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O j o s n eg ro s

Andrea Milano
Leadville, Colorado, 1882.

Jeremiah Stone se acomodó el bigote nerviosamente. Sus manos


huesudas sujetaban las cartas con fuerza. Echó una ojeada a su alrededor,
dos de sus contrincantes se habían retirado hartos de su mala suerte pero
él había decidido continuar, dispuesto a torcer la fortuna de aquella noche.
Le debía mucho dinero al hombre que ahora lo observaba con impaciencia;
John O’Leary, uno de los nuevos terratenientes que había llegado a
Leadville luego de haberse descubierto en la zona una importante mina de
plata. Se rumoreaba que O’Leary poseía una inmensa fortuna y que jamás
dejaba que nadie se marchara sin pagar; se había metido en camisa de once
varas pero ya era tarde para retirarse.
Jeremiah tragó saliva y se acomodó el cuello de su camisa que
comenzaba a asfixiarle.
-Estoy esperando, señor Stone –dijo John O’Leary con su
inconfundible acento irlandés.
Jeremiah colocó su juego encima de la mesa. Dos sietes y dos cincos.
John O’Leary sonrió satisfecho y extendió sus cartas en la mesa
orgullosamente. Una contundente escalera de diamantes.
Los presentes se quedaron en silencio mientras el viejo Jeremiah se
hundía en su asiento.
-Ha perdido otra vez, Stone, su deuda ahora es demasiado grande
como para afrontarla –aseveró John O’Leary recolectando las fichas que
sumaban la considerable suma de dos mil dólares.
-Señor O’Leary…
John clavó sus enormes ojos negros en los de su oponente.

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-Como comprenderá no llevo esa suma conmigo –se inclinó hacia
delante-, pero estoy seguro que podremos llegar a un acuerdo conveniente
para ambos…
John bebió un poco de vino.
-Su deuda sólo crece, Stone. Será mejor que me pague –respondió.
Su fama de ser implacable con quien se atreviese a jugarle sucio se
evidenciaba en la expresión furibunda de sus ojos negros.
-¡Le pagaré señor O’Leary, puede quedarse tranquilo! –Jeremiah se
puso de pie con la intención de marcharse pero cuando su contrincante lo
imitó se detuvo.
-Puede estar seguro que lo hará, señor Stone –la mano fuerte de
John se posó en su cintura en donde asomó una pistola.
Jeremiah Stone comenzó a temblar y maldijo en silencio el instante
en el que había cruzado su camino con aquel miserable irlandés.

Marie se alzó de su cama cuando escuchó el portazo. Su corazón
comenzó a latir más a prisa y rogó que su tío no hubiese llegado borracho
otra vez.
Marie Stone tenía dieciocho años y se había quedado huérfana
siendo una niña; luego había sido entregada a su único tío y en aquella casa
había pasado los años más tristes de su vida.
Él nunca la quiso y sólo vio en ella una carga. Marie vivía con la
angustia de ser rechazada por la única persona que debía velar por su
bienestar. Ella se esmeraba en ganarse su cariño, le preparaba sus platillos
favoritos, le zurcía la ropa y procuraba mantener la casa limpia; sin
embargo él seguía tratándola con indiferencia. Había pensado muchas
veces en huir pero luego se arrepentía; no se imaginaba vagando sola por
una ciudad que apenas conocía, al menos en la casa de su tío estaba segura.
-¡Marie, ven aquí! –gritó su tío desde la planta baja.

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Ella enredó sus dedos nerviosamente y se quedó de pie en medio de
la habitación.
Cuando su tío gritó su nombre por segunda vez, Marie corrió
escaleras abajo. Encontró a su tío despatarrado en una silla con una botella
de whisky en la mano.
-Acércate –le ordenó.
Marie le obedeció y avanzó hacia él toda temblorosa. Él nunca la
había golpeado a pesar de las veces en las que llegaba tan borracho que
apenas podía sostenerse en pie, sin embargo el temor que sentía por aquel
hombre que ahora le sonreía la paralizaba.
-Quiero que mañana te pongas tu mejor vestido –le anunció antes de
llevar la botella casi vacía a sus labios.
-¿Por qué, tío? –se atrevió a preguntar.
-Tú no estás aquí para preguntar sino para obedecer, muchacha –le
espetó-. Harás lo que te diga y basta.
Ella asintió con un suave movimiento de cabeza y cuando su tío le
indicó que podía retirarse, regresó corriendo a su habitación.

