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TACUMAMA I, Teros a su presa y ataca Solin Ate, dudnao na observado 10s pasos y agilidad del adversario. En noches pasadas, fumando su cachimba bajo la luna, viera esas dos luces rojas, errantes y alucinantes sobre la ojiva de la tiniebla. Un disparo las dis- persa por un momento; pero la ronda vuelve, y el cauchero, que suefia al aire libre, se dice lanzando bocanadas de humo, con un calofrio molesto: ‘‘Ya estd aqui el tigre esperandome’: En su canoa, rio abajo, Jenaro pensdé que era preferible no alejarse mucho. Recordaba que a dos vueltas del rio halla- rfa en la “‘quebrada de las serpientes’’, junto a la choza aban- donada por los indios witotos, huidos al alto Putumayo, su admirable y misterioso telégrafo: el manguaré (es un recio tronco horadado con tan extrafio arte que, al golpear sus nu- dos redondos, la selva toda resuena a cinco feguas con un ru- gido). Su servidor le habia ensefiado esa clave inalambrica ‘aje! Salié a la orilla del rfo y silb6 largo rato en vano. En el séntro del agua un remolino de burbujas parecié responderle: yero la empecinada boa no quiso moverse. Estaba alli segu- ‘amente durmiendo y digiriendo, en su soledad acuatica. el secarf cazado ayer. Resignado, en fin, Jenaro Valdividn cogid 21 machete y la carabina, encerrd en la choza a Jenarito. a pe- sar de sus protestas de nifio mimado, y lo amonesto severa- nente. — {Cuidado con salir! Ya regreso. Para consuelo y paz didle al partir una vela y un cartu- sho de hormigas tostadas, que son golosina de los nifios sal- vajes. Vladivian no las tenia todas consigo desde la vispera. Al ranjar un 4rbol de caucho le parecié advertir que el tigre le »staba espiando en la espesura. Bien conocia los hdbitos de la naravillosa bestia de tercionelo. aue sigue durante dias en- Je hora. La sed comenzaba a atormentarle y sacudié la puerta mérgicamente. Querifa salir al rio a bafiarse en el remanso de a orilla como los nifios del pats; pero Jenaro Valdividn ha- dia asegurado la cancela de cafias con la caparazon de una in- nensa tortuga mucrta. E! Hérctiles de siete afios grité en Jen- yuaje coniva: —;{Yacu-Mama, Yacu-Mama! En el rio, unas fauces tremendas emergieron del agua con un bostezo lento. La obscura lengua en horqueta bebid todavia con molicie la frescura del agua torrencial. Poco a po- co el cuerpo de Ja boa fue surgiendo en la orilla con un suave remolino de hojas. Tena cinco metros, por lo menos, y el color de la hojarasca. El nifio batiéd palmas y gritd alboro- tado cuando la espléndida bestia vino a su llamado reto- randa como un netro doméstico. nues es en realidad el can y la criada de los nifios salvajes. S6lo quienes no han vivido en el oriente del Pert ignoran qué generosa com- pafiera puede ser si la domestican manos hdbiles. A nadie o- bedecia como al minusculo tirano, jinete de tortugas y boas, que le enterraba el pufio en las fauces y le raspaba las escamas con una flecha. De un coletazo de bestia rampante disparé la concha de la puerta y entré menedndose con garbo de baila- rina campa. Jenarito grité riendo: —Upa! La boa lo enroscé en la punta de la cola para elevarlo hasta el techo de Ja cabafia; pero de pronto volvi6é la cabeza airada hacia la selva. Se irguid en vilo como un drbol muerto. Por sus escamas pasaba un crujido eléctrico y la cola empezo entonces a latiguear el suelo de la choza con espanto del guacamayo azul y verde que estaba columpidndose en su cadena. Inmévil, con los ojos sanguinolentos, parecia escu- char, en el profuso clamor de la arboleda, algun susurro conocido. Los monos en la distancia chillaron estrepitosa- mente. ;En qué rincon cercano habia muerto un arbol? Su turba de aves sin abrigo iba buscando otro alero en el hervi- dero de la selva poblada, sobre la rotunda fuga del tio, Era preciso tener ofdos de boa para percibir en tal estruendo el leve rasgufio de unas garras. EI tigre de la selva entré en un saltd, se agazap6 batién- dose rabiosamente los ijares con la cola nerviosa. Como una madre barbara, la boa preserv6 primero al nifio derribandole delicadamente en un rincOn polvoriento de Ja cabafia. La lu- cha habia comenzado, silenciosa y tenaz como un combate de indios. El felino salt6 a las fauces del adversario, pero sus garras parecieron mellarse y por un minuto qued6 envuelto en la red impalpable que hizo crujir las costillas. Una garra habia destrozado Ja lengua serpentina y la boa adolorida des- hizo el abrazo por un minuto para volver a enlazar otra vez. Un alarido resoné, acabando en un jadeo abrumado. La san- gre salpicaba de un doble surtidor y ya sdlo se divisd en el suelo un remolino rojo que fue aquicténdose hasta quedar convertido en una charca inmévil de sangre negra. El nifio lo habia mirado todo, con un terror obscuro primero, con alegria de espectador después . Cuando, seis horas mds tarde, volvid Jenaro Valdivian y comprendio de una mirada lo pasado, abrazé al chiquillo alborozadamente pero en seguida, acariciando con Ja mano las fauces muertas de su boa familiar, de su criada barbara, murmuraba y gemia con extrafia ternura: — jYacu-Mama, pobre Yacu-Mama!

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