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Immanuel Kant Valeriano Bozal Las reflexiones kantianas ocupan un lugar central en la teorfa estética del siglo xviii y, en general, en la estética de la Modernidad, a la que dan pleno sentido. Al igual que en el resto de su filosofia, también aqui se puede hablar de un perfodo precritico, al que pertenece una obra muy préxima a los pos- tulados del pensamiento anglosajén: Lo bello y lo sublime (1764)'. Pero es la tercera de sus criticas, Critica del juicio (1790), la obra que articula de manera definitiva sus concepciones. Rigurosamente conectados, en esta obra cabe distinguir dos grandes Ambitos de problemas: el esclarecimiento de los juicios dd su) gusto, de su condicién y requisitos, y el andlisis de la belleza -y, consecuentemente, de los objetos calificados de bellos—, tinica categoria estética que el filésofo reconoce, aunque su concepcién de lo subli- me —que no es, propiamente hablando, una categoria estética— tendra una considerable influencia en el desarrollo del pensamiento inmediatamente posterior, influencia que todavia no se ha perdido. E| interés planteado por los problemas del juicio de gusto es anterior, en torno a 1789 redacté la que se conoce como Primera introduccién a la «Critica del juicio», mucho tiempo desconocida, publicada por E. Cassirer en su edicién de las obras completas del fildsofo (1914)*. En esta Primera introduccién se ade- lantan, a veces de modo muy preciso y claro, algunas de las ideas fundamenta- les de la Critica del juicio. Esta no es, hablando en sentido estricto, una obra de estética 0, mejor, sélo de estética, supone un cierre de su pensamiento filoséfi- co general que desborda los limites de la disciplina estética. Sin embargo, aqui me limitaré a aquellos aspectos que con mayor claridad han afectado al desa- rrollo de esta disciplina y de la teoria del arte, sin adentrarme, salvo cuando sea estrictamente necesario, en la segunda parte, la dedicada a la teleologia. “E, Kant, Lo bello y lo sublime. La paz perpetua, Madcid, Espasa Calpe, 1946; trad. de A. Sanchez Rivero y F. Rivera Pastor. 2M. Kant, Critica del juicio, Madrid, Espasa Calpe, 1977, 1984; trad. de M. Garcfa Morente. En lo sucesivo se cita siempre por esta traduccién en su edicidn de 1984, entre paréntesis se indican el ep grafe y el ntimero de pagina. 21. Kant, Primera introduccién a la «Critica del juicio», Madrid, Visor, 1987; trad. de J. L. Zalabardo. 179 El juicio de gusto En la Critica del juicio se pregunta Kant por el tema central de la estéti- ca dieciochesca: jcudl es la naturaleza de y cémo es posible el juicio de gus- to, el juicio estético? Este no es, como el lector sabe bien, un asunto nuevo. La naturaleza del juicio de gusto ha preocupado a los autores del Siglo de las Luces y es una de las cuestiones que con mayor determinacién marca la dife- rencia del siglo xvill respecto de los anteriores. Las soluciones dadas por los autores ligados al empirismo inglés, los que mds activamente se han preocu- pado por esta cuestidn, no son satisfactorias para Kant en tanto que no pro- porcionan cumplida respuesta de los requisitos que el juicio de gusto debe cumplir: es desinteresado, no proporciona conocimiento y es universal. Antes de iniciar la exposicién de estas cuestiones conviene analizar, aun- que sea brevemente y a modo de introduccién -tal como en la misma Critica del juicio se hace-, la condicién del juicio de gusto y su diferencia respecto de otros posibles tipos de juicio. Ademds, ello viene exigido tam- bién por uno de los requisitos mencionados, el que se refiere al conoci- miento: lo propio de un juicio es que aporta conocimiento y sélo en el Ambito del conocimiento tiene el juicio pleno sentido: emo puede hablar- se de un juicio estético? Podria argumentarse que la estimacién «ese objeto es bello» implica algun tipo de conocimiento del objeto y que, en cuanto tal, al efectuarla nos limitamos a poner un singular —el objeto— bajo una consideracién general —la belleza que de él se predica—, determindndolo (como bello) mediante esa cualidad. Sin embargo, como espero mostrar en el curso de este texto, Kant niega que la belleza sea una cualidad de los objetos en el mismo sentido en que, por ejemplo, peso o medida son cualidades, y que la predicacién de la belleza se asemeje a la predicacién de cualesquiera otra cualidades. Acostumbrados, como estamos, a pensar que las cualidades 0 son propieda- des de los objetos o proyecciones de los sujetos, puesto que la belleza no es para Kant propiedad del objeto, tendemos a considerarla proyeccién subje- . Sin embargo, el lector deberd evitar esta sencilla inclinacién tal como, por las razones que se expondran, se verd a continuacién. En la introduccién a la Critica del Juicio distingue su autor dos clases de juicios: determinantes y reflexionantes (§ IV, 78-79). Juicio determinante es aquel en el cual lo particular se subsume bajo lo general; éste es el que enten- demos como juicio, aquél en el que se basa el conocimiento. El juicio refle- xionante se configura de manera diferente: no ponemos particulares bajo lo general, bajo leyes, sino que lo particular busca lo general. El juicio refle- xionante -y el juicio de gusto es reflexionante— tiene la tarea de ascender en la naturaleza de lo particular a lo general y, por tanto, debe darse un princi- pio que no puede sacar de la naturaleza, precisamente porque es condicién de todos los juicios dependientes de la experiencia (juicios empfricos). 