You are on page 1of 118

Serafino Falvo

El Espíritu nos revela a Jesús

Presentación

Amigo lector:
Cuando hace algunos años publiqué mis dos libros acerca de la Renovación Carismática”La
hora del Espíritu Santo y “El despertar de los carismas”) era consciente de que estaba
asumiendo una tremenda responsabilidad. Sabía muy bien que, dada la novedad del tema,
podrían tener el efecto de una piedra lanzada sobre el espejo del agua tranquila de un lago.

Pero lo hice por una fuerza irresistible y por una voz insistente que resonaba en mis oídos;
una voz escuchada en clave profética el primer día de mi ingreso a la Renovación:
“Escribirás un libro para tu gente; pero rápido, porque ellos deben saber...”

Y lo hice. No con la petulancia de quien se cree muy muy importante o con la superioridad
del maestro, sino con la sencillez y a la vez con la osadía, falta de todo prejuicio del niño
que se atreve a todo, sin pensar mucho en las posibles consecuencias.

No elegía al azar la forma sencilla y elemental con que fueron escritos: el mensaje no se
dirigía a los doctores y a los sabios, sino a todos los que quieren recibir el reino de Dios con
la actitud de un niño, según el mandamiento de Jesús (Mc 10, 15).

Los dos libros (que realmente eran uno solo en el manuscrito; fue idea del editor el
desdoblarlo) tuvieron un éxito totalmente inesperado. Fueron reeditados muchas veces y
traducidos en diversas lenguas gracias, en gran parte a la gran organización que tienen
Ediciones Paulinas a escala mundial.

Ahora bien, la profecía a la que antes aludí hablaba de un libro más que debía escribir luego:
“Después escribirás otro libro más para tu gente...”.

Y este es el libro que tengo el placer de presentarte ahora, el cual pudiera considerarse
como la continuación de los precedentes.

En efecto, los anteriores invitaban a llevar a cabo el descubrimiento del Espíritu Santo; con
este quiero invitar al descubrimiento de Jesús por medio del Espíritu Santo.

Pero éste es un libro “sui generis”. No es un escrito sobre un tema único; es más bien un
recorrido sobre una amplia gama de problemas, de situaciones, de mentalidades y de

1
comportamientos que se interponen, como un velo, entre nosotros y la presencia viva, real,
dulce y fascinante de Jesús en medio de nosotros.

Para escribir estas páginas he tenido que echar mano de todo mi coraje; he tenido que
vestirme del ingenuo atrevimiento de un niño, que puede decir todo lo que se le ocurre, sin
pensar en las consecuencias.

Querido amigo, tú serás el que me juzgue.


Un amigo y hermano en el sacerdocio, a quien di a leer el manuscrito, me dijo que su
lectura le había dejado turbado, pero en sentido positivo. No quiero que tú también quedes
turbado; únicamente espero poderte hacer algo de bien.

La forma es la misma: la más sencilla y elemental posible, teniendo siempre en cuenta las
palabras de Jesús:
“Os aseguro que quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él” (Mc 10,
15).
Pues bien, a los pequeños del Reino es a quienes yo pretendo hablar.
Por tanto, si crees que estas páginas son demasiado simples para ti, olvídate de ellas. Quiere
decir que no fueron escritas para ti. Los niños no saben decir y escuchar más que cosas
sencillas expresadas con las palabras más simples.
Por el contrario, si algunas páginas –especialmente de la segunda parte- te parecen
demasiado fuertes, te ruego que me excuses. Pero ya sabes que los niños dicen lo que
piensan , hablan como sienten, charlan en público con las palabras más crudas que conocen.
Son incapaces de andar con rodeos y circunloquios, de formar periodos largos y retorcidos
para dorar la píldora con ciertas expresiones. Tú sabes que a los niños les basta una sola
palabra, una sola frase para sentirse satisfechos. Si se les hace un razonamiento largo o
demasiado cerebral o filosófico, se aburren y se van. Este es el motivo por el cual algunos
libros –esos que llaman “ladrillos”- se abandonan apenas se han comenzado las primeras
páginas.
Pero los libros fáciles corren un peligro: el de ser leídos de un tirón, superficialmente, sin
que dejen rastro alguno en el espíritu.
No quisiera yo, querido hermano, que fuese tal la suerte de este libro. Precisamente porque
está escrito en forma muy ágil. Si tienes la paciencia de leerlo, verás que la forma es
simplicísima, pero que el contenido es demasiado serio para poder digerirlo con una lectura
apresurada.
Por lo tanto , te ruego que lo leas y medites lentamente.
El título, “El Espíritu nos revela a Jesús”, quiere expresar precisamente el sentido de una
invitación, de una exhortación humilde y fraternal a dejar que el Espíritu te revele a Jesús.
Las mías son sencillas pinceladas dirigidas a suscitar en tu corazón reflexiones más
profundas y más bellas. Mis palabras simples, pero incisivas, pretenden solamente ponerte
en actitud de escuchar, con un interés cada vez mayor, la voz del Espíritu que gime en tu
corazón. Para hacerte volver a descubrir un Jesús nuevo, tanto dentro como fuera de ti.

EL AUTOR

2
Miami, Florida
Fiesta de la Asunción de 1978.

PRIMERA PARTE

El Espíritu Santo
nos revela a Jesús

Algo faltaba aún...

“Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y todavía no me conoces?” (Jn 14, 9). ¡Un
rapapolvos fuerte, humillante, desconcertante! Y ¿a quien no se lo has echado, Señor?.
Justamente a uno de tus íntimos y, a través de él, a los otros diez que se apretujan en torno a
ti. ¡Y en una hora especialmente caldeada y llena de profundas emociones...!

Realmente, parece un juicio muy severo, pronunciado justamente cuando estás terminando
tres años de paciente adoctrinamiento. Tiene el aire de un verdadero y auténtico suspenso
con el que se castiga el último día de colegio a los alumnos torpes y traviesos.

3
Señor Jesús, ¿cómo es posible que justamente ellos, precisamente ellos, tus elegidos, tus
llamados, los que te han sido más fieles, no te hayan conocido todavía...?

Tú bien sabes que ellos lo han abandonado todo por seguirte. Han seguido un curso de
teología de tres años en tu misma escuela. Han grabado en su mente todas tus enseñanzas.
Han escuchado las confidencias más íntimas que te brotaban del corazón en las horas de
mayor intimidad. Has revelado a cada uno todos los secretos que te ha manifestado el Padre,
motivo por el cual ya no les llamas siervos, sino amigos: Han conocido todos ellos, y ellos
sólo, los misterios del Reino de Dios, mientras a los demás les hablabas en parábolas. Han
presenciado muchos de tus milagros. Han realizado milagros ellos mismos, han curado a
los enfermos y han expulsado a los demonios en tu nombre. Hace tan solo unos minutos los
acabas de ordenar sacerdotes. Y a Pedro, desde hace ya algún tiempo, le hiciste la promesa
del primado. Acaban de levantarse de la mesa donde han sido alimentados con tu cuerpo y
con tu sangre.

Y, sin embargo, ni siquiera ellos te habían conocido todavía.


Señor, ¿Por qué?. ¿Por qué no había sido suficiente todo esto?. O ¿por qué algo no había
funcionado?.
Se puede vivir con una persona, incluso durante muchos años, sin llegar a conocerla
íntimamente.
No se pueden predicar sublimes verdades sin que sean realmente comprendidas y mucho
menos aceptadas. Se puede tener la mente embutida de ideas y, con todo eso, no llegar a la
verdad.
Para conocerte a ti, que eres la verdad, debían haber recibido “El Espíritu de la Verdad”.
Para que tú fueras conocido de verdad hacía falta el Espíritu Santo, que quitase el velo que
ocultaba sus corazones y a sus mentes .
Lo que faltaba era justamente lo esencial. Y Fue tu última petición al Padre en su favor:
“Yo rogaré al Padre y os dará otro defensor, que permanecerá siempre con vosotros. Este es
el Espíritu de Verdad” (Jn 14, 15)

Algo nos falta


también a nosotros

Detrás de Felipe y de los otros diez, humillados y confusos, estoy también, Señor. Somos
muchísimos, en fila interminable, los que tenemos que aguantar la misma reprimenda,
abochornados de vergüenza.
Y, sin embargo, también nosotros, como ellos, lo hemos dejado todo por seguirte, hemos
hecho largos cursos de teología, hemos meditado cada día tus palabras. Algunos incluso
hemos recibido las sagradas órdenes. Nos hemos atado a ti con votos y promesas que
exigen un heroísmo cotidiano. Nos hemos alimentado cada día a tu mesa a lo largo de

4
decenios y nos hemos reunido en íntimos coloquios ante tus sagrarios. Te hemos servido en
los pobres, en los más pequeños, en los enfermos. Nos hemos agotado en el duro e ingrato
trabajo apostólico. Con frecuencia hemos sido calumniados, perseguidos y burlados por tu
causa...
Y pudiera parecer que no podíamos hacer ya nada más. Que tú no podías pedirnos nada
más.
Sin embargo, ¿quién de nosotros podría presumir de conocerte más y mejor que los
primeros escogidos?.
El reproche solemne que hiciste esa noche a tus primeros alumnos vale también para
nosotros; sobre todo para nosotros.
Porque también a nosotros nos ha faltado y nos sigue faltando alguna cosa. Una cosa
esencial, insustituible. Algo que sea capaz de rasgar el velo que te esconde detrás de todas
esas cosas que creemos haber hecho por ti.

Algo falta a tantos valerosos e infatigables pastores de almas. Mira como se sienten
fatigados, humillados, sin entusiasmo, como obligados a guiar un rebaño cada vez más
indócil y rebelde.
Algo falta a tantas parroquias, acaso con estructuras perfectas e impecables servicios
litúrgicos. Pero más parecen fríos centros administrativos que fuentes de gracia y fraguas de
santos.
Algo falta a tantas diócesis donde el obispo está aislado y los sacerdotes andan divididos y
en lucha unos con otros.
Algo falta a tantos sacerdotes, antes llenos de celo y entusiasmo y ahora ya agitados,
asustados, en crisis, aburguesados y aviejados, mucho más de alma que de años.
Algo falta a ciertas misas dominicales, quizá litúrgicamente impecables, pero
espiritualmente vacías, frías, pesadas y llenas de formalismo.
Algo falta a tantas predicaciones áridas, cerebrales, estereotipadas, negativas, agobiantes,
soportadas más que seguidas con interés por un auditorio distraído y somnoliento.
Algo falta a algunas comunidades religiosas donde reinan las envidias, el malestar, los
chismes, las divisiones; donde se respira más un aire frío e hipócrita de cuartel que el amor
y el calor de la familia.
Algo falta a tantas almas consagradas, generosas y heroicas, que, sin embargo, viven en una
eterna angustia y sintiendo en el corazón el frío y el vacío del desierto.
Algo falta a tantas asociaciones parroquiales que languidecen y agonizan paralizadas,
desgarradas y corroídas por divisiones, murmuraciones, celos y secretas ambiciones,
esclavizadas por dirigentes opresores...
Algo pasa a tantas almas buenas que sienten escrúpulo por dejar un día la oración, la
comunión o la misa; que hacen el retiro mensual y los ejercicios espirituales; que están al
servicio de la parroquia... Y, sin embargo, no hay modo de que se les vea salir de ciertos
esquemas mentales, estereotipados de un cómodo e invertebrado inmovilismo espiritual...
Algo falta a tantas almas que, incluso después de muchos años de confesiones frecuentes y
de sinceros propósitos, no consiguen librarse de algunas esclavitudes morales humillantes.
Algo nos falta a todos nosotros, Señor Jesús... Ese mismo “algo” insustituible, indefectible
que faltaba a tus discípulos.

5
Nos falta a todos nosotros aquel Espíritu de Verdad que pediste al Padre para ellos. El
Padre te escuchó y ellos tuvieron su Pentecostés. El Padre te escucha ahora también; te
escucha siempre. Pídele, pues, para que nosotros también podamos tener nuestro
Pentecostés.

“Tengo aún muchas cosas que deciros”

“Tengo muchas cosas que deciros, pero no podéis entenderlas ahora” (Jn 16, 12). No era,
pues, aquel el último día del colegio; no era aquella la última lección del trienio. Quedaban
aún por explicar muchas lecciones; las más difíciles, acaso también las más importantes.
Tú, paciente maestro, teniéndotelas que ver con alumnos torpes y romos, que sólo
entendían de barcas y redes, deberías haber comenzado por el abecé.
Y... Quizás no habrías podido llegar mucho más lejos. Aquellos hombres, a quines tú
llamaste a orillas del lago y de la mesa de los tributos quién sabe con qué misterioso criterio,
habían entendido bien poco y bien mal incluso tus lecciones más simples.
Si embargo, Señor, tú sabes que el tiempo que el Padre te ha asignado se acabó. Entonces,
¿cuándo y cómo podrá decirles esas “muchas cosas” que te han quedado en el corazón?.
Tú sabes que ellos, ya muy pronto, deberán tomar tu puesto, deberán convertirse de
discípulos en maestros, deberán caminar por todo el mundo predicando el Evangelio a todas
las criaturas (Mc 16, 15). Pedro tendrá que “confirmar a los hermanos” (Lc 22, 32).
Todas esas “muchas otras cosas” que ahora no pueden entender deberán, sin embargo,
comprenderlas algún día que se prevé cercano; porque les van a ser necesarias,
indispensables...

Por lo tanto, vendrá él, el Espíritu Santo, enviado por el Padre, a terminar el curso, a
terminar la obra del Hijo.

“El defensor que el Padre os enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas y os
recordará todas mis palabras” (Jn 14, 26).
Vendrá con un mandato muy concreto: Hacer comprensibles las lecciones ya escuchadas y
ampliar su capacidad receptiva para entender otras nuevas.
Pero no se tratará de un maestro distinto. Será un portavoz del que sigue siendo el único
Maestro. Será, incluso, Jesús mismo el que continuará enseñando por su medio: “No vendrá
con un mensaje propio, sino que dirá lo que ha escuchado y os anunciará las cosas futuras”
(Jn 6, 13).
Y llegó >Pentecostés. Y aquellas “otras muchas cosas” fueron revelaciones nuevas de
verdad, que penetraron en sus mentes como rayos de una luz esplendorosa. ¡Y se volvieron
locos de alegría...!

También nosotros

6
nos hemos quedado en el abecé

También nosotros, Divino Maestro, a pesar de tantos años en tu escuela, estamos aún, en la
primera página del silabario... ¡Quién sabe cuantas cosas hubieras querido decirnos!. Pero
no telo hemos permitido...
¡Presumimos tanto de saberlo todo sobre ti...! Acaso hemos leído ciertos libros. Acaso
hemos recibido la ordenación sacerdotal o hemos hecho la profesión religiosa. O nos
creemos sabios porque tenemos una licenciatura, un doctorado, una cátedra... O quién sabe
si, incluso, existe en nosotros el temor inconfesado de encontrarnos frente a verdades
demasiado cegadoras, que nos destruirían; porque nos gusta vivir de compromisos con
nosotros mismos, de adaptaciones, de vilezas, de falsedades, de hipocresía...

Las tuyas son “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Y nosotros sentimos una alergia
congénita a esta clase de lenguaje. Preferimos gastar nuestro tiempo, ahogándonos en un
diluvio de palabras vacías que ocultan y desgastan las tuyas. Nos gusta vivir como aturdido
entre el griterío de mil voces delirantes precisamente para no escuchar la tuya.
Mira, Señor, nuestro cuarto está repleto de libros que consideramos muy importantes,
incluso aquellos que no cuentan con tu “nihil obstat”. De Muchas revistas ligeras, vacías,
mundanas. De muchos periódicos que nos ponen al día de los escándalos, robos, raptos,
hurtos, homicidios, violencias... y de los herméticos discursos y peroratas incomprensibles
de los políticos que esconden deshonestidad, falsedades e hipocresías de todo género.

Y, por si fuera poco, están los programas ligeros y estúpidos de la televisión, que a la vez
nos roban horas preciosas de la noche, consiguen como único efecto volvernos más
imbéciles y flojos.
Y, luego, las largas conversaciones inútiles, los chismes que nos apasionan, las críticas
venenosas y destructivas que creemos justas y sagradas, las eternas lamentaciones sobre un
mundo que cada vez va peor..., siempre por culpa de los otros.

¿Y todo lo que hay por hacer?. Muchas cosas Señor. Muchísimas; demasiadas cosas.
Vivimos como sumergidos, ahogados entre miles de problemas diarios, sin un instante de
paz y de respiro. Nuestra mesa está siempre sobrecargada de papeles, de asuntos a
despachar, de montones de correspondencia por contestar. Y fuera de casa nos esperan
multitud de graves y urgentes deberes que nos obligan a correr, a correr siempre: nerviosos ,
impacientes, inquietos.
Y, en el fondo, ese escapar de algo inconsciente e irracional, nos satisface; porque es un
pretexto para huir de nosotros mismos, una ilusoria justificación para evitar descubrirnos,
para eximirnos de escucharte.

He aquí por qué, Señor, nuestro conocimiento sobre ti se ha quedado a nivel tan elemental.
No puede menos de estar dirigido a nosotros este reproche del Espíritu Santo: “Deberíais ya
ser maestros después de tanto tiempo, y, en cambio, necesitáis que se os vuelvan a enseñar
los primeros elementos de las enseñanzas de Dios. Necesitáis leche y no alimento sólido. Al

7
que todavía se alimenta con leche no se le puede hablar de la vida perfecta: no es más que
un niño pequeño. A los perfectos, en cambio, se les da el alimento sólido” (Heb 5, 12-14).
Y solamente a estos “hombres maduros” te revelas tú, Señor Jesús. Es decir, a los que han
tenido el coraje de cerrar los oídos a las voces charlatanas del mundo.
“Los ascetas escondidos en las cuevas y desiertos, los monjes en las largas noches de
cenobios, los santos sobre las montañas, te vieron y te escucharon. Y desde ese día no
pidieron otra cosa que la gracia de morir para reunirse contigo.
Tú fuiste “luz y palabra en el camino de Pablo, fuego y sangre en la gruta de Francisco,
amor desesperado y perfecto en la celda de Catalina y de Teresa...”¹. Pero incluso después
del deslumbramiento en el camino de Damasco, Pablo se fue al desierto para “escuchar
palabras que no se pueden decir: cosas que superan la capacidad del hombre” (2 Cor 12, 4)

Pero ya es hora, Señor, de que te manifiestes también a nosotros. A cada uno de nosotros.
Que el Espíritu nos revele “las profundidades divinas, pues el Espíritu lo escudriña todo”
(1Cor 2-10).
Que abra los ojos de nuestro corazón a la contemplación de lo que “ni el ojo vio, ni el oído
oyó, ni al corazón del hombre llegó” (1Cor 2-9).
Que nos prepare a la comprensión de esas “muchas otras cosas que tienes en el corazón y
que, desde hace mucho tiempo, esperas con impaciencia revelarnos.

¹ GIOVANNI PAPINI. Vida De Cristo, último capítulo. “Plegaria a Cristo”.


Hacia la verdad completa

Hacia la verdad completa

“Cuando venga el Espíritu de la verdad os guiará a la verdad total” (Jn 16, 13). Y se
encerraron en el cenáculo con esta esperanza, que era certeza en el corazón.
Cuando, de hecho, el Espíritu Santo llegó, sus ojos atónitos y adormilados se abrieron de
par en par a horizontes ilimitados de inefables resplandores; la mente parecía abismarse en
los remolinos de océanos de luces extasiantes ; el corazón, enloquecido de alegría, se sentía
envuelto en las olas tumultuosas de un entusiasmo incontrolable.

Se sintieron como transportados, sin esfuerzo alguno, hacia un mundo nuevo de encantos y
maravillas insospechados. Y no era un sueño. Era la realidad estupenda y embriagadora de
la nueva creación.

Y, sin embargo, no habían contemplado aún toda la verdad. Apenas habían atravesado los
umbrales. Eran los primeros pasos de la nueva vida. Eran las primeras lecciones de una
enseñanza superior. Era la señal de partida por un camino nuevo.

8
Pentecostés no fue para los apóstoles un lugar de llegada, sino de partida. Fue el comienzo
de cambios dramáticos y traumáticos en todo su estilo de vivir, de pensar, de hablar, de
actuar, de orar, de tratar con los demás.
Desde aquel día tuvieron que empezar a enterrar milenarias tradiciones, realidades
inveteradas, orgullo de raza, secretas ambiciones, punto de vista personales. Tuvieron que
darse cuenta que había un hombre viejo al que enterrar y que debían dejar las manos
libres al Espíritu para crear en ellos uno nuevo...

Había llegado el Espíritu de la verdad, pero no para llenarles de un momento a otro de


“toda la verdad”. Tendrán que ponerse en camino para descubrirla gradualmente.

Un camino, por otra parte, no como el del filósofo, que se encuentra solo con su limitado
raciocinio y la cabeza apoyada sobre el muro del misterio. El suyo sería un camino
fascinante, un gozoso correr en pos del Espíritu, el cual no les exigía extenuantes fatigas
cerebrales sino la disponibilidad para dejarse arrastrar hacia el descubrimiento de verdades
siempre nuevas y cada vez más fascinantes.

El Espíritu les haría capaces de conquistas de verdades siempre nuevas; pero verdades
siempre nuevas, objetivas, existenciales. No simples abstracciones metafísicas.
Los hebreos nunca habían sido filósofos. Sus verdades estaban realmente encarnadas en
acontecimientos históricos, en las leyes de Yahvé y en los oráculos de los profetas.
El Espíritu Santo no fue enviado para transformar el cenáculo en un segundo areópago. No
vino a abrir la mente a los seguidores de Jesús s la especulación filosófica por el camino de
un frío conceptualismo. Vino para abrir de par en par sus corazones a la invasión torrencial
de la Verdad eterna, que brota del seno del Padre y que se manifestó en aquel hombre al
que habían escuchado a lo largo de tres años.
El Espíritu de verdad había venido para guiarlos hacia el descubrimiento de aquello que,
pocos momentos antes de dejarlos, había proclamado solemnemente: “Yo soy la Verdad”.

Hacia el redescubrimiento de Jesús

El Espíritu de Jesús les había sido enviado por el Padre para guiarlos al redescubrimiento
de Jesús. Un Jesús nuevo, vivo, presente. No ya solo con ellos, sino dentro de ellos: en sus
pensamientos, en sus palabras, en sus acciones. Un Jesús más real, más íntimo, más
comprensible que cuando estaba entre ellos.
Ahora era cuando, al fin, se daban cuenta de que imperfecto, de que superficial y que
confuso había sido el conocimiento que habían logrado sobre él. Eran recuerdos de
acontecimientos desligados y contradictorios, de discursos en su mayoría extraños e
incomprensibles.
Ahora, en cambio, todo comenzaba a ser claro, luminoso, excitante. Ahora comprendían el
sentido de sus respuestas misteriosas a tantas preguntas suyas ingenuas.
Ahora comenzaban a ver claro en el misterio de aquellas horas trágicas del Viernes Santo,
de aquellas horas de confusión y consternación que siguieron al descubrimiento del
sepulcro vacío.

9
Ahora, y solamente ahora, metidos en el torbellino de aquel viento impetuoso y envueltos
en aquellas llamas purificadoras, comenzaron a experimentar cómo el auténtico
conocimiento de su Maestro se iniciaba en aquel momento, entre aquellas paredes, a la luz
de aquellas lenguas de fuego.
Y partieron, empujados como por una fuerza irresistible, a proclamar alegres por todas
partes la alegre nueva. Pero, mientras corrían fatigados e invencibles, por los caminos del
mundo, al mismo tiempo, con la mente y con el corazón continuaban haciendo un viaje de
retorno hacia la vida del Maestro.
Volvían a meditar una a una sus palabras, que ahora revelaban significados misteriosos y
nuevos. Recordaban sus promesas y veían ahora en cada momento, con ojos atónitos, su
inefable cumplimiento.
Él había dicho: “El que cree en mí hará las mismas cosas que yo hago y aún mayores, pues
ahora me toca irme al Padre” (Jn 14, 12). Y Pedro le creyó. Y sintió que el poder y la fuerza
del maestro le invadían a él, cuando dijo al paralítico de la Puerta Hermosa: En nombre de
Jesús de Nazareth, camina” (He 3, 6). El maestro había hecho exactamente lo mismo.
Y caminando por las calles de Jerusalén, su misma sombra curaba a los enfermos (He 5, 15).
Esto ni aún Jesús lo había hecho. Pedro hacía obras mayores que las del maestro. Y, cuanto
más pasaba el tiempo, más se daban cuenta de que el hombre viejo iba poco a poco
desapareciendo en ellos y nacía y se agigantaba el nuevo.
No eran ya ellos; ya no era Pedro, no era Juan, no era Pablo. Era él, Jesús, quien actuaba en
ellos. Era él quien en ellos hablaba; el que corría, el que curaba, el que hacía los mismos
milagros que antes. “Los discípulos salieron a predicar por todas partes con la ayuda del
Señor y él confirmaba su mensaje con las señales que lo acompañaban” (Mc 16, 20).

Y no fueron suficientes siquiera todos los años de su vida para descubrir “toda la verdad”
acerca de él.
Juan solamente en los últimos años de su larga existencia llegará a darse perfecta cuenta de
“lo que hemos contemplado y nuestras manos han palpado acerca de la Palabra que es
vida” (1 Jn 1, 1).
Pablo mismo, que ya “no vivía él, sino que era Cristo quien vivía en él”, después de
veinticinco años bien cumplidos desde su conversión, después de haber dado a conocer el
nombre de Cristo por todo el mundo, escribía: “No creo haber conseguido ya la meta ni me
considero perfecto, sino que prosigo mi carrera hasta alcanzar a Cristo” (Flp 3, 12).
Y de igual forma todos los demás. Corrían hacia el mundo. Y, a la vez, hacia la meta que
era Él.

Corramos también nosotros

¡Corramos, pues, también nosotros!. Corramos decididos, contentos, hacia la meta. Hacia el
conocimiento de “toda la verdad”. También delante de nosotros está un Cristo totalmente
nuevo por descubrir.

10
Presumir DE conocerte, Señor Jesús, sólo porque tenemos en la cabeza alguna noción
elemental de catecismo, o algún capítulo de un viejo libro de teología, sería la prueba más
eminente de nuestra más crasa ignorancia. No se hicieron ilusiones de haber descubierto el
universo infinito los primeros astronautas que plantaron vacilantes un pie tímido en la luna.

Para poder decir que te conocemos de verdad deberíamos –como San Pablo- poder mostrar
nuestros ojos quemados por haberse encontrado con los tuyos.
Como Pablo, deberíamos poder decir: “Me propuse no saber otra cosa entre vosotros mas
que a Cristo Jesús, y a este crucificado” (1 Cor 2, 2).
Deberíamos tener la valentía de decir y mostrar que hemos sido capaces de perderlo todo
por ti (Flp 3, 8). En cambio, nosotros pretendemos tenerte a ti sin perder nada.
Deberíamos también gloriarnos de poder llamarnos y ser auténticamente “prisioneros de
Cristo Jesús” (Ef 3, 1). Pablo no se sentía prisionero de los romanos, sino de Cristo Jesús.
Antes que los romanos se las pusiesen en los pies, Jesús le había puesto sus cadenas en el
corazón en el camino de Damasco. El prisionero lo ha perdido todo: nombre, dignidad,
grado, libertad, casa, familia, patria, carrera, porvenir. Nosotros, en cambio, queremos
seguir prisioneros de nosotros mismos, de nuestras comodidades, de nuestras costumbres,
de nuestro miedo a perder el nombre, la fama, la carrera, los amigos, la falsa libertad.

Como Pablo deberíamos desear y creer realmente que “hemos llegado a ser como la basura
del mundo, como el desecho de todos hasta el momento” (1 Cor 4, 13).
Como Pablo, en fin deberíamos poder decir la verdad y con los hechos que ya no vivimos
por nosotros mismos, sino que es Cristo el que ha venido a vivir su vida en nosotros (Gál 2,
20).

Esta es la meta hacia la cual debemos tender, si no queremos seguir siendo eternos niños,
satisfechos con mirarlo todo con criterios humanos, incluso a Cristo (2Cor 5, 16). No.
“Ahora lo miramos de otra manera” (2Cor 5, 16). Ahora queremos partir hacia la aventura
más maravillosa de nuestra vida. Ahora corremos hacia el descubrimiento de un Jesús
nuevo, vivo, íntimo, personal. Ese Jesús que nos habían escondido la ignorancia, las
costumbres, las tradiciones y el polvo de los años.
Pero necesitamos antes un Pentecostés. NO basta haber recibido el Espíritu Santo en el
bautismo y la confirmación. También los apóstoles lo habían recibido ya después de la
resurrección: “Recibid el Espíritu Santo...” les había dicho Jesús (Jn 20, 22). Y, sin
embargo, antes de irse al cielo se lo prometió de nuevo: “Seréis bautizados en el soplo del
Espíritu Santo dentro de pocos días” (He 1, 5). No una simple recepción, sino un
“bautismo”.
La primera vez son ellos, los apóstoles, los que reciben el Espíritu Santo. La segunda vez
será el Espíritu Santo el que los recibe a ellos. Será Jesús el que los bautizará: esto es, el
que los “inmergerá” en el Espíritu Santo; y será de esta “inmersión” de la que saldrán
purificados, transformados, renacidos. “Él os bautizará con el Espíritu Santo y el fuego”
(Lc 3, 16).
La primera vez, incluso después de haber recibido al Espíritu, volvieron a ser pescadores de
peces. La segunda vez, después del bautismo de Pentecostés, se convirtieron en pescadores
de hombres..

11
La primera vez siguieron siendo miedosos y tímidos. La segunda vez recibieron tanto valor
y “fuerza, que fueron intrépidos testigos de Cristo en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y
hasta los confines de la tierra” (He 1,8).

Por lo tanto, también nosotros estamos necesitando un “bautismo en el Espíritu”¹.


No basta que hayamos recibido el Espíritu Santo. Hace falta que él nos reciba a nosotros,
que seamos introducidos en el abismo de las llamas purificadoras y transformantes de
Pentecostés, que nos libere, que nos posea, que nos transforme.
Con el bautismo en el Espíritu Santo es como comienza el rejuvenecimiento de las ideas, la
sincera búsqueda de nuevas y frescas energías, la necesidad ineludible de correr con pasión
y con alegría el afán siempre creciente de llegar a la meta sin ceder al cansancio y sin
pensarlo mucho.
Con el fuego del Espíritu Santo es como se queman etapas, incluso las más arduas, y se
eliminan los obstáculos, incluso esos que llamamos insuperables.
Tan sólo anegándose en el océano de fuego del Espíritu es como se convierten en ceniza
todos los velos, incluso los que son invisibles a los ojos de la carne, esos velos que nos han
ocultado el verdadero rostro de Cristo.

¡Vayamos, pues, con el Espíritu Santo por los senderos encantados de la nueva creación
hacia el encuentro de aquel tesoro que él trajo un día del cielo y que se llama Jesús ...!El
Espíritu Santo nos guiará hasta redescubrir un Jesús nuevo, escondido detrás de tantos velos
que nos lo han hecho parecer tan lejano, casi ausente, mientras estaba tan cerquita y
próximo.
Quizás solo logremos animar a algunos. Tú, amigo lector, con la ayuda del Espíritu Santo,
lograrás animar a muchos otros.
______________

¹ En Italia algunos prefieren hablar de “efusión del Espíritu” en lugar de “Bautismo en el Espíritu”. En América y en las naciones de
habla inglesa, los católicos carismáticos siguen llamándolo “Baptism in the Holy Spirit”. En las naciones de lengua española “Bautismo
en el Espíritu Santo”.
En el primer congreso de líderes carismáticos mundiales, celebrado en Grottaferrataen octubre de 1973, después de una docta disertación
del teólogo Salvador Carrillo, de México, se decidió que los carismáticos católicos debían seguir hablando de “Bautismo en el Espíritu”.
No es, pues, exacto lo que escribe Pancera (II Rinnovamento Carismático in Intalia, Ed EDB, Bologna 1977) cuando afirma que “los
católicos han preferido evitar esta expresión...” Eso tan sólo es cierto referido a algunos católicos italianos”, no a los “católicos”.
No todos los velos que voy a ir señalando han sido o son ahora tus propios velos; en ese
caso no los tomes en cuenta. Pero puede haber alguno de ellos que justamente es el tuyo.
En ese caso, ruego desde ahora al Espíritu Santo para que te ayude a eliminarlo.
Las páginas que siguen no tienen la pretensión de ofrecerte un Jesús ya descubierto, “prêt-
à-porter” y listo para poseerlo por entero, con solo una ligera lectura. Quieren solamente
comprometerte, bajo la guía del Espíritu Santo, a revisar ciertas ideas estereotipadas, ciertas
actitudes formalistas, que no tienen ya la fuerza suficiente para darte un Cristo vivo, real,
personal y libre finalmente para poseerte y usarte.
No son... una vida más de Jesús. Son tan solo algunas reflexiones mías sobre situaciones
reales y hechos concretos, que están ante los ojos de cualquiera; que todos piensan, pero
que no todos tienen la osadía de decir. Pero no creas que yo me esté jactando. Lo he escrito
solamente obedeciendo a un impulso imperioso e irresistible del Espíritu. Y será María, la

12
criatura “más semejante a Cristo”, la que conoce a Jesús mejor que todos los hombres,
quien a ti te lo revele.

SEGUNDA PARTE

Quitándonos los velos

que nos lo esconden

Tras el velo
de la historia

Tú, Jesús, no eres un capítulo de historia. Convertido en un hombre entre los hombres, has
logrado el pleno derecho a ocupar un capítulo en la historia misma de los hombres. Pero ese
capítulo, aún estando en medio de los nuestros, es totalmente diferente a ellos.
Tú no eres “uno más” en la historia de los hombres. Tú eres “la” historia de los hombres y
haces la historia de los hombres. Tú eres el Alfa y la Omega: El principio y el fin de la
historia.
Tú escribiste la primera página de la historia cuando el Padre por tu medio, Verbo Eterno,
lanzaba millares de mundos a los espacios infinitos y encendía en el cielo las estrellas.
“Todo se hizo por él, y sin el no existe nada de lo hecho” (Jn 1, 3).
Tú vendrás a escribir la última página de la historia cuando las estrellas caigan del cielo(Mc
13, 25), cuando, en el último día, vuelvas a nosotros entre las nubes, en medio de los
esplendores de tu gloria (Lc 21, 27).

Tú no escribiste nada, Jesús. Nonos dejaste tu autobiografía. No gastaste las horas de la


noche –como César- en tomar notas sobre los hechos famosos del día que acabó. No había
periodistas en tu séquito que tomasen en taquigrafía tus discursos, ni operadores de

13
televisión para filmar tus milagros. Y, a pesar de todo, de ningún personaje histórico se han
escrito tantos libros como se han escrito de ti.
Los primeros cuatro historiadores que intentaron hablar de ti se limitaron a dejarnos
brevísimos apuntes acerca de tu existencia misteriosa. “Jesús hizo muchazo otras cosas. Si
se escribieran una por una –confiesa uno de los, el mejor informado-, creo que los libros no
cabrían en el mundo” (Jn 21, 25). Típica expresión oriental para decir que la historia de los
hombres es incapaz de contenerte.

De un hombre como tú, modesto y sencillo, de tan modestos orígenes, considerado como el
hijo de un oscuro carpintero de Nazaret, la historia no tenía por qué ocuparse.
Y, sin embargo, cualquiera que se hace a la aventura de compilar los anales de la aventura
humana, lo quiera o no, no puede menos que hablar de ti y de tu humana trayectoria. No
puede menos de presentarte como un personaje misterioso, como una figura excepcional,
única, que se ha impuesto a la historia dominándola y dándole un vuelco total.

De los demás personajes que se han impuesto a la admiración de los hombres, la historia
señala la fecha de su nacimiento y de su muerte, un comienzo y un fin bien limitados en su
tiempo.
Tu nacimiento, en cambio, no se puede determinar con los criterios humanos de costumbre.
En efecto; si por una parte tratamos de ubicarla bajo el imperio del César Augusto, al
mismo tiempo debemos colocarla al principio de la eternidad, en el seno del Padre.
Los evangelistas, a pesar de ser tan fieles intérpretes de la verdad histórica, se preocuparon
muy poco de transmitirnos los datos precisos acerca de tu ingreso en la historia de los
hombres como hijo de los hombres. Y, sin embargo, tu primer vagido emitido entre
animales, no registrado cronométricamente con precisión, ha sido suficiente para escindir
en dos la historia de la humanidad.
DE esta manera, desde la creación hasta el último día del mundo, todo acontecimiento más
o menos digno de recuerdo, toda fecha que ponemos encartas y documentos, toda cita que
anotamos en nuestra agenda, toda mirada que echamos al calendario, toda celebración de
aniversario y cumpleaños, todo cálculo que hacemos de nuestros años y la edad del mundo,
deben referirse a aquella noche de Belén, como término de llegada o de partida.
Incluso el que no cree en ti, incluso el que no quiera pensar en ti, basta que tome en la mano
una hoja y una pluma para escribir una carta para verse obligado a recordar la fecha de tu
nacimiento.

Tu muerte es un hecho todavía más explicable. Acontecida históricamente bajo Poncio


Pilato. Verificada por la espalda de Longinos, por los piadosos amigos que te regalaron una
tumba, por los desconfiados enemigos que la sellaron, fue vencida triunfalmente y
definitivamente abatida el alba de la Pascua con tu gloriosa resurrección.
Y, desde aquel día, el patíbulo, que nosotros te habíamos regalado como trono, se convirtió
en señal que divide los límites entre la antigua y la nueva creación. Se transformó en el
único libro de la historia digno de ser leído, escrito por Dios y por los hombres, donde se
narra la historia de un delito del que todos fuimos culpables y la historia de un perdón del
que todos nos hemos beneficiado. Se convirtió en el código con el cual tú, el último día de
la historia, harás el juicio de la historia.

14
Tampoco tu tumba es como nuestras tumbas. Ni siquiera como aquellas tumbas
monumentales de los llamados grandes hombres.
En Paria, ante la tumba de Napoleón, he visto a la muerte que, con mano helada y risa
burlona, escribía encima de la losa el veredicto inexorable: “¡Murió...!”.
En Moscú, en la Plaza Roja, he visto una interminable cola, silenciosa y triste, que se
acercaba a visitar la momia de Lenin, guardada dentro del mausoleo en una urna de cristal,
inmóvil, con el puño cerrado, con la inmovilidad de la muerte.
Pero en Jerusalén he visto multitudes muy distintas de gente alegre y jubilosa que cantaba
“hosanna” mientras llegaba a tu sepulcro. Mas lo encontraban ya vacío. ¡Tú no estabas
allí...!
Detrás de aquellas multitudes que oraban vi el ejército de cruzados de Godofredo de
Boullon, que fueron a luchar y morir para liberar tu sepulcro de manos sacrílegas. Pero era
un sepulcro vació. Y...¡Tú no estabas allí...!
A todos los que han venido o vendrán a este sepulcro, un ángel vestido de blanco y sentado
sobre la losa hecha pedazos les sigue repitiendo: “Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado.
Ha resucitado, no está aquí...” (Mc 16, 6). Y estará allí, repitiendo lo mismo, hasta que
otros millones de ángeles se unan a él para volar sobre todos los cementerios del mundo y
descubrir los sepulcros de todos los que murieron en Cristo, para que, resucitados con él,
vayan también con él a la gloria a celebrar la Pascua eterna.

He aquí por qué tu historia no puede asemejarse a nuestra historia. La tuya es demasiado
grande y anonada a la nuestra. La tuya proyecta demasiada luz y la nuestra es oscura.
He aquí por qué tu historia no puede limitarse y encerrarse en un capítulo más de la historia
de los hombres. Porque tú vives. Y no podemos buscar entre los muertos a uno que está
vivo (Lc 4, 5).
Tú no eres el Jesús de Nazaret de hace dos mil años. Tú no eres un Cristo de ayer. ¡Tú eres
mi Jesús de hoy...!

No me interesa encerrarme en una biblioteca para encontrar las pruebas históricas de tu


existencia.
No me entusiasma convertirme en un experto descifrador de códigos antiguos, hacer la
anatomía de documentos polvorientos que se relacionan contigo. Aunque todos ellos fuesen
destruidos, tú seguirías siendo todavía y para siempre el Jesús de mi vida.
Pero para muchos, por desgracia, sigues siendo el Cristo de ayer. Un Cristo que vivió un
día sobre la tierra, pero al que ahora no lo imaginan ya entre los hombres. Un Cristo que
hizo milagros, que curó enfermos, que resucitó muertos, que multiplicó los panes, que
expulso los demonios, pero que no pueden creer que ahora siga haciendo tales cosas. Un
Cristo histórico que murió, pero del que nos quedan ya más que algunos recuerdos de sus
hechos.
Para otros has quedado convertido en ese Jesús poco y mal conocido por los niños, y luego
olvidado. Aquel Jesús del catecismo y de la Primera Comunión, ahora ya hace muchos
años archivado en los recuerdos de la infancia. Un Jesús del que aún no se ha renegado,
pero que en la práctica es ignorado en el trabajo del vivir diario.

15
Pareces un Cristo de ayer cuando las calles se ven rebosantes de gente que se amontona
hasta aplastarse, y las iglesias... siempre vacías. Cuando en misa se ven solamente personas
ancianas y tan pocos jóvenes.
Pareces un Cristo de ayer para cuantos te han identificado con la misa en latín, con tal
novena, con tal famosa procesión. Y ahora que esas cosas no se estilan, viven de recuerdos
y lamentos.

Incluso para los apóstoles, después de la ascensión, te habías convertido en un Jesús de ayer.
Se habían quedado solo con sus recuerdos sobre ti, sobre tus palabras y sobre tus milagros.
Pero el Espíritu te devolvió a ellos. Más vivo, más real, más presente que cuando les
bendijiste antes de desaparecer entre las nubes. Y será una vez más el Espíritu el que te
devolverá a los hombres de hoy, el que te está haciendo presente a los cristianos de hoy.
Y son millones los que podrían dar testimonio de ello. Después de su bautismo en el
Espíritu, tú ya no eres sólo el Jesús de su infancia, sepultado en el corazón por el polvo de
los años. No eres ya el Cristo de la escuela y la biblioteca. No eres ya el Cristo de la Misa
del domingo y de las devociones. Si no que eres el nuevo Jesús de su Pentecostés. El Jesús
vivo de todos los momentos de su vida diaria.

Tras el velo
de las imágenes

“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos;
lo que hemos contemplado y lo que nuestras manos han palpado acerca de la Palabra que es
vida...” (1 Jn 1,1).

¡Afortunado Juan!. Hombres con suerte, Señor Jesús, aquellos de tus contemporáneos que
te vieron pasar por sus calles y caminos.
Aquellos niños que se asían a tu túnica.
Aquellos pecadores y aquellas pecadoras que se echaban a tus pies, conquistados por tu
mirada invitadora y confidente.
Aquellos amigos íntimos, como María y como Marta, que te hospedaron en su casa y te
invitaron a su mesa.
Aquellos discípulos que gozaron de tus intimidades, desde que les llamaste cuando estaban
en sus barcas hasta el momento en el que una nube luminosa te sustrajo a sus miradas...

Nosotros no hemos tenido tanta suerte. Hubiéramos subido como Zaqueo, incluso sobre los
árboles más altos del bosque, con tal de poder contemplar tu rostro aunque fuera por un
momento solamente.
Ni siquiera hemos tenido la satisfacción de poder admirarte al menos en un cuadro
auténtico. Entre tus seguidores no había un pintor que estampase en una tela tu figura. No
había un escultor que reprodujese en el mármol tus características somáticas. No existían
tampoco todavía los falsees de foto-reporteros o de los operadores de televisión que
tomasen la expresión de tu mirada, los gestos de tus manos, tu estilo personal.

16
Los cuatro evangelistas, preocupados por trasladarnos de tu mensaje, no dijeron una sola
palabra acerca de tus facciones físicas.

Pero es quizá mejor así. Tu rostro, que reflejaba las infinitas bellezas del Padre; tu cuerpo,
que era la obra maestra y la síntesis de la creación; tus ojos, más luminosos que todos los
esplendores de los cielos, más limpios que todas las infinitas purezas del firmamento,
profundos como las inmensas profundidades de Dios, no podían, ni siquiera de forma muy
lejana, ser objetivados por un pincel o un buril. No podían quedar bajo el foco de un
minúsculo objetivo.

