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El jardín y el cuchillo.

Era pronto, tenía todo el mediodía por delante. De manera imprevista disponía de unas
horas para poder dedicar a lo que me apareciera. Era una mañana otoñal mediterránea,
de sol tibio y aire templado, con una luz que invitaba al mar, pero pensó que en lugar de
ir al mar llamaría a una amiga.

Había desayunado con el informativo de la radio, en Gran Bretaña existía un importante


número de niños y adolescentes con tratamiento antidepresivo y una orden del
organismo sanitario correspondiente había recomendado la disminución de dichos
tratamientos, puesto que se estaba demostrando que uno de los efectos secundarios tras
dejar las pastilla era el incremento de niños y adolescentes que se suicidaban. ¡Qué
sociedad!, deporte, buena alimentación y vida sana era la receta que tenía que prescribir
los médicos.

Salió como tantas mañanas otoñales con un ramillete de jazmines, y añadió unas flores
de alteas. Tenía un pequeño jarrón en la mesa del trabajo, junta a la multitud de papeles
y temas pendientes, el pequeño jarrón destacaba armoniosamente y en más de una
ocasión le había ayudado a respirar profundamente antes de sentirse mal.

Esas flores recordaban la vida fuera de las paredes del despacho. El campo estaba
amarillo y ocre, las granadas del jardín y los limones aún verdes le hablaban de la
naturaleza. Un espacio reducido y gris la mantenía todo el día entre cuatro paredes, pero
su trabajo tenía una ventana al mundo. Esa ventana era grande y pequeña, próxima y
lejana, generalmente banal y con vistas interesantes en ocasiones. Era una ventana muy
abierta y calidoscópica, una ventana que la atraía a un mundo irreal pero que la
cautivaba, la imbuía llegando a olvidar el jardín del granado. ¿Cuántas horas estaba en
el jardín?, ¿esas paredes grises con la ventana al mundo calidoscópico, ¿la tenían presa?,
¿o era ella la que necesitaba esa adrenalina?.

Aquella mañana consiguió salir de las garras del despacho y dejar la ventana cerrada.

Pasó junto a un jardín urbano, era una zona de pinos y encinas que estaba en la ladera de
lo que debió ser una montaña de bosque mediterráneo, ahora entre los repechos de las
sendas había bancos de hierro forjado y papeleras grises con grises bolsas de plástico,
todo él era urbano. Un pensamiento se deslizó, romeros, tomillos y jaras, también
pinos grandes, encinas y alguna acacia pero no se veían a penas pájaros, ¿y las ardillas?.

Nada recordaba el paraje salvaje que debió ser hace escasos siglos, ¿Dónde la hojarasca
del pino, donde las ramas quebradas?, todo estaba limpio, y hasta los senderos de las
ladera estaban barridos.

Ante la estampa tan naturalmente urbana otra imagen se superpuso, uno de los banco
estaba ocupado por cuatro damas que peinaban canas, pelos blancos como la nieve,
ropas oscuras y grises, mujeres con rostros arrugados, sorprendió su mirada en ellas y
las mujeres se la devolvieron. Una verja que separaba el jardín urbano de la acera por el
que caminaba hacia casa no impidió que sus miradas se cruzaran.

Cuatro, sentadas en el banco con las manos cruzadas en el regazo, sin hablar entre ellas,
mirando hacia la acera tenían todo el tiempo del mundo para observar a quien pasaba, y
él sintió que era mirado, siguió caminando y volvió a mirar a las mujeres que seguían
sus pasos, un poco apurado les sonrió, sobre todo porque mientras las volvió a mirar se
dio cuenta que junto al banco de hierro forjado, había una gris papelera con un plástico
gris y dentro convivían sin molestarse una muleta y dos garrotes, era pura vida lo que
contenía esa bolsa gris.

