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Decisión

Por Shaka

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El fanfiction no persigue ningún afán lucrativo. Prohibida su venta y/o


alquiler. Todos los derechos de autor sobre los personajes pertenecen a
Masami Kurumada, creador de Saint Seiya.

Ilustración: desconocido

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Yo no elegí venir a este mundo, como ninguno de nosotros hacemos.
¿Quién tiene la facultad de elegir cuándo y cómo recibir la vida? Al fin y al cabo,
sólo tenemos la opción de terminar con ella. Y al igual que no escogí pisar esta
tierra, no tuve elección, no pude decidir nacer donde lo hice, entre glaciares y
soledad, ni recibir la sangre que llevo por las venas.
La luz del sol. Ese es el único detonante que establece las diferencias
entre las personas a lo largo y ancho del planeta, tanto en su fisonomía como en
las culturas y estilos de vida. Dicen que el ser humano se adapta a la perfección
a cualquier extremo.
Y es completamente cierto. Si mis ojos son tan claros, es para poder
soportar mejor la reflexión de los rayos solares en la blanca nieve. Si mi rostro
es tan pálido, es simplemente porque no voy a necesitar más melanina.
Pero eso es algo que no todos entienden. Y lo que puede facilitarte la vida
en un entorno, puede destruírtela en otro, donde los rayos del astro que nos
gobierna inciden en distinta medida.
Yo no elegí nacer en un lugar tan remoto, donde las horas de luz
escasean, donde el clima marca tu carácter como otra forma primaria de
supervivencia. La gente del norte tiende más al suicidio que la gente del sur.
Ellos son cálidos, nosotros… yo… me resguardo de la luz.
La luz me intimida. Me aturde.
Yo no elegí, como ya te dije, portar estos genes. ¿Y cómo podía un niño de
siete años saber, o siquiera intuir, que los demás le evitaban por ser diferente?
Su padre es extranjero.
Yo no escogí que esa cruel palabra me acompañara durante toda mi vida.
Extranjero.
Soy mezcla de dos sangres. Para mi suerte o desgracia, el legado del hielo
prevaleció. Mis rasgos son nórdicos. Tal sólo los que conocen bien mi fisonomía
pueden apreciar que mi constitución no es tan aria como debiera. El detonante
asiático en ello queda evidenciado.
Hasta algo tan simple como el nombre encierra demasiados significados.
Las tradiciones en las que nací, mi pasado, mi cultura… todas ellas se escriben
en cirílico. Y, sin embargo, mi nombre se escribe en diagramas. Tal
contradicción resulta un resumen elocuente de lo que soy.

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Pero qué importaba lo que dijeran los demás, las malas miradas de las
madres, que evitaban que sus hijos se me acercaran. Las supersticiones de un
pueblo atrasado, arcaico, olvidado por los resquicios de un imperio, el soviético,
que el año en que nací empezaba a caerse sobre su propio peso. Yo lo tenía todo,
no necesitaba nada más.
Pero no elegí que mi mundo cambiara radicalmente de la noche a la
mañana. Promesas, y más promesas. Ella me hablaba de otro país, de otra
gente, otro idioma, de mi padre. De la figura que no tuve, y que nunca he tenido.
Del hombre al que más he odiado, por encima de las desgracias que en cuerpo y
alma he padecido.
Por mi padre se inició todo, pues yo no elegí estar destinado desde el
momento en que me concibieron a estar atado a mi destino.
Y el destino, con su guión estructurado, dictó que el mar debía
arrebatarme lo poco que tenía. Se la llevó de mi lado, la única víctima del
terrible océano.
Se llevó a mi madre, de la cual no sé nada, pues… ¿para qué iba un niño
de siete años a preocuparse de esas cosas? Nunca lo sabré. Nunca sabré si mi
madre fue una buena persona, si amó, si sufrió. Sus motivos. Sus intenciones. Si
tenía familia, o si tuvo la misma suerte que yo.
Nunca lo sabré.
No escogí que me llevaran a rastras a esa tierra lejana con la que me
habían engatusado. No escogí que me llevaran ante mi padre, y menos que éste
me menospreciara, como si de un objeto de coleccionismo importado se tratase.
Un hijo extranjero…
Nunca he sido como los demás. Siempre lo he sabido. Ya no sólo en lo
meramente físico. Siempre sentí demasiado para mi edad. Siempre sufrí
demasiado. Por todo. Y aquello fue el principio de mi tormento.
Pues no elegí convivir con otros cien niños en aquel lugar. Por suerte, a
tan temprana edad no tienes dificultad para aprender un nuevo idioma. Con el
paso de los años, me obligo a pensar en el mío propio para no enviarlo
inevitablemente al olvido.
Aún hoy en día, cuando oigo esa palabra, siento un pinchazo en el pecho.
Por mucho que sepa que sus resquicios son de cariño, su primitivo valor es
difícil de enterrar.

