You are on page 1of 9

El uso de las distinciones - Jacques Rancière

Traducción de la intervención de Jacques Rancière en la jornada organizada en torno de la


“partición de lo sensible” el 5 de junio de 2004 en el Colegio Internacional de Filosofía, a la
iniciativa de Jean-Clet Martin, publicado en la revista Failles, nº2, primavera 2006.

Debo entregarme aquí a un ejercicio complejo. Tengo que responder, como autor de mi discurso
y poseedor de su significación a las interpretaciones que otros han propuesto y a las críticas que
ellos le han dirigido. Pero también debo tomar yo mismo la posición del otro, tratar de
instalarme en la distancia desde donde sería posible fijar una perspectiva sobre mi trabajo y
proponer una posible coherencia.

Para responder a esta doble obligación, trataré de apuntar, en los objetos de mi trabajo y los
procedimientos que les aplico, ciertas constantes a las cuales responden otras constantes en las
cuestiones críticas que ha podido suscitar. Comenzaré con un punto modal que es mi uso de las
distinciones conceptuales: por ejemplo política y policía o bien régimen estético y régimen
representativo del arte. Dos rasgos las caracterizan: primeramente, estas distinciones se
proponen en lugar de otras distinciones, y contra ellas. Operan menos una clasificación diferente
que una desclasificación. Esto quiere decir, y este es el segundo rasgo unido al primero que
intentan volver a poner en cuestión la distribución recibida de las relaciones entre lo distinto y lo
indistinto, lo puro y lo mezclado, lo ordinario y lo excepcional, lo mismo y lo otro.

Tomemos la distinción que ha hecho correr más tinta: la que opone política y policía. Se la ha
tomado a menudo por una nueva versión de oposiciones conocidas: espontaneidad y
organización o acto instituyente contra orden instituido. Se trataría, en pocas palabras, de
oponer una esfera de actos puros de la igualdad al orden del mundo. Se responde entonces que
estos actos puros están condenados sea a permanecer en su espléndido aislamiento, sea a
perderse en lo instituido, aunque inscriban la nostalgia de lo instituyente.

Yo he contribuido sin duda a acreditar esta interpretación. Pero sin embargo la introducción de
este par conceptual se operó en un contexto bien definido que le da un sentido totalmente
diferente. Este contexto es el de una crítica del tema dominante de los años ochenta: el
“retorno” de la filosofía política. Criticando este retorno, es la idea misma de filosofía política la
que he tomado como blanco. Es cierta idea de la política “en sí misma” y cierta manera en que
este propio de la política se ha opuesto a un otro. La distinción política/policía dice que la política
viene siempre después, incluso si su principio -la igualdad- es lógicamente primero, que ella no
es nunca un acto originario sino una identidad paradójica de los contrarios. En efecto toda
propiedad común de la que se querría deducir la comunidad política se presenta dividida, como
he mostrado a propósito de la deducción aristotélica del animal lógico al animal político, y de la
división misma del primero según que él posea el hexis o sólo el aisthesis del lenguaje.
Entonces, si esta oposición aísla la política, es para separarla de todo principio uno de la
comunidad del que ella sería la efectuación directa. Ahora bien, separar este uno, es también
separar dos figuras del dos, dos maneras de oponer la pureza de la política a una cierta
impureza. La primera figura refutada es la que fue vehiculada por la tradición marxista. Ésta
opone la pureza ilusoria de los significantes y de las instituciones de la política a la realidad
impura de la que ella es la expresión y la máscara. Ella opone a sus apariencias la realidad de
los procesos económicos y los conflictos de clase. Tras el joven Marx, ella apela de la democracia
formal a la democracia real, y de la revolución política a la revolución “humana”.

Oponiéndose a esta distinción, la pareja política/policía refuta también la otra gran figura del dos
que no es en el fondo más que la inversión del esquema marxista. Esta segunda figura se

I
presenta como la oposición entre la distinción ?y entonces la libertad? política y la indistinción ?o
la necesidad? social, o incluso como la oposición del “vivir juntos”, del “bien vivir” o del “bien
común” al simple vivir. Mis Tesis sobre la política toman por blanco explícito el ideal arendtiano
de la “vida política”, su oposición de la política y de lo social. Mi objeción fue que es
precisamente la lógica anti-política, la lógica de la policía la que aísla así una esfera propia
reservada a los actos políticos ?esto es, finalmente, a los seres para los que la política es su
asunto o su destinación propia. Tal como yo la entiendo, la política es, al contrario, la actividad
que vuelve a trazar las líneas, que introduce casos de universalidad y de las capacidades para
formular lo común en lo que era el universo privado, doméstico o social.

