You are on page 1of 10

EL NIÑO GENIO

Siempre lo había deseado. La familia de mi padre solía comparar a sus hijos entre sí,

debido a que se encontraban en los primeros puestos de sus respectivas aulas de

clases; mientras que la de mi madre mostraba recortes de diarios con referencias de

hazañas gloriosas de niños en diversas materias: matemática, ajedrez, computación

o fútbol.

Mis padres, como forma de defenderse, también indicaban que sus hijos (mis

hermanos), quedaban en muy buenos puestos, aunque solamente yo reconocería a

dos: Roberto, el mayor, que había ganado un concurso de dictados cuando cursó el

segundo grado de primaria y Esteban, cuyos conocimientos se hicieron públicos

cuando disertó en el Congreso Escolar representando a su escuela. Pero eso

sucedió hace muchos años.

Con respecto a mi persona, mis padres nunca me hicieron mención. Siempre me

habían comparado con otros niños: “Ricardo es más inteligente que tú”, “nunca

quedas primer puesto en tu salón”, “no es cuestión de que apruebes con once:

debes sacar veinte”; “deberías estar en la selección de fulbito”, “ya sabía que no ibas

a ganar el torneo”, etc. Era considerado la oveja negra de la familia y nunca había

sacado diploma de honor.

Como meta de autorrealización, siempre quise ganar algo y no ser el último de los

aprobados o quizá un segundón en los campeonatos, si es que lograba eso. Como

decía el profesor, “no todos nacieron inteligentes”, dirigiéndome una mirada

indiscreta junto a risas cómplices de algunos compañeros del cuarto año de primaria

del colegio fiscal del barrio donde nací. Me acordaba de aquellos niños de nombre
egregio que Nicomedes Santa Cruz había hecho referencia en su momento y ahora

se habían vuelto mis enemigos. El tal Ricardo era el más aplicado del salón y obtenía

veinte en casi todos los cursos y ganaba en todos los concursos. A veces su

engreimiento caía en el vacío cuando nos enfrentábamos en los dictados de

ortografía: de cada cuatro le ganaba uno; y eso él no lo toleraba, pues su ambición

era vencer a todos y en todo.

Ricardo Méndez, junto a dos chiquillos más conformaba su grupo de palomillas y

sabía que el profesor nunca lo castigaría por las travesuras que él mismo ideaba y

ejecutaba a través de un gordo de cabello ensortijado que siempre lo acompañaba y

defendía de las agresiones verbales de otros compañeros. En una oportunidad, el

docente de Matemática no le hizo nada pese a que descubrió que éste había vertido

goma sintética en el asiento de Filiberto, niño delgado y con lentes de grueso

espesor, quien se había sentado sobre la referida viscosidad hasta que sintió el frío

que penetraba la tela de su pantalón.

-¿Y qué más da, acaso Einstein no era un burro?-; le reclamaba a papá luego de

recibir el segundo correazo en mi muslo derecho por el “cero cinco” que obtuve en

Educación Artística. -El profesor te pidió que dibujes una obra de arte ¡qué es esto!

¡Picasso!-, adujo; -Pero a mí me gustó un cuadro suyo. Por eso lo dibujé-, le

repliqué. -¡Nunca serás como Ricardo, nunca!-, y sentí tres correazos más en el

cuerpo. Ya no lloraba, pues recordaba durante el azote que “¡los hombres no lloran!”.

Estábamos cenando y mis cuatro hermanos mayores me miraban como si me

escudriñaran. -¡Siéntate derecho!-, mamá me corregía. -Mira: no es que seas bruto,

sencillamente debes estudiar más-, afirmaba Roberto con un aire de superioridad

ganado por ser el primogénito; -No, éste necesita una tunda para que aprenda que
“la letra con sangre entra”-, afirmaba solemnemente Patricio, el segundo; -No, yo no

creo que eso sea necesario, pienso que debe despertarse más temprano y estudiar-,

indicó Esteban, el tercero. El cuarto, Junior, me indicó algo revelador: -Llevémoslo a

un psicólogo, quizá tiene problemas… Pero yo te prometo algo (me miró fijamente

hasta ponerme nervioso), si tú logras quedar en el segundo puesto a fin de año,

teniendo en cuenta que te encuentras en el segundo bimestre, te daré un regalo por

Navidad. Mira que te pido un segundo puesto, sé que no das para ser primero; pero

puedes intentarlo. Sólo inténtalo y quizás lo logres-.

En ese instante no supe qué decir: estaba tan desmoralizado que podía ver que en

el día de la clausura del año escolar todos mis compañeros se reían de mí por haber

intentado lograr el segundo puesto; y que, por supuesto, no lo había conseguido. No

era fácil intentarlo, pues el segundo bimestre en que me encontraba, ya tenía una

colección de onces y un rojo que arrastraba del anterior (tenía “cero nueve”) en el

curso de matemática. -Lo voy a intentar-, musité. -¡No hables con la boca llena!-,

exclamó mi madre.