De esta forma, Señor, nos has dejado libres para imaginarte como queramos, de acuerdo
con nuestros gustos, nuestro carácter y nuestros sentimientos.
Y hemos creado tus imágenes, producto de nuestra fantasía creadora. Pobre satisfacción
para nuestras indestructibles exigencias sensibles.
Y las hemos colocado por todas partes. Como se hace con las fotos de las personas queridas,
cuando ya no están con nosotros o cuando están lejanas, con la ilusión de tenerlas siempre a
nuestro lado.
Y así te has convertido en el Niño Jesús de los belenes y las tarjetas de Navidad, en el
crucifijo de los dormitorios, de los escritorios, de las oficinas, de las escuelas, de los
rosarios, de las iglesias, de los altares, de las cadenas que llevamos al cuello.
El Cristo de los abismos, en el fondo del mar; El Cristo de las cumbres y de los vallecitos
alpinos sobre las nieves eternas, el Cristo de los calvarios a la entrada de las aldeas.
El Cristo artístico de los pintores y de los escultores famosos, expuesto en los museos.
El Cristo de los cuadros y estampitas de las casas pobres, de las medallas y las imagencitas
que se comercian a la entrada de las iglesias, en las tiendas y en los tenderetes de los
mercados. El Corazón de Jesús, el Crucificado, el Ecce Homo de los nichos y las capillas...
En resumen, un Cristo en todas las formas y en todos los tamaños, que se impone
inevitablemente a nuestras miradas.

Y deberíamos sentirnos entusiasmados por poder tenerte siempre a nuestros ojos. Sin
embargo, nos quedamos casi siempre indiferentes.
Justamente porque ya te vemos quizá demasiado, hemos acabado por no notar nada ya tu
presencia.
Justamente porque te vemos quizá demasiado, hemos acabado por no notar ya nada tu
presencia.
Justamente porque tus imágenes nos son demasiado familiares desde niños, acabamos por
no verte ya a ti.
Aquel a quien le gusta el arte no te ve a ti en las imágenes, sino el Cristo de la capilla
sixtina, el Cristo de Leonardo, de Rafael o de Velásquez.
Aquel a quien le gustan las devociones va en busca del Niño Jesús de Praga, dela milagrosa
del Ecce Homo de tal iglesia, del famoso Cristo de tal santuario, porque hacen milagros...

Para muchos otros eres, francamente, una bagatela ornamental. Una baratija más, incluso
mezclada con otras supersticiosas o blasfemas, que cuelga del cuello de quienes ya no creen,
y hasta de personas disolutas, de prostitutas y ladrones. Aquella cruz, aquellos clavos,

17
aquellas heridas, precisamente porque las hemos visto desde siempre, no nos dicen ya
absolutamente nada.

A otra categoría de persona, en cambio, le dicen todo. Dicen demasiado. Y se les llega
incluso, de buena fe, a tomar por el mismo rasero la idolatría y el culto a sus imágenes, a
abrazarse con celo fanático a una estatua, a veces incluso artísticamente horribles; a
amenazar hasta con linchar a las autoridades eclesiásticas que tratan de retirarla del culto.
Para todos estos, cuya fe se nutre de los sentidos, de exterioridades y barroquismo, has
quedado reducido a los límites de esa imagen. Es más, tú no eres... nada más que una
estatua.

También tus fiestas distribuidas a lo largo del año litúrgico las hemos vaciado de ti. Las
hemos desacralizado.
En navidad ya no eres tú el esperado, sino los reyes, Santa Claus o Papá Noel para los niños;
los regalos y la buena comida para los mayores.
Y lo mismo sucede con las demás festividades; en un sitio un poco menos, se transforman
en ocasión y pretexto para organizar diversiones mundanas. Se esperan las fiestas, mas no
se te espera a ti.
Pero ya es hora de que redescubramos un Cristo vivo detrás del velo de tus imágenes. No
pretendemos que se eliminen estatuas e imágenes con ce lo indiscreto y con furor
iconoclasta, como se está haciendo en algunas iglesias.
Dejemos que sus manitas abiertas en la gruta de Belén, que su cuerpo traspasado en la cruz,
que las manos que muestran un corazón en llamas o estrechan contra el pecho a una ovejita
descarriada, sigan hablando, con su mudo lenguaje , a nuestros sentidos; que nos expresen
su inmenso amor por nosotros.
Dejemos que sus imágenes sigan siendo un libro abierto, el único, para todos los
analfabetos de Evangelio. Pero no nos quedemos ahí. No dejemos que nuestros fieles se
queden con un Cristo de devociones. No nos contentemos con vender imagencitas y
recuerdos.
San Pablo no recorrió el mundo vendiendo medallitas de Jesús que había visto en el camino
de Damasco. Fue a llevar al mundo pagano a un Cristo vivo con el fuego de sus palabras y
con la fuerza y el poder del Espíritu Santo.

Los apóstoles comenzaron a conocerte de verdad después de que les privaste de tu


presencia física. “En verdad os conviene que yo me vaya, porque si no me voy no vendrá a
vosotros el Consolador. Pero si me voy os lo mandaré” (Jn 16, 7).
Y cuando llego el consolador volvieron a verte en una forma nueva, más perfecta, más
íntima, sin reproducir su imagen; más aún, incluso cuando cerraban los ojos.

Antes te habían visto hacer milagros; después te sintieron cuando ellos realizaron los
mismos prodigios.
Juan había tocado muchas veces tu cuerpo, había dormido sobre tu pecho; pero fue después
de Pentecostés cuando cayó en la cuenta de haber tocado el Verbo de la Vida.
Pablo no te conoció personalmente. No estuvo presente cuando calmaste con una señal las
olas agitadas, cuando multiplicaste los panes y los peces con una bendición, cuando curaste

18
a los enfermos y volviste a los muertos a la vida con una sola palabra. A pesar de todo, fue
el apóstol que más profundamente te conoció. Fue el evangelista más entusiasta y que más
te dio a conocer a todo el mundo.

Será el Espíritu Santo el que te devuelva una vez más a nosotros, el que nos haga sentir tu
presencia viva y real, mejor que tu misma cercanía física.
Nos hará ver la realidad de tras de las apariencias. Y así te veremos siempre, te
contemplaremos en todas partes, te tendremos permanentemente con nosotros. Incluso
cuando cerramos los ojos. Incluso cuando callan los sentidos.
No serás ya el Jesús de mis ojos. Serás el Jesús de mi corazón. Serás un Jesús todo mío, al
que no es necesario ver con los ojos de la carne. Porque te siento dentro de mí. “Si un
tiempo conocimos a Cristo al modo humano, ahora ya no lo conocemos así” (1Cor 5, 16).

Tras el velo
de la cultura

“Y hemos visto su gloria, gloria cual unigénito del Padre” (Jn 1, 14).
Yo también, Señor Jesús cuando hablo o escribo sobre ti debiera transmitir este mismo
testimonio para que todos creyeran. El testigo debe haber visto y oído.

Pero yo, Señor Jesús, no estuve, como Juan en el séquito de tus discípulos.
No estuve sentado en una piedra para escucharte cuando pronunciabas el sermón de la
montaña.
No estuve entre aquellos cinco mil que comieron el pan multiplicado milagrosamente.
No estuve al lado de Marta y de María cuando llamaste de la tumba a Lázaro.
No pude hacerte preguntas a lo largo del camino, como el joven rico; ni de noche y en
privado, como Nicodemo.
No te vi caminar sobre las olas o entrar resucitado en el cenáculo con las puertas cerradas.
No quedé tampoco cegado por el resplandor de tu rostro, como Pablo en el camino de
Damasco...
Señor, yo no soy testigo de tu gloria,. Tu aventura humana la he aprendido solamente en los
libros. Lo que has hecho por los hombres; lo que los hombres te han hecho a ti, lo he sabido
tan sólo a través del relato de otros hombres.
He leído muchos libros que me hablan de ti, desde el pequeño catecismo hasta los gruesos
volúmenes de teología. Mas luego de cerrarlos podía decir que lo sabía todo sobre ti, pero
no te poseía todavía.

Se puede también tener la cabeza atiborrada de cultura, avanzar con la razón a niveles
vertiginosos y tener aún el corazón vacío. Incluso, aunque yo fuese un gran teólogo, tú
serías cuando más un bagaje de ideas, pero no todavía el Cristo de mi vida. Del mismo
modo que podría conocer todos los secretos de la gastronomía y estar muriéndome de
hambre.

19
Los libros de la escuela y de las bibliotecas me han dado la teología sobre Cristo, pero no al
Cristo de la teología.
Me han dado un Cristo hecho pedazos, un Cristo anatomizado y viviseccionado, un Cristo
convertido en tratado de teología, un Cristo dividido en tesis y en capítulos para exámenes,
un Cristo creíble más que real, un Cristo cultura más que un Cristo vida, un Cristo
complicado, que sólo se entiende si uno es teólogo; no un Jesús sencillo , que se contempla
con los ojos simples de los niños.
No quiero decir que tales informaciones no sean útiles, que la cultura no sea necesaria. Lo
que quiero subrayar es que nada de eso es suficiente para poder ser testigos de Cristo.
Cuando las almas sedientas de él, cada una con su propio lenguaje vienen a nosotros a
pedirnos –Como otros pidieron a Felipe-: “Señor, queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21),
nosotros no podemos darles un libro o enunciar por un micrófono una tesis de teología.
Ellas no vienen para saber cosas sobre Jesús. Le quieren a él. No nos preguntan si sabemos
cosas acerca de él; nos preguntan si le conocemos por experiencia. No quieren el Cristo de
ayer, sino el Cristo vivo de hoy, que no se encuentra en las páginas de nuestros libros. Que
no está encerrado en los estantes de nuestras bibliotecas.

Por lo tanto, si no basta la cultura, si no nos ha sido dado tener la experiencia que tuvieron
los discípulos y las turbas cuando Jesús peregrinaba por los caminos calurosos y
polvorientos de Palestina, ¿cómo podemos convertirnos hoy en testigos suyos?.
Existe otra experiencia todavía más perfecta. Una experiencia de Cristo que pueden obtener
los testigos de todos los tiempos. Esa experiencia íntima, real, profunda, jubilosa, que
tuvieron de él, en la mañana de Pentecostés, los ciento veinte que estaban reunidos en el
cenáculo y le habían permanecido fieles.
Ellos no lo vieron con los ojos de la carne, sino que lo sintieron dentro; lo contemplaron
con los ojos del corazón mucho mejor que como lo habían conocido a lo largo de tres años.
Lo sintieron vuelto a ellos con una presencia nueva, inefable, resplandeciente, insospechada,
que dio una vuelta dramática e irreversible a su vida. La experiencia del Cristo de
Pentecostés.

La experiencia de Dios

La historia de la salvación no es más que la historia de la manifestación de Dios. Es Dios


quien busca al hombre y no e hombre el que busca a Dios. Es Dios el que va hacia el
hombre, porque el hombre no podía caminar hacia Dios. Es Dios el que ha bajado, porque
el hombre no podía subir. Es Dios que, desde el edén hasta Pentecostés, persigue al hombre
con su amor implacable. El hombre no sabe hacer otra cosa que huir de él.
Los grandes personajes del Antiguo Testamento no fueron filósofos o teólogos. Noé,
Abraham, Jacob, Moisés, los profetas, no tuvieron un conocimiento filosófico de Dios. No
lo conocieron ni lo buscaron a través de las cinco vías de Santo Tomás. Se sintieron
buscados por él, invadidos y subyugados por su presencia y su poder.

20
Y, entonces, ¿qué decir de Jesús , el Verbo hecho carne?. Él es la máxima manifestación de
Dios a los hombres. Antes de su doctrina, los hombres tuvieron la experiencia de él como
hombre, de su Persona.
En Belén se hizo presente él mismo y nada más que él mismo. En Caná de Galilea
“manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él” (Jn 2, 11). “En él”, no en su doctrina,
porque aún no había sido predicada. “Hemos visto su gloria... y nuestras manos han
palpado la Palabra de la vida” (1 Jn 1, 2). “Ver”, “tocar”. ES decir, experiencia. “Y la
Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).

Desde el nacimiento hasta el calvario él se convierte en Emmanuel; es decir, en Dios con


nosotros.
Desde el calvario hasta la vuelta a la diestra del Padre, él se convierte en Redentor; es decir,
en Dios para nosotros.
Pero en Pentecostés cuando el hombre adquiere la máxima manifestación de Dios; un Dios
en nosotros. En cada uno de nosotros, conducido por el Espíritu Santo, como lo llevó un día
al seno de María. Aquel día los apóstoles no fueron iluminados acerca de la teología del
Espíritu Santo. Ellos “quedaron llenos del Espíritu Santo” (He 2, 4).
El Espíritu no les llevó un libro sobre Jesús. Les llevó a Jesús. No llevó un nuevo código de
leyes para sustituir el del Sinaí. Llevó una persona viva.
“Dentro de poco el mundo no me verá más –había dicho Jesús-, pero vosotros sí que me
veréis, porque yo vivo y vosotros también viviréis” (Jn 14, 19). Y de hecho ellos lo vieron
nuevamente. Y sólo ellos. Porque únicamente ellos habían pasado por las llamas
purificadoras y transformantes de Pentecostés.
Y después de ellos lo vieron igualmente las primeras comunidades cristianas, para las
cuales la experiencia de Pentecostés era el pasaje obligatorio para ingresar en la Iglesia.
Para ellos, el Cristo que Pablo y los demás apóstoles estaban predicando no era un “Credo”
que se profesaba con palabras, sino una Persona viva, real, existencial, que había que
aceptar y hacer vivir de nuevo a través de la propia vida.
A los filósofos del areópago, recostados en sus escaños, serios y tristes, con el mentón entre
las manos, Pablo no les anunció un nuevo sistema filosófico. Les presentó una Persona, un
Hombre-Dios, muerto y resucitado, que le ardía en el corazón y le quemaba en sus carnes.
El discurso no tuvo mucho éxito, pero no por eso cambió él de método. “Los judíos esperan
grandes milagros y los griegos buscan un saber superior. Mientras tanto, nosotros
proclamamos un Cristo crucificado” (1 Cor 1, 22-23).
“¿Acaso no ha hecho Dios necedad la sabiduría de este mundo?” (1 Cor, 1-20).
Y, a lo largo de los siglos, le han visto más y mejor aquellos que han buscado su presencia
experimental entre los muros del cenáculo, que quienes se contentaron con un Cristo de
universidad y biblioteca.
Por lo tanto, si Pentecostés es la experiencia de Dios, la vuelta de la Iglesia hacia
Pentecostés, auspiciada por el Papa Juan, no puede ser más que un retorno hacia esa
experiencia.
El hombre moderno quiere hoy experiencias más que elucubraciones metafísicas; menos
palabras difíciles y más relaciones simples y concretas. Algo mejor que un frío
conceptualismo, que le llena la cabeza de dudas e incertidumbres. Lo que busca es un Dios
vivo que le invada y le llene su corazón vacío.

21
Hemos racionalizado demasiado a aquel que no podía ser puro y solo raciocinio. Hemos
intelectualizado mucho a aquel que no debía ser tan sólo objeto de puras especulaciones
cerebrales. Y Satanás se ha infiltrado y continúa infiltrándose dentro de nuestros
interminables e inconcluyentes razonamientos para sembrar en nosotros sus errores y
mentiras.

No somos anti-intelectualistas. Mucho menos anti-teólogos. No buscamos un


empobrecimiento teológico. La teología nos es necesaria para dar bases sólidas y seguras a
toda experiencia sobrenatural, donde los errores son posibles y las ilusiones son fáciles.
Decimos que no debemos pretender aprisionar al Espíritu dentro de determinadas
estructuras mentales frías, estáticas y paralizantes; que no intentemos coartar al Espíritu a
que reduzca su acción renovadora dentro de angostos límites señalados por nuestros cortos
puntos de vista; que no pretendamos regular sus manifestaciones con las leyes de nuestros
silogismos.
“Hay cosas en el cielo y en la tierra –decía Shakespeare- más cosas que en nuestras
filosofías”. Y podemos añadir nosotros que las hay más grandes, más maravillosas, más
sublimes; y que el Espíritu quiere revelárnoslas, porque no han sido escritas en los libros de
teología.
Él tiene aún muchas cosas que revelar a la Iglesia. Y si no las ha revelado todavía es porque
ha encontrado ciertas puertas obstinadamente cerradas. Sus impetuosos asaltos han chocado
contra fortalezas impenetrables de ideas estratificadas y fosilizadas.
Él aún no ha revelado a la Iglesia al Jesús “entero”. Y sería absurdo trazarle caminos
obligados e imponerle métodos prefabricados.
“El que tenga sed –dice Jesús-, que venga a mí y beba”. “Si alguien cree en mí –como dice
la Escritura_, de sus entrañas manarán ríos de agua viva. Jesús, al decir esto, se refería al
Espíritu que luego recibirían los que creyeran en él” (Jn 7, 38-39). Por lo mismo, los ríos de
agua viva vienen de dentro, no de fuera; ni siquiera proceden de los tratados más eruditos.
A Pedro, para nombrarle cabeza de la Iglesia, no le preguntó en que escuela rabínica había
estudiado o que grado académico había conseguido en las universidades de Roma o de
Atenas. Le preguntó tan solo: “Pedro, ¿tú me amas?”.
El rey de Francia Luis XI, el omnipotente soberano de Europa, para sanar de una
enfermedad agotadora que lo estaba consumiendo no convocó a los teólogos de Francia,
sino que mandó llamar a un ermitaño de Calabria, San Francisco de Paula, que no había
leído ningún libro de teología, pero en sus palabras y en sus gestos residía el mismo poder
taumatúrgico de Cristo.
Los santos también son escuchados cuando hablan un lenguaje sencillo y sin adornos; son
buscados por la gente no por lo que dicen, sino por lo que tienen.
Lamentamos que las iglesias estén vacías. Están vacías porque hemos dejado vacíos los
corazones. Han venido a llenarse de Cristo, pero sólo han encontrado palabras sin sentido,
difíciles, incomprensibles, tomadas más de los libros que del corazón. Y cuando la palabra
no es un retazo del corazón no puede llegar a hablar al corazón.
Cuando se quiere iluminar una estancia oscura, no se pone uno a discutir, horas y horas,
sobre la naturaleza de la luz eléctrica. Se busca, sin más ni más, el interruptor.
En el mar de tinieblas donde estamos ahora arrojados, las bellas palabras, los libros, las
revistas, los cursillos de reciclaje y aggiornamento, las conferencias, las discusiones

22
académicas, ya no bastan. Es necesario una inmersión total de cada bautizado en ese océano.
Una inmersión total de cada bautizado en ese océano. Una inmersión que no es opcional. Es
necesaria.

No es una experiencia opcional

En la apertura del Concilio Vaticano II, el Papa Juan oró de este modo al Espíritu Santo:
“Renueva en estos días tus maravillas, como en un nuevo Pentecostés”. Y en este último
decenio, el nuevo Pentecostés ha estallado en la Iglesia de manera impetuosa, trastornadora,
inesperada.
Son ya millones los católicos que, a través de la Renovación Carismática han
experimentado las mismas maravillas que experimentaron los primeros carismáticos de
Jerusalén ¹.

He dicho Renovación Carismática. Pero acaso me preguntes: ¿en qué consiste eso?. Amigo
lector, no es fácil definirlo. Es una de esas cosas que no se comprenden bien si no se tiene
experiencia de ellas. Son los frutos, los efectos los que las califican. El ciego de nacimiento,
ante las preguntas tan inútiles como estúpidas de los fariseos, que sólo tenían ganas de darle
vueltas a sui extrañeza en vez de abrir los ojos a la evidencia, respondió: “Lo que sé es que
yo era ciego y que ahora veo” (Jn 9, 25).
Lo mismo podrían responderte a ti millones de personas de todo el mundo que pertenecen a
grupos carismáticos. No sabrían quizá explicarte lo que les ha acontecido. No sabrían darte
acaso razones de cómo aconteció. Podrían decirte solamente que, después que algunos del
grupo han orado por ellos para que obtuviesen el bautismo en el Espíritu Santo, se han
sentido como “personas nuevas”.
Te dirán que no vieron lenguas de fuego posándose sobre ellos; no sintieron los mismos
efectos interiores que experimentaron los primeros carismáticos en el cenáculo.

__________
¹ Es cierto que todos los bautizados son carismáticos, pero no todos lo saben o no quieren tomar conciencia de ello. He
aquí, pues, un movimiento que trata despertar la conciencia carismática de la Iglesia. Y este movimiento no puede
llamarse y calificarse mas que “carismático”.
Hacemos esta advertencia para llamar la atención acerca de una terminología utilizada en la mayoría de los países, contra
la opinión de algunos grupos italianos.

No sintieron ya el afán de discutir, de preguntar, de hablar, de saber, sino una necesidad


irresistible de levantar las manos para glorificar a Dios y darle gracias por lo que les había
acontecido. Te contarían también otras cosas que les sucedieron y que te costaría creer.
Por ejemplo: aquel Dios omnipotente, inefable, aquel Ser Supremo, infinito, que habita tan
lejos en lo alto de los cielos, se ha convertido para ellos en un Padre bueno, cercano,
amoroso, atento y diligente, el “Abbá” al que se estrecha contra el corazón con ternura
infinita.
Aquel Cristo olvidado, enterrado en los recuerdos de la infancia, o aquel Jesús que estaba
solo en el sagrario, se ha convertido en Jesús íntimo, personal, vivo, presente en ellos, que
les llena de paz, de serenidad, de entusiasmo y de alegría inefables.

23
Aquel Espíritu Santo, huésped misterioso, a que vivía inoperante e ignorado en el fondo del
alma, se ha convertido en una fuente inagotable de energías nuevas frescas, potentes,
irresistibles que manan del corazón como ríos impetuosos y que se llaman dones o carismas.
La oración, antes formalista, fatigosa, pesada, hecha por simple deber, se ha convertido en
viva, atrayente, libre, gozosa, espontánea, continua, de alabanza, contemplativa. El amor
hacia Dios y hacia el prójimo que antes sólo se lograba estrujando el corazón y a fuerza de
voluntad, ahora lo sienten como algo que les ha caído dentro como una bomba incendiaria.
Muchas cosas todavía podrías sentir y ver, si participases en alguno de sus encuentros de
oración. Te parecería encontrarte en medio de aquellas reuniones de las primeras
comunidades cristianas que describen los Hechos de los Apóstoles.

“L‟Osservatore Romano”, con ocasión del Congreso Internacional Carismático, celebrado


en Roma durante el último Año Santo, escribía, entre otras cosas: “Si en lugar de los
vaqueros y las camisetas de colores, hubiéramos visto las túnicas griegas y romanas de los
primeros siglos, nos hubiéramos imaginado encontrarnos entre los primeros cristianos de
Corinto, de Éfeso o de Tesalónica”².

Acaso digas que no todos son tan entusiastas. Que muchos desconfían; que otros tienen
miedo; que otros, en fin, no quieren ni oír hablar siquiera del asunto. Te digo que siempre
ha sucedido lo mismo en cada uno de los vendavales provocados por el Espíritu Santo y
dirigido a remover las aguas estancadas. Es más fácil condenar, aferrándose a pretextos
banales, que revisar ciertas posturas cómodas.
A todos los que se quedan mirando desde la ventana; a cuantos generalizan algunos
defectos, encontrados en algunas personas o en algunos grupos e inevitables en todas las
obras de Dios cuando son confiadas a la gestión de los hombres, les queremos repetir –
guardadas las debidas proporciones- las palabras de Tertuliano a los perseguidores
cristianos: “No nos condenéis antes de habernos conocido”.
1

Me dirás también que la Renovación Carismática no puede tratar de monopolizar todos lo2s
valores de Pentecostés. Te respondo que jamás lo ha pretendido.
La Renovación Carismática ha nacido como un movimiento que tiende a despertar , en
todos los cristiano y en toda la Iglesia, la conciencia de los valores de Pentecostés .
No es una organización cerrada con una espiritualidad propia, reservada tan sólo a los
socios. Es más, no se trata de una auténtica organización. No tiene estructuras. No tiene
superiores ni a nivel nacional ni a nivel local.
No es uno más de tantos movimientos nacidos en el seno de la Iglesia en estos últimos años
posconciliares.
Es un movimiento que quiere traer un soplo de vida nueva, la misma que sopló sobre el
cenáculo de Jerusalén, a todos los demás movimientos, a todas las organizaciones religiosas,
a todas las comunidades religiosas, a todas las parroquias, a todas las diócesis, a toda la
Iglesia.

2
“L‟ Osservatore Romano”, 20-5-1975.

24
Por lo tanto, como movimiento, una vez que ha cumplido su objetivo, está destinado a
desaparecer en la vida de la Iglesia.
En realidad, pues, cuando las organizaciones católicas, las comunidades religiosas, las
parroquias, las diócesis, y la Iglesia entera hayan asumido esta dimensión carismática, de
acuerdo con el modelo trazado por el Espíritu Santo en el libro de los Hechos, no habrá ya
necesidad de un movimiento carismático.

Me dirás, entonces, que se puede ser carismático sin tener que adherirse necesariamente a la
Renovación Carismática.
Ciertamente, te respondo. Pero no se pude ser realmente carismático en el pleno sentido de
la palabra sin aceptar toda la realidad de Pentecostés en la práctica de la vida cotidiana.
Eres libre para adherirte o no a la Renovación Carismática. Pero no eres libre para aceptar o
no todos los dones que el Espíritu Santo te tiene reservados. No eres libre para no
aceptarlos o para no usarlos, porque están dedicados al bien de la comunidad y a la
edificación del Cuerpo de Cristo.
Por lo mismo puedes no formar parte de la Renovación tal como hoy se presenta. Pero no
puedes dejar de formar parte de toda la herencia de Pentecostés que te pertenece de derecho,
incluidos los carismas. Porque no son un lujo opcional. Para los primeros cristianos eran el
primer grado de la vida nueva. Incluso una iglesia carnal como la de Corinto, que sólo
podía tomar “leche” como quien está todavía en mantillas, se sentía llena de carismas.

La Renovación Carismática ha nacido para recordarnos a mí, a ti y a todos los que se creen
ya satisfechos con lo que tienen que no han entrado todavía en la plena posesión de nuestra
herencia. Que el Espíritu Santo quiere darnos muchos más aún. Que debemos tomar
conciencia de que tenemos que ser más ricos, más fuertes, más potentes, más equipados
contra el maligno, más llenos de él que lo que habíamos imaginado hasta ahora.
Me dirás que no te hace falta que te lo recuerde; porque ya son verdades adquiridas y
vividas. ¡Alabado sea Dios!. Eso querría decir que ya se ha conseguido tu propósito.
Pero seamos honestos y sinceros antes de cerrar los oídos a su llamada, que es tan elocuente.
A esa voz que, en este último decenio ha retumbado en la Iglesia como un trueno poderoso
que la ha sacudido. A este llamamiento definitivo del Espíritu Santo a la Iglesia para que
vuelva a entrar en el cenáculo antes de que sea demasiado tarde.
Basta echar una mirada elemental al formidable potencial puesto a nuestra disposición por
el Espíritu –como aparece en la escritura- y a la realidad que nos rodea para caer en la
cuenta de todo lo que hemos dejado por utilizar.

“Yo os daré un corazón nuevo” (Ez 36, 26). ¿Dónde están los corazones nuevos en nuestras
parroquias?.
“La asamblea de los fieles tenía un solo corazón y una sola alma” (He 4, 32). ¿Es así la vida
de nuestras comunidades?.
“A los que crean les acompañarán estas señales... (Mc 16, 17). ¿Qué milagros han visto
aquellos que pensamos que han creído tan sólo por el hecho de que van a misa?.
“Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y veréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra” (He 1, 7-8). ¿Cuántos

25
son los valientes e intrépidos testigos de Cristo que tenemos en nuestras parroquias, en las
escuelas, en las fábricas?. Sin embargo, ¿no están todos bautizados y confirmados?.
“Entonces conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32). Y , sin embargo, la
gran mayoría de nuestros fieles conocen el error y se alimentan de mentiras.
“Pues bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y cada uno en particulares parte de él. Así
pues, Dios nos ha establecido en su Iglesia. En primer lugar los apóstoles, en segundo lugar
los profetas, en tercer lugar los maestros. Después viene el don de hacer milagros, después
del don de curación, la asistencia material, la administración en la Iglesia y el don de
lenguas” (1Cor 12, 27-28). ¿Existen todos estos dones del Espíritu Santo en tu parroquia,
en tu comunidad o en tu diócesis?. ¿Dónde están los profetas que todo pastor debería tener
tan cerca de él?. ¿No te parece pues que hemos perdido algo en el camino?.

Por lo tanto, hermano, ésta debe ser tu plegaria, la mía, la de todos, cada mañana, cuando
abrimos la ventana a la luz: “Espíritu, ven por los cuatro lados y sopla sobre estos muertos
para que vivan” (EZ 37, 9). Para que barra de una vez de nuestras comunidades, de nuestras
casas, de las escuelas, de las fábricas, de las ciudades, de nuestra patria, el aire morboso,
pestífero, asfixiante, vomitado por la vorágine infernal, nunca como hoy tan extendidos
sobre la tierra.
Almas consagradas, de los conventos, de los monasterios y de los institutos religiosos, que
os creéis víctimas asediadas por enemigos que quieren hacer penetrar en vuestras fortalezas
ciertas ideas nuevas perturbadoras de vuestra tranquilidad y vuestras reglas; sabed, por el
contrario, que es quizá el viento impetuoso del Espíritu Santo el que bate violentamente
vuestros viejos muros, porque quiere volver a dar nuevo calor a tantos corazones fríos,
nueva vida a tantos huesos áridos.
Dejemos de una vez por todas de querer discutir, discutir siempre. De querer solamente
discutir. “Ahora os voy a enviar al que mi Padre prometió; por eso quedaos en la ciudad
hasta que hayáis sido revestidos de la fuerza que viene de arriba” (Lc 24, 49).
También ellos podrían haber pedido una oportunidad más para discutir un poco mejor sobre
el asunto. ¿Quién era este “Prometido por el Padre?”. ¿En qué consistía “esa fuerza que
viene de arriba?”. Les había ilusionado antes con el “reino de Israel”: ahora tenían derecho
a pedir explicaciones para no sentirse nuevamente defraudados.
Pero en lugar de ello creyeron en sus palabras y obedecieron, encerrándose en el cenáculo.
A pesar de estar con la cabeza llena de dudas y de confusiones; y con el corazón vacío,
porque él se había ido.
Y el Prometido por el Padre vino. Y la fuerza de lo alto les revistió de nueva vida.

“Pero antes quisiera ver qué piensa aquel amigo. Aquel colega, aquel párroco vecino; mi
confesor, aquel superior, aquella superiora... Cómo actúan en la diócesis vecina, en las
demás comunidades... No quisiera estar aislado...; Singularizarme,,, No quisiera asumir yo
solo una responsabilidad como ésta... Escribiré una carta confidencial a... para saber cómo
debo actuar, cómo actúa él...”.
¡No, hermano, hermana!. En lugar de eso, ponte de rodillas. En este momento; allí donde te
encuentras... Cierra incluso este libro y consulta con el Espíritu Santo. Libera tu mente de
todo prejuicio, de todo miedo, de ese fino orgullo que todavía te tiene maniatado. Abre tu

26
corazón a la invasión torrencial del Espíritu Santo repitiendo sencillamente y sin cesar:
“¡Jesús, bautízame en el Espíritu, como tú lo prometiste!”.
Enciérrate en tu cuarto. Un día, dos, diez, como los apóstoles en el cenáculo, haciendo
acallar todas las demás voces y repitiendo simplemente la invocación indicada. Si no
puedes quedarte encasa, vete al campo, sube a una montaña, o retírate a cualquier lugar
solitario. Tu Pentecostés no fallará.
“Y quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (Hr 2, 4). Si “todos”, ¿Por qué no tú también?.
Tú eres uno de aquellos “todos”...

Una experiencia no encasillada

Una vez dicho todo esto para quien está fuera de la Renovación y para quien anda aún
dudando en llamar a su puerta, quisiera terminar este ya largo capítulo con una palabra,
dirigida a los hermanos y hermanas que están dentro; es decir, a cuantos han participado ya
de la experiencia de la vida carismática. Espero que nadie lo tome a mal si utilizo un
lenguaje claro y radicalmente sincero, como conviene cuando se habla en familia.
Todos debemos ofrecer nuestro aporte para que la Renovación no pierda su carga inicial, no
decaiga su ritmo y su nivel no Falle en los propósitos para los cuales el Espíritu Santo la ha
suscitado.

Hace tiempo, un periodista preguntó al cardenal Suenens: “¿Cree usted que habrá pronto un
Vaticano III?”. Y el cardenal respondió: Me gustaría mucho más que hubiera una Jerusalén
II”. Es decir, un Concilio que se celebrase allí donde la Iglesia nació, para poder hacer una
confrontación entre lo que ella es actualmente y el modelo original. Un modelo creado por
el Espíritu Santo que no puede sufre alteraciones, deformaciones o encasillamientos.
El Papa Juan, al invocar sobre la Iglesia “un nuevo Pentecostés”, imaginaba un Pentecostés
como el primero: pleno, auténtico, integral, renovador para toda la vida actual de la Iglesia.
“Renueva tus maravillas”, dijo al Señor. Es decir, las maravillas del primer Pentecostés.

Pero cuando las obras de Dios quedan en manos de los hombres corren el riesgo de quedar
encasilladas según los modelos que el hombre crea para Dios.
Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; pero el hombre, en cambio, reduce a Dios a
imagen y semejanza propias.

Tampoco la Iglesia naciente, apenas salida de las llamas de Pentecostés, se vio libre de este
peligro.
Jesús había dicho con mucha claridad: “Id y haced que todos los pueblos sean mis
discípulos. Bautizadlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28-19).
Pero este mandato de bautizar a todos los pueblos no les cabía a algunos en la cabeza. A
pesar de haber sido bautizados en el Espíritu, seguían permaneciendo fríos legalistas.
Se llegó el colmo cuando San Pedro, quien –como cabeza del a Iglesia- no estaba obligado
a dar cuenta a nadie de sus acciones, fue criticado y obligado a defenderse por haber
bautizado al pagano Cornelio.
Nosotros creemos que la Renovación Carismática es justamente la respuesta del Espíritu
Santo a la plegaria del Papa Juan pidiendo un nuevo Pentecostés en la Iglesia. De hecho

27
existen ciertamente millares de testimonios para demostrar como el Espíritu Santo, en este
último decenio, está renovando sus maravillas en el reino de Dios. Justamente como en los
comienzos. Con la misma efusión de dones.

Pero también este nuevo Pentecostés está corriendo los mismos riesgos que el primero: su
encuentro con los hombres.
Con hombres que lo aceptan a condición de que lo deje todo tal como está; con hombres
que quisieran meter vino nuevo en odres viejos; con hombres que intentarían aprisionar al
Espíritu dentro de estructuras artificiales o atarlo a formas de vida cristiana desfasadas; con
hombres que pretenderían someter al Espíritu a una línea para que no haga lo que él quiere,
sino lo que quieren ellos; con hombres que quisieran imponer al Espíritu el caminar sobre
vías trazadas por ellos; con hombres que quisieran tener al Espíritu dentro de los estrechos
límites de un frío racionalismo teológico cristalizado y de estructuras mentales fosilizadas;
con hombres que intentarían acaparar al Espíritu, como un instrumento o un objeto, para
crear un área de poder en beneficio propio o de la propia comunidad o de la clase social o
congregación religiosa ala que pertenecen.
Con hombres e instituciones religiosas que permanecen pensativos y tristes, con los aromas
en la mano, como las piadosas mujeres del Evangelio, preocupados más por embalsamar el
cadáver de sus reglas y de sus tradiciones que de abrir los ojos ante un Cristo resucitado tal
como el Espíritu quisiera mostrárselo; con hombres que entienden el nuevo Pentecostés
como algo que debe quedar totalmente reducido a los modelos que ellos construirán
gozosos para el Espíritu Santo.
Aún más; ya no hablan de un nuevo Pentecostés, sino de una renovación genérica y
desleída, que no posee ya el calor y la carga eficaz de sus comienzos.
En fin, con hombres que se esconden detrás de la cómoda mampara de imaginarios peligros
y de influencias heterodoxas, por miedo a tener que aceptar toda la realidad del Pentecostés
que Jesús concedió a la Iglesia naciente y que quiere ofrecer integralmente y sin
limitaciones a la Iglesia de hoy.
Hermanos y hermanas, permitidme que yo, el último de vosotros, partiendo de la
experiencia que he logrado a lo largo de siete años junto a grupos carismáticos de diversos
países, os repita, con mucha humildad y a la vez con mucho miedo, la angustiosa
amonestación del apóstol Pablo: “No apaguéis el Espíritu” (1 Tes 5-19).

Se apaga el Espíritu cuando se le impide manifestarse por medio de sus dones; cuando se
eliminan de los grupos las manifestaciones de sus dones; cuando se ponen límites a sus
dones; cuando se infravalora la importancia de los carismas; cuando se desprecian ciertos
carismas; cuando, con decisiones arbitrarias, se prohíbe a los particulares el ejercicio de sus
carismas.
El Concilio Vaticano II ha dicho que “estos carismas, tanto los extraordinarios como los
más sencillos y comunes , por el hecho de que son muy conformes y útiles a las
necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo” (LG 12).
Y, sin embargo, hay por ahí unos simples cristianos, que pretenden que el Espíritu se
manifieste tan sólo de la manera y en el momento que a ellos les parece bien.
La característica de la Renovación Carismática y de los encuentros de oración carismática
reside justamente en la manifestación del Espíritu a través de los carismas. Si nuestros

28
encuentros quedasen privados de esta peculiar característica y se redujesen a hacer un poco
de oración, no se distinguirían ya de las reuniones de otros movimientos similares que hoy
abundan en la Iglesia.
Los cristianos en todas sus reuniones esperaban la efusión del Espíritu Santo. Si ahora esta
invasión carismática no acontece en algunos de nuestros grupos, la culpa no la tiene el
Espíritu Santo, sino quienes le cierran la puerta y se contentan con un poco de oración que
se arrastra en un clima de cansancio, de aburrimiento y de tedio.
La Renovación Carismática o es realmente carismática o desaparece. Nuestros encuentros
de oración o son realmente carismáticos o no son ya las reuniones características de la
Renovación Carismática.
La fuerza del Espíritu es una energía de alta tensión que está a nuestra disposición para
incendiar la tierra; y sería un pecado imperdonable de omisión si nos contentásemos con
unos pocos vatios, satisfechos con haber alimentado lamparillas como fuegos fatuos de
cementerio.

Por otra parte, también se apaga el Espíritu cuando se marginan los carismas. Es el Espíritu
Santo el que sabe cuales son los instrumentos más aptos para edificar el Cuerpo Místico. Es
él quien debe elegirlos y no nosotros. A nosotros nos corresponde solamente aceptarlos y
usarlos, sin discriminaciones ni preferencias.
Si en la armonía de la creación no hay seres inútiles, ni siquiera el más pequeño insecto,
mucho menos podría haber algo inútil entre los dones del Espíritu.
Me quedé pasmado cuando, en un congreso carismático de Italia, un conferenciante que
había sido presentado como un gran teólogo se atrevió a gritar: “¡No oréis en lenguas; orad
en italiano...!” ³.
San Pablo, que era también un teólogo, había dicho, en cambio: “¡Ojalá que todos hablaseis
en lenguas!” (1 Cor 14, 5).
Si el Espíritu quiere glorificar a Jesús con su lenguaje propio, libre de los límites que
nosotros le ponemos con nuestro pobre vocabulario y con la pobreza de nuestras
expresiones, nadie tiene el derecho de impedírselo.

Y solamente hay un modelo de vida carismática: el que está descrito en los Hechos de los
Apóstoles, acomodado a todos los pueblos de la tierra. Querer adaptarlo ahora a las varias
culturas y a las diferentes situaciones de este o de aquel país o pueblo, con modificaciones
y esquemas arbitrarios, significaría pretender desnaturalizarlo y desvalorizarlo.
______
³ El teólogo Beni en el Congreso Carismático de Salerno, octubre de 1977

Si los apóstoles hubieran tenido que adaptar el mensaje de Pentecostés a las culturas y alas
mentalidades de los judíos y de los paganos, habrían enterrado la Iglesia el primer día.

Pero –se acostumbra a decir- aquí, entre nosotros, la cuestión es difícil...; la gente aquí no
está preparada...; es necesario tener cuidado...; hay que ser muy prudentes...
Amigo lector, ¿te imaginas lo que hubiera sucedido con la misión de Pablo y de los demás
apóstoles si hubiesen andado con estos miedos paralizantes?. Ellos tuvieron ya bastantes
dificultades ante un mundo pagano. Se encontraron en la necesidad de tener que afrontar

29
situaciones mucho más difíciles que las nuestras. Fueron ¡tan bien acogidos! Que casi todos
tuvieron que pagar con su sangre el atrevimiento de haber predicado a Cristo.
Pero no cayeron en la tentación –que pudiera haber estado muy justificada, dadas las
especiales circunstancias- de predicar un Cristo acomodado y un Pentecostés aburguesado.
Dice Pablo: “Ahora voy a Jerusalén, llevado por el Espíritu, sin saber lo que me sucederá
allí. Solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me da a conocer que me esperan
prisiones y tribulaciones. Pero de ninguna manera me preocupo por mi vida, con tal de
terminar mi carrera y cumplir el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de anunciar el
Evangelio de la gracia de Dios” (He 20, 22-24).
“No es la gente la que no está preparada para escucharnos –dice el cardenal Suenens-;
somos nosotros los que no estamos preparados para hablar”.
La carta a los romanos _el tratado de teología más difícil de toda la revelación- no la
escribió San Pablo para teólogos de la universidad de Roma, que todavía no existían, sino
para simples cristianos, casi todos analfabetos, que procedían del paganismo.

Todo cristiano es templo del Espíritu Santo. Logremos, pues, que cada uno llene el propio
templo con la plenitud del Espíritu Santo. El Espíritu no construye templos para que queden
vacíos o semivacíos. No nos contentemos con dar a nuestros fieles unas pocas gotas de
agua, porque tienen derecho a recibir torrentes de agua viva.

En fin, se extingue el Espíritu cuando algunos se interponen colocándose en lugar del


Espíritu. Cuando se posesionan de la Renovación Carismática, a nivel local, regional o
nacional, y lo consideran como propiedad suya y objeto de su dominio.
Una vez más debemos recordar que la Renovación Carismática no es una organización
estructurada y no tiene superiores a ningún nivel, ni siquiera nacional o internacional. Sólo
tiene comisiones de servicio, las cuales tienen el objeto de asistir, de ayudar, de servir; es
decir, estar a disposición de los grupos, que son autónomos; pero no de ejercer sobre ellos
poder alguno de jurisdicción o de imponer sus normas o sus órdenes.
Hermanos y hermanas de las comisiones de servicio, de los grupos pastorales, de los grupos
animadores, sacerdotes y religiosas que guiáis grupos carismáticos; el vuestro, el nuestro,
es un servicio ; solamente un servicio de amor. Por lo tanto, debemos evitar toda búsqueda
de nosotros mismos y tratar de buscar con humildad solamente la gloria de Cristo.
Debemos ser como Juan Bautista: Mostrar al Cordero de Dios. Y luego retirarnos. Anunciar
“a aquel que bautiza en el Espíritu Santo y en el fuego”, y luego desparecer. Porque es él el
que debe crecer, y nosotros disminuir.
Debemos trabajar intensamente para que el grupo llegue a ser totalmente maduro, de
manera que no tanga ya necesidad de nosotros; y orar para que ese día llegue lo más pronto
posible.
El grupo carismático no es un club formado por socios, sino una comunidad de hijos de
Dios, cada uno con sus propios dones y su propia misión.
Nosotros debemos esperar, con humildad y con alegría, que todos y cada uno lleguen a
poder decir lo antes posible: “Ya no creemos por lo que tú nos has contado; nosotros
mismos los hemos oído y estamos convencidos de que él es verdaderamente el salvador del
mundo” (Jn 4, 42).

30
Todo responsable podrá decir, no con palabras, sino con el comportamiento, a su grupo:
“Me presento entre vosotros débil, con miedo y con mucho temblor; y mi palabra y mi
predicación no se basan en discursos persuasivos de sabiduría sino en la demostración del
Espíritu y del poder, para que nuestra fe no se funde en la sabiduría humana, sino en el
poder de Dios” (1Cor 2, 3-5).
Todo responsable debería liberarse de la tentación de querer hacerse el grande, el
indispensable, el insustituible. Porque dos grandes no pueden estar juntos. Y cuando
nosotros queremos parecer grandes, el Espíritu se va. De este modo se explica, como tantos
grupos, a pesar de contar con elementos maravillosos, no dan un paso hacia delante.
Todo responsable debería liberarse del demonio de los celos de los componentes de su
grupo que tienen más dones que él, y no prohibir sus manifestaciones por el hecho de que él
no los tenga.