La oposición política/policía vuelve a poner en cuestión todo principio de una repartición positiva
de las esferas y de las maneras de ser. No hay dominio de lo político opuesto al de la oscuridad
doméstica y social. De igual modo, no hay la apariencia de un lado y la realidad del otro. La
apariencia no es la máscara de una realidad. Es una configuración efectiva de lo dado, de lo que
es visible, y entonces de lo que puede ser dicho de lo dado y hecho en relación a lo dado. Se
sigue igualmente que no hay de un lado la esfera de las instituciones policiales, y del otro las
formas de manifestación puras de la subjetividad igualitaria auténtica. No está la comedia
“democrática” y parlamentaria de un lado, y del otro, la potencia comunitaria heterogénea
encarnada en un grupo o un mundo colectivo propio. Desde el momento en que la palabra
igualdad se inscribe en el texto de las leyes o en los frontones de los edificios, desde el momento
en que un Estado instituye procedimientos de igualdad ante una ley común o de recuento por
igual de las voces, hay una efectividad de la política, incluso si esta efectividad está subordinada
a un principio policial de distribución de las identidades, de los lugares y de las funciones. La
distinción de la política y de la policía opera en una realidad que conserva siempre una parte de
indistinción. Es una manera de pensar la mezcla. No hay un mundo político puro y un mundo de
la mezcla. Hay una distribución y una redistribución.

La oposición de los régimenes estético y representativo del arte es, del mismo modo, una
manera de volver a poner en duda identidades y alteridades: identidad del arte y oposiciones en
el seno de las cuales se le ha hecho funcionar o que se hecho funcionar en su seno. Se trata de
poner en duda la univocidad ahistórica de nociones como “el arte” o “la literatura” y,
correlativamente, la manera en la que se definen los cortes temporales. Pues el discurso
dominante sobre el arte ?el discurso modernista? hace un uso muy extraño de la relación entre
el tiempo y la eternidad. Plantea la ahistoricidad del concepto, separando lo propio del arte de
los discursos sobre el arte. Pero este arte ahistórico aparece, a la inversa, como el término de
una teleología histórica: con Mallarmé, Mondrian o Schönberg, el arte se convertiría finalmente
en su realidad en esta actividad autónoma que siempre ha sido en su concepto. Así la pretendida
recusación del “historicismo” conduce al uso masivo de una teleología de la historia. Planteando
régimenes históricos de identificación, trato precisamente de recusar esta ligazón de lo
ahistórico y lo teleológico. Por un lado el arte no siempre ha existido, en singular, como realidad
unívoca. Siempre ha habido artes, en el sentido de saber-hacer. Ha habido a veces divisiones
como la que opone las artes liberales a las artes mecánicas. Pero el arte o la literatura, tal como
nosotros los conocemos, no existen sino desde hace dos siglos apenas. Existen no como
maneras de hacer radicalmente nuevas, sino como regímenes de identificación nuevos. Cuando
Madame de Staël lanza, en su nuevo sentido, la palabra literatura, se cuida mucho de precisar
que con ella no propone ningún cambio a las poéticas codificadas por los teóricos de las Bellas
Letras. Todo lo que ella cambia, es, dice, la concepción de la relación entre las Letras y las
sociedades. No hay, de hecho, ningún punto histórico de ruptura a partir del cual sería imposible
escribir o pintar a la antigua manera o necesario hacerlo a la nueva, ningún punto de no-retorno
donde se bascularía de un arte de la representación a un arte de la presencia o de lo
irrepresentable. En su lugar hay una lenta reconfiguración que da a las mismas maneras de
hacer ?una metáfora, una pincelada, un uso de la luz y las sombras? una visibilidad y una forma

II
de inteligibilidad nuevas a partir de las cuales las nuevas maneras de hacer se imponen. Dicho
de otra manera, la concepción de los régimenes del arte recusa la idea de una ruptura histórica
en los constituyentes del arte. Recusa así los juegos de oposición bajo los cuales se ha querido
pensar la idea de la “modernidad” artística: transitivo/intransitivo, presencia/representación,
representación/irrepresentable. Estos conceptos pretenden designar entidades constitutivas o
principios constituyentes distintos entre dos momentos y dos formas del arte. Pero la distinción
es puramente imaginaria. No efectúa ninguna distinción real. “El sol comenzaba a alzarse”, la
frase que abre Las olas de Virginia Wolf no es más intransitiva que “la aurora de rosáceos dedos”
homérica. Y la primera frase de La especie humana de Robert Antelme “Fui a mear; todavía era
de noche” no tiene más que ver con lo irrepresentable que el verso de Ifigenia que es su modelo
lejano: “Sí, soy Agamenón, soy tu rey que te despierta”.

