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Tras la máscara púrpura
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Tras la máscara púrpura

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About this ebook

El rojo sangre se unió a los colores del lienzo y Héctor cayó inmovilizado, manteniendo la mirada en su obra inacabada. La detective Andrea Salvatierra investiga el asesinato a través de las personas con las que se relacionaba. En el ambiente bohemio del mundo de la noche, la pintura y la música, donde se mueven los protagonistas, Andrea descubre que cada uno de ellos oculta y revela algún secreto. Las evidencias proporcionadas por los misterios desenmascarados van ocupando su lugar hasta encajar completando las incógnitas que llevan al desenlace en un sorprendente final.

LanguageEspañol
Release dateOct 1, 2018
ISBN9781386000891
Tras la máscara púrpura

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    Tras la máscara púrpura - Maria Isabel Sabariego

    A todos los rebeldes soñadores.

    Nunca dejéis de serlo.

    1

    Los colores humedecían el lienzo sobre el caballete.  Héctor movía el pincel entre las pinturas de la paleta combinando los tonos en una singular composición: verde cobalto, bermellón, azul cielo, amarillo ocre...

    Aproximándose a él por su espalda, una mano zurda aferró un pincel y clavó con furia su puntiagudo extremo en el torso desnudo, golpeando en la cuarta costilla.  Las gotas de sangre  salpicaron la tela y Héctor quedó inmovilizado.  El ataque le sobrevino de modo tan inesperado y súbito que por un instante no comprendió lo que ocurría, y cuando lo supo fue demasiado tarde.  El material de la improvisada arma hizo que no se rompiera con el impacto y permitió un nuevo intento.

    Por segunda vez, el mango afilado del pincel se hundió en su pecho, y una ráfaga roja se unió a los colores del cuadro.  El arma penetró en el cuerpo a través del tercer espacio intercostal, perforó la aorta y atravesó una masa blanda y compacta, acertando esta vez en su objetivo.  Héctor sintió un dolor agudo y metálico, como el arma que lo causaba.  Después, no sintió nada. 

    Su cuerpo se desplomó y quedó tendido en el suelo; los brazos en cruz, la cabeza ligeramente ladeada; el dedo pulgar, rígido, sostenía la paleta sobre su mano izquierda.  En la palma de su mano derecha descansaba el pincel que momentos antes impregnaba el lienzo de colores.

    El arma permaneció clavada en su corazón.  La sangre que manaba de la herida se deslizaba por su costado izquierdo. 

    Héctor mantenía los ojos abiertos, con la mirada fija en el cuadro a medio pintar.  Sus oídos distinguieron el sonido de unas pisadas.  Fueron sus últimas sensaciones. 

    La mano que le arrebataba la vida, todavía enfundada en el guante, apagó la luz de la habitación y cerró la puerta tras de sí, dejando sólo silencio y oscuridad.

    En pocos minutos, los párpados de Héctor se cerraron pesadamente, su sistema muscular se relajó y los latidos de su corazón espaciaron su frecuencia.  Perdió la conciencia unos momentos antes de que se detuvieran para siempre. 

    2

    Eran las once y media en punto de la mañana cuando sonó el timbre.  Tras esperar un tiempo prudencial, volvió a llamar.  Tuvieron que transcurrir casi un par de minutos más hasta que la puerta se abrió.  Tras ella asomó un hombre de treinta y pocos años de edad.  El cabello, largo y revuelto, le caía sobre la cara.  Vestía únicamente un pantalón de pijama.

    - ¿Edgardo Soldevilla?

    Él afirmó con un movimiento de la cabeza mientras se frotaba los ojos.

    - Soy Andrea Salvatierra.  De la agencia Alborada – dijo ella mostrando la identificación a la altura de su rostro -.  Hemos hablado esta mañana por teléfono.

    El hombre parpadeaba sin cesar, al tiempo que intentaba en vano retirar el cabello de su cara.  Encogió los ojos para fijar la mirada en la tarjeta que tenía frente a él y dio por hecho que la fotografía pertenecía a la persona que la mostraba.  Sus reflejos no daban más de sí en esos momentos.  Logró pronunciar una palabra:

    - Pase.

