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El inicio del siglo XIX fue una mala época para la medicina y la cirugía española. La
ciencia había avanzado poco, la práctica médica era rudimentaria; demasiados
contratiempos seguidos: la guerra de la Independencia contra los franceses, las múltiples
epidemias consecutivas, las más recientes la fiebre amarilla procedente de Sudamérica y
el cólera desde Europa. Por si fuera poco, el reinado de Fernando VII pleno de intrigas y
desaciertos.
Se decía y con razón que los médicos españoles de la época, pensaban “en viejo”, en la
forma y maneras de sus ancestros y aplicaban los mismos remedios. Para ellos, la
enfermedad era “una discrasia de los humores y las humiditates”, que quería dar a
entender un desequilibrio de los fluidos vitales que recorren todos los órganos del
interior del cuerpo humano. Según se creía, estos fluidos eran mezclas de: sangre, bilis,
flema y melancolía. Mecanismos cósmicos malignos y otras fuerzas del mal, podían
alterar el equilibrio, dando lugar a un “humor pecante o corrompido”, causante de la
enfermedad. En este conglomerado de hipótesis erróneas, la enfermedad estaba
considerada como una alteración físico-química
Los físicos antiguos consideran, que debajo de la piel era un sitio importante de
circulación de humores y a su través también se podía actuar. Ese era el efecto
pretendido con las ventosas, escarificaciones y las “tomas de sudores” (estufa, leña,
mantas calientes, bebidas diaforéticas); el caso más conocido de aplicación de sudores
era en la sífilis y también en la gota.
Digamos para terminar esta introducción, que estas teorías, en la época que nos atañe,
estaban cuestionadas, aunque no rebatidas ni superadas.
También era muy positiva la preocupación en averiguar las causas de la muerte de las
personas, iniciándose una cierta costumbre en la práctica de las autopsias. Personajes
importantes de la época morirán con diagnósticos ajustados: Napoleón, Espoz y Mina.
Las soluciones de algunos metales estaba aportando utilidad en algunos males: el hierro
servía para la anemia, el cobre para las enfermedades de la piel, el mercurio contra la
sífilis, el cobre y el yodo para desinfectar las heridas.
Eran pocos los recursos terapéuticos, había hambre y penurias, así es que algunos
alimentos los consideraban medicinales, fundamentalmente como reconstituyentes, que
abrían el apetito y mejoraban el tono vital. Ese es el caso de los -caldos sustanciosos-,
hechos a base de gallina, arroz, y pan; los denominados - tónicos difusibles-, con vino,
Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840).
Javier Álvarez Caperochipi
Doctor en Medicina y Cirugía
2009
quinina, miel y membrillo, que se difundían desde el estómago a todo el cuerpo gracias
al vino; también - los cocidos poderosos-, a base de garbanzo, verdura y carne, con
efectos afrodisíacos y contra la depresión. Por citar alguno más; - la leche de pantera-
hecha con leche condensada y aguardiente o el -aceite hígado de bacalao-.
Mención especial a los poderes curativos de algunas hierbas y plantas que conocían bien
médicos y curanderos. A modo de resumen citaremos una serie de infusiones, jarabes,
tinturas o inhalaciones preparadas a partir de: corteza de sauce con ácido acetil salícilico
potente antirreumático; la dedalera tonificante del corazón; la cola de caballo para la
diuresis; melisa y manzanilla para ayudar a la digestión; belladona para diarreas;
eucalipto y menta para inhalaciones respiratorias, la valeriana como relajante, la canela
que ayuda a expulsar los aires, jengibre para estimular órganos sexuales; mandrágora
para dolores de cabeza y ayuda para dormir…
La gente era bastante pasiva, aceptaban las enfermedades comunes y la muerte con
resignación. Un ejemplo podía ser la tisis pulmonar (la tuberculosis pulmonar), una
enfermedad frecuente, que afectaba a muchos segmentos de la población, también a los
jóvenes, cursaba con tos crónica rebelde a cualquier medicación y recalcitrante,
acompañada de fiebre continua, que acababa con el adelgazamiento y la consunción de
la persona hasta la muerte. Entre medio, acontecían sangrados procedentes del pulmón
(hemoptisis) que ponían en peligro la vida de las personas. En Francia y París hasta se
consideraba enfermedad de moda, relacionada con una corriente cultural y con el
romanticismo
Otro tema más peliagudo eran las plagas y epidemias de los pueblos; estas no las
entendían ni las aceptaban bien. Unos se apoyaban en la religiosidad y pensaban que
eran “castigos de los dioses” y creaban las figuras de los Santos Sanadores,
intermediarios con la divinidad.