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1Tovarish.

Tal vez por mi singularidad, acabaste por acercarte a mí. Eras tan
pequeño, tan lleno de curiosidad… pero curiosidad sana, no maliciosa, como en
nuestros demás hermanos.
Sí, porque yo ya sabía en esos momentos que todos compartíamos esa
parte de sangre que tanto detesto, y que siempre regará hasta el último nervio
de mi cuerpo, por mucho que vacíe mis venas una y otra vez.
Tú también eras diferente. Te abriste a mí, me aceptaste sin reparo. Y
ellos se metían contigo por tu debilidad. No podía consentirlo, tantas son las
peleas en las que me metí por defenderte, que soy incapaz de recordarlas.
Aquellos fueron, pese a todo, días felices. Pero lamentablemente no
escogí que nos separaran y nos enviaran, fruto del azar, a nuestros lugares de
entrenamiento.
Siberia salió en mi trozo de papel, en Siberia volví a recaer.
Sibir, que en mi idioma natal significa “el Este”. La tierra que me vio
crecer, a la que retornaba con una misión tan cruenta que de haberla conocido
de antemano, me hubiera resistido a aceptarla.
Yo no escogí tener al maestro que tuve, ni a mi compañero. Con ellos
compartí la última fase de mi infancia, y mi adolescencia. Entre dolor, sudor,
sangre y lágrimas. Muchas lágrimas de frustración, soledad e incomprensión.
Pues el destino tenía igualmente escrito en su guión que yo era un personaje
secundario en mi propia historia. Secundario de Isaac, que pese a todo, suplió tu
hueco, convirtiéndote en un recuerdo de mis efímeros días en Japón.
Secundario de Camus, el mago de los hielos, al que temía y sigo temiendo
aún después de muerto.
Así crecí, presa de mis dudas y mi complejo de inferioridad, alimentado
día a día por la indiferencia del francés que a tan duras pruebas nos sometía.
Pero Isaac siempre tuvo un lado amable para mí. Salvo en algo.
No tuve elección. Ella era lo más importante. Su recuerdo. Mi última
evidencia de identidad. Crecí, y conmigo mis poderes. Sorprendido, supe que
éstos eran sobrehumanos. Una cualidad innata había aflorado, y yo debía
sacarle provecho para conseguir aquello que me robaba el sueño durante las
gélidas noches de “el Este”.