    Ella entró.  El hombre cerró la puerta, dio un par de pasos y con un gesto de la mano le indicó la entrada de la habitación más próxima.  Añadió:

    - Discúlpeme, voy a... – señaló su rostro con los dedos índice de ambas manos -.  Enseguida vuelvo.

    Se giró y comenzó a caminar, lento y torpe.  El arrugado pantalón de pijama le cubría desde la cintura hasta los tobillos.  Su espalda era ancha y pálida.  El cabello le llegaba por debajo de los hombros.  Los pies descalzos le permitían caminar silencioso sobre el parquet.

    Ella le siguió con la mirada hasta perderle de vista al final del pasillo, después entró en el salón y observó atentamente.  Gran parte de su trabajo se basaba en la observación, tanto de las personas como de su entorno.

    La habitación era amplia y luminosa.  A la izquierda había dos sofás colocados en forma de ele.  Frente a uno de ellos, una mesa con una televisión y un equipo de música escoltado por un par de altavoces a cada lado.  Delante de los sofás había un pequeño arcón de madera, que hacía las veces de mesita de centro.  A la derecha de la puerta había un ordenador sobre una mesa de escritorio, y su correspondiente silla.  Una gran estantería ocupaba una de las paredes casi por completo.  Ella se acercó y comprobó que todos los libros estaban relacionados con el arte, en su mayoría con la pintura.  Ocupaban todo el espacio, salvo uno de los estantes, repleto de carpetas y archivadores.

    En la pared frontal, bajo las dos grandes ventanas, varias macetas parecían presidir la habitación.  Las plantas estaban bien cuidadas y se exhibían grandes y frondosas.  Después se acercó al mueble sobre el que descansaba el estupendo equipo de alta fidelidad.  Junto a él vio una torre repleta de cedés, la mayor parte de ellos de música reggae.

    Echó un vistazo a los cuadros que llenaban las paredes.  Era pintura abstracta.  Se trataba de obras originales, lienzos pintados a mano.  No estaba segura de cuál sería la definición correcta; el arte nunca había sido uno de sus fuertes.  Todos pertenecían al mismo autor, aunque la firma era ilegible.

    Después se sentó en uno de los sofás, dejó su maletín en el suelo y descolgó el bolso de su hombro.  Se quitó la chaqueta y colocó ambas cosas a su lado.  Observó el arcón de madera que tenía frente a sí, y comenzó a acariciarlo con la yema de los dedos.

    - Es una antigualla, un recuerdo de familia.  Lo he restaurado yo mismo.

    El hombre regresó tan silencioso como se marchó.  Su mano derecha sostenía una lata de coca cola light.  Ahora vestía un pantalón de chándal azul marino y una camiseta de manga larga de un tono amarillo pálido, con un indescifrable dibujo en su parte delantera.  Iba descalzo, cubría sus pies con unos calcetines con rayas de colores. 

    Había recogido su melena castaña y rizada en una coleta, lo que permitía ver su rostro con claridad, que podría calificarse como del montón.  No así sus ojos, pues eran de un azul intenso, como el cielo despejado en un día de verano.  Ella pensó que eran los ojos más azules que había visto nunca.  Se repuso del sobresalto causado por la inesperada llegada y apartó sus dedos del arcón, diciendo:

    - Tengo entendido que es usted un gran experto en arte.

    - Yo no diría tanto, pero sí un gran aficionado.

    - ¿La camiseta también es obra suya? – preguntó, señalándola con un gesto de la mano.

    - Sí, aunque lo de las camisetas es sólo un hobby.  Discúlpeme, ¿quiere beber algo? – le ofreció, mostrando su lata de refresco.

    - No, gracias.  Acabo de tomar un café.

    Él se sentó en el otro sofá, tomó un trago, dejó la lata sobre el arcón y dijo:

    - Entonces, usted dirá.

    - Señor Soldevilla...

    - Por favor, llámeme Edgar – la interrumpió.

    - ¡Como Edgar Allan Poe! – observó ella.

    Él mostró la sonrisa forzada de quien escucha el mismo chiste por enésima vez.  Ella carraspeó y continuó:

    - Yo también prefiero que me tuteen.

    - Bien, Andrea, pues tu dirás – ahora él sonrió sinceramente.

    - Como te adelanté antes por teléfono, estoy investigando el homicidio de Héctor.

