A ese infierno no vuelvo: Un viaje a las entrañas de las cárceles venezolanas
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Para escribir este estremecedor reportaje, la autora no solo ha visitado las cárceles más peligrosas del país, sino que ha indagado en la vida de sus protagonistas, entregándonos una mirada totalizadora sobre el mundo carcelario, las cruentas fuerzas que lo rigen, pero sobre todas las cosas, nos ofrece la posibilidad de conocer, de primera mano, el testimonio de aquellos personajes que pueblan ese infierno al que ninguno quisiera volver.
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Book preview
A ese infierno no vuelvo - Patricia Clarembaux
Contenido
Prólogo por Alonso Moleiro
Una explicación necesaria
Capítulo I Lunes: Bienvenido al carro
Capítulo II Martes: El papá de los helados
Capítulo III Miércoles: Si estás con Dios…
Capítulo IV Jueves: Condenados sin condena
Capítulo V Viernes: Volver a la vida
Capítulo VI Sábado y domingo: Sólo de visita
Notas
Créditos
‘A ese infierno
no vuelvo’
Un viaje a las entrañas de las cárceles venezolanas
PATRICIA CLAREMBAUX
@clarembaux
Para mis amigos Chagenis y D.
Para quienes sueñan con la libertad.
Prólogo
Aunque son denominados con frecuencia «centros de reeducación» o «de orientación»; aunque la poesía burocrática se encarga de referirse a ellas como comunidades laborales para aprender y reincorporarse, no tengo hasta la fecha una sola noticia de alguien que haya aprendido algo útil en una cárcel. Mucho menos en una cárcel venezolana.
No digo que no existan casos. Pero lo cierto es que, en el trazo grueso, lo único que puede colegirse, si tenemos ánimo para extender nuestro cinismo hasta el límite de denominarlo «útil», es que la pasantía por una penitenciaría constituye un curso por entrega para salir graduado de gángster.
Porque, aunque parece claro que a veces sucede, ni siquiera puede afirmarse que lo frecuente sea que los egresados de estas versiones comprimidas del infierno salgan a la calle con la lección aprendida, con el ánimo de no volver a estar tras las rejas nunca jamás.
Bajo la convicción de que en lo existente en el endiablado circuito de cárceles venezolanas permanecen encriptadas historias que traen consigo toneladas métricas de periodismo en bruto, llamé una tarde a Patricia Clarembaux para proponerle que escribiera un libro sobre la realidad actual de las cárceles venezolanas.
Conversar con Patricia no constituía un antojo. Es una reportera muy joven, que detrás de sus modales delicados y su apariencia inocente, traía consigo un amplio historial con fuentes hechas y reportajes de todo calibre. Sujetos que habían logrado desprenderse de los modales delincuenciales; «pranes» que la recibían recomendada; penales conocidos, tristemente célebres, en los cuales los reclusos ven pasar los días provistos de granadas; agrupados en bandas enemigas; anestesiados con alguna droga mientras escuchan música en un iPod que logró colarse entre los barrotes de las rejas.
Patricia aceptó casi de inmediato, y, gracias a su amplio kilometraje en el oficio –sorprendente y hasta envidiablemente largo para alguien de su edad–, vio la luz este libro: un documento cuya tesis fundamental es contada por los protagonistas del infierno carcelario en cuestión en una emocionante y escalofriante sucesión de anécdotas y pareceres. Nombres, apellidos, lugares y secuencias que pueden ser leídas de un tirón, portadoras de un excelente y maduro ejercicio de buen periodismo.
Se dirá que cualquiera puede concluir una obra medianamente atractiva con anécdotas tan comprobadamente bizarras y cinematográficas como las que se escudan en cualquier penal de un país como el nuestro. Pero dudo mucho que cualquier reportero porte consigo un seguimiento tan metódico, un trabajo tan concienzudo con las fuentes y un arrojo tan dilatado como este que soporta el trabajo de Patricia Clarembaux sobre las cárceles venezolanas.
Quedó dicho unos cuantos párrafos atrás: las mejores historias de periodismo de este momento están esperando por ser contadas.
Alonso Moleiro
Una explicación necesaria
Siempre me dijeron que los presos eran mentirosos por naturaleza, que negaban sus delitos haciéndose los inocentes. Escuché que las cárceles venezolanas estaban en ruinas y que, en definitiva, eran «depósitos de seres humanos». Pensé que ambas cosas podían ser ciertas, pero que era mejor comprobarlas. Entonces hablé por teléfono con un interno de El Dorado enfermo de Sida. Él me contó que su vida era miserable; que ni podía pagar su condena dignamente; que vivía como un animal, entre tarántulas, excrementos y culebras; que estaba perdiendo los dientes y sus huesos se descalcificaban por ingerir el agua cargada de minerales que llegaba a la prisión. También esperaba la muerte sin esperanzas, porque ni siquiera el Estado, que debía velar por su salud, le garantizaba las medicinas que necesitaba para seguir respirando, para mantenerse vivo.
