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M.D.

ROCHA

EL TUNEL

TERROR
Diseño de Tapa: JAXR3
Copyright © 2007 by Mario Da Rocha Sat.
Derechos reservados.
Edición digital revisada agosto 2007.
Tengo en la boca el gusto de la muerte, que no se puede definir.

Anatole France.
Se llamaba Anthony Crow, y supe que no entraría en razón.
El chico daba la impresión de estar poseído y no hacía más que caminar hacia la
parte trasera del autobús, pasando de un asiento a otro, tirándose de los pelos. Mi
compañero de unidad, Peter Harrigan, iba detrás de él intentando disuadirlo, pero Crow
estaba ofuscado en salir del transporte, y sólo meneaba la cabeza neuróticamente como si
escuchara mil voces. Era muy delgado y se parecía a un espantapájaros fugitivo de sus
sembradíos vestido con aquella chaqueta de pana ligeramente ancha.
―¡Basta, por favor, no siga detrás de él atormentándolo! ―dijo una chica que se
aguantaba a uno de los asientos dúplex situado a mitad del pasillo. Su mano derecha pasaba
ante su abdomen apretándose el costado izquierdo―. ¿Es que no se da cuenta que todavía
está conmocionado por el accidente?
―Está bien, está bien ―le contestó Harrigan, un poco agobiado y dándole la
espalda a Crow―, no seguiré insistiendo, pero por amor de Dios, señorita, siéntese. Se
encuentra mal herida y no deberi...
Ese fue el instante en donde Crow empujó Harrigan por la espalda y echó a correr
hacia la cabina del autobús, donde se encontraba la salida. Mi compañero se fue hacia
adelante, con las manos extendidas, y se golpeó el pecho contra el respaldo de un asiento,
cayendo a continuación de rodillas. No obstante, un poco confuso y aletargado, se logró
ceñir de un apoyabrazos, y se repuso con la expresión corporal de un borracho, después
detalló en un acto oscuro e incoherente cómo Crow pateaba la puerta hidráulica, quizá con
la vehemente inquietud que estaba en una pesadilla o que se había vuelto loco.
Harrigan pareció despertar de pronto de aquel inverosímil letargo y fue hacia el
escuálido chico, con las manos hechas puños y con el rostro perlado en sudor, pero no llegó
ni a la mitad del pasillo del transporte, cuando quedó paralizado y sin aliento por un alarido
agudo y lunático que brotó desde la oscuridad tenebrosa que rodeaba el autobús.
La chica soltó un gemido entrecortado. Tenía una mano crispada tirando de la piel
de sus labios, y sus ojos se vieron pasar, oscuros y ansiosos, de un ventanal al otro.
Crow, que estaba poseído por la demencia, intentando abrir la puerta como diera
lugar, se detuvo con brusquedad, y la sombra del miedo enfermizo cruzó por su rostro.
Todos parecieron estar poseídos por aquel espantoso grito. Incluso Harrigan
reanudó su paso entre los asientos hasta que llegó a un costado del delgado chico, ya sin la
iniciativa de partirle la cara, y miró a través de un ventanal, empañando el cristal con las
exhalaciones de su boca abierta. Pensé que buscaba de dónde salía el grito, sin embargo,
enseguida tuve la sensación que en realidad no buscaba nada con su vista, sino que volvía a
ensimismarse y que se preguntaba cuándo despertaría de aquella obscena pesadilla.
Yo había visto todo acostado entre el puesto del conductor y el del copiloto. Tenía
la chaqueta de Harrigan enrollada bajo mi cabeza y algo tibio me corría por la frente. No
me hizo falta tocarme allí para darme cuenta que era sangre, pues aunque estaba
conmocionado, cuando escuché aquel maldito alarido, recobré la delgada línea de la
realidad, y recordé el accidente que sufrimos dentro del túnel. Entonces fue cuando pude
levantarme, todavía un poco vacilante, pero advirtiendo la posición en que había quedado el
transporte. El morro estaba pegado, más bien incrustado, a una de las paredes cubiertas de
hollín del túnel, y la parte posterior miraba hacia dos faros redondamente blancos que
atravesaban las tinieblas proyectando dos largos conos de luz eléctrica hacia nosotros. No
se veía muy bien, pero aquella luz provenía de un pequeño camión 350 que transportaba
fardos de heno, y que ahora descansaba sobre su propio techo. El parabrisas había
desaparecido, y en su lugar quedaba un hueco oscuro aterrador. El motor roncaba
apagadamente y sus dobles ruedas traseras seguían girando al descubierto, desbalanciadas.
El capó estaba combado mordiendo la parrilla cromada del radiador, y una nubecilla de
vapor ascendía de la transmisión anversa.
A un metro del pequeño camión, sobre la doble línea amarilla que dividía la vía, y
sobre un millón de astillas de vidrio y montículos de heno amarillento, yacía el cuerpo de
su propietario, gimiendo y ladeando la cabeza de un lado al otro.
Creo que Harrigan había vuelto a la realidad pues su rostro dibujaba con una mueca
atormentada el escenario que se desarrollaba fuera del autobús. Luego sintió que Crow lo
miraba de una forma inusual, con los ojos muy abiertos y desvariados.
―¿Qué? ―le preguntó.
―¡Ése hombre está vivo! ¡Hay que salir a ayudarlo! ―Y sus descarnadas manos se
prendieron a los bolsillos de la camisa de Harrigan―. ¡Me escucha…!
Harrigan lo tomó por las muñecas, y arrancó aquellas manos frías de sus bolsillos.
―¡Nadie saldrá del maldito autobús! ―dictó, percibiendo la respiración resoplante
de Crow―. Ya no podemos hacer nada por él. Está muerto.
―¡Pero todavía se mueve, necesita ayuda! ―insistió.
―Si vuelves acercarte a la puerta, muchacho, yo mismo te arrancaré la cabe...
Crow se puso rojo y las venas a los costados de su cuello se hincharon palpitando
como si fueran a estallar. Y de pronto empezó a gritar sin control:
―¡Sufrodeclaustrofobia! ¡Tengoquesalir! ¡Tengoquesalir!...
Harrigan lo arañó por las solapas de la chaqueta de pana y le dio una bofetada. El
chico se fue hacia atrás sin equilibrio, y su espalda fue a dar con la barra metálica de la
escalinata de salida. Pero no se cayó, como cabía esperar, sino que con una de sus manos se
sostuvo a la curva de la barra; con la otra se cubría la mejilla hinchada, mientras unas gotas
de sudor frío le poblaban el labio superior.