180 Este es uno de los puntos mds complejos del pensamiento kantiano, pues no sélo es clave para comprender sus concepciones estéticas, también el conjunto de su filosofia. El lector puede sentirse desalentado por lo abs- tracto de la exposicién, por ello debemos detenernos, aunque sea breve- mente, en esta cuestidn: jcudl es ese principio que debe darse el juicio refle- xionante y que sélo él puede darse? Ese principio es la finalidad de la naturaleza, y es un principio transcen- dental. Transcendental porque no procede de la experiencia, sino que es condicién de toda experiencia posible (lo que lleva aparejado su cardcter universal). En la naturaleza existen las que podemos llamar leyes particulares 0 nor- mas, reglas que determinan los objetos del conocimiento empirico, los cua- les pueden ser causas de maneras (infinitamente) diversas. Todas estas con- tingencias, todos los fenémenos, podriamos decir, poseen pues unas reglas pero exigen también una relacién o enlace entre todas ellas, enlace de su diversidad para configurarse como naturaleza de una experiencia. Una ley general, principio, superior a las normas particulares, regula esa relacién, pero tal ley no es aportada por la experiencia de la naturaleza: es condicién para que podamos tener tal experiencia de la naturaleza, pues de lo contra- rio sdlo tendriamos experiencias de particulares diversos e inconexos, no de la naturaleza como un todo ordenado. Tal ley, y este es rasgo fundamental para comprender su cardcter transcendental, no estd dada a la manera en que lo est4 un objeto o en que lo estd una ley o norma particular, tal finali- dad es un presupuesto necesario para todas las normas, un a priori. Kant lo explica de la siguiente manera en el epigrafe V de la introduccién: «El entendimiento posee ciertamente, a priori, leyes generales de la naturaleza, sin las cuales ésta no podria absolutamente ser objeto de una experiencia; pero necesita atin, sin embargo, también ademés un cierto orden en la naturaleza, en las reglas particulares de la misma, que pueden sdlo empiricamente serle conocidas, y que, con relacién a él, son contingentes. Esas reglas, sin las cuales no tendria lugar paso alguno de la analogfa universal de una experiencia posible, en general, a la particular, tiene él [el entendimiento] que figurdrselas como leyes (es decir, como necesarias), pues de otro modo no constituirfan orden alguno de la naturaleza, aunque él no conozca su necesidad 0 no pue- da jamds penetrarla. Asf, pues, aunque en relacién con los mismos (los objetos) nada puede ¢l determinar a priori, sin embargo, para buscar esas llamadas leyes empiricas, tiene que poner a la base de la reflexion sobre las mismas un principio a priori, a saber: que una ordenacién cognoscible de la naturaleza es posible segtin ellas, y ese principio lo expresan las siguientes proposiciones: que en ella hay una subordina- cién de especies y géneros comprehensible para nosotros; que estos se 181 acercan a su vez unos a otros segtin un principio comtin, para hacer posible un trdnsito de uno a otro, y asf, a una especie més clevada; que ya que parece al principio inevitable para nuestro entendimiento el tener que admitir, para la diferencia especifica de los efectos naturales, otros tantos diferentes modos de la causalidad, puedan ellos, sin embargo, entrar bajo un escaso ntimero de principios, en cuya inves- tigacién tenemos que ocuparnos, y asi sucesivamente. Esa concordan- cia de la naturaleza con nuestra facultad de conocimiento es propues- ta a priori pox el Juicio para su reflexién sobre aquélla segtin sus leyes empiricas, reconociéndola el entendimiento como objetiva y contin- gente a un mismo tiempo y atribuyéndola sdlo el Juicio a la naturale- za como finalidad transcendental con relacién a la facultad de conocer en el sujeto), porque nosotros, sin presuponerla, no obtendriamos ordenacién alguna de la naturaleza segtin leyes empiricas, y, por tanto, hilo alguno conductor para organizar con él, en toda su diversidad, una experiencia y una investigacién de la misma» (§ V, 83-84). Kant