Suponía que las cárceles eran lugares de terror, pero después de escuchar a aquel hombre, desesperado por el teléfono, sentí que eran el infierno. Esa realidad debía ser contada para recordar a las autoridades sus deberes con los privados de libertad, personas que aunque cometieron errores no merecen ser tratados con tal indiferencia. Desde 2006, no he dejado de reflejar estas irregularidades en el diario TalCual. He conversado con los presos sobre sus problemas para llamar a los gobernantes a cumplir el deber de velar por la vida de los internos, de protegerlos y no tirarlos a sus anchas detrás de los muros, peleando sus propias guerras, tomando decisiones sobre la vida de los otros; de velar por su alimentación, por su salud, su educación…; por tantas cosas que podrían contribuir con su reinserción en la sociedad.
Las cárceles venezolanas me quitaron el sueño, el apetito y hasta el equilibrio emocional. Cuando entré en la primera, El Rodeo II, sabía que nunca podría borrar de mi mente aquellas imágenes. Aún las revivo. Me preguntaba una y mil veces cómo es que seres humanos, con las mismas necesidades que yo, que cualquier persona, podían vivir en semejantes condiciones de supervivencia, sin luz, sin agua, sin comida, sin baños, como animales, sucios, respirando el olor de sus propias heces las 24 horas del día, rodeados de basura; sin más orientación que la de su pistola y la de las bandas. No por casualidad, los mismos internos aseguran que de las prisiones salen convertidos en monstruos, en seres salvajes que aún en libertad consideran que deben sobrevivir.
Paradójicamente, cuando salí de El Rodeo y me encontré con mi mundo, el de los libres, el de los menos equivocados, me di cuenta de que nadie –excepto yo que estaba en shock, los presos y sus familiares y amigos– estaba al tanto de esa realidad… y tampoco les interesaba. La vida en la calle transcurre como si nada pasara detrás de las rejas, como si los privados de libertad no existieran. Ese abandono es el que ha convertido a los internos en los reyes de la prisión y ha dejado a las autoridades por fuera, de brazos atados y sin poder hacer más que lo que los presos ordenan. Ese abandono durante años ha ocasionado que los internos llamen la atención de los funcionarios del Ministerio de Interior y Justicia a la fuerza, con huelgas de hambre, de sangre y hasta con autosecuestros de familiares que, cansados del olvido, han decidido unirse a la protesta.
El gobierno actual tiene diez años en el poder, una década en la que ha repetido una y otra vez que el desorden carcelario es responsabilidad de los mandatarios que precedieron al presidente Hugo Chávez. Particularmente, considero que ese tiempo era suficiente para al menos haber pintado las fachadas de los reclusorios, pero ni siquiera eso ha ocurrido. En buena parte de las cárceles que visité, el deterioro estructural es evidente y aquellos que lucen una cara más limpia es por la iniciativa de los mismos reclusos, quienes han decidido que quieren pasar sus años de presidio en un sitio mejor.
Cada ministro del Interior, cada director de prisiones trae consigo equipos e ideas nuevas y lo único visible que ha logrado hacer el Gobierno es construir nuevas cárceles, para empezar a resolver el problema en esos espacios desde cero, porque en los existentes no tienen manera de tomar el control. El sistema está tan descompuesto y las mafias ganaron tantos espacios intramuros, que los propios custodios han sido descubiertos en el intento de ingresar armas y drogas en estos penales, modelos del proyecto de humanización carcelaria en Venezuela. De la prisión y su corrupción viven incluso los funcionarios de esta República Bolivariana. El Estado dejó correr demasiada agua y, ahora, no sabe cómo devolverla a su cauce.
Lo más grave de mi visita a El Rodeo estaba adentro. Esa primera vez, quedé plantada frente a los internos, sin palabras. Sólo observé, callada, con el corazón latiendo a carreras en mi pecho. Tenía mil preguntas en la cabeza: ¿qué había detrás de las cortinas que separaban la reja del interior de las celdas? ¿Cómo es que el hombre que estaba frente a mí acariciaba una ametralladora? ¿Por qué las paredes mostraban restos de esquirlas de granadas? ¿Quién era ese pequeño hombre desgarbado, ojeroso y sumiso que subía y bajaba de un pabellón al otro, mientras el resto estaba confinado en sus celdas? ¿Por qué lo llamaban cucaracha, bruja? ¿Qué querrían decir aquellos sonidos propios de la selva? ¿Uh, uh, ih, ah? ¿Verde en la fosa? ¿Verde en el uno? En ese momento, el mundo continuó girando a mi alrededor… Y yo me detuve.
