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Amor

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s. m. (fr. amour; ingl. love; al. Liebe). Sentimiento de
apego de un ser por otro, a menudo profundo, incluso violento, pero que el análisis muestra que
puede estar marcado de ambivalencia y, sobre todo, que no excluye el narcisismo.
A partir del momento en que introduce la hipótesis de las pulsiones de muerte, Freud se sirve
generosamente del término griego eros para designar al conjunto de las pulsiones de vida (que
comprenden las pulsiones sexuales y las pulsiones de autoconservación) que se oponen a las
primeras. Este uso podría ser engañoso. Eros, en efecto, no es otro que el dios griego del Amor.
¿Sería acaso en el amor donde habría que buscar la fuerza que conduce al mundo, la única
capaz de oponerse a Tánatos, la muerte?
Tal concepción sería, en la óptica freudiana, totalmente criticable. Equivaldría en efecto a nublar
el papel determinante de lo que es más específicamente sexual en la existencia humana. Por eso
más bien hay que prestar atención a lo que distingue amor de deseo. Freud destaca por ejemplo
el hecho bien conocido de que muchos hombres no pueden desear a la mujer que aman, ni amar
a la mujer que desean. Sucede sin duda que la mujer amada -y respetada-, al estar demasiado
próxima en cierta manera a la madre, se encuentra por ello prohibida.
Se entiende, a partir de allí, que las cuestiones del amor y de la sexualidad sean tratadas
paralelamente, si no separadamente. Este es en especial el caso de un artículo como Pulsiones
y destinos de pulsión (1915). Freud estudia allí largamente la suerte de las pulsiones sexuales
(inversión de la actividad en pasividad, vuelta contra la propia persona, represión, sublimación);
y sólo después de todo este trayecto hace valer la singularidad del amor: únicamente el amor
puede ser invertido en cuanto al contenido, de ahí que no sea raro que se trasforme en odio.
El sujeto puede llegar con bastante frecuencia a odiar al ser que amaba; puede también tener
sentimientos mezclados, sentimientos que unen un profundo amor con un odio no menos
poderoso hacia la misma persona: este es el sentido más estricto que se pueda dar a la noción
de ambivalencia. Esta ambivalencia se explica en virtud de la alienación que puede haber en el
amor: se entiende que, para quien ha abdicado de toda voluntad propia en la dependencia
amorosa, el odio pueda acompañar al apego pasional, al «enamoramiento». Pero falta
precisamente dar cuenta de esta alienación.
Amor y narcisismo. Para hacerlo, es necesario abordar lo que el psicoanálisis pudo averiguar
sobre el papel del narcisismo para el sujeto humano. En un artículo de 1914, Introducción del
narcisismo, Freud recuerda que ciertos hombres, como los perversos y los homosexuales, «no
eligen su objeto de amor ulterior según el modelo de la madre, sino más bien según el de su
propia persona». «Con toda evidencia, se buscan a sí mismos como objetos de amor,
presentando el tipo de elección de objeto que se puede denominar narcisista». Más a menudo
todavía, según Freud, las mujeres aman «de acuerdo con el tipo narcisista» (y no de acuerdo
con el «tipo por apuntalamiento», en el que el amor se apoya en la satisfacción de las pulsiones
de autoconservación, donde quiere a «la mujer que alimenta» o al «hombre que protege»). Dice
Freud: «Tales mujeres no se aman, estrictamente hablando, sino a sí mismas, aproximadamente
con la misma intensidad con que las ama el hombre. Su necesidad no las hace tender a amar,
sino a ser amadas, y les gusta el hombre que llena esta condición».
Se puede, por cierto, discutir la importancia que Freud da al narcisismo, y eventualmente la
diferencia que establece en este punto entre mujeres y hombres. Pero lo importante está en otro
lado; en que no se puede negar que con frecuencia el amor aparente por otro disimula un amor
mucho más real a la propia persona. ¿Cómo dejar de ver que muy a menudo el sujeto ama al otro
en tanto le devuelve de sí mismo una imagen favorable?
Este tipo de análisis ha sido largamente desarrollado por Lacan. Para Lacan, en efecto, el yo
[moi] no es esa instancia reguladora que establecería un equilibrio entre las exigencias del
superyó y las del ello en función de la realidad. Por su misma constitución (véase espejo [estadio
del]), está hecho de aquella imagen en la que el sujeto ha podido conformarse como totalidad
acabada, en la que ha podido reconocerse, en la que ha podido amarse. Allí se encuentra la
dimensión en la que se enraíza lo que hay de fundamentalmente narcisista en el amor humano, si
es verdad que siempre se trata del sujeto en lo que puede amar en el otro. Notemos que es en
este nivel donde puede situarse lo que constituye el principal obstáculo en la trasferencia, lo que
desvía al sujeto del trabajo asociativo, lo que lo empuja a buscar una satisfacción más rápida en
el amor que exige de su analista, y luego a experimentar un sentimiento de frustración,
eventualmente de agresividad, cuando queda decepcionado.
La falta y el padre. Sin embargo, no se podría reducir el amor a esta dimensión. Más nítidamente
todavía que para el deseo, cuyo objeto faltante puede siempre proyectarse sobre una pantalla
(como por ejemplo en el fetichismo o en otra perversión), el amor, está bien claro, no apunta a
ningún objeto concreto, a ningún objeto material. Esto es bastante evidente, por ejemplo, en el
niño, cuyas demandas incesantes no tienen como objetivo obtener los objetos que reclama,
salvo a título de simple signo, el signo del amor que el don viene a recordar. En este sentido,
como lo dice Lacan, «amar es dar lo que no se tiene». Como también es visible que el amante
que alaba a su bienamada quejándose solamente de alguna insatisfacción la ama sobre todo por
lo que le falta: única manera de asegurarse de que esta no venga a taponar, con una respuesta
demasiado ajustada, el deseo que puede tener de ella.
Es así como se anudan en la demanda el deseo y el amor. No siendo el hombre reductible a un
ser de necesidad, su demanda abre la puerta a la insatisfacción: la demanda pasa por el
lenguaje y así «anula la particularidad de todo lo que puede ser concedido trasmutándolo en
prueba de amor». Por ello, «hay (...) necesidad de que la particularidad así abolida reaparezca
más allá de la demanda: en el deseo, en tanto tiene valor de condición absoluta» (J. Lacan, «La
significación del falo», 1958, en Escritos, 1966).
No debe olvidarse por otra parte que es la castración, la prohibición [interdit: etim. entre-dicho], la
que viene a inscribir la falta para el sujeto humano. De ahí que, si el sujeto ama al otro en función
de esa falta, su amor se determina ante todo por aquel al que atribuye esta operación de la
castración. Por ello el amor del sujeto es ante todo un amor al padre, sobre lo cual va a reposar
también la identificación primera, constitutiva del sujeto mismo.