    - No entiendo.  El caso está cerrado, la policía dedujo que fue Saúl quien le mató.  ¿Quién te ha encargado la investigación?

    - Lo siento, no estoy autorizada para dar el nombre de mi cliente.  Pero eso no importa, sólo se trata de conocer la verdad.

    - Ya – Edgar bebió un trago de su lata antes de continuar -.  De todas formas, no creo que yo pueda ayudarte.  Ya conté a la policía todo lo que sé.  Además, pienso que no tengo la obligación de contestar a tus preguntas.

    - Imagino lo que piensas: que sólo soy una detective privada y que no tienes el deber de colaborar conmigo.  Y así es, en cierto modo.  No puedo detenerte, pero sí investigar y conseguir pruebas que podrían ser utilizadas en un juicio para acusar o defender a alguien.  Tú decides, pero una persona que es inocente no tiene nada que perder.

    Tras un breve silencio, Edgar asintió.

    - Supongo que tienes razón.  Lo siento, estoy a la defensiva.  No es que llegaran a acusarme, pero la policía me hizo sentir como el presunto culpable.  Fui el primero en prestar declaración.

    - Eso es lógico; quien encuentra el cadáver se convierte en el primer sospechoso.

    - Supongo que vuelves a tener razón.  ¿Cómo puedo ayudarte?

    Andrea sacó una carpeta de su maletín, la abrió y ojeó algunos folios.  Los puso sobre el arcón de madera y comenzó:

    - Verás.  He tenido acceso al informe del caso, incluyendo el del forense.  No es lo habitual, pero tengo un par de buenos amigos en la policía. Éste es mi punto de partida: Héctor compartía este piso contigo.  Tú encuentras el cadáver, entre doce y catorce horas después de su muerte.  Tras los primeros interrogatorios, la policía llega a la conclusión de que Saúl es el asesino.  Se dirigen a su casa para proceder a su detención, pero cuando acceden al interior le encuentran muerto por una sobredosis de heroína.  Caso cerrado.  Ni siquiera pudo defenderse.

    - No había defensa posible.  Era un asesino.

    - Alguien no está convencido de que así fuera, por eso estoy aquí.

    - Al parecer, tu cliente también debió tener sus dudas.  Ha transcurrido una semana desde el asesinato.  ¿Por qué no se puso antes en contacto contigo?

    - He estado en el extranjero.

    - ¿Trabajo o placer? – preguntó sonriente Edgar.

    - Trabajo, por supuesto.  Regresé hace un par de días.

    - Debe ser muy emocionante ser detective privado: robos, asesinatos, misterios por resolver...

    - No siempre es así – aclaró Andrea-.  En realidad, casi nunca es así.  Mi último caso se trataba de una infidelidad conyugal.  Algo muy vulgar, pero muy bien pagado.

    Ella sabía que los preámbulos contribuyen a relajar el ambiente, pero evitando la posibilidad de que se dirigieran a su vida personal, comenzó con las preguntas.

    - Dime Edgar, ¿desde cuándo conocías a Héctor?

    - Desde hace unos tres meses.  Él era camarero en el Vía libre, un local que yo suelo frecuentar.  ¿Lo conoces?

    - He oído hablar de él, aunque nunca he estado allí.

    - Te lo recomiendo.  Es un lugar muy agradable, y yo mismo me encargué de la decoración.

    - ¿Cuánto tiempo hace que compartíais el piso?

    - En realidad este piso es mío.  Yo siempre he vivido solo pero un día Héctor me dijo que necesitaba mudarse con urgencia.  Me dijo que había terminado su contrato de alquiler del piso que ocupaba en esa fecha; el dueño pretendía realizar una serie de reformas y lo había desalojado.  Necesitaba encontrar un lugar en cuestión de días.  A mí no me venía mal compartir gastos, así que le ofrecí una habitación en mi casa – Edgar apretó los labios y movió la cabeza negativamente -.  Al día siguiente se instaló.

    - Parece que no fue muy buena idea.

    - Después supe el verdadero motivo por el que tenía que dejar su piso en alquiler: le echaron porque debía varias mensualidades.  No llegó a pagarme ni un solo mes el precio acordado por su habitación, además no respetaba mi espacio.  Ésta es mi casa.  Tal vez, simplemente no congeniamos – Edgar suavizó el tono de su voz, intentando quitar importancia al asunto -.  Nunca había compartido mi piso.  Es difícil convivir con alguien.