John O’Leary se acomodó el lazo de terciopelo que adornaba su
cuello y cuadró los hombros. Frente a él se encontraba la propiedad de
Jeremiah Stone; lo había citado esa mañana para saldar por fin su deuda y
sólo esperaba marcharse de allí con dinero contante y sonante entre las
manos.
Golpeó un par de veces y cuando la puerta finalmente se abrió se
quedó atónito. Una jovencita de cabellera dorada le sonrió amablemente.
-Buenos días, señor O’Leary –le dijo ella hechizándolo con su
sonrisa.
Él se quitó el sombrero e ingresó a la casa.
-Buenos días.

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-Mi tío lo está esperando –le anunció ella cogiendo su sombrero;
cuando lo hizo la punta de sus dedos rozó la mano de John y él
experimentó una sensación apabullante; alzó la vista y descubrió que ella
había sentido lo mismo.
Jeremiah Stone apareció por la puerta de la sala y lo invitó a pasar.
-¡John, bienvenido a mi casa! –saludó el anciano exageradamente.
-Gracias, señor Stone –John se sentó en el sillón sin dejar de
observar a la jovencita cuyo nombre aún desconocía.
Marie le dio la espalda para evitar que él notara el rubor en sus
mejillas.
-Marie, querida, déjanos solos –le pidió su tío.
Marie se sorprendió por el modo cariñoso con el que la había
tratado, comprendió enseguida que sólo se debía a la presencia del
distinguido señor O’Leary.
Los ojos oscuros de John siguieron la silueta de la joven hasta que
desapareció de la sala.
Jeremiah percibió de inmediato el interés de aquel hombre por su
sobrina; sin dudas aquel hecho jugaba a su favor.
-Supongo que si me citó aquí es porque ya tiene mi dinero –comentó
John cruzando una pierna encima de la otra y reclinándose en el sofá.
Jeremiah carraspeó nervioso y le sonrió.
-¿Qué le ha parecido Marie, John?
A John le sorprendió su pregunta.
-Una muchacha muy bella, sin dudas.
-Tengo entendido que es usted viudo, ¿no es así? –preguntó
ahondando ahora en su vida privada.
John se movió inquieto en su sitio.
-Lo soy, pero no entiendo porqué me está haciendo estas preguntas.
Jeremiah Stone hizo una pausa y antes de seguir hablando eligió en
su mente las palabras que diría a continuación.

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-John; no poseo dinero suficiente para cubrir la deuda que tengo con
usted –se pasó una mano por la cabeza rala-. Estoy dispuesto a entregarle
a mi sobrina como pago –soltó finalmente.
John abrió los ojos como platos.
-¿Qué está diciendo? No podía dar crédito a lo que estaba oyendo.
-Marie es una muchacha educada, es bonita y además de estar en
edad de merecer le puedo asegurar que aún es virgen.
El desprecio que sentía John por aquel hombre se convirtió en un
intenso odio. ¿Cómo podía pensar siquiera en vender a su propia sobrina?
-No puede estar hablando en serio…
-Nunca he hablado más en serio en toda mi vida –se acercó y
endureció la expresión de su rostro-. Esa muchacha no me causa más que
problemas, está conmigo desde que tiene ocho años y no ha sido más que
una carga para mí; sus padres murieron y como soy el único pariente vivo
me la endilgaron a mí… la verdad es que quiero deshacerme de ella y esta
es la oportunidad perfecta –sonrió burlonamente-. He notado como la
miraba hace un momento, John; la muchacha le gusta. Acepte mi
propuesta y ambos saldremos ganando, yo me libro de ella y usted se gana
una hembra para meter en su cama…
John no dejó que continuara, se puso de pie y asió al miserable del
cuello.
-¡Es usted un patán!
Los gritos llamaron la atención de Marie quien entró en la sala y se
encontró con la terrible escena.
-¡Suelte a mi tío! –suplicó ella acercándose.
John la miró pero no soltó al hombre.
-¡Llévesela, John, no se va a arrepentir! –siguió vociferando
Jeremiah a pesar de que apenas podía respirar debido a la presión de las
manos de John sobre su cuello.