“A cada cual –dice el Apóstol- se le da la manifestación del Espíritu para el bien común” (1
Cor 12, 7). Dejemos, pues, a cada cual la libertad de manifestar los propios dones para
utilidad de todo el Cuerpo Místico. Quien quitase esta libertad o quien pretendiese poder
condicionarla a su gusto, asumiría la responsabilidad de empobrecer la comunidad y de
impedir la edificación del Cuerpo Místico de Cristo.
Asombra ver como en algunos grupos italianos –y sólo en los italianos, que yo sepa- nadie
puede ejercer los propios dones si no se lo han autorizado los dirigentes. Nadie puede orar
sobre los enfermos, si no se lo han permitido los dirigentes de su comunidad. Nadie puede
pedir para otros el bautismo en el Espíritu, si no vienen los dirigentes centrales...
Es lícito preguntarse: ¿quién les ha dado a estos individuos la exclusiva del Espíritu Santo?.
El Espíritu Santo es de todos y de cada uno, porque todos somos iglesia. Nadie puede tener
su exclusiva para usos propios. Nadie se lo puede acaparar para marcarlo con la propia
etiqueta.
Jesús dijo: “En verdad os digo que el que cree en mí hará las mismas cosas que yo hago, y
aún mayores” (Jn 14, 12). “A los que crean en mi nombre les acompañarán estas señales...”
(Mc 16, 17). Basta la fe en él, pues; sin más autorizaciones.
Todo cristiano es un carismático, en virtud de su bautismo; y como tal puede disponer de
los dones del Espíritu Santo que hay en él con decisiones autónomas cuando el bien común
lo reclama. La única autoridad que el carismático reconoce es la de la Iglesia jerárquica,
única a la cual somete el discernimiento y el uso ordinario de sus dones.
Alegrémonos, pues, y demos gracias a Dios cuando alguno de nuestros hermanos
demuestra tener dones especiales que nosotros no tenemos. Lo importante no es si los
dones los posee este o aquel integrante del grupo, sino si son utilizados para el bien de la
comunidad.
Digamos con San Pablo: “Al fin, ¿qué importa?... De todas maneras se anuncia a Cristo y
esto me alegra” (Flp 1, 18). Es Jesús el que debe ser testimoniado y glorificado. Dejemos al
Espíritu la libertad de elegir los instrumentos más adecuados.

En conclusión, y volviendo al punto de partida: Hay un Cristo vivo, que el Espíritu Santo
quiere mostrar hoy de nuevo a los hombres. Un Cristo que todos los libros de los hombres
no podrían dar. Y hacen falta testigos que hayan visto y oído el día de su Pentecostés.

31
Tras el velo
de la Iglesia

“Y él –Cristo- es también la cabeza del cuerpo, es decir, la Iglesia” (Col 1, 18).


Cuando se encuentra una persona, lo primero que se nos ocurre es mirarla a la cara.
Solamente después la mirada desciende hacia los vestidos y el resto del cuerpo. Por lo tanto,
deberíamos haber visto a Cristo en primer lugar; y, después a la Iglesia.
Una vez conocido él, enamorados de él, habríamos amado también a la Iglesia; porque
cuando una persona tiene una cara bellísima, todo el resto del cuerpo resulta atractivo.
Nosotros, sin embargo, hemos comenzado por los vestidos. Peor aún. Muchos se han
quedado allí, en los vestidos, en los aspectos humanos y exteriores de la Iglesia.

Tú vives en la Iglesia, Señor Jesús. Porque la cabeza y el cuerpo forman una sola persona.
Pero son muy pocos los que te ven a través de la Iglesia.
Para muchos la Iglesia no eres tú. Es el edificio sagrado que está en el centro del pueblo. Es
la misa dominical y las novenas a los santos. Es la fiesta del patrono y las procesiones. Es la
vela encendida ante una estatua. Es la promesa de peregrinar a un determinado santuario.
Es la limosna que se da para el culto. Pero detrás de estos signos externos no te ven a ti.
Para otros la Iglesia son el Papa, los obispos, los sacerdotes, el clero, las religiosas... Pero
son muy pocos los que te ven a ti detrás de estas personas. En lugar de eso ven sólo sus
defectos. Y toman de ellos pretexto para romper también contigo.

Y así muchos viven alejados de ti porque un sacerdote o una religiosa les ha escandalizado,
porque han discutido con el párroco, porque leyeron un libro calumnioso, porque el obispo
no dio aquel permiso, ha quitado tal abuso, ha trasladado a tal párroco, porque no acepto
tales reformas, porque querían la misa en latín... Y tantos otros pretextos para justificar su
deserción y su actitud de disentimiento y de sistemática contestación.
Y Satanás ha sido habilísimo para hacernos distraer los ojos de tu Rostro y obsesionarnos
constante y malignamente con cosas y con hombres de la Iglesia, vulnerables pecadores
como todos.

En efecto, basta asistir a una discusión de carácter religiosos en un tren, en un autobús, en


el aula de una escuela para daros cuanta de que tú eres totalmente ignorado. Ni siquiera se
te nombra.
Por el contrario, ¿De qué se habla?. De la Iglesia, de los hombres de la Iglesia, de episodios
poco edificantes en la historia de la Iglesia. Naturalmente, aumentados, distorsionados,
universalizados, recordados para desencadenar precisamente venenosas polémicas que
justifiquen su apartamiento de ti.

32
Muchísimos, incluso entre quienes aún nos piden los sacramentos, tienen la cabeza
atiborrada de prejuicios, de informaciones falsas y calumniosas. Tienen la boca siempre
abierta a un criticismo venenoso y destructivo. Siguen en la Iglesia, pero en una actitud de
continua insatisfacción y rebeldía mal disimulada.

¿Por qué, Señor, tantos hijos revoltosos y rebeldes, dentro y fuera de tu Iglesia?.
¿Ignorancia más o menos culpable?. ¿Maldad?. ¿Prejuicios atávicos?. ¿Pretextos para
justificar su falta de compromiso?.
Un poco de todo esto. Pero hay un motivo que los resume todos, una causa que es la raíz de
todos los males: Es que no te conocen. Es el haber querido escrutar tus miembros, antes de
gozarse en la contemplación de tu Rostro. Es el haber querido mirar demasiado la Esposa
sin mirar antes al Esposo.
Juan, en el cielo, contempló antes al Cordero. “Miré entonces: entre el trono con sus cuatro
vivientes y los veinticuatro ancianos, un Cordero estaba de pie.. Yo seguía mirando: se oía
el clamor de una multitud de ángeles reunidos alrededor del trono, de los vivientes y de los
ancianos. Se contaban por millones y millones, que gritaban a toda voz: Digno es el
Cordero, que ha sido degollado, de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, la
honra, la gloria y la alabanza” (Ap 5,6.11-12).
Y solamente después es cuando vio Juan a la Esposa del Cordero: “Después se acercó a mí
uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas con las siete últimas plagas. Me
dijo: Ven, que voy a mostrarte la novia, La esposa del Cordero” (Ap 21, 9).
Lo que pasó es que ha habido un error de método en nuestra catequesis.
Hemos hablado demasiado a la Iglesia de Cristo, pero muy poco sobre el Cristo de la
Iglesia.
Hemos pretendido que aceptasen el misterio de la Iglesia, antes que nuestro pueblo aceptase
el misterio de Cristo.
Hemos reclamado, con machacona insistencia, fidelidad y obediencia a la Iglesia. Pero
hubiéramos debido hacerla amar más, antes que nada. Cuando no hay amor, la felicidad
acaba en tradición y la obediencia en hipocresía o rebeldía.
Hemos pretendido que se amase a una institución más que a una persona viva; a un cuerpo
formado por hombres imperfectos antes que a la Cabeza perfecta.

Las consecuencias las tenemos todos a la vista. Especialmente hoy. La Iglesia está siendo
hoy muy poco escuchada, muy poco obedecida, muy poco amada.
La jerarquía, hechas algunas excepciones, es respetada, obsequiada, reverenciada e incluso
alabada. Pero no es amada.
Se va a ver al obispo por deber, para hacer una visita de conveniencia o de cortesía, para
discutir problemas pastorales... Pero no por la alegría de ir a ver y escuchar un santo,
incluso cuando los vea de veras. Se va más con un sentido de miedo que con el corazón
abierto al amor. La Iglesia es Cristo visible sobre la tierra. Y es un Cristo visible, viviente
en ella, el que debe mostrar a los hombres.
En el pasado mostró a un Cristo Señor, soberano absoluto; y los hombres tuvieron miedo.
Mostró un Cristo Maestro; y los hombres no la escucharon ni la siguieron. Mostró un Cristo
ley; y los hombres no la obedecieron. Mostraron, a veces, un Cristo juez; y los hombres la
odiaron...

33
Ahora no le queda más que la última oportunidad: mostrar un Cristo amor, un Cristo
solamente amor; lo único ante lo cual los hombres de hoy se muestran todavía sensibles.
Porque todos los hombres está enfermos por la falta de amor. Y es a la Iglesia a la que
llaman para ser curados.
El Papa Pablo VI, de venerable memoria, lanzó un grito: “¡Construyamos la sociedad del
amor!”. Mas, para que la Iglesia construya la sociedad del amor, debe ser antes ella misma
la Iglesia del amor. Antes de curar al mundo con el amor debe curarse a sí misma con el
amor.

La Iglesia del amor

Jesús quiere poner en la frente de la Iglesia una señal inconfundible para que todos puedan
reconocer si es efectivamente su Iglesia. Una señal que pueda ser vista, sin posibilidad de
equivocarse, por todos los hombres de la tierra; grandes y pequeños, sabios e ignorantes,
buenos y malos, amigos y enemigos. ¿La señal del amor!.
“En esto reconocerán que sois mis discípulos: en que os amáis unos a otros” (Jn 13, 35).
Todas las demás señales son difíciles de comprender, si uno no es experto en teología. Pero
esta señal “la reconocerán todos”. Y si esta señal faltase, no podemos saber hasta que punto
las demás probarían algo.

“Dios es amor. El que permanece en el amor, en Dios permanece Dios en él” (1 Jn 4,16).
Por lo tanto, es verdad también lo contrario: Quien no permanece en el amor no permanece
en Dios y Dios no está en él.
Dios es amor, luego los hijos de Dios-Amor no pueden vivir más que del amor.

Dios es amor, luego en la familia de un Dios-Amor no puede existir otra ley que la del
amor.
“Queridos –nos advierte el discípulo del amor-, si tal fue el amor de Dios, también nosotros
debemos amarnos mutuamente. A Dios nadie lo ha visto nunca, pero si nos amamos unos a
otros, Dios permanece en nosotros y su amor se dilata libremente entre nosotros” (1 Jn
4,11-12).

Por lo mismo, la Iglesia de Cristo, la familia del Dios-Amor, no puede ser sino la Iglesia del
amor. O no es su Iglesia.
Fue así como Jesús la dio a la luz sobre la cruz, de su corazón desgarrado por amor. Fue así
como la presentó al mundo el día de Pentecostés el Espíritu Santo, que es el Amor eterno.
Pueblos de todas las lenguas y de todas las naciones se encontraron esa mañana ante el
cenáculo de Pentecostés y se reconocieron hermanos unidos en el amor. Y se sintieron
Iglesia; es decir, comunidad de amor. Y comenzaron a vivir juntos, como si fuesen “un solo
corazón y una sola alma”.
Y, por primera vez, el mundo, acostumbrado a ver pueblos unidos tan sólo para luchar
contra otros pueblos, pueblos unidos solamente por códigos de leyes opresoras, vio como
era posible vivir unidos en el amor y por el amor.

34
Pero si el Espíritu es el Amor que unifica a los hijos de Dios, Satanás es el odio que les
divide. Divide primero a los ángeles contra Dios y entre sí mismos. Después al hombre
contra Dios y a los hombres entre sí.
Era lógico, por tanto, que su nefasta acción disgregadora se extendiese también a la Iglesia
desde su nacimiento.

Ya en Corinto se forman las primeras divisiones: Uno dice que es de Pedro, otro que de
Pablo, otro que de Apolo, otro que de Cristo (1 Cor 1,12).
Pablo tuvo que intervenir con palabras de fuego: “¿Acaso está dividido Cristo?. ¿O yo,
Pablo, he sido crucificado por vosotros?. ¿O fuisteis bautizados en nombre de Pablo?” (1
Cor 1-13).
Cuando la unidad se ha roto en el mismo Cuerpo de Cristo el que se hace pedazos; y en
lugar de la Iglesia de Cristo penetra la Iglesia de los hombres.
Pero las divisiones de Corinto está todavía localizadas y circunscritas a una pequeña
comunidad; no eran, por desgracia, más que el aviso de más profundas y macroscópicas
heridas, que haría Satanás en el Cuerpo de Cristo a través de los siglos venideros.

Y de hecho llegaría un tiempo en el que el nombre de “cristianos” no iba a ser suficiente


para señalar a los discípulos de Cristo. Fueron necesarios otros adjetivos, otras añadiduras.
Por eso se llaman: católicos, ortodoxos; protestantes, pentecostales, etc.
Nombres que, tratando de sustituir al primero, se convirtieron en motivo de orgullo y
bandera de triunfalismo. Nombres que llegaron a ser como castillos fortificados dentro de
los cuales los seguidores de las distintas denominaciones se encerraron, preocupados
únicamente de poner a salvo de todo ataque su propio “Credo”.
Y aquellos desgarrones, efectuados sobre el Cuerpo de Cristo, acaso son las más rectas
intenciones, están ahí todavía ante los ojos del mundo, vivas y sangrantes, para deshonra y
vergüenza de todos los que llevamos con orgullo en nombre de cristianos.
Mientras tanto, de la Iglesia del amor durante muchos siglos no hemos mostrado al mundo
más que las Iglesias de las divisiones, de las luchas y el odio fratricida.

Pero ¡alabado sea Dios!. En estos últimos tiempos, un nuevo viento de Pentecostés está
soplando poderosamente sobre todas las Iglesias, liberándolas de viejas incrustaciones de
odios, de prejuicios, de intolerancia; y echando abajo barreras seculares de
incomprensiones y desconfianzas mutuas.
El Vaticano II –el único Concilio, después del de Jerusalén, que terminó sin rupturas y sin
condenaciones- ha abierto una nueva era para la Iglesia Católica y también para las demás
iglesias cristianas. La era del Espíritu Santo. La era de la Iglesia del amor...
Una realidad todavía muy lejana, naturalmente. Pero los resplandores de la aurora de este
nuevo día asoman ya en el horizonte.

Con el Concilio Vaticano II el Espíritu ha ordenado sin equívocos a todos los creyentes que
bajen los puentes levadizos de sus fortalezas. Pero, en vista de nuestras resistencias y de
nuestros miedos, ha venido él mismo –como por sorpresa- para abatirlos.

35
Y una de esas sorpresas es este fenómeno misterioso que ha hecho explosión casi
simultánemante en el seno de todas las iglesias, tanto católicas como protestantes, y que es
conocido bajo la denominación de Renovación Carismática.
Sin previo acuerdo alguno, sin que nadie lo quisiera o siquiera lo imaginase, el Espíritu
Santo comenzó a manifestarse a todas las iglesias de cualquier denominación,
distribuyendo en abundancia los mismos dones. Y con el mismo estilo.
Pero –Fenómeno más sorprendente todavía- en el corazón de quienes se unían al
movimiento se encendía un amor espontáneo y sincero hacia los hermanos carismáticos de
iglesias diferentes a loa suya. Un amor imprevisto y jamás sentido antes.
La Renovación Carismática se manifestó inmediatamente como un movimiento con fines
ecuménicos; y así se ha ido desarrollando en este último decenio.
Hermanos de todas las denominaciones se encontraron para orar juntos y para abrazarse en
el amor de Jesús, único Salvador y Señor de todos.
Las diferenciad teológicas siguen estando ahí, y nadie renuncia a ellas. Pero ya no se ponen
sobre la mesa como la manzana de la discordia para tirarse de las greñas. Ya no son
barreras que bloquean las relaciones recíprocas, la colaboración y sobre todo el amor
fraterno.
La imposibilidad de lograr por ahora la unidad doctrinal no puede impedir al Espíritu lograr
la unidad de los corazones. El primer paso hacia la unidad perfecta.
Y nosotros creemos que la Renovación es el instrumento escogido por el Espíritu para
recrear entre las varias confesiones un nuevo clima de comprensión, de fraternidad y de
amor incondicional, entre hermanos separados durante siglos por abismos que parecían
imposibles de llenar. Y todos debemos tomar conciencia de esta sublime vocación. Y, a la
vez, de esta tremenda responsabilidad¹.

Amor hacia todos

¿Qué es lo que nos pide hoy a los católicos el Espíritu, en relación con los hermanos que
todavía no beben de nuestro mismo cáliz?.
No que vayamos hacia ellos con la Biblia en la mano para demostrar que nosotros somos la
auténtica Iglesia de Cristo. Precisamente ha sido la interpretación de la Biblia la que nos ha
tenido divididos durante siglos. Dejemos a los expertos esta tarea, por muy necesaria que
sea, para que la resuelvan en encuentros de alto nivel y en sitios oportunos...
A nosotros, gente sencilla, que queremos aceptar y vivir el Reino de Dios como niños, el
Espíritu nos pide un testimonio muy distinto. Un testimonio más fácil, más comprensible,
más persuasivo: el testimonio del amor.
Todos los caminos seguidos hasta ahora han demostrado ser ineficaces. Ahora, en la era del
Espíritu Santo, estamos todos llamados a esta última prueba: la prueba del amor.
El amor, que es fuego del Espíritu Santo, no podrá menos de convertir en cenizas incluso
las más duras resistencias. Es el mecanismo de los corazones, más que la dialéctica de
nuestras pruebas dogmáticas, el que hoy quiere poner en movimiento el Espíritu Santo, a
fin de reunir a los hijos de Dios.
ES el amor, y solamente el amor, lo que puede demostrar a nuestros hermanos separados
con los hechos, que estamos en la verdad. Porque la verdad y el amor son inseparables.

36
Donde está el amor debe estar necesariamente la verdad, y donde el amor no está, la verdad
queda enterrada bajo costras de soberbia, de intolerancia y de desconfianza recíprocas, que
la vuelvan irreconocible.
Y esta prueba, este testimonio de la Iglesia del amor, se nos exige ante todo a nosotros; a
nosotros, la Iglesia católica. A esa Iglesia que San Ignacio mártir llamó “la que preside la
caridad”; es decir, esa Iglesia que ostenta la primacía en el amor.

Ahora bien, para dar este testimonio de amor debemos, ante todo, ser humildes. Debemos
admitir, con humildad de corazón, que todos somos hijos de Dios y todos hermanos de
Jesucristo. Todos somos los herederos del Reino. Todos somos depositarios de los dones
del Espíritu Santo.
Debemos convencernos que el Padre no tiene hijos privilegiados y que todos somos
igualmente queridos para su corazón.
Para poder ser verdaderos testigos de la Iglesia del amor, deberemos ante todo comenzar a
desvestirnos de algunas actitudes mentales esclerotizadas y llenas de prejuicios. Debemos
liberarnos de ciertos comportamientos de orgullosa superioridad, típica de los hijos de papá
rico, que se vuelven soberbios, vanidosos y desdeñosos tan solo tan sólo porque llevan el
nombre de un ilustre antepasado o porque han heredado un patrimonio que no merecen.
Cuando decimos: “Nosotros, los católicos”, junto con la alegría de sentirnos en la Iglesia
verdadera de Cristo, deberíamos también sentir el dolor de la separación de millones de
hermanos que este vocablo lleva consigo.
Si digo “cristiano” digo unión con todo el cuerpo de Cristo.
Si digo “católico” digo separación de muchos otros hermanos que también pertenecen al
mismo Cuerpo de Cristo, aunque fuera de la Iglesia Católica.
Y esto no puede ser motivo de orgullo, sino de pena. La misma pena del Padre celestial al
ver ahora, después de dos mil años, al Cuerpo de su querido hijo hecho pedazos.
En Kansas City, con ocasión del Congreso Carismático de todas las Iglesias cristianas, en
julio de 1977, Jesús dijo en profecía: “Estáis atravesando una hora de prueba; tendréis, por
tanto, necesidad de estar unidos los unos a los otros. Pero también os digo esto: Yo soy
Jesús, el Rey vencedor. Si estáis unidos los unos a los otros y me seguís, yo reivindicaré mi
nombre santo sobre la tierra: Yo soy Jesús, Rey vencedor, y también a vosotros os he
prometido la victoria”.
El amor tiende a minimizar, a tapar los defectos de la persona amada. Amemos, pues, a
todos los hermanos tal como son; con sus defectos, con sus deficiencias, incluso con sus
errores. Porque Dios nos ama así, tal como somos. Si para amarnos hubiera tenido que
esperar a que fuéramos dignos, tendría que haber esperado toda la eternidad.

Y no insistamos demasiado en la fórmula “hermanos separados”. Porque para ser tales


tendrían que estar separados de Cristo; y ellos no lo están. Lo que con ellos nos une es
mucho más que lo que nos separa.
Digamos más bien: hermanos que tienen como nosotros el mismo derecho a sentarse a la
misma mesa , pero falta aún algún detalle a su vestido nupcial para poder sentarse juntos a
la mesa del Padre a celebrar las bodas del Cordero. Detalle que depende también de nuestro
amor.

37
Construyamos la Iglesia del amor. Cada uno de nosotros debe convertirse en iglesia del
amor en los pensamientos en los juicios, en las actitudes, en las relaciones con todos los
hermanos que se enorgullecen como nosotros con el nombre de cristianos. Y la unidad de
los hijos de Dios será muy pronto una realidad.

Amor en familia

Pero antes de pensar en la unión de las iglesias, tenemos que hacer la unión entre nuestra
propia Iglesia. Hay un ecumenismo aún por hacer en nuestra propia casa, antes de pretender
hacerlo con los otros.
Debemos hacer primero de nuestra Iglesia una Iglesia del amor, para poder presentarla
como modelo a las demás. Y, en la práctica, debemos lograr que las diócesis sean las
diócesis del amor, las parroquias sean las comunidades del amor, las casas religiosas sean
las casas del amor.
Debemos conseguir que las relaciones entre obispos y sacerdotes, entre superiores y
súbditos, entre párrocos y fieles, estén fundadas en el amor y nunca más en el miedo. Es el
único remedio para eliminar tanta hipocresía...
Debemos eliminar, en el nombre del amor, ciertas divisiones entre sacerdotes y sacerdotes,
entre religiosos y religiosos, entre parroquias y parroquias, entre unas asociaciones laicas y
otras, entre los distintos movimientos, entre unos grupos carismáticos y otros..., si no
queremos hacer pensar que no creemos en lo que andamos predicando.

Se dirá, acaso, que esta unidad es ingenua utopía. Pues, entonces, habrá que decir también
que el Evangelio es una utopía. Que es una utopía el mandamiento de Jesús: “Os doy mi
mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; os amaréis unos a otros como yo os he
amado” (Jn 13,34).
No se trata de un consejo. Es un mandamiento, una orden. Y no se mandan ni se ordenan
cosas imposibles.

He mencionado más arriba la Renovación Carismática. Que me perdone el lector si insisto


una vez más con plena convicción al decir que la Renovación Carismática es el último
invento del Espíritu Santo para fundir en unidad a la Iglesia de Cristo.
El que tiene la experiencia ha visto cómo se unen milagrosamente juntas y cómo se sienten
totalmente cómodas personas de toda edad, desde los jovencitos hasta los de ochenta años.
Personas de distintas órdenes y congregaciones religiosas, con espiritualidades distintas y
con direcciones teológicas opuestas. Personas de todo grupo social: intelectuales,
trabajadores, profesionales, comerciantes, políticos, etc. Personas de Iglesias distintas:
católicas, protestantes, ortodoxas, pentecostales, etc.
Es aquella unidad deseada y proclamada por el apóstol Pablo: “Ya no hay diferencia entre
judío y griego, entre esclavo y hombre libre, entre varón y mujer. Pues todos vosotros sois
uno solo en Cristo Jesús” (Gál 3,28).
Y así quisiéramos que se viera siempre, especialmente por parte de los pastores de almas.
Como un elemento que amalgama toda la vida comunitaria. Como levadura de amor que
unifica y vivifica toda la unidad de la parroquia o de la casa religiosa.

38
Pediríamos, por tanto, que la Renovación Carismática no fuese aislada, sino integrada en la
vida de la comunidad. Que no fuese rechazada allí donde todavía no ha penetrado.
Cuidado, hermanos, para no pronunciar juicios precipitados, para no tomar decisiones
aventuradas, para no dejarse llevar por prejuicios y tener cordones sanitarios en torno a
vuestro rebaño, que podrían lograr, como único fruto, privarlos de energías nuevas, frescas,
revitalizadoras.
En los tiempos que corren, ¿dónde encontraréis hoy vosotros hermanos sacerdotes, gente
que os pida orar con vosotros, gente que esté ávida de escuchar vuestras enseñanzas, gente
que quiera llenar vuestras iglesias de vida, de alegría y de cantos, gente que os pida vuestra
guía, gente que ya no murmure, que ya no critique, que no se lamente, que no haga
contestación sino que únicamente pretenda alabar y glorificar al Señor Jesús?.
Si hay defectos, para eso estáis vosotros: para corregirlos. Pero si el rebaño está sin pastor,
¿de quién es la culpa si toma senderos equivocados?.
Pensad en lo que pudiera convertirse, dentro de poco tiempo, vuestra parroquia. Cuando ya
hayáis logrado tener un grupo carismático, aunque sea pequeño en número, en cada barrio
de vuestro territorio. Tendríais ya la parroquia transformada en una comunidad orante.
Tendrías la comunidad ideal, como las delos tiempos apostólicos; un solo corazón y una
sola alma. Porque donde se ora en serio están el amor, la alegría y la vida. Y con los
tiempos que corren, no sería en verdad poco todo eso.

Pero también es el momento, antes de terminar este capítulo, de decir una palabra para
vosotros, hermanos y hermanas que ya estáis en algún grupo carismático.
Si la misión de la Renovación Carismática es la de ser levadura de amor para recrear la
Iglesia del amor, nosotros debemos ser ante todo un modelo de comunidad de amor. DE un
amor verdadero, genuino, práctico, del que demos testimonio momento a momento con
nuestra vida. Un modelo de comunidad unida por el amor y solamente por el amor.
He aquí por qué la Renovación no tiene estructuras ni reglamentos. El amor debe ser su
única regla: un amor que nos une en una sola persona con Jesús y con los hermanos.
Mucho cuidado, pues, al demonio de las divisiones, que puede infiltrarse también en medio
de nuestras filas como se infiltró en la Iglesia de Corinto, a pesar de que era una comunidad
carismática.
Estad atentos a la tentación de dividir el movimiento, que tiene un carácter unitario a escala
mundial, en movimientos personales, con nuevas etiquetas. Estas, aunque fuesen creadas
por personas santas y con las más santas intenciones, son instrumentalizadas por Satanás
para crear confusión, turbación, resentimiento, hostilidades, criticismo, juicios malévolos,
condenas gratuitas entre unos grupos y otros. Y para desacreditar la Renovación de este
modo ante los ojos de la jerarquía.
Pero si el Espíritu Santo quiere la unidad..., no quiere la uniformidad. Dios no crea dos
seres iguales. El Espíritu Santo no crea santos en serie: cada uno es una obra maestra única.
Todos los apóstoles estaban llenos del Espíritu Santo. Pero las manifestaciones del Espíritu
en cada uno eran diferentes. Pedro era distinto de Pablo; y Juan distinto de los dos... Este
principio deben tenerlo presente los que tiene la responsabilidad sobre la marcha de la
Renovación Carismática.
No vayamos a recaer en el error de nivelar a los hijos de Dios convirtiéndolos de nuevo en
masas amorfas bajo la guía de jefes omnipotentes.

39
No pretendan imponer su estilo como norma de acción aceptado por todos. Imponer su
medida como única forma de equilibrio y de sabiduría. Guárdense de marginar preciosos
elementos sólo porque no siguen su estilo o porque no van a su aire. Guárdense de
condenar, frecuentemente e incluso con motes difamantes, a quienes no participan de su
propia línea.
El Espíritu nos quiere unidos en el amor, pero libres para servir al Señor, cada cual según
su personalidad, con su estilo, con su carácter, con sus dones. No pretendáis que vuestra
forma de ser y de actuar sea buena para todos, pues el Espíritu Santo ha dado una distinta a
cada uno.

Pero si alguien actúa con su propio estilo, según la libertad del Espíritu, todos llevan una
única señal en la frente: la señal del amor.
Quisiéramos que, cuando se habla de los carismáticos, no se dijese nunca más: “¡Ah... los
carismáticos..., esos que oran en lenguas... con los brazos en alto...!” Si no que por el
contrario, se dijese: “¡Ah... los carismáticos..., esos que se aman y que aman de verdad...!
¡Ah... los grupos del amor!”.
Este es precisamente el único elogio que queremos merecer. Y solamente de esta forma nos
renovaremos de verdad a nosotros mismos y renovaremos a la Iglesia. Porque: “Si yo
hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles y me faltara el amor, no sería más
que bronce que resuena y campana que toca. Si yo tuviera el don de profecías, conociendo
las cosas secretas con toda clase de conocimientos, y tuviera tanta fe como para trasladar
montes, pero me faltara el amor, nada soy” (1 Cor 3,1-12).
Y sólo así seremos los testigos de la Iglesia del amor. Y solamente así los hombres de hoy:
divididos, turbados, ahogados en el lodo infernal del odio, verán, detrás de la Iglesia del
amor, al Cristo del amor.
No un Jesús sin Iglesia, porque el Esposo y la Esposa son una sola carne. La cabeza y los
miembros son un solo cuerpo. Pero tampoco una Iglesia sin Cristo. Donde no hay amor no
está Cristo. ¡Porque él es el amor...!

Tras el velo
De sus representantes

“Como el Padre me ha enviado a mí, así os envío yo a vosotros” (Jn 20,21). Por lo tanto,
ellos y nosotros, tus apóstoles de antes y los apóstoles de todos los tiempos, hemos sido
investidos de tu misma misión. Hemos recibido tus mismos poderes.

40
Y los creyentes hubieran tenido que verte a ti en nosotros. Reconocer tu voz en nuestra voz.
Ver tu voluntad en nuestros deseos. Escuchar tus lamentos en nuestras reclamaciones.
Descubrir el odio de Satanás contra ti en el odio del mundo contra nosotros...
Sin embargo, no siempre ha sido así. Y hoy mucho menos. Con bien pocas excepciones,
vivimos en medio de nuestro pueblo como extraños, aislados, ignorados, cuando no somos
incluso perseguidos, hostigados, calumniados, envilecidos.
Vivimos en medio de un rebaño formado en su casi totalidad por bautizados y confirmados.
Sin embargo, casi siempre nos encontramos con gente que no escucha nuestra palabra,
indiferente a nuestras predicaciones, indócil a nuestros consejos, maliciosa en sus juicios
acerca de nuestra actuación.

¿Cuáles son las causas de tanta falta de gratitud, de tanta hostilidad en nuestro pueblo como
la que nos rodea?.
Hermano sacerdote, que me honras leyendo estas pobres páginas, déjame invitarte a
examinar conmigo algunas de estas causas.
Hagamos juntos un poco de examen de conciencia: un examen sincero, profundo; duro e
implacable, incluso. ¿A quién aprovecharía y de qué aprovecharía el esconder la verdad?.
Hagámoslo con coraje, en público, delante de nuestro pueblo. Verás como, al final, nos
sentiremos libres; como curados. Y la gente, en lugar de perdernos el respeto, nos amará
mucho más.

Una tarjeta de identidad


Que no nos ha servido para nada

Comencemos por examinar la tarjeta de identidad con la cual nos hemos presentado ante
nuestro pueblo.
Hemos repetido en todos los tonos y no sin cierto orgullo: “¡El sacerdote es otro Cristo!”.
¡Cuántas veces, hermano, tú y yo hemos repetido esa frase con el objeto de obtener respeto,
obediencia, sumisión y –digámoslo de una vez- admiración!.
Digamos, ante todo, que la expresión, así como suena, no es teológicamente exacta. El
sacerdote no es “otro” Cristo. Porque Cristo no hay más que uno; y no puede haber “otro”.
El Espíritu Santo no reproduce Cristos en serie. Hizo encarnarse uno solo en el seno de
María; y continúa recreándolo en el Cuerpo Místico.
El sacerdote no es “otro Cristo”, como si se tratase de una copia del original, una
reproducción del modelo auténtico. Es él la reencarnación del Cristo único, del único hijo
de Dios y María. Es Cristo mismo, que revive en él, la propia vida y continúa en él su
propia misión. Pero esta calificación no es propia tan sólo del sacerdote, sino de todo
cristiano. Todo cristiano, en fuerza de su bautismo, está inserto en la vida de Cristo. En
consecuencia, todo cristiano es Cristo mismo.
Por lo tanto, el sacerdote es Cristo porque es cristiano y no porque es sacerdote.
El sacerdote es Cristo porque es miembro del Cuerpo Místico, en el que cumple la función
particular; como un servicio. Pero también el trabajador, el empleado, el oficinista, la
madre de familia... son Cristo, porque son igualmente miembros del Cuerpo Místico, cada
uno con su propia función.

41
Pero los sacerdotes hemos querido reivindicar para nosotros solos esta calificación. Y ahora
padecemos las consecuencias. Ved las conclusiones que el pueblo ha sacado.
¿Vosotros solos sois Cristo?. Entonces sois vosotros solamente los que debéis tratar de
serlo en todas las circunstancias. Vosotros solo debéis ser santos; nosotros podemos ser
pecadores. Vosotros solos debéis ser puros, castos, limpios; nosotros podemos vivir
anegados en el fango sin escrúpulos. A vosotros únicamente es a quienes está todo
prohibido; a nosotros todo nos es lícito.
E identificando el mandato recibido de Cristo con la vida de Cristo, han pretendido que el
sacerdote fuese santo y perfecto como Cristo. Y han discriminado los sacramentos.
Han creído que solamente el Orden Sagrado implicaba serios compromisos de vida
cristiana y de santidad, mientras que el bautismo, la confirmación y los demás sacramentos
que ellos reciben no obligan a nada.
Han creído que basta una ordenación para transformar automáticamente a un hombre de
carne en un ángel.
Han creído que, mientras de las aguas bautismales y del crisma de la confirmación salían
los que debían hacerse santos, del crisma del Orden salían ya realizados.

Y así, en la opinión de la mayoría, nosotros aparecemos a los ojos de nuestro pueblo como
una categoría de elegidos; separada, segregada de la gente: el clero. Nos convertimos en
una casta, ligada a normas rigidísimas, a cuya observancia nos obligan en cada momento
nuestros fieles con juicios malignos y veredictos inexorables.
Y así, aun siendo conscientes de nuestras humanas debilidades, hemos tenido que asumir
responsabilidades demasiado grandes. Hemos tenido que colocarnos sobre un trono
demasiado alto. Hemos tenido que defender un prestigio demasiado inadecuado a nuestras
fuerzas. Hemos tenido que asumir un papel demasiado comprometido.

A pesar de saber que no somos santos, hemos tenido que hacer ver lo que somos. Y sólo
Dios sabe cuantas veces hemos tenido que traicionar la verdad y vestirnos de una máscara
de ficción e hipocresía.

Además, las cimas -¿quién no lo sabe?- pueden provocar también vértigo. De este modo,
nos ha sido fácil a los sacerdotes, colocados en las alturas reales o ficticias, ceder a la
tentación de la soberbia, de la vanidad, de la vanagloria. Abusar del encargo recibido.
Transformar nuestra autoridad en autoritarismo. Transformarnos con los hechos cuando no
con las palabras, en representantes de Cristo, en sustitutos de Cristo.
Y de esa forma, el rostro de Jesús, el único que tenía que resplandecer, el único que nuestro
pueblo debía ver, quedó eclipsado a espaldas del sacerdote, lleno de defectos e hinchado de
orgullo.
Y la gente, a la que no le falta el don de discernimiento, no ha podido ver el rostro que, con
intuición infalible, estaba buscando. Ha visto el nuestro, tan distinto del suyo.
Pero como hemos seguido insistiendo en que nosotros somos otro Cristo, muchísimos han
terminado por no creer ni siquiera en Cristo.

42
Habían buscado un Cristo verdadero, auténtico, como el que vislumbraba en las páginas del
Evangelio. En vez de eso, muchas veces se han visto en nosotros uno muy distinto; tan
deformado que les ha confundido y desorientado hasta hacerlos escépticos e incrédulos.

Un Cristo auténtico

Ya es tiempo, querido hermano, deque demos testimonio ante el mundo de un Cristo


verdadero ante el cual no se puede ya discutir o dudar, sino tan solo caer de rodillas. ¿Y
sabes cuándo lo habremos conseguido?. Cuando no seamos nosotros ya quienes digamos
que somos Cristo; cuando sea la gente la que lo diga espontáneamente. Cuando de verdad
lo vean en nosotros.

Y lo verán cuando bajemos del pedestal de orgullo donde nos hemos colocado, con el
pretexto, naturalmente, de defender la dignidad del sacerdocio.
Lo verán cuando seamos verdaderamente humildes, cuando reconozcamos con profunda
humildad que tenemos defectos como todos, que estamos sujetos a cometer errores, que
hemos cometido muchos, que no pretendemos poseer toda la verdad, sino aceptar que la
recibimos del Espíritu Santo en proporción a nuestra disponibilidad.
Lo verán cuando admitamos, con toda sinceridad, que entre la gente de nuestro pueblo hay
almas más santas, más ricas en dones del Espíritu Santo que nosotros.
Cuando creamos que nuestra cultura teológica no iguala al valor de nuestros dones de
sabiduría y de ciencia, los cuales se reciben gratuitamente del Espíritu Santo y no se
adquieren con el estudio.
Lo verán cuando dejemos de lado algunos ciertos títulos honoríficos y ciertos distintivos
reveladores de la humana vanidad.
Cuando, como el Bautista, digamos con convicción: “Yo no soy el Cristo, no soy el profeta.
No soy más que una voz que grita en el desierto: preparad el camino del Señor” (Jn 1,23).
Cuando, como el Bautista, tratemos de disminuir, de desaparecer; porque es Jesús el que
debe crecer en las almas, y no nuestra fama, nuestro prestigio, nuestro nombre, nuestra
reputación, nuestro poder.
Lo verán cuando nosotros nos anonademos como él se anonadó (Flp 2,7). En una palabra,
cuando entre Jesús y nuestro pueblo no existía ya nuestro monumento, sino nuestro cadáver.

Y de esta forma las almas no nos verán ya a nosotros, sino a Jesús y sólo a Jesús. Porque
nuestro puesto no está entre Jesús y las almas. Está al lado de Jesús para mostrar a las almas
al Cordero de Dios. Está al lado de las almas para llevarlas hacia el Cordero de Dios.
Y, una vez conseguido el encuentro, debemos tener la humildad suficiente para desaparecer,
dejando a las almas para tratar directamente con Jesús, sin pretender servir eternamente de
intermediarios.
Debemos ceder gradualmente a Jesús la dirección de las almas, sin obstinarnos en querer
ser los eternos directores espirituales de quien no necesita de nosotros.
No quiero decir que no tenga que haber ya directores espirituales. Quiero decir que
debemos guiar a las almas de tal forma que se conviertan en personas maduras y que
nuestra dirección llegue a ser de día en día cada vez menos necesaria.

43
Debemos también conceder plena libertad a las almas para dejarnos cuando quieran y para
escoger otro director como lo deseen, sin que nos mostremos lo más mínimamente
ofendidos.

Y me queda todavía una propuesta que debo hacerme a mí mismo, de hacerte a ti u de


hacerla a todos los hermanos en el sacerdocio que quieran tener la transparencia de Cristo.
Se trata de esto: Establezcamos, en nuestra parroquia o en nuestra comunidad, “la Jornada
del Perdón”. Al menos una vez al año, en un día previamente establecido, que podría muy
bien ser el Jueves Santo, tomemos el micrófono y, delante de nuestro pueblo, hagamos
nuestra confesión pública. Pidamos perdón a nuestro rebaño por no haberlo guiado como
Jesús y ellos hubieran querido; por no haberlo edificado con nuestro ejemplo; por no
haberlo cuidado bastante; por haberlo desatendido; por haberlo ofendido o humillado por
nuestras reconvenciones; por haberlo tratado con aspereza con nuestro nerviosismo o con
nuestras impaciencias; por haberlo maltratado acaso.
A su vez, los fieles, por medio de uno de sus representantes, nos pedirán perdón por
habernos desobedecido, por no haber asistido a la Eucaristía, por abandonar los
sacramentos y no haber escuchado nuestros reclamos, por habernos criticado, habernos
hecho llorar y sufrir con su absentismo religioso y sus rebeldías a la ley de Dios.
Por último, los fieles se pedirán perdón unos a otros dándose un abrazo de paz.
He dicho que pudiera celebrarse el día Jueves Santo, el día en el cual Jesús nos dio el
sacramento del amor fraterno. Pero hay otro motivo. Ese día es la ocasión única en el año,
porque el obispo y su clero concelebran juntos la misa crismal.
Ahora bien, sería verdaderamente edificante para los fieles si viesen, en esa misa, que los
sacerdotes piden perdón a su obispo ye l obispo se lo pide a sus sacerdotes. Y, por último,
que los sacerdotes se piden perdón unos a otros. No con el ritual de costumbre y la simple
señal de la paz, sino con una confesión explícita y una petición de perdón, especialmente de
aquellos de quienes sabemos que han recibido alguna ofensa o tienen algo en contra nuestra.

Ese día sería el más provechoso del año espiritualmente. Sería como una bomba explosiva,
capaz de disolver antiguas sedimentaciones de odio, de rencores, de resentimientos, de
divisiones, de hostilidades acumuladas en el corazón y escindidas a nuestros ojos por los
sutiles velos de la soberbia y del orgullo.
ES gesto de humildad y de sinceridad, hecho en público, tendría indudablemente un efecto
de “shock” a los ojos de nuestros fieles y valdría por más de cien sermones a base de
muchas palabras sobre el perdón y el amor fraterno. Sería la mayor curación espiritual
obrada por el Espíritu Santo en aquella parroquia o en aquella diócesis. “Confesaos unos a
otros los pecados y pedid unos por otros para que quedéis sanos” (Sant 5,16).
Acaso me digas: ¿cómo va a quedar la dignidad del pastor de almas?. ¿No perderá la estima
del rebaño?.
No, hermano: el rebaño, al vernos humildes y sinceros, descendidos del pedestal de nuestra
ficticia santidad y puestos a su nivel, nos amará más; comenzará a amarnos de verdad. La
dignidad se defiende con la santidad, la santidad verdadera, hecha de verdad; no con una
santidad falsa, artificiosa e hipócrita, que trata de esconder la verdad.

44
El apóstol Pablo no perdió su autoridad cuando puso, por escrito, su confesión para ser
leída ente toda una comunidad entera de hijos que había engendrado para Cristo. “Yo no
soy digno de ser llamado apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios”.
¿Cuántos de nosotros tendrían el coraje de escribir la misma confesión, aun habiendo
deshonrado con nuestra conducta a la Iglesia de Dios?.
A nosotros en particular nos ha dicho Jesús: “Si alguno quiere ser el primero, que se haga el
último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 35). Ahora bien, al criado en tiempos de
Jesús no le hacía falta preocuparse mucho de salvaguardar la propia dignidad, porque no se
le concedía ninguna.
Nuestra dignidad se salva cuando, delante de nuestro nombre, ponemos no títulos
altisonantes, sino el de “apóstol indigno de Cristo”. El único título que se nos añade con
verdad.
Solamente entonces la gente ya no nos verá a nosotros, sino a él y sólo a él. Un Cristo
verdadero, pues, un Cristo vivo, real, auténtico del que damos testimonio cada momento de
nuestra vida. No un Cristo del que se hace ostentación con palabras vanas, con títulos y
actitudes de superioridad en el que tan pocos creen ya hoy.
Ahora bien, para que nuestro testimonio sea completa que da todavía algo por hacer. Hay
un Cristo prisionero al que debemos liberar. Hay un Cristo aprisionado en nosotros, en
nuestra parroquia, en nuestra comunidad, al que el Espíritu Santo quiere desencadenar par
que su gloria se manifieste totalmente.