Eran las ocho de la mañana, llegaba al colegio y, mientras nos encontrábamos en la

formación, la auxiliar repetía que los niños no debían ingresar con el cabello largo y

que aquellos que lo hicieran serían trasquilados y enviados a sus casas. En ese

sentido, llamó a los policías escolares para que se acercaran a las filas de sus

respectivos compañeros de aula y los envíen al frente de todos a los que habían

osado contar con el pelo fuera del tamaño permitido en el plantel escolar.

Un joven delgado de corte militar, quien además era uno de los dos amigos de

Ricardo, era policía escolar y suponíamos que los que no fuesen de su agrado serían

los condenados a ser trasquilados. Yo era uno de ellos así como Vladimir, quien era
uno de los mejores (si así se podría decir) en todos estos años estudiantiles, debido

a que quedaba segundo puesto al final de cada año en la escuela. Ricardo, con sus

ojos negros penetrantes y, ubicado tercero en la fila que habíamos formado, le hacía

señas para que señale a varios que no eran de su agrado, estando nosotros dos

también en su lista negra. No era necesario decirlo en voz alta: todos los sabíamos.

El “militar”, como lo conocíamos, pasó al lado de cada uno y les cogía el cabello. Yo

me encontraba sétimo en la fila y tras mío se hallaba Vladimir. Una vez cerca de

nosotros, nos cogió del hombro y dirigió hacia delante; mi cabello no era tan grande

como para ser trasquilado, pero cada policía escolar decidía y su determinación era

respetada por la auxiliar e incluso por el director de OBE (esa oficina que velaba

siempre por la disciplina de los alumnos y otros beneficios). Una vez trasquilados

recibiríamos un palazo y seríamos devueltos a nuestras casas.

Junto a cinco compañeros, pasé al frente de toda la formación de alumnos en el

patio central y la auxiliar refirió en voz alta que éramos un mal ejemplo para los

demás y que, como estaba establecido en este plantel educativo, todos debíamos

pasar por el castigo respectivo y regresaríamos a casa. Vladimir, con los ojos

húmedos, dejó escapar una lágrima que se mezclaba con su vergüenza, la risa de

los demás que formaban filas (a su vez silenciados por los policías escolares) y los

mechones de cabello de todas las formas y colores que ya se encontraban en el

suelo.

Pasamos por los palazos respectivos y salimos por el portón principal,

encontrándonos adoloridos, con una rabia encima y sollozos, mientras nos

observaban los padres de familia y niños “tardones” que no lograron ingresar al

plantel a tiempo. Yo estaba cojeando por el dolor que sentía en el muslo izquierdo y
nada hacía presagiar lo que pasaría en casa, aunque lo sospechaba. En efecto, no

me fue mejor: recibí varios correazos y enviado a dormir hasta las cuatro de la tarde,

hora de mi almuerzo cuando me castigaban; no sin antes haber lavado toda mi ropa

y haber visitado al peluquero.

Al día siguiente, al llegar a la escuela, todos se reían de mí y no dejaba de sentir las

palmas de las manos de mis compañeros dadas con furia contra mi nuca y en la

zona posterior de mi cabeza calva; cuenta aparte de recibir toda clase de bromas

pesadas e hirientes. Sólo deseé que la tierra me tragase y opté por estar en una cura

de silencio.

Referí a mis compañeros de los alrededores a mi carpeta que mi hermano Junior me

había prometido un regalo para Navidad si quedaba tan solo en el segundo puesto al

finalizar el año escolar. Significaba entonces que debía dejar fuera de competencia a

Vladimir y pisar los talones a Ricardo. No contento con esto, les dije que iba a lograr

el primer puesto. -¿Estás loco? ¡Ricardo saca veinte en todos los cursos!-, replicó

Ovidio, mi compañero de carpeta. -¿Y qué pues? ¿Acaso no le puedo ganar? Si ha

ganado siempre el primer puesto es porque yo no he luchado de veras-. Todos

callaron en ese momento. Pero uno rió: -No puedes, nadie puede ganarle. Él es un

niño genio y tú con las justas apruebas los cursos-.

Luego de esas palabras, enfurecí y lo empujé, recordando con frustración lo que

siempre me decían en casa (que nunca sería un “niño genio”). Al instante, todos los

compañeros se levantaron de sus carpetas y gritaban para que uno golpease

duramente al otro. Este chiquillo me conectó un golpe al pómulo derecho que me

dejó al borde del llanto; y, como no tenía fuerza en los brazos, no pude hacer algo

para defenderme o para atacarlo. Abrazó mi cuello y me lanzó al suelo y me siguió


dando de puñetes. De pronto llegó el profesor y a él lo levantó por las patillas y a mí

del hombro; una vez puestos de pie, nos llevó a OBE. El salón calló.