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Marie miró a su tío, era incapaz de comprender lo que estaba
sucediendo.
-¡Maldito! John arrastró al viejo hasta el sillón en donde lo arrojó;
pero no sin antes propinarle un buen golpe en la mandíbula.
-¡Por favor! –gritó Marie presa de los nervios.
-¡Es suya, John, hágame el favor y termine con mi calvario! ¡Llévese
a Marie con usted y haga lo que quiera con ella!
Las palabras de Jeremiah retumbaron en la cabeza de Marie.
Retrocedió unos pasos y se sentó porque creyó que se desmayaría.
-Tío… ¿qué dice?
-¿Cómo puede ser tan cruel con su propia sobrina? –inquirió John
respirando agitadamente y clavando sus ojos negros en el rostro del
hombre que acababa de ofrecerle a su sobrina como pago de la deuda.
-Me la quiero sacar de encima; ya la he soportado durante mucho
tiempo. Todos ganamos John, sabe que digo la verdad –respondió sin
siquiera mirar a Marie que lloraba desconsolada en un rincón-. Si no se la
lleva seguirá viviendo a mi lado y le juro por Dios que me encargaré de
hacer de su vida un infierno –amenazó. Era el último as que tenía en la
manga, estaba decidido a matar dos pájaros de un tiro, saldaría su deuda
con el irlandés y además se desharía de la presencia de su entrometida
sobrina.
John observó a Marie y sintió una inmensa pena por ella.
Respiró hondo y volvió a mirar a Jeremiah Stone.
-Está bien, será como usted diga, me llevo a su sobrina y su deuda
queda saldada.
Jeremiah sonrió complacido mientras que en su sitio Marie había
dejado de llorar desconsoladamente para clavar sus ojos azules en el
hombre alto que se la sacaría de la casa en donde había sido tan infeliz.

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La propiedad en la que residía John O’Leary era enorme; una casa de
dos plantas rodeada por varios árboles y con una galería en el frente en
donde enormes macetas de barro contenían una variedad de flores
perfumadas y coloridas.
El trayecto había transcurrido en absoluto silencio; Marie había
preparado su maleta y se había despedido de su tío con un frío adiós. John
O’Leary no le había quitado los ojos de encima durante el viaje y Marie se
preguntaba que significaba el hecho de que aquel hombre se la hubiera
llevado a vivir con él. Marie estaba dispuesta a trabajar de lo que sea,
cualquier cosa era preferible que regresar con su tío.
Él la acompañó al interior de la casa y le ordenó a su mayordomo
que llevara sus maletas a una de las habitaciones principales; fue entonces
cuando Marie se inquietó.
-Señor O’Leary –alzó la mirada hacia él y se topó con unos ojos
intensamente negros que no dejaban de observarla con demasiada
atención-, no creo que sea conveniente que duerma en…
John no le permitió continuar.
-Dormirás en una habitación junto a la mía, Marie –le dijo él
bajando el tono de su voz.
Marie comprendió la magnitud de la situación y lo equivocada que
había estado; había pensado que viviría en aquella casa como una criada,
pero ahora sabía que John O’Leary efectivamente la había comprado. Se
sintió aturdida al comprobar que aquel hombre no resultaba tan diferente
a su tío.
-No… -retrocedió unos pasos con la clara intención de salir
corriendo.
-¡Espera! –John la asió del brazo y la apretó contra su cuerpo-. No
voy a hacerte daño, sólo quiero que entiendas que no te he traído para que
seas mi criada…

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Marie intentó soltarse pero él era más fuerte, además la extraña
sensación que atornillaba los músculos de su estómago le impedía siquiera
dar un paso.
-¡Usted me ha comprado! –le gritó consternada.
-Sé que eso es justamente lo que parece, Marie, pero créeme, mi
única intención era alejarte de tu tío –apoyó una de sus manos en el
hombro de Marie-. No quiero asustarte, pequeña. Vivirás en esta casa
como una invitada; podrás ir y venir a tu antojo, puedes ocuparte del
jardín si quieres o supervisar la cena; jamás te exigiré nada; te lo prometo
–John reprimió el inmenso deseo de besarla que lo embargó.
Marie podía sentir su aliento tibio golpeando contra su rostro y
cuando miró sus ojos negros supo que él estaba siendo sincero con ella.
Apenas conocía a John O’Leary pero esos ojos tan intensamente oscuros
no podían estar mintiéndole.

Esa noche para la cena, Marie se vistió con su mejor vestido, el
mismo que usaba para asistir a misa cada domingo. La seda color azul
Francia resaltaba el tono de sus ojos y cuando John la vio entrar al
comedor no pudo evitar sentirse sobrecogido. Marie era una muchacha
hermosa; irradiaba dulzura, su piel era pálida y él se la imaginó suave al
tacto; llevaba el cabello recogido en un moño en lo alto de la cabeza y
unos mechones caían descuidadamente sobre la frente otorgándole un aire
de niña. Una niña en un cuerpo de mujer pensó John mientras ella se
acercaba. Se preguntó entonces cuántos años tendría exactamente; él había
cumplido los treinta hacía apenas un mes y ya era un hombre viudo. Su
esposa había muerto a la temprana edad de veinticinco años a causa de una
neumonía y lo había dejado solo.
La invitó a sentarse y la cena trascurrió en medio de una amena
conversación en donde Marie le había contado de sus sueños de
convertirse en maestra y él le había hablado de sus tantos viajes a su