    - Sí, es complicado para alguien acostumbrado a vivir en solitario.  Edgar, explícame lo que ocurrió el día que encontraste el cuerpo de Héctor.  No pienses que lo estás contando una vez más.  Tómate tu tiempo.  Quiero que relates exactamente cómo fue, como si lo estuvieras viviendo ahora, minuto por minuto, con todo detalle.

    Edgar tomó aire y comenzó a hablar con tranquilidad.

    - Era viernes.  Me desperté a mediodía.  Miré el reloj de mi mesilla, vi que era la una menos veinte y decidí levantarme.  Fui a la cocina y cogí una coca cola light – tomó su lata, bebió un trago y continuó hablando, gesticulando con sus manos sin parar, como queriendo explicar al máximo cada una de sus palabras -.  Es lo primero que hago cada día al levantarme.  Vi que la puerta de la habitación de Héctor estaba cerrada.  No le di importancia, era lo habitual.  Después vine al salón, encendí el equipo de música y puse un disco de Bob Marley.  Reconozco que con el volumen demasiado alto, como de costumbre.

    - ¿A Héctor no le molestaba? – quiso saber Andrea.

    - No.  De haber sido así, yo no lo haría.  Habíamos hablado sobre el tema.  Me pidió que siguiera con mi costumbre, decía que la música le servía de despertador.

    - Entiendo.  Continúa.  Comenzó a sonar Bob Marley...

    Tras una breve pausa, Edgar continuó su relato.  Su mirada azul cielo se movía por la habitación, recordando los hechos.

    - Me gusta ducharme escuchando música.  Fui al cuarto de baño, dejé la lata de coca cola junto al lavabo y tomé una ducha.  Cuando terminé me puse el albornoz.  Bebí un trago, pero se había calentado por el vapor.  Además la lata estaba casi vacía, así que decidí tirarla y coger otra.  Me dirigía a la cocina cuando vi que la habitación de Héctor seguía cerrada.  Me acerqué y le llamé, golpeando con los nudillos en la puerta.  Al no recibir respuesta, la abrí.  La habitación estaba vacía y la cama hecha.  Deduje que Héctor no había pasado la noche en casa.  No era la primera vez, por lo que no le di importancia.  Pero cuando me di la vuelta para ir a la cocina a por otra coca cola, vi que la puerta de mi estudio estaba cerrada.  Eso sí me llamó la atención, yo siempre la dejo entreabierta.  Me acerqué y la abrí.  La persiana estaba bajada y la habitación a oscuras, sólo llegaba algo de claridad desde el pasillo, a través de la puerta abierta.  En la penumbra distinguí un bulto en el suelo, avancé despacio y me acerqué.  Cuando estuve a su lado vi que se trataba de Héctor.  El susto hizo que mi mano soltara la lata, que cayó junto a él.  Yo no comprendía lo que ocurría.  Fui hasta la ventana, levanté la persiana y la luz llenó la habitación.  Me giré y observé a Héctor tendido en el suelo.  Retumbaba en mis oídos Get up stand up.  Me quedé mirándole, tardé unos segundos en reaccionar.  Pensé en lo grotesco de la postura: tenía un pincel clavado en el pecho y los brazos extendidos en cruz.  Parecía un cristo crucificado, con la lanza clavada en el corazón.  Había algo de sangre sobre el cuerpo y junto a él, en la parte más próxima a la herida.  Por fin desperté de la sorpresa y actué.  Supongo que era evidente que estaba muerto, pero yo nunca antes había visto un cadáver, por lo que me agaché junto a él y puse la mano en su cuello, intentando encontrar el pulso.  No lo encontré, por supuesto.  Me percaté de que estaba muy frío y comprendí que llevaba varias horas muerto.  Vine al salón, cogí el teléfono y llamé a la policía.  Creo que estás al corriente de lo sucedido a partir de entonces.

    - El examen del forense se realizó a las dos menos cuarto del mediodía.  Según este informe, la muerte se produjo entre doce y catorce horas antes, es decir entre las doce menos cuarto y las dos menos cuarto de la noche.  Edgar, ¿dónde estuviste la

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