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«El paciente se ve compelido a renunciar a sus resistencias por amor a nosotros. Nuestros
tratamientos son tratamientos por el amor», declara Freud en una «reunión de los miércoles», el
30 de enero de 1907. Al poner el amor en el centro de la experiencia psicoanalítica, Freud aporta
una nueva ética, de la que dará testimonio en El malestar en la cultura: «El hombre trata de
satisfacer su necesidad de agresión a expensas del prójimo, de explotar su trabajo sin
compensarlo, de usarlo sexualmente sin su consentimiento, de desposeerlo de sus bienes, de
humillarlo, de infligirle sufrimientos, de martirizarlo y matarlo». ¿Qué significa entonces, en la
buena «suerte» de un buen encuentro, la respuesta del amor si, por querer la felicidad del
semejante, hay que afrontar un goce del prójimo nocivo, maligno, que se propone como el
verdadero problema de ese amor?

Amor y enamoramiento

Si bien la palabra amor (Liebe) pertenece a la lengua corriente, Freud recurre a ella de una
manera conceptualmente diferenciada del empleo de otro término: Verfiebtheit, enamoramiento,
pasión amorosa. En dos oportunidades indica el uso que le da a la palabra Liebe. En 1910, en el
texto titulado «Sobre el psicoanálisis "silvestre"», apela a la palabra lieben, amar, para justificar
un nuevo concepto científico, psicoanalítico: die Psychosexualität. En su sentido amplio, amor y
sexualidad son palabras equivalentes, pues engloban lo sexual y el factor psíquico de la vida
sexual. Freud aclara que con la palabra «amor» designa incluso los sentimientos tiernos que
derivan de las primeras emociones sexuales y cuya meta sexual es luego inhibida o
reemplazada por otra no sexual. A partir de 1920, Freud modifica su teoría de las pulsiones y
sostiene que «la libido de las pulsiones sexuales coincide con el Eros de los poetas y filósofos,
que mantiene la cohesión de todo lo que vive». Uno puede entonces preguntarse si este Eros
cambiará la definición precedente del amor, Liebe. Pero en 1921, en Psicología de las masas y
análisis del yo, al continuar precisando su definición de la libido como « ... energía, considerada
como magnitud cuantitativa -aunque por el momento no mensurable- de esas pulsiones que
tienen que ver con todo lo que resumimos con la palabra amor», Freud insiste en afirmar que la
lengua ha creado la palabra Liebe con sus múltiples acepciones -amor a sí mismo, amor filial y
parental, amistad y amor a los hombres en general, apego a objetos concretos o ideas
abstractas-, y que no cabe hacer nada mejor que tomar esa palabra como base «de nuestras
elucidaciones y exposiciones científicas». Así, en lugar de seguir los textos griegos en cuanto a
la distinción de cuatro tipos de  -la  entre personas de la misma sangre, la
 entre huéspedes, la  entre amigos, y la  entre personas del mismo
o distinto sexo- Freud las incluye todas en Eros, y añade que el Eros de Platón coincide
perfectamente por su origen, su operación y su vínculo con la vida sexual con la fuerza
amorosa, la libido del psicoanálisis. Al igual que Sócrates, Freud afirma no poseer más que una
ciencia, la de la 
En los Tres ensayos de teoría sexual, Freud distingue entre lo que llama el amor normal -Liebe- y
la pasión amorosa o enamoramiento -Verliebtheit-, siendo éste un estado en el que la meta
sexual normal aparece inalcanzable o de cumplimiento suspendido. Es preciso subrayar que
para lo que llama «amor normal», Liebe, Freud adopta el mito de Aristófanes, y considera que la
pulsión sexual corresponde a la fábula poética de la partición del ser humano en dos mitades,
macho y hembra, que en el amor aspiran a volver a unirse. Pero en lo que respecta al
enamoramiento, Freud sostiene, basándose en la experiencia analítica, que las pulsiones
parciales funcionan en pares opuestos. Desde el «Caso Dora», Freud observa que están