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Si hubiera podido elegir, hubiera preferido que Isaac me hubiera
alentado a ello. Pero no. Él, reflejo de Camus, me lo reprochó. Mostró tanta
seguridad en sí mismo que acabó aplastando mi moral, hundiéndola contra el
suelo.
Yo nunca estaré a tu altura. Nunca seré como tú.
Mi único consuelo se encontraba cientos de metros bajo el hielo. Aquellas
aguas que me lo arrebataron todo ahora yacían sólidas, hermosamente
mortíferas.
Yo no elegí que Isaac pagara con su vida mis egocéntricos anhelos. Por
mucho que pase, no me lo perdonaré. Aquel día, murieron tres cosas. Murió el
caballero del cisne. Murió mi amigo. Morí yo mismo para mi maestro.
Murió mi cordura, pues pese a todo, seguí intentándolo. Cada año que
pasaba, a medida que mi poder se incrementaba y las aguas volvían a congelarse
con la llegada del invierno, rompí los muros de cristal hasta que lo conseguí.
Creía que con volver a verla una vez mi alma tendría descanso, pero no.
Fue como una droga. A escondidas, la visitaba siempre que me era posible, sin
que mi maestro se percatara; algo que de seguro era imposible. Camus lo sabía
todo.
Yo no elegí no poder distinguir en él el más mínimo asomo de disgusto,
castigo, o aliento. Nada. Su inexpresión era algo cotidiano.
Y así, llegó el día de mi prueba, la cual superé. El maldito día en que me
convertí en Caballero de Atenea, no sé bien si por mis propios méritos, o porque
no quedaba nadie más para portar la armadura del Cisne.
Camus desapareció esa misma noche. Fue parte del trato, la última
evidencia de lo poco que yo significaba para él. Yo sólo era el otro aprendiz, el
reserva. Y así lo acepté. Al igual que las órdenes de Santuario de custodiar mi
armadura, encerrada en los glaciares eternos, y acabar con aquellos lejanos
hermanos míos, convertidos ahora en portadores de bronce, como yo, y
castigarles por insumisión.
Allí te vi. Estabas vivo. Habías cambiado, posiblemente tanto como yo,
pero seguías siendo el mismo. La dulce calma seguía reinando en tus ojos.
No pude escoger en aquellos momentos, y haciendo gala de mi falsa
arrogancia, cumplí con mi parte, pero parcialmente. No podía creer que estabais
de otro bando. Era imposible. Acabé uniéndome a vosotros.

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Fue la mejor decisión que he tomado.
Enumerar lo que juntos vivimos sería una copiosa pérdida de tiempo.
Vida. Muerte. Lucha. Desesperación. Conflicto. Sangre. Más sangre.
Justicia.
Muerte.
Hades.
De todas las criaturas que pueblan este planeta, tú hubieras sido la última
en la que hubiera pensado. ¿Cómo era posible que fueses precisamente tú el que
albergara al Dios de la muerte desde tu nacimiento? Sigo sin encontrar la
respuesta.
Tras el culminar de la guerra santa, me negué a consentirlo. Me negué a
que te hundieras en remordimientos.
Tú no tienes la culpa.
A veces, hay que luchar contra el propio destino, aunque éste esté
marcado en tu piel como un tatuaje. Como un grabado. Y tú sobreviviste al tuyo.
Nos quedamos en Grecia, al amparo de Santuario, nuevamente como dos
huérfanos. Yo sin mi maestro, tú sin nada, salvo yo. Nos dieron lo que por
derecho merecíamos, el reconocimiento y un lugar donde vivir. Aunque fuesen
los destartalados aposentos destinados a los que allí entrenaban, ahora eran
nuestras. Cuatro paredes a las que llamar, paradójicamente, hogar.
Y en la falsa apacibilidad que reinó después de la batalla, pasaron los
días, las semanas, los meses. Me sentía bien. Las jornadas se limitaban a
entrenar y a compartir compañía. A custodiar y explorar los templos, muchos de
los cuales ahora estaban vacíos.
Un poco de tiempo para respirar tras tanta asfixiante responsabilidad,
bajo la directriz del nuevo Patriarca, que luchaba incansablemente por
reestructurar la maltrecha Orden de Atenea.
Yo no elegí que pasara aquello. No escogí que una tarde cualquiera,
mientras mirábamos la lejana bahía desde los acantilados, me confesaras lo que
sentías.
Se me vino el mundo encima, puesto que nunca quise tener que romperte
el corazón. No escogí abrazarte con fuerza, y con mi cara apoyada en tu hombro,
sin mirarte a los ojos, con la vista fija y perdida en el horizonte, serte sincero,
decirte que sí, que te quería, pero no de esa forma.

