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La enfermedad bipolar .

El afecto de una persona puede ser visto como el tono emocional que enmarca el
resto de sus funciones mentales. Suele ser oscilante, cambiar a lo largo del día y
estar muy influido por una serie de hechos internos y externos. En estas
variaciones diarias se pueden distinguir estados de tristeza y de alegría, pero
también estados de neutralidad afectiva que técnicamente se denominan eutimia.
Timos es la etimología griega para connotar un estado de ánimo. Estar triste es
entonces estar hipotímico y alegre hipertímico. Hipócrates describió un estado de
tristeza continua y pérdida de interés por las actividades placenteras y le llamó
melancolía. Él supuso que se debía a un problema en el funcionamiento de la
llamada “bilis negra”. Robert Burton, en el siglo XVII, escribió un tratado sobre la
melancolía, y con este libro le dio legitimidad a la dolencia llamada depresión.
Durante mucho tiempo los estados de manía se mezclaron en el ambiguo término
de locura. Sin embargo, en 1921 Emil Kraepelin (psiquiatra alemán y director del
servicio de psiquiatría en Heidelberg) describió con certeza y en detalle las
alteraciones que denominó psicosis maniaco-depresivas separándolas del resto
de las psicosis. Antes que él los doctores Jean-Pierre Falret y Jules Baillarger, de
Francia, habían propuesto a mediados del siglo XIX que la manía y la depresión
podían ser manifestaciones de una misma enfermedad. Hoy se sabe que no todos
los enfermos maniacos desarrollan cuadros de psicosis. La manía es un estado de
euforia continua. Es difícil, por tanto, que las personas que la padecen sientan que
están enfermos. Ese es el principal problema con ellos. Estas personas tienen la
fantasía de que pueden controlar su estado de ánimo a la alta, ya que es un
estado continuo de exaltación: tienen actividad constante, son parlanchines,
infatigables, duermen poco, y su enfermedad los lleva a exponerse a situaciones
temerarias: sexo sin protección y promiscuo, derroche de dinero, incapacidad para
la vida social convencional, temerarios que en un abrir y cerrar de ojos inician
empresas que no prosiguen y que finalmente los colocan en posiciones de
quebrantamiento de leyes y convenciones sociales. En algunos casos se deslizan
hacia la psicosis y es entonces cuando escuchan voces y pierden el contacto con
la realidad, frecuentemente con temas delirantes de tipo megalomaniaco. Por
ejemplo, sentirse con poderes especiales, lo cual los lleva a dilapidar su
patrimonio económico o su salud. Recuerdo a una paciente que en estado de
manía llamaba por teléfono a todos lo hombres de una lista de solteros que se
anunciaban en una publicación llamada Punto de encuentro, club que se dedica a
hacer contactos entre solitarios. Las cuentas telefónicas en su casa eran
estratosféricas, pero ella no era consciente de eso. También llamaba a las
llamadas Hotlines y se citaba a ciegas con los galanes de ese tipo de
establecimientos. Finalmente sostenía relaciones sexuales de manera promiscua
y argumentaba que ella era la mujer más fogosa de la Ciudad de México. Al pasar
de su estado de manía a la depresión y recordar lo sucedido con su vida sexual,
se sentía entonces la mujer más sucia del universo. Un día, al no poder soportar
lo mal que se sentía, con una depresión severa y la culpabilidad de sus actos a
cuestas, se suicidó. La enfermedad maniaco-depresiva se conoce en la actualidad
como trastorno bipolar, alteración severa de características hereditarias que exige
tratamiento, pues si la enfermedad no se trata, orilla a uno de cada cinco
pacientes a suicidarse. A través de las sombras La enfermedad bipolar afecta
entre 0.5 y 1.5 % de la población general. No ofrece diferencias en cuanto a
género, lo cual la distingue de la depresión mayor (enfermedad unipolar), sobre la
cual se sabe que las mujeres la padecen con mayor frecuencia, dos veces más
que los hombres. La enfermedad bipolar debuta a edades más tempranas que la
alteración unipolar (18 años contra 25), y la asociación con uso de drogas y
sustancias adictivas es más
frecuente en los pacientes bipolares.