Un Cristo sin cadenas

“Nosotros hemos visto su gloria” (Jn 1,14). Querido hermano, hay junto a ti muchísimas
almas que quieren ver su gloria. No solamente bellas estructuras de mármol o de cemento,
que podrían asemejarse a las edificaciones frías e inútiles de los cementerios.
Hay un viento de Pentecostés, violento e irresistible, que ahora quiere remover los muros de
la iglesia. Demasiado tiempo y demasiadas preciosas energías hemos malgastado por
nuestra manía del cemento armado. Ahora el Espíritu está pidiendo, con voz potente, que le
construyamos los templos vivos de Dios: esos que duran eternamente y que ninguna
dinamita ni terremoto alguno puede destruir.
En una comunidad donde la vida cristiana se ha estancado durante años y años ahora se
agota en un frío y monótono ritualismo, donde las actividades se dirigen a desarrollar
solamente obras sociales, ¿no te parece que algo de todo esto está planificado desde fuera?.
¿Algo que es esencial e insustituible?. ¿No te parece ver a un Espíritu amordazado y a un
Cristo encadenado?.

“Os quedaréis con la casa vacía” (Mt 23,38). Si cerramos los oídos a las voces del Espíritu,
¿de quién es la culpa de que nuestras iglesias se hayan quedado desiertas?. Si incluso
quienes quisieran llenarlas son obligados a orar en sus casas, en los conventos, en las calles,
y no en la casa de todos que es la parroquia, ¿a quien culpar?.
“¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, pues cerráis a los hombres el
reino de los cielos y no entráis vosotros ni dejáis entrar a los que quieren hacerlo!” (Mt
23,13).

45
Hermano, que nos e aplique a nosotros esta terrible amenaza. Abramos de par en par las
puertas a tantos hijos de Dios que nos piden entrar en el reino, que es un derecho suyo y no
nuestro. No entraremos tampoco nosotros si no entran ellos, todos aquellos a quien el pastor
nos ha confiado. Y hagámoslo enseguida, mientras es de día, mientras hay tiempo; porque
llegará pronto la noche.
En Nazaret, Jesús “no pudo hacer ningún milagro. Solamente sanó a unos pocos enfermos
imponiéndoles las manos. Y se admiraba al ver que no tenían fe” (Mc 6,5-6).
Toda parroquia es su Nazaret. Y en toda parroquia quisiera él poder hacer milagros, porque
sigue siendo el mismo Jesús de antes. Pero es nuestra incredulidad la que encadena su
omnipotencia.
Quiere también hacerlos en la tuya y por tu medio, incluso, si tienes la valentía de liberarte
de cierta mentalidad, de ciertos conformismos, de ciertos miedos a comprometer tu nombre,
tu carrera, tu prestigio.

“¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (Mc 8,27). Los fieles de tu parroquia, ¿Quién
dicen que es él?. ¡No dicen nada; no hablan de él nunca...!. ¿No es verdad?. ¡Si al menos
hablasen de él, aunque fuese de manera equivocada...!
Cuando hablan de religión, no hablan más que de curas y de monjas, de obispos y de papas.
Algunos siempre con la lengua envenenada para cubrirnos de fango y de ridículo, con
calumnias y chistes de mal gusto.
Otros, los que podríamos llamar buenos, en el mejor de los casos dicen que tienen un buen
cura, celoso, sabio; una bella iglesia; que cada año celebran una hermosa fiesta patronal, etc.
Pero de ti, Jesús, ni una palabra siquiera... Tú eres demasiado ignorado para ellos y sienten
vergüenza hasta de decir tu nombre. Incluso cuando aún creen en ti, prácticamente te
ignoran; e ignorándote no pueden verte tampoco en nosotros.
No pueden acoger al representante si desconocen al representado. No pueden aceptar al
enviado si ignoran a quien envía. No pueden amar a un hombre, aunque sea un hombre de
Dios, si no aman antes al Hombre-Dios.
Pero, al menos, si nosotros hablásemos algo más de él. Sin embargo, la verdad es que ni
nosotros lo hacemos.
Se encuentra en la curia, en la sacristía, en el convento, en el tren, por la calle, sacerdotes,
religiosos, religiosas... ¿De qué hablan?. ¡No hablan de ti!. Tienen casi vergüenza aun de
nombrarte. Hablan de sus problemas.
Se celebran reuniones del clero, de religiosos, de laicos comprometidos... ¿De qué hablan?.
De problemas pastorales, de organización, económicos... Pero no se habla acerca de ti.
Se discute durante días y semanas sobre problemas teológicos, morales, pastorales,
sociales...Pero ¿cuántas horas se dedican a hablar de ti y a hablar contigo?. Las cosas que se
piensan hacer por ti se vuelven más importantes que tú mismo. El centro no eres tú, sino los
problemas.
Y vayamos un poco más arriba todavía. Observemos las multitudes que van a las
audiencias papales.
Señor, ¿cuántas de esas personas vienen a verte a ti en el Papa?. “¡Hemos visto al Papa!”,
dicen al final de la audiencia, satisfechos por tener unos recuerdos más que añadir en su
gira turística.

46
Pero que pocos, con el corazón entusiasmado y los ojos brillantes de gozo, dicen: “¡Hoy he
visto a Cristo!”. “Cristo”; no el “Vicario de Cristo”, porque el vicario supone un Cristo
ausente y lejano; mientras él está presente, vive y habla en el Papa.
¡Que el Espíritu Santo acelere el tiempo en el que estas audiencias se vean menos máquinas
fotográficas y más brazos levantados hacia el cielo glorificando al Señor Jesús...!

“Acudía a él de todas partes" (Mc 1,45). “También acudía a él muchísima gente... porque
habían oído hablar de todo lo que hacía” (Mc 3,8). “Entre tanto se habían reunido miles y
miles de personas, hasta el punto de que se aplastaban unos a otros” (Lc 12,1).
Hermano, las multitudes vendrán también a nosotros si permitimos a Jesús continuar en
nosotros su misión. Si nos revestimos del mismo poder del Espíritu que él nos dejó en
herencia. “Como el Padre me ha enviado a mí, así os envío yo a vosotros” (Jn 20,21).
Ya no vendrán tan sólo para obtener recomendaciones, para obtener certificados, para
obtener un puesto de trabajo, para obtener el apoyo en las elecciones. Vendrán para
preguntarnos y pedirnos lo que le pedían a él: palabras de paz, de gozo y de vida;
curaciones, liberaciones...
Y, como Pedro, diremos: “No tengo oro ni plata, pero lo que tengo te doy” (He 3,6). Todas
las obras sociales y recreativas, antes de nuestra exclusiva propiedad, de día en día van
siendo sustituidas por instituciones y gobiernos laicos que disponen de más medios que
nosotros.
Pero nos queda todavía algo que nadie nos puede quitar. Sigue a nuestra disposición la
inestimable riqueza de Pentecostés para saciar a los hombres no ya de pan, sino de Dios. La
única hambre que nos debe preocupar en serio.

“De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un
lugar solitario, donde se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron a buscarlo y, cuando
lo encontraron, le dijeron: Todos te buscan” (Mc 1,35-37).
Hermano, si la gente ya no nos busca es señal de que no tenemos nada que darles. Es la
prueba de que les hemos fallado. ¿Qué papel le queda por hacer a un sacerdote en una
parroquia donde vive como aislado, ignorado, intolerado; Dónde no es estimado y donde no
es amado?. E, incluso cuando nos buscan para asuntos de la administración ordinaria, nos
consideran como uno de tantos empleados a los que necesitan ir cuando no queda más
remedio.
Hermano, si la gente ya no nos busca es señal de que no tenemos nada que darles. Es la
prueba de que les hemos fallado. ¿Qué papel le queda hacer a un sacerdote en una
parroquia, donde vive como aislado, ignorado, intolerado, donde no es estimado y donde no
es amado?. E, incluso cuando nos buscan para asuntos de la administración ordinaria, nos
consideran como uno de tantos empleados a los que necesitan ir cuando no queda más
remedio.
Hermano, ¿cómo podemos quedarnos satisfechos con llevar una administración ordinaria,
mientras están en curso batallas apocalípticas entre el reino de Dios y el reino de Satanás y
se perfilan en el horizonte otras más tremendas aún?.
Yo no acierto a imaginar a Jesús detrás de un escritorio, empleando todo su tiempo en
redactar documentos. Él corría infatigable en busca de las ovejas descarriadas, curando
enfermos, liberando posesos, evangelizando a los pobres.

47
¡No podemos permanecer detrás de una mesa llena de papeles en una casa con todo confort
moderno, cuando no tenemos noventa y nueve ovejas en el aprisco y una fuera, sino una al
resguardo y noventa y nueve se nos han escapado...!.

“Todos te buscan” (Mc 1,37). Nos buscarán también a nosotros si hacemos revivir a Jesús
en nosotros por medio de su Espíritu, porque la gente tiene un instinto infalible para
presentir donde está Jesús y donde no está. Nos buscarán, nos asediarán, como hacían con
los santos, incluso cuando huían y se aislaban en las grutas.
“El pueblo entero está reunido delante de la puerta” (Mc 1,33). Toda la parroquia se reunirá
en torno a nuestra casa cuando dejemos de ser sólo nosotros y cuando vean en nuestro
puesto a un Jesús que continúa su misión de curar enfermos y echar demonios.
Antes, la gente venía en masa ante nuestras puertas para buscar instrucción, cultura,
consejos, ayudas materiales. Ahora se nos volverá a llenar la iglesia y la casa parroquial si
advierten que le van a encontrar a él. Él en nosotros, que sigue liberando y curando. Él que
es el único que tiene palabras de vida eterna.

Tras el velo
De las predicaciones

¿Eres tú, divino Maestro, el que nos habla todavía, como hablaste un día a aquella pobre
gente que te escuchaba encantada, sentada sobre las piedras de una colina o en la hierba de
los prados o sobre la arena de una playa del lago, cuando los hombres que elegiste para
anunciar tu palabra hablan desde los ambones, de los altares o desde las cátedras de las
salas de conferencias?...
Sí, Señor, creemos que eres tú, porque tú nos les mandaste para traernos la Buena Nueva
(Mc 16,15). Tú dijiste: “El que os escucha a vosotros, a mí me escucha” (Lc 10,16). Y, por
lo mismo, vamos gustosamente a escucharlos; porque tenemos muchísima sed de
escucharte a ti.
Y estamos intensamente agradecidos a estos enviados tuyos por habernos introducido en el
conocimiento sobre ti. Más aún, antes de que supiéramos leer el pequeño catecismo.

Gracias de todo corazón, queridos hermanos, por haber sido para nosotros un Evangelio
abierto de par en par ya desde los primerísimos años de nuestra vida. Y gracias porque
continuáis nutriéndonos aún con su Palabra de verdad y de vida, mientras diluvios de
palabras vacías, llevadas hasta la intimidad de nuestras casas por los potentes medios de
comunicación, casi siempre al servicio de Satanás, nos ensordecen, nos aturden y nos
entontecen cada día un poco más.

48
Venimos gustosamente a escucharos todavía. A escucharos siempre, porque creemos que el
Espíritu, a través de vuestras palabras, tiene siempre algo nuevo que revelarnos. Creemos
que es precisamente por medio de vuestras enseñanzas como él quiere “introducirnos en la
verdad total” (Jn 16,13).

Pero si es nuestro deber y nuestra alegría escucharos en silencio y con el debido respeto en
atención a vuestra sagrada misión, permitid que al menos una vez nosotros seamos los que
hablemos.
Permitid que, que desde los bancos desde los que os escuchamos siempre, os podemos
manifestar al menos una vez, con profunda humildad, algún deseo nuestro. Por ejemplo:
“¿Por qué tanto preocuparos por lo que vais a comer o beber o por lo que vais a vestir?. De
esas cosas se preocupan los que no conocen a Dios” (Mt 6,31-32).
Hermanos queridos, perdonadnos sobre todo si nos atrevemos a llamaros así. Esos
aparatosos apelativos de padre, profesor, reverendísimo, arcipreste, teólogo, monseñor, etc.,
nos parece que nos distancian demasiado de vosotros, precisamente cuando queremos
sentirnos como hermanos muy cercanos. Jesús dijo, en efecto: “Vosotros no os dejéis
llamar „maestro‟, porque tenéis un solo Maestro y todos vosotros sois hermanos. Tampoco
llamaréis „padre‟ a nadie en la tierra, porque sólo tenéis un Padre, el que está en el cielo”
(Mt 23,8-9).
Por lo tanto, hermanos nuestros carísimos, no tenemos nada que objetar acerca de vuestra
rigurosa preparación y vuestra profunda competencia; sobre vuestros razonamientos lógicos
y teológicamente perfectos. Tampoco se nos ocurre la más mínima duda acerca de vuestra
sinceridad, vuestro celo y vuestro amor a nuestras almas.
Permitidnos solamente someter a vuestro juicio iluminado dos humildes pero sinceras
reclamaciones.
La primera se refiere a la forma de vuestras predicaciones. La segunda, en relación con su
contenido.
Y perdonadnos ya desde el primer momento si alguna expresión pudiera parecer un poco
dura. No lo es, al menos en la intención. Es solamente una confidencia, un desahogo con
hermanos, que deben comprender nuestras exigencias para podernos iluminar mejor y guiar
por las vías del Señor.

“Os traigo una alegre noticia”

Vosotros venís a anunciarnos el Evangelio DE Jesús; es decir, “la alegre noticia”, la Buena
Nueva. Os rogamos, pues, que os presentéis ante nosotros, antes que nada con una
agradable sonrisa, con un rostro radiante de alegría. No puede comunicarse una noticia
alegre y jubilosa con una cara seria, estirada, triste, preocupada.
Sostenéis en la mano un libro. El libro de Dios. La carta que el Padre de los cielos envía a
sus hijos queridos para recordarles que les están preparadas alegrías eternas e inefables en
su casa. Por eso no se puede leer y comentar ese libro sin que la alegría os baile en el
corazón y se manifieste también exteriormente en vuestras actitudes.
Por lo mismo, id al micrófono con el entusiasmo de quien tiene que comunicar una noticia
jubilosa que no puede retener para él solo. Decid algo que arrastre al auditorio, que cree una
atmósfera de serenidad, de distensión, de interés. Comenzad con alguna frase ingeniosa o

49
haced un gesto apto para disipar ese clima tedio, de opresión y de ausencia que, por
desgracia, domina generalmente todavía en nuestras funciones litúrgicas.
¿No habéis caído en la cuanta, viendo nuestra actitud pasiva y ausente, de que entre
nosotros y vosotros hay un muro de incomunicación que nos obliga más a tener que sufrir y
aguantar que a gustar de vuestras palabras?.
Vosotros sois para nosotros el ángel de Belén que debe electrizar nuestros fríos y cansados
corazones con el anuncio siempre nuevo y siempre verdadero: “Vengo a comunicaros una
buena nueva que será motivo de mucha alegría para todo el pueblo” (Lc 2,10). Mostradnos,
pues, con vuestra sonrisa y con vuestro entusiasmo, que la noticia gozosa que nos anunciáis
ha sido antes una alegre nueva para vuestro corazón.

Y algo más: Os rogamos que nos habléis con aquella frescura y sublime simplicidad con la
que habla Jesús. La verdad es sencilla y nosotros queremos recibirla tal y como es, a través
de palabras simplísimas, finas, penetrantes, que van derechas al corazón.
Jesús dijo que debíamos recibir el reino de Dios como niños. Ahora bien, a los niños no se
les puede ir con razonamientos difíciles, complicados y tortuosos. A ellos les basta una
palabra sencilla para satisfacerlos y llenarlos de alegría. Y vosotros sabéis, que en materia
religiosa, somos siempre niños de pecho y no podemos tener esa mentalidad teológica y
filosófica que vosotros tenéis.
Este es el motivo por el que con tanta frecuencia nos fastidiamos escuchando vuestras
predicaciones. Porque, intelectualmente hablando, vivimos en dos mundos muy distintos.
No os pedimos que seáis simplistas, sino simples. Pueden decirse cosas sublimes con las
más sencillas palabras. ¿Acaso hay conceptos más sublimes que los del Evangelio?. Sin
embargo, Jesús los expresó con palabras más elementales.
El Evangelio de Juan es el más rico en conceptos y sublimes verdades si se le compara con
los sinópticos. A pesar de eso es el Evangelio escrito con un estilo más elemental que los
restantes.
Basta, pues, queridos hermanos, de esa verborrea vieja, estereotipada, que no llega al
corazón. De ese monótono repetir lugares comunes. De ese verbalismo hecho de términos
técnicos, típicamente escolásticos que sólo vosotros comprendéis. De esos razonamientos
fríos, filosóficos, preparados en el escritorio, que nos parecen más una ostentación de
cultura que un soplo de vida y fuego del Espíritu Santo.
Habladnos con un lenguaje sencillo, incisivo, penetrante, inmediato, que vaya directo al
corazón, sin hacerlo pasar por las vías tortuosas del cerebro, el cual –cuando venimos a la
iglesia- está cansado y nada dispuesto a captar sutiles razonamientos.
Cuando en el auditorio advertís la presencia de una persona docta, en medio de un centenar
con una cultura elemental, no os dejéis vencer por la tentación de hablar para aquella sola
persona con doctas razones haciendo un alarde de cultura, sino continuad hablándonos a los
sencillos con sencillas palabras. Vuestro estilo evangélico agradará también al sabio, si es
vivo e interesante como era el de Cristo.

Tenemos que hacer un ruego en relación con la forma de vuestras predicaciones. No seáis
pesimistas ni agoreros. Venimos hasta vosotros para escuchar una palabra de consuelo, de
ánimo, de estímulo, de entusiasmo; porque venimos de un mundo que sólo sabe lanzarnos
al abatimiento y la desesperación. Venimos hasta vosotros para llenarnos de alegría, porque

50
el mundo sólo sabe darnos tristezas y desilusiones. Venimos a vosotros para llenarnos de
amor, porque el mundo nos hace entristecer en el odio. Venimos a vosotros para llenarnos
de vida, porque en el mundo la muerte reina como soberana.
Por tanto, queridos hermanos, dejad a un lado ese continuo negativismo sistemático, que no
sirve para nada. Esas eternas lamentaciones jeremiacas sobre los males del mundo, que sólo
consiguen como único efecto lanzarnos a un abatimiento aún mayor. Esos severos juicios
de condenación, que sofocan en el corazón la esperanza de salvación y la confianza en un
Dios-Amor.
¿No os dais cuenta, hermanos, de que muchas veces vuestras recriminaciones, vuestras
reprimendas y vuestras condenaciones se dirigen a personas que no están ahí para
escucharos, sino a esos ausentes que acaso no vienen nunca a la iglesia?. Y los que están
allí para escucharos, ¿tienen que estar aguantando condenaciones y reproches que no
merecen y que no son para ellos?.
No nos desalentéis, no nos humilléis, no nos deprimáis, no nos maltratéis, porque Jesús no
hacía eso con nadie; y no lo haría tampoco con nosotros si estuviese en vuestro lugar junto
al micrófono.
“Me envió a traer la buena nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos su libertad y a los
ciegos que pronto van a ver. A despedir libres a los oprimidos y a proclamar el año de
gracia del Señor” (Lc 4,18-19).
Y así también vosotros. Lograd, pues, que de cada una de vuestras predicaciones volvamos
a casa con la mente llena de luz y el corazón explotando de alegría.
Habladnos con el entusiasmo de quien tiene en el corazón una noticia explosiva que quiere
comunicar a otros.
Hacednos sentir que vuestras palabras son de fuego, como las del apóstol Pablo.

Hacednos sentir que están cargadas del poder transformador del Espíritu Santo, como las de
Esteban.
Hacednos ver que, mientras nos habláis, vuestros ojos están llenos de asombro ante los
resplandores eternos de la celestial Jerusalén, como los de Juan.
Amonestadnos también cuando lo merezcamos, porque es vuestro deber; y nosotros os lo
agradecemos. Pero hacednos sentir que vuestro reproche es lamento de un padre más que la
condena de un juez.

Sólo Jesús

Y pasamos al segundo ruego, que nos atrevemos a dirigiros, en relación con el contenido de
vuestra predicación.
Hermanos, os rogamos vivamente, os conjuramos: Habladnos de Jesús; solamente de Jesús.
Es el argumento único que todavía nos atrae, nos interesa, nos entusiasma, nos extasía.
Todo lo que no es él nos fastidia, nos cansa, nos causa tedio. Saltaríamos de nuestros
bancos, llenos de gozo, si los escuchásemos decir, como el apóstol Pablo: “Me propuse no
saber otra cosa entre vosotros, más que a Cristo Jesús, y a este crucificado” (1Cor 2,2).

51
Muchos de vosotros, hasta hace algunos años, creían que para ser apreciados bastaría ser
versados en estudios humanísticos. La predicación no parecía docta sino estaba sembrada
de citas de importantes literatos y famosos pensadores.
Hoy, sin embargo, algunos de vosotros creen que la predicación no es interesante y de
actualidad si no se trata de problemas sociales.
Pero nosotros somos gente sencilla, que queremos recibir el reino de Dios como niños. No
queremos, pues, escuchar doctas conferencias de literatos, que nos dejan vacíos. Hoy no
queremos tampoco escuchar en la iglesia discursos parlamentarios y apasionados, que
parecen proceder de políticos en las barricadas y no siembran más que odio y divisiones en
el Pueblo de Dios. Os queremos exclusivamente pregoneros de su mensaje de amor.
Vosotros no sois maestros de una determinada filosofía. No sois disertadores acerca de un
sistema social, por más justo y bueno que sea. No sois los predicadores de una idea, aunque
sea la más santa.
Vosotros sois los testigos de Cristo resucitado; los dispensadores de riquezas
trascendentales y eternas; los que llevan al mundo realidades más grandes y más sublimes
que las que cualquier otra justicia social pueda ofrecer; los reveladores de los valores
incomparables de Pentecostés.
Vosotros no habéis sido llamados a luchar para que el hijo pródigo, convertido en rabadán
de puercos, reciba algunas bellotas más para saciar su hambre. Tenéis la obligación de irlo
a buscar para traerlo a casa, donde hay pan en abundancia para todos; donde incluso los
siervos son ricos.
Vuestra misión no es la de dar a los hombres el pan que perece, sino la de darles el Pan de
vida venido del cielo. No la misión de dar cualquier cosa, sino la de dar a Alguien.

Y una cosa más; permitidnos tocar otra tecla delicada. Y perdonadnos si no podemos
menos de señalarlo.
Queridos hermanos, durante esos pocos pero preciosos minutos que se os conceden para
conversar con vuestro rebaño, os rogamos: Habladnos más de Jesús, de su amor, de su reino.
Y menos, mucho menos, de los acostumbrados y eternos temas parroquiales que os
angustian; de los balances administrativos, que nos cansan; de colectas de dinero para una
iglesia que siempre está cayendo, que nos dan tedio; de las contribuciones financieras para
obras sociales, que, a la larga, nos fastidian.

Hemos dejado en casa nuestros problemas, aun siendo graves y oprimentes, y hemos
venido a la iglesia para olvidarlos un momento, para relajarnos, no para oír hablar de otros
más grandes todavía. Venimos para oír repetirle a él por vuestra boca, lo de “buscad
primero el reino y su justicia, y esas cosas vendrán por añadidura” (Mt 6,33). También, y
sobre todo, a vosotros, lo mismo que a nosotros.
Cuando habléis más de Dios y menos de los problemas financieros, entonces os daremos
más sin necesidad de lo que vosotros nos pidáis.
Cuando en nuestra comunidad se busque solamente el reino de Dios, entonces todos los
problemas de carácter económico quedarían automáticamente resueltos. Porque su Palabra
no puede fallar.

52
Por lo mismo, nuestro reclamo es uno solo, simple, insistente, implorante: Habladnos de
Jesús y sólo de Jesús. Que no haya uno solo de vuestros discursos, aunque sea de cinco
minutos, en el que él no sea nombrado. En caso contrario, nos parecería terriblemente vacío.
Que Jesús se convierta en el argumento central de todas vuestras predicaciones de un año
entero y de toda vuestra vida. Y que todos los demás problemas gira en en torno a éste.
Porque él es la solución de todos los problemas. Y, por lo tanto, es absurdo tratarlos si no se
relacionan con él.
Y, por último, una observación que creemos que es la más importante.
Jesús preguntó, no a las muchedumbres, sino a los apóstoles: “¿Quién dicen los hombres
que soy yo?”. El reportaje que ellos hicieron acerca de lo que predominaba en la opinión
pública fue un muestreo desilusionante.
Y entonces Jesús requirió su opinión personal: “Y vosotros, ¿quién pensáis que soy yo?”.
Ellos debían de saberlo mejor que nadie, porque habían escuchado todas sus palabras;
habían recibido incluso las más íntimas confidencias. Y Pedro dio la respuesta exacta: “Tú
eres el Cristo, el hijo de Dios vivo”.
Jesús se congratuló con Pedro. Pero tiene mucho cuidado en advertir que lo que Pedro ha
dicho no es fruto de su inteligencia, de sus estudios o de su examen detenido de cuanto ha
visto y escuchado. Le reconoce solamente que ha sido afortunado por haberlo sabido por
revelación, sin mérito alguno propio. “Feliz tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha
revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17).

Hermanos sacerdotes, vosotros debéis conocer a Jesús mejor que nosotros, porque sois
justamente quienes debéis dárnoslo a conocer. Debéis dárnoslo por medio de nuestra
palabra. Pero no nos deis, no nos anunciéis un Cristo que habéis conocido solamente a
través de vuestros libros; libros que podemos leer también nosotros, o que incluso ya hemos
leído; porque hoy la cultura –incluso la teológica y la bíblica- está a disposición de todos.
Vosotros debéis darnos un Cristo que “no os lo ha enseñado ni la carne ni la sangre, sino el
Padre que está en los cielos”. No un Cristo que os ha sido enseñado en clases universitarias,
sino un Cristo que se os ha sido revelado.
Nosotros pretendemos que nos deis al Cristo que se os ha manifestado el día de vuestro
Pentecostés. Nosotros no siempre podemos seguir vuestros sutiles razonamientos. Pero
tenemos una intuición infalible para captar si, antes de venir a anunciarnos la buena nueva,
habéis pasado por el cenáculo. Para advertir, sin equivocarnos nunca, si sois vosotros los
que habláis o es Jesús quien habla por medio de vosotros.
Hermanos queridos, dadnos un Jesús vivo, pues; un Jesús persona. No solamente una
teología acerca de él.
Nosotros esperamos que, cuando os acerquéis al micrófono, no nos digáis más palabras
vacías, sino que nos confeséis con los ojos resplandecientes de una alegría inefable: “Lo
que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos; lo que hemos contemplado y
nuestras a manos han palpado acerca de la Palabra que es vida..., eso que hemos visto y
oído os lo damos a conocer ahora” (1 Jn 1,1-14). Y entonces vuestra experiencia también
será experiencia nuestra.

53
Tras el velo
de las leyes

“¿Qué debemos hacer y cuáles son las obras que Dios nos encomienda?” (Jn 6,28).
¿Qué debo hacer, Señor, para agradarte?. ¿Debo ir a misa?. ¿Debo cumplir con el precepto?
¿Debo rezar las oraciones, el rosario, el breviario...? ¿Debo guardar mis votos y mis reglas?.
¿Debo ayunar y hacer penitencia?. ¿Debo hacer meditación y lectura espiritual?. ¿Debo
visitar los enfermos y realizar otras obras de apostolado?. “Debo”..., siempre “debo”... Y
¿cuántos otros “debo” quedan aún?. ¿Cómo hacer para saberlos todos?.
Incluso, aunque con escrupulosa diligencia, llegase a enumerarlos todos, ¿cómo hacer para
saber si he respondido a todos con un “sí” generoso y perfecto?.
He aquí que ha llegado la noche. Pongo mi cabeza cansada entre los manos y empiezo a
repasar uno a uno los “debo” de la jornada –tantísimos- que se encierran a lo largo de doce,
dieciséis o dieciocho horas. Pero ¿Quién me asegura que he hecho el examen de conciencia
con la debida diligencia?. ¿Quién me dice que no he omitido alguno?.
De esta manera, vivo como oprimido por continuas dudas acerca del estado de mi alma;
angustiado por insoportables remordimientos y por un incurable complejo de culpa. Vivo
como aplastado por deberes demasiado pesados, por obligaciones demasiado numerosas y
tediosas, que me vuelven impaciente, nervioso e incluso deprimido, porque nunca llego a
cumplirlos todos o a cumplirlos con la debida perfección.
Y mi oración, ¿a qué se reduce?. Casi siempre a invocaciones de perdón y de misericordia,
a angustiosas demandas de piedad.

Pero, Señor, ¿cómo he llegado a convencerme de que mis relaciones conmigo mismo deben
estar basadas en el miedo?, ¿qué mis relaciones contigo deben ser las de un siervo
tembloroso frente a su amo siempre airado?, ¿qué nuestros encuentros y nuestro coloquios
deben ser los de un reo incidente frente a un juez inexorable?. Y, por desgracia, es éste el
concepto que nos hemos formado de ti desde niños.
Apenas comenzaron a hablarnos de ti nos dijeron que eras el Dios de la ley, que premia y
castiga; que eras un Dios severo, exigentísimo y siempre airado en contra nuestra; que nos
esperabas más allá de la muerte con un libro en la mano, en el cual estaban apuntadas todas
nuestras faltas; que había un infierno listo para nosotros, aunque fuera por una sola
trasgresión grave; y decenas de años de purgatorio por una pequeñísima culpa. Y, de esta
manera, hemos crecido llenos de miedo y de temor a tus castigos.
Y muchos han preferido romper contigo. Se han escapado lejos de ti, para no verse mirados
como transgresores incorregibles de tus leyes. Y tantos hijos pródigos no han tenido el
coraje de volver a casa. A fuerza de oír repetir que no iban a encontrarse con un padre que
habría matado el ternero más gordo para celebrar su vuelta, sino un juez con un código en
la mano y lleno de furor..., han preferido no verlo.
Y, por desgracias, incluso la vista del sacerdote no suscita más que una reacción de miedo,
de incomodidad y de remordimiento. Su figura, en general –a menos que se trate de un
santo-, no suscita sentimientos de amor y de confianza en Dios, sino de temor al juicio y a
la condenación.

54
¡Pero no, Señor!. Tu no eres, tú no puedes ser un Dios-ley. No puedo imaginar un padre
que está detrás de mí día y noche con un libro de leyes en la mano para poder encontrar un
fallo y castigarme.
Acaso tuviste que ser un Dios-ley, temporalmente y a pesar tuyo, con aquel pueblo de
esclavos y de dura cerviz que había conocido solamente el látigo del faraón.
Para ellos la ley del Sinaí era el único camino para que pasaran de ser siervos de un hombre
a ser siervos tuyos. Aquella ley no fue dada a los hebreos para que descubrieran tu corazón,
sino que descubriesen su propio corazón.
Pero, incluso para ellos, tú no fuiste solamente un Dios-ley. Recorriendo los libros del
Antiguo Testamento, mientras por un lado leo de tus iras y tus amenazas, apenas vuelvo la
página me encuentro con las promesas de tu perdón y de tu misericordia.

Por lo tanto, ¿quién eres, Señor, para mí, para nosotros, para todos nosotros que, a pesar de
ser hijos pródigos, seguimos siendo siempre hijos tuyos?.
A Moisés le dijiste que eras “el que ibas a demostrar”, para contraponerte al faraón, que era
el débil... que demostró ser.
A los hebreos les repetiste que eras el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, para que
sintieran el orgullo y la responsabilidad de ser “el pueblo elegido”.
Pero a Juan, que elevándose como el águila sobre los cielos infinitos fue a mojar su pluma
en las profundidades abismales de tu corazón, le diste la más bella definición de ti mismo,
la definición más adecuada para nosotros, herederos del reino e hijos de la nueva creación.
A Juan le dijiste que tú eras el Amor. “Dios es amor; el que permanece en el amor, en Dios
permanece, y Dios en él” (1Jn 4,16).
Por lo tanto, tú eres un Dios-amor. Un Dios solamente amor. Y el amor sólo sabe ser amor;
siempre, a cualquier costa lo único que sabe es amar; siempre, hasta la locura.
Y tú nos has amado así; hasta la locura. “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo
único, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no
mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo. El que cree en él no
se pierde” (Jn 3,16-17).
Si alguien hubiese dicho a mi madre: “Hay en la cárcel un criminal condenado a muerte. Es
aquel hombre que siempre ha estado ofendiéndote, que te ha insultado, que te ha vituperado,
que os ha hecho a ti y a tu familia todo el mal que pudo. Bien, pero ahora... ahora tenemos
que salvar a ese criminal de la muerte; y hay una sola manera de salvarlo: que sacrifiques a
tu hijo por él, que muera tu hijo en vez de él”, mi madre hubiese respondido indignada:
“¡No!”...
Tu, sin embargo, Padre, has dicho “Sí”, generosamente; y le has condenado a muerte para
que no fuésemos condenados nosotros. Y, si en lugar de la palabra “mundo”, pusiese mi
propio nombre, entonces saltaría de gozo y caería en el delirio; porque tengo la prueba de
que me has amado tal como soy: malo, ingrato, degenerado. Y me as amado más que a tu
mismo hijo querido.
Y entonces ya no tengo miedo. Porque a mí no me has dado un código de leyes; no me has
echado a un Moisés con dos tablas de piedra con amenazas atronadoras.
A mí me has dado un hijo, tu Hijo unigénito, tu querido Hijo. Un hijo que clavó en la cruz
mi condena de muerte. Y cuando él murió, y las piedras se rompieron y el velo del templo

55
se rasgó..., eran mis cadenas las que se rompían; y yo me sentí libre de toda pena y de toda
condenación. Libre también de toda ley. Libre de toda esclavitud. Libre de todo miedo.

Libres ante la ley.

La ley, una vez promulgada, lleva consigo dos cosas. La primera, la obligación de
cumplirla; y de cumplirla con toda perfección: “Maldito el que no cumple todo lo que está
escrito en la ley”(Gál 3,10). La segunda, la aceptación de la pena por parte de quien la
quebrante.
Pero ¿Quién, entre los hebreos, hubiera podido decir que era un perfecto cumplidos de toda
la ley?. Acaso ni siquiera Moisés, que era el intermediario. Y ¿quién entre nosotros puede
decir que observa fielmente la ley de Dios?. Ni siquiera los santos.
En consecuencia, todos somos malditos. Y todos debemos aceptar la pena establecida para
los transgresores. Pero la pena es la muerte. Luego todos tenemos que sufrir la muerte. No
hay alternativa.

Pero ¡alabado sea Dios!. Uno ha muerto por todos: Jesús. Ha pagado él por todos,
liberándonos de toda obligación hacia la ley.
Cuando un criminal es condenado a muerte, por muy grandes y numerosos que sean sus
delitos, una vez cumplida la sentencia, la obligación para con la ley ha quedado satisfecha.
Cuando Jesús murió en la cruz, con nuestro hombre viejo sujeto a la ley todos morimos con
él. Por lo mismo, con su muerte y la nuestra en la cruz, la exigencia de la ley también ha
quedado satisfecha. La pena debida por nuestras transgresiones ha sido pagada. Toda la
obligación para con la ley ha terminado, porque toda obligación acaba con la muerte.
Y de esta forma “Cristo nos rescató de la maldición de la ley haciéndose él mismo
maldición por nosotros” (Gál 13,3). “Eliminó la ley con sus preceptos y sus mandatos.
Reunió los dos pueblos en su persona, creando de los dos un solo hombre nuevo” (Ef 2,15).

Librados de la ley, ya no puede haber más condenas para nosotros. “Ahora, pues, se acabó
esta condenación para aquellos que están en Cristo Jesús” (Rm 8,1). No hay más
acusaciones. “¿Quién acusará a los elegidos de Dios sabiendo que es él quien los hace
justos?. ¿Quién los condenará?. ¿Acaso será Cristo Jesús, el que murió, más aún, el que
resucitó y está sentado a la derecha de Dios rogando por nosotros?” (Rm 8,33-34).
Ya nos somos condenados y malditos. Somos hijos. “Bendito sea Dios, Padre de Cristo
Jesús nuestro Señor, que nos bendijo desde el cielo, en Cristo, con toda clase de
bendiciones espirituales. En Cristo Jesús, Dios nos eligió antes de la creación del mundo,
para andar en el amor y estar en su presencia sin culpa ni mancha” (Ef 1,3-4).
Y será él quien nos hará santos e inmaculados, y no la observancia de las leyes y preceptos.
“¿Qué tenemos que hacer para cumplir lo que Dios quiere?”, le preguntaron un día los
judíos, mientras Jesús hablaba en la sinagoga de Cafarnaúm. Habían sido siempre
escrupulosos servidores de la ley, y creyeron que eso era suficiente. ¿Qué otra cosa
deberían hacer?. Y Jesús les dijo: “La obra que Dios os pide es creer al enviado de Dios”
(Jn 6,29).

56
Para ser hijos de Abrahán hacía falta observar todas las leyes. Para transformarse en hijos
de Dios bastaba aceptar al hijo de Dios. “A todos los que lo recibieron, los que creen en su
nombre, los hizo capaces de ser hijos de Dios” (Jn 1,12).
No es ya cuestión de hacer, sino de recibir. Ya no era cuestión de hacerse una santidad legal
a base de pesados y onerosos deberes, sino de recibir en ellos su santidad.

Una sola ley

Un Dios-Amor no puede pedir más que amor, no puede obligar más que a amar. Y Jesús, la
manifestación del amor del Padre, “aboliendo leyes, mandamientos y preceptos”, no podía
mandarnos más que amar. La única ley, digna de los hijos de Dios, libres y felices en la
familia del Padre. Una ley que no ata, sino que ibera. Una ley que no impone yugos, sino
que da alas.
“Os doy mi mandamiento nuevo: que os améis unos a otros” (Jn 13,34). No un
mandamiento más, sino “el mandamiento”, su mandamiento, el único, destinado a sustituir
y anular todas las complicadas y opresoras leyes del Sinaí. La única ley del nuevo reino. La
única ley dejada a la Iglesia, para que fuera la Iglesia del amor.
Y le mandó al Espíritu Santo para que fuese él, y no la ley, el único código que regulase la
vida de la nueva familia de Dios.

Pero los hijos de Dios-Amor, liberados por Cristo de la esclavitud de la ley, no supieron
liberarse del temor al Dios-ley.
Los neoconversos eran casi todos judíos y llevaban metida en la sangre la idolatría de la ley.
La nueva ley de Cristo, a su juicio, debía añadirse a la ley mosaica, y no venir a sustituirla.
Esa fue la espina que hizo sangrar el corazón de San Pablo durante todas sus
peregrinaciones; lo que turbó la armonía de la Iglesia naciente.
Y llegó el concilio de Jerusalén. El Espíritu Santo habló claro: La ley de Moisés no debía
imponerse ya más a los que habían renacido en el agua y en el Espíritu Santo. Pero, como
sucede frecuentemente, no basta una decisión conciliar para cambiar las mentalidades
inveteradas, ciertos prejuicios obstinados.
Y así, a pesar de las apasionadas batallas de San Pablo, la mentalidad legalista entró en la
Iglesia y allí se quedó. El espíritu de temor fue radicalmente exorcizado por el Espíritu de
amor.
Más tarde, cuando la Iglesia se dio a sí misma determinadas estructuras, copiadas en parte
de las que tenía el Imperio, la Iglesia de la ley prevaleció sobre la Iglesia del Imperio, la
Iglesia de la ley prevaleció sobre la Iglesia del amor. El amor quedó como una bella teoría,
predicado e inculcado como un principio de ascética para la santidad individual; pero
desapareció como norma de vida en las relaciones sociales entre los miembros de la misma
familia. El temor se toma la revancha sobre el amor. Y así ha llegado hasta nosotros.
De esta forma hemos multiplicado leyes y más leyes, regalas y reglamentos, códigos y
estatutos, que han hecho vivir a los hijos de Dios y a los señores del reino en un clima de
opresión y de miedo. El que no sabe amar acaba por dominar. El que no sabe hacerse amar
debe hacerse temer.

57
Acaso se diga que en toda sociedad, en toda comunidad, en toda organización confiada a
los hombres, las leyes son necesarias, los códigos son indispensables.
Respondemos: Cierto. Pero son necesarias e indispensables justamente porque ha fracasado
el amor. Cuando falla el proyecto genuino, no nos que da más que recurrir a los sucedáneos.
Cuando necesitamos otras leyes más allá de la ley del amor, estamos declarando
implícitamente que la del amor ha fracasado. Si Jesús nos ha dejado una sola ley, que debía
ser suficiente para regular nuestras relaciones con él y entre nosotros, fabricarnos otras
nuevas equivale a admitir que la suya no es suficiente.

Pero las leyes... ahí están. Reglas, reglamentos, códigos, normas y estatutos regulan todavía
la vida de los hijos de Dios.
¿Qué hacer, entonces?. ¿Pediremos que las deroguen?. Sería absurdo esperarlo de quien
está arriba. La abolición depende de nosotros; desde abajo. Haciéndolas inútiles y
superfluas. La abolición será un hecho consumado cuando las hayamos sustituido con la ley
del amor.
Cuando el amor me arda en el corazón, como un fuego que devora. Cuando el amor es el
que regula todos los actos de mi vida; cuando el amor se convierta en la razón y meta de
todos mis actos; entonces no tengo ya necesidad de leyes, de mandamientos, de
imposiciones, de amenazas, de castigos. Entonces no necesite que me hablen de deberes,
que se ordene mi actividad, que se pongan límites a mi libertad.
“¡Ama –decía san Agustín- y luego haz lo que quieras!”. Entonces la oración, la misa, la
comunión, el apostolado, las mortificaciones, la penitencia no serán cosas ya obligatorias,
sino que se convierten en alimento necesario del amor. Entonces vendrán abajo todos los
“debo”, porque al amor no se le manda.
No se manda a un hijo que vaya a visitar a sus padres. Ni a una madre que ame a su hijo y
le cuide. Ni a una muchacha que salga de paseo con su novio. Y cuando el amor se
convierte en obligación es que dejó de ser amor.

Hermanos y hermanas que habéis elegido libremente la vía estrecha de los consejos
evangélicos, ligándoos con votos a una regla, poned el amor como meta de vuestras
aspiraciones y no al ídolo de la regla. Esta debe ser para vosotros como rieles que llevan al
amor. No como peso que aplasta y oprime al amor en el corazón.
La idolatría de la regla, puesta por encima de la ley del amor, no conduce a la santidad, sino
a un vacío y frío fariseísmo.
Jesús dijo: “El sábado ha sido hecho para el hombre, no el hombre para el sábado” (Mc
3,24). Y cuando los escrupulosos legalistas de costumbre piden cuentas en el templo acerca
de algunas estúpidas infracciones de la ley por parte de los discípulos; Jesús les responde:
“Os digo que hay aquí alguien más grande que el templo” (Mt 12,6).
Estemos vigilantes, hermanos y hermanas, porque muchas veces también nosotros –por el
celo de salvar una regla escrita por un hombre- pisoteamos la que es más importante, la ley
del amor, escrita por Dios.
Estemos vigilantes, para no instrumentalizar la regla, utilizándola para tomar secretas
venganzas contra el que está bajo nosotros. Para atormentar, en nombre de la regla, a
quienes no les queda más remedio que aguardar.

58
Cuando en una comunidad religiosa ha muerto el amor, entonces las reglas, incluso las más
santas, no se diferencian mucho de los reglamentos del cuartel. Cuando la primer regla de
una comunidad cualquiera no es el amor, entonces cada uno de sus miembros –incluso
cuando están juntos- viven como islas, separados entre sí por profundos abismos.
La vida religiosa, o es una comunión de corazones o es una convivencia forzada que llena
los corazones de tristeza. Las comunidades religiosas o son cenáculos del Espíritu Santo o
son frigoríficos del Espíritu Santo.
Y... la última palabra. Permitidme dirigirla a estas comunidades laicas que se están
multiplicando por todas partes, gracias también al influjo de la Renovación Carismática.
Hermanos y hermanos de las comunidades carismáticas o de cualquier otro nombre,
recordad que la primera comunidad carismática de Jerusalén tuvo una sola regla, una sola
ley: la del amor.
La Renovación Carismática es un movimiento querido por el Espíritu Santo para liberar a
los hijos de Dios de seculares estructuras paralizantes, no para crear otras nuevas. La
característica de la Renovación es la libertad del espíritu, que no debe sacrificarse a nuevas
reglas y nuevos estatutos.
La Renovación Carismática no tiene leyes fuera de la ley del amor. Y quien trata de
estructurarla con normas, estatutos y reglamentos, no hace más que crear las comunidades
de las leyes y del miedo. No la comunidad del amor, como la quiere el Espíritu Santo.