presentes en el análisis todas las tendencias, no solamente las tiernas y amistosas, sino también
las hostiles, que suscitan venganza y crueldad. A partir de 1905, con su teoría sexual, hace de
la libido el agente de la inversión de las tendencias-, la crueldad ligada a la libido realiza la
metamorfosis del amor en odio y de las tendencias tiernas en tendencias hostiles. Y para evocar
hasta qué punto, en el Hombre de las Ratas, ese enamorado, hace estragos la lucha entre el
amor y el odio que experimenta por la misma persona, Freud recurre a la frase de Alcibíades a
propósito de Sócrates: «A menudo tengo el deseo de no verlo más entre los vivos», y precisa de
nuevo que « ... los poetas nos enseñan que en los estados atormentados del enamoramiento, los
dos sentimientos opuestos coexisten y rivalizan».
Ahora bien, la definición que da Freud del enamorado en sus textos de 1912 adquiere una
amplitud tal que uno puede preguntarse si el amor no se refiere exclusivamente al mito. Pues
quien va a desarrollar una transferencia, quien va a enamorarse de la persona del médico, es,
según Freud «aquel cuya necesidad de amor no encuentra enteramente satisfacción en la
realidad». En esa persona que emprende una cura, se desarrolla una dinámica («La dinámica de
la transferencia», 1912). En esos individuos, la investidura libidinal está en espera y se
transfiere a la persona del médico. Los sentimientos conscientes tiernos o inconscientes
eróticos son denominados «transferencia positiva», y los sentimientos hostiles, «transferencia
negativa». En ese momento Freud toma de Breuer el término «ambivalencia», después de una
conferencia dada por este último en Berna, en 1910. La persona del médico debe integrarse en
una serie psíquica cuyo prototipo es la imago parental, pero la dinámica es actual. Es
precisamente la investidura libidinal de esta imago lo que hace manifiestas y actuales las
tendencias amorosas, Liebesregungen, disimuladas y olvidadas. La transferencia es el arma
más fuerte de la resistencia, mientras no se lleven a la conciencia la transferencia negativa hostil
y el componente erótico de la transferencia positiva. En 1915, en «Puntualizaciones sobre el
amor de transferencia», Freud aborda el componente erótico del amor de transferencia,
Übertragungsliebe, es decir, lo que él denomina la transferencia amorosa, Liebesübertragung.
Sólo expone una situación ilustrativa, la de una paciente a quien, sorprendentemente, llama eine
weibliche Patientin, una paciente mujer que se enamora del médico-hombre. A esta «impetuosa
demanda de amor», a esta «complacencia a entregarse sexualmente», el médico debe
responder dejando subsistir la necesidad y el deseo. Si respondiera a la demanda de amor con
una satisfacción real, dice Freud, ello sería como el cuento del agente de seguros moribundo y el
sacerdote: finalmente el incrédulo no se convierte pero el cura se va con una póliza. Por lo tanto,
el analista debe tratar esa transferencia amorosa como algo no real, unreal, y para la vía que el
análisis debe seguir no hay ningún modelo en la vida real, reales Leben. Pero este
enamoramiento tiene el carácter de un amor auténtico, verdadero, echte Liebe. No obstante, por
alta que sea su estima del amor, el analista debe ubicar por encima de ella el hecho de que tiene
la oportunidad de hacer cruzar a su paciente una etapa decisiva de la vida. «Para eso tiene que
librar un triple combate: en su interior, contra las fuerzas que querrían hacerlo descender del
nivel analítico; fuera del análisis, contra los adversarios que impugnan la significación de las
fuerzas sexuales de las pulsiones, y en el análisis, contra sus pacientes que quieren hacer
reconocer la sobrestimación de la vida sexual que los domina, y capturar al médico con su
apasionamiento socialmente-indomado.»

