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La tortuga de Luang Prabang: Y otras historias de viaje
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La tortuga de Luang Prabang: Y otras historias de viaje

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Son escasos los escritores brillantes que desde la ficción han escrito buenos libros de viajes. No nos engañemos, los que consideramos mejores libros de viajes no son libros de viaje. Kapuscinsky nunca ha escrito un libro de viajes, Makroll el Gaviero viaja, pero sus andanzas pertenecen al género de la buena literatura, sin más. Saint Exupery es poesía en movimiento. Rimbaud viajó, pero, precisamente, para huir de la literatura. Vivimos el ocaso de los géneros tal y como los conocíamos hasta ahora, se impone el eclecticismo, la creación transversal que desconoce pautas preestrablecidas, como estos relatos que Antonio Cordero nos presenta aquí. Su Tortuga de Luang Prabang transita luces y sombras, ficciones y tabernas tan reales como el fantasma de Makrol, personajes novelescos y cazadores de osos, historias que se intuyen, pero no se dejan ver. Por momentos nos traslada a un mundo que evoca la felicidad, esa cosa naif que tanto nos preocupa y perseguimos como antes perseguíamos unicornios. En otros, nos sumerge en oscuridades conradianas, ejerciendo una especie de melancolía del horror, un deseo insatisfecho por compartir el destino de aquellos que se dejaron la cordura entre raíles, canoas y dunas de arena. Pareciera que para Antonio El Gaviero, el viaje es una excusa para la huida y cada uno de sus relatos un refugio temporal donde apaciguar las ansias de retorno. Ir, partir, volver... descuidos del lenguaje, paréntesis entre inocente y doloroso para evitar respuestas En cualquier caso, sus relatos son un alivio para esa enfermedad llamada nostalgia de lo que nunca tuvimos.
LanguageEspañol
PublisherBaile del Sol
Release dateMar 16, 2013
ISBN9788415700241
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    La tortuga de Luang Prabang - Antonio Cordero

    La tortuga de Luang Prabang

    y otras historias de viaje

    Antonio Cordero Sanz

    Para la mejor tripulación, Beatriz, Antía, Hernán y Nicolás.

    Y para los que me pasaron las cartas de navegación, José Antonio Cordero y Mª del Carmen Sanz, mis padres.

    PRÓLOGO

    ODIO LOS VIAJES

    Odio los viajes. Levi Strauss, un señor antropólogo fallecido recientemente y que nada tiene que ver con los pantalones vaqueros, escribió esta frase en Tristes Trópicos. Cuando la leí, me pareció la torpe reacción de un viejo amargado por años de deambular al encuentro de lo extraordinario. Así ha sido siempre, el hombre busca más allá lo que no encuentra en su particular más acá. Absurda ficción. Veinte años después, encuentro reveladoras aquellas palabras: odio los viajes. Levy Strauss odiaba el tránsito físico, la incomodidad del traslado. Un servidor los odia por lo que tienen de mentira colosal, de fábula para espíritus ansiosos, de escenario donde se representan las más burdas pantomimas. Usamos los viajes para mentir y mentirnos ante la esperanza de que el paréntesis nos devuelva a un paraíso que nunca existió.

    El viajero es un experto en sublimar, en inventar escenarios que le permitan avanzar a través de territorios que confirmen sus expectativas, se ve obligado a magnificar la realidad cuando la realidad es mediocre, lo cotidiano es el denominador común de los días, de todos los días, en todos los rincones del planeta, también en las intrincadas entrañas de la selva amazónica, en las planicies heladas del Ártico, en los confines del Himalaya... Y eso, en el mejor de los casos, el viajero se lo oculta a sí mismo. En el peor, se lo oculta a los demás para presentarse ante ellos como un héroe de la mediocridad. Odio los viajes, a los viajeros y a los viajados; odio a los turistas y a los tour operadores, a los aventureros y a los ventajistas del exotismo. Pero no a los otros viajeros, turistas y aventureros, sino a los que hay en mí mismo. De todos los maquilladores de lejanías, los más culpables somos los viajescritores. El género, en su larga y agonizante existencia, es inocente, contar historias a través del movimiento es un recurso como otro cualquiera. Sólo el talento, o la ausencia de éste, bastardea los géneros. Los viajescritores, los que hoy deambulamos por el circo mediático, nos creemos obligados a redescubrir cada diez números las maravillas del Cañón del Colorado, a encontrar placidez en la frágil mirada de un indio amazónico amenazado por el avance de la modernidad, a reeditar en cada página las maldades de Occidente versus la inocencia de los sufridos aborígenes; debe haber también viajescritores escépticos, dubitativos, perdedores incapaces de explicar cuanto ocurre a su alrededor, viajescritores políticamente incorrectos que nos digan sin tapujos que el mundo está lleno de hijos de puta, también entre los honorables tuareg y los imberbes mayorunas, debe haberlos, pero no he leído ninguno en los últimos años. ¿No han sentido alguna vez el deseo de atropellar gallinas, apedrear vacas indias, abofetear cooperantes y aplastar los meñiques de los humildes ribereños ante tanta muestra de ecológica buena voluntad? Lo reconozco, caigan sobre mí las consecuencias, yo sí.