Cuatro mujeres de cabellos grises, con todo el tiempo del mundo para ver pasar la gente,
salían de sus casas una tarde otoñal una con muleta y otras con bastones para poder
caminar, sentándose no ante el televisor, como otras ancianas, sino para sentarse en un
banco de hierro forjado de un jardín urbano separado de la calle por una verja, y le
resultó tan entrañable que al llegar a casa cogió la cámara y volvió al jardín.

Lo que encontró nada tenía que ver con lo que había dejado, en lugar de cuatro mujeres
ancianas había dos jóvenes derrochándose a besos, casi montados uno sobre el otro, sus
pelos de colores gritaban cuan desinhibidos eran quienes los peinaban. Era una tarde
otoñal y la temperatura era fría, pero el fuego que desprendía sobrepasaba la verja que
separaba el jardín urbano de montaña, de la acera de la calle.

El no supo que hacer, tenía la cámara en la mano porque quería tener una imagen de la
vida y las ancianas junto a los bastones y muletas era muy plástica, todas con los
cabellos blanco, las manos cruzadas en el regazo, cubriendo todo el banco junto a la
papelera con los bastones.

¿Cómo fotografiar una pareja de jóvenes besándose?, la imagen era un prototipo que
cualquier publicista utilizaría para lanzar productos juveniles de fuerza y sexo, una
imagen nada difícil de encontrar en televisión, en revistas, en periódicos, en vayas
publicitarias. No tenía nada de extraordinario, lo extraordinario tal vez era la escasa
conciencia de estos jóvenes de que estaban en un jardín público, y que quienes
pasábamos por la calle les mirábamos. Poco parecía importarles, y era lógico que fuera
así. Se volvió a casa con la cámara sin usar.

En el camino entró en una cuchillería. Desde hacía meses quería comprar un cuchillo
doméstico afilado, de hoja fuerte y que le durase como duraban los cuchillos antiguos,
antes del comercio chino. Era un lugar pequeño y sucio, había mugre hasta en el pomo
de la puerta, hasta en la llave que el cuchillero rodó para abrirle, había polvo gris por el
escaparate y los cristales tenían tal suciedad que parecían tener un filtro, pero con todo,
los mejores cuchillos los vendía un señor con bigote, ojos pequeños y mirada acuosa
que hablaba un poco ininteligible, producto del vino que se había tomado por el olor
que despedía, y los dientes que le faltaban no ayudaban a entender lo que decía. Una
persona amable y sola. Él estaba sólo como el número uno, sólo como el sol.

- Hola, ¿quería un cuchillo de cocina?- dijo al entrar.

- Me pilla con un trabajo para Mercadona, si me espera un minuto apago la


máquina y le atiendo- contesto el solitario afilador.

- No se preocupe, le espero.

Sabía que tenía buen género, y no quería volver otro día, así que esperó unos minutos.
Al salir, ya llevaba varios cuchillos de tamaño mediano, mango de madera y hoja
afilada.
- Hace días que llegaron estos- dijo mostrándolos sobre el mostrador- creo que si
son para pelar patatas, este le puede ir bien. Tengo mucho trabajo pero mi hijo
que me viene ayudar, hoy tenía que llevar unos papeles del coche, esta mañana
me ha tocado ir a tráfico porque él no estaba muy bien, se conoce que se ha
constipado, y con el trabajo que tengo, pues me ha tocado cerrar e ir a lo de los
papeles. Hace unos meses se ha muerto mi mujer, y no acabamos deÉ mi hijo es
soltero, aunque tiene una chica desde hace años, pero no seÉ los jóvenes hoy no
quieren compromisos, aunque ahora que ya no está mi mujer, le digo se rejunte
si no quiere casarse, a mí, ya me da igual. Como tenía prisa por abrirle la puerta,
me he cortado un poco mientras pasaba el filo, hace años que no me pasaba.
¿Qué le parece el cuchillo?

- Está bien, ¿Cuánto cuesta?

Me pareció un buen precio, y me lo llevé a casa junto al recuerdo de este solitario


hombre con olor a vino. Han pasado 20 años y lo sigo usando para pelar patatas.

Amilcar

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