En un estudio realizado en Estados
Unidos se encontró que el 46% de
los enfermos bipolares eran adictos a las drogas. En las personas con
depresiones unipolares las cifras están en 21%, mientras que en la población
general es del 13%. Los enfermos bipolares adictos al alcohol lo hacen en la fase
de manía, y se ha propuesto que es un tipo de automedicación poco efectivo para
contrarrestar los efectos de ansiedad de la enfermedad. La manía se caracteriza
por todo tipo de excesos y la droga es uno de ellos. Los maniacos no sólo beben
más alcohol sino que hacen más uso de drogas como la cocaína y las
anfetaminas, las cuales empeoran su enfermedad agudizándola y llevándola a la
psicosis. Otra de las complicaciones serias de la enfermedad bipolar son los
intentos de suicidio y los suicidios. El porcentaje de pacientes con depresión
bipolar que se suicidan es mayor que el de enfermos unipolares. A esto hay que
agregar las muertes en los estados de manía, atribuidas casi siempre a la manera
en que estos pacientes se exponen a situaciones temerarias y al uso de drogas en
forma de atracones desmedidos. “Los pacientes deprimidos no se suicidan, se
matan”, decía uno de mis maestros. Hay una ola gigante que los envuelve y que
no les permite ver otra solución a sus vidas y a su enfermedad que el morir por su
propia mano. En la actualidad se conoce mucho acerca de los defectos
bioquímicos del cerebro de estos pacientes, que cuando están deprimidos
presentan una disminución de dos sustancias, la norepinefrina y la serotonina,
neurotransmisores que se producen en un sitio llamado tallo cerebral, y desde ahí
conectan con diferentes áreas cerebrales. La serotonina y la norepinefrina
mantienen el estado de alerta y las motivaciones vitales, las neuronas que las
producen solo están en reposo cuando dormimos, pero sobre todo cuando
estamos en la fase del sueño llamada de movimientos oculares rápidos o sueño
MOR. La fase de manía muestra el fenómeno opuesto, es decir, una
sobreproducción de los neurotransmisores. Si el enfermo presenta además de
manía un estado de psicosis, hay también una activación de otro sistema de
neurotransmisores que produce dopamina. El resultado es similar al que se
observa al ingerir estimulantes potentes como la cocaína o las anfetaminas. La
persona desborda energía, se viste con colores brillantes, efectúa movimientos
vigorosos y constantes; su lenguaje es un flujo continuo, acelerado; pasan de un
tema a otro de manera incesante. El mismo paciente se describe a sí mismo como
si tuviera el pensamiento acelerado, con cambios de atención sostenidos, lo
mismo está concentrado en una plática que escuchando el sonido de un motor, y
al mismo tiempo oye el radio y la televisión. Pareciera que el enfermo tiene
muchos canales de procesamiento de información y a esa misma velocidad quiere
contestar. El resultado suele ser grotesco y producir fatiga en las personas que lo
rodean. Si bien no hay una conciencia clara de la enfermedad en los pacientes
que padecen manía, los familiares y seres queridos viven en condiciones de
tensión y malestar producto de la conducta del enfermo. Otro de mis pacientes
encendía el radio o el aparato de sonido a las tres de la mañana a todo volumen y
se ponía a cantar, con repercusiones en el sueño de sus familiares y vecinos. Al
tratar de contradecirlo o de suprimir sus acciones, los enfermos se tornan irritables
e incluso agresivos. La ciclotimia es una forma menos pronunciada de variaciones
del estado de ánimo. Algunos pacientes bipolares han sido ciclotímicos por
muchos años antes de pasar a la fase más intensa de esta condición. Es
importante mencionar que los enfermos maniaco-depresivos son personas
normales y bien integradas cuando no están en alguno de los extremos de su
espectro anímico. El uso de los medicamentos estabilizadores del ánimo, como el
litio, les permite estar más tiempo en la eutimia y con el conocimiento de sí
mismos y de su enfermedad mantener una existencia productiva. Mr. Jones, el
irresistible seductor Sin ser una buena película, la historia de Mr. Jones (dirigida
por Mike Figgis) nos proporciona una clara imagen de lo que sucede con los
enfermos bipolares. Mr. Jones (Richard Gere) aparece un día en una zona en
donde se construye una casa y solicita que se le dé empleo de carpintero;
promete trabajar gratis un día sólo para que puedan observar lo capaz que es. Mr.