Las nociones de transitivo y de intransitivo no designan ninguna diferencia real, repiten


solamente la presuposición de que a partir de cierto momento el arte ya no es lo que era y que,
no siendo ya lo que era, se convierte finalmente en lo que es en sí mismo, en una clara
oposición a lo que no es: una inmovilidad opuesta a una circulación, una realidad autónoma
opuesta a lo que no es más que un medio para otra cosa.

Queda por saber lo que vuelve esta presuposición de la identidad del arte y de la diferencia del
arte nuevo tan insistente. Mi respuesta es la siguiente: esta insistencia resulta precisamente del
quebrantamiento de los sistemas de distinciones por los cuales las cosas del arte eran
clasificadas y juzgadas. Pues es precisamente esto lo que "representación" significaba: no un
tipo de procedimiento artístico, un constituyente propio o una textura ontológica específica de
las cosas del arte, sino un conjunto de leyes de composición de los elementos, comprendidos en
un régimen de identificación de lo que hacen las artes y lo que las distingue de las otras
maneras de hacer. Esta es la paradoja de la autonomización del arte: significa el
desvanecimiento de toda frontera estatutaria entre el adentro y el afuera. Para que la no-
representación o lo irrepresentable pueda plantearse como esencia del arte, hace falta que el
arte, a la inversa, sea sometido a un régimen dominante donde todo es representable, y
representable de cualquier manera. Es precisamente ahí donde no hay diferencia normativa
entre buenos y malos temas, géneros nobles y viles, expresiones propias e impropias, es ahí
donde la "diferencia" del arte viene a decirse como imposibilidad o prohibición de la
representación y donde nace la preocupación de inventar un modo de lenguaje propio a la
literatura. Se podría hablar de una ilusión transcendental en sentido kantiano: una ilusión de
algún modo necesaria, inducida por el funcionamiento mismo de nuestras categorías
ordenadoras.

Pero el hecho de que una ilusión sea necesaria no vuelve más válida su pretensión de hacernos
conocer algo. Por un lado, los criterios de lo “propio” del arte y de lo propio de la modernidad
artística tienen un valor cognitivo nulo. Repiten solamente la presuposición de este propio. Pero
también este propio del arte no le es en nada propio. Las parejas presencia/representación o
transitivo/intransitivo sólo hacen funcionar dos veces la simple diferencia de lo mismo y de lo
otro, invirtiendo los valores de lo positivo y de lo negativo. Pero, detrás de este juego formal, es
fácil reconocer las figuras dominantes de la tradición religiosa occidental: la “presencia”, es el
espíritu convertido en carne que anula la distancia entre la letra y la ley; lo irrepresentable, es el
nombre impronunciable del Dios infigurable que habla en la nebulosa. Del mismo modo que la
ahistoricidad del arte tiene por complemento la teleología, la afirmación de lo propio del arte
conduce a identificar este simple propio a la figura de la alteridad religiosa. Distinguir regímenes
entonces, no es decir que a partir de tal o tal momento no se puede hacer arte de la misma
manera, que en 1788 se estaba en el régimen representativo y en 1815 en el régimen estético.
La distinción no define épocas sino funcionamientos; no oposiciones de principios constituyentes
sino oposiciones de lógicas, de leyes de composición, de modos de percepción y de