A todos los que se dejan enredar dentro de grupos o comunidades donde la libertad es
sofocada por imposiciones, estatutos y reglamentos que matan el espíritu, les diría San
Pablo: “¡Qué tontos sois, gálatas! ¿Cómo os habéis dejado fascinar?... Os preguntaré esto
nada más: ¿Cómo puede ser uno tan tonto: empezar por el Espíritu y terminar por la carne?
(Gál 3,1-3).
Ninguno, hermanos, tiene el derecho de exigiros el sacrificio de la libertad que el Espíritu
Santo os ha traído. “Cristo nos liberó para que fuéramos libres” (Gál 5,1).
El Espíritu no ha venido a traernos un nuevo código de leyes. Ha venido a colmaros de sus
dones y sus frutos, los cuales os liberan de toda ley. Ha venido, no a llenaros de nuevo de
miedo y de ansiedad, sino a traeros “caridad, alegría y paz; generosidad, comprensión de
los demás, bondad y confianza; mansedumbre y dominio de sí mismo. Ahí no hay
condenación ni ley” (Gál 5,18). Estamos bajo la ley del amor. “En el amor no hay temor.
Aún más, el amor perfecto elimina todo temor, porque el temor supone el castigo. Mientras
uno teme no conoce el amor perfecto” (1Jn 4,18).

“Le veremos a él”

Pero el amor no es algo que podamos crear nosotros mismo. No es algo que podamos
merecer, ni siquiera con la observancia escrupulosa de todas las leyes.
El amor es un don de Dios. Un don que el Espíritu Santo nos trae gratuitamente desde el
cielo y siembra dentro de nuestra alma. “El amor que Dios tiene se ha derramado en
nuestros corazones y por el Espíritu Santo que él nos ha dado” (Rm 5,5).
El Dios conocido por los hebreos como el Dios de los ejércitos habitaba en los cielos y
detrás del velo del templo. El Dios que Jesús nos reveló como Dios-Amor habita en el cielo
y en el cielo de mi alma.

59
“Si alguien me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará y vendremos a él para
hacer nuestra morada en él” (Jn 14,23). Por lo tanto, es el Dios-Amor, que habita en mi
corazón, el que se manifiesta cuando yo practico la ley del amor. No es mi bondad. No es
mi virtud. No son los frutos de mis esfuerzos.
Es el Padre el que, en el cielo de mi alma, prosigue amando infinitamente a su Hijo
predilecto y encuentra en él sus complacencias. Y en él me ama y ama a todos sus hijos que
vienen a ser una sola cosa con su hijo. Y en él ve cada uno de nuestros rostros, convertidos
en uno solo con el de su Hijo. Y así, el amor que sentimos hacia Jesús y hacia los hermanos,
no es más que el amor del Padre, el cual –a través de nosotros- va a Jesús y a los hermanos.

Es el Hijo el que en mí, en nosotros, continúa intercambiando con el Padre el mismo amor.
Es Jesús el que en nosotros continúa amando y glorificando al Padre por medio de nosotros.
El que presenta, por medio de nosotros, el himno de alabanza de la creación.
Es Jesús el que en nosotros, y por nosotros, continúa amando infinitamente a los hermanos
que el Padre le dio y a los que le devuelve a casa.
Es el Espíritu Santo el que en nosotros continúa estrechando en un abrazo eterno e inefable
al Padre con el Hijo, y al Padre y al Hijo con nosotros.
Es el Espíritu Santo el que en nosotros continúa glorificando a Jesús y haciéndole presente
sobre toda la tierra. Es el Espíritu Santo el que continúa renovando la tierra a través de
nosotros.
Por lo tanto, es el Dios-Amor el que vive en mí su vida de amor. Manifiesta a través de mí
su vida de amor. Me hace vivir la ley del amor.

Tras el velo
de los sacramentos

“Dentro de poco el mundo no me verá más, pero vosotros sí que me veréis, porque yo vivo
y vosotros también viviréis” (Jn 14,19). Verbo eterno, cuando, llegada la plenitud de los
tiempos, el Espíritu Santo te llevó desde la altura infinita de los cielos al seno virginal de
María y te convertiste en nuestro Jesús, el largo camino para llegar hasta nuestros
corazones no había terminado todavía. Apenas era la primera etapa.

La segunda, la más dolorosa y bañada en sangre, te la hizo recorrer el Espíritu Santo desde
sus brazos hasta los brazos de la cruz.
Pero quedaba la tercera: aquella en cuyo camino estás aún. De las piedras frías del sepulcro
vacío hacia nuestros vacíos corazones.
Y siempre es el Espíritu Santo el que te trae hasta nosotros. Ese mismo Espíritu que te
construyó en la Virgen de Nazaret el primer tabernáculo entre los hombres, continúa
fabricándote muchísimos tabernáculos vivos, tantos cuantos son los hermanos que el Padre
te ha confiado.

60
Y las sendas misteriosas que tú mismo elegiste para llenar de ti esos templos vivos del
Espíritu Santo, son variadas y tienen nombres distintos. Pero eres siempre tú quien viene a
traernos o a devolvernos la vida: la misma vida que el Espíritu te restituyó desde el alba del
primer día de la nueva creación. Eres tú el que , en tiempos y en formas diversas, vienes a
nosotros, recorriendo caminos misteriosos y arcanos a los que hemos dado el nombre de
sacramentos.

En el bautismo eres tú quien me conduce a la adopción de hijo de Dios, firmada con tu


sangre, la cual me hace capaz de formar parte de la familia del Padre. Eres tú quien me
concede la ciudadanía del cielo y el derecho a tu misma herencia.
En la confirmación eres tú quien me delega tu autoridad y me transmite tu propio poder
para vencer el poder de las tinieblas.
En la Eucaristía eres tú quien perpetúa, sobre los altares, aquel viernes de tinieblas y de
sangre que reconcilió el cielo con la tierra.
En la comunión eres tú quien se hace aún más pequeño de lo que te hiciste en Belén para
poder atravesar más fácilmente las duras barreras del corazón.
En la reconciliación y penitencia eres tú quien nos reviste con los vestidos nupciales
después de habernos lavado con tu sangre. Eres tú quien mitiga el dolor de nuestras llagas y
nos cura de las heridas recibidas en la áspera guerra contra el eterno adversario tuyo y
nuestro.
En la unción de los enfermos eres tú quien viene una vez más hasta nosotros, solícito y
presuroso, para devolver vida nueva a nuestros cuerpos enfermos, para dar nuevo
resplandor a nuestras almas, cubiertas de polvo y de fango.
En el matrimonio eres tú quien continúa ejercitando su poder creador a través de los
esposos, demostrando desde el comienzo de los tiempos, para dar nuevos miembros a tu
Cuerpo Místico y nuevos hijos al Padre. “Todo se hizo por él, y sin él no existe nada de lo
hecho” (Jn 1,3). Por lo tanto, aún ahora nada se puede crear sin ti.
En el orden sagrado eres tú quien perpetua entre los hombres la misión que el Padre te
confió, hasta que el número de los elegidos esté completo. “Como el Padre me ha enviado a
mí, así os envío yo a vosotros” (Jn 20,21).
Eres siempre tú, Señor Jesús, el que vienes a dártenos una y otra vez a fin de que nosotros
“tengamos vida y la tengamos en abundancia” (Jn 10,10).

Pero nosotros, por desgracia, cuando vienes a través de esos caminos misteriosos
preparados por el Espíritu Santo, no siempre caemos en la cuenta de tu presencia viva, real
y jubilosa .
¿Por qué, Señor Jesús, muchos bautizados y confirmados te conocen te conocen apenas de
nombre y te consideran tan lejano de ellos?.
¿Por qué tantas comuniones frías y rutinarias, que dejan los corazones vacíos y las almas
con su habitual frialdad?.
¿Por qué tantas misas celebradas en un clima de tedio, de monotonía y de opresiva
languidez?.
¿Por qué tanta repulsión y tanto miedo para arrodillarnos ante tu representante y confesar
nuestros pecados?.

61
¿Por qué todavía tanto terror a la unción de los enfermos, como si fuese el sacramento que
conduce derecho al cortejo fúnebre?.
¿Por qué tantos de tus ministros no sienten la embriaguez de la Virgen María cuando te
acogió en su seno y te abrazaba extática entre sus brazos?. ¿No te hacen ellos descender
nuevamente del cielo mediante una nueva encarnación?. ¿No te tiene cada día entre las
manos, obediente a sus mandatos?.
¿Por qué tantos jóvenes viene a celebrar el matrimonio por la Iglesia, más por costumbre
rutinaria y conveniencia que por consagrarte su amor y proclamarte rey y Señor de su
naciente familia?.

Como cosas

Las causas son muchísimas. La primera, la principal, es que no te conocen. Porque hemos
hecho una catequesis al revés. En vez de presentarte a ti primero, como Persona viva a la
que hay que aceptar en la propia vida para llegar luego a los sacramentos, nosotros hemos
comenzado por éstos. En vez de insistir en hacer ver quién era el que venía, hemos insistido
en los caminos que él elegía para venir.
La segunda causa es de carácter terminológico. Entre tú que vienes y nosotros que debemos
recibirte con la sencillez de los niños se han interpuesto muros separadores, la tela de araña
de un lenguaje demasiado técnico y escolástico. Hay velos de sutiles argumentaciones
teológicas y terminología complicada y hermética.

A tus venidas a nosotros les hemos dado el término genérico de sacramentos. A cada una de
tus venidas concretas les hemos dado un nombre concreto. Nombres que tenemos en los
oídos desde los bancos de la escuela de catecismo. Pero, precisamente porque nos son
demasiado familiares, nos hemos acostumbrado a quedarnos en las palabras, en vez de
penetrar en su significado.
A fuerza de repetir esas palabras tan difíciles de entender, y no siempre apropiadas para
expresar toda la realidad que contienen, nos hemos acostumbrado a considerar los
sacramentos como “cosas”, a recibirlos como “cosas” a tratarlos como “cosas”. Nos hemos
acostumbrado a recibirte... como si fueras una “cosa”. No como quien recibe a “Alguien”.

Hemos tenido tremendo interés en explicar la teología de los sacramentos, por una parte
necesaria, aunque no siempre consiguiendo el objetivo. Nuestros fieles en vez de una
Persona viva, real, concreta, presente que venía hasta ellos, se han encontrado frente a un
Cristo desfigurado, difuminado y escondido detrás de la cortina de humo de palabras
incomprensibles y de razonamientos demasiado escolásticos.
Nos hemos preocupado de hacer más comprensibles el significado de las palabras utilizadas
para explicar tu venida que tu venida misma.

Cuando explicamos a nuestro pueblo que los sacramentos son signos eficaces de la gracia,
son los canales de la gracia, la impresión que corrientemente se recibe es la de que se trata
de cosas, y no de una Persona. Acaso sean cosas bellísimas, útiles, necesarias, maravillosas;
pero cosas.

62
Cuando decimos que la gracia nos hace participar de la naturaleza divina, que justifica, que
santifica, si no le presentamos a él antes, que es el autor de la gracia, fuera de algunos
entendidos, la mayoría se quedará sin comprender nada.
En el mejor de los casos comprende que se trata de algo maravilloso, sublime, misterioso.
Pero siempre de una cosa. De algo estático, no de una Persona viva que trae la plenitud de
la vida.

Y de este modo muchos de nuestros fieles, incluso aquellos a los que consideramos los
buenos, los fervorosos, los practicantes, reciben cada día los sacramentos de Cristo. Pero
muy pocos ven en ellos al Cristo de los sacramentos. Creen recibir cosas referidas a él; sus
dones. Pero no a él mismo.

He aquí, por qué, Señor, bajo el rostro de muchos confirmados no vemos la misma alegría
de los carismáticos de Jerusalén. Y, sin embargo, ellos, lo mismo que los del primer
momento, han recibido el Espíritu Santo.
He aquí por qué en el rostro de muchos que comulgan cada día no vemos el mismo rostro
entusiasta de María Magdalena cuando trató de abrazar tus pies. Y, sin embargo, son más
afortunados que ella. Porque a María Magdalena tú lo dijiste: “No me toques”.
Sin embargo, a ellos les dices: “Tomad y comed; esto es mi cuerpo”.
He aquí por qué, incluso en el rostro de muchos sacerdotes, no vemos tu inefable sonrisa.
Aun en el mismo altar, de cara y frente a nosotros, podemos verlos con el rostro serio,
triste y deprimido, cuando quisiéramos ver en sus ojos la alegría de quien te ha visto y te
administra durante toda la vida.
El hermetismo de las palabras, por una parte, y, por otra, la costumbre de repetir los
mismos actos que te han convertido en “cosa”.

Con tu nombre verdadero

En el primer milenio la Iglesia, cuando hablaba de los sacramentos, no tenía aún un


lenguaje técnico y escolástico como lo tenemos hoy nosotros. Ponía más de relieve la
Persona que el sacramento o la teología del sacramento.

Hablaba de Jesús, de una Persona viva, real, sustancial, que nos daba la filiación en relación
con el Padre, que nos bautizaba en el Espíritu, que se ofrecía como víctima al Padre y se
daba en alimento a las almas, que perdonaba los pecados y curaba a los enfermos, que
continuaba su obra creadora en el matrimonio y su obra redentora en el sacerdocio.
Ahora, Señor, queremos nuevamente reeducarnos y llamarte con tu nombre verdadero;
queremos liberarte de la prisión de nuestras palabras enigmáticas y agotadas por la rutina.
De este modo te sentiremos más cercano, más íntimo, más familiar a nuestros corazones.
Como te sintió tu madre; como te sintieron Juan y Magdalena; como te sintieron los santos
de todos los tiempos, los únicos sobre la tierra que supieron verte sin velos y detrás de los
fríos signos y los formalismos verbales.
Preferimos llamarte don tu nombre verdadero. Con aquel nombre dulce y suave que está
sobre todo nombre, y no nombres difíciles, enigmáticos, que te ocultan a nuestras miradas
simples, de niños que sólo entienden las cosas sencillas.

63
No queremos llamarte “misa”, cuando renuevas sobre el altar la inmolación del Gólgota.
Misa es una palabra vacía, que no significa realmente nada. ¿Por qué, incluso con la nueva
liturgia, seguimos diciendo: “La misa ha terminado, id en paz”?. ¿Por qué la reforma
litúrgica no ha encontrado un vocablo más expresivo para despedir a la asamblea?.
No queremos llamarte “Eucaristía”. Esta expresión indica una de las cuatro finalidades de
tu inmolación. No abarca toda la realidad de la misma. Sería muchos más hermoso decir:
“Voy a celebrar o a participar en la celebración del sacrificio de Jesús”. “Voy al calvario a
inmolarme con Jesús”.
No debe decirse tampoco: “Voy a recibir la comunión”; “He hecho la comunión”. Una
palabra que, más que indicar una Persona, suena como una cosa. Y no es siquiera,
estrictamente hablando, un término exacto.
De hecho, la comunión entre nosotros y tú debe existir ya antes de recibirte como Carne y
como Sangre. La comunión entre tu vida y la nuestra tuvo lugar en el bautismo; aquí viene
a incrementar esa comunión, no a realizarla por primera vez.
Es mucho más sencillo y más verdadero decir: “Voy a recibir a Jesús”; “He recibido a Jesús
en mi corazón”.
Y, por supuesto, no queremos llamarte “sagradas especies”. Porque las especies o
apariencias bajo las cuales te escondes no son tú. Y, por lo tanto, no son sagradas. Siguen
siendo pobres cosas, incluso después que tú has ocupado el tiempo propio de su sustancia.
Tú eres el santo. Ellas no son nada.

Y cuando te sabemos encerrado en el sagrario no seguiremos diciendo: “Allí está el


sacramento”. Una fórmula difícil, misteriosa, que está reclamando reverencia y respeto,
mucho más que confianza. ¡Tu nombre no es “Sacramento”! ¡Tu nombre es Jesús...!
Sacramento significa “secreto, “escondido. Y nosotros no queremos tenerte escondido y en
secreto.
Por el contrario, queremos que todos sepan que tú estás allí, a disposición de todos, como lo
estabas cuando las turbas se agolpaban junto a ti. Como estuviste una tarde en la casa de
Pedro, contento por acogernos y liberarnos de nuestras enfermedades.
Queremos que todos sepan que allí hay un tesoro, el tesoro más precioso que el Padre tenía
en el cielo y entregó a los hijos lejanos. Y si lo tenemos encerado es por un solo motivo:
porque los tesoros se guardan en cajas fuertes; pero los amos, que somos nosotros, tienen
siempre a mano la llave.

Y, por último, te queremos llamar siquiera “Santísimo Sacramento” o simplemente


“Santísimo”.
Cierto que tú eres Santísimo. Eres el Santísimo. Pero porque eres Dios, no por el hecho de
estar bajo las especies del pan y del vino. Eres siempre el Santísimo, incluso cuando no
estás en la hostia y en el cáliz. Pero este apelativo no se te añade en propiedad. Aquí te has
hecho nuestro amigo, nuestro hermano, nuestro alimento. Debes tener, pues, un hombre que
inspire confianza, amor, intimidad, mientras que el nombre de “Santísimo” te distancia
demasiado de nosotros, que somos grandes pecadores.
Este vocablo, residuo del jansenismo, induce al respeto, la reverencia y el temor. No al
amor. Te aleja de nosotros; no te acerca.

64
En Cafarnaúm dijiste que eras “el pan vivo descendido del cielo”. Es decir, algo que se
toma entre las manos y se come. Algo que todos comprenden, incluso los más ignorantes,
incluso los niños.
No dijiste que eras el Santísimo Sacramento. Aun con un lenguaje tan claro como el tuyo
no te entendieron. ¡Podemos imaginar lo que hubieses entendido si llegas a utilizar las
expresiones que utilizamos nosotros hoy!.
Por consiguiente, creo que ya es hora de decir adiós a ciertas jaculatorias estereotipadas que
no hablan al corazón, sino que se repiten mecánicamente cada vez que nos encontramos
ante un sagrario. Como ésta, por ejemplo: “¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del
Altar!”
Cuando dos amigos se encuentran, especialmente si son amigo íntimos, no se saludan en
tercera persona. No utilizan títulos altisonantes, frases y expresiones ampulosas, siempre las
mismas de cada encuentro. Por el contrario, utilizan un lenguaje sencillo, espontáneo,
confidencial e improvisado en cada circunstancia.

Y antes de terminar permíteme hacer otras dos observaciones acerca de la celebración de la


eucaristía. La primera relativa a la consagración. El celebrante dice: “Tomó el pan y dio
gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y comed; esto es mi cuerpo...”.
Todo en pasado remoto. Da la impresión de que se trata de la conmemoración de un hecho
histórico cerrado y no de un acontecimiento que se repite y se está realizando incluso en
este momento.
Cuanto más bello sería si el sacerdote pudiera decir: “Como hizo entonces, también ahora
él, aquí presente, toma el pan, da gracias, lo parte y nos lo entrega diciendo...”. La asamblea
lo sentiría como realmente presente y vibraría de fe y de emoción.
La segunda observación: No comprendo por qué, después de la comunión, la liturgia
frecuentemente nos hace dar gracias al Padre por “los dones” recibidos, “los santos dones”
o “los santos misterios”. Nosotros no hemos recibido dones, en plural. Nosotros hemos
recibido a Jesús, que es “él” don del Padre. Y el Cuerpo y la Sangre no son dos dones,
como si se tratase de dos cosas muertas; sino sólo él, Jesús, una persona viva.
En conclusión, cualesquiera que sean las palabras enigmáticas con las que hemos velado tus
venidas hacia nosotros... tú tienes un solo nombre para nosotros: ¡Jesús!.

Tras el rostro
De los santos

“Al ver tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que fijaste, ¿quién es el hombre
que te acuerdas de él, el hijo de Adán para que lo cuides?. Apenas inferior a un dios lo
hiciste, coronándolo de gloria y grandeza” (Sal 8,4-6).

Son bellas, Señor, las limpias y puras transparencias del cielo. Bellas las azules extensiones
sin fin de los océanos. Bellos los crepúsculos de fuego y las doradas auroras. Bellas las
extensas praderas verdeantes y los árboles en flor.

65
Pero mucho más bellos, Señor, que todas las maravillosas bellezas que creaste son los
rostros de tus santos. Porque todas las criaturas no son sino un pálido reflejo de tu belleza,
mientras que el rostro de los santos es tu mismo rostro. Ese rostro en el cual reflejan las
infinitas, inefables bellezas del Padre y en el cual encuentra él sus complacencias.
Ellos, tus santos, Señor, toda la multitud innumerable de tus santos, desde Esteban, mártir,
hasta el último que en este momento está atravesando las puertas del cielo, con su vida
admirable, con sus obras estupendas, nos dan testimonio de la realidad tangible de tu
presencia en medio de nosotros. Nos dan prueba de la actualidad de tu doctrina. Nos
demuestran la actualidad del sermón de la montaña.
Ellos son para nosotros tu Palabra viviente y visible, tu Evangelio encarnado. Ellos son tú,
que vives todavía en medio de nosotros tu aventura humana, que caminas todavía por
nuestros caminos, que pasas aún entre los hombres como entonces, buscado y rechazado,
amado y odiado, aclamado y perseguido.

Tú revives en ellos todas las fases de tu vida mortal. En algunos, los años de tu infancia. En
otros, aquellos treinta años misteriosos escondidos en Nazaret. En otros continúas tus
fatigas apostólicas. En otros revives las congojas y agonías de Getsemaní. En otros, los
desgarros de tu cuerpo martirizado en la cruz. Pero todos, cada uno con su propio lenguaje,
cada uno con su fisonomía particular, te hacen visible incluso a quienes no quieren verte.

No como ídolos

Cuando la Iglesia nos propone a los santos como modelos a imitar, intenta presentarnos
imágenes visibles del Cristo invisible; no ídolos independientes que tuvieran con Cristo
algún valor.
Nos los pone en los altares para que con los ejemplos de su vida heroica nos repitan como
San Pablo: “Sed imitadores míos, como yo lo he sido de Cristo”..
Ellos no son una categoría de seres extraordinarios, dotados desde su nacimiento de dones
excepcionales y de privilegios exclusivos.
Son los modelos de lo que todo cristiano, bajo la guía del Espíritu Santo, debe llegar a ser.
Son los prototipos del hombre nuevo, nacido de la nueva creación. Del hombre perfecto,
como Dios lo había creado. Del hombre que ha llevado plenamente a la práctica el
programa trazado por San Pablo: “¿Vivo yo?. No, ya no soy yo quien vive: ES Cristo el que
vive en mí”.

La Iglesia nos los propone también como nuestros intercesores. Felices con Dios en la
gloria, pero interesados en el bien de los hermanos todavía peregrinos, reciben nuestras
demandas y las presentan a quien es el único mediador entre Dios y los hombres. Y
nosotros confiamos que Jesús no deja nunca de escuchar la súplica de aquellos que fueron
siempre sus fieles siervos.
Entre ellos hay siempre alguno que atrae más nuestras simpatías y lo elegimos como
nuestro protector particular. Incluso las familias, las comunidades religiosas, las ciudades,
las naciones, eligen a este o aquel santo como su especial patrono. A estos santos
protectores se rinden honores especiales, particularmente en el día de su fiesta.

66
Pero cuando nosotros los exaltamos por sus virtudes, les agradecemos sus favores, les
veneramos por su protección, no pretendemos glorificar a los hombres. Los honores y las
alabanzas intentamos dirigirlas, a través de ellos, a quien únicamente le es debido todo
honor y toda gloria.
No pretendemos colocar en la cima de nuestra veneración las obras maestras del Espíritu
Santo, sino al Espíritu Santo como artífice de estas obras maestras. No nos quedamos en
sus santidad, sino que los referimos a la santidad de aquel que es el único santo. No
exaltamos sus poderes milagrosos, porque ellos fueron unos hombres pobres y débiles
como nosotros, sino que exaltamos en ellos el poder de aquel que es Omnipotente. No les
pedimos que hagan milagros. Les pedimos que obtengan de Dios tales milagros.

Redescubramos la verdadera devoción

Pero no siempre, por desgracia, nuestro pueblo ha entendido así el pensamiento de la


Iglesia. Fanatismos hereditarios, cultos extraños e increíbles, tolerados durante siglos;
prácticas de piedad mezcladas con tradiciones supersticiosas, residuos del paganismo, han
acabado aquí y allá por alterar la verdadera devoción a los santos.
Han terminado por poner al revés la jerarquía de valores en la mente de muchísimos fieles,
clocando a los siervos de Dios en el lugar de Dios mismo. Han acabado por considerar a los
intercesores ante Cristo como ídolos sustitutivos de Cristo.

Para darnos cuenta, basta entrar en una iglesia, especialmente en los países latinos. Bosques
de velas y multitudes de devotos arrodillados ante una estatua, con frecuencia
artísticamente horrible, y nadie o casi nadie ante el sagrario.

Para esta gente, por desgracia aún bastante numerosa, aquel santo o aquella santa son toda
su religión. La devoción a ese determinado protector polariza toda su piedad. No saben ir
más allá de aquella oración preestablecida, de aquella novena, de aquella velita encendida
cada día ante esa estatua.
Para estos devotos su santo lo es todo. No es un intercesor de milagros. Es él el que hace
los milagros. No es un hermano que muestra los caminos de Dios con los luminosos
ejemplos de su vida. Para ellos es solamente un amigo que, en cualquier circunstancia y
apenas se le ruega, debe poner a Dios a su disposición.
Es un amigo cuyo cometido no es llevarlos hacia arriba, a su nivel, sino que debe descender
hasta ellos para proteger sus intereses terrenos y su vida materialista.
¿Quién de nosotros no ha visto como los carismas de algunos santos, especialmente los que
tiene fama de milagrosos, son utilizados, instrumentalizados y diría incluso que
comercializados a favor de la parroquia, del santuario o de la familia religiosa a la que han
pertenecido?.
Las gracias recibidas frecuentemente son intercambiadas por ofertas en dinero. El devoto
agraciado puede llegar a casa satisfecho de no quedar ya en deuda con su protector, puesto
que ha saldado su deuda abriendo la billetera...
Puede, incluso, volver a su vida de pecado lo mismo que antes. En cualquier caso, el voto o
promesa que había hecho no era el de cambiar de vida, sino el de pagar por el favor.

67
Aun ahora, ¿quién de nosotros no ha quedado escandalizado al ver el indecoroso comercio
que se practica en algunos santuarios?. Aquellos lugares benditos y santificados por las
virtudes de un alma de gigante que vivió allí en la oración, la contemplación y la penitencia,
deberían seguir siendo un oasis de paz y soledad para las almas sedientas de Dios; baluartes
de los valores del Espíritu.
Por el contrario, con las debidas excepciones, se han convertido en verdaderos y auténticos
mercados de objetos de devoción y de inventos innumerables para sacar dinero. Se han
transformado en los lugares preferidos para acoger diariamente caravanas ruidosas y
mundanas de parejas de novios, que pagan tarifas escandalosas, especialmente si pueden
celebrar el matrimonio en el altar del santo; y mucho más escandalosas si piden una sala
para recibir a sus invitados brevemente...
Santos el Señor, ¿cuándo volveréis a consagrar de nuevo estos lugares preferidos con el
perfume de vuestras heroicas virtudes que atraían a las almas en busca de los bienes
eternos?. ¿Cuándo se consagrarán nuevamente a la plegaria y a la alabanza divina?.

Y, por último, no podemos callar ante otro escándalo, todavía más difundido, unido al culto
de los santos. La instrumentalización del santo patrono para celebrar las fiestas mundanas.
Se gastan millones en iluminación, en fuegos artificiales, en conciertos de bandas,
orquestas y cantantes de fama. Millones que los comités de festejo recogen en nombre del
santo para que sea honrado de esta forma. Y los donantes se ilusionan, de buena fe, con la
idea de que lo están haciendo en honor del santo. Entre tanto, al santo se le deja casi solo en
la iglesia, mientras sus pretendidos devotos están en la plaza divirtiéndose.
Luego viene la procesión; y aquí hay un ejemplo de necedad aún más indecoroso. Se lleva
la estatua del santo paseándole por las calles cercanas a la parroquia, entre música, cantos y
estallidos de cohetes.
Y hasta aquí todo es pasable. Pero lo malo es que el santo debe detenerse de puerta en
puerta, como un mendigo, para pedir dinero, siempre más dinero, para hacer más rico y más
millonario a un cantante ya millonario, o más millonaria a una cantante que se exhibe con
vestidos, coplas y cantos que en verdad no honran al santo.
Los miembros del comité que dan escolta a la estatua tienen un solo objetivo: el de recoger
lo suficiente para cubrir los gastos¹.
___________
¹ Referencia, sobre todo, a ciertas fiestas patronales que se celebran en el sur de Italia.

Mañana, cuando haya acabado la fiesta, ¿qué habrá quedado?, ¿cuántas ovejas descarriadas
habrán vuelto al rebaño?, ¿cuántos, a ejemplo del santo, habrán decidido cambiar de vida?.
De todos modos..., todos están contentos porque ¡la gente se ha divertido!.

Sacerdotes y fieles, ¿cuándo podremos terminar con estas intolerables profanaciones?. No


se pueden abolir tradiciones seculares con leyes drásticas. Se correría el riesgo de obtener
un efecto contrario. ¿Entonces?.

68
Cuando al pueblo se le quita una cosa es preciso sustituirla por algo mejor. Y la “cosa”
mejor que debemos dar a nuestro pueblo es Cristo. Debemos llenar los corazones vacíos
con la alegría del Espíritu Santo. Debemos llenar sus corazones vacíos de Cristo. Debemos
enamorarlos de Cristo.
Entonces no tendrá ya necesidad de sucedáneos; porque la fiesta, la auténtica fiesta,
verdadera, continua, jubilosa..., ¡está dentro de ellos!.

Entonces volverán a descubrir a los santos en aquello que propiamente son: amigos íntimos
que nos llevan a Dios, modelos perfectos de Cristo propuestos para que los imitemos,
intercesores que se preocupan sobre todo de nuestra felicidad eterna.
Y luego, tener la valentía, de verdad mucha valentía, de celebrar la fiesta del santo en la
fecha establecida por el calendario de la Iglesia, celebrando en aquel día una solemne
liturgia. Pero separando las fiestas religiosas de toda manifestación mundana, sin colaborar
en nada con quienes pretendan enganchar a la fiesta litúrgica cualquier problema profano.
Pero, repetimos, ante todo, llenemos los corazones del Espíritu Santo.

Tras el velo
De los dones

“Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único” (Jn 3,16). Por lo tanto, Padre, no
puedo pedirte nada más. No debo pedirte nada más, porque ya me has dado todo.

Todo lo tuyo es mío, porque en una familia los bienes son comunes. Todas las cosas son
mías porque las creaste para mí.
Para mí resplandece el sol sobre los cielos.
Para mí la tierra y el mar producen toda suerte de alimentos.
Para mí has vestido de hierbas y flores las colinas y los valles.
Para mí cubriste las altas cimas de nieves eternas.
Para mí borbotean los manantiales, corren los ríos, hacen estruendo las cascadas, cantan las
frescas aguas de las fuentes.
Todo el universo lo creaste, Padre, para mí. Y todo me lo diste con infinita generosidad,
con tal de hacerme feliz.

Pero yo no me he quedado satisfecho. Aún me parece haber recibido muy poco; no tener
incluso nada. Me has dado un corazón más profundo que los abismos de los océanos, más
amplio que las infinitas extensiones de los cielos, que ni aun mil universos podrían llenar.
Y de este modo, aun siendo rico con tus mismas riquezas, me he sentido pobre e infeliz.

69
Y fue entonces, Padre, cuando te invadió la locura del amor, y me entregaste lo que había
de más precioso en el cielo, lo que había de más querido en tu corazón. Me diste a tu Hijo,
tu Unigénito, tu Hijo querido.
Aun siendo la sabiduría infinita, no pudiste encontrar un don más precioso.
Aun siendo el amor infinito, no encontraste manera de amarme más.
Crear para mí otros millones de mundos no te costaba nada. ¡Pero darme a tu Hijo te ha
costado tanto...! ¡Y, a pesar de ello, me lo diste!... Con un acto de infinita generosidad. Con
un gesto de divina locura. Sin que yo te lo pidiese. Más aún, ¡cuando era todavía tu
enemigo...!

Y de este modo, Padre, tu Preferido, el que es el objeto de tus eternas complacencias, ¡se ha
convertido en mi Jesús!... Un Dios todo mío. Un Dios todo para mí. Un Dios que vino a
encontrarme donde yo estaba, en lo más ínfimo de la miseria, trayéndome todo lo que tenía,
entregándome todo lo que era.
Y, de ese modo, en un instante me encontré rico con su misma riqueza, fuerte con su misma
fortaleza, puro con su misma pureza, santo con su misma santidad, feliz con su misma
felicidad, vencedor con su misma victoria.
Y de esa forma, sin mérito alguno por mi parte, me sentí miembro de la misma familia de
Dios, ciudadano de la patria eterna, sentado, con pleno derecho, a la misma mesa del Padre,
rey y Señor de los cielos y la tierra, que me parecieron reducidos a un grano de polvo bajo
mis pies.
Gracias, Padre, por haberme dado a Jesús.. el don más inefable, el don más sorprendente
que habías preparado para mí desde toda la eternidad. Por haberme bendecido “desde el
cielo, en Cristo, con toda clase de bendiciones espirituales” (Ef 1,3).

Así pues, Padre, no puedo llegarme hasta ti sin pedirte este o aquel don; no puedo venir con
gemidos a implorarte este o aquel favor.
¿Cómo podría venir a pedirte lo menos, cuando me diste ya lo más? ¿Venir a pedirte algo
cuando en él he recibido todo?. Con mis peticiones ingenuas, mezquinas, inútiles,
inconscientes, ¿no estaría diciendo prácticamente que Jesús no me basta?.
En él, en tu Jesús que es mi Jesús, tú has pretendido apagar todos mis deseos, saciar todas
mis ansias, responder a todas mis preguntas, satisfacer todas mis necesidades, resolver
todos mis problemas.
Dándomelo a él, el Jesús tuyo y mío, tú, Padre, has agotado la infinita capacidad de dar, has
agotado todos tus infinitos recursos.

Aceptar el don

Pero un don, para que lo sea de verdad, tiene que ser aceptado. Heredar un rico patrimonio
no quiere aún decir nada. Es preciso primero conocerlo, aceptar su entidad y su valor;
aceptarlo con reconocimiento, disfrutarlo con pleno derecho.
Debo convencerme en serio de que todo aquello que pudiste darme me lo diste, que la
entrega ha sido general, total, completa, que todos los demás dones que pudiera esperar
están comprendidos en este don.

70
Escribe San Pablo: “Todo lo que existe es vuestro, y vosotros sois de Cristo y Cristo es de
Dios” (1Cor 3,23). Por lo mismo, todo me pertenece. Todo es mío. Pero con una condición:
que yo sea de Cristo. Y es justamente ahí donde está nuestra tragedia. Muchos lo quieren
todo, pero no quieren ser de Cristo. Quieren los dones, pero ignorar a quien los da. Quieren
los milagros de Cristo pero no al Cristo de los milagros.
Por lo tanto, Señor Jesús, tú eres como el médico, a quien llamamos en caso de necesidad.
Al que, pasado el peligro, preferimos no ver.
Estos lo quieren todo del Padre, pero no te quieren a ti, que eres el todo el Padre. Quieren la
salud, la vida; pero no te quieren a ti, que eres la vida. Quieren la alegría, la paz; pero no te
quieren a ti, que eres la paz y la alegría. Quieren que tú pases un momento delante de su
puerta distribuyendo regalos, pero no quieren que entren en su casa.

De esta forma se condenan a no recibir nada. Porque no se puede tener la luz sin el sol.
Porque no se pude separar el río de la fuente.
He aquí por qué tantas oraciones no son escuchadas, tantos enfermos no son sanados.
Satanás ha sido habilísimo para hacernos sobrevalorar los dones del Padre y, a la vez,
ocultarnos el don del Padre. Y así, nos reducimos a hacer de eternos mendigos de cualquier
bagatela, cuando podíamos ser los dueños de riquezas infinitas. Y a todos los pedigüeños,
míseros e infelices, que viven de gemidos y lloriqueos, les repite Jesús lo que le dijo a la
mujer de Samaria: “El que bebe de esta agua vuelve a tener sed, pero el que beba del agua
que yo le daré no volverá a tener sed” (Jn 4,13-14).
Con el don del Hijo todos los demás dones han salido del corazón del Padre. A todos
nuestros ruegos, a todas nuestras necesidades, el Padre ha dado respuesta con una sola
palabra: ¡Jesús!. Todos los dones con los que podía enriquecernos están contenidos en este
don: ¡Jesús!...

El don y los dones

Pero alguien pudiera objetar: “¿No enseñó Jesús también a pedir los dones?”. Por ejemplo,
he aquí uno: el pan de cada día. “Danos hoy el pan que debemos esperar” (Mt 6,11).
¡No, hermanos!. ¡No me digáis que Jesús haya querido hablar en este caso justamente del
pan de nuestras mesas!. En el contexto del mismo sermón de la montaña, Jesús dijo. “¿Por
qué, pues, tanto preocuparos por lo que vais a comer o beber o por lo que vais a vestir?. De
esas cosas se preocupan los que no conocen a Dios. Pero vuestro Padre sabe que necesitáis
todo eso” (Mt 6,31-32).
¡Ciertamente!. Porque todo Padre tiene la obligación de atender a las necesidades de sus
hijos, sin que continuamente se lo estén pidiendo.
No nos cabe imaginar que un padre riquísimo y loco de amor por sus hijos pretendiese que
éstos, cada mañana, tuviesen que ponerse de rodillas a sus pies para suplicarle: “¡Papá, te
rogamos que hoy también nos des de comer!”.
Ahora bien, nuestro Padre celestial es un Padre infinitamente rico y loco de amor por
nosotros. Por lo tanto, no podrá menos de darnos el pan de la abundancia, sin necesidad de
que tengamos que pedírselo. “Por lo tanto, buscad primero el reino de Dios y todo lo bueno
que éste supone, y esas cosas vendrán por añadidura” (Mt 6,33).

71
He aquí, pues, la única demanda que el Padre espera de nosotros: “Venga tu reino” (Mt
6,10). Una vez entrados en él, todas las cosas del reino nos pertenecen por derecho. Sin
necesidad de andar pidiéndolas.
Y la única, la auténtica riqueza del reino “que está dentro de nosotros” no es otra que él,
Jesús, dentro de nosotros. Él solamente es el pan de los hijos del Padre y de los herederos
del reino.
A todos los que esperaban todavía comer el pan multiplicado, él les dijo: “Afanaos no por
la comida de un día, sino por la comida que permanece y da vida eterna, la que dará el Hijo
del hombre a quien el Padre Dios señaló con su propio sello” (Jn 6,27).
Y más claramente todavía: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo: el que coma de este pan
vivirá para siempre” (Jn 6,51). “Yo soy el pan que da la vida. El que viene a mí nunca
tendrá hambre” (Jn 6,35).
Este es, pues, el único pan que deben pedir al Padre los hijos de Dios: “Mi Padre es el que
os da el verdadero pan del cielo. El pan que Dios os da es el que ha bajado del cielo y da
vida al mundo” (Jn 6,32-33).

Lo mismo hay que decir en cuanto se refiere a los dones del Espíritu Santo. Los carismas
no son dones con valor por sí mismos, separados de la fuente.
El Espíritu no viene para darnos este o aquel don en cajitas cerradas. Él nos entrega el don
del Padre, que es la fuente, el compendio y la suma de todos los dones. Nos trae a Jesús. Y
es Jesús, que vive en nosotros, el que hace actuar sus dones de acuerdo con su completa y
absoluta voluntad, cada vez que la gloria del Padre lo aclama. Lo mismo que hizo cuando
estaba físicamente en la tierra.
Por lo tanto, nadie puede decir: “Yo tengo este o aquel don”. Porque nosotros somos tan
sólo canales; y el canal da sin quedarse con nada para sí. Sin saber si la fuente volverá a
llenarlo o cuando lo llenará.
Por lo tanto, nadie puede decir a un hermano o a una hermana, mientras se está rogando por
él para que reciba el bautismo en el Espíritu: “Tú tendrás este o aquel don”. Porque es Jesús
en nosotros, y solamente él, quien decidirá en cada ocasión si va a manifestar su gloria por
medio de nosotros y cuándo lo va a hacer.
A pesar de ellos, todos podemos decir: “Yo tengo en mí la fuente de los dones; tengo a
Jesús y dejo en sus manos decidir cuando va a servirse de mí para manifestar su gloria”.
El Espíritu no nos trae cualquier cosa de Jesús, sino al Jesús total. Y si nosotros lo
aceptamos en verdad integralmente, sin limitaciones, restricciones, ni condicionamientos,
no podremos también por menos ver la manifestación de sus dones.

¿El don sin los dones?

Pero ¿qué decir de tantos que, a pesar de haber aceptado en su vida a Jesús, don del Padre,
no han recibido o no han visto jamás las manifestaciones de los demás dones?.
Son muchas las personas, incluso piadosas y fervorosas, que, habiendo dedicado toda su
vida a su servicio, están atormentadas por innumerables desgracias en el cuerpo y en el
espíritu, son oprimidas por angustias de todo tipo, se sienten débiles y vacías, inquietas y
desoladas. Deberían tenerlo todo. Sin embargo, si les oímos hablar o les miramos a la cara,
parece que nada han recibido.

72
Respondemos que cuando el Verbo bajó del cielo y se hizo hombre, todos los dones del
cielo partieron en dirección del hombre. Cuando el Hijo de Dios se convirtió en Hijo del
hombre, todos los dones de Dios se convirtieron en patrimonio de los hombres. Y el acto de
donación fue definitivo e irrevocable. El Padre, dándonos a su hijo, nos lo dio todo con él.
Pero tantas bendiciones del cielo, tantos dones venidos de las manos infinitamente
generosas del Padre, no han llegado, y acaso lleguen nunca, a su destino. No por culpa del
donante, ciertamente. Como no es culpa de la energía eléctrica si mi habitación sigue a
oscuras. Como no es culpa del sol cuando las nubes nos privan de su luz.
La culpa, por el contrario, es de los bloqueos, de las barreras, de los obstáculos, entre el
donante infinitamente magnánimo y los destinatarios que tendrían derecho a ellos.
¿Cuántos y cuáles son esos bloqueos que vuelven inútiles los dones de Dios?.
Recordaremos los tres más importantes: el primero está dentro de nosotros; el segundo son
las personas, las instituciones, las cosas de las cuales dependemos; el tercero es la acción de
Satanás.

El primer bloqueo está en nosotros mismos. Nuestro pecado más grande es el de poner
límites a Dios. Al contrario de cuanto sucede entre los hombres, que nunca están
satisfechos con lo que tienen, sino que siempre quieren tener más, nosotros, los cristianos,
queremos tener menos, mucho menos, de cuanto Dios quisiera darnos.
Son muchas las almas, incluso fervorosas, educadas en la escuela de una ascética según la
cual las relaciones con el Padre del cielo se basa más en lo que él nos quita que en lo que
nos da, más en lo que quiere recibir que en lo que quiere otorgar, más en lo que ellos le
deben que en lo que él les ha concedido. No terminan de convencerse de que tienen un
Padre que les quiere mucho de verdad, que les ama, sin condiciones y sin límites, que ha
dado y quiere dar tanto, sin medida y sin contraprestaciones.
Están convencidos de que el Señor está allí con la balanza para pesar sus méritos, y que
proporciona los dones de acuerdo con su generosidad. Y como creen que no tienen mérito
alguno, no esperan de él fuera de juicios y castigos.

Por otra parte, estas almas tienen miedo de tomar en serio las promesas de Cristo, de creer
que efectivamente los dones que Jesús ha prometido les pertenecen a ellos de derecho, de
creer que las palabras de Jesús significan lo que dicen.
Si Jesús dijo: “El Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan” (Lc 11,13);
“El que cree en mí hará las mismas cosas que yo hago y aún mayores; pues ahora me toca
irme al Padre” (Jn 14,12); “A los que crean en mi nombre les acompañarán estas señales:
Echarán espíritus malos, hablarán lenguas nuevas, tomarán con sus manos serpientes y, si
beben algún veneno, no les hará ningún daño; pondrán las manos sobre los enfermos y los
sanarán” (Mc 16,17-18); “Nada os será imposible” (Mt 17,20)..., entonces debo creer que él
ha querido expresar lo que las palabras dicen, tal como suenan. Porque Jesús no dijo una
sola palabra inútil o superflua.
Todas sus palabras están preñadas de realidades magníficas y llevan consigo la señal de la
infalibilidad. Y esto no es un simple fundamentalismo. Creer que somos lo que él ha dicho
que somos; creer que tenemos lo que él ha dicho que tenemos; creer que podemos hacer lo
que él ha dicho que podemos..., no es fundamentalismo.