Nos dieron de correazos y nos suspendieron por dos días. Llamaron a mis padres y

ellos descargaron su furia en mí. Esa noche, luego de que papá me castigara

nuevamente, me quedara sin cenar y peor, me encontrara sin sueño, me puse a

llorar y esperé que pasen los días de suspensión.

Era lunes por la mañana y todos me observaban: Ricardo me miraba burlonamente

con una sonrisa irónica, y el “militar“, junto al gordo crespo se reían a carcajadas. No

les proferí palabra alguna y me senté al lado de Ovidio, quien me indicaba que ya se

culminaba el segundo bimestre y que por ende se iniciaban los exámenes

respectivos. Comenzaríamos a ser evaluados la siguiente semana.

El lunes iniciamos con Matemática, martes, Lenguaje; miércoles, Religión, jueves,

Educación Artística y Educación para el Trabajo; y el viernes Naturaleza y Educación

Física. En casi todos los cursos obtuve doce, mientras que Ricardo alcanzaba

diecinueve y Vladimir diecisiete. En la entrega de libretas, mamá recogió el mío,

observó fastidiada mi promedio general de once, coronado por otra nota similar en

Conducta y Aprovechamiento.

En casa no fui recibido como un héroe ni mucho menos fui festejado. Mientras los

hermanos de mi padre se reunían por el cumpleaños de la abuela, comparaban las

notas que habían obtenido sus hijos. Papá permaneció callado casi toda la reunión y

sólo atinó a decir, frente a la inminente pregunta, “Mi hijo ha salido bien…”. Todos

sabíamos que mi progenitor mentía. Pero en ese momento era un alivio para él ante

el trago amargo de las comparaciones de mis tíos.


Después de las vacaciones de medio año, me encontraba nuevamente con mis

torturadores: Ricardo sabía que se avecinaba el concurso interno de Lenguaje y

Matemática, así como el de Educación Artística y comenzó a hostigarme: me ponía

cabe al pasar por su lado, el “militar” me daba un hombrazo y en lo posible me

revisaba exhaustivamente el cabello para ver si me podía enviar al frente de la

formación en el patio central. El gordo crespo me abrazaba y presionaba mi cuello,

diciéndome que no debía participar en el concurso de Lenguaje.

Sucedía que, previo a la convocatoria del concurso, existía un proceso eliminatorio

para ver quiénes eran los que representarían al salón; siendo dos alumnos por

sección. En pleno cuarto año, existían quince secciones del primero al decimoquinto.

Y lo que buscaba Ricardo era que yo faltase el día de la evaluación eliminatoria.

Vladimir corría igual suerte en cuanto al acoso. Lo único que me quedaba era

estudiar para dicho proceso eliminatorio, comiendo mi rabia, mi orgullo y la

humillación de la mayoría de los que me conocían.

Pasaron dos semanas y todos llegamos temprano: ingresé al plantel a escondidas de

los demás compañeros. Sabía que mis agresores harían hasta lo imposible para que

no participe, debido a que la evaluación eliminatoria se daba en cada salón luego del

recreo. Vladimir no llegó a clases por el temor que le embargaba el acoso. Dicho sea

de paso, el año anterior fue duramente golpeado por los tres cuando infringió las

normas que Ricardo le había impuesto.

No fui a las dos primeras horas de clase y me escondí en el baño, dentro del

compartimiento de los inodoros. Cerré la puerta con cerrojo y esperé a que sonara el

timbre del recreo. Uno del personal de limpieza (de nombre Oswaldo), se encontraba

cerca de mi compartimiento; abría cada puerta y le echaba desinfectante. Al llegar a


donde me encontraba, sólo atiné decir “¡Ocupado!”. -Voy a esperar a que salgas,

tengo que limpiar tu suciedad-, me respondió con una naturalidad increíble. No sabía

qué hacer: faltaban veinte minutos para el recreo y necesitaba ocultarme sin que el

resto se dé cuenta de que había llegado.

Bajé la manija del inodoro y salí rápidamente, mirando hacia el suelo. Mientras

Oswaldo ingresaba donde me encontraba minutos antes, crucé el patio y me escondí

por el jardín. Al rato, Oswaldo cogió una manguera y comenzó a regarlo. Pasaron los

veinte minutos y se retiró. Salí totalmente empapado y los zapatos llenos de barro. A

tiempo pude quitarme la camisa y la chompa sin que él se diera cuenta, debido a la

espesura del mismo jardín. El pantalón, por ser de color plomo, evaporaría el agua,

puesto que el sol ya estaba dando sus primeros coqueteos de primavera.