El engaño amoroso

La representación mítica platónica dice que, en el amor, el ser vivo busca a su mitad sexual, pero
la experiencia analítica freudiana con respecto al amor introduce una distinción fundamental: el
amor es verdadero; el amor es no real. La experiencia analítica reemplaza esa representación
mítica de la persecución del otro como complemento que el sujeto busca en el amor, por la
búsqueda por el sujeto, no del complemento sexual, sino de otra cosa. Lacan desarrollará que
esa otra cosa es para el sujeto la parte de sí mismo perdida para siempre, constituida por el
hecho de que no es sino un ser vivo sexuado, que ya no es inmortal. La imagen engañosa del
otro como objeto de amor induce al sujeto sexuado a su realización sexual, y la pulsión, parcial,
representa en sí misma la parte de la muerte en el viviente sexuado; es fundamentalmente
pulsión de muerte. La dialéctica de la pulsión, ligada a la destructividad del deseo, se diferencia
así de lo que es del orden del amor, ligado al «querer el bien» del otro. El efecto de engaño, de
señuelo, de falsedad esencial que es el amor, el «verdadero amor», para retomar la expresión
de Freud, es
planteado por Lacan como un efecto de sujetamiento del deseo del sujeto al deseo del Otro.
«Amar es esencialmente querer ser amado. El sujeto, en tanto que sujetado al deseo del analista,
desea engañarlo acerca de ese sometimiento haciéndose amar por él, proponiendo él mismo esa
falsedad esencial que es el amor. Este efecto de engaño no es la sombra de los antiguos
engaños del amor; es, repitiéndose aquí y ahora, aislamiento en lo actual de su funcionamiento
puro de engaño. Por ello, detrás del amor llamado de transferencia, podemos decir que está la
afirmación del lazo del deseo del analista con el deseo del paciente» (Los cuatro conceptos
fundamentales del psicoanálisis). Tal afirmación permite suponer que objeto de deseo y objeto de
amor son distintos, aunque ligados. Lacan tropezará con dificultades sin cesar renovadas a lo
largo de toda su enseñanza para leer y decir cómo nos presenta Freud esa relación entre el
amor y el deseo.
Sin duda, Freud distingue la corriente tierna que se dirige hacia el objeto de las necesidades
vitales, hacia la persona que cuida y que nutre, hacia quien es la primera respuesta a la
experiencia primordial del estado del viviente -estado de desamparo, de Hilflosigkeit-, y la
corriente sensual orientada hacia una meta sexual, que permite que después de la pubertad los
objetos sexuales atraigan progresivamente hacia ellos la ternura ligada a los objetos anteriores.
Pero aunque en 1914 sostuvo, en «Introducción del narcisismo», que el yo se forma por
identificación con la imagen del prójimo, Freud no relaciona esta manera que tiene el yo de
formarse con la disyunción amor-odio que él considera lo propio del enamoramiento. Por el
contrario, se podría decir que lo que distinguió como libido del yo y libido de objeto, lo une como
manifestación de la pulsión sexual y del amor, y por otra parte, relaciona el odio («Pulsiones y
destinos de pulsión», 1915) con las pulsiones de autoconservación del yo. Piedra angular del
psicoanálisis, el narcisismo, tal como Freud lo promueve, demanda ser leído.

Amor y deseo

Uno de los puntos decisivos de la enseñanza de Lacan es el énfasis en la formación del yo por
identificación con la imagen del prójimo, de lo cual se desprende la función formadora de la
imagen. La identificación con el semejante, con la imagen del «hermano en sentido neutro» («Les
complexes familaux»), es la identificación primordial que permite a la investidura libidinal dirigirse
hacia esa imagen, lo que tiene por efecto que esa imagen sea amada. Esta identificación forma
un bucle de ida y vuelta que, más allá de la imagen, recurre a un tercero. Mientras la imagen del
semejante sólo desempeña su rol primario, el yo se confunde con esa imagen que lo forma y lo
aliena; la captación especular anula al sujeto en el otro; hay solamente intrusión primordial de la
imagen del otro. Ése es el resorte de la experiencia fundamental de la destrucción ligada a la
imagen del semejante, a la que responde la agresividad -agresividad y no odio- En una etapa
ulterior de su enseñanza, Lacan desarrollará la distinción entre la agresividad como experiencia
de la destrucción y el odio como experiencia de la maldad. Para que la identificación cristalice, es
preciso que una discordancia, un tercero, «perturbe» esa absorción especular. Ese tercero será
postulado por Lacan como presencia de lo simbólico, del gran Otro en su manifestación mínima,
una mosca que zumba, una mancha, un grano de arena, una suspensión, un gesto, una avispa,
lo social, la voz del padre. Sólo entonces la imagen será investida por la libido, será amada con
un amor «homo»-sexual, en el sentido de que el sexo no interviene sino como rasgo homólogo
de la imagen de la persona, amor entre hermanos, entre semejantes. Sólo entonces la imagen
será fijada como un polo del masoquismo, y el sujeto podrá comprometerse en los celos.

