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CONVERGENCIA

Faltan apenas cinco minutos para salir del trabajo después de estar cerca de diez horas
fuera de casa. Cinco minutos que no se acaban nunca, que tienden al infinito, que se hacen
eternos. No es excepcional para nadie que lo sean, a todos nos debe pasar que el tiempo se
perciba de un modo diferente a su duración real, a veces un momento parece más largo, a veces
más corto, siempre depende de si disfrutamos ese momento o no. En mi caso, no me extraña
lo que me ocurre, porque siempre me pasa: que sienta que el tiempo pasa más despacio, es
una constante en mí desde hace mucho, es decir me pasa hoy lo que me viene pasando todos
los días, desde hace unos cuantos años: quiero irme lo más rápido posible de este lugar, me
sobran las ganas de llegar a casa, darme un baño, descansar un poco y olvidarme del día, de
todo lo ocurrido desde que me levanté (e incluir estos tediosos e insoportables últimos cinco
minutos que faltan) para luego despejarme, sacar de mi cabeza los asuntos de la oficina y
meterme de lleno en mis propios asuntos, que son los que más me interesan. Pero primero lo
primero: debo salir de la oficina para poder llegar a casa. Una vez que llegue no sé que haré, ni
me es tan importante saberlo, no importa con tal que no tenga nada que ver con el trabajo; no
importa nada salvo el hecho de salir de este lugar que aprisiona y asfixia, que no deja pensar
o, en todo caso, que no me deja pensar a mí; quiero irme, llegar donde tengo que llegar. Me
separa de casa una hora y media de viaje. No parece mucho tiempo, pero lo es.
El viaje, ¡Dios!, el viaje.
Al salir me espera una larga hora de tren, más un tiempo indeterminado de espera en la
estación, que puede ser largo o corto, nunca se sabe, diariamente se vive una lotería: no se
sabe cuánto se atrazará, cuánto tardará en llegar el tren a la estación, ni cuánto tardará en salir
de ella o en llegar a destino; los horarios no se cumplen, generalizando podría decir que nunca
se cumplen, y uno termina siendo es un títere, o mejor dicho: los que esperamos el tren, los
que viajamos diariamente, terminamos siendo títeres, movidos vaya uno a saber por quién y
para qué. Esos designios nos son escondidos.
Incógnitas. Vivimos llenos de incógnitas.
Como mencioné, por lo general el horario no se cumple, el tren no viene y es entonces
que en el andén emerge a la superficie, desde las profundidades del enojo, una oleada de
insatisfacción, una queja justificada y previsible sobre la cuestión de la impuntualidad de los
trenes y otras falencias del servicio; nunca faltan las quejas contra la inutilidad del gobierno,
contra la inacción de la oposición, contra lo disfuncional de las privatizaciones que no lograron
mejorar un servicio que ya siendo del estado era un desastre, y un largo etcétera, todo ello un
barullo inútil, ya que se repite todos los días y no logra cambiar nada. Arman un escándalo
sin sentido que en otras circunstancias me molestaría: el barullo de la gente me incomoda, me
molesta. Desde hace años no los escucho, me encargo bien de aislarme usando un reproductor
de música. Supe tener un walkman, luego un diskman, ahora un reproductor de mp3. La gente
me enloquece, no quiero escucharlos, salvo cuando debo, claro, que de eso trabajo: escuchar
sus problemas, sonreirles y ofrecerles una pronta solución a sus reclamos. En el trabajo no
puedo ser hipócrita, no me lo permito: realmente les ofrezco una solución a sus problemas,
o una búsqueda de solución; hago todo lo posible por quienes reclaman. No puede ser de
otra forma, no podría no hacerlo: me pagan para gestionar soluciones, y eso es lo que hago.
Y lo hago de la mejor manera, pongo mucha voluntad en ello, y más que voluntad, pongo
trabajo día tras día, verdadero trabajo, y lo hago muy bien, creo ser uno de los mejores, lo que
no quiere decir que lo sea, claro. Pacientemente escucho los problemas, soporto los insultos,
evalúo las faltas que tiene la empresa y trato de canalizar una respuesta que tal vez pueda ser
la esperada por los clientes. A veces no lo es, pero soy humano, no me permito fallar, pero
fallo, como nos pasa a todos.
Pero ya fuera del trabajo la cosa cambia. No soporto al resto del mundo. No me permito
soportarlos, me hacen mal a la salud. No soporto sus conversaciones, sus risas, sus chistes,
sus enojos. Soy ajeno a todos ellos o por lo menos trato de serlo, y me enferma escucharlos, y
hasta verlos. A veces pienso que debe haber algo mal conmigo, debo estar mal, enfermo, no
puedo sentir tanto rechazo por los demás.
No puedo, pienso, pero en definitiva si que puedo sentirlo, si que lo siento.
Después de una eternidad, los cinco minutos terminan.
Al salir de la oficina saludo a mis compañeros que también salen. Me cuido muy bien de
no viajar con ninguno. No es que me lleve mal con ellos, después de todo, soportamos las
mismas cosa todos los días y tenemos similares impresiones de la gente, pero no dejan de ser
muy parecidos a los demás: sus charlas son vacías, desagradables. O tal vez no lo sean, tal
vez yo encuentro todo vacío y desagradable, o tal vez yo soy vacío y desagradable. Nada es
improbable, tal vez lo que todos pensamos y sentimos se tranforme en la verdad cuando la
sumatoria de todo se une en algún lado, se amalgama tal vez en un vértice que está el algún
lugar escondido, y configura lo que suelen llamar realidad. Dejando los delirios de lado,
diré que hago lo que esté a mi alcance, lo posible y aún lo imposible (no es una exagerada
exageración) para viajar solo en el tren, tratando de no encontrarme con ningún conocido que
altere mi rutina: música y lectura.
Al salir de la oficina, después de saludar a mis compañeros, luego de hacer tiempo pa-
ra asegurarme que ya no me encontraré con ninguno camino de la estación de tren, escucho
música. Es un ritual más bien mecánico, pero es, digamos, la primer barrera que me separará
un poco de los demás: me coloco los auriculares, selecciono un grupo de canciones, las que
creo mejores para el momento, dependiendo de mi humor, bueno, regular o malo, doy play
al reproductor. Entonces la música lo inunda todo, me separa un poco del mundo, y por unos
cientos de metros, creo que quinientos o seiscientos, la distancia desde la oficina hasta la esta-
ción, camino contento, ya separado de los demás, mirando lo que queda de la tarde, mirando

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el comienzo de la noche, o el sol o la lluvia; esto depende de la estación del año y del clima.
Pero en todo caso, puedo pensar lo que quiera, mi mente divaga sin contaminaciones, o casi.
Casi porque a pesar de mis artilugios y trampas, no quedo del todo inmune: la miseria que a
veces contemplo, que me llega sin que yo quiera, a pesar de mis deseos, me hiere. Ver a la
gente lastima. Ver la miseria de los demás lastima. Que yo no haga nada por ellos me lastima,
me hace ver lo inútil que soy; de que sirve, pienso, alguien que reflexione lo mal que están
los demás y no haga nada por ellos. No sirve de nada hacer tal cosa. Soy un inútil, casi tanto
como la reflexión misma, y prefiero no pensar en ello.
Salgo de la oficina, saludo a todos, camino a la estación escuchando música, observo los
alrededores, filtro información, logro, o trato, de que los otros sean nada más que cosas, obje-
tos en los que no tenga que reparar. Es un objetivo que no logro siempre, pero casi. Entonces
llego a la estación, busco mi boleto, franqueo la entrada, paso, camino hacia el andén y espero
que venga mi tren. En ese momento levanto otra barrera más, la que me separa casi totalmen-
te del mundo: como siempre, tengo algo para leer. Por lo general es un libro, pero también
puede ser una revista; o pueden ser unas historietas o un manga, pero casi siempre es un libro.
Busco mi libro en mi bolso y cuando lo saco y lo abro donde lo dejé marcado, el resto del
mundo tiende a desdibujarse levemente. Al encontrar la última página leída y comenzar la
lectura, lo demás ya está desdibujado, y me encuentro en el medio de un lugar que nadie más
que yo conoce; un lugar que no tiene límites, o los límites son, en todo caso, sónicos e impe-
netrables desde el exterior. Es que la música que sirve para delimitarme de los demás queda
en segundo plano, no es más que una cortina. Puedo decir que es el paraguas que me protege
de la lluvia que son los demás y a su vez, protege lo que leo, que realmente es lo que forma
o formará parte de mí mismo. Hay excepciones, y en éstas la música pasa a primer plano.
En ocasiones debo cerrar sí o sí el libro, debo dejar de lado lo que estoy leyendo y escuchar
muy atentamente la canción que suena, porque es una que me llega profundamente, y tiene un
significado muy válido que no puedo dejar escapar; cierro entonces el libro y cierro los ojos
y escucho y, en ese momento, no hay diferencia entre escuchar y leer: cuando leo la música
es mi propia voz interior, que me lee lo que dice el libro. Las canciones que significan algo
para mí me transmiten ese algo sin que tenga que nombrar nada. Me hablo a mi mismo, pero
sin los sonidos de las palabras; es decir, en el sonido de la música las palabras existen, pero
ya no como palabras, si no como algo que no puedo definir.
Huí de la oficina y de la compañía de mis compañeros, escapé de todo y de todos, llegué
a la estación del tren y comencé a leer, y para cuando el tren llegó yo ya estaba en otro lado,
pero mantenía una especie de ojo en el mundo, un ojo que siempre se fija si el tren viene lleno
o medio lleno, si tengo un lugar dónde sentarme o si deberé viajar parado, un ojo que siente
si pasa algo alrededor y me avisa que conecte o desconecte mi mente al circuito exterior, que
me dice que quede fuera o que vuelva al mundo. Este ojo no se si realmente ve, sé que siente

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lo que hay más allá de mi percepción, y me avisa de peligros y de cosas a las que debo prestar
atención. Gracias a este ojo, o lo que sea, veo cuando un tren llega a la estación, veo si no hay
gente peligrosa cerca (es común que viajen ladrones que se mezclan con el resto del pasaje),
capto la disponibilidad de un asiento individual vacío o, en su defecto, cualquier lugar que
pueda ocupar, y logro viajar sentado en el tren, lo que me permite leer tranquilo mi libro,
pero ya sentado. La música no es más que música de fondo, y leo sin prestar atención a lo
demás. Estoy en otro mundo, fuera del incesante cuchichear de la gente, fuera del barullo,
lejos de la molestia de los vendedores ambulantes. La hora y tantos minutos que tardo en
llegar a casa pasarán enseguida mientras leo, en esta oportunidad, el libro de Alejandra. Así
están las cosas... no viajo en tren, viajo en una burbuja y el ojo que no es un ojo me protege
de todo lo demás. Luego del día de trabajo, esta burbuja me proporciona una pequeña porción
de felicidad.
A medio viaje debo luchar contra las diez horas de cansancio y el no siempre suave mecer-
se del tren; el sueño parece que va a ganar, se me van cerrando los ojos, y yo lucho y los abro
y vuelvo a leer; trato de despertarme, sacarme de encima el cansancio, llego mis pulmones
de aire y vuelvo a la carga, a leer; repito dos o tres veces el mismo párrafo, me puedo dar
cuenta de ello, y las palabras de Alejandra son ahora como un arrullo que ayuda a que venga
el sueño. Soy como un castillo que está siendo asediado y tomado por fuerzas muy poderosas.
Mi propio ejercito no me cuida, y finalmente me duermo. Sé que me duermo porque sueño.
Huí de la oficina saludando, y mi escape fue eficaz. Me aislé del resto del mundo mediante
música y lectura, y quedé en piloto automático en mi viaje en tren. Una parte de mí esta
leyendo y escuchando música, otra está pendiente de lo que ocurre alrededor. ¿Quién soy yo
en realidad? ¿El que está aislado, o el que está en guardia? ¿Y quién duerme y quién sueña?
Caigo en el sueño, aunque no sé si estoy soñando. Mejor aclaro: es un sueño, sí, en el
sentido de lo que se entiende por sueño, pero para mí esto es algo más, es una extensión
de mis visiones, me muestra lo que ya suelo ver despierto, lo que comunmente veo cuando
escribo (pienso cuando escribo que hacerlo así, observando lo que está en mis visiones, es
como estar en trance), porque a veces no resisto y dibujo algunos garabatos en papel, o utilizo
la computadora e introduzco azarosamente algunas palabras en el procesador de textos, y lo
que el sueño me muestra es más o menos lo que veo cuando escribo algunos poemas. Puedo
caclificar como raro este sueño, pero lo que contiene me es familiar.
Me veo caminando por un desierto, pero en realidad no me veo, no es como en una pelí-
cula donde el protagonista soy yo, no: logro ver todo con mis propios ojos, y noto, aunque no
conozco muchos desiertos, que este no es uno común, no tiene las grandes dunas que cual-
quiera que haya visto una foto de cualquier desierto, el del sahara, por ejemplo, esperaría ver.
Observo que tampoco hay pequeñas. Este lugar es más que nada una gran playa plana, arena
que me rodea por todas partes y un cielo celeste muy celeste, del celeste que recuerdo de mi

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niñez cuando me acostaba en el pasto y miraba pasar las nubes. Pero aquí no hay nubes, ape-
nas un gran cielo celeste inacabable y arenas en un plano infinito, y sé, intuyo, que la arena
es engañosa, porque lo que importa no es que sea un desierto de arena, si no que estoy en un
lugar completamente desierto, y da lo mismo que me rodee arena como que sea un pastizal
como que sean rocas o piedras o hielo o agua. Lo importante es qué hay aquí o quiénes están
en estas arenas. Y la respuesta es: no hay nada en estas arenas, yo y nada más, ni siquiera
hay sol ni sombras, y camino descalzo y los pies me arden un poco, siento levemente calor
en ellos, y trato de escapar de esa sensasión para enfocarme en otra cosa y esto me permite
iluminarme de repente, y cuando uno se ilumina saca este tipo de conclusiones, sin pensar si
son correctas o oquivocadas: sé que he estado caminando aquí por siempre, marchando hacia
adelante, buscando llegar a mi destino, sea cual sea. Un paso, otro paso, un paso, otro paso,
eternamente. De forma mecánica y rutinaria debo marchar ininterrumpidamente hacia adelan-
te, mis ojos fijos en el horizonte, esperando ver algo, y me sigo iluminando, y puedo decir que
estoy esperando ver algo que será como una puerta pero que no aparece, mientras un fuerte
viento sopla y me quema pero no me detiene. Mi marcha no se detiene, yo no me detengo, el
sudor me protege poco del calor, del viento caliente, pero sigo hacia adelante. Sísifo pasa por
mi mente (soy Sísifo, digo en voz alta, el primer sonido que siento en este lugar), pero no, yo
no soy Sísifo, y mi tarea no es vana como su tarea. No sé, a decir verdad, cuál es, ni sé si me
interesa tanto saberlo. Tengo un deber, la certeza de la necesidad de seguir hacia adelante sin
interrumpirme.
Me pregunto, en esta marcha, si no estoy escapando de algo. Me doy cuenta que la arena
comienza a quemarme los pies; ya no siento un leve calor si no un dolor constante que hace
que pose mis pies menos tiempo en el arenoso suelo. Mi marcha se acelera; desearía tener
alas, poder elevar mis pies, volar rapidamente y acabar con el dolor y la búsqueda. Pero este
pensamiento no me deja evadir lo que siento, el deseo de las alas se desvanece pronto, y
en lugar de las alas pienso si será así el infierno, o si no estaré en él: un lugar donde un
alma se quema completamente, y todo la quema. Aquí, en este desierto, la arena quema, el
viento quema, mi sudor quema, las lágrimas que caen de mi ojos queman, mi piel comienza
a quemarse y la puerta que yo intuyo no aparece. ¿Qué será la puerta? ¿Será un escape, un
final, un destino, el infierno?
Pero no sé si estoy escapando de algo, ni si esto es el infierno, ni qué será la puerta.