III
inteligibilidad; no principios de exclusión sino principios de coexistencia. Se puede definir
históricamente la emergencia del régimen estético del arte como ley de funcionamiento global,
pero sus elementos tienen temporalidades diferentes y la ley global autoriza todos los
"anacronismos" de funcionamiento: la abstracción pictórica es en principio una manera de ver el
Corro nocturno de Rembrandt o un Descenso de la Cruz de Rubens; e inversamente las
directivas de los grandes productores hollywoodienses a sus directores son fieles a los principios
según los cuales Voltaire y Diderot podían corregir a Corneille o a Greuze. Lo que caracteriza el
régimen estético del arte, es la multi-temporalidad, la ilimitación de lo representable y el
carácter metafórico de sus elementos. No hay un momento en el que las gamas de color cazan a
las mujeres desnudas y a los caballos de batalla (Maurice Denis). Hay más bien un principio de
sustituibilidad ilimitada entre un brochazo, una mancha de azul, una blusa, un efecto de luz, un
reflejo, la representación de un cuerpo de mujer, un testimonio de la vida burguesa en Holanda
o las distracciones populares parisinas, el homenaje de un pintor a otro pintor, etc.; entre un
amor, una metáfora, una dosis de ultravioleta (Epstein), un ralentí, una aceleración, una caída
de frases o un corte entre dos planos.

Esto no quiere decir que estemos en el reino de “no importa qué”. O más bien, el “no importa
qué” es una relación determinada entre un quod, una importancia y una negación. Esta relación
determinada de los contrarios define lo que yo he llamado un sensible de excepción, un sensible
diferente de sí mismo habitado por un pensamiento diferente de sí mismo. De las fórmulas de
los artistas a los enunciados de los filósofos es una constante del régimen estético esta
coincidencia de lo hecho y lo no hecho, de lo sabido y de lo no sabido, de lo querido y de lo no
querido.

¿Qué distingue este pensamiento de otros pensamientos de la excepción artística? Tomemos


como punto de comparación una fórmula de Alain Badiou: "La verdad de la que el arte es el
procedimiento es siempre verdad de lo sensible en tanto que sensible”. La diferencia es que no
hay para mí sensible en tanto que sensible. Lo que nos enseña Kant, es que hay sensibles. Un
sensible siempre es una cierta configuración entre sentido y sentido, un cierto sentido de lo
sensible. Y, en particular, lo sensible del arte y lo sensible de lo bello no se conjuntan que según
un modo disensual, ya que el arte no puede hacer otra cosa más que saber y querer mientras
que lo bello no puede ser pensado sino como lo que no resulta de un saber y de un querer. Hay
entonces dos maneras de pensar esta separación. Se puede tratar de reducirla con el fin de
plantear una esencia unívoca del arte que sea “verdad de lo sensible en tanto que sensible”. Esta
reducción de la alteridad de lo sensible a sí mismo no se puede entonces hacer sino en provecho
de un mismo que toma la figura del otro. La verdad de lo sensible es entonces la de ser
“acontecimiento de la idea”. Traducido en términos kantianos, toda estética es estética de lo
sublime, una estética auto-desvaneciente, esto es, en definitiva, una ética. La segunda manera
consiste en habitar la separación. Es lo propio de lo que Kant llama “idea estética” y de lo que yo
por mi parte he llamado frase-imagen. Las ideas estéticas son invenciones que transforman lo
querido en no querido, lo sabido en no sabido, lo hecho en no hecho. Son invenciones que dan al
arte su sensible, sea eso que podemos llamar su ontología. Dicho de otra manera, la ontología
del arte bajo el régimen estético, es eso que tejen las invenciones de las artes instituyendo su
disenso, poniendo un mundo sensible en otro: el mundo sensible donde la imaginación obedece
al concepto en el mundo sensible donde entendimiento e imaginación se relacionan la una con la
otra sin concepto. Esta ontología tiene entonces una estructura notable: las invenciones
artísticas construyen la efectividad de la diferencia ontológica que ellas mismas presuponen.
Construir la efectividad de eso que se presupone, se llama verificación. Las artes verifican en su
práctica la ontología que las vuelve posibles. Pero esta ontología no tiene otra consistencia que
la que es construida por las verificaciones.

IV
En la distinción de los regímenes de las artes, como en la de la política y de la policía, mi
enfoque es el mismo: el de un pensamiento crítico, en el sentido kantiano: pensamiento de eso
que vuelve posibles las diferencias que instituyen tal o tal dominio sensible, lo que quiere decir
también tal o tal dominio inteligible, como el arte o la política. Un pensamiento crítico, es
también un pensamiento que permite pensar estos dominios como instituidos por operaciones
críticas, por disensos. Esto quiere decir que estos dominios tienen una existencia litigiosa. No
descansan sobre ninguna diferencia fundada en la naturaleza de las cosas o la disposición del
Ser. Su existencia diferencial está sometida a formas de verificación que son siempre
alteraciones, procesos de pérdida de un cierto mismo: procesos de desidentificación, de
desapropiación o de indiferenciación.