El amor al prójimo

Para Lacan, la imagen eterniza al objeto bajo el aspecto de una forma, lo fija para siempre como
tipo en lo imaginario. La imagen, estática, trasciende el movimiento, sobrevive al viviente. En la
segunda tópica, Freud introdujo la noción de una energía distinta de la libido, la pulsión de muerte,
Todestrieb, Lacan sostiene que esa potencia devastadora, destructora, esa primera muerte,
está incluida en la primera esfera narcisista, pues en el límite del narcisismo secundario la
imagen es lo que sobrevive al viviente, está ya más allá de la puesta en obra de un puro deseo
sin objeto, de un deseo cuyo objeto sería puro vacío, pura destrucción, vacuola, y que Lacan,
retornando la expresión freudiana das Ding, llama la Cosa. Cuando el sujeto, bajo pena de tener
que soportar esa primera captura, esa imagen insoportable del otro que lo arrebata de sí, hace
añicos al otro, considera como anulado a aquel que tiene frente a sí, su semejante, y apela,
invirtiendo la posición, a lo que se convierte en el centro mismo de su ser por la identificación
primordial, a esa imagen del otro que puede ser evocada en él -su yo, un yo al que va a amar
con un amor grandioso-, instala en el corazón de su amor a sí mismo el vacío de la Cosa. El amor
a sí mismo en el centro del sujeto es un «lugar abierto desde el que la Nada nos interroga sobre
nuestro sexo y nuestra existencia» (Lacan á BruxeIles, 1960). Es el lugar donde se practica el
mandamiento «amarás a tu prójimo como a ti mismo», porque en tu prójimo ese lugar es el mismo.
El prójimo, ese hombre más próximo a uno mismo, Nebenmensch en el texto freudiano, no es el
semejante, el otro; es, en su relación con la Cosa, «la inminencia intolerable del goce» (D'un
Autre á L'autre). En varios de sus seminarios, Lacan considera que Freud, en su segunda
tópica, al hacer de Tánatos lo opuesto de Eros, retrocedió ante el horror del mandamiento
«amarás a tu prójimo como a ti mismo», mandamiento «que plantea la perfecta destructividad del
deseo». Pero no por ello sostiene Lacan que la ética del psicoanálisis es la del amor al prójimo.
Por el contrario, considera que, al crear lo que quizá sea el único mito moderno, Tótem y tabú, al
desarrollar el mito del asesinato del padre, Freud se ubicó en un tiempo en el que Dios ha muerto,
lo que modifica radicalmente el problema del mal. La experiencia analítica lleva a Freud a
retroceder ante ese mandamiento del amor al prójimo, pues sabe que « ... El odio sigue como su
sombra a todo amor a ese prójimo que también es lo más extraño a nosotros» (Lacan á
Bruxelles, 1960). Al añadir, en 1977, que ese mandamiento es «inhumano», en el sentido de que
«vacía al amor de su sentido sexual» y «funda la abolición de la diferencia de los sexos», Lacan
vuelve a acercarse lo más posible a lo que siempre ha sostenido: que la Cosa no es sexuada y
que subsiste el problema relacionado con el modo en que Freud sostuvo la equivalencia en el ser
humano del amor y la sexualidad. ¿Habría un amor que no es narcisista y no tiene ninguna
relación con la identificación?
Para tratar de decir en qué la imagen «amada» del semejante introduce el objeto del deseo,
Lacan volverá reiteradamente en su enseñanza a algunas líneas de las Confesiones de San
Agustín: «He visto con mis ojos un pequeño presa de los celos: no hablaba todavía, pero lívido
contemplaba con una mirada envenenada (amaro aspectu) a su hermano de leche».
Allí está el tiempo primero, mínimo, princeps, del punto de báscula entre la imagen especular
investida libidinalmente, amada con amor narcisista, y el objeto causa del deseo, objeto
transfundido por la libido, dirá Lacan, objeto del fantasma. Lacan atribuye a esta «escena» un
valor estructura¡. En ese «cuadro vivo», el hermano de leche no es solamente la imagen fija,
estática, inmortalizada, del semejante. El hermano de leche está prendido al pecho, goza del
objeto del que el otro acaba de ser privado. De tal modo, ese semejante que goza del pecho
pone al infante, por los celos que se desencadenan, en una relación con el objeto de su deseo
como necesariamente gozado por el otro, primera experiencia de la disparidad subjetiva del
objeto como causa del deseo al cual sólo el fantasma reglará el acceso.
Para esclarecer ese punto esencial, amor-deseo, reglado por el falo, Lacan se apoyó en 1961
en un artículo de Abraham, «Un breve estudio de la evolución de la libido, considerada a la luz de
los trastornos mentales», aparecido en 1924, en el cual el autor desarrolla la noción del amor
parcial de objeto, die Partialliebe Objektes. En un sueño, una histérica ve el cuerpo de su padre,
desnudo y desprovisto de vello púbico. Abraham, a través de algunos ejemplos equivalentes,
llega a la conclusión de que, en toda persona, las partes genitales permanecen irreductiblemente
investidas en el campo narcisista del cuerpo propio, por lo tanto en el interior del recinto
narcisista, y que la imagen del semejante presenta en cambio un blanco en ese lugar. Hay amor
parcial a esa imagen. Ahora bien, en la experiencia analítica, y esto desde la teoría sexual de
1905, la experiencia del objeto de deseo estructura a este objeto como objeto parcial, como un
trozo de cuerpo estallado en tomo al cual la pulsión deriva. Por su función de obturación
fundamental, el falo desempeña el papel de pivote entre el blanco en la imagen, que Lacan
escribe  aphros, espuma, esperma del dios mutilado, belleza de la imagen del cuerpo
deslumbrante de Venus, y el objeto causa del deseo puesto en obra por Eros en la metáfora del
amor, en la que el significante  es requerido en el lugar de la incompletud de lo simbólico.
El blanco en la imagen amada, punto pivote del deseo, es el punto «ciego» desde donde yo
demando verme amable en el otro en tanto ideal del yo. Es esto lo que da a la demanda de amor
su carácter de demanda pura, incondicional; no se trata de deseo de esto o aquello, sino de
deseo a secas. De entrada, la metáfora del deseante es puesta en juego en la demanda de
amor, y la metáfora del deseante en el amor implica lo que ella como metáfora reemplaza, es
decir, lo deseado. ¿Qué es lo deseado? Es lo deseante en el otro, lo que sólo puede constituirse
a condición de que el sujeto mismo sea situado como deseable: eso es lo que se demanda en la
demanda de amor. «El amor es dar lo que no se tiene, y sólo puede amar el que no tiene, incluso
aunque tenga. El amor como respuesta implica el dominio del no-tener. Dar lo que se tiene, es la
fiesta, no es el amor.» (Lacan, le Transfert)