Y mientras camino, porque la marcha no se detiene, es decir, no la detengo, comienzo a
sentir que estoy dejando algo atrás. Siento tener un ojo en mi espalda, o en mi nuca, o en la
parte de atrás de mi cabeza, que no es un ojo, es algo que siente y que me avisa que hay algo
allí atrás, algo que voy dejando detrás mío pero que me sigue sigilosamente. Puedo entender
que sea mi pasado, pero podría ser también mi presente, que está quedandose atrás. Tal vez mi

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pasado y mi presente me persiguen, y entonces podría decir, finalmente, que estoy escapando.
Pero no lo sé.
Pienso que es natural que tenga algo como un ojo que no es un ojo, y que pueda sentir,
y que ese sentir sea como si viera, porque creo que es evidente: el pasado y el presente no
se pueden ver, se sienten, y en este desierto se acercan peligrosamente más y más. Es pro-
bable que quieran reclamarme algo, y por eso me persiguen y se acercan. No sé qué pasara
si esos cazadores me alcanzan, no me explico cómo pude escaparme ni por qué lo hago. De
todas formas, no importa demasiado el cómo y el por qué, importa que me he escapado, y
mientras se acercan furtivamente o ya no tanto, y me alcanzan o tratan de hacerlo, mi mar-
cha se está dificultando un poco, porque el viento, que cada vez quema más porque está aún
más caliente que antes, está soplando más fuerte, y levanta una gran cantidad de arena, que
impacta contra mi piel y su contacto me quema, y entonces todo yo soy como una antorcha
a punto de encenderse. Es gracioso pensar que en ese momento realmente estaré iluminado.
Mis pies arden a cada paso que doy, toda mi piel arde cuando el viento la besa, el sudor y
las lágrimas me queman, mis ojos comienzan lentamente a no ver, mi pelo ya no existe, está
quemado. Las ampollas brotan en todo mi cuerpo, y el líquido que contienen hierve, siento
que todo me hierve. La arena no solo quema, también raspa mi piel quemada y comienzo a
sangrar primero un poco, y luego un poco más. Así y todo, la marcha no cesa, no puedo parar,
no todavía. Creo que dejo un rastro de sangre y agua, pero más seguro es que sea un rastro
de sufrimiento. El dolor comienza a danzar a mi alrededor, mientras busco inutilmente lo que
sea que debo encontrar, y no lo encuentro. Así se debe sentir la desesperanza más profunda.
De repente siento miedo. Mi ojo que no es un ojo está sintiendo algo, me está alertando.
El pasado y el presente no renuncian nunca y, como yo, marchan incansablemente para al-
canzarme: yo soy la puerta a la que deben llegar. Lo están haciendo, me están dando alcance,
y yo sé que no debo dejarlos. No debo dejarlos hasta que yo mismo llegue a mi destino. Me
pregunto si este viento que me quema y estas arenas que me hieren los hieren también a ellos,
y pienso que esta pregunta es más un deseo que una pregunta, pero en realidad no sé. ¿Están
el pasado y el presente heridos como yo? No lo sé.
Es un horror no saber nada. Me horroriza tanto mi ignoracia.
Y es cuando mis ojos ya casi no ven, que por fin, a lo lejos, diviso una mancha que bien
podría ser una puerta. Es, lo sé, ¡por fin!, mi destino: la puerta, el escape, el final. Pienso que
debe ser la entrada al infierno; no es el cielo, no puede ser la entrada al paraíso: no llegaría
con tanto sufrimiento a él. Sin embargo, no tengo dudas: lo que está cerca debe ser la puerta,
debe ser aquello que busco, la cosa informe que busco sin conocerla. Muchos pasos más y
llegaré a ella. Mientras tanto, el viento es más fuerte, la arena lastima más, pierdo mucha
sangre, el líquido de las ampollas se fue hace rato de mi cuerpo, el miedo es tangible, y eso
es terrorífico. El presente y el pasado lamen mis talones ardientes, sus lenguas raspan como

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raspan las lenguas de los gatos; preparan sus largos y tramposos brazos para atraparme, para
no dejarme llegar. Si me atrapan, seré un cadaver.