Siete años después de terminada la primera guerra carlista Argumosa hará su primera
operación con anestesia de éter en el Hospital San Carlos, recién inaugurado junto a la
estación de Atocha de Madrid y ya después nada será igual, todo cambiará, la sala
especial para las operaciones dejará de ser la sala de la tortura. Detrás de Argumosa
aparecerá, Federico Rubio y Galí y muchos más y la cirugía alcanzará el nivel de los
países de su entorno, pero eso será ya el final del siglo.
El prncipal instrumento de limpieza era el dedo del operador, que retiraba los cuerpos
extraños y que exploraba los trayectos profundos de la misma, después se aplicaba
agua, agua oxigenada, vino y aceite. Las heridas de arma de fuego tenían encima otra
posible complicación: la intoxicación de pólvora, y por eso había que sacar las balas del
interior del cuerpo y abrirlas bien para limpiarlas del todo. El vasco Antonio Ibarrola
del Hospital San Carlos de Madrid era una excepción, no creía en la intoxicación por la
pólvora; había publicado un interesante estudio en 1796, sugiriendo tratar las heridas de
bala como todas las demás y pronto le siguieron todos.
El tercer principio del tratamiento era la ayuda que se podía prestar a la futura
cicatrización. Sobre la herida se había aplicado con anterioridad el aceite hirviendo, para
reducir sangrado y limpieza, pero se había suprimido porque no ayudaba precisamente a
la cicatrización; afortunadamente había sido sustituido por la aplicación de emplastos
con yemas de huevo, agua de rosas y trementina (resina de pino); también había tenido
su predicamento el denominado bálsamo samaritano, de antecedentes bíblicos con
aceite y vino. En la época en que nos situamos se utilizaban con la mayor frecuencia el
emplasto o cura de Maltas, el cicatrizante por excelencia, era un producto preparado a
base de flor de romero, manzanilla, aceite y bálsamo de Perú, con efecto añadido de ser
hemostático taponando los puntos sangrantes pequeños.
La sutura de la herida era el punto último; la costumbre era cerrar parcialmente las
heridas, no del todo, era preciso dejarle espacios abiertos para que pudiera expulsar los
malos humores que se formaran. Las primeras agujas eran alambres de acero rectos, con
una muesca para poder enhebrar el hilo y una finalización en punta; más adelante las
agujas se hicieron curvas con punta triangular para mejor penetración
Uno de los instrumentos habituales para cierre que empleaban los cirujanos de la época
eran las agujas o pasa-hilos de Auguste Reverdin, diseñados por un cirujano francés de
ese nombre, que consistía en un mango que se sujetaba con toda la mano, con una
prolongación de unos 20 centímetros; su extremo distal terminaba en curva y punta,
con mecanismo de atrape de hilo y suelta del mismo accionado desde el mando. Se
La sierra con mango de madera es otro instrumento antiguo, que permanecía vigente
para las amputaciones de extremidades.
Contamos esta historia, para seguir de cerca la medicina rural. En el diario del médico
del médico de Carmena, Juan Manuel Martín, se encuentran las andanzas de un galeno
de la época. Empieza el médico contando lo mal que le atiende su ayuntamiento, tanto
del punto de vista de sus necesidades como del cumplimiento de sus obligaciones, le
pagan mal y no le hacen caso de sus peticiones, no consigue comprar una lavativa para
ser utilizada por todo el pueblo, y el esteroscopio tiene que agenciárselo de su dinero.
Las principales enfermedades a las que tiene que atender son: fiebres catarrales crónicas
y consuntivas, acompañadas de tos rebelde a veces de pérdidas de sangre
(tuberculosis), las fiebres tercianas de larga duración, que si no se resuelven antes de
empezar los fríos duran hasta la primavera (paludismo) y las fiebres y diarreas con
estupor (tifus).
