You are on page 1of 2

Recuerdos de una perpetua amistad

[Miércoles] 25 de Julio

Una llamada inesperada desde Zürich, en medio de la madrugada, la tristeza que se carga como
un viejo arado inservible y que de todos modos no podemos liberar. Una voz inesperada. Una
invitación única. Cuando las tinieblas se cargan sobre nosotros, siempre viniendo de adentro, de
muy adentro, surge la arista de luz, y corta las sombras como la espada de San Jorge. Luego me
senté y escribí en carrera contra el sol un email para resucitar viejas y fuertes alianzas. La alianza
había estado por meses también incólume. Siempre que se nos cierra una puerta, se abre una
ventana, y si también se cierra, entonces alguien quien nos ama rompe el cristal y nos rescata.
El hombre iluminado siempre luchará contra dos fuerzas poderosas sobre él, derivadas de esa
ardiente esfera que como ojo nos mira y nos cobija, la soledad. Está la soledad externa, que
permite crear arte, y por el otro lado la más nefasta de todas, la soledad interna, que tiene la
posibilidad de secar raíces interiores y asolar la tierra solo con su sórdido zumbido.

Además, los imposibles, que abundan. Mi querida amiga Alejandra Webb lo dijo: imposibles, sí,
humanamente posibles. Humanamente posibles. Aún no pierdo la fe en la humanidad, después de
todo. Se trata de seguir adelante, enmendar los errores, y liberarme de este cansancio horrendo y
agotamiento que me ha dejado tratar recientemente de explicar el amor. Y es entonces cuando el
silencio interior clama y la soledad interior, reforzada por los amigos de siempre, comienza a ceder
en pos de cada uno.

Hace unas horas tuve la imagen más querida de toda mi vida:

...una tarde de nubarrones, salí del colegio con mi mochila; miré alrededor y no te vi, pero más
adelante te encontré. El calor ya había cedido, y el viento era fuerte. Me dijiste que tendríamos que
caminar rápido, o que cogiéramos un coche, pero por allí no había ninguno, lo dijiste sólo porque
no había ninguno ni lo habría. Ese viento marino nos golpeaba fuerte, y yo me reía y tú estabas
que te morías por los papeles que llevabas en la mano. Te propuse meterlos en mi mochila de
escolar y me dijiste que no, y así avanzamos por aquella larguísima pared de colegio de vírgenes y
monjas con sabor a hostia y olor a cirio, y allí fue cuando un torrente del cielo nos sorprendió. Las
palmeras querían doblarse, y la lluvia que nos caía era caliente, y comenzamos a andar más
rápido y entonces yo te guardé finalmente tus carpetas en mi mochila, no tenías de otra, estaban
ya tan blandas como galletas en leche. La lluvia caía en abundancia sobre nuestros pies, y
repicaba fuertemente, su caída era la que chapoteaba, no nuestros zapatos. Llegamos a la
esquina amputada, donde estaban esos enormes árboles, donde solíamos siempre advertir los
espíritus de la tierra, y podíamos a veces escuchar sus susurros, o el salto de un duende, y a ti
esas visiones te causaban risa, porque finalmente podrían haber sido espías o alcahuetes, nunca
lo supimos. Allí hicimos una parada, pero fue cuando te diste cuenta que tus zapatos habían
naufragado, y tus pies se estaban ahogando. Yo desde hacía rato los llevaba en salvavidas. No
podía aguantar la risa, ahí me viste de 16 años completamente impotente ante la sorpresa de
haberme mojado por primera vez en mi vida bajo semejante tormenta, los rayos caían, y junto a
nosotros, detrás de los árboles, los coches zumbaban por la avenida. Dijiste que siguiéramos
adelante, te dije que la cosa se complicaría más, porque el camino nuestros enemigos lo habían
hecho "incierto". Tú miraste, pero la hierba no permitía ver demasiado. Así que seguiste, y yo,
como guiado, te seguí. Pronto descubriste la maldad de un pantano improvisado, y la hierba nos
había ocultado un lago de agua de todas suertes. Una ola golpeó nuestros zapatos. Vimos sapos
enormes. Retrocediste, y creíste que estaba detrás, pero yo ya estaba arriba, en la acera de la
avenida. La lluvía caía, y estábamos más locos que nunca. Así que sin más remedio regresaste,
quise ayudarte a trepar pero tú me rechazaste, podríamos verdad haber rodado entre los sapos y
caído en aquel agua misteriosa, abaleada por la lluvia. Regresaste a la esquina, y nos
reencontramos de nuevo en la acera, arriba de nuestro sendero hundido y preferido. Unos pasos
más adelante, la lluvia se detuvo y comenzó a lloviznar menudamente. De repente, el gris nubarrón
se corrió, y se entronizó hacia el norte, hacia el mar, un cielo de plata y bronce, por donde fluían
riachuelos bondadosos de oro, que nadie podía toquetear. No sé si recuerdas también la bruma
suave que pendía en el aire, coloreada de sol... Más allá, casi sobre la zona donde el río daba una
vuelta más, apareció un arcoiris, atravesado por aquella fuente ardiente de oro que corría del cielo.
En algún punto te devolví tus carpetas y nos separamos: cada cual a su tarde, a sufrir sus
neuralgias y resfriados. Pero no fue así. Quizá tu recuerdes más que yo, es lo más seguro...

Pero esto es para ti. La amistad que ya va en su 9° aniversario.


Publicado por © La Redacción de Adentro y Afuera   

You might also like