ha invertido los términos segtin los cuales suelen abordarse estos problemas‘ y lo ha hecho porque su reflexién implica siempre la relacién a un sujeto y se produce en el marco de tal relacién. No hay un objeto exte- rior dado que el sujeto pueda conocer empiricamente como lo que es, sino que todo conocimiento lo es desde el sujeto y en relacién a él. No hay una naturaleza exterior dada, pero s{ fenémenos singulares que se comportan de acuerdo a normas, y sélo si tales normas se articulan mediante un principio general es posible hablar de naturaleza -un todo ordenado- y de su expe- riencia. Ahora bien, la ley general no est dada, es un presupuesto, ni la ha * Alo largo del siglo xvmt, siguiendo una tradicién extendida en el pensamiento filoséfico, se conci- be la naturaleza como un conjunto ordenado segiin un proyecto o finalidad. Este orden permite hablar de la armonfa del mundo y concebir la belleza como reflejo de tal armonia. En principio no parece haber dificultad alguna para explicar ese orden a partir de una concepcién mecanicista de la naturaleza, si bien la critica de la nocién de causalidad que el empirismo lleva a cabo pone en cuestién esa explicacién. E} pensamiento de Hume es fundamental a este respecto y en la cuestién que nos ocupa, Por una parte, critica la idea tradicional de causalidad, con lo que pone en duda el orden de la naturaleza; por orta, establece que la conexién entre las ideas se produce en atenciGn a la contigiiidad y la semejanza; en tercer lugar, afirma que el curso de la naturaleza es paraleto al proceso de las ideas ~pero, es y es parale- lo o es paralelo porque asi nos lo indica el proceso conectivo de las ideas?—, llegando a afirmar la exis- tencia de una «armonia preestablecida» entre ambos (Investigacién sobre el conocimiento humano, Madrid, Alianza, 1980, § V, 2, 78). Kane aborda el problema al quc la «armonfa preestablecida» de Hume pretende dar solucién, pero lo hace en un marco diferente: no hay armonia preestablecida entre el proceso de las ideas y el orden del mundo, sino que la conexién de los fenémenos contingentes y de las leyes que los determinan presupo- nen un principio de carécter gencral para toda experiencia posible. A diferencia de lo que sucede en Hume, no hay dos movimientos paralelos sino la relacién de la naturaleza aun sujeto ~a todo sujeto posible~ que se concreta en la experiencia, Pero el principio que regula el orden de la naturaleza no es principio aportado por la experiencia —ni proyectado por ella, sino presupuesto 0 condicién de tal expe- riencia, 182 dado nadie: es un presupuesto para que la naturaleza sea tal en una expe- riencia. Tal principio transcendental, la finalidad de ‘a naturaleza, su ley, es el «objeto» del juicio reflexionante, un juicio que nada aporta al conocimien- to de la naturaleza de los objetos, pero que proclama el orden de la natura- leza como presupuesto transcendental para que cualquier conocimiento sea posible. Es un juicio placentero, suscita placer; afirma Kant: «la posibilidad descubierta de unir dos o ms leyes empiricas y heterogéneas de la naturale- za bajo un principio que las comprende a ambas es el fundamento de un placer muy notable» (§ VI, 87). El placer del juicio estético no estd, pues, suscitado por cualidad alguna de los objetos o de los fenédmenos, es un pla- cer desinteresado. El desinterés del juicio de gusto El juicio de gusto es desinteresado, es decir, no satisface interés alguno que permita hablar de eventual utilidad. Este es un rasgo fundamental del juicio de gusto, es base de su autonom{a e impide la confusién: un juicio que, por ejemplo, alabase una pintura religiosa en atencién a los efectos pia- dosos producidos en el espectador, no serfa un juicio de gusto, aunque se ejerciese sobre una «obra de arte». Al igual que sucede con muchos otros de los conceptos que Kant analiza, éste era habitual en el pensamiento estético del Siglo de las Luces. Addison, por ejemplo, habia hablado de los placeres de la imaginacién y de esta manera habia eludido los que eran valores habi- tuales de lo artistico y lo poético: valores morales o metafisicos, atencién a la Idea, eliminacién de lo temporal, etc. A lo largo del siglo, la nocién de un placer estético valioso en si mismo, que no necesitaba ninguna clase de jus- tificaciones externas, no sdlo se habia abierto paso, se habia hecho habitual. El agrado producido, los placeres suscitados, parecian responder adecuada- mente a las exigencias de ese valor estético, pero Kant se encamina por otros derroteros. Los dos eventuales tipos de placer desinteresado a los que se enfrenta el filésofo, mostrando precisamente que son ajenos al desinterés, son el de lo agradable y el de lo bueno. La Critica del juicio comienza distinguiendo entre lo agradable, lo bueno y lo bello, y lo hace en atencién al desinterés de este ultimo y al interés de los dos primeros, El objeto agradable (natural o artificial) suscitaba un placer inmediato, previo a su posible utilidad (en el caso de que tuviese alguna), se ofrecia a los sentidos y la imaginacién y suscitaba agrado antes de cualquier inter- vencién intelectual. Su placer parecfa el mds adecuado para satisfacer las exi- gencias del dominio de lo estético: era inmediato y no aportaba conoci- miento alguno del objeto. 183 Kant plantea la cuestidn en términos criticos cuando define el interés como «la satisfacci6n que unimos con la representacidn de la existencia de un objeto» (§ 2, 102), interés que se relaciona por tanto con la facultad de desear y que se cumple con la satisfaccién del deseo. Cuando afirmo que un objeto es agradable, por ejemplo el verde de los prados, cabe distinguir entre la sensacién objetiva, como percepcién de un objeto de sentido —la sensacién del verde y su distincién de otros colores de la gama cromatica-, y el cardcter agradable de Ja misma, sensacién subjetiva —me agrada el ver- de de los campos-. Tal es la distincién que suele hacer la estética de corte empirista, pero el juicio sobre el objeto —juicio en el que éste es agradable— expresa un interés y excita el deseo hacia ese u otro objeto semejante. «No es un mero aplauso lo que \e dedico ~escribe Kant-, sino que por él se despierta una inclinaciém, y asf la satisfaccién en lo agradable es interesa- da (§ 3, 105). «Interesada» dice aqui lo siguiente: su relacién sensible con el objeto est4 mediada por la existencia actual o posible de tal objeto (y de los que son como él, semejantes), y es esa mediacién la que introduce, frente a los tépi- cos al uso, el interés. Podria hablarse a este respecto de dos tipos de deseo: uno inmediato, instintivo, que es propio de lo agradable sensitiv, otro mediato, propio de la voluntad. El primero, 0 bien se pone al margen del juicio -en cuyo caso nada tiene que ver con el juicio de gusto (aunque si, pienso, con el defendido coms arbitrario «me gusta esto»)—, o est4 mediado por la representacién de la existencia de objetos agradables, introduce la comparacién y se decide por unos u otros —en cuyo caso es interesado—. El segundo, mediado por la referencia racional a fines, es efectivamente juicio, pero sometido al més alto interés: el bien moral. El juicio de gusto exige inmediatez en ambos aspectos, pero ante todo debe ser juicio —ni pura entrega, ni apreciacién caprichosa y estrictamente personal, instintiva— y juicio desinteresado de la eventual existencia del objeto que suscita agrado 0, mucho més, de los valores morales que puede satisfacer o a los que puede conducir. El sujeto del juicio de gusto mantiene una actitud contemplativa, mas all4 de lo puramente instintivo, pues es jui- cio, manifestacién de suprema libertad (§ 5), pero, también, «indiferente en lo que toca a la existencia de un objeto» (§ 5, 108) oa los valores morales a los que, en cuanto tal, se refiere, cuya atencién excluirian cualquier actitud contemplativa, propiamente estética, desinteresada. Ahora bien, si no son ni el agrado ni la moralidad las causas del placer estético, gcual es su razén y fundamento? Para explicar el placer estético, un placer desinteresado, Kant pone en juego la relacién de dos facultades que intervienen en el proceso cognoscitivo: la imaginacién y el entendimiento. Recuerdese a este respecto que la imaginacién se habfa convertido des- de comienzos del siglo en una facultad fundamental para cualquier reflexién estética. Kant la considera también en este sentido, pero con una perspecti- 184 va diferente. En el proceso de conocimiento intervienen la intuicién sensi- ble, la imaginacién y el entendimiento, de tal manera que las tres facultades deben relacionarse y articularse para que el conocimiento se produzca. Son necesarios los «datos» que nos proporciona la intuicién sensible, también la ordenacién que la representacién de las intuiciones introduce, tarea enco- mendada a la imaginacién, y la determinacién de los singulares sobre la base de las categorias, que es tarea del entendimiento. Sin alguno de estos tres momentos, el conocimiento es imposible, pero el placer estético no surge del contenido —agradable, moralmente valioso 0 conceptualmente relevante— del conocimiento, el placer estético es desinte- resado, carece de contenido alguno: surge en el libre juego de imaginacién y entendimiento en cuanto que son las facultades de representar. No en la representacién del objeto, sino en el libre juego de las facultades de repre- sentar —imaginacién y entendimiento— en cuanto que refieren una repre- sentacién dada al conocimiento en general (§ 9). Se trata de una represen- tacién placentera, sin contenido objetivo, que pone a esas facultades «en la disposicién proporcionada que exigimos para todo conocimiento» (§ 9, 118-119). Universalidad de los juicios de gusto Para que un juicio de gusto pueda ser considerado «juicio» debe cumplir el requisito de la universalidad, sdlo asf escaparé a la condicién de «opinién» personal, o subjetiva. Que sea universal no quiere decir que todos han de estar de acuerdo con su contenido, que todos deban asentir a lo que el jui- cio manifiesta, sino que lo afirmado se propone universalmente, aunque quepa el disentimiento. Muchas veces digo que algo «me parece bello», en ocasiones sélo pretendo manifestar una opinién personal, pero no es raro que, por debajo de ese cardcter opinable, pretenda afirmar que ese algo es bello, Aunque mi juicio no se configure inicialmente como un juicio uni- versal, ni se formule como tal, tiene pretensién de universalidad, no acepta presentarse como un simple parecer. Ahora bien, scé6mo podemos postular la universalidad de un juicio desinteresado que no ofrece conocimiento objetivo alguno? Tenemos la sen- sacién de encontrarnos en un callején sin salida, pues son la comunidad de intereses o la nacuraleza de la verdad aportada por el conocimiento los fac- tores que legitiman la universalidad. El desinterés y la falta de verdad con- ducen directamente al marco de la subjetividad, pero los juicios de gusto —frente a lo que proclama el conocido dicho «sobre gustos no hay nada escri- to»— reclaman validez y por tanto universalidad. Aquel que afirma que un motivo es bello no tiene pretensiones desmedidas y su afirmacién es acepta- da con pretensién de validez: ;cémo explicar que pueda hacer esto? 185 Kant tiene la virtud de la radicalidad. Su Critica, para responder a estas cuestiones, desarticula los supuestos que, en su base misma, conducen a la contradiccién. Bueno serd sefalar desde ahora mismo que la reflexién kan- tiana no se atiene a los datos psicolégicos ni al Ambito de los hechos, no se limita a constatar aquello que en el mundo de los hechos es perceptible, no dice que es bello lo que «todos» consideran bello 0 que agrada lo que a «todos» agrada, bases de una universalidad factual. Pues por mucho que lo deseemos, ese «todos» nunca responde a la totalidad a la que se refiere: siempre podremos encontrar a alguien a quien no agrade o alguien al que no le parezca bello; siempre ha podido haber colectivos, ya desaparecidos, a los que no agradé o que no lo consideraron bello, a los que pueden haber agradado otras cosas, que pueden haber considerado bellas cosas muy dife- rentes a las que nosotros estimamos como tales. La pretensién de fundar la universalidad del juicio de gusto sobre la constatacién de hechos conducirfa aun peregrinar siempre insatisfactorio, nunca acabado..., un peregrinar que Kant no esta dispuesto a emprender, que considera inutil. La universalidad de los juicios debe desprenderse de su necesidad interna: no de los juicios como hechos sino de la condicién de su posibilidad. Para comprender la universalidad de los juicios de gusto es preciso vol- ver sobre la razén del placer desinteresado que producen. Recordemos: no por el contenido de la representacién o por los valores morales que pueda inducir, tampoco por el agrado instintivo que eventualmente suscite, sino por el libre juego de imaginacién y entendimiento con ocasién de una repre- sentacién. Ahora bien, ese libre juego no es propio de un individuo u otro, es condicién universal para el conocimiento en todos los individuos. Ese libre juego pasa desapercibido en el proceso cognoscitivo, pues en él estamos atentos al contenido del conocimiento, al conocimiento del objeto que se determina subsumiéndolo bajo leyes generales, pero pasa a primer plano cuando prescindimos de tal concenido y nos atenemos a la formalidad del proceso —el libre juego de las facultades— 0 cuando la propia naturaleza del abjeto, su ausencia de contenido cognoscible, nos remite a esa formalidad, sobre la que reflexionamos estéticamente, sobre la que nos detenemos y a la que contemplamos estéticamente. Semejante detenerse no es privativo de algunos individuos, sino posible para todos y, por consiguiente, universal . Belleza Los juicios de gusto afirman, o niegan, la belleza de los objetos, no se limitan a suscitar placer. Kant se enfrenta aqui a una cuestin de larga tra- dicién y, una vez mas, lo hace de manera radical. Habitualmente, se ha veni- do diciendo que la belleza es una cualidad de los objetos, cualidad que depende de factores diferentes. Algunos autores se han inclinado por la 186 simetrfa y la proporcién, otros han optado por la unidad de lo diverso, no son pocos los que han identificado la belleza con la verdad o los que conci- ben la belleza en tanto que expresién de la Idea y, por tanto, a partir de la idealizacién de los objetos y del mundo’. Todas estas diferencias no ocultan un rasgo comun: la belleza es una cua- lidad de los objetos y si la predicamos de ellos es porque en ellos la percibi- mos. Los factores que la determinan pueden ser de indole formal, moral o ideal, pero en todo caso son notas propias del objeto. El sujeto, nosotros, reconoce su presencia y la valora en lo que se merece asintiendo y procla- mando su estima. Hasta cierto punto, cabria pensar que Kant no se separa en exceso de esta concepcién, pues los objetos que pueden ser calificados de bellos son aquellos que exhiben su formalidad, su regularidad, proporciona- lidad, equilibrio, etc., es decir, los que cumplen leyes formales estrictas, sin contenido alguno. EI filésofo habla a este respecto de la perfecta formalidad de una flor o de una ornamentacién, formalidad que expresa con nitidez la ley que cumple, a la que se atiene. Sin embargo, aunque puedan encontrar- se estrechos puntos de contacto con la idea convencional de belleza, basta con que reflexionemos sobre lo que se dijo a propésito del placer suscitado por el juicio de gusto y de su universalidad para darnos cuenta de que la fun- damentacién kantiana de la belleza es distinta. Me atreveré a decir que es doble, segtin se mire desde el juicio de gusto o desde la naturaleza (aunque ambas miradas finalmente confluyan). Objeto bello es aquel que obliga a reflexionar sobre el libre juego de las facultades ~y aqui reflexionar quiere decir contemplar, representar— porque carece de contenido cognoscible alguno. No hay nada que conocer en el objeto y por eso nos impele a tal reflexin, propia del juicio reflexionante; predicamos su belleza al asentir, sin necesidad de formular verbalmente el juicio, en el pla- cer que su percepcién nos suscita. Pero también podemos abordar la cuestién en la perspectiva de la naturaleza: el objeto formal —o la formalidad del objeto natural (pues una flor puede ser contemplada en su belleza formal, pero también puede ser estudiada cientificamente)— cumple en sf la ley de Ja naturaleza, pues en tanto que pura formalidad es estricto cumplimiento del principio trans- cendental que es condicién de toda experiencia, y manifiesta ese cumpli- miento. No ahora el cumplimiento de una ley particular —que implicaria algtin conocimiento del objeto, por ejemplo sobre la naturaleza del nime- ro de pétalos o de pistilos, sobre su papel en la reproduccién de la flor, etc.—, sino de aquella ley que carece de contenido alguno pero es condi- cién de todas las leyes: lo propio de tal ley es imponer su formalidad y no otro es su «contenido». * Una buena aproximacién a las diferentes concepciones de la belleza en W. Tatarkiewicz, Historia de seis ideas, Arte, belleza, forma, creatividad, mimesis, experiencia estética, Madrid, Tecnos, 1987. 187 Se suscitan aqui muchos de los temas que de inmediato interesardn a la estética, en especial a la estética romantica, y, entre todos, quisiera referirme a uno que considero central. Aunque la idea de Todo y Totalidad que desa- rrollarén los roménticos no se ajusta a la concepcién kantiana, es en la teo- ria kantiana de la belleza donde encuentra sus origenes y ultimo fundamen- to. Cuando un romdantico nos dice que una pintura 0 una poesfa no se limitan a representar un fragmento —aquel que concretamente plasman en el lienzo 0 que describen en sus versos-, sino que, en tal fragmento, puede aprehenderse el Todo, y que esa Totalidad se expresa en la ley de la natura- leza, el recuerdo de la concepcién kantiana se hace inevitable. Pero Kant no ha dotado de contenido a semejante ley y, por tanto, a ese hipotético todo, pues su belleza es estrictamente formal. Sublime Sublime no es en la Critica del juicio categoria propiamente estética en tanto que, al poner en juego una idea de la razén, no satisface los requisitos de desinterés y carencia de conocimiento. Sin embargo, la concepcién kan- tiana de lo sublime ocupa un lugar central en el desarrollo de la estética de las Luces y ejerce una notable influencia posterior, desde el Romanticismo hasta nuestros dias. La concepcidn kantiana de lo sublime es mds compleja que la formula- da por el pensamiento de corte empirista, en especial por E. Burke, al que alude directamente en la Critica, pero tiene en cuenta muchos de los ele- mentos de lo que este pensamiento ha venido sirviéndose. En parecido sen- tido, Kant habla de la absoluta disparidad entre algunas magnitudes natu- rales y la capacidad de nuestros sentidos para poder aprehenderlas, También aqui la grandeza es factor decisivo en {a elaboracién del concepto, pero, a diferencia del empirismo, Kant no se refiere sdlo ni estrictamente a Jos fend- menos naturales —aunque los tiene bien en cuenta, tal como puede apre- ciarse en su explicacién