    Existen pocos escenarios tan rancios y vacuos como nuestro moderno mundillo de los viajes y los viajeros. Seguimos empeñados en coleccionar países y peligros, tribus recién contactadas que jamás vieron al hombre blanco, nos hemos especializado en aplicar efectos especiales a la rutina. Y, además, hemos logrado el objetivo, hemos logrado que se crean nuestra farsa. Cuántas veces me habrán presentado en una conferencia como experto en el Amazonas, en la India o en África. ¿Experto en África yo, que lo único que he hecho es pasear con torpeza de país en país, apresurado a veces y desconcertado casi siempre? Que tipos como el que escribe estas líneas sea invitado a dar conferencias, escribir prólogos, presentar libros y asistir a programas de televisión, y encima le paguen por ello, demuestra hasta qué punto la cultura del ocio es poco selectiva. No es autoflagelación, ni falsa modestia, me estoy usando como ejemplo, después de todo, soy lo que tengo más cerca y llevo el suficiente tiempo conmigo mismo como para saber que no les miento. Un servidor, y otros como yo, hubiésemos sido dignos defensas centrales en equipos de fútbol de segunda división B, e incluso brillantes repartidores de paquetes en DHL, pero preferimos pensar que somos viajeros literarios.

    Todavía quedan un par de páginas, si ven que el tono o el contenido de lo que estoy diciendo les parece una memez, pasen ya a los relatos de Antonio, no se lo tendré en cuenta, quizás tengan razón. Tampoco se perderán mucho, de aquí hasta el final del prólogo voy a repetir estas mismas ideas, pero con otras palabras, o con las mismas, ya veremos. ¿Siguen aquí? Pues vamos con el asunto de los tópicos. Es amplio el menú de tópicos que desplegamos los viajescritores y quienes aspiran a serlo. ¿Seguro que todo viaje es interior? Eso será para los que tengan vida interior. Los románticos inventaron una especie de duende místico que se apodera del viajero y desde entonces, por tradición e imitación, levitamos de geografía en geografía tratando de encontrar respuestas en un mundo que sólo admite preguntas. Bob Dylan escribió que la respuesta está en el viento y también nos lo creímos. Ahora sí, ahora que empiezo a estar más cerca de Levi Strauss que de Dylan puedo reconocer que nunca he sentido nada interior mientras viajaba, que los hongos alucinógenos me producen diarrea y que en lo alto de las pirámides mayas la única fuerza que te posee es la de otro viajeiluminado, como uno mismo, que te empuja para que bajes rapidito porque arriba no se cabe. Es cierto, en lo alto se está bien, por las tardes corre el aire y la vista es maravillosa, pero de allí hace muchos años que escaparon los dioses, si es que alguna vez estuvieron. La dichosa búsqueda. Hacemos catorce mil kilómetros para encontrar algo que perdimos en la puerta de casa. ¿A quién se le ocurriría semejante estupidez? Sólo a un viajero, nunca a un viajante ni a un aventurero, y mucho menos a un turista. La aristocracia del viaje, los viajeros, poseemos el privilegio de la búsqueda o del viaje interior, aquel que redime al individuo de sus culpas, aquel que nos hace libres, intolerantes y cura los nacionalismos. Con semejante receta, repetida en cada panfleto que escribimos los viajeliteratos, y teniendo en cuenta la cantidad de gente que hay moviéndose constantemente de un lado para otro, con semejante receta, insisto, no entiendo cómo puede haber tanto capullo con el pasaporte repleto de sellos. No he tenido noticias de ningún xenófobo prepotente, abundantes a nuestro alrededor, que haya regresado de las cataratas del Niágara dispuesto a ofrecer un contrato de trabajo en su panadería a tres inmigrantes magrebíes. Nadie vuelve de Kenia, ni de Paraguay, ni tan siquiera de la India, siendo otro. No cambiamos, sólo nos disfrazamos, y el viaje es el perfecto drama en tres actos que permite representar la vida en una burbuja de tiempo y espacio.