Jones se muestra jovial, cálido, bromista y esto le sirve para ganarse al jefe y el
empleo. Mientras trabaja en el techo de la casa en construcción, al ver un avión
que pasa por encima de él se siente con la capacidad de volar. Así que se sube a
lo más alto del techo y realiza un acto temerario de equilibrio. Luego de someterlo,
se le envía a una clínica psiquiátrica donde lo diagnostican equivocadamente y se
le egresa. Una vez fuera, Mr Jones retira todo su dinero del banco e invita a la
joven y bella cajera a gastarse el dinero con él. Todo el tiempo sonriendo,
seductor, regala propinas de cien dólares y renta una habitación en un hotel de
lujo con la rubia cajera. Por la noche se van ambos a un concierto de música
clásica donde tocan la Novena sinfonía de Beethoven. Al llegar a la sala de
conciertos, Mr. Jones se extasia con la música y en un momento sube al
escenario a dirigir la orquesta, porque como dirá más tarde, sintió que el tempo de
la orquesta estaba muy lento. Esto lo lleva de nuevo a ser confinado en el hospital
psiquiátrico donde se le diagnóstica como enfermo maniaco depresivo. La Dra.
Elizabeth Bowen (Lena Olin) queda a cargo del paciente. Ella trata de hacerlo
consciente de su enfermedad, pero Mr. Jones se ríe de ella y trata de seducirla. El
paso siguiente es someterlo a un juicio para poder internarlo aun en contra de su
voluntad, pero Mr. Jones sale adelante del proceso y no es internado; su atracción
por la doctora Bowen persiste, mientras ella le insiste que debe de tomar el
carbonato de litio. Pasan los días y la distancia que lo separa de la depresión es
cada vez más corta. Cuando Mr. Jones al fin se deprime resulta la caricatura
melancólica del Jones maniaco. Entonces él mismo pide la ayuda psiquiátrica,
siente que las cosas van de nuevo por el camino del suicidio. En una de las
sesiones de terapia, le confiesa a la doctora que es un adicto a sus estados de
manía, los cuales añora. En este estado depresivo sale de alta voluntaria del
hospital y trata de suicidarse en el mismo techo de la casa cercana al aeropuerto
desde donde había querido volar. Algo sucede en el último momento que se lo
impide. Una mujer pegada al abismo Las horas es una película basada en la
novela del mismo nombre de Michael Cunningham. Tanto la novela como la
película son un bello homenaje a Virginia Woolf, a su vida como escritora y como
feminista, y al peso que en su existencia ejerció el trastorno bipolar. Es el 28 de
marzo de 1941, son las 11:30 AM y Virginia Woolf acaba de salir de Monk’s
House, su hogar. La película comienza cuando vemos a Virginia Woolf (Nicole
Kidman) recogiendo unas piedras que guarda en los bolsos de su abrigo, con la
mirada fija en la corriente del río Ouse, donde se sumergirá para morir ahogada;
tenía 59 años. La novela se reconstruye sobre la base de dos cartas póstumas
que dejó a Leonard Woolf, su esposo, y a Vanessa Bell, su hermana. La dirigida a
Leonard dice: Querido, siento con certeza que de nuevo camino hacia la locura.
Siento que no podemos pasar otra vez por esos tiempos terribles. Y no me podré
recuperar. He comenzado a oír voces que no me dejan concentrar. Me parece que
hago lo mejor. Tú me has dado las más grandes alegrías. Tú has sido de diversas
formas todo lo mejor que alguien puede ser. No pienso que dos gentes hayan
podido ser más felices hasta que esta terrible enfermedad llegó. No puedo luchar
más. Sé que he sido un peso en tu vida, que sin mí tú podrás trabajar y sé que lo
harás. Como ves, ni siquiera puedo escribir esto con propiedad. No puedo leer. Lo
que quiero decir es que toda la felicidad de mi vida te la debo a ti. Tú has sido
absolutamente paciente conmigo e increíblemente bueno. Esto es lo que quiero
decir – todo el mundo sabe esto. Si alguien pudo salvarme de esto eres tú. Todo
me puede haber abandonado, menos la certeza de tu bondad. No puedo seguir
estropeando más tu vida. No pienso que otras dos personas hayan podido ser
más felices de lo que lo fuimos nosotros. V En Las horas hay otras dos mujeres
que, separadas por el tiempo, se vinculan con la Woolf a través de ese momento
de desesperación y muerte. Una es Laura Brown (Julianne Moore), ama de casa
de los cincuenta que vive en los suburbios, embarazada y con un hijo pequeño.
