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El cuerpo humano a sido una constante representacional en mi obra plástica desde mis inicios
como pintor. En mis primeros trabajos podían intuirse formas que sugerían un proceso de
transformación y mutilación del cuerpo, con una enorme variedad de propósitos: desde la pura
experimentación lúdica de las formas, como parte de un aprendizaje en constante proceso; hasta
la representación de cuerpos en estados físico-orgánicos adversos, como incisión vigorosa sobre
la piel emocional del espectador. Mis pinturas y dibujos han tratado de mantenerse firmes en una
temática que se posiciona como una metáfora ética y moral sobre el ser humano corrupto o
ultrajado; dicho de otra manera, la carne es un símbolo que en muchos casos presento a manera
de objeto plástico con el cual se puede ejercer una amplia variedad de manipulaciones
significativas: ya sea cargadas con aguda perversidad, ya sea despojadas de todo lineamiento
normativo.
De esta forma, mi trabajo se sostiene como un desafío a los conceptos académicos más
ortodoxos acerca de lo que se define como Arte Plástico; es decir, el carácter ilustrativo de mis
dibujos a tinta y de algunas pinturas con frecuencia han resultado ser un atrevimiento para los
criterios que consideran a la ilustración, disciplina exclusiva del Diseño y la Comunicación
Gráfica masiva, y no como parte integral de las Artes Plásticas actuales. Apelo a lo ilustrativo,
simplemente porque demando de una narración visual maniaca, donde no se pide permiso alguno
del espectador para mostrar lo oculto, lo siniestro y hasta lo prohibido; de ahí que mi trabajo
coquetee con lo pornográfico y con lo obsceno; con la interdicción y el tabú.
Siempre he sido una persona con inquietudes hacia lo monstruoso, hacia los excesos de
una imaginación desparramada en lo violento, en aquello que resulta infame para la mente que
busca tranquilidad y descanso. Encontrar una explicación a estas inquietudes, es una de las causas
de mi trabajo, lo que lo impulsa, y muy probablemente, sea también el eje discursivo con el que –
por medio de cierto manejo retórico-, intento sondear en mi interior y extraer los contenidos
simbólicos yacientes en el sedimento de mi subjetividad.
De esta forma, lo que he vivido, lo que he sentido, lo que he experimentado como existir;
se reúne en mi pensamiento y lucho por conferirle cuerpo, un cuerpo que a la vez tangible –por
medio del dibujo y la pintura hacia la mirada-, sea también un cuerpo que se sostiene en el
esqueleto articulado del sentido: a mi modo de ver, el sentido que trato de componer en mi obra
es, al mismo tiempo, su valor más preciado.
El sentido viene a ser -como ya lo he mencionado-, el parámetro con el cual intento medir
el valor semántico de mi obra, con lo que podría evaluar, que tan acertadamente he llegado a
congregar en mi obra, el resultado coherente de mis indagaciones. Al mismo tiempo, pienso que
ese mismo valor de sentido es lo que puede proyectar a mi obra hacia el reconocimiento por parte
de un público que exige material artístico que sea capaz de sostener un diálogo: cuestionamiento
y respuesta, respuesta y cuestionamiento.
Para que un fenómeno pueda ser medido, primero debemos establecer si éste tiene la
capacidad de ser medido. Si para medir la distancia requerimos de un metro, si para medir el peso
de un cuerpo requerimos de una báscula: ¿cuál sería entonces el instrumento con el que podemos
evaluar una pintura? Intentaré dar respuesta a este cuestionamiento con la descripción de mi
propia experiencia como pintor, en la búsqueda de un discurso preciso, puntual, exacto en sus
objetivos, es decir, en sus cualidades primarias.
Aunque desde un principio los temas perturbadores en mi obra eran cuestionados a partir
de mis propios juicios, no dejaba de tener en cuenta que las imágenes mentales que vagaban por
mi mente eran capaces de generar una incomodidad importante en el espectador de acuerdo a sus
propios juicios. Por lo tanto, comencé a diseñar una estrategia conceptual por medio de la cual,
pudiera acomodar mis inquietudes discursivas de manera que fueran identificables a primera
vista, y que en la indagación de su significado, el espectador me sirviera de guía de acuerdo a sus
reacciones. Si mi trabajo había logrado por lo menos una estrecha aproximación a las intenciones
originales de mi obra; si en el público que observaba mi trabajo se suscitaba la emoción esperada
-asombro o disgusto por ejemplo-, y como consecuencia de ese primer impacto emocional se
producía en el espectador una reflexión lingüística que dedujera el significado de la pieza
acertadamente –de acuerdo a mis propósitos germinales-, entonces concluía que tenía la
herramienta con la cual podía elaborar una valoración de mi propia obra: era el sentido logrado
del contenido conceptual lo que armaba la herramienta de medición inicial de mi trabajo.