Mis ojos ya casi no ven, apenas si deduzco un horizonte donde el cielo y la arena se unen,
pero logro distinguir algo más que creo que es la puerta. Ya falta poco para llegar, ya sabré qué
significa todo esto. Ya sabré lo que tengo que saber, seré libre. Me bastará un último esfuerzo,
empujar la puerta antes que mi mano sea cenizas, pasar por ella antes de que mi cuerpo hecho
cenizas se mezcle con la arena y me coman esos monstruos que son el pasado y el presente.
Franquearla para que mi cuerpo siga siendo mi cuerpo, antes que se deshaga. Mi mano duele
cuando empujo y se deshace, y el viento se lleva sus cenizas, y aunque grito mi voz no sale
de mi garganta, no tengo ya lágrimas ni ojos que puedan ver pero, pese al dolor, me alegro,
porque he llegado, solo me falta un paso. Qué importa que el pasado y el presente se aferren
al pie y hagan fuerza para que no avance, si tengo voluntad, lograré pasar. Lentamente doy el
paso que falta. He vencido.
Pero no termino de dar el paso, y despierto. O eso creo.
Sobresaltado y aún no del todo despierto miro a mi alrededor y noto que el tren está
parando en la estación en la que debo bajar para ir a casa. Siento que el corazón golpea mi
pecho desaforadamente. Apresurado cierro el libro de Alejandra, que me puso en trance y
me arrojó al sueño, y lo guardo rápido en mi bolso. Bajo del tren escuchando la música que
aún me rodea y me separa de los demás, pensando que afortunadamente ya casi estoy en
casa. Todavía me siento muy perturbado por el sueño. Debo caminar unos quince minutos
más para llegar; apuro la marcha. Trato de apartar de mi mente el sueño, esa visión de un
desierto verdaderamente desierto, donde sentí que el pasado y el presente lamían mis talones
quemados, pero no lo logro. No logro salir del trance, ni pensar en otra cosa. Necesito que
la realidad me golpee y me despierte, necesito ver la cara de la gente, la miseria y la alegría,
escuchar estupideces, constatar que la ciudad está a mi alrededor, que hay colectivos, que
hay taxis, que hay bocinazos, que hay vida, que nadie me persigue, y me quito los auriculares,
apago el reproductor de música, pero sigo oyendo una melodía que no se aleja y me aisla. Si no
estuviese acostumbrado me asustaría: casi todo a mi alrededor continúa estando desdibujado.
Estoy por cruzar una avenida con mucho tráfico cuando me detengo abruptamente, uno de
mis pies queda suspendido; por un momento me quedo en blanco frente al semáforo en verde,
que pasa a amarillo y de este a rojo muy rápido, mi pie siempre flotando, suspendido. No
sé si completaré el paso, no sé si soplará el viento caliente del desierto, ni si sangraré, ni si
quedaré ciego y sin lágrimas. No se si alguna vez podré franquear la puerta. Siento que todos
mis mundos se unen y que la realidad, como entidad única, no existe, es una suma aterradora
de cosas que tengo dentro y que están fuera y que dá como resultado un único vértice donde
se unen lo que escribo, lo que siento, lo que veo, lo que vivo.

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Me desbloqueo a tiempo para el próximo verde del semáforo, el paso que falta completar
se completa solo, sin que yo intervenga. Piso la avenida, es sólida, concreta, igual que los
autos que han parado, o los que están avanzando, igual que la gente que me rodea. Continúo
caminando como un autómata, un poco aliviado, un pie primero, luego el otro y así sucesi-
vamente; veo el cielo, las nubes, los edificios, los árboles, la gente y sus cosas; no estoy en
un desierto. Veo perfectamente el camino que tengo que recorrer, una briza me despeina un
poco, pero no me quema ni me arroja arena caliente; nada está desdibujado, y mientras re-
corro el poco camino que falta para llegar, no noto música alguna; solo escucho los sonidos
cotidianos.
He salido del vértice, y mi corazón se calma.
Es entonces que una voz sale de mis profundidades, y la escucho como si fuera un pensa-
miento. Es un pensamiento, y me asusta.
La voz me dice: Ya llegaré, ya estoy por hacerlo.

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