―¡Basta, por Dios!... ¡Basta! ―Era la chica que, tambaleándose, agarraba el
hombro de mi compañero―. ¡No es necesario agredirnos entre nosotros...! Aca…,
acabamos de tener un accidente…, y algo raro sucede allá fuer... ―Se desplomó sobre
Harrigan.
―¡Ayúdame muchacho! ―le pidió mi compañero a Crow, sin advertir que yo me
encontraba de pie a sus espaldas. Pero de igual forma si se hubiera dado cuenta, yo no
hubiese podido ayudarlo en nada, creo que me encontraba peor que Crow, que en ese
instante estaba petrificado y con una marca blanca de cinco dedos sobre su mejilla.
De modo que Harrigan terminó arrastrando a la chica por el pasillo estriado del
transporte, hasta acomodarla sobre uno de los asientos dúplex del lado derecho.
Cuando vi aquello, un sentimiento desesperado me golpeó alejándome por segundos
del autobús. La escena quedó muy lejos de la realidad, y sólo podía escuchar el ritmo
excitado de mi corazón bombeando sangre a toda máquina directo a mis tímpanos. El
entorno giró en una confusa mezcla de sensaciones. Y tuve que agarrarme de pronto a uno
de los asientos para no caerme en el piso, como lo había hecho la chica. Agradecí, entonces,
la suerte que tuvimos al solo viajar cuatro personas, pues cada vez que regresábamos a la
central de autobuses la unidad venía con un promedio de quince pasajeros, algo que hubiese
sido atroz. Gracias al cielo, hasta ese momento, no lamenté la perdida de ninguno. Pero me
sentía el culpable más grande del mundo, y a su vez también una parte de mí se justificaba
diciéndome que no era mi culpa; que era la del maldito conductor del camión 350 que venía
zigzagueando de un lado al otro de la vía oscura del túnel. Quizá se había quedado dormido
y cuando sintió el estruendo de mi corneta, intentó recuperar su lado del camino, pero... no
pudo, y su vehículo pareció trepar descontrolado por las paredes arcadas del túnel, hasta
que cayó patas arriba como un insecto maltrecho. Les juro que yo también intenté recuperar
mi trazada, frenando, girando el volante y recortando las marchas, pero el autobús era largo
y se bamboleó siguiendo las órdenes de la ley de gravedad. Las grandes llantas saltaron el
borde de la pequeña acera, al rente de la pared ennegrecida del túnel, y el costado izquierdo
de la unidad, la embistió soltando chispas anaranjadas como las de un soldador, arrancando
una nube de fragmentos mellados de concreto y virutas de hierro. La unidad se vio forzada
a saltar de nuevo hacia la vía, girando en trescientos sesenta grados, patinando sobre sus
ejes, hasta que vi cómo el parabrisas se desquiciaba y se pulverizaba, en tanto el techo se
hundía. Mi cuerpo fue estremecido hacia delante y..., y...
Sólo recuerdo que todo se puso negro.

Al pasar ése recuerdo lacerante, pude soltarme del asiento, y vi que Harrigan estaba de
espaldas, un poco encorvado entre unos respaldos rotos, cerciorándose que la chica
estuviera respirando.
―Harrigan ―le llamé mientras pasaba a un lado de Crow―. Harrigan, lo siento,
yo... No pude controlar la unidad... El camión zigzagueaba y no me dio tiempo de...
Harrigan se volteó, y al verme en pie, asintió lentamente con un gesto de alivio.
Luego se acercó a mí. Traía guindando por fuera de la camisa su viejo crucifijo de plata.
―Creo que debes sentarte, John ―me dijo, luego hizo silencio al mirar a Crow.
Éste parecía un muñeco de cera todavía agarrado a la barra cromada de la escalinata―.
Sólo podemos esperar el sol. La radio está descompuesta, y ya sabes que nadie de por aquí
pasará hasta que salga la luz.
Crow se alejó de la puerta y, sin mirarnos, se sentó en un puesto más allá de la
mitad del autobús. Con los dedos ensartados en sus cabellos, parecía un esquizofrénico.
Guardé silencio mirando la cara de Harrigan. La única luz existente dentro de la
unidad (una lámpara fluorescente que pendía verticalmente del techo agarrada por los
cables del soporte) parpadeaba blanca azulada dejando ver sus arrugas más profundas y
copiosas, como si hubiese envejecido. Quise creer que sólo esperando la luz del sol íbamos
a salir de allí con bien, pero en el fondo sabía que era mentira. Algo me rondaba la cabeza.
Y era la cantidad de veces que había escuchado que el maldito túnel había sido construido
de una forma tan siniestra que jamás la luz del sol alcanzaba atravesar la profundidad de sus
tinieblas. Y aquello, les confieso, era una sensación sobrecogedora.
Avanzamos hasta la cabina de la unidad y Harrigan se sentó en su puesto dando una
honda respiración. Yo lo miré con desconcierto y me recosté en la baranda cromada de la
escalinata de salida. En el volante seguían mis manchas de sangre. El reloj de agujas se
había detenido a las 4:36 a.m. Quizá habían transcurrido tres cuartos de hora desde el
accidente.
―¿Crees que el autobús podrá arrancar para que nos saque del túnel? ―le pregunté.
―No ―contestó en voz baja―. Ya lo he intentado una y otra vez, y nada. Está
muerto.
Volteé a ver a Crow, el chico me miraba con los ojos desvariados de un loco. La
chica dormía, pero el gesto de su cara me decía que necesitaba atención médica.
Mi compañero alzó la cabeza y me vio detallándolo todo con aire irreal.
―No hay que perderla de vista, John ―dijo, sus manos arropaban el crucifijo―. Sé
que debe de tener una o dos costillas fracturadas.
―Fue mi culpa, Harrigan... si tú hubieras estado manejando, las cosas...
―¡Basta, John! ―me interrumpió, mirándome directo a los ojos―. Deja de
torturarte. Ya no sirve de nada: «si tú hubieras...» Hoy fuiste tú, mañana puedo ser yo. Así
que basta, y solo piensa en que saldremos de ésta bien parados.
Respiré con profundidad y me palpé la herida en la frente. Luego miré por la
ventana del fondo del autobús y vi los conos de luz que formaba el camión. Atrás del vidrio
ahumado, sus faros se veían aureolados, y un lúgubre resplandor penetraba haciendo que
las sombras de los respaldos se extendieran fantasmales en el pasillo.
―¿Crees que el tipo del camión esté muerto? ―pregunté.
―Sin duda lo estuvo hace poco, John ―respondió Harrigan―. Ahora no puedo
asegurártelo. ―Hizo una pausa bajando la cabeza―. ¿Sigues llevando tu crucifijo?
Asentí tocando su relieve bajo mi camisa. Jamás me lo había quitado desde que
Harrigan me lo había regalado al comenzar mi trabajo como conductor de autobuses Del
Sol (un nombre apropiado para las cosas que comencé a oír en cada sitio del camino donde
hacíamos paradas). Les confieso que jamás tuve mucha fe en que el crucifijo me protegiese,
pero debo reconocer que me hacía sentir un pelín más tranquilo.
Verán, crecí en un barrio pobre y sin ser devoto de Cristo, pero en donde vivo
actualmente todos usan algún amuleto. Me perdonarán si agravio a alguien con esto, pero
para mí en aquellos días, un crucifijo era un amuleto en el cual refugiarse cuando las cosas
iban mal. La mayoría de mis compañeros, chóferes de la empresa de transporte, no podían
creer que no tuviera en torno a mi cuello siquiera una medallita de San Cristóbal. Me
decían que era mejor prevenir que lamentar, que uno no sabía qué se podía encontrar en la
vía, en las horas correspondientes a mi turno; turno que por cierto estaba vacante desde
hacía más de cuatro meses, teniendo Harrigan que apañárselas solas hasta que yo acepté.
¿Y qué otra cosa podía hacer?, tengo dos hijos que mantener, mi esposa los atiende, y desde
que quedé desempleado con la quiebra de la constructora, no tuve opción, los chicos crecen
y sólo piden y piden.
El cargo de chofer estaba lleno de supersticiones por parte de todos en la línea de
autobuses. Pero nadie se atrevía a explicarme aquello, todos guardaban silencio, como si
estuvieran bajo palabra de confesión. Sin embargo no me preocupaba por eso, pues he
tenido una vida sin creencias religiosas, casi ateo, por así decirlo.
No obstante, algo me llamaba la atención, y era que hace cuatro años atrás habían
tres líneas de autobuses como la Del Sol, pero éstas fueron cerrando sus rutas, hasta que
solo quedamos nosotros.
Un día en una parada de regreso a la central, como a las doce de la noche, donde el
total de pasajeros eran unos diez, Harrigan y yo nos sentamos a tomar un café en la barra de
El Toro Sentado. Uno de los patrulleros del condado, acababa de tomar asiento en una
banqueta a nuestro lado. Se había quitado el sombrero, colocándolo sobre una tablilla
repleta de papeles. El oficial se veía consternado, pero aun así nos saludó.
Harrigan vio su gesto y le dijo:
―¿Todo bien esta noche, oficial?
―Me gustaría decirles que sí, pero no puedo. ―Calló por un momento y le hizo una
seña al obeso que atendía la barra―. Es ese maldito túnel. No sé qué pasa, pero en horas de
la mañana hubo un accidente; y adivinen qué. ―Una pausa―. Cuando llegamos al túnel
con nuestras potentes luces de alógeno, había mucha sangre regada en el piso; brillante...
como si fueran pequeños charcos de aceite quemado de motor, pero no había nadie en los
autos... ¡Demonios, habían desaparecido! ―El oficial se llevó una mano a la frente y se la
masajeó―. Sólo nos quedó llevar las grúas del condado y sacar aquella chatarra retorcida
de allí, pero de cadáveres..., de cadáveres nada.
El obeso le trajo una humeante taza de café y nosotros emprendimos nuestro viaje
de regreso. Confieso que ésa fue la vez que comencé a tener mis dudas sobre el túnel. Ya
no eran sólo mis compañeros, sino que hasta los periódicos reflejaban diariamente a los
desaparecidos. Algunos por accidentes automovilísticos, otros sólo caminantes que hacían
autoestop para llegar antes del anochecer al pueblo más cercano, o cicloturistas que venían
atraídos por los fabulosos paisajes de las montañas verdes y floreadas.

Ésa misma noche, mientras todos los pasajeros dormían, yo conducía hacia la central. La
cara del policía me daba vueltas y más vueltas en la cabeza, y entonces le pregunté a mi
compañero, que iba muy callado en el asiento de al lado:
―Harrigan, ¿qué diablos pasa en el túnel?
En seguida él puso la mirada directo en el camino, luego sentí sus ojos sobre el
costado de mi cara. El ruido del motor del autobús pareció desaparecer por segundos.
―Vampiros, John. ―Se santiguó―. Que Dios me perdone por hablar de ellos, pero
ha llegado la hora. ―Intercambié la vista del camino con los ojos de Harrigan, pensé que se
trataba de una broma―. Como escuchas, John ―ratificó―, vampiros, nosferatu, o como te
suene mejor.
Mi silencio se sintió. Prefería seguir con mi vista en el camino ya que mis ojos se
habían aguado de miedo. La cara de Harrigan se había deformado ante sus palabras.
―Y parece que las cosas se están empeorando, John ―añadió Harrigan―. Cada
vez es peor, y cada vez suceden más casos. La policía está anonadada, pero sé que no
interpondrán una petición para que se abra una investigación, pues sospechan lo mismo que
yo y que todos los de por aquí. ―Hizo silencio como pensando, luego dijo―: No puedo
dejar este empleo, tengo cincuenta años y mi esposa está enferma, John. Me imagino que tú
tampoco trabajas por amor a ser chofer de autobuses, ¿no?
Asentí con la sensación de que me revolvían las tripas con un atizador.
―Entonces ―continuó―, desde mañana tomaremos medidas: tú te pondrás en el
cuello un crucifijo que yo te regalaré, está bendecido; y yo traeré mi arma. Es un Ruger
357, que arreglé con balas de plata. ―Volvió a hacer silencio, parecía que cavilaba qué más
decirme―. Ése revolver me lo regaló un antiguo compañero que desafortunadamente
desapareció hace más de seis meses. Me lo dio un día del trabajador, como regalo, junto a
un periódico, el cual explica cuando empezó lo del túnel.