73
Los santos han hecho milagros porque han creído ciegamente en las palabras de Jesús. San
Peregrino, por ejemplo, se maravillaba de que otros hombres no hicieran los mismos
milagros que él hacía.
A fin de cuantas, dogmas como, por ejemplo, la Inmaculada Concepción de María, la
presencia real de Jesús en la eucaristía, la confesión, el primado de Pedro, etc., ¿no se
fundan en la interpretación literal de algunas expresiones de la Sagrada Escritura?. Y, sin
embargo, no por eso somos fundamentalistas.
Antes de condenar ciertas ideas como fundamentalistas, como protestantes, como
pentecostalistas, etc., veamos si son bíblicas, si tienen un sólido fundamento bíblico. Si son
bíblicas, deben ser también católicas. Si son bíblicas y no son católicas, tratemos de ver si
hemos abandonado algo en el camino.
Si encerramos nuestras ideas dentro de recintos impenetrables, no dejamos en libertad al
Espíritu Santo para enriquecernos con nuevas infusiones de verdad.
Si decimos: “Jesús dijo...; si, pero...”. Ese “pero” viene del diablo.
Yo soy perdonado, justificado, liberado, fuerte, rico, poderoso, feliz, triunfador, si creo que
Jesús me ha revestido de tales dones.
Yo soy pobre, mísero, débil, enfermo, abatido, vencido, vacío, desgraciado, si no tomo en
serio sus palabras. Y esto solamente es tener fe en sus palabras.
Por lo tanto, hay dones de Dios que quedan bloqueados por la falta de fe en sus palabras.
Otros son bloqueados por la soberbia, cuando no queremos vaciarnos de nosotros mismos.
Jesús dijo: “No llevéis nada para el camino: ni bastón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, ni tengáis
dos túnicas” (Lc 9,3). A nosotros nos diría: “No llevéis con vosotros el bagaje de vuestras
ideas, de vuestro nombre, de vuestra autoridad, de vuestra dignidad... Los dones del
Espíritu Santo se mostrarían tal como son sólo cuando estén en contraste con nuestra nada.
Los santos tuvieron el coraje de crear en ellos la nada absoluta, y así fue como el Espíritu
Santo fue todo en ellos.

El segundo bloqueo está constituido por las personas, las cosas y los ambientes de los
cuales dependemos.
Es la malicia de los hombres. Es su ceguera espiritual. Los fariseos se creían los únicos
guías iluminados porque observaban la ley. Pero Jesús los llamó “Guías ciegos” (Mt 23,16).
Son ciertas ideas preconcebidas que se quieren imponer a los demás; es la falsa prudencia,
que es sinónimo de bellaquería; es la ignorancia culpable; es la envidia; son los celos.
Que tremenda responsabilidad asume un superior, un jefe de familia, un pastor de almas, un
responsable de comunidades, cuando en vez de hacer de canal se convierte en obstáculo
para que los dones del Espíritu Santo lleguen a sus destinatarios.
Que tremenda responsabilidad asumimos los sacerdotes cuando nos obstinamos en cerrar
los ojos a las señales de Dios, que nos hablan con tanta evidencia. Cuando juzgamos y
condenamos, con imperdonable ligereza, todo lo que no entra dentro de ciertos esquemas
mentales nuestros, subjetivos e infundados.
Dios respeta la libre voluntad de los hombres, pero le llora al corazón cuando ve cómo se
rechazan aquellos dones que debieran haber hecho felices a tantos hijos suyos.

74
El tercer bloqueo es el que podríamos llamar la falsa acción de Satanás. Él lo tiene todo
perdido: a Dios y a sus dones. Y ejercita todas sus mañas para lograr que también nosotros
lo perdamos todo.
Son muchas las armas que utiliza. Con algunos, para hacerles perder a Dios. Con otros,
para que pierdan los dones de Dios. Aquí hablamos de estos últimos; es decir, de los
esfuerzos que hace Satanás para que los hijos de Disonó reciban los dones del Espíritu
Santo a los que tienen todo el derecho. Y si acaso los reciben, para que no los utilicen.
Y el arma formidable que tiene en sus manos se llama “miedo”.
El Espíritu Santo es libertad. Satanás es miedo. Y es con el miedo como él bloquea la
acción del Espíritu en muchas almas. Es con el miedo como él consigue debilitar la fuerza y
la vitalidad del Cuerpo Místico. Es con el miedo como logra paralizar a ciertas
comunidades religiosas, a ciertas parroquias, a ciertos grupos carismáticos, a ciertas
actividades apostólicas.
Miedo del superior. Miedo del párroco. Miedo del obispo. Miedo de la santa Sede. Miedo a
la Iglesia. Hay un círculo de miedo que rodea a todos los miembros del Cuerpo Místico de
Cristo.
Ahora bien, a la Iglesia tenemos que amarla como amamos a Cristo, tenemos que servirla
con fidelidad y generosidad, tenemos que obedecerla con humildad y docilidad. Pero no
tenemos que tenerle miedo.
El miedo no viene nunca de Dios, sino de su adversario. Por lo tanto, quien agita el
fantasma del miedo frente a toda manifestación del Espíritu no habla en nombre de Dios.
Porque Dios es amor, y el amor –dice Juan- elimina todo temor. Por lo tanto, la Iglesia –que
debe ser la Iglesia del amor- no debe inspirar, sino expulsar todo temor del corazón de los
hijos de Dios. Porque estos hijos la aman inmensamente. Y con los dones del Espíritu Santo
lo único que hacen es robustecerla y construirla.
“nosotros no contestamos a la Iglesia”, dijo alguien, hace tiempo, en un congreso
carismático; “nos contestamos a nosotros mismos”.
Exactísimo, querido amigo; pero debemos ante todo entendernos acerca del concepto de la
Iglesia. Si por la Iglesia entendemos la jerarquía, su magisterio y sus directrices, es evidente
que nosotros ni siquiera de lejos soñamos con protestarlos, sino que profesamos la más
absoluta e incondicional obediencia. Pero si por la Iglesia entendemos también el Pueblo de
Dios, es decir, cada uno de nosotros, entonces tenemos el derecho y el deber de denunciar
ciertas cosas que no funcionan, que deben ser revisadas y corregidas. Porque también
nosotros somos Iglesia. También nosotros actuamos; es decir, construimos la Iglesia.

Demasiada gente cree que puede imponer directrices o reclamar obediencia en nombre de
la Iglesia, mientras no tienen derecho a ello.
Demasiada gente se sirve de ka Iglesia para poder dictar leyes y dominar sobre grupos y
comunidades que no pueden reaccionar en contra.
Demasiada gente sofoca los dones del Espíritu, siguiendo directrices de personas privadas
que dicen hablar en nombre de la Iglesia, cuando no es así.
Hermanos, los hijos de Dios tenemos que liberarnos del miedo. Porque el Padre tiene hijo y
no esclavos. “Si el Hijo os hace libres seréis realmente libres” (Jn 8,36).

75
La Iglesia tiene el derecho de guiarnos, de corregirnos, de amonestarnos, como hace una
madre con su hijo. Pero nadie tiene el derecho de agitar el espantapájaros de la Iglesia para
sofocar todo entusiasmo del corazón, toda manifestación del Espíritu.
Cuando cualquier encuentro de oración, cualquier reunión de religiosos o de laicos está
dominada por el miedo, allí está el espíritu del miedo; es decir, allí está Satanás. No está el
Espíritu Santo. Por lo tanto, nuestra obligación no es la de pedir los dones del Padre, sino
de eliminar los obstáculos para que estos dones que han partido ya del corazón del Padre
invadan el corazón de los hijos. En consecuencia, nuestra oración al Padre no está dirigida a
pedir lo que ya me ha dado, sino a lograr que nos llegue en verdad lo que nos ha sido
destinado.
Cuando dijo Jesús: “pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad a la puerta y os
abrirán” (Mt 7,7), no creo que quisiera darnos a entender que el Padre tiene la puerta
cerrada y que la abre solamente si nosotros le importunamos. Si el Padre tiene siempre el
corazón abierto, ¿cómo puede tener cerrada la puerta?. Por el contrario, yo creo que la
puerta que hace falta echar abajo no es su Corazón, sino la puerta que Satanás ha trancado
ante nuestros ojos para no dejarnos ver su Corazón.
Y cuando dice: “Os aseguro que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, él os lo dará”
(Jn 16,23), Jesús quiere decir que es él el que debe ir con nosotros al Padre. Es él el que
debe pedir, porque es él a quien el Padre siempre hace caso. Y ese “todo”, ¿qué es sino él
mismo?. Él es ese “todo del Padre y el “todo” para nosotros. Porque sin él... todo es nada.
Por lo tanto, el él, tu Jesús y mi Jesús, lo que debo pedirte, Padre, para tener algo.
Pero tú, Padre, me has dado ya a Jesús. Y en él me has dado todo lo más.
Yo soy el que no lo he recibido aún todo, integralmente, tal como me lo has dado.
Justamente por eso no tanto todavía lo que con él me has dado. Y entonces, Padre, mi
oración, de ahora en adelante, será una sola. No te pediré ya cosa alguno, sino a él solo, que
es tu “todo”, para que también se convierta en mi “todo”. Te pediré sólo una cosa: Que el
Espíritu Santo realice en mí una nueva encarnación.

Padre, ¡dame a Jesús!.


Cuando estoy enfermo, dame a Jesús porque él es la salud.
Cuando me siento triste, dame a Jesús porque él es la alegría.
Cuando me siento débil, dame a Jesús porque él es la fortaleza.
Cuando me siento preocupado, dame a Jesús porque él es el descanso.
Cuando me siento nervioso, dame a Jesús, porque él es la paz.
Cuando me siento solo, dame a Jesús porque él es el Amigo.
Cuando me siento tentado, dame a Jesús porque él es la Victoria.
Cuando me siento en tinieblas, dame a Jesús porque él es la Luz.
Cuando me, siento vacío, dame a Jesús porque él es la Plenitud.
Cuando me siento pecador, dame a Jesús porque él es el Salvador.
Cuando tengo necesidad de amor, dame a Jesús porque él es el Amor.
Cuando tenga necesidad de paz, dame a Jesús porque él es el pan de vida.
Cuando tengo necesidad de dinero, dame a Jesús porque él es la riqueza infinita.
Padre, cualquier cosa que sea lo que te pido, para cualquiera de mis necesidades,
respóndeme con una sola palabra, tu palabra eterna: ¡Jesús!...

76
Tras el velo
Del apostolado

Señor Jesús, tú no tienes necesidad de nuestra actividad para salvar al mundo. Tú solo eres
el salvador, y no puede haber ningún otro. Nosotros somos únicamente los salvados.
Tú sólo eres el único que libera al hombre de todas las esclavitudes que le acontecieron
desde la maldición del edén. Nosotros somos únicamente los liberados.
Tú solo, Salvador del mundo, sabes como salvar al mundo. Nosotros sabemos únicamente
como perderlo.
Salvar almas es obra exclusiva de Dios. Por eso el Padre te la pidió a ti, y solo a ti; lo
mismo cuando te guardó en depósito en el seno de una virgen que cuando te abandonó
sobre la cruz. Y tú la llevaste a cabo abundantemente, con el precio de tu sangre, a favor de
los hombres, desde los dos primeros que fueron arrojados del edén hasta los que verán caer
las estrellas del cielo.
Mas, para ser eficaz, tendrá que ser llevada a cabo. Y también éste es un quehacer
exclusivamente tuyo. Tú la has iniciado y tú tendrás que completarla, hasta que el último
hombre, con el pie en los umbrales del juicio universal, haya entrado en el redil.
Señor Jesús, tú no puedes tener sucesores. Para continuar y completar la obra de un Dios,
no cabe otra solución que contar con otro Dios. ¿Quién se atrevería a poner las manos en la
obra maestra de ingenio que ha quedado incompleta?.
Por eso tu misión entre nosotros no se agotará el día de tu retorno al Padre. En efecto,
aquella tarde, que parecía la última de tu vida, dijiste a los tuyos: “no os dejaré huérfanos,
sino que vuelvo a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá más, pero vosotros si que
me veréis, porque yo vivo y vosotros también viviréis” (Jn 14,18-19).
Y cuando volviste al Padre, poco antes de desaparecer entre las nubes, quisiste todavía una
vez más asegurarles que tu marcha no tenía en manera alguna el sentido de una separación
definitiva. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

“Yo... con vosotros... todos los días”. Por lo tanto, ellos, los apóstoles y todos los que
vendrán después de ellos, no serán los sucesores de alguien que ha terminado su misión. No
serán los delegados de alguien que no está ya en condiciones de actuar por sí mismo. No
serán los embajadores de un soberano lejano y ausente. No serán los sustitutos de un
Salvador que se ha ido.
“Yo estaré con vosotros...”. Tú mismo exactamente, Jesús, estarás con ellos. Tú, con tu
persona viva, real, presente.
Por lo mismo, no solamente con tu asistencia, no solamente con tu doctrina, no solamente
con tu autoridad, no solamente con tu misión, no solamente con tu gracia, no solamente con
tus dones. No, con tu persona. La misma que salió del seno del Padre. La misma que María
dio a luz. La misma que salió viva y gloriosa del sepulcro. Tú mismo estará con ellos todos
los días...
Esa había sido, en efecto, la oración más apasionada que dirigiste al Padre poco antes de
que la cruz hiciese parecer que en adelante estabas separado de los tuyos para siempre. “Así
estaré yo con ellos y tú en mí, y alcanzarán la unión perfecta. Entonces reconocerá el

77
mundo que tú me enviaste y que les he dado a ellos el mismo amor que a mí me diste” (Jn
17,23). “para que el amor con que me has amado permanezca en ellos y yo también esté
con ellos” (Jn 17,25).

Y el Espíritu Santo será el artífice incomparable de esta nueva encarnación. Aquel Espíritu
que de Verbo eterno del Padre te había convertido también en Hijo del hombre, te hará
nuevamente reencarnar en cada apóstol para continuar cumpliendo el mandato del Padre.
El Espíritu vendrá “y permanecerá siempre con vosotros” (Jn 14,16), pero no como un
sucesor tuyo. Ni siquiera como un continuador de tu obra.
Él vendrá para hacerle presente en ellos, para que tú “estés con ellos todos los días”; “No
vendrá con un mensaje propio, sino que dirá lo que ha escuchado y os anunciará las cosas
futuras” (Jn 16,13). “Me glorificará, porque recibirá de lo mío para revelároslo a vosotros”
(Jn 16,14).
A ti, Jesús, que subiste al cielo, el Espíritu no podrá encontrarte más sucesor que tú mismo,
retornado del cielo.

Nuestra parte

Pero entonces, Señor, ¿cuál será la misión de tus apóstoles? ¿No dijiste a los primeros y a
los sucesores: “Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos”? (Mt 28,19). Si van a
ser ellos quienes van a ir y tú estarás con ellos cada día, ¿cuál será tu parte en la misión y
cuál será la de ellos?.
Bueno, tu mismo has atribuido a cada quien su trabajo con una claridad meridiana: “Ahora
os voy a enviar al que mi Padre prometió. Por eso quedaos en la ciudad hasta que hayáis
sido revestidos de la fuerza que viene de arriba” (Lc 24,49). Por lo tanto, tu responsabilidad
es la de revestirles de una fuerza sobrehumana. La suya es la de dejarse hacer.
Y esa fuerza no es otra cosa que tu presencia en ellos, de acuerdo con la promesa: “Voy y
vuelvo a vosotros”. Por lo mismo, su tarea consiste en dejarse llenar de ti.
Pero de la misma forma que cuando dos seres se unen es el mayor el que absorbe al menor,
es el inferior el que se sacrifica por el superior, es el más pequeño el aun muere para que el
más grande tenga vida, serán ellos los que serán absorbidos por ti. Serán ellos los que
mueran para que tú vivas en ellos. Y San Pablo, el apóstol por antonomasia, tuvo mejor que
nadie esta experiencia: “Y ahora no soy yo el que vive, sino que es Cristo el que vive en
mí” (Gál 2,20).
Has dejado en el cielo tu cuerpo glorioso para delicia de los santos y los ángeles, y aquí
sobre la tierra tomas nuestros cuerpos, para continuar por ellos y en ello glorificando al
Padre tuyo y nuestro hasta el último día del mundo, cuando cerrando el libro de la historia
de la humanidad se lo entregues a él con las mismas palabras de aquella noche: “Te he
glorificado en la tierra con la obra que me encargaste. Ahora, Padre, dame junto a ti la
misma gloria que tenía a tu lado desde antes que comenzara el mundo” (Jn 17,4-5).
Tú solo, Señor Jesús, eres el verdadero, el único, el perfecto glorificador del Padre. Tú solo
sabes cuáles son las obras que le glorifican. Tú solo sabes cómo llevarlas a cabo.
De mí no puedes esperar grandes cosas, Señor. Es más, no puedes pretender nada; porque
ya sabes que soy como un niño que juega en la habitación de su padre y es capaz tan sólo

78
de poner todo en desorden y de arruinarlo todo. Como un profano que presume de poner las
manos en una máquina demasiado complicada.
La actuación que a mí me pides es tan sólo una: que yo te deje manos libres para que te
permita realizar en mí tus obras.

Como instrumentos

Me pides que me deje utilizar por tu Espíritu como un simple instrumento en sus manos;
como el poeta tiene necesidad de pluma y de papel; como el pintor tiene necesidad de tela y
de pinceles; como el trabajador tiene necsidad de sus instrumentos de trabajo.
Pero los instrumentos, por su misma naturaleza, están siempre disponibles para ser
utilizados de acuerdo con la voluntad de quien los usa; están indiferentes para ser usados o
mantenidos en reposo; están indiferentes para ser usads a fin de llevar a cabo obras de arte
o trabajillos sin valor. Están gozosos de agotarse con tal de que la obra se lleve a cabo.
Están contentos cuando se les deja de lado o se les abandona una vez que terminó el trabajo.
De este modo, Señor, quieres que sea yo. Siempre pronto, siempre dócil, siempre
disponible en tus manos. Siempre indiferente para estar en este o aquel puesto. Siempre
indiferente para llevar a cabo este o aquel trabajo. Siempre indiferente para ser utilizado o
abandonado.
Como instrumento, no tengo que preocuparme de lo que debo hacer, sino de lo que debo ser.
No puedo hacer proyectos, sino que debo estar siempre disponible para seguir los tuyos.
Solamente cuando llegue a ser aquel que tú quieres que sea, serás libre para hacerme
ejecutar lo que tú quieres que yo haga. Y habré llevado a cabo cuanto de mí estabas
esperando.
Solamente cuando te haya permitido hacer de mí un hombre nuevo, tendrás la oportunidad
de utilizarme para hacer un mundo nuevo.
Solamente cuando yo haya desaparecido, y seas tú quien vive en mí, el mundo verá en mí
tus obras.
No quiero decir que tengamos que ser instrumentos pasivos; o que tú nos quieras manejar
como pequeñas marionetas. Somos criaturas racionales y libres, dotadas de facultades y
talentos, que son también dones tuyos. Lo que tú quieres de nosotros, Señor, es que nos
consideremos más que simples instrumentos. Que no invirtamos los términos y nos
consideremos los agentes principales.
De hecho, para que no caigamos en esta tentación o en otra todavía peor, como sería una
presuntuosa y falsa autosuficiencia, tú mismo, Jesús, nos has advertido con una claridad
inequívoca: “Si alguno permanece en mí y yo en él, produce mucho fruto; pero sin mí no
podéis hacer nada” (Jn 15,5).

Nada y todo

“¡Sin mí...nada!”
¿Qué quiere decir exactamente ese “mí"? Señor Jesús, no es simplemente tu ayuda, no es
simplemente tu asistencia, no es simplemente tu amistad, no es simplemente tu inspiración,
no es siquiera solamente tu gracia.

79
¡No, Señor...! Ese “mí” es una Persona. Una Persona viva, real, presente, existencial. Ese
“mí” eres tú vivo, con tu presencia viva y actuante en mi vida. Lo habías dicho ya antes en
otra ocasión muy claramente: “Si alguien permanece en mí y yo en él...” Dos pronombres
personales que no pueden indicar más que una sola persona.
“¡Sin mí... nada!” Por lo tanto, eres tú quien hace todo en mí. Por lo tanto, sin ti incluso mis
obras más grandes equivalen a la nada absoluta. Por lo tanto, también es verdad lo contrario;
sin ti no puedo hacer nada; contigo lo puedo hacer todo.
Puedo hacer las mismas obras que tú has hecho, porque serás tú mismo quien las hace.
Porque tu presencia en mí no es está tica, sino dinámica. No es inerte, sino incesante y
divinamente activa.
Y tú producirás en mí los mismos frutos de entonces, cuando dijiste que debías “hacer el
trabajo que el Padre me ha encomendado mientras es de día, porque la noche vendrá
cuando caigan las estrellas del cielo. Hasta que no caiga sobre el mundo esa noche eterna,
tú seguirá aún encarnándote en cada hombre para continuar realizando las obras del Padre.

Y nos parece una crítica exagerada e injusta cuando a todo esto alguien viene a decirnos
que tú no eres “un Dios intervensionista”, “un Dios tapagujeros”, sino “un Dios misterioso,
trascendente e inefable”.
Es verdad que no eres un Dios intervensionista: eso sería demasiado poco. Tú no eres para
nosotros un Dios que “interviene” en determinadas circunstancias; sino un Dios “que ya ha
venido”, que estás siempre con nosotros y en nosotros, que estás más íntimo a nosotros que
nosotros mismos.
Es verdad que no eres un “Dios tapagujeros”; sería demasiado poco. Tú no te contentas con
tapar algún agujero, sino que quieres hacerlo todo. Y nos has advertido, sin equívocos, que
sin ti no podemos hacer absolutamente nada.
Es verdad que eres “un Dios misterioso, trascendente e inefable”. Pero también en verdad
que no quieres ya ser así y solo eso para nosotros.

Para nosotros eres un Jesús íntimo, un Jesús hermano, amigo, que quiere vivir con nosotros
y en nosotros. Un Jesús que quiere ocupar más espacio en nuestra vida de lo que hasta el
momento le hemos concedido. Un Jesús que quiere que le dejen más libertad de acción en
nosotros para hacer más de lo que le hemos dejado hacer hasta el momento. Un Jesús que
quiere convertirse en nosotros, para que nosotros no hagamos nada más sin él.

“Permaneced en mí”

Pero, Señor Jesús; que hay cosas que hacer es evidente. Y son muchas. Y son difíciles. Y
son urgentes.
Mira: problemas y problemas que se amontonan y requieren una solución; edificios que
terminar; obras parroquiales que absorben y exigen cada día más dinero e inagotables
energías; organizaciones a las que apoyar e incrementar; obras sociales que desarrollar;
estudio, actualización, escuelas, predicación, oficina, correspondencia... Y tantas otras
cosas, Señor, que nos absorben, nos fatigan, nos dejan sin respiración.
¿debemos, acaso, cruzarnos de brazos y esperar que todo lo hagas solo?

80
Tú no has dicho tal cosa; tú no has dicho que no hagamos nada. Has dicho que no hagamos
nada sin ti. Has dicho que, cuando se trata de tus obras, de tus intereses y los de tu Padre, el
honor principal te corresponde a ti.
Debemos, ciertamente, llevar a cabo todas estas cosas, pero permaneciendo unidos a ti.

“Permaneced en mí y yo permaneceré en vosotros” (Jn 14,4). Con esta sola condición


podemos ya realizar tus obras. Porque entonces serás tú mismo quien las haga. No
sustituyéndonos por ti. No anulando nuestra personalidad, sino identificándote con nosotros.
Y cuanto más perfecta sea esta identificación, más prodigiosamente abundantes serán los
frutos.
Cuanto más unidos estemos contigo, más nuestro trabajo se convertirá en asunto tuyo, más
asumirás tú la responsabilidad y más garantizado estará el éxito. Y entonces ya no habrá
que correr y afanarse tanto, porque las almas vendrán, nos asediarán, nos buscarán, incluso
si nos hemos encerrado en una gruta.
Y cuando en una parroquia o en una comunidad haya un solo Esteban lleno del Espíritu
Santo, no será necesario utilizar el cine, el fútbol o los billares.
“Permaneced en mí y yo en vosotros” quiere decir que nuestras dos personas se han
convertido en una sola. Por tanto, no puede haber motivo alguno, por santo que sea, que nos
pueda separar. Por tanto, incluso las actividades más importantes y más santas de nuestro
ministerio no nos autorizan, ni por un instante siquiera, a separarnos de ti.
Por lo tanto, debemos hacerlo todo, pero permanecemos unidos a ti, no saliendo fuera de ti.
Nuestras obras tendrán valor únicamente si las hacemos mientras seguimos inmersos en ti.
Tú has dicho a uno de tus confidentes: “Os dejáis llevar tanto de la actividad que tenéis
siempre algo en la cabeza o en el corazón. Os resulta difícil descansar entre mis brazos,
renunciando a vuestra vida natural. Sois como los bebés, que prefieren siempre andar dando
traspiés. Pocas almas me dejan el consuelo de dejarse llevar en mis brazos. No se llega a
eso frecuentemente más que después de bastantes años de purificación. Sin embargo, es el
reposo más provechoso y fecundo para la humanidad, porque el alma me sirve de velo
dejándome a mí toda la acción. Yo la muevo y dirijo en todos los sentidos a mi gusto...
como esos reflectores que irradian la luz aquí o allá donde desea el que los utiliza.
Al alma le parece que no hace nada; y realmente su trabajo es poca cosa, pues se limita a
permanecer abandonada en mis manos.
Pero ¿es poca cosa el permitir a vuestro Señor un campo más amplio de acción? El ligero
trabajo del alma para “entregarse al abandono”, que también requiere vigilancia, esfuerzo y
mortificación, supera el valor de todos los apostolados, porque “en éstos trabaja la criatura,
pero en aquéllos días trabaja Dios” ¹.
________
¹ Cf L. L.: Supremo apello. Librería Propaganda Mariana. Roma 1975 75-76.

Pero Satanás continúa haciendo de la suyas; lo que ha hecho siempre desde el principio:
separar al hombre de Dios. De diversos modos y con distintas tácticas.
Para algunos esta separación llega a ser completa, total, consciente, querida, profesada,
ideológica.
Para otros es una separación práctica, en cuanto al modo de vivir, de pensar, de actuar, aún
sin renegar del propio credo.

81
Pero hay otra clase de separación, la más engañosa, la más sutil e imperceptible, que
Satanás se arregla para conseguir con las almas buenas y generosas que han dedicado su
vida al servicio de Dios.
Con estas almas él utiliza todas las fórmulas para sustituir, en su mente y en su corazón, a
Dios por las obras de Dios.
Son la tentación más peligrosa para los que nos dedicamos al apostolado; y la más grande
satisfacción de Satanás cuando consigue separarnos de ti, aunque sea con los más preciosos
pretextos. Él sabe muy bien que nosotros, si estamos contigo, somos fuertes y poderosos
como tú, somos invencibles como tú, somos intocables como tú.
Pero, si nos alejamos de ti, somos débiles, vulnerables, indefensos, turbados, nerviosos,
inseguros, insatisfechos, angustiados. Incluso cuando desperdiciamos preciosas energías
llevando a cabo obras aparentemente maravillosas y utilísimas, de acuerdo con nuestros
cálculos, de las que Satanás se ríe. Porque sabe que construimos sobre arena. “Si el Señor
no construye el edificio en vano se cansan los obreros” (Sal 127,1).
Si nos alejamos de ti no haremos otra cosa que cansarnos de construir ídolos, a los cuales
dedicamos todo nuestro tiempo y todo nuestro corazón. Y quizá nos ilusionemos pensando
que estamos trabajando por tu gloria mientras, muchas veces, no hacemos más que
satisfacer nuestras inclinaciones naturales. O, lo que es peor, persiguiendo nuestras
inconfesables ambiciones.
Y ¿cuáles son después los frutos? “Toda la noche nos hemos fatigado, pero no hemos
pescado nada”. Porque tú no estabas en la barca. No estabas en la de Pedro, ni estás
tampoco en la nuestra.
Pero sin ti nuestra nada, aunque se multiplique al infinito, siempre suma nada. Y, por
desgracia, es muy fácil para nosotros, dedicados a tu servicio y al servicio de las almas,
caer en esta engañosa tentación.
En ella cayeron hasta tus primeros discípulos. Arrastrados por las circunstancias, gastaban
su tiempo y sus energías en obras asistenciales y caritativas. Habían olvidado un poco que
el mandato recibido de ti no era el que buscasen el pan para la gente, sino el de ofrecerte al
mundo.
Afortunadamente, lo comprendieron a tiempo y dieron marcha atrás. “No es conveniente
que descuidemos la Palabra de Dios por el servicio de las mesas. Por eso buscad de entre
vosotros siete hombres de buena fe, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, para confiarles
este oficio. Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra” (He 6,2-4).

Un propósito que deberíamos hacer también nosotros. Porque también nosotros, más que
ellos, estamos tentados de correr, agitarnos, tener la manía de actuar. Porque también
nosotros, más aún que ellos –que ya estaban llenos del Espíritu Santo-, nos vamos tentados
a dejar la oración y el ministerio de la Palabra para ocuparnos de actividades que no son
estrictamente pertinentes. Es decir, tentados de dejarte a ti con la excusa de hacer cosas a tu
favor.
Satanás canta victoria cada vez que consigue que apartemos los ojos de ti y nos dejemos
enredar por las cosas. Para persuadirnos de que lo real es sólo... eso que nos rodea; y que es
allí donde tú estás. Cuando es allí precisamente donde te perdemos de vista.

82
Señor Jesús, tú nos elegiste. Y con una meta muy bien definida. “No me escogisteis
vosotros s mí. Fui yo quien os escogí a vosotros” (Jn 15,16). Y el motivo de esa elección es
uno solo: “Os puse para que produzcáis fruto y ese fruto permanezca” (Jn 15,16).
Y ese fruto, que debe durar durante toda la eternidad, no es otro que la gloria del Padre,
tuyo y nuestro. “mi Padre encuentra su gloria en esto: que produzcáis mucho fruto, llegando
a ser con esto auténticos discípulos míos” (Jn 15,8).
Por lo tanto, Señor, si la razón de nuestra vocación es la gloria de tu Padre y si esa gloria le
proviene de nuestra vida fructuosa, dinos cuál es el secreto para dar frutos abundantes y
duraderos.
Nos lo has dicho ya: Si alguno permanece en mí y yo en él, produce mucho fruto” (Jn 15,5).

He aquí, pues, el secreto; la única condición indispensable y esencial: Permanecer en ti. La


fórmula no está ni en mil cosas que hagamos, ni en vivir atosigados de problemas, ni en
dedicar unos minutos a estar contigo y luego entontecernos en las cosas que tenemos que
llevar a cabo.
Tú has dicho que debemos permanecer en ti y hacerlo todo permaneciendo en ti. Nuestro
pensamiento, el corazón, las aspiraciones, las pasiones, los entusiasmos, los sentimientos,
las miradas, las atenciones, han de ser para ti y solamente para ti, que vives en nosotros y
estás dentro de nosotros. No para tus obras, que están fuera de nosotros.
En el testamento que nos dejaste la última noche no hay una sola palabra que justifique
nuestro afán de hacer cosas, nuestra manía de correr y de agitarnos..
Por el contrario hay una insistencia reiterada invitándonos a que permanezcamos en ti y en
tu amor. “permaneced en mi amor” (Jn 15,9).

Porque a ti solo te urge mi amor, no mis obras. Yo soy más importante para ti que todo el
universo.
El que ama quiere tener consigo a la persona amada. No sus cosas o sus obras, mil mundos
no podrían sustituirla.
Yo en ti y tú en mí, Jesús. Para que sea glorificado el Padre. Para que las almas, viendo mis
obras, te contemplen a ti, vuelto al mundo.
“Sois templos de Dios” (1Cor 3,16).Por lo tanto, si yo soy su templo, dentro de mí no
puedes estar más que tú solo. Toda otra cosa fuera de ti se convertiría en un ídolo sacrílego,
usurpador de tu gloria.
Tú solo, en el templo de mi alma, eres digno de recibir la alabanza y la gloria. Los hombres
y las cosas de los hombres no deben atravesar aquel umbral.

¿Compromiso social?

Pero si el mundo debe estar fuera de mí, no quiere decir que tenga que ignorarlo; no puedo
despreocuparme de sus problemas. Los problemas de los hombres son también mis
problemas. Porque todos los hombres son mis hermanos, todos miembros de la misma
familia; de mi familia. Por lo tanto, tengo que alegrarme con quien se alegra, llorar con el
que llora y sufrir con el que sufre (Rm 12,15). Pero al estilo de Jesús.
Y Jesús no vino a resolver los problemas de la familia como un sociólogo cualquiera,
estableciendo un código de justicia social. No vino como un líder de masas, prometiendo

83
paz y justicia. No se dejó impresionar por las situaciones concretas que tenía ante los ojos,
por más que eran ciertamente graves y trágicas. No vino a dividir la familia humana en
clases sociales y a tomar partido a favor de una contra otra. No vino a pelear para establecer
la justicia en el reino de los hombres. Él vino para traer a los hombres el reino de Dios. Un
reino donde la justicia no es una conquista, sino la consecuencia del ingreso en ese reino.
Un reino donde la única ley es el amor; y con la cual, si se lleva a la práctica, s curan todas
la injusticias.
Él vino para recordarles a todos los hijos pródigos que hay un Padre infinitamente rico que
les espera en casa para hacerlos a todos ricos y felices. Para recordarnos a todos, hijos
pródigos y desventurados , que la solución de todos nuestros problemas, incluido el hambre,
no se encuentra lejos del Padre, sino en la casa del Padre. “Buscad primero el reino de Dios
y todo lo bueno que éste supone, y las demás cosas vendrán por añadidura” (Mt 6,33). No
dijo : “Buscad después las demás cosas”. No; “las demás cosas se os darán”; sin buscarlas...
Él vino para recordarnos que la auténtica pobreza, la única miseria verdadera, no consiste
en la falta de bienes materiales. La única y verdadera miseria para los hijos de Dios, es la
falta de Dios. Es la pérdida del Padre, infinitamente más grande que la pérdida de todos los
bienes de la tierra. Es la única pérdida que nos hace profundamente miserables y
desesperados. Es la misma miseria desesperada e irreparable de Satanás.
Y ha sido par a liberarnos de esta única forma de miseria por lo que quiso subir a la cruz.
Las demás forma de pobreza, cuando tenemos a Dios, no nos privan de nada, porque
tenemos al “Todo”. Es más, nos hacen felices: “felices los que tiene el espíritu de pobre,
porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5,3).

He aquí, pues, cuál es nuestro compromiso social. El mismo de Jesús: Dar a Dios a los
hombres. Vamos a la raíz de los problemas.
Para nosotros, trabajar por el logro de la justicia social significa ante todo hacer que los
hombres sean justos. Es decir, santos, perfectos, según el significado que la Biblia hace a
esta palabra.
Para nosotros, los auténticos pobres no son sólo aquellos a los que les falta el pan y el
trabajo, sino sobre todo aquellos que no tienen paz, alegría, amor, salud, fe, esperanza, Dios.
A esta categoría de pobres es a quienes tratamos de darles los bienes imperecederos y
eternos, que constituyen la verdadera riqueza; la que ninguna justicia humana puede dar.
No vamos a la tierra donde el hijo pródigo está cuidando los puercos, para animarle a que
se rebele contra el amo, a fin de que le den un trato más humano. Incluso, aunque
lográsemos que le diesen un poco más de harina de bellotas, su problema no quedaría
resuelto. Será siempre un pobre hambriento vestido de harapos.
Nosotros le decimos que la solución radical de sus problemas consiste en volver a casa,
donde hay pan en abundancia para todos, incluso para los siervos.
Nosotros le decimos que, incluso cuando el amo le convirtiese en mayoral de todas las
piaras de puercos, seguiría siempre siendo un pobre infeliz, porque le falta el amor del
Padre.
Nosotros le decimos que la verdadera miseria, a todos los niveles, pero especialmente la
miseria del corazón, no la empezó cuando llegó el hambre por aquella lejana tierra, sino el
día mismo en el que se separó del corazón del Padre.

84
Nosotros creemos que no hemos sido llamados a luchar para liberar a los hombres de su
inseguridad económica. Hemos sido llamados, por lo contrario, para liberarles del miedo a
la inseguridad económica y a todos los demás miedos que se refieren al mañana.
En una época como la nuestra, de materialismo desbordado y de hambre y sed de bienestar,
debemos de tener el coraje de gritar en todos los tonos: “¿De qué le sirve al hombre ganar
el mundo entero si se pierde a sí mismo?” (Mc 8,36).
Nosotros creemos que el primer paso que hay que dar hacia el que es rico no es el de
rogarle o imponerle que dé algo a quien no tiene. No se destruye fácilmente el corazón del
rico al dios Mammón, si antes no ha entrado el Dios-Amor.
Es únicamente el Dios-Amor quien tiene fuerza para barrer el templo del corazón los ídolos
del egoísmo, de la avaricia, de la avidez. No podemos servir a Dios y a Mammón, dijo
Jesús. Por lo tanto, debe entrar primero Dios, si queremos que Mammón sea
espontáneamente liquidado como escombro inútil.

Debemos llenar el corazón del rico d riquezas bien distintas, si queremos que se libere, sin
ser forzado, de los ídolos del oro y del dinero.
Es típico el ejemplo de Zaqueo. Antes de su encuentro con Jesús, ¿quién le hubiera podido
convencer para que restituyese lo que había defraudado? ¿Imponérselo a la fuerza? Habría
encontrado todos los trucos y todos los sofismas imaginables para reírse de las
imposiciones y las leyes.
Pero después de que Jesús entró en su casa, espontáneamente, y sin que Jesús se lo pidiera,
propuso deshacerse de los ídolos que había adorado durante toda la vida. “Señor, voy a dar
la mitad de mis bienes a los pobres, y a quien he exigido algo injustamente le devolveré
cuatro veces más” (Lc 19,8).

El problema social es un problema de amor, no de justicia. Sin amor, las batallas por la
justicia terminan en luchas feroces de lobos hambrientos que se desgarran en torno a la
presa.
Cuando la justicia social no es aplicada con amor, sino con la imposición y con la fuerza, se
corre el peligro de cambiar los ídolos de un templo a otro. No se llega a abolir la idolatría;
es decir, el egoísmo. El dios Mammón no hace más que cambiar de casa; y la injusticia
renace bajo diversas formas.
Es el amor del Dios verdadero lo que hace caer a pedazos los ídolos del corazón. Es el amor,
y sólo el amor, el que puede eliminar del corazón todos los egoísmos. Es Jesús la riqueza
verdadera, la única, la insustituible; la que el Padre ha puestoa disposición de todos sus
hijos, a fin de liberarlos de todas sus pobrezas y de todas sus miserias.

Si embargo, Señor, no nos sentimos desinteresados de los problemas del mundo. Es más,
creemos ser los más comprometidos, porque proponemos la misma solución que tu Padre
propuso al mundo.
A todos los problemas de los hombres, él responde con unas ola solución: dándonos a ti. Y
nosotros, para todos los problemas del mundo, para todas las miserias de los hombres,
desde el hambre de pan hasta la pobreza del corazón, proponemos la misma solución,
integral y perfecta: que los corazones vacíos se llenen de ti, que eres la riqueza infinita.

85
Y entonces los pobres se sentirán ricos, porque te tendrán a ti, y no tendrán ya más
necesidad de nada.
Y entonces los ricos en oro se sentirán verdaderamente ricos y plenamente felices, porque
están llenos de ti. Y echarán fuera del corazón el oro, como si fuese basura.
Y tendremos, no un reino de justicia, sino un reino de amor. Tu reino.
En conclusión: ¿qué debemos hacer hoy para ser útiles al mundo?, ¿qué otra cosa podemos
hacer para salvar a los hermanos? No se trata de hacer nada especial. Debemos convertirnos
en Jesús. Sólo así seremos útiles al mundo en la forma y la intensidad en que él lo fue.

Detrás de su Palabra

“Hijo del hombre, aliméntate y sáciate con este libro que te doy. Lo comí y en la boca lo
sentí dulce como la miel” (Ez 3,3).
Señor, también yo ahora me alimento cada día. Me harto y me embriago. Devoro páginas
cada día sin cansarme.

También ahora para mí tu Palabra es mi pan cotidiano. Es la luz para mis pasos. Es alivio
para mis fatigas. Es fuerza para mis debilidades. Es consejero infalible en mis dudas. Es la
brújula en mis extravíos. Es la alegría en mis tristezas. Es el refugio en mis miedos. Es el
alimento que sacia todas mis ansias. Es el agua que apaga la sed de todas mis sequedades.
Es la mina de oro que acaba con todas mis miserias. Es el tesoro que me hace sentir el más
rico del mundo.
Ahora tu Palabra, contenida en aquel pequeño libro, que es el “Libro” por excelencia, está
siempre conmigo, en mi bolsillo, como algo que forma parte de mí mismo. Y si a veces lo
abandono por un minuto me parece que me falta algo esencial, algo insustituible; me siento
pobre y vacío hasta el extremo.
Cuando se tiene en el bolsillo la carta de una persona querida, uno no ve la hora de abrirla.
El corazón revienta de ganas de devorarla.
Yo tengo en el bolsillo tu carta, Señor. Una carta personal, íntima, confidencial, que tu
Padre –y el mío- me escribió personalmente. Y que tú me has traído, porque tú eres la
Palabra del Padre. Y el Espíritu está dispuesto a interpretármela. Por eso la llevo siempre
conmigo y ardo en deseos de devorarla.
Y esas palabras, todas esas palabras, sin exclusión alguna, no me parecen ya simples letras
del alfabeto. Me parecen escenarios que se levantan para describirme horizontes ilimitados,
de luces cada vez más arrobadoras. Me parecen dardos de fuego dirigidos al corazón, que lo
trastornan entre remolinos de inefables dulzuras.
Y ciertas palabras y ciertas páginas, que antes no me decían exactamente nada, ahora me
parecen nuevas y me revelan verdades cada vez más profundas y secretos cada vez más
íntimos.
Ahora todas esas palabras tienen un lenguaje nuevo, vivo, palpitante, embriagador.
Ahora ese Libro, es mi única riqueza, mi único placer, mi único reposo, mi única atracción,
mi única fuente de vida.

86
Pero no siempre ha sido así. Ha sido necesario un milagro del Espíritu Santo. Ha sido
necesario un bautismo en el Espíritu. Ha sido necesario un Pentecostés personal para que
yo pudiera descubrir lo que es tener un tesoro tan grande en mi jardín. Estaba desde
siempre allí. Mío desde siempre, pero enterrado.
En teoría sabía que lo tenía. Pero no me preocupaba por desenterrarlo, porque no conocía
su valor inestimable.
En teoría, admitía que ese era el Libro de Dios, pero me sentía más atraído por los libros de
los hombres.
Lo había tenido siempre a mano, desde los años del seminario. Pero allí me enseñaron a
manejarlo más como un libro de estudio que como el Libro de mi vida.. Como una más de
las asignaturas escolásticas sometidas a examen, y no como el Libro que contenía todas las
asignaturas a estudiar. Allí me enseñaron más a disecarlo que a asimilarlo. Más a
anatomizarlo que a vivirlo.
Siempre creí, Jesús, que esas eran tus palabras. Sin embargo, no te sentía presente, vivo,
con tu corazón palpitante, dentro de aquellas páginas. Me parecía un Jesús lejano, vago,
ausente, difuminado. Un Jesús que “un día... en cierta ocasión... dijo... a sus discípulos...”.
Un Jesús del remoto pasado, que un día nos dejó bellos mandatos, ahora muy lejanos de la
realidad que nos rodea.
Siempre había creído que tenía entre las manos el Libro de Dios, pero no sentía allí
conmigo al Dios del Libro. Sabía que estaba leyendo la carta del Padre, pero no sentía
palpitar el corazón del amor infinito que el Padre me manifestaba en aquella carta.
Por otra parte, eso mismo sucedió también con los apóstoles. Solamente después de
Pentecostés fue cuando comenzaron a comprender las verdades luminosas y trastornadoras
contenidas en cada una de tus palabras. “En adelante, el defensor que el Padre os enviará en
mi nombre os enseñará todas las cosas y os recordará todas mis palabras” (Jn 14,26).

Es la Palabra

Pero ¡alabado sea Dios! Ahora las cosas han cambiado para mí. Ahora ya no es lo mismo
para todos los que han tenido la experiencia del bautismo en el Espíritu. Ahora aquel Libro
no es para mí tan sólo y simplemente un Libro; es “el” Libro.