Lo que diferencia lo que yo he tratado de hacer de lo que han hecho cierto número de otros que
tienen una experiencia histórica cercana y problemas o formulaciones vecinas, es una distancia
en el pensamiento de lo heterogéneo, una manera de pensarlo sin asignarlo a una potencia
ontológica otra. He tratado de pensar la heterogénesis bajo la forma de un pensamiento y de
una actividad que producen choques de mundos, pero choques de mundos en el mismo mundo:
redistribuciones, recomposiciones o reconfiguraciones de los elementos. Está claro, en efecto,
que la preocupación del disenso me es común a muchas otras personas. Pero yo la he
comprendido de otra manera a ellas. Casi todos los autores, vivos o muertos, que construyen
hoy la actualidad del disenso comparten en efecto una misma idea del consenso y dan el mismo
nombre a su figura política. La llaman democracia. Pensadores tan diferentes como Arendt y
Lyotard, Badiou, Agamben o Milner tienen en común cierta idea del consenso como democracia,
esto es como la igualdad aritmética de Platón, el régimen de la mezcla indistinta o indiferente.
La democracia es para ellos el régimen del recuento indiferente, parecido a la circulación de las
mercancías o al “goteo uniforme de tinta” que caracteriza el periódico según Mallarmé. Ella es el
poder del mal múltiple que circula intercambiándose en suma nula y reproduciéndose de manera
idéntica. Estos pensadores oponen la potencia de la diferencia: el buen múltiple, el que contiene
un principio de alteridad, una potencia suplementaria. Ésta puede ser una superpotencia:
potencia arendtiana del comienzo o vitalidad de las multitudes (Negri), o bien una
suplementariedad no intercambiable (el acontecimiento de verdad de Badiou o el uno-de-más de
Milner). Fundan entonces la política sobre esta superpotencia o este suplemento o bien le
oponen otro principio de la comunidad (el gobierno pastoral de Milner). Oponen a la democracia
un principio de heterogeneidad. La heterogeneidad puede ser una figura del ser del ente ?infinito
o multitudes, fundando una verdadera política o una superación de la política en el comunismo.
Puede, al contrario, identificarse a otra cosa que el ser, haciendo encallarse a la potencia
comunitaria. Yo, por mi parte, he tomado esta lógica a contrapié. He tomado el partido singular
de dar a la potencia de lo heterogéneo o del uno-de-más el nombre de démos y de plantear en
consecuencia la democracia como opuesto del consenso. Es una manera de decir que no hay
heterogéneo real, no hay principio ontológico de la diferencia política o de la diferencia en
relación a la política, no hay arkhè o anti-arkhè. Hay, en su lugar, un principio de igualdad que
no es lo “propio” de la política y que no tiene mundo propio más que el que trazan sus actos de
verificación. Los sujetos políticos no están definidos por el ejercicio de una potencia otra o de
una superpotencia sino por la manera en que las formas de subjetivación reconfiguran la
topografía de lo común. Esto es que la heterogeneidad política es de composición y no de
constitución. Esta concepción de lo heterogéneo descansa sobre otra idea de lo homogéneo, otra
idea del consenso. Desde mi punto de vista, lo que define al consenso, no es la mezcla
indiferente de los equivalentes. Es la idea de lo propio y la distribución de los lugares de lo
propio y de lo impropio que esta idea implica. Es la idea misma de la diferencia entre lo propio y
lo impropio, que sirve para separar lo político de lo social, el arte de la cultura, la cultura del
comercio, etc. Lo que entonces rompe el consenso ejerciendo el poder del uno-de-más, es la
sustituibilidad. Es, en arte, la posibilidad para una metáfora o para un juego de luz y de sombra
de ser sólo una metáfora o un efecto de luz o de ser la potencia de un amor o un testimonio

V
sobre un tiempo y un mundo. Es la posibilidad de ser una obra pura y una mercancía. En
política, es el démos como abolición de toda arkhè, de toda correspondencia entre los lugares de
gobernante y de gobernado y una “disposición” a ocupar estos lugares. El uno-de-más es la
potencia de lo indistinto que deshace las particiones recusando la fijeza de los lugares de lo
mismo y de lo otro.

No hay entonces sujeto que tenga como propia la potencia de ruptura o de desconexión, no hay
sujeto que ejerza una potencia ontológica de la excepción. La excepción es siempre ordinaria.
Querer, a la inversa, realizar la excepción de lo "propio", es comprometerse en un proceso
donde este propio acaba por desaparecer en la indiferenciación ética. Evocaré brevemente aquí
dos ejemplos de esta dialéctica de lo propio. Es, por un lado, la auto-anulación de la diferencia
política a la Arendt en Agamben; por otro lado, la auto-anulación del pensamiento modernista de
lo propio del arte en Lyotard. Se sabe cómo Agamben retoma la crítica arendtiana de los
Derechos del Hombre y del ciudadano, esto es la idea de un engaño inherente a la división
misma del sujeto político entre hombre y ciudadano. Retoma la estructura del dilema que Arendt
aplica a estos Derechos: o bien los derechos del ciudadano son los derechos del hombre. Pero el
hombre como tal, el hombre desnudo, simplemente hombre, no tiene ningún derecho como
muestra el ejemplo de los refugiados. Luego los Derechos son puro engaño. O bien, a la inversa,
los derechos del hombre son de hecho los derechos del ciudadano, los que le corresponden por
su pertenencia a un Estado. La diferencia es entonces una simple tautología. La razón de este
dilema, es, para Arendt, la confusión entre la política y la vida no política, la confusión de las dos
vidas (bios y zoè). Desde mi punto de vista, hay política precisamente donde se pone en
cuestión esta partición. Y el intervalo entre hombre y ciudadano es el operador de esta
repartición. Si, al contrario, se quiere separar realmente las dos vidas, distinguir realmente lo
político y lo social, el resultado no puede ser sino asimilar lo "político puro" a la esfera de la
acción estatal. Esto puede hacerse, a la manera dulce: el "retorno" de lo político y las peroratas
sobre el “vivir juntos” y el bien común finalmente destinadas a la exaltación del plan Juppé. Esto
puede hacerse al modo pesimista de la teoría del estado de excepción donde el habeas corpus y
los Derechos del Hombre encuentran su verdad en el genocidio nazi, el cual se revela
homogéneo a nuestra ordinaria democracia. Estado de excepción y vida nuda son entonces los
nombres de una modernidad donde todas las diferencias se suprimen y donde no se deja ningún
intervalo para la práctica política.

Es la misma dialéctica la que está en obra cuando Lyotard opone las producciones del arte,
puestas bajo el signo de lo sublime, a las formas de la circulación cultural y mercante. Reenvío
aquí a su polémica contra el trans-vanguardismo. Mezclar sobre una misma tela motivos
realistas, abstractos e hiperrealistas, es, según dice, hacer triunfar el gusto de los críticos y de
los marchantes. Ahora bien, este gusto no es un gusto. Hay que postular entonces una
diferencia real entre el sensorio del arte y el del “comercio” cultural y mercante. Pero sólo hay
un medio para conferir a un sensible una diferencia real: es hacer de él el lugar de la
manifestación de una potencia heterogénea, de una potencia suprasensible dicho de otra
manera. Es exactamente lo que pasa en Lyotard. La potencia heterogénea se da en principio
como el choque del aistheton. Pero este aistheton que se presenta en principio como el quale de
un dato sensorial irreductible se revela de hecho un puro indeterminado: “el acontecimiento de
una pasión”, dice Lyotard: la pura potencia de lo insustituible o de lo no-reciprocable, la potencia
de lo que no circula. No hace falta mucho tiempo entonces para que, por la mediación de la Cosa
lacaniana, el choque del aistheton se acabe pagando a cuenta de la ley mosaica. Lo "propio" del
arte que se trataba de preservar es pura alienación: es propio en cuanto puro testimonio de la
potencia del Otro y de una deuda irredimible respecto de esta potencia. Querer realizar, contra
la mezcla “democrática”, comunicacional o mercante, la pura diferencia del arte conduce a
abismar esta diferencia en la posición ético-religiosa de la relación al absolutamente Otro.