Durante el trayecto siguió hablando y explicándome el contenido de ese viejo
periódico. Según, allí se hablaba que una carroza fúnebre transportaba el cuerpo de una
niña que murió en Inglaterra de una extraña enfermedad, casi al final de su intercambio
estudiantil, y que sus padres habían logrado traerla a casa para enterrarla en el panteón
familiar. Y cómo verán, la carroza no llegó a su destino, pues el conductor perdió el control
justo cuando atravesaba el túnel. El hombre quedó vivo, y cuando se le interrogó, dijo que
chocó por estar volteando a cada rato hacia el compartimiento donde llevaba el féretro,
pues no cesaban los golpes, golpes de puños contra el hierro del ataúd. La policía no le
creyó, ya que los exámenes de rutina que se le practicaron arrojaron que había consumido
suficientes porros para estar flotando entre matas de marihuana por un año completo. Y el
caso quedó abierto porque el cuerpo de la niña nunca apareció. El conductor fue enviado a
un instituto de recuperación donde pasó un año, y luego a prisión, donde hoy todavía paga
su condena.

Ahora, Harrigan me miraba como si me fuese a preguntar que si desde hoy iba a comenzar
a creer en los vampiros. Luego se encorvó un poco y abrió el compartimiento que estaba
bajo su asiento. De allí sacó un Ruger calibre 357. El de las balas de plata.
―Muy bien John, sea lo qué sea que esté allá afuera, lo estaré esperando ―susurró
haciendo girar la masa del revolver con sus manos brillantes de sudor.
En aquel momento, escuchamos un choque destemplado que estremeció las
ventanas laterales del autobús. Cuando volteamos, vimos a Crow golpeando los paneles de
vidrio con unos de los viejos apoyabrazos que había arrancado de los asientos.
―¡Quierosalir!... ―gritaba―. ¡Yanopuedoaguantarmás...!
Corrí hacia él dando zancadas, empujándome con los respaldos de los asientos, con
la cabeza a punto de estallarme y escuchando el aliento vaporoso de Harrigan en la nuca.
―Deja ya de hacer eso ―dije, y alcé mis manos expresándole calma.
―¡Tú no me digas nada! ¡Por ti estamos encerrados aquí! ―Alzó el apoyabrazos
como si fuera un hacha, y pude captar la sombra de su mano subiendo por mi rostro. Luego
sentí que una extraña tensión eléctrica, zumbante y tibia, se asomaba justo al lado de mi
oreja derecha. Y al mirar de reojo, me percaté que era Harrigan. Apuntaba al chico y
montaba el martillo del revólver como lo haría un viejo vaquero.
―¡Baja esa maldita cosa! ―le ordenó―. ¡Ya estoy cansado de ti!
El chico se sobresaltó con cierto éxtasis al ver el cañón oscuro del arma, y soltó el
apoyabrazos encima de un asiento. Después se sentó tapándose la cara, amarillenta y
sudorosa, con las manos tremosas, llorando y balbuceando que se estaba volviendo loco.
Yo miré a Harrigan, Harrigan me devolvió la mirada mientras guardaba el arma en
su cintura. Y respiró como si fuera un búfalo.
Se tranquilizará ―dijo―. Creo que ahora debemos pensar en salir del tune...
―¡Oh, Dios..., algo se llevó el cuerpo del hombre!
Esta vez el grito vino de la chica, que miraba por la ventana de su asiento. Se había
despertado con los ruidos que Crow había hecho en su intento por romper las ventanas y
salir a las tinieblas. Sus facciones estaban tensas, con la apariencia de estar
desmesuradamente asustada.
Entonces, Harrigan y yo, también nos asomamos por el ventanal y observamos que
la chica tenía razón: el conductor ya no estaba encima del doble rayado, no obstante
alcanzamos a ver cómo uno de sus pies, enfundado en una bota vaquera, se perdía,
tétricamente, detrás del camión. Algo halaba al tipo por los hombros.
Crow, que ya no lloraba, se había levantado, y estaba pegado al vidrio de la ventana
con sus manos crispadas a los costados de la cara. Su aliento exaltado empañaba el vidrio.
―¡Santa María!―exclamó, girando la cabeza hacia nosotros.
No pude siquiera dedicarle una mirada bélica al muy cabrón, cuando se oyó otro
grito desgarrador que venía sin dudas del maltrecho camión 350.
Harrigan siseó, en un gesto de hacer silencio, y agarró a Crow por la parte de atrás
de la chaqueta, halándolo hacia abajo. Y de pronto todos nos agachamos entre los asientos.
Por un momento me sentí paralizado, con mi corazón latiendo descontroladamente como si
cuatro pares de manos lo apretaran sin ritmo ni cadencia. Sin embargo la curiosidad me
embargó como el peor de los males. Así que, acuclillado, me asomé agarrado de la goma
del ventanal, y entonces fue cuando vi que dos ojos terriblemente rojos me miraban desde
las tinieblas del túnel cargados con todo el fuego diabólico del infierno.
Me dirán que estoy loco, pero en ese preciso segundo leí un pensamiento en aquella
mirada. No en palabras como se suele creer, sino en sensaciones. Sentí que aquello había
encontrado algo jugoso, algo vivo que todavía le circulaba sangre caliente, que sería su
mejor alimento. Y vi que una pequeña sombra humana contenía esos ojos aviesos, vi que su
escuálida silueta se levantaba entre la niebla a un costado del camión hecho trizas, y que
arrastraba al camionero por los pelos como si fuera un trapo húmedo.
Solté un grito inaudible, áspero, un grito cortado por la falta de saliva en mi
garganta. Y vi que Eso esbozaba una sonrisa ruin donde enseñaba unos colmillos blancos y
afilados como puñales en cada extremo de su boca.
Lo que ocurrió después, sólo lo comprendí al escuchar el estremecimiento del
vidrio. Sé que parece imposible, pero con un celaje brutal del brazo, Eso alzó al
descoyuntado y exangüe camionero y lo lanzó hacia el ventanal.
El cuerpo se estrello justo ante mis ojos, con tres sonidos de huesos: la cabeza, el
pecho y los dos brazos, que en conjunto formaron un Cristo invertido y que todavía gemía.
Luego, con asombrosa y asquerosa lentitud, se deslizó por el cristal, dejando un rastro rojo
y viscoso, hasta que se desapareció de mi vista como engullido por la oscuridad.
―¡Jesús, qué está pasando! ―gimió la chica con voz atiplada, clavando su mirada
dilatada y titilante en la mía―. ¡Qué está pasando!... ¡Qué está pasando!...