La violencia carcelaria arreció en los años noventa y dejó como el peor de los recuerdos la masacre de Sabaneta. Un 3 de enero de 1994 más de 150 reclusos perdieron la vida, un grupo importante asfixiados por el humo del fuego que ellos mismos causaron, tres degollados por sus propios compañeros. Dos bandas enfrentadas por el control de las armas y drogas del penal fueron las responsables. Los sobrevivientes fueron trasladados a otros recintos. Según refirió la prensa del 5 de enero de 1994, los informes del Ministerio de Interior y Justicia apuntaban a que sus propios funcionarios estaban involucrados en la reyerta, eran parte de la cadena de traficantes. Han pasado quince años desde aquel momento y el problema se ha acrecentado, con la anuencia de los gobernantes, como si ocultar muertos, armas y heridos fuera una tarea sencilla; como si la reinserción de un ciudadano dependiera únicamente de una misión social o de un edificio nuevo.
La anarquía y la miseria en la que viven los privados de libertad, esa forma de establecer sus propias normas de convivencia, de imponer los límites para cada cual, ha reforzado la autoridad de los líderes, ha obligado incluso a ministros a sentarse a negociar las salidas de una huelga con los presos, pero a cambio de algo… Ha convertido a los jueces, fiscales y funcionarios en cómplices del sistema.
Pero el abandono viene de atrás. Las historias que escuché de la mayor parte de los hombres tenían un punto en común: todos venían de hogares pobres, sin educación, con carencias de todo tipo, donde la familia y los valores nunca existieron, donde el asesino, el ladrón, el que tiene una pistola en la mano, siempre fue el modelo que quisieron seguir desde jóvenes, porque crecieron en ausencia de un padre, de un ejemplo. Eso ha hecho que los «malandros» nazcan en las barriadas y se consoliden en las cárceles con homicidios, violaciones, robos. Pero también ha hecho que los «malandros» viejos, esos que son respetados incluso afuera, añoren terminar con la angustia de las marcas de muertos y heridos que llevan a cuestas para darle a sus familias una vida normal, sin pistolas, sin cárceles de por medio.
Uno de ellos, arrepentido de sus errores, me dijo una vez que para ser bueno, había que ser malo. A él le quedan meses para obtener su libertad y para dormir junto a su familia. Enredado como está en sus delitos, no sabe cuánto tiempo le durará la paz o la vida; sólo sabe que quiere disfrutarla los días, los meses o los años que dure.
Patricia Clarembaux
Capítulo I
Lunes: Bienvenido al carro
A Jesús Gregorio[1] la fiesta se le acabó mientras contaba las ganancias de su robo novecientos mil…, por decir una cifra. Uno a uno pasó los billetes de una mano a la otra. «Fua fua fua fua», sonaban. La lámpara bañaba de luz sólo la mesa redonda. El resto era oscuridad para él, pues concentrado mantenía sus ojos en el vaivén del conteo. Dos, tres, cuatro horas. Permanecería allí el tiempo que fuera necesario hasta comprobar que todo estaba en orden. Pero el silencio fue interrumpido y los números rompieron filas en su cabeza.
Alguien tocó el timbre de su vivienda. Su esposa salió de la cocina y lo miró con los ojos más abiertos que de costumbre. No esperaban a nadie. Él le dio su aprobación con un subir y bajar de cabeza. Ella vio por el ojo mágico y moduló en silencio: «Son dos policías». Él cerró los ojos y también murmuró: «Dale… Qué más queda». Ella abrió la puerta. «Buenas noches, señora. ¿Se encuentra el señor Jesús Gregorio Córdova?». Y claro que estaba, aunque petrificado en la silla. «No, aquí no es», respondió. «No me van a agarrar», pensó él y con la sagacidad de un cazador, se levantó, pero de salida, el arrastre de la silla lo acusó. Los hombres irrumpieron en el apartamento. Los tres se miraron y aunque Jesús trató de negar su nombre, su propia cara y sus apodos, el dinero regado sobre la mesa hacía más que evidente que era él a quien buscaban. Descubierto y con las pruebas expuestas, decidió emprender un escape que reconocía infructuoso, pero actuó: