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Oliver Sacks La isla de los ciegos al color y la isla de las cicas Traduccién de Francesc Roca mM EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA Titulo dela edicién original ‘The Island of the Colour-bliad and Cycad Island Picador Londres, 1996 Disco dela coleci6h lio Vivas y Eseadio A Tutracién: foto © Heather Angel Primera edicién: noviembre 1999 Segunda edicign abril 2010 © Dela uaducin, Francesc Roca, 1999) © Oliver Sacks, 1996 @ EDITORIAL ANAGRAMA, SA, 1999 Pedeé dela Creu, 58 (08034 Barcelona ISBN: 978-84.339-0583-3 Depésito Legal: B. 18862-2010 Printed in Spin Liberdples, $.L. U. ctra, BV 2249, km 7,4 -Poligono Terrentfondo (08791 Sane Livseus dTlostons Para Eric PROLOGO En realidad, esto no es un libro, sino dos, dos aarraciones au- ténomas de otros tantos viajes a Micronesia, paralelos pero inde- pendicntes. Mis visitas a esas islas fueron breves e inesperadas, no cstuvieron planificadas ni se ajustaron a ningtin programa, no pre- tendian comprobar o refutar ninguna tesis, sino, simplemente, observar. Pero si mis visitas fueron impulsivas y poco sistematicas, iis experiencias en las islas fueron por el contratio intensas y enri- quecedoras, y se ramificaron en un abanico de direcciones que constantemente me sorprende. Viajé a Micronesia como neurdlogo, 0 neuroantropélogo, con la intencién de observar cémo respondian los individuos y las co- munidades a dos enfermedades endémicas singulares: la actoma- topsia, 0 ceguera a los colores, hereditaria en Pingelap y Pohnpei, y un trastomo neurodegenerativo progresivo y fatal en Guam y Rota. Pero, ademés, quedé fascinado por la vida y la historia cul- turales de esas islas, por su flora y su fauna, por sus peculiares orf- ‘genes geolégicos. Si bien al principio examinar a los pacientes, vi- sitar yacimientos arqueol6gicos, caminar por la selva 0 bucear en los arrecifes eran actividades que no parecfan tener ninguna rela- cin, con el tiempo se fusionaron en una experiencia indivisible, en una total inmersién en la vida de las islas, Sin embargo, hasta mi regreso, cuando aquellas experiencias volvicron a mi mence y se reflejaron en ella una y otra ve2, sus co- nexiones y significados (o algunos de ellos) no comenvaron a ad- quirir forma, al tiempo que el impulso de tomar lipiz y papel se u intensificaba. Escribir, durante los tltimos meses, me ha permiti- do, y me ha obligado, a visicar de nuevo esas islas desde la memo- ria, Y en la medida en que la memoria, como nos recuerda Edel- man, nunca es una simple grabacién 0 reproduccién, sino un proceso activo de recategorizacion ~de reconstrucciéa, de imagi- nacién, determinado por nuestros propios valores y perspectivas, recordar me ha llevado a reinventar esas visitas, 2 realizar, hasta cierto punto, una reconstrucciéa personal, {ntima, tal vez excén- ttica, de esas islas, moldeada en parte por un amor de toda la vida por las islas y su borénica. Desde muy joven he sentido pasidn por los animales y las plantas, una biofiia alimentada inicialmente por mi madre y mi tia y, mds tard®, por algunos profesores inspirados y la amistad con varios condiscipulos que compartian las mismas pasiones, como Eric Korn, Jonathan Miller y Dick Lindenbaum. Solfamos salir juntos a recolectar plantas, con una cesta de botdnico en ban- dolera; haciamos frecuentes expediciones matuiinas a rios y arro- yos, y durante dos semanas, cada primavera, nos dedicébamos a la biologia marina en Millport. Descubsiamos y compartiamos li- bros. La Borany de Strasburger, mi libro de bovinica favorito, me la regalé (como estoy viendo en la porcada) Jonathan en 1948, Eric, que es un verdadero bibligfilo, también me ha regalado in- numerables libros. Pasamos muchas horas juntos en el Zoolégico, el Jardin Botinico de Kew y el Museo de Historia Natural, donde podiamos simular ser nacuralistas, 0 viajar a nucstras islas favori- ‘as, sin salir de Regent's Park o Kew 0 South Kensington. ‘Afios después, en una carta, Jonathan recordé esta temprana pasién y el carécter més 0 menos victoriano que la iluminaba: «Siento una gran nostalgia por esa época de tonos sepia», deca en ella, cLamento que la gente y los muebles que me rodean tengan unos colores tan luminosos y nitidos. Teago un permanente deseo de que las cosas cambien de repente y todo vuelva a tener el aspec- to difuminado de un monocromo de 1876.» Eric sentia lo mismo, y, sin duda, ésta es una de las razones por las que ha legado a combinar la escrivura, la bibliofilia y la compra-venta de libros con la biologia, y se fz convertido en un anticuatio con un profunde conocimieato de Darwin y la historia 12 de la biologia y las ciencias naturales. Eramos, en cl fondo, unos naturalistas victorianos. ‘Asi, pues, al escribir sobse mi viaje a Micronesia he regresado a los viejos libros, a los viejos intereses y pasiones que he tenido durante cuarenta afios, y los he fusionado con mis intereses més recientes, susgidos mucho después y relacionados con el hecho de ser médico. La boténica y la medicina no forman compartimien- tos separados. Recientemente, descubri con placer que el padre de Ja neurologia britanica, W. R. Gowers, escribié una breve mono- agrafla sobre los musgos. MacDonald Critchley, en su biografia de Gowers, destaca que éste ellevaba siempre hasta la cama del enfer- smo sus conocimientos de historia natural. Para él los enfermos neurolégicos eran como la flora de un bosque tropical...» Al escribir este libro me he internado por tezritorios que desco- rnocfa, para lo que he recibido la valiosa ayuda de mucha gente, en especial de Micronesia, de Guam y Rota y de Pingelap y Pohnpei pacientes, cientificos, fisicos, botdnicos—, que encontré en el cami- no. Dey las gracias, sobre todo, a Knut Nordby, John Steele y Bob ‘Wasserman por haber compartido, de muchas formas, ese viaje conmigo. Entre quienes me dieron la bienvenida al Pacifico, debo dar las gracias, en particular, a Ulla Craig, Greg Dever, May Okahi- 10, Bill Peck, Phil Roberto, Julia Steele, Alma van der Velde y Mar- jorie Whiting. También estoy agradecido a Mark Futterman, Jane Hurd, Catherine de Laura, Irene Maumenee, Joha Mollon, Brite Nordby, la familia Schwarz e Irwin Siegel por tratar conmigo temas como la acromatopsia y Pingelap. Siento especial agrade- cimiento por Frances Futterman, quien, entre otras cosas, me presenté a Knut y me dio inapreciables consejos a la hora de excoger Jas gafas de sol y el equipo para nuestra expedicién a Pingelap, ade- mas de compartir su experiencia personal como acromatépsica. Asimismo, estoy en deuda con muchos investigadores que, a lo largo de los afios, han tenido un papel importante en la investi- gacién de la enfermedad de Guam: Sue Daniel, Ralph Garruto, Carleton Gajdusek, Asto Hirano, Leonard Kurland, Andzew Lees, Donald Mulder, Peter Spenecr, Bert Weiderholt y Harry Zim- 13 merman. Muchas otras personas me han ayudado de diversas ma- nneras, entre ellas, mis amigos y colegas Kevin Cahill (quien me curé de una amebiasis contraida en las islas), Elizabeth Chase, Joha Clay, Allen Furbeck, Stephen Jay Gould, G. A. Holland, Isabelle Rapin, Gay Sacks, Herb Schaumburg, Ralph Siegel, Pacri- cia Stewart y Paul Theroux. Mi recorrido por Micronesia en 1994 se vio inmensemente enriquecido gracias al equipo que nos acompafié para realizar el documental, el cual compartié todas nuescras experiencias (y file mé muchas de ellas, a pesar de que las condiciones a menudo fue- ron dificiles). Emma Crichton-Miller proporcioné gran cantidad de informacién sobre las islas y sus habitantes, y Chris Rawlence produjo y dirigié el documental con sensibilidad e inteligencia in- finitas. El equipo de filmacién -Chris y Emma, David Barker, Greg Bailey, Sophie Gardiner y Robin Probyn- alegré nuestra vi- sive con su simpatla y camaraderla, y, convertidos ya en amigos, me ha acompafiado en nuevas aventuras Estoy agradecido a todos aquellos que contribuyeron al proce- so de escribir y publicar este libro, particularmente, Nicholas Bla- kem, Suzanne Gluck, Jacqui Graham, Schellie Hagan, Carol Har- vey, Claudine O’Hearn, Heather Schroder y, en especial, Juan Marcinez, quien demostr6 gran capacidad e inteligencia organiza- tivas en mil situaciones complicadas. ‘A pesar de que el libro se escribié en una especie de arrebato, de un tirdn, en julio de 1995, con el tiempo fue creciendo hasta tener varias veces su estensién original, como si se tratara de una cica que creciera desmesuradamente y proyectara brotes e hijuelas cn todas las direcciones. Una vez que los retofios, por su exten- sién, empezaron a rivalizar con el texto, y dado que consideraba fandamental mantener la narracién lo mis fluida posible, decidi colocar muchas de esas ideas adicionales como noras al final del li- bro. La solucién de problemas tan complejos como decidir qué dejar o qué eliminar, 0 cémo armonizar las cinco partes de este li- bro, se debe a la sensibilidad y el buen criterie de Dan Frank, mi editor en Knopf, y de Kare Edgar. Por haber compartido conmigo sus conocimientos y entusias- smo en cuestiones de boténica, especialmente en lo referente a he- 4 lechos y cicas, doy las gracias a Bill Raynor, Lyna Raulerson y Ag- nes Rinehart, en Micronesia, a Chuck Hubbuch, en el Fairchild Jardin Tropical de Miami, y 2 John Mickel y Dennis Stevenson, en el Jardin Botdnico de Nueva York. Y, finalmente, por su pa- Gencia y la cuidadosa lectura de! manuscrito de este libro, estoy en deuda con Stephen Jay Gould y Bric Korn. Y es a Eric, mi mas viejo y querido amigo, compafiero en toda clase de entusiasmos cientificos a lo largo de los afios, a quien lo dedico. O.w.s. Nueva York, agosto de 1996 15 Libro primero La isla de los ciegos al color SALTANDO DE ISLA EN ISLA Las isls siempre me han fascinado. Probablemente, fascinan todo el mundo, Las primeras vacaciones de verano que recuerdo —tenfa apenas tres afios fueron una visita a la isla de Wight. Sélo quedan fragmentos en mi memoria: los acantilados de arenas mul- ticolores, la maravilla del mar, que vela por primera ver. Su calma, su suave vaivén, su tibieza, me cautivaron; su impetu, cuando so- plaba el viento, me aterraba. Mi padre me conté que habia ganado tuna prucba de natacién dispurada en la isla antes de que yo nacie- 1a, y esa historia me hizo considerarlo como un gigante, un héroe. Las narraciones protagonizadas por islas y mares, por barcos y marineros, entraron en mi conciencia muy temprano. Mi madre me hablaba del capitin Cook, de Magallanes y Tasman, de Dam- pier y Bougainville, de las islas y los pueblos que habian descu- bierto, y me los sefialaba con el dedo sobre un globo terriqueo. Tas islas eran lugares especiales, remotos y misteriosos, intensa- mente atractivos, aunque al mismo tiempo aterradores. Recuerdo hhaber quedado espantado con una enciclopedia para niffos que mostraba ilustraciones de las grandes estatuas ciegas en la Isla de Pascua con el rostro hacia el mar, mientras leia que los habitantes de la isla habian perdido la capacidad de navegar, por lo que que- daron totalmente separados del resto del mundo, condenados a morir en un definitivo aislamiento.! Let sobre néufragos, islas desiertas, islas convertidas en prisio- nes o leproserias. Adoraba El mundo perdido, un espléndido relato de Arthur Conan Doyle sobre una aislada meseta en Sudamérica 19 plagada de dinosaurios y especies jurisicas, en resumen, una isle perdida en el tiempo (précticamente, me sabia el libro de me- mori, y sofiaba con emular al profesor Caallenger cuando fuera mayor). Era muy impresionable y me aduefiaba con facilidad de la ima- sginacién de los demés, H. G, Wells cjercié una particular influen- cia sobre mi mente, hasta el punto de que, para mi, todas las islas desiertas se convertian en su isla de Aepyornis 0, como en una pesadilla, en la isla del doctor Moreau. Mas tarde, cuando empecé a leer a Herman Melville y Robert Louis Stevenson, to real y lo imaginario se fundicron cn mi mente. ;De veras existian las Mar- quesas? QRelataban Omoo y Typee aventuras reales? Las Galépagos me hacian sentir esa incertidumbre de un modo especial, pues mu- cho antes de empezar a Jer a Darwin ya las conocia como las islas sembrujadas» del relaco «Las Encantadas», de Melville. Ms tarde, las narraciones de viajes reales y descubtimientos cientificos comenzaron a dominar mis lecturas, con libros como el Voyage of the Beagle, de Darwin, el Malay Archipelago, de Wallace, ys mi favorito, El viaje a las regiones equinocciales, de Humboldt (me encantaba especialmente su descripcién del drago de seis mil afios de edad de Tenerife), hasta el punto de que mi sentido de lo roméntico, de lo mistico, de lo misterioso, quedé subordinado a la pasién por satisfacer mi cutiosidad cientifica.? ues las islas eran, de alguna forma, experimentos de la natura- eza, lugares benditos o malditos por la singularidad geogréfica de albergar formas tinicas de vida: los ayeayes y Ios pottos, los loris y los [émures de Madagascar; las tortugas gigantes de las Galdpagos: los inmensos pajaros incapaces de volar de Nueva Zelanda, todos especies o géneros singulares que siguicron un sendero evolutivo independiente a causa de sus habitat aislados.? Y me senti extrafia- mente complacido por una frase de uno de los diarios de Darwin, escrita después de haber visto un canguro en Australia: le parecié tun ser tan extraordinario ¢ insdlito, que llegé a preguntarse si no seria el ejemplo de una segunda creacién. * De nifio sufr{ de migrafias visuales, en las que no s6lo venta los clésicos destellos y alteraciones del campo visual, sino también al- teraciones cn la percepcién del color, que s: dcbilitaba 0 desapare- 20 cia totalmente durante unos minutos. Esta experiencia me asusta~ ba, aunque al mismo tiempo me seducia, y me levé a querer saber como seria vivir en un mundo privado del color, no slo unos mi nnutos, sino de manera permanente. Hasta muchos afios después no encontsé la respuesta, 0, por lo menos, una respuesta parcial, en un paciente, Jonathan I., un pintor que, de repente, habia que- dado ciego al color después de un accidente automovilistico ( quizés de una conmociéa cerebral). No habia perdido la visién del color por una lesién ocular, 0, por lo menos, eso parecia, si- no por alguna alteracién en la zona del cerebro donde se «forma» esa percepcién. En cfecto, parccia haber perdido no odlo la capaci- 2 dad de percibir el color, sino la de imaginario 0 recordarlo, ¢ in- cluso de sofiarlo. Con todo, a semejanza de un amnésico, en cierta manera era conscience de haber perdido el color, después de toda una vida con visién cromatica, y se quejaba de su nueva existencia al sentirla empobrecida, grotesca, anormal, hasta el punto de que su arte, su comida, incluso su esposs, le parecian «plomizos». Sin embargo, no podia satisfacer mi curiosidad ccerca del hecho as0- ciado a su afeccién, aunque totalmente distinto de ella, de qué se sentirfa al no haber visto nunca el color, al nohaber conocido nun- cau importancia primordial, su lugar en el mundo. Por lo general, la ceguera al color habitual, que resulta de un defecto en las oélulas de la retina, es casi siempre parcial, y algu- nas variedades son muy corrientes: por ejemplo, la ceguera al verde y al rojo se presenta en mayor o menor grado en uno de cada veinte hombres (es ms rara en las mujeres). Pero la ceguera total y conggnita al color, © acromatopsia, «& mucho més tara, y probablemente sélo afecta a una de cada trsinta mil o cuarenta mil personas, ;Cémo seria, me preguntaba, el mundo visual de alguien nacido totalmente ciego al color? {No tendri, quizis, al ignorar que algo le faltaba, un mundo wn denso y vibrante como el nuestro? {Habria desarrollado tal ver una mayor percep- cién del tono visual, asf como de las texturas, el movimiento y la profundidad, lo que Je permitiria vivir en un mundo que en al- ‘gunos casos seria mis intenso que el nuestro, un mundo con una realidad més aguda, un mundo del que sélo odemos percibit los ecos en el trabajo de los grandes forégrafos en blanco y negro? Nos consideratia acaso setes singulares, engafiados por aspectos inrelevantes 0 triviales del mundo visual, e insuficientemente sen- sibles a su verdadera esencia visual? No podia sino especular, pues atin no habia conocido a ninguna persona completamente ciega al color. Creo que ciertos relatos de H. G. Wells, por més fancésticos que sean, se pueden entender como metéforas de determinadas realidades neurolégicas y psicolégicas. Uno de mis favoritos ¢5 «El pais de los cicgose, en el que un viajero extraviado, que llega a un 2 valle perdido en Sudamérica se sorprende ante las extrafias casas «parcialmente coloreadas» que encuentra. Los hombres que las han consczuido, piensa, debian de estar més ciegos que un muscié- lago, y pronto descubre que ése es el caso: en efecto, ha llegado a tuna comunidad en que todo el mundo es ciego. Descubre que su ceguera se debe a una enfermedad contraida trescientos afios atrés Y que, con el transcurso del tiempo, el propio concepto de la vi- sién ha desaparecido: ‘A lo largo de catorce generaciones esta gente ha sido ciega y hha permanecido aislada del mundo visible. Los nombres para todo lo relacionado con la vista se han esfumado y transforma- do... [...] Perder la vista hizo que se marchitara en buena medida su imaginativa, pero han elaborado nuevos conceptos ¢ ideas que les son propios tanto con los ofdos como con las yemas de los de- dos, cada vez més sensibles. El vigjero de Wells siente al principio compasién por los cie- g0s, a los que considera seres lastimosos, lisiados, pero pronto los papeles se intercambian y descubre que ellos Jo ven como un de- mente, sujeto a las alucinaciones generadas por los excitables & inestables érganos de su cara (que los ciegos, al tener los ojos atro- fiados, sélo pueden concebir como una fuente de engafios). Cuan- do el hombre se enamora de una muchacha y desea permanecer cen el valle y casarse con ella, los ancianos, después de una prolon- gada deliberacién, se mucstran de acuerdo, siempre y cuando ac- ceda a que le extirpen esos Srganos tan excitables que son los ojos Cuarenta afios después de la primera vez. que lei esta historia, me encontré con otto libro, de Nota Ellen Groce, que hablaba de la sordera en la isla de Martha’s Vineyard. Un capitin de barco y su hermano, que, al parecer, procedian de Kent, se instalaron alli en 1690. Aunque ofan normalmente, ambos eran portadores de un ‘gen recesivo de sordera. Con el tiempo, gracias al aislamiento de la isla y a los mattimonios entre miembros de aquella cerrada comu- niidad, el gen fue heredado por la mayoria de sus descendientes. A mediados del siglo XIX, en los pueblos del norte de Ia isla, una cuarca parte o mds de la poblacién habfa nacido totalmente sorda. 23 En aquellas comunidades las personas capaces de oir no fue- ron discriminadas, sino asimiladas, por lo: sordos; todo el mundo se comunicaba mediante el idioma de las sefias, Charlaban por se- fias, lo que en muchos aspectos zesultaba més Geil que el lenguaje hablado: por ejemplo, para comunicarse desde cierta distancia de tun bote a otro, o para chismorrear en la iglesia. Debatian por se- fas, enseftaban por sefias, pensaban y sofiaban por sefias. Martha's Vineyard era una isla donde todo el mundo hablaba el lenguaje de las seis, un verdadero pais de sordos. Alexander Graham Bell, que la visite en la década de 1870, se pregunté si legaria a alber- gar a una evariedad enceramente sorda de la raza humana» que tal ver llegara a propagarse por todo el mundo. Comerla acromatopsia congénita, al igual que esa forma parti- cular de sordera, es hereditaria, no pude evitar preguncarme si no existiria también, en algiin rincdn de este planeta, una isla, un pueblo, un valle de los ciegos al color, Cuando visité Guam, a principios de 1993, un impulso me obligé a hacerle esa pregunta a mi amigo John Steele, quien habla practicado la neurologia a todo Jo largo y lo ancho de Micronesia. Inesperadamente, recib{ una inmediata y afirmativa respuesta: st, existia un lugar asi, dijo John: en la isla de Pingelap. Estaba relati- vamente cerca, «a unos dos mil doscientos kilémetros de aqui», afiadi6, Sélo unos dias antes, habia examinado a un muchacho acromatépsico que habia legado a Guam con sus padres desde alli, «Eascinantes, coment, «Una clésica icromatopsia congénita, con nistagmo e hipersensibilidad a la luz intensa. Ademés, la inci- dencia en Pingelap es extraordinariamente alta, por lo menos, el diez por ciento de la poblacién es acromatépsica.» Intrigado por el relato de John, resolvi que —algiin dia volveria a los mares del Sur y visitarfa Pingelap. De regreso 2 Nueva York, esa idea pasé a segundo término. Pero algunos meses después recibi una larga carta de Frances Futterman, una mujer de Berkeley que habia nacido totalmente ciega al color. Habia leido mi articulo sobre Jonathan I, el pin- tor ciego al color, y deseaba comparar amabas situaciones. acta 24 hhincapié en que, come no habia conocido el color, no tenia ningiin sentimiento de pérdida ni de estar crométicamente lisia- da, Pero la accomatopsia congénita, subrayaba, era mucho mds que una simple ceguera al color. Lo verdaderamente incapaci- tante era la dolorosa hipersensibilidad a la luz y la reducida agu- deza visual que catacteriza a los acromatépsicos congénitos. Se habia criado en una zona muy soleada de Texas, y, a causa del constante parpadeo, procuraba salir de casa sélo de noche. Le hizo gracia la idea, expucsta en mi articulo, de que hubiera tal vez una isla de ciegos al color. ;Se trataba de una fantasia, 11m mito, una alucinacién producida por solitarios acromatépsicos? Desconocia la existencia de Pingelap, pero decia en su carca que al leer un libro sobre acromatopsia se enteré de que en una isla danesa la pequefia isla de Fuur, en un fiordo de Jutlandia— habfa un alto indice de acromatépsicos congénitos. Quetia saber si conocia este libro, tisulado Night Vision, uno de cuyos edito- tes, afadia, era también acromac6psico, un cientifico noruego llamado Knut Nordby. Tal ver él pudiera decitme algo més al respecto. Realmente asombrado en poco tiempo, me habia enterado de la existencia de dos islas pobladas por ciegos al color-, decid investigar mis @ fondo. Me enteré de que Knut Nordby era fisi6- logo, especialista en. psicologia fisiolégica, investigador de la vi- sién en la Universidad de Oslo y, en parte por su afeccién, ex- perto en la ceguera al color. Con seguridad se trataba de una ‘combinacién tinica, ¢ importante, de experiencia personal y co- nocimiento cientifico. Ademés, la breve autobiografia que consti- tufa uno de los capftulos de Night Vision dejaba traslucir una per- sonalidad tan célida y abierta, que me senti impulsado a enviarle tuna carta a Noruega. «Me gustaria conocerlo», escribi. «Me gusta- ria, ademés, visitar la isla de Fur. Y, de ser posible, visitarla con usted» Después de haber escrito impulsivamente esa carta a un com- pleto extrafio, me sorprendié y alivié su reaccién, que llegaria tunos dias mas arde: «Estaria encantado de acompafiarlo durante un par de dias», escribié. Y, ya que las primeras investigaciones so- bre la isla de Fuur se habjan realizado en los cuarenta y los cin 25 cuenta, afiadi6, podria asf recoger informacién més actualizada. ‘Un mes mds tarde, me escribié de nuevo: Acabo de conversar con el mayor especiaista en acromatop- sia de Dinamarca, y me ha dicho que ya no queda, que se sepa, ningtin acromat6psico en la isla de Fuur. Todos los casos estu- diados durante las primeras investigaciones o han mueito {..] 0 emigraron hace mucho tiempo. Lo siente. Lamento tener que darle malas noticias, ya que me ilusionaba mucho viajar con us- ted hasta Fur en busca de los ilkimos acromat6psicos vivos. Yo también me sentf desilusionado, pero me preguntaba si no deberiamos ir, a pesar de todo. Imaginaba que podria encontrar cextrafios residuos, fantasmas, dejados atr4s por los acromatépsicos ue algiin dia vivieron alli: ~casas parcialmente coloteadas, vegera- cin en blanco y negro, documentos, dibujes, recuerdos ¢ histo- rias de quienes antafio conocieron a los ciegos al color. Pero en- tonces se me ocurtié pensar en Pingelap: me habfan asegurado que alli existia una «inmensa» cantidad de acromatépsicos, Escribi de nuevo a Knut para preguncarle si le gustarfa acompafiarme en un viaje de casi veince mil kilémetros, una especie de aventura cientifica que nos levaria a Pingelap. Me contesté que s{, que le encantaria ir. Podria contar con dos semanas libres en agosto. Los ciegos al color han existido durante més de un siglo tanto ‘en Fuur como en Pingelap, pero, a pesar de que las dos islas han sido objeto de extensas investigaciones, atin no se han realizado cexpediciones humanas (en el sentido del releto de Wells) que las exploren, que comprendan lo que significaka ser acromatSpsico dentro de una comunidad acromatépsica, el 2echo de no ser solo ciego total al color, sino, ademés, de tener, quizas, padres y abue- los, vecinos y maestros ciegos al color, de formar parte de una cul- tura en la que el concepto del color no existe en absoluto, pero en la que, en cambio, otras formas de percepcién, de conocimien- to, se han agudizado como compensaci6n. Tave la visidn, sélo en parte fantdstica, de una cultura totalmente actomatépsica con gus- tos particulares, con artes, cocina y vestimenta propios, una cul- tura donde las sensaciones y la imaginaciéa adoptaran formas 26 relativamente distincas de las auestras y en la que el «color» estu- vViera tan desprovisto de referentes o significados que no existiesen los nombzes de los colores, ni las metéforas basadas en ellos, ni las expresiones que los utilizaran, Pero (tal vez) fuera una cultura duefia de un elaborado lenguaje para referise a las més sutiles va- rlaciones de textura y tono, para todo lo que los demés desprecia- mos como «gris». Entusiasmado, comencé a hacer planes para cl viaje @ Pinge- lap. Llamé por teléfono a mi viejo amigo Eric Korn Eric es es- crivor, zodlogo y vendedor de libros antiguos— y le pregunté si sa- bia algo sobre Pingelap o las islas Carolinas. Un par de sema-nas més tarde, recibi un paquete por correo. Se trataba de un libro delgado y encuadernado en cuero tivulado A Residence of Eleven Years in New Hollond and the Caroline Ilands, being the Ad- ventures of James F. O'Connell. El libro habia sido publicado en Boston en 1836; estaba un poco maltrecho y con manchas (deja- das, imaginé, por las impetuosas aguas del Pacifico). Después de zarpar de McQuarrictown, en Tasmania, O'Connell visité varias de las islas del Pacifico, pero su buque, el John Bull, encallé en las Carolinas, en un grupo de islas que él denominé Bonabee. Sus descripciones de la vida que levé alli me fascinaron. Visitariamos algunas de las islas mds remotas y desconocidas del mundo, que, probablemente, no habrian cambiado mucho desde los dias de O'Connell Pregunté a mi amigo y colega Robert Wasserman si quertia ‘unirse a nuestra expedicién, Bob, que es oftalmélogo, tiene pacien- tes dalténicos. Como yo, nunca habia conocido a nadie ciego al color de nacimiento, pero habfamos trabajado juntos en algunos ‘casos de visién regresiva, como el del pintor ciego al color. Tras li- cenciarnos en medicina nos especializamos juntos en neuropatolo- fa, allé por los sesenta, y atin recuerdo cuando me conté que su hijo Eric, de cuatro afos, en un viaje hacia Maine durante el vera- no, exclamé, emocionado: «Mira la hermosa hierba anaranjadal» «No», le dijo Bob, «no es anaranjada. “Anaranjado” es el color de una naranja» «Sir, insistié Eric, «es anaranjada como una naranjal» Bob tuvo asf el primer barrunto de la ceguera al color de si: hijo. Mas tarde, cuando Eric cumplié los scis afios, hizo un 7 dibujo que llamé La batalla de la roca gris, pero us6 un lépiz rosado para colorear la roca. Bob, como esperaba, se mostr6 entusiasmado por la posibili- dad de conocer a Knut y de viajar a Pingelap. Como consumado surfista y marinero, sieate pasién por el mar y las islas y posee un profundo conocimiento de la evoluciér. de las canoas y los praos ‘con batangas del Pacifico; sofiaba con ver en accién aquellas em- barcaciones y navegar en una de ellas. Con Knut, formariamos todo un equipo, una expedicion a la vex neurolégica, cientifica, y romantica, al archipi¢lago de las Carolinas y Ie isla de los cicgos al color. Nos encontramos en Hawai. Bob purecfa estar en su elemento con sus bermudas de color morado y su llamativa camisa tropical; Kaut, por el contrario, estaba evidentemente incémodo bajo el deslumbranate sol de Waikiki. Llevaba puestos dos pares de gafas oscuras, ademas de sus gafas normales: un par de lentes Polaroid sujetas a ellas con clips y encima lo que parecfan unos anteojos de aviador, una especie de oscuro visor semejante al que llevan los enfermos de cataratas. Atin asi, parpadeaba sin cesar y sus ojos se rorcian cas as gafas en un nistagmo. Parecié mucho més a gusto cuando nos sentamos en un silencioso y (para mis ojos, demasia- do) oscuro café, pudo quitarse el visor y las Polaroid y dejé de parpadear y torcer los ojos. Al entrar, a causa de la poca luz, trope- cé con una silla y la derribé, pero Knut, acoscumbrado ya a la os- curidad gracias al doble par de gafas oscuras, y, ademés, mejor adaptado @ la visién nocturna, avanzé sin ninguna dificultad a pe- sar de la semioscuridad y nos guié hasta una mesa. Los ojos de Knut, como los de cualquier otro acromatépsico de nacimiento, no tienen conos (0, por lo menos, sus conos no son funcionales): se trata de las células que, en las personas con visin normal, lenan la févea y tienen la funcién de percibir la luz intensa, asi como el color. Knut depende para ver, pues, de los pobres recursos visuales que le proporcionan los bastoncillos, que, tanto en los actomatépsicos como en las personas con visién normal, estén distribuidos alrededor de la periferia de la retina, 28 y, aunque no sirven para disctiminar los colores, son mucho mas sensibles que los conos a la presencia de la luz. Todos nosotros utilizamos los bastoncillos para la visién con poca luz, o escot6pi- ca (por ejemplo, cuando caminamos de noche por lugares mal iluminados). Y son los bastoncillos los que hacen que Knut vea. Pero como sus ojos carecen de la influencia mediadora de los co- ros, sus bastoncillos pronto quedan deslumbrados por Ja luz in- tensa y se vuelven casi inoperantes; por eso Knut apenas puede so- porta: la luz del dia y queda, literalmente, ciego al recibir la luz directa del sol —su campo visual se contrae hasta casi desaparecer— ‘@ menos que proteja sus ojos de la luz intensa. Su agudeza visual, al carecer de conos en la fvea, se reduce a tan sélo una décima parte de lo normal. Asi, cuando nos trajeron los mentis, ruvo que sacar una lupa de cuatro aumentos, y, para leer los platos del dia, escrites con tiza sobre una pizarra en la pa- red opuesta, eché mano de un monéculo de ocho aumentos (que parecla una especie de telescopio en miniatura). Sin estas ayudas, Knut apenas habria podido distinguir las letras pequefias 0 distan- tes. Siempre lleva consigo la lupa y el monéculo, que, con las gafas oscuras y el visor, forman sus apoyos visuales imprescindibles Ademis, al carecer de una févea funcional, tiene dificultades para mantener la vista fija en un punto, en especial en sicuaciones de luz intense, y por ello padece de nistagmo. Knut debe proteger sus bastoncillos de cualquier sobrecarga y, al mismo tiempo, si necesita ver algo con detalle, buscar la manera de agrandar las imagenes, ya sea con los aparatos 6pticos o, sim- plemente, miréndolas de muy cerca. Por otra parte, consciente 0 inconscientemente, también ha descubierto estrategias para ex tract informacién de otros elementos del mundo visual, de otras sefiales visuales que, en ausencia del color, adquieren alisima im- portancia. De ahi ~algo que Bob y yo advertimos de inmediato— su intensa sensibilidad hacia las formas y las texturas, los perfiles y los bordes, la perspectiva, la profundidad y los movimientos, aun los més sutiles, a todo lo cual prestaba gran atencién. Knut disfruta del mundo visual tanto como cualquier persona con visién normal. Se mostré encantado con un pintoresco mer- cado en una calle de Honoluld, con las palmeras y la vegetacién 29 tropical que nos rodeaba, con las formas de las nubes, y tambiéa tiene buen ojo para calibrar la belleza humana. (Segiin nos expli- ©, esti casado con una mujer muy hermosa, también psicdloga, pero no se enteré del color de su cabello hasta que, cuando ya lle- vvaban algiin tiempo casados, un amigo le coment6 en tono joco- so: {Veo que te gustan las pelirrojass) Kaut es un apasionado forsgrafo en blanco y negro, y, para explicarnos Smo era su visién, dijo que se asemejaba a la que offece una pelicula en blanco y negro, aunque con mayor variedad de tonns. «Grises, podrlan decir ustedes, a pesar de que “gric” no significa nada para mi, al igual que téminos como “azul” 0 “rojo”.» Pero, afiadié, «yo no experimento el mundo como algo “sin color".o, en cierto sentido, incomplewr. Knut, quien nunca ha visto el color, no Jo extrafia en lo més minimo. Desde un co- mienzo, sélo ha experimentado lo positivo de la visién, y ha con- seguido construir todo un mundo de belleza, orden y significado basado en lo que pose Mientras camindbamos de regreso al hotel para un corto suc- o antes de nuestro vuelo al dia siguiente, empezé a caer Ia noche vy la Luna, casi llena, se levanté en el cielo hasta quedar sifuereada, aparentemente arrapada, entre las ramas de una palmera. Knut se detuvo debajo del drbol y observé con detenimiento la luna con su monéculo, resiguiendo sus mares y sombias. Luego bajé el mo- néculo, pase6 la vista por el cielo y exclamé: «{Veo miles de estre- Ilas! Veo toda la Via Licteal» «@Eso es imposible'», repuso Bob. «Por fuerza, el angulo sub- tendido por una estrella ha de ser demasiado pequefio, dado que ‘tu agudera visual es la décima parte de lo normal.» Knut se defendié identificando varias de las constelaciones que brillaban sobre nosotros, aunque le parecié que algunas teni- an una configuracién diferente de la que presentaban en su nati- vo cielo noruego. Se pregunté si su nistagmo no tendrfa un paraddjico beneficio, en al sentido de que los movimientos es- pasmédicos de sus ojos tal vex sirvieran para «magnificam, for- mando una especie de borrdn, imagenes puntuales de otro modo invisibles, aunque ello también podria ser consecuencia de cual- quier otro factor. Reconocié que no le era ficil explicar qué le 30 permitia ver las estrellas con tan poca agudeza visual, pero lo cier- to era que las vela, «Un loable nistagmo, zverdad?», coments Bob. Alamanecer regresamos al aeropuerto y nos acomodamos para sucstro largo viaje en el Island Hopper, el avién que dos veces por semana enlaza un pufiado de islas en el Pacifico. Bob, que ain arrastraba el desfase horario provocado por el viaje desde el conti- nente, se arrellané en sn asienta para dormir un rato. Knut, ya equipado con sus gafas oscuras, sacé su lupa y se puso a leer lo que seria nuestra Biblia durante el viaje: el incomparable Micronesia Handbook, con sus brillantes y agudas descripciones de las islas {que nos esperaban. Me sentfa intranquilo, y decidé llevar un diario del vuelo: Hace hora y cuarto que volamos en [{nea recta, a una altuta de casi diez mil metros, sobre la lisa inmensidad del Pacifico. Ni bbarcos, ni aviones, ni tierra, ni fronteras, nada. Sélo el ilimitado azul del cielo y del mar, que de vez en cuando se funden en un ‘énico cuenco azul. Esta inmensidad sin accidentes, sin una sola ube, provoca una profunda sensacién de paz e induce a la enso- fiacién, pero, al igual que una situacién de aislamiento total, re- sulta un tanto aterradora. La inmensidad aterra tanto como emo- ciona, Con razén hablé Kane de la «potencia aterradora de lo sublime Después de casi dos mil kilémetros, por fin divisamos tierra, un pequetio y delicado atolén en el horizonte. ;La isla de Johnston! En el mapa no era més que un puntito, y, al verlo, dije para mi: «Qué lugar tan idilico, a miles de kilémetros de cualquier parte!» A medida que descendfamos parecia cada vez inenos hermoso: una amplia pista de aterrizaje iba de un extzemo a otro de la isla, ya ambos lados se levantaban almacenes, chimeneas y tortes, unos edificios sin ojos envueltos en una neblina rojoanaranjada... Mi idilico y pequefio paraiso resultaba ser un rinoén del infierno. El aterrizaje fue brusco y todos nos asustamos. Se oyé un fuer 31 te muido y un chisrido de neumsticos, al tiempo que el avidn se la- deaba hacia un costado, Mientras el aparato se detenia, [a tripula- ciéa nos informé de que los frenos st habian agazrorado y la fric~ cién destrozé los ncumiticos de las ruedas del lado izquierdo. Tendrlamos que esperar hasta que repararan la averla. Asustados por el aterrizaje y entumecidos por levar tantas horas en el aire, desedbamos bajar lo mas pronto pesible del avién y estirar las piernas un rato. Acercaron una escalera con la leyenda BIENVENI- DOS AL ATOLON DE JOHNSTON a les lados. Un par de pasajeros empezaran a bajar, pera coanda quisimos seguirlos nos camiinica ron que ¢l atolén de Johnston era «zona restringida» y a los civiles no se les permitia desembarcar alli, Frustrado, regresé a mi asiento ¥ le pedi prestado a Knut el Micronesia Handbook, para leer algo sobre Johnston Recibié su nombre, al parecer, del capitin Johnston, del buque brivinico Cornwallis, que lo descubris en 1807, el primer ser hu- mano, quizds, que pisé aquel lugar pequefio y remoto. Me pregun- 1é si habria sido descubierto con anterioridad y después olvidado. Lo Unico seguro es que alli no vivia nadie: el atolén carece de fuen- tes de agua dulce, Johnston era valioso por sus rico: depésicos de guano, y tanto Estados Unidos como el Reino de Hawai se atribuyeron su sobe- ranfa en 1856. Bandadas de cientos de miles de aves migratorias se detenfan alli, y en 1926 la isla fue declarada teserva federal de aves. Después de la Segunda Guerra Mundial pasé a depender de la Fuerza Aé- rea de Estados Unidos, y «desde entoncess, le, slas fuerzas milita res de Estados Unidos han convertido lo que una ver fue un idii- co atolén en uno de los lugares més téxicos del Pacifico». Fue usilizade durante los cincuenta y los sesenca para realizar pruebas nucleares, y volverfa a serlo de reanudarse las prucbas; ademés, uuna zona del arolén esté contaminada por la radiactividad. Por tun tiempo se pensé en urilizarlo para probar armas bioldgicas, peto la idea se descarté debido a la inmensa poblacién de aves mi- ¢gratorias, que podfan llevar infecciones lecales de regeeso a sus lu- gares de origen, En 1971 Johnston se convirtié en un inmenso de- pésito de miles de toneladas de gas mostaza y gases nerviosos, que 32 petiédicamence se incineran, lo que libera dioxina y farano a la at- mésfera (tal vez este hecho explicara la niebla de color rojizo que habia visto desde el aire). Todo el personal destacado en la isla debe llevar siempre encima su mascara antigés. Encerrado en el cada vez més sofocante avin mientras lefa todo esto ~habfan apa- gado el aire acondicionado en tanto esperdbamos en tierra-, em- pecé a sentir un carraspeo en la garganta y opresién en el pecho, y me pregunté si no estaria respirando el mefitico aire de Johnston. La leyenda «BIENVENIDOS AL ATOLON DE JOHNSTON» parecia ahora tétricamente induicas pos ly ancuus, luubiera debidu it awvin- pafiada de una calavera y dos tibias cruzadas. Los miembros de la tripulacién se mostraban cada ver més incémodos y nerviosos, 0 eso me parecié, a medida que pasaban los minutos; no veian la hhora, pensé, de cecrar la portezuela y despegar de nuevo. Pero el personal en tierra atin continuaba tratando de reparar nuestros averiados neuméticos; llevaban trajes brillances y alumini- zados, presumiblemente para reducir el contacto directo con el aire en caso de una nube téxica. Habjamos ofdo en Hawai que un hu- racin se disigia hacia Johnston, No representaba ningin peligro mientras siguiéramos el horario previsto, pero entonces empe- zamos a pensar que si nos retenfan por mds tiempo, era probable que el huracin nos alcanzara en Johnston y, ademas de dejarnos ‘embarrancados alli, nos envolviera en una tormenta de gases vene- noses y radiactives. No habja ningdn vuelo planeado hasta el fin de semana. Oimos comentar que a fines del diciembre pasado un vuelo habia quedado detenido en el atolén, lo que oblig6 a los pa- sajeros y la tripulacién a pasar ai unas inesperadas y toxicas Navi- dades, El personal de tierra siguié trabajando un par de horas més, pero sus intentos resultaron infructuosos. Finalmente, tras lanzar ansiosas miradas hacia el cielo, el piloto decidié despegar con las ruedas que nos quedaban. El aparato se estremecié y vibré a medi- da que tomébamos velocidad, y parecié balancearse y cabecear en claire como un gigantesco ornitéptero, hasta que por fin (eras re cotter la casi toralidad de la pista) despegamos y nos abrimos paso, por entre el aire rojizo y polucionado de Johnston, hacia el cielo azul, 33 Otro salto de mas de dos mil kilometros hasta nuestro si- guiente destino, el atolén de Majtro, en las islas Marshall. Results tun vuelo interminable, en el que todos perdimos el sentido del e5- pacio y del tiempo y dormixibamos en medio del vacio. Me des- perté de repente, aterrado, cuando un bache zarandeé ef avidn. Luego volvi a adormilarme, y seguimos volando y volando hasta que una aueva turbulencia me despert6. Al mirar por la ventani- lla, pude divisar el estrecho y plano atolén de Majuro, que apenas se eleva tres metros por encima de las olas. Docenas de islas rodea- ban la laguna. Algunas de ellas parecian vacias y atractivas, con co- coteros a lo largo de la costa: Ja dlisica imagen de la isla desierta. El aeropuerto se encontraba en ura de las islas mas pequefias. Conscientes de que llevabames dos ruedas en muy mal estado, todos temfamos el aterrizaje, Result6, en efecto, dificil -nos zaran- deamos de lo lindo-, y se decidié que permanecerfamos en Maju- ro hasta que sc hicicran algunas reparaciones, lo que requeritia, por lo menos, un par de horas. Después del prolongado encierro en el avién (habjamos volado casi cinco mil kilémetros desde Ha- vai), todos saltamos de nuestros asientos y nos lanzamos hacia afuera en opel, como en un estallido. ‘Kaus, Bob y yo entramos en la pequesia tienda del aeropuerto, donde vendian como recuerdos collares y cortinas de conchas en- sartadas y, para mi sorprese, postales de Darwin.§ Mientras Bob exploraba la playa, Knut y yo caminamos has- ta el final de la pista, que terminaba en un pequefio muro que dominaba la laguna. El agua era de un intenso azul celeste en las proximidades de la costa, y de un color mAs oscuro, casi indi- go, en el interior de la laguna. Sin pensarlo, mencioné con emo- cién Jos maravillosos anules de aquel mar, pero enseguida callé, ineémodo. Knut, aunque desconoce la experiencia directa del co- los, es un erudito en el tema. Le intriga el abanico de palabras € imagenes que utiliza la gente para describir los colores, y me pregunté qué color era exactameate el «azul celeste. (as seme- jante al cerdleo?») Quiso saber, ademis, si «indigo» representaba, ppara mi, un color independiente, el séptimo del espectro, ni azul 34 ni violeta, sino un color por derecho propio. «Mucha gente no ve el indigo», comenté, «como un color independiente, y hay quien considera el azul celeste distinto del azul.» Sin tener un co- nnocimiento directo del color, Knut ha acumulado un inmenso catélogo mental, un verdadero archivo, de saber teérico sobre los colores del mundo. Dijo que encontraba la luz del arrecife real- mente extraordinaria. «Un tono brillance, metilico», afiadi6, «in- tensamente luminoso, semejante al del cungsteno». Ademés, dis- tinguié media docena de especies distintas de cangrejos, algunas de los cuales se desplazaban tau deptisa quc apeuas alvaued a vei los. Me preguntaba, como hace a menudo Knut, si su aguda per- cepcién del movimiento no ser una compensacién pot su acto- matopsia. Me separé de Knut para unirme a Bob en la playa, que era de arena muy blanca y estaba bordeada de cocoreros, Crecfan en ella dzboles del pan y pequefias excensiones de hierba de Manila, una vatiedad de césped. del género Zoysia que media en los arenales, asi como une planta suculenta de gruesas hojas que no conocia. La playa estaba sembrada de trozos de madera, carvén y plistico, la basura procedente de Derrit-Uliga-Delap, la ciudad formada por tes islas que es la capital de las Marshall, donde veinte mil perso- nas se hacinan en condiciones insalubres. Aunque estibamos a diez kilmetros de la capital, los corales tenian un aspecto pilido y enfermizo, y las aguas, turbias y espumosas, estaban llenas de co- hombros de mar, que se alimentan de detritos. Sin embargo, como allf no habia ninguna sombra y el bochorno era insoporta- ble, guiados por la esperanza de que hacia el interior de la laguna cl agua estarfa mis limpia, nos quedamos en ropa interior y avan- zamos con cuidado sobre el cortante coral hasta que encontramos tun lugar donde era posible nadar. El agua estaba deliciosamente tibia, y las tensiones de nuestro atropellado viaje fueron desapare- ciendo 2 medida que nadbamos. Pero cuando empezabamos a disfrutar de aqucl estado intemporal, cl verdadero encanto de las laganas tropicales, nos llegé una repentina llamada desde la pista de aterrizaje»: «(El avién esté a punto de despegar! ;Rapido!» Sali- mos del agua como pudimos y nos vestimos mientras corrfamos hhacia el aparato. Una de las ruedas ya habfa sido cambiada, pero la 35

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