Se queja el galeno de la competencia que le hace el brujo del pueblo vecino, que prepara
una mezcla de sebo de lobo y huesos de muerto y que lo aplica como ungüento y en
forma de fricciones para todos los males.
El médico Juan Martín le aplicaba sobre las heridas bálsamos resinosos, tenía balazos
que iban de parte a parte; uno de ellos aparecía por la zona del pulmón que respiraba por
la herida, con salida de un líquido sanguinolento con espuma y por último también tenía
cinco heridas punzantes de sable. Cada cura era casi una hora de trabajo. Después de
cada cura, el médico creía que se moría y el paciente mejoraba. En quince días se curó,
el doctor no daba crédito a lo que veía.
2-2b El curanderismo
La religio-terapia tenía su lugar. Existían los frailes curanderos amantes de las ciencias
naturales y cultivadores en sus conventos de plantas medicinales y que muchas veces
ejercían para suplir la falta de médicos. Había también religiosos “iluminados”, que
actuaban entre el rezo, la imposición de manos, la hipnosis o la telepatía.
Pamplona era una ciudad cuyos habitantes vivían dentro de sus murallas con una
población alrededor de 15.000 personas; una urbe que en cierta medida estaba
preocupada de aspectos elementales de higiene y tomaba sus medidas ante las
calamidades que se le presentaban. La ciudad disponía de un hospital principal, en el
extremo septentrión, el Hospital General de La Misericordia, constituido por salas
grandes con capacidad de más de 500 enfermos, que podría duplicar en momentos
determinados, con un gran patio interior, servicio de administración botica, almacenes.
El Hospital de Pamplona, situado en la cuesta de Santo Domingo, hoy Museo de
Navarra será un centro de referencia en la enseñanza y en la atención de heridos y
epidemias
La cirugía estaba poco desarrollada en el hospital y en el país. A finales del siglo XVII,
los pacientes pobres del hospital habían reclamado a las Cortes, unos cirujanos mejores
y más preparados para atender sus dolores. A mediados del siglo XVIII se creó la
Cátedra de Anatomía y Cirugía en el Hospital de Pamplona y sus frutos no se hicieron
esperar porque aparecieron promociones mejor preparadas de cirujanos que empezaron
a competir con los propios licenciados en Medicina, creándose algunos conflictos de
competencias.
El miedo a las enfermedades infecciosas es grande, hasta el extremo que las autoridades
de la nación con en visto bueno del Rey, han mandado circulares de obligado
cumplimiento para saber que hacer después de la muerte de un sospechoso de haber
padecido una de ellas: En una habitación se recogen todas sus ropas, muebles, cama y
demás utensilios y se le traslada fuera y se prende fuego. Después se pican las paredes
y se pintan con cal. Y sino se llegaba a cumplir estas órdenes había pena de cárcel para
los familiares más cercanos
Los estudios de cirugía eran ya bastante completos, los programas eran similares a los
del Colegio de Cirugía de Cádiz y Barcelona. En la cirugía existían tres escalas, el
mancebo cirujano que era un aprendiz, el cirujano romancista que estaba en prácticas y
el maestro cirujano que había completado unas enseñanzas superiores de Anatomía,
Fisiología, Patología y Terapéutica (sangrías, cauterios, ventosas, ligaduras, nociones de
química, botánica, técnica operatoria, operaciones de obstetricia y de apoyo a la
medicina legal).
Una forma de muerte natural, para la que no había ningún remedio era el -cólico
miserere-. El terrible mal, que afectaba de preferencia a personas mayores y en menor
proporción a jóvenes, se caracterizaba por dolores fuertes y continuados de tripas, con
vómitos y falta de expulsión de ventosidades, dilatación del abdomen; en unos pocos
días había un grave deterioro del organismo, el pulso de debilitaba y enseguida la
muerte. Hoy conocemos que el cólico miserere eran una serie de enfermedades
diferentes, desde la obstrucción intestinal debida muchas veces a tumores de aparato
digestivo; pasando por infecciones internas (apendicitis, colecistitis) que evolucionaban
hacia una infección generalizada (peritonitis).
Pensar entonces en la cirugía era una utopía, los pacientes no tenía ninguna posibilidad
de superar el proceso, y si alguna vez se intentaba operar, el cirujano estaba mal
considerado; se veía como una forma cruel y hasta criminal de intentar acabar con la
vida de un semejante. En muchos de estos casos hoy se curan al 100% y en los casos
peores también hay índices altos de curación.