Metáfora del amor: erómenos y erastés


En el seminario que se desarrolló a lo largo de todo el año 1961, Lacan leyó El banquete de
Platón, otorgando un lugar decisivo, no al discurso de Diótima, como lo quieren los estudios
platónicos, sino al de Alcibíades, para sostener que la transferencia en la cura es una metáfora
del amor. Alcibíades ha sido erómenos (amado-deseado) de Sócrates. Pero, en tanto que
erómenos, no sabía qué era lo que en él despertaba el deseo de su erastés (amante-deseante)
Sócrates. La anterioridad velada del deseo del Otro, de la que nace el interrogante «¿qué me
quiere?», está en el principio de la cura analítica, y el deseo del analista está en esa función de
anterioridad: habrá habido un tiempo en el que habrá deseado al analizante-erómenos. Esto
permite el nacimiento de la metáfora del amor, el cambio de lugar entre el erómenos y el erastés.
¿Cómo se convierte el erómenos en erastés? «Como un soplo o un sonido que las superficies
pulidas y resistentes hacen rebotar y envían en sentido inverso a su punto de partida, así la
corriente de la belleza camina en sentido inverso por la vía de los ojos hacia el objeto bello [ ... ] a
su turno ¡el alma de erómenos está llena de amor! He aquí que ama, pero ¿qué? [ ... ] no sabe que
en su erastés, como en un espejo, se ve a sí mismo», escribe Platón en Fedro. La lectura de El
banquete por Lacan permite prolongar la frase como sigue: se ve a sí mismo, convertido en
erastés. El analizante experimenta su amor verdadero por el analista, ubicado así en posición de
erómenos. Pero a Alcibíades, que demanda los signos del amor, Sócrates no le responde.
Aquello a lo que apunta el deseo de Sócrates en Alcibíades no es eso que hace a Alcibíades
deseable, sino precisamente su punto de falta. En ese punto, Alcibíades deja de verse amable en
Sócrates, lo que lo hace abandonar la posición de reciprocidad de amor, amar y ser amado, y lo
que lo lleva a tomar una decisión. Deja de ser un pedigüeño de signos, y toma la palabra en
público para decir su amor. Ese decir público constituye a Sócrates en el lugar de erómenos
para Alcibíades y, por ese decir, Sócrates deja de ser para Alcibíades la imagen en la cual él se
ve amable. Por ese decir, Sócrates es producido como ágalma, envoltura-omato precioso, que
aunque en Sócrates rústica y grosera, contiene los agálmata, las joyas, los objetos causa del
deseo. ¿Qué indica entonces Sócrates, una vez realizada esa sustitución, esa metáfora, esa
transferencia? Que el verdadero erómenos de Alcibíades es Agatón. Sócrates, al hacer
entonces el elogio de Agatón, se presenta como erastés deseante de ese mismo erómenos.
El analista, al final de la cura, no está en la posición de Sócrates al final de El banquete. No
obstante, es posible decir que al final de la transferencia, uno de los puntos puestos en juego en
el analizante consiste en abandonar la identificación idealizante y volver posible un actuar
pulsional en relación con la demanda. En varias oportunidades, Lacan retorna el tema platónico
del milagro puro, del milagro completo del amor, para poner el acento en la creación ex nihilo
producida por la sustitución significante, para subrayar el hecho de que el análisis no es la
aceptación del destino, finalmente revelado, y que si bien hay una repetición del pasado que
posibilita una simbolización, hay creación al final del recorrido, de un actuar nuevo. Así, con las
palabras que Platón pone en boca de Alcibíades al final de El banquete, Lacan muestra que la
transferencia,es una metáfora del amor suscitada en su punto de partida por el deseo del
analista. El analista ocupa la abertura, la hiancia (béance) que es el deseo del Otro, en su
anterioridad misma. Esa hiancia, que es la de la incompletud de lo simbólico, hace del deseo del
analista el motor de la transferencia. Y a ese motor de la transferencia Lacan lo denominará
«Sujeto Supuesto Saber».