Me vi obligado a salir y corrí con todas mis fuerzas por el patio central (y el único, por

cierto) varias veces, para que no me viesen Ricardo y sus compinches,

confundiéndome entre el mar de niños que jugaban también en este patio de

cemento con paños descascarados. Pasado el recreo, ingresé al salón: “el genio”,

totalmente irritado me miró y, junto a sus dos amigos cogieron sus puños como una

señal de advertencia. -Vas a morir…-, me dijo el “militar” una vez acercado a mi

asiento; yo, asustado, miré hacia la puerta: el profesor ingresaba.

El docente de Lenguaje, una vez que entró al aula, invitó a que todos nos sentemos,

a fin de que podamos pasar el proceso eliminatorio de Lenguaje. -Es una prueba

muy importante-, refirió. Se inició el dictado: -Especialidad…, Característica…,

Nabucodonosor…-. El examen, si así lo podríamos definir, culminó a la hora. Allí

mismo se conocería quiénes tenían el derecho a participar en este concurso. -Todos

los años yo corrijo la prueba uno por uno, con su explicación en la pizarra. Esta vez
no será así. Voy a mezclar todas las pruebas y cada alumno recibirá uno para que lo

corrijamos juntos. Yo lo resolveré delante de ustedes y corregirán en el momento.

Suerte muchachos-, acotó el profesor.

En ese instante, las acciones cobraron un aspecto de cámara lenta: las pruebas

volaban por el aire, luego de que el profesor las lanzara como si realizara un sorteo.

Recogió los papeles uno de los alumnos sentados delante y los repartió a cada uno

de nosotros. Yo trataba de observar hacia dónde se dirigía este compañero, mirando

las hojas escritas, si acaso podía reconocer mi letra desde lejos. Le pedí a Ovidio

que se acercara disimuladamente para ver dónde estaba mi prueba. -No le ha tocado

al “militar” ni al gordo crespo-, me indicó; -¡Qué alivio!-, acoté. -Tu prueba le tocó a

Ricardo-, complementó. Quise nunca haber escuchado esa noticia. Estaba

sentenciado.

A su vez, me di cuenta que el “militar” salió de su carpeta y se metió en otra,

expulsando al acompañante de un alumno, a quien le había tocado la prueba de

Ricardo. -Obviamente, ese matón le obligará a que le ayude en la prueba-, indiqué.

En esa evaluación obtuve doce y Ricardo veinte. Al mirar mi examen, me di cuenta

de que habían modificaciones en mis palabras escritas, pero necesitaba saber cómo

lo habían hecho. Observé que mi lapicero no se encontraba en mi carpeta, sino otro,

con el cual, sin haberme percatado, venía evaluando la hoja de otro compañero. -

Profesor, me han robado mi lapicero-, le indiqué desesperado, una vez que me

acerqué a él. Mi docente llamó la atención a los alumnos y mandó que revisasen las

mochilas. Pero, como por arte de magia, mi bolígrafo había vuelto a su lugar, por lo

que fue hallado en mi carpeta. Se molestaron conmigo y el educador no me hizo más

caso.
No pude representar al salón en el concurso de Lenguaje; y sólo busqué ganar el

primer puesto para fin de año. Estudiaba amaneciéndome, pero no lograba vencer a

mis “competidores”. En el tercer bimestre obtuve trece de promedio general, mientras

que Ricardo dieciocho y Vladimir quince. En el cuarto bimestre, logré tener doce,

obteniendo Ricardo, por su lado, diecinueve y Vladimir diecisiete. Todo estaba

consumado. No había logrado el primer puesto que presumí, ni el segundo lugar con

su regalo de Navidad incluido (que mi hermano Junior me había prometido meses

atrás).

Llegaba cabizbajo y en silencio a casa, detrás de mamá, luego de la entrega de

libretas de fin de año. La acompañé de compras al mercado sin decir palabra alguna.

Sabía que no me llamaría la atención, puesto que ella misma realizaba el

seguimiento de todos mis promedios en cada bimestre. -Medio kilito de pollo,

caserita-, le decía a la vendedora apostada en su asiento. -Hoy vamos a hacer arroz

con pollo, el plato que te gusta-. Me sorprendió que me dijera eso, después de mi

pésima campaña escolar.

Llegó Navidad y sabía que no tendría obsequio. Fui a dormir a las doce de la

mañana luego de la cena tradicional y, al acercarme a mi cama, vi una caja envuelta

con papel regalo y una nota. -Para ti, que lo intentaste. Eres un campeón. Papá y tus

hermanos-. Sabía que mi padre había decidido cambiar su vida entregándose a

Jesucristo, pero no me esperaba esto. -Aunque no te lo creas, eres un niño genio-,

culminaba. Lloré de emoción y descansé junto al juguete que me acompañaría en

adelante.

You might also like