Navarra era una región pobre, con crisis agraria agudizada en estaciones, con falta de
labores y ocupaciones para la gente joven, con muchos jornaleros con sueldos en el aire
en parte por culpa de las epidemias y guerras anteriores; este era el caldo de cultivo que
arraigaría entre los carlistas. Algunos se apuntarán a la guerra por sus ideas de tipo
monárquico, pero muchos más, para mejorar su situación, tener un sueldo más seguro y
ración diaria de comida El prototipo de soldado carlista según Santos Escribano era el
jornalero soltero, seguido de los funcionarios del antiguo régimen (escribientes,
secretarios), los pequeños artesanos tradicionales (zapateros, cardadores de paños) que
pasaban grandes dificultades y una parte del clero rural de baja graduación. Habría otras
adhesiones a la causa, más tardías y casi obligatorias, debidas a la presión, que
ejercerían los mandos carlistas en las zonas de dominio.
Una enfermedad que ya preocupaba entonces y de la que vamos a hablar mucho, son las
calenturas malignas, o fiebres pútridas, o diarreas pestilenciales, o simplemente tifus;
responsables de las muertes de 1.500 personas en dos años, del 73,5 por mil de la
población adulta y que se atribuye a la entrada en la ciudad y trasiego de miles de
soldados.
Nadie sospecha que mucha de esa fiebres pútridas están producidas también por la falta
de higiene y por el exceso de piojos (de cabeza, ropa y pubis), de pulgas y de ratas, estas
últimas, no directamente sino a través de las pulgas. Alguna intuición tenían los
facultativos, porque hablaban de las fiebres de las cárceles. Uno de los reclusos contaría
La peor de las epidemias era el cólera morbo europeo, que afectaba a Europa y que tuvo
brotes en España, especialmente en Vallecas en Madrid, no se cebó especialmente en
Pamplona, aunque se presentaron casos aislados en la ciudad y provincia, en los pueblos
cercanos al Ebro. Casos graves y floridos y otros menos claros denominados “colerín”.
Se tiene tanto miedo a la enfermedad, que en octubre de 1834 se retrasa durante mes y
medio el comienzo del curso escolar. Algunos casos etiquetados como cólera morbo,
podrían haber sido alguna variedad de diarreas pútridas. A este tema le dedicaremos una
atención especial más adelante
Podríamos afirmar a modo de resumen, que dentro del capítulo de las epidemias de los
tiempos de las guerras carlistas; Pamplona y provincia se defendieron bien de la fiebre
amarilla, bastante bien del cólera y muy mal del tifus.
Conviene aclarar que Pamplona era una ciudad con una cierta estructura de
acondicionamiento: un suministro principal reciente de agua del sur de la zona de
Subiza a partir de un acueducto en Noain, y un vertido de las aguas mayores y menores
de las personas al río Arga después de pasado en denominado molino de Caparroso
Esta es una historia trasmitida del boca a boca de nuestros mayores y la añadimos en el
contexto para enteder algo más de los hospitales antiguos.
La tía Ángeles, era una anciana resumida de cabeza lúcida, postrada en una silla de
ruedas, con gafas oscuras que ocultaban unos ojos cansados de tanto mirar…En sus
años de esplendor, con sus zapatos de punta y tacón, había disfrutado de una estatura y
figura interesante y unos ojos azules que a más de uno le hicieron bajar la mirada.
El galeno que la atendía, preguntó a doña Adela, seguramente para conocer su estado
mental: ¿Cuántas son dos y dos?
-Hasta ahora eran cuatro, pero tal como ha subido la vida, ya no me atrevería a
pronunciarme-, contestaba la interpelada.
Doña Adela quedó ingresada, no por su estado mental, que según el médico era
correcto, sino por la enfermedad de azúcar descompensado. Estuvo hospitalizada tres
años, hasta su fatal desenlace, y al producirse su óbito le acompañaban los mismos
compañeros de pabellón del primer día.
Y es que eran otros tiempos, el hospital no era un centro de entrada por una puerta y
salida por la otra y en el intermedio desposeído de una vesícula o cataratas; era un
hospicio como Dios manda, donde los internos convivían, cuidaban la salud y residían;
era su segunda casa y algunas veces su primera.