Suplencia de la relación sexual

«¿De qué se trata entonces en el amor? ¿El amor es, tal como lo promueve el psicoanálisis, con
una audacia tanto más increíble cuanto que toda su experiencia va en contra y demuestra lo
contrario, el amor, es hacer Uno? ¿El Eros es tensión hacia el Uno?» Si el amor fuera hacer Uno,
sería una cuestión de identificación, de amor por esencia narcisista, recíproco. Ante esto, Lacan
llegará a decir, en el seminario Les non-dupes errent (Los desengañados se engañan), que
Freud confronta la identificación con el amor « ... sin el menor éxito, para tratar de hacer
aceptable que el amor participa de algún modo de la identificación». El único Uno deseado en el
amor es el de la relación sexual (relation rapport sexuel); ahora bien, éste es un enunciado
imposible de decir, el lenguaje en ese punto desfallece. Pero el lenguaje, en ese mismo
desfallecimiento para decir la relación sexual, produce los efectos de significado ligados a ese
refereqte real, imposible de decir, y esos efectos, « ... eso agita, conmueve, inquieta a los seres
hablantes» y, « ... cojeando, llegan incluso a dar una sombra de pequeña vida a ese sentimiento
llamado amor» (Aun). Lacan añade que, por la mediación de ese sentimiento, eso acaba
finalmente en la reproducción de los cuerpos. El amor es así planteado por Lacan como lo que
hace suplencia de la relación sexual. ¿Dónde se reúnen entonces amor y goce sexual?
En el horizonte de la demanda dirigida a un psicoanalista siempre está la felicidad. Pero, en El
malestar en la cultura, Freud comprueba que para la felicidad no hay nada preparado, ni en el
macrocosmos ni en el microcosmos. Al respecto, la ética freudiana no es la del Bien Supremo.
No obstante, en este punto convergen Aristóteles y Freud, lo que obliga a comprobar que el
psicoanálisis según Freud participa de la moral del bien. Esta suposición de un lugar de
inscripción en el que se conoce nuestro bien deja intacta la cuestión de que ese Bien es el del
Ser que es nuestro bien, en tanto que erómenos que encierra todos los agálmata, objetos de
nuestro deseo. En ese lugar del saber donde se inscribe mi bien, bien que amo en tanto que
contiene la causa de mi deseo, puede haber un conocimiento de ese Bien, gracias a la psyché, a
lo psíquico. Creer que la psique existe, es creer en la posibilidad de un saber sobre el dominio de
sí y de los otros, ética de amo que no conoce el goce. Si Freud toma el relevo de Aristóteles, lo
hace por ese crédito otorgado al Otro en el acuerdo de psiques, en la transferencia. Ahora bien,
¿cuál es el límite de esta ética, la ética de los amigos, de la amistad, de la philia?

El «odiamoramiento»

Precisamente, es Eros quien atraviesa ese límite. Hasta sus últimos textos, como «Análisis
terminable e interminable», Freud, con su manera de retomar los términos de Empédocles, Milia y
Neikos, como equivalentes a amor y odio, no distingue la philia del Eros, ni el odio de la
agresividad. En 1973, en su seminario Aun, Lacan emprende lo que podría denominarse un
elogio del odio, y produce el neologisrno «odiamoramiento». El odio no es querer el mal del otro,
destruirlo; eso sería la agresividad. El odio, la maldad, es lo que cae mal cuando se quiere el bien
del otro e infaliblemente se fracasa; el otro no quiere de mi ser que sabe su bien. En el acceso al
ser reside la punta extrema del amor, pero la relación de ser a ser no es una relación de
armonía. «El verdadero amor desemboca en el odio»,y de tal modo atraviesa el límite de la
amistad, del querer el bien del otro, ligados a la imagen del semejante. El odio es negación, de
suposición de un saber sobre el bien. Una vez atravesado ese límite, puede ponerse en obra lo
que le importa a Eros, que es el goce del cuerpo, no del pequeño otro, semejante imagen, fuera
de sexo, sino del Otro, otro sexo radicalmente heteros. Pero entonces no es sexual lo que está
en juego, puesto que, precisamente, Lacan se ha visto llevado a plantear el amor como
reemplazo de la relación sexual. ¿Cómo sostener entonces que el amor está activo en un
encuentro que, quizás azaroso, no es sin embargo fallido, en el sentido de que en ese encuentro
el amor hace posible que el goce del Otro sea llevado a la fatalidad sublime de la pulsión, sin
perversión?