Laura lee compulsivamente la novela de Virginia Woolf, Mrs. Dalloway. Todo lo
importante de la película sucede en un día, tal y como pasa en la novela que lee
Laura Brown. Ese día en particular, cumpleaños de su esposo, Laura tiene una
especie de arrebato intenso, lleva a su único hijo a casa de la vecina y ella se
dirige a un hotel para suicidarse. Pero no lo hace, regresa por su hijo, celebra
juntos el cumpleaños del papá y al cabo de un tiempo, cuando nace la hija que
espera, se marcha de la casa y no vuelve jamás. La tercera protagonista de Las
horas es Clarisa Vaughn (Meryl Streep), que vive en un apartamento con una
amiga como pareja en el Greenwich Village del año 2000. Con una hija producto
de una inseminación artificial, no hay un hombre dominante o que la apoye en su
vida. Pero sí ama a un hombre: Richard, poeta homosexual laureado que esta
muriendo de sida. Richard es el hijo que Laura Brown abandonó junto con su
padre y hermana recién nacida. Clarissa (como Clarissa Dalloway en la novela de
Woolf) vive como una mujer plena, la mujer ideal a la que aspiró Virginia Woolf.
Mientras intenta realizar una cena de homenaje al poeta, que mira la fotografía de
su madre vestida de novia, éste decide saltar desde su ventana enfrente de
Clarissa, con quien estuvo muy unido en la adolescencia. Tanto la novela como la
película están bellamente estructuradas, con un sistema de vasos comunicantes
que unen a las tres mujeres, de la mano del amor y la tristeza, y que en su mundo
interior, como los personajes de Virginia Woolf, miran el entorno áspero que las
rodea en un apasionado monólogo interno que las hace diferentes y únicas ==Las
horas fue el título provisional que Virginia escogió para la novela que finalmente
se llamaría Mrs. Dalloway, una novela de un día en la vida de una mujer que
planea una celebración, y el peso de cada una de las acciones que desarrolla ese
día, compensado por el bálsamo de su próximo suicidio, el cual no ocurre aunque
si muere otra persona. Marcados con fuego: locura y arte En los diarios que dejó
su esposa, Leonard Woolf recogió los 319 días previos a la muerte de Virginia. En
mayo de 1940, los esposos comentaron entre ellos y con amigos sobre las
acciones que tomarían en caso de que Alemania invadiera Inglaterra. Los esposos
Woolf no se hacían muchas ilusiones, eran intelectuales bien conocidos, él judío,
activista de izquierda: “Nosotros estuvimos de acuerdo en que si llegaba el
momento” —comentó Leonard en una entrevista de televisión cuarenta años
después de la muerte de su esposa — cerraríamos la puerta de la cochera y nos
suicidaríamos”. En junio de 1940 Adrian Stephen, el hermano psicoanalista de
Virginia, les proporcionó a los Woolf dosis letales de morfina que utilizarían en
caso de que la invasión alemana se hiciera realidad. Tal fue la decisión común
que tomó la pareja, sin que existiera un ánimo depresivo en ellos. Sin embargo,
Virginia no utilizó esa dosis de morfina cuando por fin se quitó la vida. En febrero
de 1940, Virginia enfermo de influenza y pasó más de tres semanas de marzo
recluida, en cama. Esos “ataques de influenza” la acompañaron por veinte años.
Se piensa que esas gripes eran en realidad variaciones menores de su estado de
ánimo, que ella ocultaba recluida en sus habitaciones. Virginia era adicta al
trabajo, como su padre Sir Leslie Stephen. Cuando estaba sana escribía
constantemente, con turnos de trabajo de 16 a 18 horas. En noviembre de 1940,
trabajaba en tres proyectos de manera simultánea. En diciembre de 1940 finalizó
el primer borrador de su última novela Entreactos. Para fines de ese mes sentía
que sus manos temblaban y que la depresión regresaba con más fuerza. Leonard
sabía que la alarma se disparaba cuando ella no dormía y sus dolores de cabeza
se hacían insoportables; a eso se agregaba la falta de concentración y su
incapacidad para leer. John Lehmann, que trabajaba para los Woolf en Hogarth
Press, notó en marzo de 1941 lo siguiente: “Me di cuenta de que Virginia estaba
inusualmente tensa y nerviosa, sus manos temblaban de vez en cuando, aunque
aún tenía una conversación fluida y correcta”. Cuando Lehmann leyó el primer
manuscrito de la novela, notó que la redacción estaba más rara que de costumbre
y que había numerosos errores en la escritura de la máquina, situación poco
común en ella. Cada cuartilla estaba llena de correcciones. La familia de Virginia,
los Stephen, presentaban antecedentes bien marcados de alteraciones afectivas.