VI
Ahí se encuentra lo que me parece caracterizar nuestro presente: la desaparición tendencial de
las diferencias de la política y del arte, pero también del derecho y de la moral, en la indistinción
ética. Ahora bien, este devenir-indistinto me parece poder ser rigurosamente pensado como el
resultado paradójico de una absolutización de la distinción. Es el integrismo de lo propio que se
invierte en fundamentalismo de lo absolutamente otro. La voluntad de realizar la distinción
obliga a confiar el poder de distinguir a una superpotencia del disenso o de la ruptura. La escena
filosófico-político-estética se convierte entonces en la del conflicto de las superpotencias:
superpotencia de las multitudes que son el corazón del Imperio y la fuerza que lo destrozará
(Negri); de la verdad infinita que transita en los colectivos políticos o las obras de arte (Badiou);
del estado de excepción que dispone la vida nuda (Agamben); de la Cosa y de la Ley (Lyotard);
de la libertad abisal que se experimenta en el encuentro con el horror de la Cosa (Zizek). Todas
estas superpotencias en competición son el precio de una sola y misma superpotencia: esa
superpotencia de lo verdadero que antaño estaba garantizada por la superpotencia de las
“fuerzas productivas” que se garantizaba a su vez en la célebre fórmula de Lenin: “La teoría de
Marx es todopoderosa porque es verdadera”. Hubo un tiempo feliz en el que esta todo-potencia
definía una bella cadena de equivalencias. La potencia de la teoría era la potencia de lo
verdadero, que era potencia de la estructura, la de las masas y la de la historia. Cuando estas
potencias se disyuntaron, la superpotencia tomó diversas figuras. Está en primer lugar la figura
dominante que sirve de referencia o de tope a las otras: la potencia de la estructura se ha
convertido en la potencia de la Cosa, la de la verdad como alteridad irreductible que agujerea la
cadena del saber. La self-fulfilling prophecy de Lacan se ha cumplido grosso modo: los
revolucionaron que buscaban una verdad maestra la han encontrado en esta figura de la
absoluta alteridad. Este enfrentamiento ha dado lugar a diversas estrategias. Estrategias de
desvío, como la que ha exigido a otro psicoanálisis y a otro inconsciente el medio de reafirmar la
superpotencia inmanente de las fuerzas productivas (Negri); estrategias de desvío y de
forzamiento, como la polimerización de la pegada de lo verdadero en el procedimiento de las
verdades infinitas (Badiou) o el retorno del horror en la afirmación de la libertad abisal (Zizek).

Todos estos reajustes de la todo-potencia de lo verdadero tienen un punto en común. Resitúan


la potencia del disenso como un principio ontológico de la diferencia real: prolijidad del Ser, paso
del Infinito, pegada de la Idea, encuentro del Horror y/o de la Ley. Afirman una potencia
ontológica ?o eventualmente contra-ontológica? del Otro que autoriza el salto fuera de la serie
ordinaria de la experiencia consensual. Se funda aquí esta extraña figura contemporánea del
dogmatismo apofántico que da los buenos nombres y las buenas fórmulas al nombre de lo Real
que dispersa todos los nombres. Sucede que, mientras se operaban estos encuentros con la
superpotencia y estos desvíos de la superpotencia, yo estaba ocupado en otra parte, en otra
cosa. Trataba entonces de comprender la potencia de algunas palabras como proletario o
emancipación. Trabajaba sobre los encuentros, fronteras y pasajes que tuvieron el efecto de
separar individuos de la esfera de la experiencia sensible que les estaba asignada. Más entonces
que sobre el nombre del Otro y la forma matricial del encuentro con el Otro, yo trabajaba sobre
procesos de alteración, de redistribución de los lugares y de recomposición de las formas de la
experiencia. Más que a la superpotencia de lo verdadero desgarrando el tejido del saber, yo me
dedicaba a las presuposiciones y a las verificaciones de la igualdad de las inteligencias. No era
una distancia de principio. Simplemente, las cosas pasaron así. Para pensar lo que era mi asunto
en ese momento, la reformulación de la superpotencia que se hacía en otra parte, sin que se me
informara, no podía servirme de nada. Me ocupé entonces solamente en elaborar las nociones y
las distinciones que me permitían dar cuenta de estos procesos de alteración y de estos
procedimientos de verificación.