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Mentiroso. Claro que elegí en ese momento. Elegí decirte que no podía
corresponderte.
Entre lágrimas que intentabas disimular me dijiste que no me
preocupara, que nada cambiaría entre nosotros. Que necesitabas tiempo, sólo
eso.
No escogí dejarte marchar, y quedarme a solas para ver el atardecer sobre
Atenas. Tenía que dejarte marchar, pese a que en esos momentos sólo pudiera
pensar en seguirte y aliviarte esa pena. Pero nueva contradicción, mi presencia
no la hubiera aliviado, la hubiera agravado.
No elegí pasar de ser tu único consuelo a la mayor de las desdichas.
Pensé y pensé, le di mil y una vueltas durante los dos días en los que evité
verte.
¿De verdad no podía corresponderte? ¿O no quería? ¿Tan fuertes eran las
trabas de los dos dogmas que regían mi vida que no podía romperlos y aceptar
lo inminente?
Las dos creencias pilares en las que me sostenía me impedían hacerlo.
Soy cristiano, pero a diferencia de lo que muchos creen, no soy católico.
Soy ortodoxo. Qué más da la diferencia. Ninguna de las dos me dejaría amar a
otro hombre.
Soy miembro de la Orden de Atenea. Y dicha Orden prohíbe tácitamente
una relación entre semejantes.
Entre compañeros de batalla, lo que somos tú y yo.
Mi religión. Lo único que la religión me aporta es la leve sensación de
pertenecer a un grupo. De pertenecer a mí pueblo, y mantener viva la llama que
prendió mi madre.
Mi ciega entrega a la Orden a la que pertenezco, por la que lo he dado
todo, por la que he sufrido los más crueles designios. Por la que lucho por la
justicia y el amor. Amor que, aún así, se me es negado.
Nuevas contradicciones sumadas a la ecuación de incógnitas que soy yo.
Aquella vez sí que pude elegir. Por mí mismo. Elegí darme una
oportunidad. Sólo había una forma de saberlo.
Así que busqué tu cosmos y te encontré en el Jardín de Sales del Templo
de Virgo, ese que siempre tanto te gustó, tal vez por las consonancias del signo
que te rige.

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Me senté a tu lado sin mediar palabra. Y así, en el más puro mutismo,
tomé tu rostro entre las manos y te besé.
Lo que sentí me sacó de dudas. Renunciaba a mis dogmas, a mis
creencias, a lo que daba un sentido al caos de mi vida.
Renunciaba a todo por aventurarme contigo en un camino desconocido
para ambos. Por amar a mi compañero de armas. A mi mejor amigo. A mi…
Hermanastro.
¿Importaba acaso que compartiéramos lazos de sangre? Me
correspondiste en aquel discurso sin palabras, pues tus labios así me lo dijeron.
Me dijeron que no, que no importaba.
No elegí que tu propio hermano renegara de ti. Tu dolor era palpable,
pero lo aceptaste con armonía, como si desde un principio fueras consciente de
que no podías tener ambas cosas, y que decantándote por mí, le perderías a él.
Yo no escogí sentir el rechazo, tener que ocultar a los demás lo que nos
unía. Como dos fugitivos en Santuario, escondidos del resto de la sociedad que
anónimamente allí convivía.
Pero tú me hacías seguir adelante, supongo que al igual que yo hacía para
ti. Con verte sonreír, me bastaba para superar mis miedos, que se sucedían
rápidamente, uno tras otro. Pues aunque estar junto a ti me deportaba dicha, de
mi mente no podía sacarme un pensamiento.
Somos guerreros. Y como guerreros, estamos destinados a morir.
Y la perspectiva de un mundo sin ti me desbordaba. Me angustiaba. No le
temo a la muerte. Le temo a mi vieja conocida, la soledad.
Nunca pensé que mi primera vez sería contigo. Es más, nunca pensé que
se produciría. Ya me había concienciado: como guerrero, moriría en batalla.
Moriría joven, y virgen. Pero no, no fue así.
Llovía. Era una noche oscura, sin el esplendor de nuestras estrellas. Me
refugié en tu casa, ambos empapados, pues habíamos corrido una gran distancia
para resguardarnos del torrente climático que azotaba el recinto sagrado.
Entre la oscuridad, sentado sobre tu cama, te observé como una figura
entre las sombras, buscando una dichosa vela con la que alumbrarnos. Me di
cuenta en aquel momento de que estaba aterrado, pues nadie me había
enseñado a reaccionar ante esto.

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Me entrenaron para ser un asesino. Para la acción - reacción. Mi mente,
en acto reflejo, reclamaba una reacción que correspondiera a lo que me estaba
pasando.
Pero nadie me lo había enseñado. Ni a ti. Aún así, tú tomaste el papel de
maestro cuando, tras haber dejado la pequeña luz ya prendida sobre el suelo,
me apartaste los mechones mojados de la cara y me besaste.
Para cuando pude darme cuenta yacíamos el uno al lado del otro.
Me confesaste tus inquietudes. Tú también sabías que tarde o temprano
volverían el dolor y el sacrificio de la batalla.
Nunca pensé que me dirías que querías unirte a mí mientras la falsa
libertad nos lo permitiera.
Te miré a los ojos. La oscuridad nos envolvía como fiel consejera, rota por
el ámbar de la vela que realzaba tu serenidad. La lluvia mitigaba cualquier
sonido que recordara al exterior, como una barrera protectora que nos aislaba
del resto del mundo.
No pude elegir. Si hubiera podido hacerlo, no hubiera estado tan
nervioso. Aún así, el contacto de tu piel, tu calor, logró calmarme. Con lentitud,
con calma, con cierta complicidad, la que siempre nos caracterizó, pero llevada
ahora a otro nivel.
Ni el miedo, ni la vergüenza, ni el pudor pudieron con el deseo, simple,
llano, dulce. Tu cuerpo de marfil sobre el mío, mi cuerpo de mármol sobre el
tuyo. Me entregué a un rito antiguo como la humanidad, a escribir un paraje
más de esta tragedia, como si fuera un episodio de una leyenda griega. Como si
entre las milenarias ruinas que nos rodeaban pujaran por salir ecos de cientos
de momentos como el nuestro, que se habían repetido por los siglos de los
siglos. Amores prohibidos, anclados al secreto y la desdicha.
No pude saber que aquella sería la primera y la última vez que haría el
amor contigo. Mientras entraba en tu cuerpo, mientras tu entrabas en el mío,
mientras me sumergía en esa mezcla de dolor, dulzura y placer, quise olvidarme
de mi mismo, de quién era, de quién eras. De la Orden. De los muertos que
dejaba atrás. De mi pasado. Y de mi futuro. Tan solo el presente. El presente
eras tú.
No pude conciliar el sueño aquella noche. El ruido de la lluvia que seguía
cayendo alimentaba mi insomnio, creado por el mar de emociones en el que

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deambulaba. Tú dormías, o eso parecía, mientras yo permanecía con mi barbilla
sobre tu cabeza, mi pecho sintiendo tu tibieza, abrazado a ti por la espalda.
Supe que tendría que pagar caro el precio de aquel momento de felicidad.
Siempre había sido así. Por eso no dormí, disfrutando a cada segundo del mero
hecho de tenerte a mi lado, de guardar tu secreto, de guardar tú el mío. De llorar
en silencio para no despertarte. Me juré que aquellas serían mis últimas
lágrimas.
Mi promesa no fue en vano. Lo fueron.
Yo no elegí que el sumo Patriarca me llamara a citación y me enviara de
nuevo a mi helada tierra para buscar a candidatos a guerreros de los hielos. No
elegí que tú corrieras igual suerte, sólo que te enviaron a la remota isla en donde
ganaste tu armadura.
Es ley de vida. Los alumnos al superar a sus maestros, se convierten en
maestros, aún en temprana edad. La vida del guerrero es efímera, el curso de su
vida útil se consume, pronta como la pólvora.
No escogí que nuestra despedida estuviera teñida de marcialidad. No
tuvimos ni un momento a solas desde el comunicado hasta que partimos. Tras
despedir a los presentes, repetí el mismo gesto ante ti. Incliné con respeto la
cabeza, mientras nuestras miradas permanecían ancladas, la una en la otra.
Ignoro si los demás vieron algo. Tu rostro era el reflejo del dolor, tal vez
no para ellos, pero sí para mí. Para mí, que tan bien conozco tus expresiones,
pude leer todo lo que pasaba por tu mente. Sentí tus palabras resonar en mi
cabeza, tu cosmos, rodeándome.
Era una guerra que no podíamos ganar, Hyoga… pero sí que ganamos
una batalla.
Desde entonces, siempre que lo necesito, evoco esas palabras, sencillas,
metafóricas, llenas de significados, como un código que sólo los dos conocemos.
Yo no elegí que la paz efímera volara mientras estaba en Siberia, ni que
estallara el caos casi sin darnos cuenta. Que una guerra interna se cerniera sobre
el precario orden, entre aquellos que reclamaban el nuevo poder y los que
defendían con fervor la institución formada por el nuevo Patriarca, en cuyo
bando nos encontrábamos.
No elegí llegar demasiado tarde y encontrarte en el maldito Templo de
Acuario junto a tu enemigo. Él estaba destrozado, despedazado. Por un segundo

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me pregunté qué terrible poder habrías desarrollado para conseguir aquel efecto
en el que antaño fuera nuestro compañero entre los caballeros de plata. Pero
mis preguntas perdieron su sentido cuando al fin te hallé.
Yacías en el frío suelo, sobre un charco de sangre. Atravesado, como Seiya
en los Infiernos.
Yo no escogí tener que dejarte allí, Shun, y seguir mi camino hacia la
Cámara de Atenea para acabar con los cuatro malnacidos que aún quedaban. No
elegí congelarles sin piedad cuando lo que más deseaba era sostener tu cuerpo
inerte sobre mi regazo y llorar tu pérdida.
Sí, ganamos una batalla, pero no pudimos hacer frente a la guerra que
como soldados emprendemos desde el día en que nacemos.
La Diosa y su Orden pudieron con nosotros.
Tras ello, retorné de nuevo a mis gélidos parajes, a donde el hielo se
extiende como un desierto, árido, frío, al igual que mi corazón.
Como te decía al principio, no tenemos la facultad para elegir cuándo y
cómo llegar a la vida. Y en esa vida, sólo tenemos una decisión a nuestro
alcance. La de dar término a la misma.
Mi maestro enterró el barco donde descansa mi madre en las
profundidades de una fosa, en el mar de Siberia oriental. Lo hizo con un
propósito, que no pudiera volver a verla, y así arrancar de cuajo mi, decía,
debilidad.
Pero Camus se equivocó. Claro que podía seguir yendo a verla. Podía, con
una condición: que ya no podría volver.
Nadé entre la oscuridad de las frías aguas, aumentando mi cosmos al
máximo para no morir de hipotermia en mi empresa. Me llevó cerca de una
hora alcanzar mi objetivo. Exhausto, y casi sin aire en los pulmones, entré en
aquel camarote, donde seguía el cuerpo de esa joven que me dio la vida, hacía ya
casi ya dos décadas.
Mi madre, de la que nada sé ni sabré, pero de la que quiero creer que era
una gran mujer. Por la que siento devoción. Y a la que vuelvo.
Sin quebrantar su belleza incorrupta, me tumbé a su lado hecho un ovillo,
buscando su consuelo como el niño que era.
Esta vez sí que he elegido. Mi vida no acaba ahora, mi cosmos no dejará
de cesar en breve para que los últimos que quedan de la Orden sepan que Hyoga

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del Cisne ya no está entre ellos. Yo morí aquel día en que me separaron de ti. Y
mientras utilizo las últimas fuerzas que me quedan en auto congelarme, sonrío.
Pues pese a la carrera de obstáculos y sufrimiento que han sido mis días,
valieron la pena. El mero hecho de recordar aquel momento, eclipsa todo lo
demás.
El hielo me vio nacer, y el hielo me verá morir. Soy un guerrero, pero elijo
morir como un hombre. Junto al último reducto de humanidad que me queda.
Junto al recuerdo de otro hombre, la única persona a la que he amado en vida.
Sé que nadie me echará de menos, pero no me importa. Me siento
satisfecho por haber podido escribir la última página de mi historia.
El sueño se apodera de mí, es el indicio irrevocable de los efectos de la
congelación. Mis últimos pensamientos van dirigidos a dos personas.

2Da cvidanja, madre…

Y a ti.

Da cvidanja…

Al fin he podido elegir.

.: Fin :.

1Tovarish: camarada.
2Da cvidanja: hasta pronto, adiós.

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