El hermano Thoby trató de suicidarse de joven, lanzándose desde una ventana de
un edificio en la preparatoria. Su otro hermano, Adrian, fue descrito con una
variedad de alteraciones psiquiátricas no muy claras. Su querida hermana,
Vanessa Bell, presentó un episodio de depresión mayor que le duró dos años. El
abuelo, Sir James Stephen, también es descrito como con una serie de
alteraciones psiquiátricas no muy precisas. La figura de más influencia en la vida
de Virginia fue su padre, Sir Leslie Stephen, un hombre distinguido en la época
victoriana que padecía de insomnio y episodios de depresión, pero nunca se
comentó que hubiera tenido una enfermedad bipolar. Padre e hija tenían mucho
en común. Ella sentía una admiración profunda hacia él, pero al mismo tiempo le
reprochaba sus prejuicios hacia las mujeres, que hicieron por ejemplo que las dos
hijas, Vanessa y Virginia, no fueran nunca a la escuela. La doctora Kay Redfield
Jamison, ella misma maniaco-depresiva y psiquiatra, escribió un libro sobre el
temperamento artístico de los enfermos maniaco-depresivos: Marcados con fuego
(Fondo de Cultura Económica, 1998). Con verdadera erudición, en este libro
describe los pasajes de poetas, literatos, pintores y otros artistas que padecieron y
aun sucumbieron a los embates de la depresión mayor o la enfermedad bipolar.
Ella sostiene que, ciertamente, hay una elevada frecuencia de estas afecciones en
los artistas y se pregunta si esta es una condición que favorece, en alguna
medida, la manera como esos seres especiales vieron el mundo y lo re-
interpretaron. En un estudio al que se refiere en su libro, encontró que el 80% de
los artistas estudiados presentaban algún tipo de alteración del afecto (depresión,
alteración bipolar o ciclotimia), mientras que sólo el 30% de la población control
que no se dedicabaa a una actividad artística lo presentaron. Por supuesto que la
doctora Kay Redfield no cae en extrapolaciones simplistas: ni todos los artistas
son enfermos mentales, ni tampoco ocurre lo contrario. Sin embargo, cuando las
conjunciones entre genialidad artística y enfermedad afectiva se dan,, los
resultados suelen ser muy impresionantes para la obra que resulta. Vincent Van
Gogh, Ernest Hemingway, Robert Schumann, Alfred Tennyson, William y Henry
James, Herman Melville y otros más, son analizados por la autora trazando el
árbol genealógico de las familias y detectando la presencia de los antecedentes
hereditarios en cada uno. El tratamiento En 1949 un médico danés, Mogen Schou,
describió la forma en que la sustitución del cloruro de sodio por cloruro de litio
mejoraba las oscilaciones del estado de ánimo en enfermos bipolares. Este tipo
de hallazgo revolucionó la manera en que son tratados los enfermos maniaco-
depresivos. En la actualidad, este medicamento es el tratamiento de elección para
enfermos bipolares. El cloruro de litio regula o estabiliza el estado de ánimo.
Después se han desarrollado más fármacos de este tipo con menos efectos
secundarios, algunos de ellos pertenecen a la familia de los anticonvulsivos, como
la carbamacepina, lamotrigina, gabapentna, ácido valproico. Otros son
antipsicóticos, como el haloperidol, olanzapina y risperidona. Finalmente también
las benzodiacepinsa como el clonacepam ayudan en el mejoramiento del estado
de ánimo. ¿Por qué los pacientes no usan estos medicamentos? Las respuestas
pueden ser diversas: el estigma del uso de medicamentos psiquiátricos, el
desconocimiento de la enfermedad y lo caro que son algunos de ellos. Lo que
resulta es que los cuadros de enfermedad bipolar se van repitiendo cada vez con
mayor frecuencia, duración y severidad, lo cual ha llevado a dictaminar que el
tratamiento debe de iniciarse desde las primeras manifestaciones de la
enfermedad, para prevenir el viaje hacia la desconexión. ¿Qué sucede con una
persona que rehuye al tratamiento médico para la enfermedad bipolar? Hoy
sabemos que en la mayoría de los casos se tiende a acentuar y agudizar el
problema. Robert M. Post, investigador y psiquiatra norteamericano, notó que si la
primera crisis de manía ocurre a los 18 años, por ejemplo, la siguiente no tardará
tantos años para manifestarse: sólo dos o tres años más tarde el paciente sufrirá
una recaída. Después se acortarán los intervalos entre un cuadro clínico y otro
hasta hacerse casi continuos. Existen formas de la enfermedad conocidas como
“cicladores rápidos”, pacientes que presentan episodios de manía y depresión que
se alternan en periodos muy cortos, de días, y que pocas veces llegan a la
eutimia. Es pues importante que el paciente y sus familiares aprendan a vivir con
la enfermedad y que desarrollen las herramientas para controlarla: medicamentos,
terapia y pedagogía sobre el padecimiento son los ingredientes básicos de una
vida estable y productiva.

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