia de
Rodríguez. Su breve cara a cara había coincidido con los dos últimos meses de la espera de una
respuesta del “Cabildo”. Presentando el contenido, el maestro había verdaderamente dejado saltar
más de un cerrojo, en agrandar el horizonte del joven mantuano y dejándole presentir el mundo
de las ideas, comunicarle el deseo de evadirse del marco académico y sofocante en el cual él vivía.

6
Andrés Bello: poeta, jurista, sabio y literario. Sus poemas cuentan entre las más bellas producciones en
español. Su gramática en lengua castellana es una de las más remarcables.

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