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Irlanda natal. Había quedado de lado, al menos en ese momento lo
sucedido con su tío.
Luego, John la invitó a dar un paseo por el jardín y ella aceptó a
pesar de tener cierto recelo. John O’Leary la miraba con tanta intensidad
que lograba inquietarla y la marea de sensaciones que experimentaba cada
espacio de su cuerpo la asustaba. Era la primera vez que un hombre
provocaba que sus piernas comenzaran a temblar de repente y que su
corazón se desbocara dentro de su pecho.
-Marie… -él detuvo su andar de repente y se acercó a ella.
Ella se quedó quieta; sus ojos azules se alzaron hasta cruzarse con
los de John. Marie vio ternura en su mirada y no hicieron falta las
palabras; los labios entreabiertos y trémulos de Marie lo invitaron a
acercarse más.
Cuando la experimentada boca de John O’Leary rozó la pureza de
sus labios, Marie creyó que perdería la consciencia en ese preciso
momento. Él la estrechó entre sus brazos al mismo tiempo que sus lenguas
se unieron en un movimiento sincronizado y sensual. Los brazos de John
bajaron hasta los costados de Marie y ella se apretó contra él. Las
pequeñas manos de Marie se apoyaron en el pecho musculoso del hombre
que ahora la besaba por primera vez y sumida en una nube de pasión se
dejó llevar, guiada por lo que él le hacía sentir.

Marie se despertó a la mañana siguiente con una sonrisa de oreja a
oreja; la noche anterior ella y John se habían besado apasionadamente en el
jardín y aún podía sentir el sabor de sus labios en los suyos. Se estiró
debajo de las sábanas de lino y de un saltó se puso de pie. Se moría de
ganas de verlo; quería volver a sentir su cuerpo vigoroso pegado al suyo y
aspirar el perfume de su loción. Sabía que no estaba bien lo que sentía por
John sobre todo cuando hacía apenas un día que lo conocía pero no podía

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evitarlo; él, con sus intensos besos y caricias y en tan solo un instante le
había enseñado lo que era la pasión.
Se vistió de prisa y bajó a la sala, allí encontró al mayordomo.
-Seth, ¿no se ha levantado el señor O’Leary aún? –preguntó
sintiéndose extraña se llamarlo señor cuando la noche anterior se había
derretido entre sus brazos.
-El señor salió de viaje por asuntos de negocio señorita Stone y no
dijo cuando regresa –le anunció el viejo mayordomo sonriéndole.
¿De viaje? ¿Por qué no le había dicho nada la noche anterior?
¿Acaso el beso que habían compartido no había significado nada para él?
Regresó corriendo a su habitación para evitar que el mayordomo
descubriera que estaba a punto de echarse a llorar.

Había pasado más de una semana y John no había regresado, Marie
se paseaba por la casa como un alma en pena, ni siquiera cuidar el jardín
lograba animarla. Nadie sabía decirle cuándo retornaba y su ausencia le
había servido a Marie para darse cuenta de una cosa; se había enamorado
de John O’Leary. La angustia de saberlo lejos y el deseo de que regresara
pronto sólo podía deberse a un sentimiento: el amor.
El ruido de un carruaje acercándose a la casa provocó que su
corazón dejara de latir por una milésima de segundos; fue hasta la ventana
de su habitación y sus ojos se humedecieron cuando vio que John había
regresado por fin. Bajó las escaleras enérgicamente y se detuvo cuando sus
ojos azules hicieron contacto con los ojos del hombre que amaba.
John le dedicó una sonrisa; Marie percibió en sus ojos negros la
misma ternura con que él la había mirado la noche en que la había besado.
John abrió sus brazos y ella corrió hacia él.
-¡Pequeña!
-¡John, has regresado! ¡No sabes cuánto te he extrañado!

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Él asió su rostro con ambas manos y luego de besarla
apasionadamente le dijo:
-No tanto como yo a ti, Marie pero aquí me tienes… soy todo tuyo.
Ella lo abrazó con fuerza y apoyó su mejilla en su pecho, allí en
donde el corazón de John latía al mismo ritmo que el suyo.
-Te amo, John –confesó Marie incapaz de ocultar la felicidad de
tenerlo a su lado nuevamente.
-Yo también te amo pequeña –la miró a los ojos y ya no hubo
necesidad de palabras.

Fin
©Andrea Milano

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