de la tormenta como fenémeno sublime-, sino a la posibilidad de establecer magnitudes infinitas, por definicién ms alla de la capacidad de nuestra intuicidn sensible, limitada a lo finito. La distancia entre esas magnitudes y nuestra intuicién sensible no es solamente grande, es absoluta, y nunca podria cubrirse. Es importante tener en cuenta esta condicién: lo absoluto de la distan- cia. Sélo ella da cuenta, en los autores empiristas como en Kant, de lo subli- me, que no se limita a mostrar apariencias, por grandes que éstas sean. Que la distancia sea absoluta no es una cualidad impuesta por el motivo gran- dioso —no hay motivos, por grandiosos que sean, que puedan ser objetiva y mensurablemente absolutos, pues lo absoluto es, por definicién, lo que no tiene medida, lo inconmensurable-, es, como la misma formulacién lo indi- 188 ca, una «cualidad» que surge en la relacién a un sujeto, solamente percepti- ble en esa relacién y sdlo predicable en esa relacién: lo sublime de las cum- bres alpinas no es cualidad de las cumbres, sino de éstas vistas por un suje- to, en relacién al sujeto (individual o colectivo, factual o virtual) que las contempla. Sujeto que, por otra parte, podria contemplarlas de manera dife- rente e ignorar tal sublimidad. Kant sefiala que existe una inadecuacién entre nuestra intuicién y los objetos que Ilamamos sublimes. La magnitud de tales objetos supera la capa- cidad de nuestra intuicién de tal modo que esa inadecuacién produce en nosotros un cierto «terror», una cierta angustia —término que Kant nunca emplea-, pues la inadecuacién es de tal calibre que, verdaderamente, podria- mos ser aniquilados por ese objeto. En este momento podemos comparar la posicién kantiana con la de Burke, pues también para éste lo sublime impli- ca un primer instante de temor radical. Sin embargo, la similitud termina aqui: el terror burkeano tiene la virtud de agitar nuestras «facultades espiri- tuales», sacarlas de la somnolencia en la que estén inmersas, y lo hace preci- samente porque nos ha puesto en peligro. La inadecuacién entre la intuicién y el objeto también es fuente de peligro, pero éste no conduce a la agitacién de nuestras facultades, sino al auxilio inmediato de la raz6n, que nos «pro- porcionay la idea de sublime, con la cual podemos «dominar» al objeto’. La teoria kantiana de lo sublime proclama el triunfo de la razén con mayor énfasis y rigor que ninguna otra concepcién. Con cierta exageracién en el razonamiento —pero no en su aplicacién—, cabe decir que la razén, y sdlo la raz6n, nos permite «dominar» al mundo, pues sdlo ella nos propor- ciona ideas que nos permiten comprenderlo. Es la razén la que acude en ayuda de la intuicién y la imaginacién proporciondndole la idea de sublime. Si de la naturaleza pasamos a la historia, entonces aquella exageracién des- aparece y la razén se convierte en el fundamento de su desarrollo, pues la historia sera, de inmediato, el objeto sublime por excelencia, creacién del sujeto y triunfo sobre la naturaleza: lo suprasensible que estd siempre mas alla y, sin embargo, es meta para el comportamiento de todos, pues sdlo en ella, a su través, se realiza el sujeto. La razén kantiana dota de contenido a la historia y es asi apoteosis de la Ilustracién. Volviendo al ambito de la estética, tal como sefialaba al principio de este epigrafe, sublime no es una categoria estética en el mismo sentido en que lo © «La naturaleza, en nuestro juicio estético, no es juzgada como sublime porque provoque temor, sino porque excita en nosotros nuestra fuerza (que no es naturaleza) para que consideremos como peque- fio aquello que nos preocupa (bienes, salud, vida); y asf, no consideraremos la fuerza de aquella (a la cual, en lo que toca a esas cosas, estamos sometides) para nosotros y nuestra personalidad, como un poder ante el cual tcndriamos que inelinarnos si se tratase de nuestros més elevados principios y de su afirma- cién o abandono. Ast, pues, la naturaleza se llama aqui sublime porque eleva la imaginacién a la expo- ‘én de aquellos casos en los cuales el espirieu puede hacersc sensible la propia sublimidad de su deter- minacién, indluso por encima de la nacuraleza» (§ 28, 164). 