Crow se levantó con la truculenta destreza de un hombre de la C.I.A. y saltó sobre mi
cabeza y fue hasta la puerta y comenzó a golpearla con uno de sus hombros una vez tras
otra. Cuando pensé en levantarme, ya Harrigan estaba detrás de él agarrándolo por el
cuello, tratando de controlarle. El chico manoteaba neurasténico como si nadara en el aire y
daba patadas en los asientos dejando en ellos las marcas negras de las suelas de sus zapatos.
Gritaba:
―¡Déjenmesalir…! ¡Todosvamosamorir! ¿Noentienden…? ¡Noentien…!
La chica también comenzó a gritar atormentada, con algunos mechones de cabello
enmarañado adheridos a los costados de su frente. Y luego se arrastró por el asiento y se
arrojó sobre mí.
―¡Ayúdeme por favor ―jadeó―, no deje que esa cosa me haga daño! ―Por un
momento quise echarla a un lado y ser yo quien saliera corriendo de ahí, pero no podía,
confieso que también estaba sudando de miedo, de modo que me ceñí con fuerza a ella, y
escuché su llanto sofocado por la tela de mi camisa, y sentí que sus dientes me mordían el
hombro al ritmo de sus sollozos. Es curioso el sistema sexual humano, pero aunque estaba
en medio de aquella locura absurda, noté en ella su aroma especial, sentí su cuerpo duro y
lleno de forma echado sobre mí, sentí la tensión dulcemente cálida de sus senos apretados
contra mi pecho, y tuve la erección más grande de toda mi vida.
Aquello duró tres o cuatro segundos, pero yo lo sentí como toda una eternidad. Y
cuando llegué a salir de aquel encantamiento sexual, me percaté que Crow apoyaba sus pies
en un ventanal e impulsaba su espalda contra el abdomen de Harrigan. Mi compañero se
fue hacia atrás aleteando sus brazos y se perdió de mi vista hundiéndose ante el respaldar de
una pareja de asientos. Entonces fui testigo de cómo Crow corría, de nuevo, con largas
zancadas hacia la cabina. Tenía los ojos dilatados y mostraba una esclerótica amarillenta
como las uñas de un fumador.
En un principio, quizá por la turbación, no supe qué haría allí, pero cuando lo vi
apretando todos los botones del tablero con sus manos descoordinadas y bri1lantes por el
sudor, lo intuí…, el muy hijo de puta buscaba el botón hidráulico de apertura de la puerta.
Intenté ponerme en pie, pero estaba atorado en ese angosto pasillo, con la chica
todavía temblando encima de mí.
―¡No Crow, no hagas eso! ―grité―. ¡No lo hagas Crow...!
Pero él parecía estar metido dentro de una atmósfera sorda, distinta. Y siguió
apretando botones y más botones como loco. Yo logré pararme, pero cuando iba a dar mi
primera zancada hacia él, uno de mis pies se enredó con el brazo de la chica y aterricé boca
abajo, sobre mis codos, escuchando el siseo sistemático que hacía la puerta al comenzar
abrirse.
Sacudí mi pierna y me liberé de la chica, volví a pararme, ayudándome con los
apoyabrazos de los asientos, y cuando miré en dirección a la puerta, ya Crow no estaba. La
puerta estaba totalmente abierta, dejando que entrara una oscuridad siniestra colmada de
una bruma traicionera. Mis ojos se fueron impacientes hacia la ventana que tenía al frente,
y alcancé a ver cómo Crow se perdía entre las sombras. Después, percibí el olor enfermizo
de la sangre en el aire, un olor que parecía tener allí encerrado muchos más años de los que
se puede pensar. Permanecí paralizado, notando que mis piernas se licuaban. Sintiendo el
frío torvo de los muertos.
Quisiera contarles que Crow pudo escapar como él pensaba, pero no puedo, porque
lo vi corriendo de vuelta hacia el autobús seguido por un patíbulo de sombras. Sus manos
se estiraban hacia delante, su cabello estaba enmarañado y de puntas, dejando ver un rostro
pálido y brillante, bañado de tensión y con la boca desmesuradamente abierta como una O
violácea de horror. Por un segundo creí que abordaría la unidad, ya estaba muy cerca, no
obstante se escuchó, por segunda vez en esa miserable madrugada, el siseo del aire
comprimido de la puerta hidráulica; pero esta vez, cerrándose… No sé en qué momento
Harrigan había pasado por detrás de mi espalda y le había dado al interruptor rojo de
clausura, lo importante es que la puerta se desplegó parsimoniosamente traqueteando por su
carril hasta que 1as gomas cubrieron por completo el marco, cerrándose justo ante la cara
de Crow.
―¡Abran, por favor! ¡Abran!... ¡Vienen detrás de mí!...
El canto de sus delgados puños se marcó por sólo un segundo en los vidrios
ovalados de la puerta. Luego un tropel de manos nudosas se apoderaron de él, haciendo que
desapareciera entre las tinieblas. Ya no lo podía ver, pero sí oír... Sus gritos fueron alaridos
agudos de terrible horror que se concentraban a lo largo del túnel.
―¡Santo Cristo, basta! ―sollozó la chica. Se había mordido tan duro las puntas de
sus dedos que sobre la piel tenía marcas amoratadas. ―Oh, por favor, basta, no lo soporto...
¡No lo soporto!
No supe qué hacer, ni qué pensar, y sólo volteé hacia Harrigan. Él empuñaba su
arma con la mano derecha y con la izquierda la estabilizaba y la guiaba hacia la puerta.
Tenía un sudor enfermizo bajo sus ojos. Unos ojos que se perdían en las sombras.
De pronto, algo pesado cayó arriba del autobús. Caminaba hacia el principio de la
unidad, haciendo que se bamboleara sobre sus amortiguadores y que el techo se hundiera
con cada paso que daba. El fluorescente que guindaba del soporte se balanceó y parpadeó
por unos segundos, 1uego se apagó. Entonces Eso se detuvo abollando el panel de hierro
justo encima de Harrigan.
―¡Dispárale, maldita sea! ―grité―. ¡Dispárale!...