    ¿Quién ha dicho que el verdadero viaje no debe incluir billete de vuelta? Un viaje sin final no es viaje sino prolongación del hecho de vivir, aunque sea de vivir en continuo trajín. El movimiento en sí no es nada, sólo movimiento. Todo se mueve, y no por ello se otorga a cada objeto móvil el arrogante título de viajero. El Papa se mueve, sí ¿y es por eso un viajero? No, es sólo eso, un objeto en movimiento. Pero volvamos al drama en tres actos, que con lo del Papa me he despistado. Presentación, nudo y desenlace. Da igual el orden en que esto se produzca ni cuantos factores intermedios queramos añadir, el número de tramas paralelas, la cantidad de personajes ni los trucos con los que pretendamos despistar; el viaje, para que sea viaje, debe disponer de su propio final. Un mal viaje tendrá un final predecible y, probablemente, feliz. Un viaje viajado con talento pondrá al viajero, al héroe, frente a las pasiones más oscuras del ser humano, le hará reír y llorar en la misma medida, le hará enfrentarse a sus propios monstruos interiores. Bueno, esto último sólo para aquellos héroeviajeros que tengan vida interior, para los demás queda el viajecomedia, y ya se sabe que en la comedia los personajes tienen siempre menos aristas, son menos complejos. ¡Pero qué pocos personajes de comedia, de la auténtica y brillante comedia, circulan por el mundo del viaje! Los viajepersonajes, en general, parecemos sacados del mejor cine de Ed Wood, cómicos por lo patético, no por lo simpático, disfrazados de pescadores de truchas para el Carnaval de Agosto, portavoces de obviedades, de lugares comunes que se repiten libro tras libro, puesta de diapositivas tras puesta de diapositivas, conferencia tras conferencia. Por favor, propietarios de librerías, organizadores de ciclos culturales, editores, no nos permitan publicar un solo libro más, no vuelvan a darnos la palabra hasta que el oratorio quede limpio de tanta vacuidad. Publiquen crucigramas, organicen tertulias taurinas, inviertan su tiempo y su dinero en evitar que los ríos sigan contaminándose con los restos de una tinta absolutamente prescindible.

    Otro de los tópicos de la modernidad viajera es considerar a Bruce Chatwin el prototipo de viajero literario. Cada vez que alguien publica su primer libro de viajes, y sé de qué les hablo, el editor cree que venderá mejor a su descubrimiento con el pomposo título de: «el nuevo Bruce Chatwin». Bruce Chatwin es a la literatura lo que James Dean al cine, un actor mediocre cuya muerte prematura lo elevó artificialmente a la categoría de mito. Si los editores, al compararnos con Chatwin querían decir: aquí tienen otro relato ombliguista y cargado de prejuicios, de miradas superficiales, escrito con el oficio justo para no rimar camión con maquinilla de afeitar, apresurado y distante; si querían decir que estaban presentando otro nuevo andarín inquieto, otro filósofo de todo a cien cuyo mayor activo es contar con un público aún más prejuicioso, sediento de reflexiones baratas, entonces debemos reconocer la etiqueta que nos presenta como los nuevos Bruce Chatwin, a pesar de que ninguno de nosotros ha logrado ni tan siquiera igualarle. En eso, Chatwin fue un maestro.

    Por otro lado, están los «escritores con mayúsculas», los novelistas que, aprovechando los vaivenes del mercado, se arriman al género para perpetrar libros de viaje con más artificios que corazón. Suelen ser tan poco consistentes e insulsos como las novelas que escriben normalmente. Son escasos los escritores brillantes que desde la ficción han escrito buenos libros de viajes. No nos engañemos, los que consideramos mejores libros de viajes no son libros de viaje. Kapuscinsky nunca ha escrito un libro de viajes, Makroll el Gaviero viaja, pero sus andanzas pertenecen al género de la buena literatura, sin más. Saint Exupery es poesía en movimiento. Rimbaud viajó, pero, precisamente, para huir de la literatura. Vivimos el ocaso de los géneros tal y como los conocíamos hasta ahora, se impone el eclecticismo, la creación transversal que desconoce pautas preestablecidas, como estos relatos que Antonio nos presenta. Aquí vale todo, no hay más límite que el talento y eso es una mala noticia para los que no lo tenemos. Ya no vale refugiarse en las cálidas entrañas del género. ¿De qué viven las escasas librerías de viaje que existen en el mundo? De vender guías y mapas, cantimploras, mochilas y pastillas potabilizadoras, no libros de viaje, ni tan siquiera literatura con viaje. El género agoniza, como todos los demás. Agoniza por el signo de los tiempos y porque no es fácil hacerlo peor de lo que lo hemos hecho los escritores de viaje en las últimas décadas.