189 es la belleza, precisamente porque es una idea de la razén. No todos los hombres poseen capacidad para lo sublime, y en esto se diferencia nitida- mente de lo bello. Kant es terminante a este respecto, sus palabras aclaran mejor que cualquier resumen una posicién ilustrada que no se limita a la cultura, que reclama de todos y cada uno la disposicién para el sentimiento de ideas, la moral: «La disposicién del espiritu pasa el sentimiento de lo sublime exi- ge una receptividad del mismo para ideas, pues justamente en la ina- decuacién de la naturaleza con estas ultimas, por tanto, sdlo bajo la suposicién de las mismas y de una tensién de la imaginacién para tra- tar la naturaleza como un esquema de elas, se da lo atemorizante para la sensibilidad, lo cual, al mismo tiempo es atractivo, porque es una violencia que la razén ejerce sobre aquella slo para extenderla ade- cuadamente a su propia esfera (la practica), y dejarle ver ms alld de lo infinito, que para aquella es un abismo. En realidad, sin desarrollo de ideas morales, lo que nosotros, preparados por la cultura, llamamos sublime, aparecerd al hombre rudo sdlo como atemorizante. (...) Porque el juicio sobre to sublime de la naturaleza requiere cultura (mds que el juicio sobre lo bello), no por eso es producido originariamente por la cultura e introducido algo asi como convencionalmente en la sociedad, sino que tiene sus bases en la naturaleza humana y en aque- Ilo justamente que, ademas del entendimiento sano, se puede al mis- mo tiempo exigir y reclamar de cada cual, a saber, la disposicién para el sentimiento de ideas (prdcticas), es decir, la moral» (§ 29, 167-168). La teorizacién kantiana de lo sublime es momento central en la Critica del juicio en tanto que establece la conexién entre estética y moral. El obje- to que, por su inadecuacién a la intuicién, pone en tensién a las facultades, suscita en nosotros una idea de la naturaleza en si, no de este o aquel fené- meno, sino de la naturaleza en si misma, una idea, empero, de lo suprasen- sible (Nota, 171), que enlaza con una disposicién moral, pues «lo que Ma- mamos sublime en la naturaleza, fuera de nosotros o también en la interior (verbigracia, ciertas emociones), se representa como una fuerza del espiritu para elevarse por encima de ciertos obstaculos de la sensibilidad por medio de principios morales» (Nota, 175). Genio Kant se aleja de todas aquellas explicaciones del genio que atienden a rasgos psicolégicos o a habilidades técnico-formales. En el epigrafe 46 defiende el genio como «el talento (dote natural) que da la regla al arte» 190 (§ 46, 213). Pero inmediatamente desarrolla esta definicién —que en un principio podria parecer sumamente convencional— y contintia: «como el talento mismo, en cuanto es una facultad innata productora del artista, per- tenece a la naturaleza, podriamos expresarnos asf: genio es la capacidad espi- ritual innata (ingenium) mediante la cual la naturaleza da la regla al arte» (ibid.). No es un simple modo de expresarnos, una forma de hablar: al desa- rrollar su definicién inicial, el fildsofo ha establecido una conexidn funda- mental entre genio y naturaleza, una conexién que perduraré mucho des- pués. EI genio es el talento que da la regla al arte, es decir, que no se atiene a reglas establecidas 0, mucho menos, las imita (§ 46, 213-214). No sigue las reglas de otro sino que es libre, pues se da su propia regla. Tal capacidad es innata, natural, no adquirida y por tanto cabe decir que es la capacidad espi- ritual mediante la cual la naturaleza da la regla al arte. Ahora bien, al acla- rar la nocién de genio, el filésofo ha dado un salto importante: ha estable- cido una relacién entre facultad espiritual y naturaleza como si esta poseyera «facultades espirituales» (los genios). Y al indicar desde un principio que el genio es parte de la naturaleza, es naturaleza, ha puesto las bases para la teo- ria romantica del genio. En efecto, al igual que sucede con el genio, la naturaleza se da libre- mente su ley, no imita a nadie y es, por tanto, original. Se produce una iden- tificacién entre genio y naturaleza, a la manera de una transparencia que aclara, finalmente, la relacién general entre sujeto y naturaleza, pues a tra- vés del genio captamos nosotros, en sus creaciones, aquel principio trans- cendental que permite la experiencia de la naturaleza en si misma y no sélo de sus fenémenos singulares. Bibliografia Fuentes: E. Kane, Lo bello y lo sublime. La paz perpetua, Madrid, Espasa Calpe, 1946; Critica del juicio, Madrid, Espasa Calpe, 19773 Primera introduccién a la «Critica del juicion, Madcid, Visor, 1987. Estudios: AA. VV.., Estudios sobre la «Critica del Juicion, Madrid, Visor, CSIC, 1990. Assunto, R., Naturaleza y razin en la estética del setecientos, Madrid, Visor, 1989. Cassirer, E., Kant, Vida y doctrina, México, F.CE., 1968. Chédin, O., Sur lesthétique de Kant, Paris, Vrin, 1982. Lépez Molina, M. A., Razén pura y juticio reflexionante en Kant, Madrid, Universidad Complutense, 1983. Kérner, S., Kant, Madrid, ‘Alianza, 1977. Martinez Marzoa, F., Desconacida raiz comin (Fstudio sobre la tearta kantiana de lo bello), Madrid, Visor, 1987; Releer a Kant, Barcelona, Anthropos, 1989. Villacafias Berlanga, J. L., Racionalidad critica. Introduccién a la filosofia de Kant, Madrid, Tecnos, 1987. 191

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