Reconocimiento de lo real: morra y amor

Que el encuentro amoroso es azaroso es un punto que Lacan mantendrá hasta el fin de su
enseñanza. Pero ¿de qué modo permite tocar lo real, en qué no depende de una psicología?
Haber hecho del sujeto supuesto saber el motor de la metáfora del amor tiene, entre otras
consecuencias, la de establecer el lazo más estrecho entre el saber y el amor. En Aun, Lacan
dice que «todo amor se basa en una cierta relación entre dos saberes inconscientes». Para
refutar entonces absolutamente que haya acuerdo de psiques, para sostener que la desarmonía
de ese saber inconsciente es radical, Lacan vuelve sobre la cuestión del final del análisis; hace
del amor lo que, por apuntar a la experiencia de lo real, imposible, introduce en el reconocimiento
de ese imposible, pero solamente por la vía de la ilusión, en un tiempo de suspensión, tiempo del
encuentro, « ... ilusión de que algo se inscribe en el destino de cada uno, por lo cual lo que sería
la relación sexual encuentra en el ser hablante la huella y su vía de espejismo» (Aun).
Sólo al dar en su enseñanza un segundo paso, tan importante como el que había consistido en
plantear como paradigma del psicoanálisis las categorías de lo simbólico, lo imaginario y lo real, y
al producir, en 1975, en la primera sesión del seminario le Sinthome, una disociación de lo
simbólico en síntoma y símbolo, sólo entonces Lacan llegará a una conclusión sobre lo que hay
en el amor como camino hacia el reconocimiento de lo real.
Para ese «exiliado de la relación sexual» que es el ser hablante, no hay saber de la relación
sexual, sino huellas de ese exilio, síntomas que son en sentido estricto letra encarnada, letra
«salvaje» que viene de lo real. No solamente Lacan produce entonces una nueva definición del
final del análisis, del tiempo último de esa metáfora del amor, sino que propone considerar que
hay una identificación con el síntoma, una cierta manera de «hacer Uno» con la letra literalmente
sexuada. Y después de haber dicho de diversas maneras que el encuentro amoroso es un
encuentro intersinthomático, Lacan da un paso decisivo: por una parte, mantiene lo que siempre
ha sostenido desde su lectura de La carta robada, de Edgar Allan Poe. Letra en suspenso, la
carta robada llega a destino, es decir que, según el materna de la transferencia escrito en 1967
(Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la escuela), la carta llega al
sujeto en el momento mismo de la destitución subjetiva. Ésta es una concepción del final del
análisis que pone en juego lo simbólico y la definición del sujeto tal como la ha enunciado Lacan:
lo que un significante representa para otro significante. Pero en lo simbólico no hay sexo, la
sexuación es asunto de declaración, el sujeto puede incluirse a sí mismo entre los hombres o
entre las mujeres, con una reserva importante: en la lógica del significante tal como Lacan la
desarrolla en relación con la sexuación, si bien todo lo que no es hombre es mujer, no puede sin
embargo afirmarse que todo lo que no es mujer sea hombre, y la figura de Lilith como doble de
Eva marca la huella de esta lógica del no-todo, Ahora bien, ¿habrá que decir que por lo tanto hay
sexo sin sujeto? Ésta es una posición que Lacan rechaza. Al desdoblar la letra, que significa por
una parte símbolo, pero por la otra, letra salvaje, sínthoma, Lacan utiliza la carta robada según un
doble registro. El primero, simbólico: trata del par simbólico de significantes S1, S2 El segundo,
sinthomático: trata del par simbólico sexuado Rey-Reina. Carta pendiente, la carta de amor,
sinthomática, atraviesa el muro del lenguaje. En un cuarto tiempo que no existe en el cuento de
Poe, la carta llega a destino, es decir, no a Dupin, sino al Rey mismo, al Rey en persona. Ella
permite ir más allá del pacto de la palabra fundada en la convención significante, en ese «sé que
él sabe que yo sé», posición fingida por Dupin, y realiza el doble giro de la objetivación del saber
inconsciente, «sé que él sabe que yo sé que él sabe». «Cuando el Rey, inexorablemente, termine
por recibir la carta, no solamente la conocerá, sino que la reconocerá»; es ese reconocimiento,
afirma Lacan, lo que mantiene a la pareja Rey-Reina (l'Insu que sait de l'Une-bét,ue s'aile à
mourre). ¿Cómo se produce este último giro que permite reconocer ese saber, llevado por esa
carta de amor que cae bien?
Ya el año anterior, y desde luego en relación con la necesidad de poner en claro la obra de la
transferencia, Lacan se había preguntado: «¿Y si el amor se volviera un juego del que uno
conociera las reglas?» (Les non-dupes errént). En efecto, para regular este cuarto giro, Lacan
no utiliza un materna, sino un juego: el juego de la morra. Según la leyenda griega, fue la bella
Helena quien inventó la morra para jugarla con su amante Paris (G. Ifrah, Historie universelle des
chiffres). Este juego se practicó desde la antigüedad en Grecia, Egipto, China, en tierras del
Islam, etcétera. Es muy simple. Participan dos personas, frente a frente, con el puño cerrado. A
una señal, los dos jugadores, al mismo tiempo, deben abrir súbitamente tantos dedos de una
mano como lo deseen, mientras gritan un número entre cero y diez. Gana el que gritó el número
igual a la suma de los dedos abiertos por los dos jugadores. Puro acontecimiento de encuentro,
los dos jugadores deben gritar y mostrar los dedos en una simultaneidad perfecta; deben por lo
tanto actuar «en el momento oportuno». Cuando el que «por azar» sabe la morra sin saberlo grita
el número que corresponde exactamente a la adición de los dos saberes inconscientes, ese
número puede ser reconocido como exacto porque responde matemáticamente a las reglas de la
suma, así como dos más dos son cuatro. Ese número no se conoce de antemano, no está ligado
a la previsión del número de otro. «Saber lo que va a hacer el compañero no es una prueba del
amor» (Aun). Se lo grita como puro acontecimiento. Cuando el Rey reciba la carta de amor que la
Reina ha recibido y puesto en circulación por equivocación, carta síntoma de «esa necesidad de
amor que, para retomar los términos de Freud sobre el enamoramiento, no está plenamente
satisfecha» en la pareja real, pareja simbólica sexuada, el Rey la re-conocerá, en el sentido de
que no solamente conoce a «su» mujer, sino que «la reconoce bien allí», en esa carta. «El
análisis mantiene su estatuto», afirma Lacan, «sólo con la condición» de que sea realizable el
doble giro de la objetivación del saber inconsciente.
Todo esto se pone en juego en el espléndido título escogido para el seminario de 1976; Lacan
examinará punto por punto el equívoco al que se alude. l'insuccés de l'inconscient, c'est l'amour
[el fracaso del inconsciente es el amor], el amor recíproco narcisista que no permite llevar una
cura a su fin. L'Insu que sait de l'Une-bét,ue sait la mourre [lo no-sabido que sabe de la
Una-equivocación sabe la morra]. Doble giro de objetivación del saber -el primero en lo
no-sabido, el segundo en el saber matemático-, el juego de la morra lleva una cura a su fin, y el
inconsciente, freudiano, es rebautizado por Lacan «Una-equivocación», saber que se manifiesta
por la equivocación. Por último, título verdadero L'Insu que sait de l'Une-bévue s'aile à mourre [lo
no sabido que sabe de la Una-equivocación se da alas a morral: se necesita una Ella para que el
rey sepa la morra.

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