    Antonio Cordero, por fortuna para él y para nosotros, no es Bruce Chatwin. Chatwin era guapo y Antonio es... muy amigo de sus amigos. Antonio es poeta, Chatwin era... guapo. Antonio no es un viajescritor, Antonio es un niño que juega con las palabras porque nunca supo darle patadas al balón. Su Tortuga de Luang Prabang transita luces y sombras, ficciones y tabernas tan reales como el fantasma de Makrol, personajes novelescos y cazadores de osos, historias que se intuyen, pero no se dejan ver. Por momentos nos traslada a un mundo que evoca la felicidad, esa cosa naif que tanto nos preocupa y perseguimos como antes perseguíamos unicornios. En otros, nos sumerge en oscuridades conradianas, ejerciendo una especie de melancolía del horror, un deseo insatisfecho por compartir el destino de aquellos que se dejaron la cordura entre raíles, canoas y dunas de arena. Pareciera que para Antonio El Gaviero, el viaje es una excusa para la huida y cada uno de sus relatos un refugio temporal donde apaciguar las ansias de retorno. Ir, partir, volver... descuidos del lenguaje, paréntesis entre inocente y doloroso para evitar respuestas ¿Qué coño es todo esto? En cualquier caso, sus relatos son un alivio para esa enfermedad llamada nostalgia de lo que nunca tuvimos. Antonio, que es un buen tipo, seguramente, no odia los viajes. Yo, sí. Los odio de la misma forma que el alcohólico detesta la botella a la que se siente irremediablemente atado, la que le ofrece sus únicos momentos de sosiego. Odio los viajes y la literatura de viajes de esa misma manera, a sabiendas de que, a pesar de todo, son la única manera que conozco de huir de mí mismo sin levantar sospechas.

    Chema Rodríguez

    EL CORAZÓN DE LA AMAZONIA

    Río Caura - Venezuela

    Conocí al barón von Wergner en su vieja casa colonial de la costa venezolana. Fue unos días antes de su desaparición en los manglares de Tacarigua. von Wergner había sido, y en muchos aspectos todavía lo era, uno de los más notables exploradores naturalistas de este siglo y un enorme pozo de conocimiento transparente sobre las últimas selvas tropicales. Quizás fuera la máxima autoridad en ese viejo mundo en proceso de desaparición.

    Su biografía, a la que yo me dedicaba por aquel entonces, parecía el sinuoso discurrir de un río amazónico. Rodeado de bosque impenetrable, de criaturas maravillosas y desconocidas. De todos los hombres que poblaban sus márgenes había un muchacho joven al que von Wergner parecía tener una especial admiración y apego. Se habían conocido en los días en que el barón cruzaba las junglas del Alto Caura en la región de los Yekuana y los Yanomami. Max, que así se llamaba el asilvestrado mocetón, vivía desde aquel entonces aislado en una pequeña comunidad yekuana en medio de ninguna parte. En él encontró von Wergner su alma gemela, su descendencia más allá de toda razón genética. Aprendieron y disfrutaron el uno del otro durante sus vagabundeos por los territorios del jaguar y los tapires.

    Como ya dije, von Wergner desapareció unos días después mientras observaba los ibis escarlata en los manglares de Tacarigua. Pudo ser un caimán negro, un agente de alguna compañía maderera o un desarrollista radical. No sabemos nada, sólo que desapareció y para concluir mi trabajo pensé en Max. Estaba seguro de que él podría darme las claves que faltaban para descifrar la figura del magistral naturalista.

    Tomé un pequeño avión a Ciudad Bolívar, dormida junto al río Orinoco con su centro de casas con patio y fachadas de colores. Me alojé en el Hotel Colonial, un viejo y desvencijado edificio que se había construido en algún año entre 1900 y 1940. Era uno de esos lugares que cualquier loco y desgraciado viajero haría suyo de inmediato. Habitaciones con balcones al río y un bar con muebles de madera y botellas envueltas en el tiempo. Sólo un camarero tras la barra. También es cierto que yo era el único huésped del hotel y el único cliente en el bar.