Mi compañero pareció incapaz de moverse, pero después elevó su arma y descerrajó
los seis tiros del revólver, con ansia descontrolada y errática. Los proyectiles perforaron la
lata dejando boquetes tan grandes como manzanas, y el olor de la pólvora impregnó la
atmósfera. Mis oídos quedaron pitando aturdidos, latiendo, sin embargo escuchaba el lento
chillido que hacía el maltrecho tubo fluorescente al bambolearse desde su base. Creo que
esa combinación de sensaciones me adormeció y transportó a otro plano dentro de mi
mente, pero mis ojos me trajeron de vuelta a la realidad cuando escudriñé por la ventana
que algo se precipitó al piso y apareció tendido como un charco oscuro de aceite humeante
frente al autobús.
La chica volvió a gritar, pero luego se cortó bruscamente por un súbito gesto de
arcada. Y, Dios..., cuando volteé hacia ella, la encontré vomitando sobre la ventana por la
cual estuvo mirando. Por un segundo trate de impedirme el ser curioso y mirar hacia fuera,
pero fue imposible… Muy a mi pesar, observé que los rayos de luz del camión empujaban
la espalda de un hombre. Se acercaba cojeando con la pierna izquierda. Tenía botas
vaqueras, y ése detalle me hizo pensar que se trataba del conductor del 350. Cuando dejé de
concentrarme en su calzado y alcé la mirada, me di cuenta porqué la chica se había ido en
vomito: el tipo tenía la mitad de la cara desfigurada por el accidente, y uno de sus ojos
miraba cruelmente hacia arriba mostrando gran parte de la esclerótica. El pelo estaba
pegado al costado izquierdo de su cabeza como si se hubiera pasado una brocha llena de
pintura roja. Unos palmos de materia gris de su cerebro se asomaban por el cráneo roto y
caían como un lazo sobre su oreja.
Comencé a hacer arcadas y a toser con frenesí, y fue cuando sentí que Harrigan me
agarró por el codo. Su cara estaba rociada en sudor, un sudor frío y enfermizo. Su aliento
salía en pequeñas vaharadas de vapor cargado con un olor dulzón y aceitoso.
―¡No es hora de flaquear, John! ―profirió―. ¡Tenemos que escapar!
Quise preguntarle cómo demonios escaparíamos, pero, me distraje, entonces
escuché que la chica había dejado de vomitar, y cuando giré, la vi ante el ventanal, cubierta
por la manta de la histeria, dando puños contra el vidrio y gritándole al camionero que se
largara y nos dejara en paz. Pero él siguió acercándose al ritmo de sus gritos. Estirando los
brazos hacia delante, y cuando sus labios retrocedieron sobre sus encías, aparecieron dos
largos y blancos colmillos afilados... Pero el sujeto pareció desaparecer. Su figura fue
cubierta por una bruma maliciosa que flotaba lechosa dentro del túnel, y que remontaba las
ventanas como una manta opaca y espesa.
Ante esto, mis oídos no soportaron más los gritos de la chica, y tuve el desesperado
impulso de ir hacia ella y hacerla callar con mis puños.
Pero Harrigan me detuvo.
―No hay tiempo que perder, déjala que se desahogue. ―Señaló con el cañón del
revolver hacía una de las ventanas del principio del autobús, y, aunque la bruma se
enrollaba y jugueteaba en la oscuridad del túnel, me di cuenta de lo qué mi compañero
quería indicarme: ―El sol está saliendo, John ―susurró en tono esperanzado.
Sí, Harrigan tenía razón, pero aquel resplandor era apenas la hipotenusa de un
triángulo sobre la pared en forma de arco de la salida del túnel. Y algo me decía que la luz
jamás llegaría a atravesar esa larga y tenebrosa oscuridad que nos rodeaba.
―John, escúchame ―dijo Harrigan aún apretándome el codo. Su voz era
apremiante y recuerdo que sus palabras eran casi sin pausa―. Es ahora o nunca, tú te
encargarás de la chica, yo liquidaré al camionero, cuando oigas las primeras detonaciones
de mi 357, corran, corran lo más rápido que puedan, y no se detengan por nada, nos
encontraremos en el sol.
―Pero es suicida, Harrigan. No sabemos cuántos más estén allá fuera.
―¿Tienes algo mejor para salir de aquí? ―preguntó, con cierto cinismo―. En
segundos entraran y acabarán con lo que queda de nosotros. Además, tengo mi crucifijo y
hay más de cien balas de plata en el compartimiento bajo el asien...
La chica soltó otro alarido. Esta vez gangoso, afónico, y cayó al piso estriado de la
unidad despatarrada cómo si fuera un muñeco que se le acaba la cuerda.
Creo que Harrigan ya había visto esto antes de que la chica gritara: de lo profundo
de la bruma, salía una niñita de cabellos rubios vestida con un largó y sucio blusón blanco.
Bajo el resplandor macabro de los faros del vehículo volcado, su rostro estaba azulado. Y
sus ojos completamente rojos. En una de sus manos tenía un osito de peluche que por la
costura del abdomen perdía motas del relleno acolchado. Sin embargo, lo que me causó
mayor impresión (y creo que a la chica también) fue que la chiquilla no caminaba, sino que
flotaba ondeando su vestido a la altura de sus tobillos, sin reflejar ningún tipo de sombra.
―¡Maldición, Harrigan, mira eso!
―Es la niña, John… La niñita muerta de la noticia del diario, la que ha resucitado
sin que ella se dé cuenta ―explicó, con un tono de voz casi inaudible, entrecortado, como
si estuviera bajo un fuerte shock, y fue en busca de las balas que tenía bajo su
compartimiento personal, para recargar su arma.
Por un segundo cerré los ojos, me aislé del mundo, quería que todo aquella pesadilla
desapareciera de mi vista, y cuando los volví abrir, vi a Harrigan parado en frente de mí. Su
rostro era una mueca atormentada.
―Es hora, John ―me dijo. En una mano empuñaba el arma, mientras que con la
otra guardaba un manojo de balas en el bolsillo delantero de su pantalón. ―Ve por la chica,
todo saldrá bien. ―Sin embargo capté que se le formaba un nudo en la garganta. Asentí,
luego, casi petrificado por el miedo, y cuando iba a buscar a la chica, escuché el ronquido
creciente de un motor. No, no era el del camión, pues hacía minutos que se había apagado.
Era el sonido del motor de un auto.
Poco después, vimos el fulgor de sus faros y los destellos azules y rojos que giraban
atravesando la bruma. Era una patrulla. No sé cómo describir éste acto, pero no lo consideré
real hasta ver que el policía se bajó de ella alumbrando hacia el autobús con una linterna de
alógeno. Llevaba un sombrero y una chaqueta de cuello lanudo. La funda de su revólver
estaba desabotonada, mostrando la brillante cacha de nogal al costado derecho de su muslo.