La tía Ángeles recuerda de aquellos tiempos, con cariño, a Inmaculada, una andaluza
ciega, ingresada de por vida, que respondía a la sociedad planchando por su voluntad la
Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840).
Javier Álvarez Caperochipi
Doctor en Medicina y Cirugía
2009
ropa de los internos; a Jacinto, un tísico recuperado al que ya no medicaban,
domiciliado en el centro `por propia voluntad, que ejercía de fotógrafo oficioso del
hospital y de sus eventos, con revelado incluido en blanco y negro; a Margarita “la
coja” ,de espalda torcida, que sustituía a las cocineras los días de fiesta.
Por encima de todo recordaba a Fermín “el triste”, el que compraba por seis pesetas
comisión incluida, los trajes de chopo y las cajas de pino, - los ataúdes-, para dar cobijo
definitivo a los enfermos crónicos del hospital, que habían decidido pasar a mejor vida,
después de muchos años de internamiento.
Especialmente bonito era el ambiente en las fiestas de la Navidad. Los pacientes junto a
un niño Jesús de tamaño natural, regalo de la madre priora, compartían villancicos,
cantos profanos, brindis, tortilla de patatas, besos y parabienes; con enfermeras,
“pinches”, matronas, cuidadoras, limpiadoras… Y también con algún que otro allegado
despistado que aparecía de improviso. Era lo que la tía Ángeles denominaba ambiente
entrañable de “aire acondimentado” y también de “familia redundante”.
Ella era en parte culpable de tanta alegría; eran épocas en que no estaba prohibido
aportar comidas y bebidas a los pacientes; y el día de Nochebuena, la tía Ángeles hacía
de Melchor y de ratoncito Pérez a la vez y dejaba debajo de la almohada de cada interno
unas botellas de rayito de sol, vino quinado y sidra champanada. Doña Adela también
tenía su parte de culpa, al sugerir al “triste”, el de los ataúdes, que mezclara todo en un
puchero, -la pócima celestial- y que lo ofreciera generosamente para su degustación.
Algo de especial tenía el famoso elixir, para que el capellán, que solía sumarse a la
fiesta, hablara solo al comienzo de la reunión, antes de repartir la pócima; daba gracias
al Señor por los dones y recordaba a todos que el niño Jesús, que nació pobre y murió
joven en la cruz, no llegó a disfrutar nunca de tanta y tan alegre compañía.
A Larrey se le considera uno de los cirujanos mundiales más importantes del siglo XIX.
El duque de Welington, que les derrotó en Waterloo dijo de él: -Pertenece a una era, que
desde luego no es la nuestra-. Napoleón en su testamento de 1821 dejó escrito en su
referencia: “C´est l´homme le plus vertueux que j´ai encontré; il a laissé dans mon esprit
l´idée du veritable homme de bien”-.
Sus primeros resultados espectaculares los obtuvo en la batalla de Wagran, donde hubo
2000 heridos de su ejercito, de los cuales, 600 volvieron al cabo de un tiempo a los
campos de batalla, 250 fueron repatriados a París y entre ellos 70 amputados de
extremidades y solo fallecieron 45 equivalente a un 2%. Unas cifras absolutamente
positivas, que dejarán en evidencia a la guerra carlista y a la guerra civil española cien
años después
Estos resultados tenían un valor extraordinario, porque eran las épocas en que los
heridos que no llegaran por su propio pie al centro de socorro de retaguardia, podían
darse por muertos, bien por su evolución normal o por el fusilamiento del ejército rival.
En las normas de Napoleón, los soldados debían esperar a que terminara la batalla y al
día siguiente se recogían y trasportaban al hospital más próximo. Larrey vio la fatalidad
de esta práctica, llegó a la convicción que era un tiempo suficiente para que la mayoría
de los enfermos fallecieran sin llegar a recibir ningún auxilio y la cambiaría
radicalmente. Trabajador incansable y gran organizador consiguió en el ejército de
Napoleón que sus heridos fueran atendidos por un equipo competente a los 15 minutos
de producirse la lesión.
Murió a los 76 años de una neumonía; se encontraba jubilado, aunque realizando alguna
labor; la muerte le sorprendió a la vuelta de Argelia, después de un viaje de inspección a
hospitales militares.