VII
Con el tiempo, me pareció que esta limitación o este defecto tenía también sus virtudes. Por una
parte permitía comprender cierto número de cosas que permanecían opacas en las dramaturgias
de la superpotencia o que éstas debían ignorar para limitarse a los casos ejemplares sobre los
cuales podían funcionar sus axiomas de ruptura. Por otra parte, sustituyendo una topología de
los posibles, de sus desplazamientos y recomposiciones, a los protocolos de la eficacia de la
superpotencia, mantenían abierto el espacio de las invenciones de la política y del arte en el
momento crítico en el que las grandes teleologías se invertían, en el que la necesidad económica
marxista se convertía en la necesidad del mercado mundial capitalista, en el que "el retorno de
la política" era la bandera cubriendo la empresa consensual del borrado de la política, en el que
las promesas de emancipación atribuidas a la modernidad artística se transformaban en
testimonios de la alienación inmemorial, y en el que resonaba un poco por todas partes el
discurso del final. En esas circunstancias, afirmar la potencia de la igualdad de las inteligencias y
la exigencia de su verificación, la dispersión democrática de la lógica circular de la arhkè y la
tensión de los contrarios en el seno del régimen estético del arte me pareció más provechoso
que profundizar en la experiencia supuestamente radical de lo heterogéneo. He podido, en
efecto, observar, como todos nosotros, la manera en que las formas supuestamente más
radicales de afirmación de la diferencia artística o política se transformaban en su contrario, la
radical indistinción ética: inversión de la radicalidad modernista en el culto nostálgico de la
imagen o del testimonio; inversión de la pureza reivindicada de lo político en puro
consentimiento a la gestión de la necesidad económica, incluso en legitimación de las formas
más brutales del imperialismo guerrero.

Me he visto conducido entonces a considerar que mi rechazo a ontologizar un principio de lo


heterogéneo, mi rechazo de las ontologías de la superpotencia no era una capitulación
vergonzosa ante los deberes de la filosofía o el ejercicio parasitario de la histérica viviendo de la
deconstrucción del discurso del amo, sino el ejercicio consecuente de otra idea de la filosofía.
Esta idea de la filosofía es homogénea a lo que he podido desarrollar como idea de la política o
del arte. Concibe la filosofía no como el edificio que hay que construir para dar a las diversas
prácticas su dominio y sus principios, ni como una tradición histórica meditando sobre su
clausura sino como una actividad accidental. No una actividad necesaria inscrita en la naturaleza
de las cosas, exigida por el requerimiento del Ser, apelada por las necesidades de las otras
ciencias y actividades, o conducida por un destino historial, sino una actividad aleatoria,
suplementaria que, como la política o el arte, habría podido del mismo modo no ser. Una
actividad sin legitimidad y sin lugar propio, porque su nombre propio es ya un homónimo
problemático, en el cruce de diferentes discursos y diferentes razones. Este cruce se realiza bajo
el signo del desacuerdo, como lo he definido en el opúsculo que lleva ese nombre: el conflicto
sobre los homónimos, el conflicto entre el que dice blanco y el que dice blanco.

La filosofía, tal como la concibo, es el lugar de esta actividad, condenada por una homonimia
problemática a trabajar sobre las homonimias: hombre, política, arte, justicia, ciencia, lenguaje,
libertad, amor, trabajo… Ahora bien, hay dos maneras de tratar los homónimos. Una es proceder
a su purificación, definir el buen nombre y el buen sentido que ahuyenta los malos. Es a menudo
la práctica de las ciencias llamadas humanas o sociales, que se jactan de dejar a la filosofía los
nombres vacíos o definitivamente equívocos. Es a menudo también la tarea que se dan los
filósofos mismos. La otra manera considera que toda homonimia dispone un espacio de
pensamiento y de acción, que el problema entonces no consiste en restituir los prestigios de la
homonimia ni en situar los nombres en indeterminación radical, sino en desplegar los intervalos
que ponen a trabajar la homonimia.

VIII
Así se define cierta práctica disensual de la filosofía como actividad desclasificante que pone en
cuestión la policía de los dominios y de las fórmulas, no por el solo placer de deconstruir los
discursos del amo, sino para pensar las líneas según las cuales las fronteras y los pasajes se
construyen, según las cuales son pensables y modificables. Esta práctica crítica de la filosofía es
indisolublemente una práctica igualitaria, o anarquista, que devuelve el argumento, el relato, el
testimonio, la investigación o la metáfora a la igualdad de invenciones de la capacidad común en
la lengua común. La crítica de las particiones instituidas abre entonces la vía de una
interrogación renovada sobre lo que podemos pensar y lo que podemos hacer.

IX

You might also like