Harrigan corrió desesperado hacia la puerta.
―¡Tenga cuidado! ―gritó, golpeando la ventana ovalada con el revólver empuñado
fuertemente en su mano―. ¡Cuidado!
El policía desenfundó su arma y apuntó en dirección a la puerta del autobús, con sus
rodillas flexionadas, dirigiendo el rayo de la linterna a la par que su revólver.
―¡Arroje el arma o es hombre muerto! ―ordenó.
Harrigan pareció entrar en conciencia de lo qué podría estar pensando el oficial.
Nadie se lo dijo, él solo reconoció que empuñaba un arma, con mal aspecto, un aspecto que
podía reflejar una escena muy comprometedora: un ebrio que pretende escapar de la
responsabilidad de un fatal accidente. Un ebrio que quizá tendría rehenes.
Y cuando Harrigan decidió soltar el arma y gritarle al policía que todo era una
terrible confusión, se escuchó una a voz; una voz que flotaba en la bruma y en la oscuridad
del túnel, y que me resultó sedante y angelical. Una voz dulce e hipnótica.
―¿Señor..., ¿señor, es usted policía?
Fue entonces cuando la bruma se esfumó como comandada por el demonio, y
apareció la niñita frente al policía. Él la vio allí parada, el rostro blanco y el osito
ensangrentado entre sus manos, y la mirada ruda que hace segundos mantenía el oficial, se
transformó en una mirada dulce, melancólica, casi hipnotizada por un somnífero.
Harrigan golpeó la puerta, inerme, colérico, incrédulo, avisándole al policía que
estaba en grave peligro. Pero el oficial sólo enfundaba tranquilamente su arma mientras
parecía sordo, absorbido por aquella blanca visión, entumecido en un aire viciado.
A continuación, la niñita acurrucó el osito de peluche en el hueco de su brazo y dijo:
―Señor policía, ¿podría ayudar a mi padre?... Él está atrapado en el camión.
―Pequeña ―respondió el policía, con expresión alelada, como si en el fondo
pensara que la voz que salía de su cuerpo no era la de él―, cariño, mejor acompáñame al
auto, aquí fuera hace frío. Pediré ayuda por radio, ya verás que tu papi se pondrá bien.
La niñita bajó su cabecita rubia y luego asintió.
―De acuerdo, señor policía, pero me podría cargar, tengo miedo, y mis piernas
duelen. ―Levantó la cabecita y sosteniendo el ensangrentado osito de peluche con una de
sus manos, le tendió los brazos. Por un segundo, creo que fue menos, ella giró su carita
hacia nosotros y esbozó una sonrisa de macabro triunfo.
―¡No! ―gritó Harrigan, inútil, ante la puerta―. ¡No lo haga, oficial!
El policía dio un paso hacia ella y cuando la niñita estiró sus brazos e inclinó la
cabeza, el rostro del oficial pareció convulsionar y tomarse helado y blanco, con los globos
oculares a punto de explotar de sus cuencas. Se había dado cuenta que la niñita no estaba
apoyada en el suelo, pero ya era demasiado tarde. Desde el autobús, vimos desesperados
cómo los ojos de la chiquilla habían tomado el fulgor rojo del fuego. Vivos, pero
inanimados en la muerte. Cargados con sed, sed de sangre. El policía trató de eludirla, pero
los brazos pálidos y pecosos de la niña, lo enrollaron, viéndose paralizado, con una mueca
atormentada en su cara que demostraba locura y horror sin medidas. Y aquella niñita rubia,
ladeó su cabeza, con la boca terriblemente abierta y los labios retraídos encima de sus
encías rojas, y luego la lanzó desesperada hacía delante. Tres veces. Y una última vez más.
El hombre se bamboleó, con el sombrero corrido hacia atrás, como un borracho, con
la cara exangüe, tiesa, como si aceptase en el fondo que aquello lo satisfacía, pero no se
desplomó en el piso como me imaginé, sólo tiritó mientras un loco chorro de sangre brotaba
de su cuello y pasaba entre los blancos colmillos de la niñita, al tiempo que la niebla volvía
aparecer y poco a poco lo encapsulaba todo.
Corrí hacia Harrigan (que estaba atónito y extasiado pegado al pequeño vidrio
ovalado de la puerta), pensando que un momento como éste jamás se volvería a repetir.
―¡Harrigan! ―le grité. Mi compañero despertó, y se volteó mirándome un poco
pálido―. Harrigan, este es el momento: ¡salgamos de aquí!
Y todo cobró una velocidad vertiginosa.
Yo busqué a la chica. Estaba todavía desmayada, así que la levanté, pasando su
delgado brazo por encima de mi cuello, y nos acercamos a la salida. Ya Harrigan estaba
allí, cargando trabajosa y nerviosamente el revólver, con unas manos crispadas que
parecían tener vida propia. Algunas de las balas caían al piso brindándome un trance
brillante y haciendo sonidos metálicos.
Cuando se dio cuenta que lo estaba mirando, con la chica a mi lado como si fuera un
rollo de tela, se detuvo, y trató de disimular su nerviosismo secándose el sudor de la frente.
―Todo está bien, John... ―dijo―. Abriré la puerta.
Cerró la masa del revólver y se volvió hacia la caja de controles. Por un segundo
estuvo paralizado, con una mirada de terrible amargura. Pensé que cambiaría de opinión y
que optaríamos por otro plan, pero de pronto, con uno de sus puños apretados, accionó el
botón verde de apertura del brazo hidráulico. La puerta se desplegó de una forma
escalofriante, dejando entrar la niebla blanca cargada de ecos fantasmales que venían de las
profundidades del túnel. Harrigan tragó en seco, fue un gesto que tuvo un sonido gutural.
Yo respiré con fuerza, y en eso, la chica comenzó a despertar. Todavía balbuceaba qué la
dejaran en paz, que no lo soportaba. Le susurré que todo estaría bien, y ella abrió sus ojos y
me vio como si fuese parte de un sueño. Una pesadilla.