Eran una cadena de medidas y actuaciones que no se podían desligar unas con otras. En
primer lugar organizó unos grupos sanitarios, formados por más de 300 personas a su
Con los miembros contundidos y la rapidez en la operación, apenas les daba tiempo a
los soldados a quejarse. La anestesia que se empleaba era la borrachera inducida con
ron, una tira de cuero para morder y la aplicación local del frío, cuando era posible.
Muchos soportaban mal el dolor y se desmayaban y otros lo toleraban estoicamente,
como un militar que al terminar la amputación del brazo, le pidió que se lo devolviera
que tenía el anillo que le había regalado su mujer. Larrey solía hacer personalmente
alrededor de 200 amputaciones por batalla en 1 minuto de tiempo cada una.
Larrey solía organizar en las grandes batallas, tres grupos de 15 cirujanos y doce coches
de caballos, y operaban las 24 horas del día ininterrumpidamente. La prioridad de la
atención la daba el caso clínico, la gravedad de la lesión, nunca el rango del herido;
también atendía a los soldados enemigos que cayeran en su jurisdicción.
Eran muchos los conceptos novedosos que introdujo Larrey en el mundo y poco a poco
en años y en siglos fueron dando la razón: Atención especializada prehospitalaria,
acortamiento de los tiempos de respuesta, clasificación de los heridos según gravedad
(triaje: término introducido por Larrey), para priorizar la atención, tratamiento definitivo
desde el principio, presencia médica en el lugar del herido.
Larrey se hacía acompañar por médicos de otras especialidades que también atendían a
la tropa, y que le ayudaban en el estudio de las enfermedades del colectivo; el caso más
destacado es el de René Desganette. De todas las campañas extraía nuevas
consecuencias y planteamientos.
El primer contacto con la peste bubónica, la más cruel de las epidemias, fue en la
campaña de Napoleón en Egipto con 40.000 hombres. Dos siglos antes en Europa, la
peste había producido la muerte a un tercio de la población. La llamaron los franceses la
“peste negra” nombre que procedía de los hematomas negros, de las piernas negras con
gangrena, que se producían en el cuerpo de los afectados antes de morir; y también del
hedor insoportable, pestilente, que despedían las lesiones; tenían también estos
pacientes graves diarreas, por eso se incluían entre las llamadas diarreas pestilenciales
del Oriente. La transmisión de esta terrible enfermedad, para Larrey, no estaba sólo en
el hedor y la tristeza, como se creía entonces, había otros componentes, cercanos a la
falta salubridad y de higiene, a las enfermedades de animales domésticos y otros
ocasionales o en la cercanía de las personas. En esa campaña se hicieron algunos
experimentos de formas de contagio, usando a los prisioneros. No llegaron a imaginar a
las ratas y pulgas como vectores de una bacteria que producía la enfermedad, pero se
tomaron medidas que minimizaría el contagio.
Es muy difícil para el autor sustraerse a la admiración que siente por tan ilustre
representante de la ciencia quirúrgica, y pasar solamente de puntillas por su vida. Estaba
obligado a citarlo, aunque su paso por España fue anulado, por la euforia de la victoria
sobre los franceses y por el deseo de pasar página de las penalidades que la presencia
de su ejército impuso en el país. Se tardarían muchos años en asimilar las enseñanzas de
Larrey, desde luego no sería en la primera guerra carlista. Nicasio Landa en la tercera
hizo aportaciones en el mismo sentido de Larrey. Es duro reconocer que una parte de las
enseñanzas de Larrey no fueron incorporadas hasta la guerra civil española de 1936
Martinena Ruiz J.J. Pamplona en 1800 -Navarra, temas de cultura popular 309
Pamplona
Santos Huarte, Maxiategui, Antonio de Berna, Domingo Eribe, Félix Alcutexena. 1817
Plan de ordenación quirúrgica, presentada a Las Cortes, por los cirujanos del Colegio de
San Cosme y San Damián de Pamplona. Archivo General de Navarra
Tomori O. 2002 Yelow fever in Afica public healt impact and prospeats for control in
the 21 st century Biomédica 22(2) 178-210
Viñes Rueda J.J. 2006 La Sanidad española en el siglo XIX. Historias de la medicina
en Navarra. Pamplona