Ahora no quisiera tenerlo ya nunca como uno más entre mis muchos libros de los hombres
que hay en mi biblioteca. Quisiera construirle un sagrario en mi cuarto. Quisiera ponerlo
dentro del sagrario del altar de cada iglesia, junto a tu Cuerpo y tu Sangre, para que
recibiese los mismos honores y la misma adoración.
Porque ese Libro para mí eres tú mismo. Tú en persona, vivo, presente, que me hablas a mí
directamente, personalmente, en la intimidad más sagrada y verdadera, como entre dos
amigos que se cuentan sus secretos.
Ahora, Señor, entre ti y aquellas páginas, y aquellas palabras, y aquel Libro, no veo ya
ninguna diferencia. Sois una sola cosa.
Tú eres, realmente, la Palabra eterna e infinita del Padre. Y eres Tu quien, cuando leo el
Evangelio, me comunicas las íntimas confidencias que el Padre te ha encargado revelarme.

87
Ahora, en aquellas páginas no te veo ya como un Jesús lejano, que “dijo”, que “hizo”...
Ahora eres un Jesús cercano, presente, cara a cara conmigo, que “me dice” a mí
personalmente; que “me hace” a mí, y expresamente a mi favor, las mismas cosas de
entonces.
Ahora aquel Libro para mí no es ya la historia de tu presencia entre los hombres, sino que
es tu presencia actual entre los hombres.
Ahora eres tú personalmente quien pronuncia para mí aquel discurso, aquella enseñanza,
quien me da aquella amonestación, quien me hace aquella promesa, quien me delega su
autoridad, quien me susurra al oído ciertas confidencias íntimas, como si nosotros dos
estuviésemos solos en el mundo.

Él es luz en la Palabra

Tú dijiste: “Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará en tinieblas, sino que
tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Siempre lo mismo: ayer, hoy y por todos los siglos.
Siempre luz del mundo.

Eres la luz del mundo cuando fueron creadas por ti la luz, el sol y las estrellas. Cuando los
hombres, extraviados en la noche del pecado, te esperaban como el sol de justicia. Cuando
te vieron entre las tinieblas de la noche de Belén y las tinieblas del Calvario.

Seguiste siendo luz del mundo, incluso después de que una nube luminosa te sustrajo a los
ojos del mundo. Y lo seguirás siendo hasta que caiga la última noche sobre el mundo. Has
seguido siendo para nosotros luz del mundo con tu Palabra. Y tu Palabra es “la luz
verdadera, la luz que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9). Lo es también la Iglesia; pero los
hombres carnales no te ven en ella, si antes no te han descubierto en tu Palabra. Y es por
medio de la luz de tu Palabra como te ven resplandecer en la Iglesia, en nosotros mismos y
en el mundo.
Tu dijiste: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará en tinieblas, sino que
tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Pero los hombres caminan en tinieblas. Porque no te
conocen. Y no te conocen porque no leen tu Palabra.

Y para ver la luz hacen falta los ojos, unos ojos abiertos. Loa hombres han cerrado los ojos
de tu Palabra para dirigirlos a las palabras de los hombres.
Para que fuera éste el tiempo anunciado por el pueblo: “Pues vendrá un tiempo en el que
los hombres no soportarán la verdadera doctrina, sino que llevados de sus propios deseos,
se rodearán de una multitud de maestros que les dirán palabras halagadoras, apartarán sus
oídos de la verdad y los desviarán hacia puros cuentos” (2 Tim 4,3-4).

Los hombres de hoy prefieren alimentarse con palabras de los hombres; les gusta leer los
libros de los hombres que no tienen nada que ofrecer, si acaso más mentiras, mas dudas y
más angustias.
El mejor Libro, el Libro de Dios, “el Libro” por excelencia, no se ha leído jamás. La carta
íntima, confidencial, perfecta que el Padre del cielo ha enviado a los hijos que se han ido de
la casa para manifestarles su amor cordialísimo ni siquiera la han abierto. Más aún, la

88
mayor parte de los destinatarios jamás la han recibido. Nunca la han tenido entre las manos.
Y no siempre por su culpa.
Las antiguas leyes prohibitivas de la Iglesia, debidas a situaciones muy especiales y hoy no
muy fácilmente comprensibles, han mantenido alejado muchos siglos al Libro de los libros
de las manos de los simples fieles.
Y ellos que eran precisamente sus directos destinatarios han tenido que contentarse con
escuchar la Palabra, pero sin poder leerla directamente. Han tenido que ver una luz refleja,
como la de la luna que apenumbra el camino, pero no da calor ni vida. Han de recibir el
“agua viva” a través de canales de su mano, no siempre limpios, y a veces mohoso, por esos
canales ha llegado a su boca ya no simple y pura, sino contaminada con culturas profanas,
con pasiones y con puntos de vista personales.

Ahora, por fin, el Concicilio Vaticano II ha devuelto el libro de Dios a las manos de los
fieles. “El Santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos, en particular a los
religiosos, a que aprendan „el sublime conocimiento de Jesucristo‟ (Flp 3,8) con la lectura
frecuente de las Sagradas Escrituras” (DV 25). Y añade: “porque el desconocimiento de las
Escrituras es desconocimiento de Cristo” (DV 25).
Sin embargo, en base a este principio, debemos, por desgracia, constatar que la casi
totalidad de nuestros fieles, incluso los que vienen a misa y se acercan a comulgar, ignoran
a Jesucristo...
En estos últimos tiempos, en verdad, se han hecho grandes y generosos esfuerzos para
reeducar a nuestro pueblo en la lectura y estudio de la Sagrada Escritura. Se han obtenido
algunos resultados, pero no podemos decir que sea suficiente.

Muchos no han entendido nada, no porque la Biblia sea oscura –dice Papini-, sino porque
tiene demasiada luz. Y también la mucha luz ciega. Y nuestros fieles, acostumbrados a
vivir con luz refleja, han quedado deslumbrados.
Incluso muchos religiosos no acaban de encontrar en tu Palabra directa su alimento
cotidiano. Prefieren libros de meditación, que aún siendo muy laudables, siguen siendo luz
refleja. Se han acostumbrado también ellos a tomar leche, y no alimentos sólidos. Y la
razón es evidente. El amor, la pasión, la atracción por el Libro de Dios sólo puede darla el
mismo Dios. El amor hacia el Libro escrito por el Espíritu Santo solo puede darlo el
Espíritu Santo.
Efectivamente, nadie más que el autor de un libro puede darlo a entender, gustar, apreciar;
y, por último, hacer que nos enamoremos de él.
Por lo tanto, el primer paso no es poner en las manos de los fieles el Libro del Espíritu
Santo, sino poner en los corazones al Espíritu Santo.
Más tarde será él el que abra los corazones al amor y ala comprensión de su Libro. “No será
como esa alianza que pacté con sus padres, cuando los tomé de la mano, sacándolos de
Egipto... Yo pactaré con Israel esta otra alianza: Pondré mi ley en su interior, la escribiré en
sus corazones. Y Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñarse
mutuamente diciéndose el uno al otro: „Conozcan a Yahvé‟. Pues me conocerán todos, del
más grande al más humilde” (Jer 31,32-34).
Más tarde será él quien haga el milagro opuesto a la encarnación. Allí fue la Palabra eterna,
inmaterial del Padre ka que se convirtió en Palabra encarnada. Aquí será la palabra

89
encarnada, materializada en un Libro, la que se convertirá en vida sobrenatural y eterna
para nuestro espíritu.
Más tarde será él el que nos abra la mente a la comprensión de las Escrituras; el que nos
haga encontrar en aquel Libro, y sólo en aquel Libro, las respuestas a todas nuestras dudas
y a nuestros interrogantes, la solución a todos nuestros problemas, el remedio a nuestras
angustias, el coraje a nuestros miedos, el camino a nuestros extravíos, la luz a nuestras
tinieblas, la esperanza a nuestras desesperaciones.
Será el Espíritu Santo el que nos hará amar aquel Libro lo mismo que al propio Jesús.

Y si aquel Libro no se ha convertido aún en la guía de mi vida, de mis palabras, de mis


pensamientos, de mis acciones, es señal de que al Espíritu le queda mucho aún por
revelarme. Es señal de que vivo aún entre luces y tinieblas.
Si todavía cuando tengo una duda que me atormenta, un problema que me angustia, una
tentación que me persigue, una caída frecuente que me humilla, no sé encontrar en aquellas
páginas la respuesta, y voy a encontrarla en éste o aquel autor, en este o aquel técnico, en
este o aquel sacerdote, es prueba, Señor Jesús, de que tu Palabra no es “lámpara para mis
pasos y luz en mi camino” (Sal 119,105).
No digo que me deba privar de la experiencia de los demás, que no deba conocer lo que
otros han dicho. Lo que digo es que antes debo saber con claridad lo que dijiste tú. Porque
tú has hablado antes que nadie. Porque los demás pueden equivocarse, pero tu Palabra es
Palabra de verdad.

Las opiniones de los hombres cambian, evolucionan, se contradicen. Tú eres el único que
tiene palabras de vida eterna (Jn 6,68). Tú únicamente eres la luz del mundo y tu luz es tu
Palabra.
Tú has dicho que también yo soy luz para el mundo (Mt 5,14). Por lo tanto, lo oyen
proporción al uso que hago de tu Palabra.
Tú has dicho que yo soy la sal de la tierra (Mt 5,13). Por lo tanto, lo soy en proporción al
uso que hago de tu Palabra. Cuando doy a las almas mis palabras y no las tuyas, no siembro
más que sal sosa, que deja al mundo insípido.
¿Cuándo será que nosotros, tus invitados, nos convenceremos de que debemos predicar “tu
Evangelio”, es decir, tus Palabras, y no las nuestras?.
¿Cuándo dejaremos de lado cierto lenguaje esotérico, retorcido, complicado, y ofreceremos
tu Palabra sencilla, pura, incisiva, como salió de tu boca?.
Si utilizáramos menos palabras en “ismo” y volviésemos a tu estilo, entonces el Espíritu
Santo estaría más libre para hacer ver a los hombres la luz, más esplendorosa que mil soles,
que se oculta en tus palabras.

Él es fuerza en la Palabra

Pero en tu Palabra no se en cuenta solamente tu luz. En ella está también tu fuerza y tu


poder.
La misma que entonces, descendía como rocío benéfico a las almas, que hacía pedazos los
corazones endurecidos, que desenmascaraba a los hipócritas, que sanaba a los enfermos,
que expulsaba a los demonios, que devolvía los muertos a la vida.

90
Tú sigues siendo siempre el mismo: ayer, hoy y por todos los siglos. Y así es tu Palabra.
El Espíritu Santo fue enviado para dar a la Palabra que nos has dejado la misma eficacia, la
misma fuerza que tuvo cuando salió de tu boca.
San Pablo escribe: “Yo no me avergüenzo de esta buena nueva, pues es la fuerza de Dios
que viene a salvar a todo el que cree” (Rm 1,16).
Por lo tanto, cuando tomo en mis manos aquel Libro, cuando utilizo tus mismas palabras,
tengo conmigo todo el poder de Dios, tengo la fórmula secreta para hacer explotar, a favor
de los hombres, la omnipotencia de Dios.
Tu Palabra eres tú mismo en persona, en medio de nosotros, con el mismo poder de
entonces para realizar las mismas maravillas de entonces. Sería absurdo pensar que el
Espíritu Santo, a lo largo de los siglos, la haya desvalorizado, la haya despojado de su
eficacia y de su fuerza.
En los planes del Padre estaba destinada a todos sus hijos de la tierra, sin límites de tiempo
y de espacio, para que todos se beneficiasen del mismo modo y en el mismo grado. Y
debemos creer que así sigue siendo, que así es hoy, cuando la tenemos ante nuestros ojos.
Tú has dicho: “Las palabras que os digo son espíritu y vida”. “El cielo y la tierra pasarán,
pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,35).Evidentemente, con la misma carga de poder; de
otro modo no habría habido motivo para hacerla durar por tanto tiempo.

Me parece, en consecuencia, que no se tiene bastante en cuenta estas ideas fundamentales,


cuando algunos autores nos llaman la atención porque –a su juicio- nosotros estamos
fomentando “una mentalidad de milagrería”.
No se trata de milagros más o menos fáciles. Se trata de tomar en serio las palabras de
Cristo o de minimizar su contenido hasta desvanecerlo. En suma, es cuestión de fe.
Para los santos, que tomaron a la letra las palabras de Jesús, el milagro era muy fácil. Su
vida y sus obras fueron todo un milagro. Es evidente que tenemos que evitar caer en el
literalismo o fundamentalismo. Debemos tener presentes en la Biblia los géneros literarios.
Pero también debemos evitar irnos al extremo opuesto. Es decir, caer en el racionalismo
teológico.
Creer que las palabras de Jesús producen lo que él dice que producen no es
fundamentalismo. Es simplemente la fe ciega en sus promesas. Si las palabras de Jesús que
el sacerdote pronuncia sobre el pan y sobre el vino producen el milagro de la
transustanciación, ¿por qué otras palabras suyas ni pueden producir los mismos efectos que
él dijo que iban a producir?.

No podemos poner interferencias en los planes de Dios. Él es el único que debe decidir si
los actualiza de esta o aquella forma, con pocos o con muchos milagros, . Él solo es el que
sabe si, para obtener un fin determinado y en un determinado momento histórico, el milagro
debe ser una excepción o una regla. En la historia de la salvación fue una regla. En la vida
de Cristo fue una regla. En la vida de la casi totalidad de los santos fue una regla. ¿Por qué
nosotros deberíamos tenerles miedo?.
Ciertamente que debemos evitar el milagrerismo y el sensacionalismo. Pero no podemos
impedir que Jesús viva en nosotros como el quiere, haga en nosotros lo que él quiere, nos
utilice a su voluntad.

91
Tengamos mucho cuidado, porque éste pudiera ser nuestro mayor pecado: Poner límites a
Dios. Bloquear en nosotros y en lo que nos rodea el poder del Espíritu Santo.
La historia está ahí para mostrar que quienes han creído ciegamente en la palabra de Jesús
han trasladado las montañas. Quienes se han puesto a discutir y a cavilar se han agotado en
discusiones sin fin e inútiles para las almas.

Tengamos mucho cuidado porque podríamos merecer también nosotros aquel reproche
suyo: “Estáis muy equivocados al no entender ni las Escrituras ni el poder de Dios” (Mt
22,29). “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis
y se os concederá” (Jn 14,7).
¿Por qué razón tendría yo que poner límites a tu promesa?. Si tus palabras permanecen en
mí; es decir, si se han llegado a convertir en mí en costumbre; si se han hecho como la vida
de mi vida, entonces puedo pedir cualquier cosa al Padre y me será otorgada. Porque eres tú
mismo, en mí, el que dirige al Padre aquellas peticiones. Y el Padre no puede negarte a ti
nada.
Tus palabras, pronunciadas por ti, a través de mí, con la misma fuerza de entonces, con la
misma autoridad de entonces, no pueden menos de obtener los mismos resultados de
entonces. “los discípulos salieron a predicar por todas partes con la ayuda del Señor, y él
confirmaba su mensaje con las señales que lo acompañaban” (Mc 16,20).
Por lo tanto, Señor, si nosotros predicamos hoy tu misma palabra, ¿por qué no habrías de
realizar los mismos hechos?. La Iglesia actualmente, ¿no tiene acaso una absoluta
necesidad de credibilidad, como entonces?.
¿Quién va a creer en nuestra palabra, que es palabra tuya, si tú no vienes a ratificarla con
los milagros?. Y si no la confirmas será porque nosotros no esperamos que tú la sostengas.
Nada puede recibir quien nada espera. Nada puede ya tener quien se siente harto de lo que
tiene.

Como leerla

Pero existen otros tesoros infinitos escondidos en ese Libro. Hay otras minas de oro
inagotables detrás de cada una de tus palabras. Y para descubrirlas no basta ser sabios. No
basta ser profundos conocedores de materias bíblicas. No basta ser magníficos exegetas y
manejar el bisturí de la crítica histórica, literaria y científica.
No basta, Señor Jesús, un conocimiento intelectual y teológico de tus palabras para poder
decir que te conocemos a ti. Necesitamos de una revelación. Tú dijiste: “Al que me ama a
mí lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me mostraré a él” (Jn 14,21).

Por lo tanto, la condición que has puesto para manifestarte es una cuestión de corazón y no
de entendimiento. “Padre, señor del cielo y de la tierra, yo te alabo porque has mantenido
ocultas estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre,
gracias porque así te pareció bien” (Mt 11,25).
Por tanto, sólo los pequeños, es decir, los que acogen tu Palabra con prontitud y sencillez
de corazón. Los que creen ciegamente cuanto tú dices, como los niños; sin miedo, sin
adaptaciones y sin reinterpretaciones, ésos serán, y solamente ellos, los que van a tener la
exclusiva de tus revelaciones.

92
Por el contrario, a los doctores y sabihondos, si no se vuelven también pequeños y sencillos
de corazón les serán negadas.

Y yo, Señor, quiero ser uno de esos pequeñuelos. Uno que quiere hacerse cada vez más
pequeño, para que tú le puedas manifestar las cosas grandes; es decir, tú mismo.
Y cada vez que abra el Evangelio, tratará de abrirlo como si fuese la primera vez. Y lo
hojearé con la curiosidad y la avidez de un niño que va buscando las páginas ilustradas y
los “santos” antes que las muchas palabras que acaso no sabe siquiera leer.
Así quiero yo buscarte en esas páginas. A ti, persona viva, real, presente frente a mí, afable
dulce, que me habla con un lenguaje extremadamente sencillo y anticonvencional. Te
quiero contemplar como un niño encantado, que se encontrase por primera vez con tu rostro
fascinante y con tu inefable sonrisa. Como un niño que espera una revelación personal de
un Jesús todo mío y solamente mío.

Un Jesús personal

Debo hacer un descubrimiento personal de ti. No como el que pueden haber hecho los
demás. Tú eres el Jesús de todos; pero para cada uno de nosotros tienes un aspecto
particular que manifestar. Igual para todos, pero a la vez distinto para cada uno de nosotros.
No fuiste el mismo Jesús para Pedro, para Juan, Para Pablo. Los tres se enamoraron de ti,
pero cada uno a su manera, de acuerdo con su propio modo de ser. Tu actitud fue distinta
con los fariseos, con Nicodemo, con el joven rico, Con Magdalena, con los profanadores
del templo.
Yo ruego al Espíritu que me revele a “mi” Jesús. Ese Jesús que el Padre hizo solamente
para mí. Ese Jesús que el Espíritu debe edificar en mí y solamente en mí.
Él tiene modelos infinitos de Jesús para aplicar a cada alma. El modelo preparado para mí
es solamente mío, y no puede adaptarse a ningún otro. Sería un grave error querer aplicar
una determinada espiritualidad a una comunidad entera, con las mismas leyes y con los
mismos métodos.
Ciertamente debemos evitar el subjetivismo exagerado. Pero también el anonimato y la
masificación.
Yo soy yo: y el Jesús que el Espíritu quiere formar en mí será distinto del Jesús que formará
en mi hermano.
Lo propio del gran artista está en no repetirse nunca. Crear en serie no es propio de un
genio, sino de quien no ha hecho del arte su oficio.
El Espíritu Santo no repite la misma obra maestra en dos personas. Cada uno de nosotros es
una obra maestra irrepetible. Como cada estrella –dice San Pablo- es diferente de otra
estrella.

No existen modelos de Jesús prefabricados, como si bastase tomar uno y aplicarlo a


nosotros mismos. Cada uno debe fabricarse el suyo a sus expensas. Y yo quiero fabricarme
el mío, bajo la guía del Espíritu, aprendiendo este arte en el único Libro que él mismo ha
escrito. Un trabajo de cada día que no terminará nunca. Porque tú eres siempre, Jesús, un
Jesús de hoy, un Jesús siempre nuevo.

93
Un Jesús siempre nuevo

Tú estás conmigo siempre, Señor. Y, sin embargo, quieres que te busque permanentemente.
Eres un Dios que ha venido. Pero quieres que yo vaya a ti cada día. Eres un Dios que ha
bajado hasta mí. Pero quieres que me encarne cada día sobre los despeñaderos de una
montaña que se eleva cada día hasta las alturas infinitas de Dios.
Tú eres un Jesús ya todo mío. Pero nunca suficientemente mío.
Mi vocación es la del nómada del desierto, que al atardecer, y ya cansado, duerme bajo su
tienda; pero a la mañana carga su tienda sobre sus espaldas para hacer un nuevo camino. Y
así todos los días, sin poder decir nunca que ya se ha llegado a la meta. Sin poderme
conceder un descanso merecido, pensando que ya te he encontrado definitivamente.

“Maestro, ¿dónde vives? Jesús les dijo: Venid y lo veréis” (Jn 1,39). Habitas en las infinitas
alturas del cielo y en las profundidades abismales de mi corazón. Tengo que caminar, pues,
hacia ti, pero sin hacerme la ilusión de haber llenado ya esas infinitas distancias.

Pero has querido el bautismo en el Espíritu, para hacer que me ponga en camino cada día,
con un nuevo entusiasmo y una creciente ansiedad de búsqueda. Así aconteció también con
los apóstoles. Fue después de Pentecostés cuando comenzaron a descubrirte de nuevo.
Antes creía que tú eras una herencia que había que conservar, un capital en el banco del que
tozar tranquilamente. Ahora veo que eres una conquista que hay que ir haciendo cada día.
Antes creía poseerte por entero. Ahora veo que lo mejor de ti no lo he tocado todavía.
Antes yo era como esos viejos que viven de recuerdos y nostalgias del pasado; como esos
jóvenes y fastidiosos licenciados , hinchados de orgullo porque tienen un diploma. Hoy soy
como el genio siempre con la mente atormentada y e corazón insatisfecho.
Antes creía poder sentarme a gozar con lo que ya tenía. Ahora veo que aún no tengo nada.
Antes vivía satisfecho con mi “ayer”. Ahora me siento proyectado hacia el “mañana”.
Hacia lo mejor que vendrá en el porvenir. Porque mañana será un día mejor que hoy.
Mañana será el día más bello de mi vida.
Antes me gustaba estar tranquilo sentado en mi sillón. Ahora vuelo, somos los astronautas,
a los espacios infinitos y desde allí veo la tierra convertida en un puntico negro e
insignificantes.

Pero el Espíritu es el que ha hecho y continúa realizando es tas milagrosas transformaciones.


Las ha hecho y las sigue haciendo sobre todo por medio de tu Palabra.
En tu Palabra es donde voy redescubriendo un Jesús siempre nuevo. Cada día me revela
aspectos nuevos, que antes no veía.
Cuanto más leo tus palabras mas densas de significado nuevo las encuentro.

Ayer me decían una cosa; hoy me descubren otra nueva.


Ayer me revelaban una verdad; hoy es un rayo de luz que me deslumbra.
Ayer era una palabra desgastada por el uso, que nada me decía; hoy es como el abrirse de
par en par de un cielo luminoso.
Ayer era una palabra, una verdad demasiado evidente; hoy es una novedad que me
conmueve tanto que estoy asombrado pensando como no lo había entendido antes.

94
Ayer me dejada indiferente; hoy me hace saltar de alegría. Hoy tus palabras son como una
montaña que el Espíritu me invita a escalar. Ya medida que voy subiendo se me van
descubriendo nuevos y cada vez más amplios horizontes; y los confines del corazón se
extienden por paisajes inmensos, mientras el mundo que he dejado en el valle me parece
cada vez más pequeño, vacío, pálido y oscuro.

Ayer tus palabras me hablaban de ti. Hoy me revelan a ti. A ti, cada vez más cercano, más
íntimo, más bello, más interesante, más atrayente.
Ayer era un refrescar la memoria acerca de lo que ya creía saber; era buscar, en tus palabras,
la confirmación de las mías; era buscar un refuerzo para el castillo almenado de mis ideas;
era encontrar la aprobación de mi lógica, las pruebas de mis humanos razonamientos.

Hoy cada vez que abro tu Libro me vacío de mí mismo y de todo el bagaje de mis ideas.
Como Moisés, me quito las sandalias sucias del polvo y de la mentalidad del mundo, y
escucho solamente tu voz dulce y potente, que me descubre los secretos del cielo.
Hoy cada vez que leo tu Palabra me quedo esperando una revelación. Es la Iglesia,
naturalmente, la que debe darme la interpretación auténtica de tu Palabra. Pero es también
la misma Iglesia la que me aconseja “su frecuente lectura”. Es la misma Iglesia la que me
asegura que tu Palabra es “fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y
perenne de la vida espiritual” (DV 21).
Dijiste que habías venido a traer fuego al mundo (Lc 12,49). Y es a través de las páginas de
ese Libro como el Espíritu Santo intenta incendiar el mundo. ES con esas páginas como yo
debo incendiar mi corazón y el de los hombres.
“Cuando me llegaban tus palabras, yo las devoraba. Ellas eran para mí gozo y alegría.
Porque yo defendía tu causa, Señor” (Jer 15,16).

Tras el velo de su nombre

“Dios lo engrandeció y le concedió el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9).
Hermano, hermana, cuando estoy casi para acabar este pobre escrito, que brotó hacia afuera
desde la máquina de escribir tal como me salía del corazón y sin hacer siquiera un
miserable borrador, permíteme que te invite a hacer conmigo el último descubrimiento; que
es el más bello, el más dulce, el más arrebatador. El descubrimiento o redescubrimiento del
nombre santo y glorioso de Jesús.
El sabio debe entregar toda su vida al descubrimiento de los secretos de la naturaleza para
el bien de la humanidad. El cristiano debe dedicar todas sus energías y todo su tiempo para
descubrir cada día las inagotables riquezas del nombre de Jesús para el bien de la Iglesia y
del mundo.
Es el descubrimiento más entusiasmante que debe ser llevado a cabo por cada uno de
nosotros, a cualquier precio. Es la aventura más maravillosa que vale la pena vivir.

95
¿Qué es el nombre de Jesús? “Es el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9). Todos
los demás nombres son ficticios e irreales. Todo el universo, los hombres y las cosas, llevan
su nombre. Al nombre propio de cada ser creado, accidental y externo, se sobrepone su
nombre, verdadero, real, sustancial. Porque “todo se hizo por él, y sin él no existe nada de
lo hecho” (Jn 1,3).
Es el nombre que resume en una palabra toda la Biblia, que consuma toda la historia de la
salvación. Desde el primer día, cuando Adán lo invocó entre gemidos y lágrimas de
desesperación, hasta el último día del mundo, cuando la Esposa, lista para las bodas eternas,
lo llama para que venga a recogerla. “Ven Señor Jesús” (Ap 22,20).
Es el nombre ante el cual “todos se arrodillan en los cielos, en la tierra y en los abismos”
(Flp 2,10). En el cielo, ante todo.
Cuando el Padre junto con el decreto de la encarnación, reveló el nombre que iba a dar al
Verbo, todas las miriadas de ángeles se postraron en tierra para adorarlo. Y los que no lo
hicieron se sintieron de repente lanzados al abismo del fuego y de la desesperación. Y cada
vez que en el cielo, ahora y siempre, se pronuncia ese nombre, los escuadrones de ángeles,
junto con la multitud innumerable de los santos, se arrodillan profundamente en adoración
reverente.

He aquí el testimonio de un amigo de Miami Beach, llamado Bernardo, que tiene el don de
las visiones.
Me contó que un día, mientras él oraba por una persona en una habitación contigua a la sala
donde tenía lugar un encuentro de oración, vio a su lado a dos ángeles que oraban con él.
Eran de una belleza indescriptible; tenían forma humana, pero de una luz esplendorosa,
aunque no deslumbradora. En cierto momento, de manera imprevista, los dos seres
celestiales, que habían estado siempre de pie, se postraron en tierra en profunda adoración.
¿Qué es lo que había sucedido?. En la sala contigua, alguien había pronunciado el nombre
de Jesús. En el cielo, pues, “cuando Dios manda a su Primogénito al mundo... establece...
que todos los ángeles de Dios lo adoren” (Heb 1,6).
Y también sobre la tierra. El Padre “colocó todo bajo los pies de Cristo y lo puso como
cabeza suprema de la Iglesia. Ella es su cuerpo y la plenitud del que lo llena todo en todos”
(Ef 1,22-23).

Todo lo creado ante la gloria de su nombre. Lo cantan, con su misterioso lenguaje, las
flores y las plantas, los verdes prados y las selvas salvajes, los riachuelos y los torrentes, los
ríos tumultuosos y las olas furiosas del mar, el rugir del viento y el aullido de la tempestad,
el día y la noche, el sol y las estrellas, las auroras y los crepúsculos.
Lo cantan los animales de toda especie, desde los gérmenes invisibles hasta los gigantes de
la selva, desde los peces del mar a los pájaros del aire.
Lo cantan todos los hombres, incluso los que no lo saben, incluso los que no quieren
hacerlo. Lo cantan con la alegría y con el llanto, con el descanso y la fatiga, con el corazón
y con la mente, con la lengua y con los brazos, con la alabanza y con la ofensa, con la
oración y la blasfemia.
Lo canta la Iglesia con la voz incesante de la oración litúrgica.

96
Lo cantan los hijos redimidos con su sangre, con himnos y cantos, súplicas y alabanzas,
invocaciones y acción de gracias que salen, sin descanso, de labios inocentes y de bocas
purificadas, de corazones vírgenes y de hijos pródigos arrepentidos, del coro de los
monasterios y las asambleas litúrgicas, de las asambleas silenciosas y de los grupos que
gritan aclamándolo.
Y hasta el infierno. Si, también el infierno se postra de rodillas cuando se pronuncia el
nombre glorioso y omnipotente de Jesús. No para adorarlo, sino para ahondar cada vez más
en el abismo de la desesperación. Oír nombrar ese nombre es mayor tormento para los
demonios que todas las demás penas del infierno. Es el único nombre al que tienen terror, y
quisieran ser aniquilados con tal de no tener que escucharlo.

Es el nombre más querido para el corazón del Padre, que l escogió, desde la eternidad, con
sabiduría infinita.
Es el nombre que hacía saltar de inefables dulzuras el corazón de la Virgen Madre cada vez
que lo pronunciaba.
Es el nombre más alabado, más venerado, más exaltado, más invocado en los cielos y en la
tierra.

Detrás de ese nombre

Pero ¿qué hay detrás de ese nombre?. Estás tú, Señor Jesús. Tú, tu persona física, real,
presente. Como entonces, cuando pronunciaste el sermón de la montaña, mientras los
resplandores del ocaso te llenaban de púrpura la túnica; cuando calmabas la tempestad del
lago; cuando hacías hablar a los mudos y oír a os sordos; cuando abrazabas a los niños y
aterrorizabas a los demonios.
Eres tú, Jesús, detrás de tu nombre; porque él es inseparable de ti. Eres tú mismo.
El tuyo no es como nuestros nombres, una palabra abstracta, una calificación extraña que
no añade nada a nuestra persona y que a veces es incluso una contradicción con nuestra
vida.
Tu nombre expresa lo que tú eres, contiene tu misión de Salvador y Redentor. De hecho,
cuando Gabriel lo reveló a María y a José, los dos interesados que debían escogerte un
nombre, explicó los motivos por los cuales el cielo lo había elegido: “Darás a luz un niño al
que pondrás el nombre de Jesús. Será grande, lo llamarán Hijo del Altísimo, y Dios le dará
el trono de David, su antepasado; reinará sobre el pueblo de Jacob por siempre y su reino
no terminará jamás” (Lc 1, 31-33). “Darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús,
porque él salvará al pueblo de sus pecados” (Mt 1.21).
Todo lo que tú eres se contiene en tu nombre. Todo lo que has hecho por nosotros se
resume en tu nombre. Toda tu infinita misericordia se resume en tu nombre. Todo tu
infinito amor se resume en tu nombre. Todo tu infinito poder se resume en tu nombre. Toda
tu sangre está en tu nombre. Todo tu martirio esta en tu nombre. Toda tu gloria a la derecha
del Padre, mientras intercedes por nosotros, está en tu nombre.
Y toda la misión que han confiado a la Iglesia se contiene en tu nombre. “En ningún otro se
encuentra salvación, ya que no se ha dado a los hombres sobre la tierra otro nombre por el
cual podamos ser salvados” (He 4,12). Por lo tanto, no es un nombre que significa
solamente salvación, sino que él mismo es salvación.

97
“Nombre dado a los hombres”

Dado por el Padre a los hombres, para que fuese su única salvación. Dejado por ti a la
Iglesia para que ella aplicase a los hombres de todos los tiempos tu salvación. Fue la
herencia más sorprendente que le reservaste para el último momento. Como para asegurarla
de que estarías con ella para siempre.
“Alos que crean les acompañarán estas señales: En mi nombre echarán espíritus malos,
hablarán nuevas lenguas, tomarán con sus manos serpientes y, si beben algún veneno, no
les hará ningún daño; pondrán las manos sobre los enfermos y los sanarán” (Mc 16,17-18).
Una lista que, naturalmente, no es completa. Es solamente una manera de hablar, un
ejemplo para expresar que dejabas a todos los creyentes los mismos poderes, para
garantizar que, usando tu nombre, ellos, lo mismo que tú, podrían vencer el infierno,
dominar las fuerzas de la naturaleza, suspender las leyes físicas, curar las enfermedades.

Y la Iglesia naciente acogió ese don con agradecimiento y regocijo, que suplió adecuada y
cumplidamente tu ausencia física. Ella no tuvo otra riqueza que tu nombre, otra plegaria
que tu nombre, otro atractivo que tu nombre, otra esperanza que tu nombre, otra fuerza que
tu nombre.
Y el Espíritu se encargaba de llenarlo de poder y de gloria en la boca de los apóstoles;
como había hecho con tu misma persona. Y es en tu nombre como Pedro antes que nadie, a
la puerta del templo, hace ponerse en pie a un paralítico. “En el nombre de Jesús de Nazaret,
camina” (He 3,6).
Era el símbolo de toda la humanidad enferma y paralítica por el pecado que espera a la
puerta de la Iglesia para ser curada en tu nombre. De una humanidad enferma, que no tiene
necesidad de mendigar oro ni plata para ser feliz, porque te tiene a ti, que eres la riqueza
infinita, que puedes liberarla de todas las necesidades y de todas las enfermedades.
Era el símbolo de todo hombre que, curado en tu nombre y renacido a la vida nueva, entra
en tu casa para alabarte y glorificarte.

En su nombre

Hermano, hermana, la herencia preciosa e incomparable del nombre de Jesús fue dejada a
todos los creyentes, sin limitación de número ni tiempo. En consecuencia, nos fue dejada
también a ti y a mí. También nosotros tenemos el derecho de usarlo, como Pedro como
Pablo; también nosotros, si tenemos su misma fe, podemos esperar los mismos efectos.
Porque también nosotros somos miembros de su cuerpo, y única es la vitalidad que circula
entre la Cabeza y los miembros. También nosotros somos sarmientos de su vid y es único el
fruto que producen la vid y los sarmientos.
Nosotros no somos imitadores de Cristo, ni tampoco sólo sus representantes. Somos Cristo,
incorporados a él tan íntimamente que formamos una sola cosa con él. En el Nuevo
Testamento encontramos por lo menos ciento treinta veces esta expresión: En Cristo Jesús.
Por lo tanto, si somos él, tenemos todos los derechos para hacer nuestro su nombre y para
usarlo como si fuésemos él mismo. Con su misma fuerza, con su misma autoridad, con su
misma eficacia.

98
Tu nombre, Jesús, es nuestra única tarjeta de identidad para echársela a la cara de Satanás y
sus demonios, para presentarla cada vez que nos acercamos al trono del Padre, para
mostrarla con orgullo y con valor a todos los hombres.

“En mi Nombre expulsarán a los demonios”

¿Quién?. Tú, yo, todo creyente. El padre y la madre de familia los echarán de su casa. El
maestro, de su escuela. El trabajador, de su fábrica. El industrial, de su negocio. El
conductor, de las carreteras. Los ciudadanos, de la ciudad. Los superiores, de sus
comunidades. Los sacerdotes, de sus parroquias. Los obispos, de sus diócesis.
San Francisco vio a legiones de demonios agazapados bajo los muros de la ciudad de
Arrezzo, que incitaban a los ciudadanos a la discordia, a la violencia, a las luchas fratricidas.
¿Cuántas legiones de demonios están hoy agazapadas en todas las esquinas de nuestras
ciudades? ¿En las escuelas, en las fábricas, en las oficinas, en las casas, en los cines, en las
playas, en las calles, en los lugares de espectáculos nocturnos?.

Según una estadística que he leído aquí, en América, tan sólo en la ciudad de Roma se
realizan veinte mil sesiones de espiritismo cada noche. Es decir, veinte mil reuniones donde
se invoca la intervención de Satanás y sus demonios. Y esta manía de ocultismo se está
extendiendo peligrosamente por todas partes, incluso en las pequeñas ciudades y aldeas.
Pero ¡alabado sea Dios! En toda ciudad y en toda aldea hay también miles de creyentes, que
disponen de un arma formidable, capaz de derribar a todos los poderes infernales. ¡El
nombre santísimo, glorioso y omnipotente de Jesús!... “En mi nombre expulsarán los
demonios”.
A condición de que esto creyentes todos, religiosos y laicos, tomen conciencia de la misión
que les ha sido confiada, de la autoridad de la cual están investidos. Y la utilicen con coraje
y decisión.
A condición de que todos se convenzan de que las causas verdaderas y remotas de tantos
odios, de tantas inquietudes, de tantas formas de violencia y rebelión, están por encima de
nuestras cabezas. “Porque nuestra lucha no es contra fuerzas humanas, sino contra los
gobernantes y autoridades que dirigen este mundo y sus fuerzas oscuras. Nos enfrentamos
contra los espíritus y las fuerzas sobrenaturales del mal” (Ef 6,12).

“Por eso, poneos la armadura de Dios, para que en el día malo podáis resistir y permanecer
firmes a pesar de todo” (Ef 6,13). No bastan los sistemas educativos. No bastan las leyes
represivas. No bastan las reformas sociales. Contra enemigos de esa clase hace falta la
armadura de Dios.
Y esta armadura invencible, que puede poner en fuga ella sola los espíritus infernales, es el
nombre glorioso y omnipotente de Jesús.
Basta mandar con valentía y autoridad, en el nombre de Jesús, a todos los demonios que
están en ese determinado medio, imponiéndoles que huyan inmediatamente y que no
vuelvan más. Y entonces huirán precipitadamente porque ese nombre les infunde ahora el
mismo terror que cuando se encontraron con Jesús en persona.
También tú, hermano, hermana, podrás decir a Jesús, no con orgullo, pero si para
glorificarlo: “Señor, en tu nombre sometimos hasta los demonios” (Lc 10,17). Y él, lleno de

99
gozo te confirmará: “Yo veía caer a Satanás caer del cielo como un rayo. Ved que os he
dado poder para pisotear a las serpientes, a los escorpiones y a todas las fuerzas del
enemigo, y nada podrá haceros daño” (Lc 10,18-19).

Pero no basta. Después que hayamos purificado los ambientes del aire pestífero infernal,
debemos llenarlos de aire puro, oxigenado, saludable. Es decir, debemos pedir al Padre, en
el nombre de Jesús, que mande a ese mismo sitio a sus ángeles, especialmente a aquellos
Ángeles de nombre opuesto al de los demonios expulsados.
Así, por ejemplo, si hemos expulsado a los demonios del odio, de la discordia, de la
rebelión, de la lujuria, de la blasfemia, del error, del ateísmo, de la antirreligión, etc.,
debemos invocar la venida de los ángeles del amor, de la paz, de la concordia, de la
sumisión, de la pureza, de la alabanza, de la piedad, de la verdad, de la fe, etc.

Todo esto por cuanto se refiere a lo que está fuera de ti y en torno a ti. Pero ¿qué pasa di
Satanás y sus demonios te atacan personalmente, directa o indirectamente con toda clase de
tentaciones?
Mira, el arma invencible e infalible siempre es ésa: el nombre de Jesús. La estrategia es una
sola: lanzar a la cara del demonio tu tarjeta de identidad; y él no podrá tocarte. San Pablo
no fue tocado cuando dijo que era ciudadano romano. Tú no serás tocado por el poder de
las tinieblas cuando le grites que eres “ciudadano del cielo”: que es Jesús.
No cometas el error de querer establecer una batalla entre el demonio y tú. Eso es lo que él
quisiera: arrastrarte a un duelo, donde el vencido serías tú.
Contra Satanás no se combate. A Satanás y a sus demonios hay que lanzarles a la cara,
como un reto, la victoria y definitiva completa que Jesús ha obtenido sobre ellos; la que
logró para ti sobre la cruz. Les dirás con convicción y con orgullo que no tienes ya ninguna
obligación respecto a ellos porque el Padre “canceló nuestra deuda y nuestra condenación
escrita en los mandatos de la ley; la suprimió clavándola en la cruz de Cristo. Les quitó su
poder a las autoridades de arriba; las humilló ante la faz del mundo y las llevó como
prisioneras en su cortejo triunfal” (Col 2,14-15).

Por lo tanto, no debes afrontarlos como un combatiente, porque la batalla ya ha tenido lugar.
La combatió Jesús y él ha vencido en tu puesto.
Tú debes afrontarlos no como un soldado miedoso y lleno de temor, sino como un vencedor
que se siente orgulloso y triunfante. Grítales a la cara que tú eres vencedor seguro “por la
fuerza del que nos amó” (Rom 8,37).
Recuerda que la ofensa que de manera especial le atormenta es la humillación. Por lo tanto,
dile fuertemente y con valor que él es el eterno vencido, el eterno derrotado. Y humíllalo,
desprécialo. Escarnécelo, sobre todo, cantando y alabando el nombre glorioso y
omnipotente de Jesús.
Cuando sientas que se te acerca “como león rugiente” (1 Pe 5,8) no tengas miedo, lánzale
una sonrisa de desprecio. Repite como una letanía el nombre de Jesús, con la seguridad de
quien está encerrado en una coraza invulnerable; y lo verás huir aullando desesperadamente,
como un animal feroz que fue herido de muerte.

100
¿Y si acaso, por desgracia, hubiese de sucumbir alguna vez? Pues bien, aun entonces, no te
consideres un vencido. No caigas en la tentación de descorazonarte; eso sería peor que el
mismo pecado. Incluso desde el polvo de la humillación grita al demonio que él sigue
siendo un derrotado eterno; que Jesús siempre es el vencedor. Dile que esa herida que te ha
hecho no influye para nada en la suerte última de la batalla, ya ganada por Jesús. También
para ti.
Dile que “se acabó la condenación para aquellos que están en Cristo Jesús” (Rom 8,1).
Dile que no se haga ilusiones, porque ese momentáneo resbalón no te ha separado de él.
Dile que tú estás seguro “de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes
espirituales, ni el presente, ni el futuro, ni las fuerzas del universo, sean de los cielos, sean
de los abismos ni criatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios, que encontramos en
Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8, 38-39). Y de este modo te levantarás más fuerte que
antes.

Pero ¿y si las caídas se repiten continuamente? ¿si detrás de cada confesión y cada buen
propósito hubiese un fracaso seguro e inmediato?
Pues bien, ni siquiera entonces deberías darte por vencido. Ni siquiera atormentarte por no
haber sido suficientemente fuerte. Por no haber sido fiel a los buenos propósitos. Es la ley
del pecado, hermano. Y si es una ley, no puede dejar de funcionar. Un manantial
contaminado no puede menos de dar agua sucia.
En ti reside la ley del pecado, y no hay propósito ni fuerza de voluntad que pueda detenerlo.
Para ello hace falta otra ley distinta; una ley superior, más fuerte, más poderosa que la
primera, para impedirla que actúe.

Y ¡alabado sea Dios, hermano! Hay una, la ley del espíritu, que inmoviliza la ley del
pecado asentada en nosotros.
Escuchemos al apóstol: “La ley del Espíritu de vida te ha liberado en Cristo Jesús de la ley
del pecado y de la muerte” (Rom 8,2).
He aquí, pues, quien nos libera verdaderamente de la ley del pecado: Cristo Jesús. Es su
vida en nosotros, que es espíritu de vida, la que neutraliza la ley del pecado. Y cuanto más
se extiende su vida en nosotros, más toma posesión de nuestras facultades y más pierde
consistencia y eficacia la ley del pecado.
La ley del pecado no muere nunca definitivamente; está ahí pronta para emprender de
nuevo su funcionamiento si la ley del espíritu deja de actuar un solo instante. Y en eso está
el pecado.
El avión se rige en el aire por la ley de la aerodinámica, que sobrepuja a la ley de
gravitación. Pero si la primera deja de funcionar por un solo instante, la segunda toma
nuevamente el dominio y el avión se precipitará en el vacío.