Harrigan, con una respiración entrecortada y sonora, besó el crucifijo que pendía de
su cuello y luego asintió y empuñó su arma con las dos manos. Bajó los tres escalones de la
salida y se quedó mirando hacia ambos lados como si fuera un policía en plena acción
comando. Pero aquel gesto fue inconsciente, porque entre la oscuridad y la niebla dudo que
pudiese ver algo. Después me echó una última mirada y se perdió en las tinieblas. En ese
momento el miedo corrió por todo mí ser, dejándome helado, era como si no tuviese el
control de mi cuerpo. Estaba solo. Perdí todas mis fuerzas y la chica se me resbaló hacia
afuera del autobús. Que desesperación. Ella rodó hasta el asfalto resquebrajado, y sus pies
quedaron montados en el primer escalón de la escalinata. Estuve paralizado quién sabe
cuánto, pero luego bajé los peldaños, uno a uno, sin sentir mis piernas, hasta que por fin
puse un pie en el suelo. Agarré a la chica por la espalda de su camisa, y ahí fue cuando
escuché un súbito estampido que recorrió el túnel con un eco restallante.
¡Disparos! Harrigan había comenzado con el plan.
Entonces corrí arrastrando a la chica a mi costado, sintiendo el lastre de su peso
como si arrastrara al mismísimo autobús. Corría con todas mis fuerzas, con mis pies
repiqueteando en el asfalto resquebrajado y lleno de grietas, notando que mi aliento era
nulo, como si se hubiera congelado y en mis pulmones solo hubiera agua con mucosidad.
Corría como loco, viendo el centellear de las luces rojas y azules de la patrulla en medio de
aquellas tinieblas, corrí escuchando a Harrigan gritar maldiciones con una risa histérica y
enfermiza, corrí sintiendo que sus demás disparos se convertían en una letanía loca y
maldita, hasta que el fuego de la pólvora cesó y en su lugar quedó el eco martillante, seco y
metálico del percutor del revolver golpeando en el vacío. Luego vinieron gritos atroces,
espantosamente macabros. Gritos que perdurarían por toda la eternidad.
Corría. Y entonces fue cuando me tropecé con algo, una chatarra de metal producto
del accidente, un amasijo parecido a una viga de acero, y me desplomé de frente con todo y
la chica. Me volví sobre mi espalda, arrastrándome con los codos, y vi sus siluetas confusas
entre la oscuridad y la niebla. Al fondo seguía escuchando el ruido metálico del percutor
del arma de Harrigan chocando en el vacío. Pensé que todo había acabado para mi
compañero, que tal vez no sería tan malo vivir eternamente chupando sangre,
escondiéndose de la luz, pensé, de una forma cáustica, que ya no tendría que trabajar para
vivir, ya el dinero no le haría falta, se liberaría de él, y de todos sus cadenas.
De pronto, el pánico me impulsó a levantarme y a echar a correr, abandonando
como un miserable cobarde a la chica, ella no sabría qué le pasó, sólo despertaría con sed,
sed de sangre humana, escondiéndose de la luz, como si fuera una rata.
Huí con miedo y sin saber si podría lograrlo, notando el celaje de sus largos y fríos
brazos casi rozándome el cuello. Y en seguida vi la luz exterior, la vi tan cerca que pensé
que lo lograría, así que salté hacia la salida, salté sintiendo que mis pantorrillas se
desgarraban y que mis brazos se estiraban hacia delante…, hasta que traspasé él umbral
iluminado y caí de lleno sobre el asfaltó. Entonces, escuché el eco de la voz de Harrigan. Su
silueta confusa venía tambaleándose con el arma brillando en su mano, pero se detuvo en la
boca negra del túnel, ante de la cortina de luz polvorienta que formaban las incesantes
vertientes de rayos solares del amanecer.
―¡Harrigan! ―exclamé, reponiéndome todavía con el aliento jadeante, pensando
que por alguna buena casualidad él lo había logrado―. ¡Amigo, lo lograste!
El me miró, con su cara aturdida y llena de sombras.
―Acabé con todos, John... ―exhaló, y se desplomó en el suelo, recostándose luego
de la pared de la salida del túnel―. Ayúdame, quiero ver la luz... ―Y me tendió la mano.
Súbitamente fui hacia él y estuve a punto de rozar sus dedos, cuando de pronto me
detuve en seco, porque, a través del manto de luz polvoriento, vi que en su cuello ya no
guindaba el crucifijo de plata. En su lugar la tela de la camisa estaba desgarrada por sus
propias uñas, y de allí se desprendían pequeñas espirales de humo gris con olor a piel
quemada.
Me eché hacia atrás, refugiándome en el sol, y en eso, su mano atravesó la luz del
día, y me asió con fuerza por la muñeca. Fue como si me hubiera agarrado una prensa de
acero, no podía librarme. Comenzó a halarme hacia la oscuridad. Me eché al piso,
intentando frenarme con los pies, pero me seguía arrastrando sobre el asfalto, no había
forma de detenerme. Y entonces, la piel de su brazo comenzó a inflamarse y a secarse,
tomando un color ceniciento de donde brotaban trenzas de humo blanco. Él gritaba, aullaba
y gritaba, y se sacudía con gran demencia, como si lo estuviesen electrocutando, hasta que
su miembro se tornó casi igual a la arcilla y luego de desmoronó como si fuera arena seca,
liberándome por fin de su enyugue.
Me arrastré gimoteando casi tres metros, y me quedé por algunos segundos mirando
la oscuridad maldita que emergía del túnel. Constatando que había sobrevivido.
Escuchando todavía el eco de los aullidos de Harrigan. Sintiendo el mayor agotamiento de
mi vida, un agotamiento que se convertía en miedo y después en una ira desenfrenada que
me hizo levantarme y gritar a todo pulmón:
―¡LOS VENCÍ...! ¡LOS VENCÍ, MALDITOS HIJOS DE PUTA!
Mis gritos reverberaron en la boca profunda de la salida del túnel, y creo que por un
segundo, por solo un segundo, vi que dentro de aquella oscuridad refulgían un centenar de
dientes blanquecinos empapados por la saliva del hambre maldita.
Aterrorizado, les di la espalda y eché a correr por el arcén del camino agarrando con
fuerza el crucifijo que guindaba de mi cuello, pensando que jamás volvería a ese lugar. El
sol me pegaba de frente, haciendo que mi sombra me siguiera como una cola nítida y
flameante. Entonces, como una maldita ironía, fue cuando lo noté. En la muñeca algo me
ardía. Y al exponerla al sol, vi una pequeña herida, como hecha por una uña. Ya se había
coagulado, pero me ardía como si tuviese allí la cabeza de un fósforo encendida.

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