    Sin embargo, a veces los idus nos son propicios y cuando apenas comencé a preguntar por la mejor manera para llegar hasta el río Caura, el camarero me habló de Jonás. Jonás vivía a caballo entre la ciudad y la selva. Gran parte del año la pasaba en la isla Dufrumi, en mitad del río Caura. De hecho, no sólo conocía a Max sino que éste le había dejado su coche en usufructo cuando desapareció con su viejo fusil de caza y un saco de azúcar y otro de arroz rumbo a la selva esmeralda.

    Todo parecía sencillo. Quedamos a la mañana siguiente, al amanecer, para trasladarnos en una destartalada furgoneta hasta el asentamiento de Las Trincheras, punto de entrada en el río y ya inmerso en la jungla. Al bajar de la furgo lo primero que noté fueron los insectos y el color verde. Un enorme y ensordecedor murmullo en el cual era difícil diferenciar las miles de especies que nos rodeaban. Parecía una fiesta salvaje, un momento de locura de todos los bichos del planeta agitando sin cesar sus élitros. Creí que aquello acabaría pronto y la paz de los documentales de la dos aparecería igual que una buena banda sonora apropiada a mi sensibilidad. ¡Y el verde, dios mío! El verde era todo menos el río. Una muralla densa y viva con miles de zonas tan oscuras como túneles. Y sin embargo el sol aquel día estaba en el cenit y mi fotómetro junto a la orilla me daba una luz de quemar carretes.

    Jonás siempre sonriendo me señaló una canoa donde esperaba Yuruan, uno de sus nueve hijos. Aquello era un cayuco, un auténtico barco del Amazonas. Largo y estrecho, de un solo tronco. Cuidadosamente trabajado para que su forma fuese estable y ligera hendiendo la corriente. Un pequeño motor fueraborda nos situaba en el final del siglo XX y hacía más descansada la travesía. En aquella canoa iría subiendo la selva como los chicos de Kurtz remontaban el Mekong. Bueno quizás más despacio y sin esquí acuático.

    Según von Wergner, estos bosques que todavía son el 5 % de la superficie del planeta (según estáis leyendo esto se están cargando 411 km cuadrados al día) alojan al 50% de las especies de la tierra. La variedad genética que tienen es increíble, se conoce más de la Luna que de los bosques tropicales.

    Es un sistema ecológico riquísimo y muy frágil. Pero el suelo no es rico sino todo lo contrario, aunque parezca mentira con tantos árboles y tanta vegetación. Pues resulta que para sobrevivir en este suelo falto de nutrientes utilizan un truco fantástico: se comen a sí mismos. Tienen las raíces muy superficiales y de esta manera acceden a la capa de tierra donde se depositan todos los restos de hojas, troncos, frutos y restos de animales. Un reciclaje absoluto, un perfecto círculo de vida en el que la energía continuamente da vueltas. Uno como parte del todo, cada individuo de cada especie es parte de un todo que a su vez él contiene. Contenido y continente como un único sentido. Las inmensas ceibas son también arañas y monos y lombrices y troncos de otros árboles y son sus propias hojas fagocitadas.

    En algún momento la luz se fue haciendo más suave y en las orillas aparecieron cerros y colinas. El relieve de las viejas montañas del macizo de Guayanas creaba un paisaje espectacular. Un pequeño talud de barro es la única frontera entre el mundo del agua y la selva cerrada. Ahí es donde podemos ver a los caimanes dormitando al sol o al martín pescador haciendo piruetas antes de entrar como una flecha en el agua en busca de un pez. Descendimos y fuimos siguiendo una estrecha senda indígena cruzada por mil obstáculos, árboles caídos, ramas, telarañas, arbustos que rasgaban como cuchillas de afeitar. Entonces Jonás dijo: «Aquí no hay que mirar. Si miras no verás nada. Hay que escuchar cualquier ruido diferente y hacia allí entonces diriges tus ojos. Escucha, mira con los oídos». Y poco a poco fueron apareciendo: el ruido que hace un kinkajú al saltar de una rama a otra, una gallinácea que corre sobre la hojarasca o el canto hipnótico de la llamada del araponga o «pájaro campana».

    En medio de un pequeño claro montamos el campamento. Faltaban un par de horas para el atardecer y había que organizarse antes de la llegada de la oscuridad. En la amazonía hay pocos cambios durante el año. Clima cálido y húmedo, ecuatorial y la duración del día es casi constante durante todo el año. Aquella tarde hacía calor y sudábamos con nuestras camisetas pegadas al cuerpo mientras colgábamos las hamacas en forma de círculo. Sobre cada hamaca un plástico como techo que nos

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