Me dirás acaso: ¿y mi voluntad no cuenta para nada?, ¿y no sirven de nada mis propósitos?
Sí, valen mucho; pero no lo suficiente para vencer ellos solos a la ley del pecado, sino para
hacer más actual y más eficaz la ley del espíritu. Para ampliar cada vez más los límites de la
vida de Jesús en nosotros. No para que venzas tú, sino para hacer más eficaz y efectiva su
victoria en ti.

101
Las batallas no se consiguen vencer con la buena voluntad, sino con las armas apropiadas.
Y tus armas contra Satanás son demasiado débiles e inadecuadas. Sólo hay un arma a tu
disposición: el nombre de Jesús, que significa victoria.

Cualquier cosa en su nombre

Pero tu nombre, Jesús, no es tan solo un arma invencible de defensa. Es algo más; es mucho
más. Es la única credencial para poder llegar hasta el trono del Padre. Es la única llave que
abre las puertas de los tesoros del cielo.
Tú dijiste: “Os aseguro que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre él os lo dará” (Jn
16,23). El cajero del banco no mira la cantidad indicada en el cheque. No mira quien es la
persona que va a cobrarlo. A él le interesa la firma.

El Padre no mira lo que pedimos. No mira cuánto le pedimos. A fin de cuentas, en los
bancos del cielo no hay límites al crédito. No tiene en cuenta la dignidad de la persona que
presenta la petición, ni sus méritos o demétitos. Él se fija solamente en la firma que hay al
pie de nuestras peticiones.
Y la firma es tu santísimo nombre, Jesús, el nombre que, apenas leído ante el trono del
Padre, hace caer de rodillas al cielo, a la tierra y a los infiernos. El cielo y la tierra, para
cumplir tus mandatos. El infierno, para soltar rabiosamente su presa.
El Padre conoce una sola firma: la tuya; escucha una sola voz, la tuya; atiende una sola
petición, la tuya.
Pero tú nos has asegurado que podemos llegar al corazón del Padre, tuyo y nuestro, con
solo presentar tu firma, usando tu voz, haciendo nuestras peticiones en tu nombre. Por lo
tanto, como si estuvieses tú mismo en nuestro puesto, el Padre te verá a ti, y sólo a ti, y te
escuchará siempre porque a ti nada te puede negar.

Has dicho: “Todo lo que pidiereis...”. Así pues, has dejado que nosotros hagamos la lista.
Una lista sin limitaciones, porque los bancos del Padre son inagotables. Una lista de cosas
imposibles para nosotros, porque “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37). Y, en
consecuencia, nada será imposible para nosotros, porque serás tú mismo el que en nosotros
pida; y nuestros límites serán sólo los tuyos.
Tu nombre es un cheque en blanco en nuestras manos y nos dejaste en libertad para escribir
cualquier cantidad. No has tenido miedo de que pidiésemos demasiado. Te has lamentado,
incluso, de que pedimos demasiado poco; incluso nada. “Hasta ahora no habéis pedido nada
invocando mi nombre” (Jn 16,24).
En consecuencia, tú te has comprometido a conseguirnos todo lo que pidamos; de otro
modo nuestra alegría no sería plena. Un solemne compromiso del que no puedes ahora
renegar. Nos has dado un vale de compra que ya no puedes anular. Si tu nombre tiene el
poder de remover el cielo, la tierra y el infierno y el uso de tal nombre nos lo has dado a
nosotros, la conclusión es que has puesto en nuestras manos tu propia omnipotencia.

A Moisés le dio Dios un bastón para partir en dos el mar y hacer brotar agua de la roca.
A nosotros, más afortunados todavía, nos dio tu nombre omnipotente, capaz de abrir el
océano infinito de su corazón, de hacer brotar ríos de agua viva en corazones de piedra, de

102
obrar prodigios y portentos mayores que los de Moisés. Porque Dios es siempre
omnipotente, y tú eres siempre el mismo Jesús.

Como orar en nombre de Jesús

La condición que puso Jesús para que el Padre nos concediese “cualquier cosa” es una sola:
pedirlo en su nombre. Pero ¿qué significa “pedir en el nombre de Jesús”? ¿Acaso basta
pronunciar esta frase, como una fórmula mágica, para mover el cielo y la tierra a nuestro
favor?
Si fuese así, todos los hombres, incluso los incrédulos, los políticos, los sociólogos, los
comerciantes, los empresarios, los ladrones, etc., la repetirían mil veces al día como ese
“sésamo, ábrete” para lograr sus objetivos.
No; no es una fórmula mágica. No es una simple etiqueta. Ya hemos dicho antes que el
nombre de Jesús no es una palabra, sino una Persona. ES Jesús mismo. Por lo tanto, orar en
el nombre de Jesús, equivale a orar en Jesús y con Jesús. Significa hacer orar a Jesús en
nosotros.
Expliquémonos mejor: antes que nada, debemos llevar ante el Padre a Jesús vivo, presente
en nosotros; a él, convertido en una cosa sola con nosotros. “Yo en ellos y tú en mí, para
que sean perfectos en la unidad, y así conozca el mundo que tú me enviaste y los amaste
como me amaste a mí” (Jn 17,23).
Por lo mismo, antes de hacer cualquier oración, antes de cualquier petición al Padre,
debemos invocar la presencia de Jesús en nosotros. Pedir a Jesús que venga a nosotros para
tratar él personalmente con el Padre aquel problema concreto. Una presencia que hay que
invocar cada vez, para cada caso en particular, con el objeto de crear en nosotros la
conciencia de su presencia.

Luego le confiamos el problema con palabras sencillas, sin descender a detalles que él ya
conoce, y sin sugerirle soluciones.

Por último, vayamos –con él en nosotros- ante el Padre, para decirle simplemente:
“Gracias... Padre, por haberme escuchado también esta vez la oración que Jesús te ha
dirigido en mi favor, por aquel enfermo, para la solución de aquel problema, etc. Yo sé que
tú siempre le escuchas” (Cf Jn 11, 42).
Da pena, muchas veces, oír como oran ciertas personas o ciertos grupos en el nombre de
Jesús. Se tiene la impresión de que lo hacen en nombre de un Jesús lejanísimo y ausente.
Recordemos que él quiere estar siempre presente con nosotros y en nosotros. “Donde hay
dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy allí, en medio de ellos” (Mt 18,20). Es él quien
quiere orar en nosotros.
Y cuando se nos pide que roguemos por personas lejanas, situaciones difíciles y
complicadas, basta que invoquemos su presencia y le digamos: “Jesús, llégate hasta aquella
persona, toma en cuenta ese problema y resuélvelo de la manera que tú sabes”. Sin que
tengamos que entrar en más detalles.

Por tanto, orar en el nombre de Jesús equivale a llevar en nosotros a Jesús ante el Padre.
En segundo lugar, significa llevar en nosotros su fe.

103
La fe de Jesús en el Padre fue ilimitada, absoluta, incondicional. Él creyó firmemente que el
Padre estaba siempre con él, que le amaba con amor infinito; cuando era un pobre
trabajador desconocido e ignorado, lo mismo que cuando fue aclamado como hijo de David
entre ramos de palmera y gritos de hosanna. Cuando se encontró ante la tumba de Lázaro lo
mismo que cuando sudó sangre en el huerto. Cuando lo proclamó su hijo predilecto en el
Tabor como cuando parecía que lo había abandonado en la cruz.
Así también nosotros debemos creer que somos el objeto de su amor infinito, de sus
cuidados paternales, independientemente de que las circunstancias sean alegres o tristes, de
los problemas que nos angustian, de los dolores físicos, morales y espirituales que nos
atormentan.
Debemos ir hacia él, no con una fe abstracta y genérica, sino con la absoluta certeza de que
el Padre acepta infaliblemente los deseos que Jesús le manifiesta a favor nuestro, incluso a
costa de remover cielo y tierra.

En tercer lugar, orar en el nombre de Jesús quiere decir presentare ante el Padre con los
méritos de Jesús. Ir con la seguridad y la certeza de que el precio de todo lo que vamos a
pedir ha sido ya pagado sobreabundantemente por Jesús.
Por consiguiente, no acudimos con la cara roja de vergüenza, no vamos a limosnear como
mendigos. Vamos con plena confianza a reclamar unos derechos adquiridos para nosotros
por Jesús, a tomar lo que ya es nuestro.
Vamos a reclamar el derecho de ser curados, en el cuerpo ye en el espíritu, porque Jesús
nos curó desde la cruz; de ser perdonados, porque Jesús se convirtió en condenado en lugar
nuestro; de ser liberados del maligno, porque Jesús le venció en la cruz por nosotros; de ser
atendidos en todo lo que necesitamos, porque Jesús nos restituyó el derecho de formar parte
de la familia de Dios.
Si en un banco hay una gran cantidad de dinero en mi cuenta, independientemente de quien
sea el que lo ha depositado, puedo ir a cobrarla con todo derecho, sin necesidad de ir a
rogar ni ponerme de rodillas implorando ante el cajero.
Por lo tanto cuando oremos, evitemos las lamentaciones, los lloriqueos, las imploraciones
angustiosas; y usemos palabras muy simples, breves y dignas. Estamos en el derecho de ir a
cobrar. Con tal de que añadamos: “Por Jesucristo nuestro Señor”, como hace la Iglesia al
final de toda invocación al Padre.

Por último, orar en nombre de Jesús significa rogar que venga su reino. Y eso quiere decir
que lo que pedimos está en armonía con sus planes, con la venida de su reino; y no en
contraste con su realización. Que lo que pedimos por una persona determinada no vaya
contra su verdadero bien, que es el eterno.

Antes de pedir esto o aquello, tratemos de penetrar en los pensamientos de Dios acerca de
aquella persona o aquella situación. Recordemos que “sus caminos se elevan por encima de
nuestros caminos y sus proyectos son muy superiores a los nuestros” (Is 55,9).
Antes de comenzar a orar apenas nos lo hayan pedido, supliquemos al Espíritu el don de
discernimiento, para conocer cómo debemos orar y qué debemos pedir. En vez de
precipitarnos a gritar: “Señor, ayuda a esta o aquella persona, cúrala, líbrala de tal problema,

104
de tal situación, etc”, digamos más bien: “Señor, ¿cuál es tu plan sobre tal persona?”
“¿Cómo quieres que roguemos obre tal situación?”.

Recordemos que Dios tiene un plan maravilloso sobre cada uno de nosotros, un plan de
amor y de auténtica felicidad. Pero para llevarlo a cabo frecuentemente toma largo tiempo y
sigue vías extrañas y misteriosas, que se escapan a nuestra lógica.
A él no le preocupa el fin inmediato, que tanto nos inquieta a nosotros, sino el fin último,
remoto, el verdaderamente útil para nosotros, que no puede revelarnos anticipadamente.
Nuestra oración, por tanto, no puede menos de moverse dentro de los límites de su plan,
que va a suponer la felicidad para nosotros y la gloria para él.
He aquí por qué Jesús nos enseñó a orar así: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el
cielo”. Es decir, que el plan perfecto, que tienes preparado para nosotros en el cielo, para
nuestra perfecta y verdadera felicidad, se haga realidad en la tierra, tal cual, sin
interferencia nuestra alguna.
En consecuencia, orar en el nombre de Jesús quiere decir rogar para que se cumpla el plan
que Jesús tiene sobre mí y sobre las personas por las cuales ruego.

“Seréis mis testigos”

Pero, antes de acabar, permíteme, querido lector, la última indicación en relación con el
tipo de testimonio que debemos dar del nombre santo de Jesús. Escucha, ante todo, la
crónica de una reunión que podría haber tenido lugar en el cenáculo al día siguiente de
Pentecostés.
Pedro reúne a los ciento veinte testigos y les dirige este discurso: “Amigos y hermanos,
escuchadme: „Recordáis que Jesús, antes de subir al cielo, nos dijo: Con la venida del
Espíritu Santo recibiréis dentro de vosotros la fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en
toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo‟” (He 1,8).
Ahora bien, yo tengo que deciros lo siguiente: Cuidado, hermanos, porque las palabras son
palabras, pero la realidad es algo muy distinto. Y nosotros tenemos que mirar de frente a la
realidad.
Y la realidad es ésta: Jesús no está ya con nosotros y nos hemos quedado solos, indefensos,
mal mirados, odiados por su causa. La situación en la ciudad, como sabéis, es delicadísima:
todos están contra nosotros, tanto las autoridades romanas como nuestros propios jefes
religiosos. De un momento a otro pudiera convertirse en catastrófica; hasta corremos el
riesgo de tener el mismo fin que él tuvo.
Por lo tanto, hermanos, sed muy prudentes, muy cautos. Y mirad muy bien lo que decís.
Sed, sobre todo, diplomáticos, utilizando un lenguaje difícil, complicado y hermético; de
manera que si alguno se siente ofendido, podáis luego siempre defenderos diciendo que
queríais decir otra cosa. Y, por encima de todo, os recomiendo con sumo interés que no
nombréis por ningún motivo el nombre de Jesús, porque suscitaríais la ira de nuestros jefes.
No, hermanos, ¡mucho cuidado! Hablad de problemas políticos, sociales, culturales, incluso
de problemas religiosos, mas que no hieran la sensibilidad del sanedrín... Pero, repito, aquí,
en la ciudad donde todos estuvieron contra él y lo siguen estando todavía, ese nombre no
debe ser pronunciado en público.

105
No, amigo lector, no abras los ojos de par en par; estoy bromeando. Esta reunión, por
fortuna para la Iglesia, jamás tuvo lugar. Hubo otras, por el contrario, de las cuales se salió
con el propósito opuesto: El de gritar aquel nombre delante de toda la ciudad, frente a los
amigos y los enemigos, judíos y romanos; incluso a costa de pagar con la sangre tal audacia.

Escuchemos a Pedro, el mismo Pedro que en la noche de la pasión había dicho tres veces
que no le conocía ni de nombre. Ahora, por el contrario, dice abiertamente: “A Jesús Dios
lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos” (He 2,32).
Y después de haber curado al mendigo de la Puerta Preciosa en el nombre de Jesús, el
mismo Pedro dice al pueblo, que ha quedado estupefacto: “Y por la fe en su nombre ha sido
sanado este hombre que vosotros veis y conocéis” (He 3,16).
UN milagro tan estrepitoso turbó la paz de los legalistas del templo. ¿Milagros todavía? ¿Y
en el nombre de uno que ha sido crucificado?.
“llamaron a los apóstoles a su presencia y les preguntaron: ¿Con qué poder o en nombre de
quién hicisteis esto?” (He 4, 7). Y Pedro responde: “Por el nombre de Jesús Nazareno, a
quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre
este hombre está en pie y sano ante vosotros” (He 4, 10). “En ningún otro se encuentra
salvación, ya que no se ha dado a los hombres sobre la tierra otro nombre por el cual
podamos ser salvados” (He 4, 12).
En otras palabras: Sabed que quien salva ya no es vuestra ley; por lo tanto, vosotros, sumo
sacerdote y sanedritas, no contáis ya para nada.
“Cuidado, Pedro, que te estás exponiendo demasiado, que estás utilizando un lenguaje
demasiado ofensivo para con tus legítimos superiores religiosos. Está bien que digas la
verdad pero con un poco de diplomacia, con circunloquios y eufemismos; y, sobre todo,
con respeto hacia estas supremas autoridades...”. ¡Quién sabe cuántos hombres de la Iglesia
le hubieran hecho hoy esta advertencia..!

Y, naturalmente, vinieron las prohibiciones y las amenazas. “Los llamaron y los mandaron
que de ningún modo hablaran o enseñaran en el nombre de Jesús” (He 4, 18). No eran ellos,
sino aquel nombre, lo que les llenaba de terror. Y, en el fondo, por la paz de la Iglesia
naciente, los apóstoles podían haber evitado parecer fanáticos de ese nombre.
Sin embargo, “Pedro y Juan les respondieron: Ved vosotros mismos si está bien delante de
Dios que os obedezcamos a vosotros antes que a él. NO podemos dejar de hablar de lo que
hemos visto y oído” (He 4, 19-20).
La comunidad cristiana se reunió. ¿Para discutir si convenía cambiar de modo de hablar?
¿Para aconsejar prudencia y moderación? Escuchemos cómo ora: “Y ahora, Señor, mira sus
amenazas y concede a tus siervos anunciar tu palabra con valentía. Manifiesta tu poder
realizando curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús” (He 4,
29-30). “Cuando terminaron su oración tembló el lugar donde estaban reunidos y todos
quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a anunciar con valentía la Palabra de Dios”.
(He 4, 31). ¿Era milagrerismo? ¿Era emocionalismo? ¿Era sensacionalismo? ¿Era
pentacostalismo?
Era la Iglesia del Espíritu Santo, que tenía en cuenta solamente la fuerza del nombre de
Jesús.

106
Y después de las amenazas vinieron los castigos. Los apóstoles fueron puestos en prisión.
Pero el nombre de Jesús no permaneció aprisionado en sus corazones; al contrario,
resonaba más fuerte en toda Jerusalén. “Os prohibimos estrictamente enseñar en ese
nombre y, sin embargo, vosotros habéis difundido por toda Jerusalén su doctrina y queréis
hacernos culpables de la sangre de ese hombre” (He 5, 28).
Y llegaron los azotes, los golpes. Pero “ellos salieron muy gozosos del sanedrín por haber
sido considerados dignos de sufrir por el nombre de Jesús” (He 5, 41). “Recibiréis la fuerza
del Espíritu Santo, les había dicho Jesús, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en
Jerusalén...” (He 1, 8). Y lo fueron, porque el Espíritu Santo había bajado sobre ellos.

Amigo lector, ¿quieres saber si también para ti ha habido un Pentecostés?, ¿si has recibido
el bautismo en el Espíritu? Mira si te avergüenzas de pronunciar en público cien, mil veces,
con valentía, con alegría que se transparenta en los ojos, con un entusiasmo que puede
leerse en la cara..., el nombre dulce y glorioso de Jesús.
Mira si, cuando pronuncias el nombre de Jesús, te sientes libre para gritarlo, o te sientes de
algún modo embarazado y se te muere la palabra entre los labios. Porque “nadie puede
decir: Jesús es el Señor sino guiado por el Espíritu” (1 Cor 12, 3).
Mira si una predicación te parece vacía, fría, tediosa, cerebral y sin inspiración, porque no
oyes mencionar ese nombre con alegría y entusiasmo.
Mira si una simple misa donde se alaba y se glorifica al Señor Jesús, en la libertad del
Espíritu, te entusiasma más que una celebración solemne, demasiado ritual, fría y rígida.
Mira si te resulta espontáneo invocar ese nombre, alabarlo, glorificarlo cada momento, y si,
cuando lo repites, la boca se te llena de una inefable dulzura y el corazón te rebosa de
alegría.
Mira si cuando oyes hablar de él y pronunciar tu nombre te sientes arrebatar por un
estremecimiento de entusiasmo en toda tu persona, que difícilmente eras capaz de dominar.
Mira si las conversaciones, las amistades, las diversiones, las fiestas, los espectáculos, todas
las alegrías que el mundo nos ofrece, te resultan vacías e insípidas cuando su nombre no
está en ellas.
Mira si te afanas por el deseo de hablar de él a quien quiera, por dar testimonio de él con
valor y entusiasmo; y ni sufres interiormente cuando no puedes hacerlo.
Mira si estás listo para alabar y glorificar en público su nombre, incluso en medios fríos,
indiferentes o incluso hostiles.
Mira, por último, si el nombre de Jesús te viene espontáneamente a la boca y lo repites,
como si fuese un obligado estribillo, como la nota dominante en toda conversación, en todo
discurso, en toda plegaria, en todo escrito.

Querido amigo, si crees que has superado esta prueba, si has aprobado este examen, puedes
estar seguro de que recibiste el bautismo en el Espíritu. Puedes creer que el Espíritu está
ahora en ti y se siente libre para cumplir su misión, que es la de glorificar a Jesús. “Él me
glorificará” (Jn 16, 14).

No es fanatismo

107
Y no te preocupes si alguien viene a decirte que eso es fanatismo. Es solamente el
testimonio de un cristiano normal.
El fanatismo existe cuando el objeto o el motivo de exaltación es estúpido, es insignificante
o, en todo caso, desproporcionado a ese grado de exaltación. Como sería, por ejemplo,
exaltarse y andar alocado porque un balón entra en la portería, por un cantante, por una
estrella de cine, etc.
Pero, en este caso, el objeto es un Dios-Amor, es el Jesús de la cruz y la resurrección, es el
Rey de la gloria, es el objeto de nuestra felicidad eterna. Y, en consecuencia, toda nuestra
exaltación es siempre infinitamente inferior a su justo nivel.
El que espera una fecha memorable no puede menos de sentirse inquieto hasta que llega. Y
nosotros esperamos la vida eterna.
El que ha recibido, sin mérito alguno, una fabulosa herencia no puede menos de saltar de
alegría. Y nosotros nos hemos convertido en ciudadanos del cielo y coherederos con Cristo.
El que ha encontrado un tesoro no puede menos de sentirse rico y colmado de felicidad. Y
nosotros le hemos encontrado a él, Jesús, que es el tesoro más precioso del cielo y de la
tierra.
Cuentan los historiadores de Arquímedes, cuando descubrió el peso específico de los
cuerpos, se fue por las calles de Siracusa, desnudo y loco de alegría, gritando: “¡Eureka,
eureka, lo he encontrado!” ¿No es lógico que nosotros hagamos algo similar y mucho más,
puesto que no hemos encontrado una verdad, sino la Verdad?

Además, antes de condenar como fanatismo o emocionalismo ciertas valientes


manifestaciones de fe, deberíamos determinar quién es el cristiano normal. Cómo era el
hombre salido de las manos de Dios antes del pecado. Cuál es el cliché para medir al
hombre nuevo redimido y resucitado con Cristo. Cómo es la vida auténtica en la nueva
creación.
¿Sería acaso un hombre normal ese hombre siempre triste, siempre preocupado, siempre
oprimido por torturadores pensamientos, por continuas ansias y angustias?
¿Sería acaso cristiano normal ese cristiano que está siempre triste y serio, incluso cuando
habla con su Dios, que es su eterna alegría? ¿Ese cristiano que escucha la Palabra de Dios,
que es la Buena Nueva, con cara larga y estirada? ¿El cristiano siempre con el maletín y el
escritorio lleno de papeles, esclavo de sus problemas y de sus miedos?
Sería normal la misa celebrada en un clima de seriedad y de tristeza oprimente, como si se
asistiese a un eterno funeral?
¿Serían normales el sacerdote, la religiosa, el religioso que se muestran indefectiblemente
con un rostro severo, serio, triste y deprimido? San Francisco de Sales recordaría: “¡Un
santo triste es un triste santo!”
Pues no, queridos señores. El cristiano normal vive en la alegría. En esa alegría verdadera y
única, que está siempre con él, dentro de él, que no depende de las cosas externas, que no le
pueden quitar ni en la más mínima parte las situaciones externas.

El cristiano normal no es un hombre siempre alegre porque esté sin cruz, sino que es un
hombre alegre aun estando en la cruz.

108
La alegría del cristiano, incluso cuando se manifiesta al exterior, no es fanatismo, sino
liberación de todo complejo. No es emocionalismo, sino testimonio de fe en aquel que ha
depositado en su corazón un anticipo de las alegrías eternas de los cielos.
Nietzsche decía: “Yo creeré en el cristianismo cuando vea en el rostro de los cristianos la
alegría de sentirse salvados”.

Y ya es hora de que todos, religiosos y laicos, nos decidamos a dar testimonio de fe a


cuantos, como el filósofo alemán, nos lanzan este reto. Ya va siendo hora de que olvidemos
el modelo de cristiano triste y llorón que se formó en las iglesias góticas, lúgubres y
fúnebres del Medioevo; de que reiniciemos el modelo de cristiano que salió del cenáculo
de Jerusalén.

Pero, además el testimonio del gozo, que no es fanatismo, está el testimonio de la valentía,
que el cristiano debe ofrecer cada momento, el testimonio valeroso de la propia fe. Y
tampoco ese testimonio es fanatismo.
Jesús dijo: “Así pues, lo que os digo a oscuras, repetidlo a la luz del día, y lo que digo al
oído, predicadlo desde las azoteas de las casas” (Mt 10, 27).
Hermano y hermana que lees, espero que no caigas en este pecado de omisión. Por
desgracia, yo caigo en él, porque aún no he subido a los tejados para gritar que Jesús es el
Amor, que Jesús es el Señor. Por tanto, no sólo no soy fanático, sino que soy todavía un
cristiano por debajo de lo normal.
No sería fanatismo, sino el testimonio valiente de los cristianos normales, ahora que la
violencia ensangrienta las calles de nuestras ciudades y la pornografía las ensucia, que los
sacerdotes, las religiosas y los cristianos de esas ciudades se reuniesen en una plaza y
glorificasen con alabanzas, músicas, cantos y plegarias al Señor Jesús. O que fuesen en
procesión por las calles predicando el amor.
Se dirá acaso: “¡Ca...! Lloverían bombas... Tronarían insultos...”. Bueno, ¡pues que lluevan
bombas! Los primeros cristianos, para dar su testimonio de Cristo, ¿no tuvieron que
enfrentarse con los colmillos de los leones? Y no eran fanáticos; eran tan sólo cristianos
normales. Y nosotros, cristianos como ellos, ¿por qué deberíamos tener miedo a las bombas?
“El que ama su vida –decía Jesús- la perderá”. El que no está dispuesto a morir por su fe no
es digno de profesarla.

No sería fanatismo, sino el testimonio de la fe de cristianos normales, que los cristianos del
Parlamento y del Senado, al comienzo de cada sesión se levantasen, incluso ante la irrisión
de los demás, para invocar juntos en alta voz, al Espíritu Santo.
No sería fanatismo, sino manifestación de fe y de amor a Jesús y a su Iglesia, que las
multitudes que aguardan la audiencia del Papa fuesen entretenidas con plegarias, cantos e
himnos de alabanza y de gloria al Señor Jesús. De esta forma, a la llegada del Papa estarían
más preparadas y dispuestas para abrir los ojos de la fe y no ver ya al Papa, sino al mismo
Jesús en el Papa.
Dicen los Hechos de los Apóstoles que los hombres del sanedrín se maravillaron al ver la
valentía y la franqueza con que hablaban Pedro y Juan, a quienes ellos conocían como unos
hombres pobres e incultos. Sin embargo, se acordaron de que eran de aquello hombres que
habían estado con Jesús (He 4, 13).

109
Hermano, hermana, el mundo de hoy deberá reconocer que pertenecemos a Jesús por el
coraje y la decisión que demostramos al hablar de él. Para nosotros, los sacerdotes, van
desapareciendo incluso los uniformes, las insignias, el cuello romano..., que antes daban
testimonio de nuestra pertenencia clerical. Hoy queda solamente el testimonio de nuestra
palabra valerosa y de nuestro buen ejemplo.

El desafío de Goliat

Hay ahora también un Goliat, altanero y sacrílego, que desafía al pueblo de Dios,
acobardado y humillado. Te lo encuentras de cara cada día, cada momento; en tu casa, en tu
oficina, en tu fábrica, en tu ciudad, en tu nación. No te digo el nombre nuevo que ha
tomado actualmente. Tú lo sabes mejor que yo.
Solamente te digo que tú eres el pequeño David, elegido por el Espíritu Santo para abatirlo
sobre el suelo y cortarle la cabeza. ¿Con qué armas? No con tus armas. El pequeño David
rechazó la armadura, el yelmo y la coraza con que Saúl quería revestirlo.

Afrontó al filisteo con un arma a la cual nadie puede resistir, ni siquiera los gigantes: el
poder de Dios. “Tú vienes a mí con jabalina, lanza y espada; pero yo voy contra ti en el
nombre de Yahvé, el Dios de los ejércitos de Israel a quien tú has desafiado” (1 Sal 17, 45-
46).

Hermano, hermana, la tuya, la mía, nuestra arma invencible es una sola: el nombre glorioso
y omnipotente de Jesús.
Mientras los Goliat de muchas caras se hacen cada vez más descarados y arrogantes,
mientras la bestia apocalíptica avanza siempre más amenazadora, las armas convencionales
que hemos usado hasta ahora no son ya suficientes ni adecuadas. Hay un arma de reserva,
un arma secreta, aparentemente pequeña e insignificante como lo era la pequeña piedra en
la honda de David, pero capaz de derrotar a todas las hordas infernales.
Esta arma está a tu disposición, a la mía y a la de todos cuantos les preocupa la suerte y el
futuro del Pueblo de Dios. Es el nombre dulce y omnipotente de Jesús.

La Iglesia debería pasar de una fe teórica en el poder del nombre de Jesús a la aplicación
práctica del potencial formidable que se contiene en ese nombre. No solamente en las
plegarias litúrgicas, sino en cualquier otra circunstancia.
Las órdenes y congregaciones religiosas, que son el ejército de la Iglesia, deberían confiar
menos en su potencial humano, en sus recursos intelectuales, estructurales y organizativos,
y utilizar más las energías poderosas e irresistibles que se contienen en el nombre de Jesús.

Entre tanto, hermano, hermana, comencemos nosotros. Por la mañana, cuando saltas de la
cama y abres las ventanas a la luz, repítete a ti mismo: “Este es un nuevo día de victoria
para Cristo y de derrota para Satanás. Dependerá de mí, del uso que haga del nombre de
Jesús”.
Y sal de casa con el nombre de Jesús sobre la frente, con el nombre de Jesús en los labios,
con el nombre de Jesús en el corazón.

110
Y por la noche, cuando vayas a la cama, le cantarás el himno de triunfo a ese nombre que,
por medio de ti ha lanzado a Satanás de nuevo a los abismos infernales, ha hecho llover
sobre la tierra todos los tesoros del cielo; ha hecho ver a los hombres que hay un Dios con
nosotros. Que Jesús... está en ti.

Un mensaje
Desde las catacumbas

Con ocasión del Congreso Internacional Carismático celebrado en Roma, en las


Catacumbas de San Calixto, en Pentecostés del Año Santo de 1975.

Somos los mártires de las catacumbas. Aquella multitud innumerable de mártires de toda
edad y condición, que llegaron aquí, a lo largo de tres siglos, a celebrar nuestros encuentros
de oración.
Veníamos de noche, a la luz de las teas encendidas y con el riesgo de encontrarnos cada vez
y en cada esquina de la calle con las espadas de los soldados romanos.
Somos aquellos mártires que, después de haber dado a Cristo el testimonio de su sangre en
los circos y en los anfiteatros de Roma, fuimos traídos aquí para ser enterrados mientras se
cantaba el “¡Aleluya!”.

Gloria sea a Dios, hermanos. Y gracias de corazón a vosotros por haber venido a celebrar
aquí vuestro Congreso, sobre nuestras tumbas.
¡Qué fácil ha sido reconoceros enseguida como auténticos hermanos nuestros en Cristo,
desde la primera noche! Las noches alegres de vuestros cantos, vibrantes de fe y de amor,
nos hicieron saltar de un gozo inefable y brincar jubilosos de las tumbas. Reconocemos en
ellos nuestros propios cantos. También nosotros un día glorificábamos al Señor Jesús de esa
manera, con los brazos elevados al cielo, en el gozo y la libertad del Espíritu.
También nosotros, con ardiente fe y con el corazón henchido de alegría, solíamos cantar
como vosotros: “¡Resucitó...! ¡Aleluya! Muerte, ¿dónde está tu victoria? ¡Justamente
mientras las espadas romanas y los colmillos de las fieras nos diezmaban día a día!”.

Gracias, hermanos, por haber venido en tan gran número. Desde nuestros tiempos hasta hoy
nunca habíamos visto una multitud tan grande como ésta reunirse sobre nuestras tumbas,
con el único fin de orar y glorificar al Señor Jesús en la plena libertad del Espíritu.
Por vuestras distintas lenguas, nos hemos dado cuenta de que la mayor parte de vosotros
veníais desde muy lejanas tierras, más allá del océano, tierras para nosotros ignoradas,
porque para nosotros el mundo era entonces únicamente el que existe en torno al
Mediterráneo.
Pero, a pesar de las diferencias de nacionalidad y de lengua, es única e inconfundible la
alegría que se leía en vuestros rostros; la misma que alumbró inalterable un día los nuestros,

111
incluso el brillar siniestro de las espadas y las bocas rugientes de los leones: la alegría del
Espíritu Santo.
Nos sentimos contentos con vosotros, sentados en las tiendas; hemos participado con todo
nuestro entusiasmo en vuestras jubilosas asambleas de oración: se parecían muchísimo a las
nuestras de entonces. Sólo que nosotros no podíamos celebrarlas a la luz del sol, sino de
noche, a la luz de las antorchas, en las entrañas de la tierra.
A pesar de ser los vestidos muy distintos (los nuestros estaban aún llenos de sangre) hemos
danzado con vosotros en la alegría del Espíritu y junto con vosotros hemos cantado
aquellos emocionantes himnos de alabanza a él, Rey y Señor de la gloria, mientras nos
parecía oír el eco de los que un día resonaban allá abajo entre las galerías y las oscuras
cavernas.
Hemos escuchado con interés y júbilo los inspirados mensajes de vuestros directores y los
conmovedores testimonios de tantos hermanos y hermanas acerca de las maravillas que el
Espíritu está llevando a cabo en la Iglesia y en el mundo. Tenían los mismos acentos de las
cálidas exhortaciones que nosotros solíamos escuchar a nuestros ancianos. Eran los mismos
testimonios que nos comunicaban tantos hermanos en la fe cuando llegaban diariamente a
Roma desde cualquier rincón del Imperio.

¡Oh!, cómo nos ha contentado, queridísimos hermanos, el haberos encontrado. Gracias por
habernos hecho revivir las alegrías embriagadoras de aquellos días gloriosos. Pero, antes de
saludaros, quisiéramos también comunicaros nuestro mensaje personal para que lo llevéis a
vuestras tierras y lo repitáis en vuestros encuentros de oración.
Él nuestro es un mensaje que no está escrito con tinta, sino con sangre. Es un mensaje que
no está hecho de palabras (¡ahora nosotros podemos hablar tan poco!), sino un mensaje que
podéis deducir mirando a nuestras tumbas.

Hermanos, ¡sed fieles a Cristo y a su Iglesia, como lo fuimos nosotros! La nuestra fue una
fidelidad total, absoluta, incondicional. ¡Hasta la sangre! Para nosotros, amar y servir a
Jesús significaba ser conducidos al martirio. No había alternativa: o mártires o traidores. El
hermano Pablo, llegado hasta aquí entre cadenas, nos solía repetir: “Todo lo tengo al
presente por pérdida, en comparación con la gran ventaja de conocer a Cristo Jesús, mi
Señor. Por su amor acepté perderlo todo y lo considero como basura con tal de que pueda
ganar a Cristo” (Flp 3, 8).

También nosotros, siguiendo su ejemplo, lo perdimos todo: honores, comodidades, libertad,


casa, familia, dignidades, personalidad y, por fin, incluso la vida; para algunos de nosotros,
cuando estaban aún en la flor de los años. Una vez convertidos al cristianismo, todo nos era
quitado y de una sola cosa estábamos seguros: de tener que morir mártires.
Nosotros rechazamos el compromiso y conformismo con el mundo pagano. Nosotros
quebramos el imperio en dos: cristianos y paganos; y cada quien podía ver muy claramente
la diversa forma de vivir de los unos y los otros. A vosotros ahora se os reclama la misma
coherencia, la misma valentía.
Os rodea un mundo pagano como el nuestro: También para vosotros ha llegado la hora de
la elección suprema: O con Cristo hasta dar por él la sangre o traidores a Cristo. No temáis
si os parece que estáis solos e indefensos; también nosotros estuvimos solos en la lucha

112
contra el paganismo; pero nos sentíamos invencibles porque el Espíritu nos revestía de la
misma fuerza de Dios. Esa fuerza es también la vuestra, ¡ Por qué vais a temer? Recordad
que vuestra victoria estará en proporción con vuestra fidelidad a Cristo.

Sed corderos en medio de lobos. Recordando las palabras del Maestro: “Yo os envío como
corderos en medio de lobos”, nosotros quisimos seguir siendo corderos por encima de todo,
incluso en medio de un mundo lleno de lobos ferocísimos.
Y nos armamos contra los lobos; no decidimos organizarnos para eliminar a los tiranos,
para matar a los jefes inhumanos, para reivindicar nuestros derechos conculcados. Nuestra
fuerza residía en nuestra debilidad. Contra nuestros opresores, perseguidores y verdugos
usamos una sola arma: el amor.

Habíamos recibido muchos dones del Espíritu, y cada día tenían lugar grandes portentos
entre nosotros; pero el milagro más grande que nosotros hicimos, y que se impuso a la
admiración de los mismos paganos, fue el milagro del amor. Amábamos a todos, incluso a
quien nos odiaba, nos calumniaba, nos perseguía y nos quitaba la vida.
Fue nuestro amor lo que trastornó las estructuras del paganismo y sacudió los fundamentos
del imperio de los Césares. Horribles calumnias circulaban acerca de nosotros: incluso que
degollábamos niños y que bebíamos su sangre. Pero los paganos no pudieron negar que
teníamos lago que a ellos les faltaba: el amor entre nosotros y el amor hacia los enemigos.
Fue el amor lo que abolió entre nosotros las diferencias sociales entre esclavos y amos,
entre patricios y plebeyos. Bajo la insignia del amor nació la nueva sociedad: el Pueblo de
Dios. El mismo milagro espera de vosotros hoy el mundo. A los odios, a las violencias, a
las costumbres depravadas, a las luchas fratricidas, oponed vuestro amor; seguid siendo
corderos en medio de lobos.

Durante la hora más solemne de vuestro Congreso se os ha profetizado que una hora de
tinieblas está para caer sobre el mundo; que seréis perseguidos a causa del nombre de Jesús.
Para nosotros, esta hora de tinieblas duró a lo largo de tres siglos. Pero las tinieblas estaban
fuera de nosotros; nos rodeaban, pero no estaban dentro de nosotros.
Las tinieblas cubrían la tierra, pero dentro de nosotros resplandecía deslumbrante el sol. Las
tinieblas envolvían los arcos de triunfo, la Vía Sacra, los templos, el Palatino y el Capitolio,
pero en las catacumbas era pleno medio día. El imperio se estaba descomponiendo,
consumido por los años y los vicios; todo parecía llegar inexorablemente a su fin; pero para
nosotros aquello era sólo el principio.
Todos temían el crepúsculo; nosotros sentíamos estremecerse dentro de nosotros mismos
los fuegos de la aurora de un nuevo día.
También ahora, como entonces, parece que el mundo está en una encrucijada. También hoy
parece que todo envejece y está listo para el desastre.
El sucesor de Pedro os ha dicho en tono solemne: “¡Rejuveneced el mundo!” Vosotros
debéis, pues, ser la nueva primavera de la Iglesia. No tengáis miedo, las tinieblas no
oscurecerán vuestra luz: “La oscuridad cubre la tierra y los pueblos están en la noche; pero
sobre ti se levanta Yahvé y sobre ti aparece su gloria” (Is 60, 2).

113
También a nosotros el primer Papa nos solía repetir la misma invitación, en el mismo lugar
donde vosotros le habéis estado escuchando, sobre las colinas del Vaticano, mientras
nuestros cuerpos, atados a las cruces y untados de pez, ardían como antorchas para iluminar
los jardines de Nerón.
Nosotros escuchamos la exhortación de Pedro y pensamos que para rejuvenecer al mundo
no hay otro camino que desintoxicarlo con nuestro amor y purificarlo con nuestra sangre
inocente. Ahora os toca a vosotros. ¡Esta es vuestra hora!
Estamos convencidos de que vosotros estáis abriendo una nueva era para la Iglesia y para el
mundo. Pero no os olvidéis que el precio es siempre el mismo: Amor y Sangre. Acordaos
que, en un mundo incrédulo, no se puede creer impunemente... ¡Estad listos!
Sed dignos de esta hora: ¡Vuestra hora! “Marana Tha!” ¡Ven, Señor Jesús...!

Índice

Pags
____
Presentación....................................................................................................... 5

PRIMERA PARTE
El Espíritu Santo nos revela a Jesús..................................................................9

Algo faltaba aún......................................................................................................11


Algo nos falta también a nosotros............................................................................13
“Tengo aún muchas cosas que deciros”....................................................................17
También nosotros nos hemos quedado en el abecé..................................................19
Hacia la verdad completa..........................................................................................23
Hacia el redescubrimiento de Jesús...........................................................................24
Corramos también nosotros.......................................................................................27

SEGUNDA PARTE

Quitándonos Los velos que nos lo esconden..............................................................31

Tras el velo de la historia.................................................................................................33

Tras el velo de las imágenes............................................................................................39

Tras el velo de la cultura..................................................................................................45


La experiencia de Dios....................................................................................................47
No es una experiencia opcional.......................................................................................51

114
Una experiencia no encasillada.......................................................................................57
Tras el velo de la Iglesia..................................................................................................67
La Iglesia del amor..........................................................................................................70
Amor hacia todos............................................................................................................74
Amor en familia..............................................................................................................76

Tras el velo de sus representantes...................................................................................81


Una tarjeta de identidad que no nos ha servido para nada..............................................82
Un Cristo auténtico.........................................................................................................84
Un Cristo sin cadenas......................................................................................................88

Tras el velo de las predicaciones.....................................................................................95


“Os traigo una alegre noticia...........................................................................................97
Sólo Jesús......................................................................................................................100

Tras el velo de las leyes.................................................................................................105


Libres ante la ley............................................................................................................108
Una sola ley...................................................................................................................110
“Le veremos a él”..........................................................................................................114

Tras el velo de los sacramentos.....................................................................................117


Como cosas....................................................................................................................119
Con tu nombre verdadero..............................................................................................121

Tras el rostro de los sanos..............................................................................................127


No como ídolos...............................................................................................................128
Redescubramos la verdadera devoción...........................................................................129

Tras el velo de los dones..................................................................................................133


Aceptar el don..................................................................................................................135
El don y los dones............................................................................................................136
¿El don sin los dones?......................................................................................................138

Tras el velo del apostolado.................................................................................................147


Nuestra parte.......................................................................................................................149
Como instrumentos.............................................................................................................150
Nada todo...........................................................................................................................151
“Permaneced en mí”...........................................................................................................153
¿Compromiso social?..........................................................................................................158

Detrás de su Palabra............................................................................................................163
Él es la Palabra....................................................................................................................165
Él es luz en la Palabra.........................................................................................................166
Él es la fuerza en la Palabra................................................................................................170
Cómo leerla.........................................................................................................................173

115
Un Jesús personal................................................................................................................174
Un Jesús siempre nuevo......................................................................................................175

Tras el velo de su nombre...................................................................................................179


Detrás de ese nombre..........................................................................................................181
“Nombre dado a los hombres”............................................................................................183
En su nombre.......................................................................................................................184
“En mi nombre expulsarán a los demonios”.......................................................................184
Cualquier cosa en su nombre..............................................................................................186
Cómo orar en nombre de Jesús...........................................................................................191
“Seréis mis testigos”...........................................................................................................194
No es fanatismo...................................................................................................................199
El desafío de Goliat.............................................................................................................202

APÉNDICE
Un mensaje desde las catacumbas.......................................................................................207

Sólo la luz y la fuerza del Espíritu pueden transformar a los hombres corrientes en testigos
de Jesús. El Espíritu lo realizó con los apóstoles y desea hacerlo con cada uno de nosotros.
Pero ante todo es preciso un trabajo de purificación. El Jesús que conocemos está muy
lejano de una verdadera experiencia de vida y su imagen está oculta, velada, confusa detrás
de superestructuras. Entre ellas se cuentan algunos de los medios a través de los cuales se
manifiesta: la historia, las imágenes, la cultura, la Iglesia, sus representantes cualificados,
los sermones, las leyes, los sacramentos, los santos, los dones del Espíritu, las buenas obras,
su Palabra, su mismo Nombre.

Hemos de encontrar a Jesús de manera personal, como San Pablo en el camino de Damasco.
El mismo Jesús que se encarnó en el seno de María “por obra del Espíritu Santo”, estará
vivo y operante también en nosotros, si, con María y los apóstoles, sabemos retirarnos al
cenáculo para recibir nuestro Pentecostés. Entonces seremos libres y capaces de llevar el
testimonio de su amor incluso a los que están lejos, a los que ya no creen o no han creído
nunca en Jesucristo. Entonces seremos capaces, como Pedro, de invocar el nombre de Jesús
y de obrar prodigios de gracia y curación

116
117
118

You might also like