Pienso que todo creador tiene sus demonios. Muchas son las manifestaciones artísticas
que nos remiten a estas oscuridades terrenales e infernales depositadas en el basamento de la
mente creativa. Uno de mis pintores predilectos, Francisco de Goya y Lucientes, manifestó en sus
pinturas negras aspectos poco agradables de la condición humana, y que en buena parte
representan las angustias que le invadieron durante sus últimos años de vida. El resultado de estas
obras en La Quinta del Sordo han comprobado su eficacia a lo largo de la historia, como un
pasaje sumamente personal y al mismo tiempo, con una gran consciencia colectiva sobre la
condición humana. Una vez más, el elemento monstruoso trasciende su tiempo, se vuelve
presente porque de alguna forma, sigue siendo un motivo de reflexión vigente en una época en la
que se diversifican los juicios acerca de lo monstruoso, de acuerdo a sistemas de valores
socioculturales en permanente trasmutabilidad.
A todas estas consideraciones puede elaborarse la pregunta: ¿Por qué ocuparse de temas
sórdidos habiendo tanta dulzura, tanta poesía, tanto amor en el mundo? Lo único que hago es
mirar al abismo y ver de frente a las desviaciones, a las distorsiones y sobre todo, elaborar un
puente seguro que permita al espectador ver al precipicio oscuro de esta época, que nos pierde en
un caos, sin brújulas, sin mapas ni coordenadas: que nos arroja al abandono.
Con esto, no quiero decir que intento abandonar la figuración; lo que intento es alcanzar
una manera de abordar el tema de lo monstruoso sin caer en la evidencia inmediata, con la firme
convicción de hacer al espectador, no un Voyeur que se conforma con la contemplación, sino
hacerlo un cómplice en el maltrato, en las dosis de crueldad que son aplicadas a mis personajes:
estar en el linchamiento, con las manos en el rostro tratando de no ver el acto inaudito.
Petrificados ante la imposibilidad de hacer algo, de evitarlo.
Como artista plástico me es difícil desprenderme de aquello que me define como hombre:
una sensualidad que trata de embaucar al espectador de tal forma que éste, al mirar y leer estas
imágenes, no sólo sea testigo de una morbosidad sorprendente, sino que lo atrape y lo haga
partícipe en el ejercicio de lo prohibido.
Para concluir, me detendré en una obra realizada a finales de 2010 y que es una pieza que
forma parte de una serie que he titulado Ogros. Esta pintura es el resumen de varios años de
trabajo, en los que he buscado una manera de representar alejada de la monstruosidad que se
distingue, por la llana manifestación de la deformidad.
A partir de esta situación moral es lo que puede ubicar al espectador en uno de dos
estados: como víctima, identificándose con el sufrimiento y la pena del personaje y como el
ejecutante del crimen -que si bien no es obligatoriamente un verdugo-, sí es alguien que persigue
con sus acciones la rotura espiritual, psicológica e intelectual de la víctima. La presencia del
ejecutante a manera de espectador es, hasta cierto punto, el objetivo a consumar en el cuadro. Es
a partir de esa pasividad, de su profunda serenidad que nos percatamos del estado último de la
víctima, su último suspiro inmerso en la satisfacción de un morir anhelado para escapar del
injuria.
La valoración o lo que considero «valores» dentro de este cuadro en particular –y que son
básicamente los mismos principios que rigen mi obra en general-, obedecen a una organización
jerárquica en cuyo grado inferior comprende los valores de lo agradable y desagradable, y cuyos
grados superiores son -en orden ascendente-, los valores vitales y los espirituales. Estos últimos,
corresponden a valores que sobrepasan la esfera existencial del objeto artístico y están a
disposición de los juicios del espectador según su formación, según el modelo que se estructure
en su razón y en sus sentimientos, correspondiente a lo que considere malo o bueno, justo o
injusto, verdadero o falso.
Ogros IV
2010-2011