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ACTIVANDO EL “ZOOM”

SOBRE LA FORMACIÓN
DOCENTE INICIAL
Silvia Bruzzo
marzo de 2008

INDICE

Presentación…………………………………………………………Página 2

La Formación Docente Inicial en cuestión………………………..Página 2


Las vicisitudes de ser alumno residente…………………………..Página 4
La apasionante aventura de enseñar……………………………...Página 6

Conclusiones…………………………………………………………Página 9

Bibliografía……………………………………………………………Página 10
PRESENTACIÓN

Desde la década del 90 la formación docente se constituyó en epicentro de debates,


evaluaciones, propuestas y ajustes que tuvieron como punto de coincidencia un diagnóstico
crítico que la condenaba a una necesaria e inmediata transformación.

En la actualidad la formación docente sigue siendo incierta, precaria y continúa poniendo


en evidencia una profunda crisis. Y esto obedece a múltiples factores.

Uno de ellos es que enseñar requiere mucho más que poner en práctica lo que se
aprendió en la formación inicial. A juzgar por lo que pone en evidencia la realidad, desde la
formación de grado no estamos ofreciendo a los alumnos experiencias variadas que les permitan
– como futuros docentes – construir una mirada compleja acerca de la realidad escolar y los
problemas del mundo contemporáneo.

Otro factor a tener en cuenta es la “distancia” entre lo que los alumnos aprenden en los
ISFD y lo que les depara el ejercicio de la profesión docente (lidiar con contextos sociales muy
variados, con alumnos de condición cultural diferente, con problemas de violencia, con nuevas
tecnologías, afrontar la distancia cultural entre el mundo de los adolescentes y los adultos, etc.).

Los docentes asumimos que si bien existe un impacto de la formación inicial sobre las
prácticas profesionales futuras de los alumnos, los desajustes se relacionan con el hecho que el
egresado debe reconfigurar los aprendizajes adquiridos en función de las demandas y
características de la escuela en la cual se inserta y que, dicha reconfiguración supone aprender
cosas nuevas, resignificar lo aprendido o reaprenderlo. Y los alumnos egresados tienen enormes
dificultades para hacerlo.

A partir de lo planteado hasta aquí voy a proponer dos hipótesis:

Una es que los alumnos reciben una formación docente inicial inadecuada para las
necesidades reales de la escuela. Otra es que las escuelas y sus tradiciones neutralizan el
impacto de la formación inicial imponiendo estilos propios.

A través del presente trabajo voy a exponer algunos planteamientos que pongan en
evidencia la problemática precedente.

La Formación Docente Inicial en Cuestión

Voy a definir a la formación docente inicial como un proceso, una construcción que como
tal presenta momentos de conflicto, quietud, saltos cualitativos y reorganizacionales, es decir toda
la complejidad de un proceso de aprendizaje.

Formar docentes es una tarea de suma complejidad. Implica grandes desafíos: debemos
definir los saberes indispensables que deben tener y al mismo tiempo brindarles las herramientas
para que puedan seguir aprendiendo, despertando en ellos la capacidad de reflexionar sobre su
futura práctica profesional. Estos desafíos aparecen como muy difíciles de ser alcanzados. Y hay
varias razones para que así sea.

En la actualidad la sociedad está fragmentada. Esta situación no debería provocarnos la


sensación de que “…todo tiempo pasado fue mejor…” sino por el contrario debería desafiarnos a
interpretar la nueva realidad social. Las escuelas no están ajenas a esta fragmentación y los
docentes tenemos dificultades para trabajar en este nuevo escenario. Esto se manifiesta en la
brecha existente entre el conocimiento que los alumnos de las carreras docentes
adquieren en el proceso de formación y la capacidad de afrontar las situaciones derivadas
del ejercicio profesional. Dicho de otro modo, el conocimiento que adquieren durante el proceso
de formación no logra responder (en muchas ocasiones) a las demandas de la realidad escolar.

A través de los años puedo advertir que las escuelas aparecen para los alumnos
egresados como una realidad “ya hecha”, comienzan a trabajar y aprenden los rituales e imitan
formas de trabajo de colegas con experiencia, aprenden los secretos del oficio, se encuentran con
alumnos reales, con conflictos de poder, con alianzas y enemistades. Es decir, con un juego de
tácticas y estrategias que dan forma a la cultura escolar. (El concepto de cultura escolar hace
referencia a la mezcla de continuidades y cambios, de tradiciones e invenciones de la vida
cotidiana, las prácticas y la realidad educativa de las escuelas y de las aulas en su confrontación
con las teorías y la legalidad educativa.)

A partir de ese momento sienten que lo que aprendieron en el instituto sólo les sirvió para
aprobar los exámenes. Algunos de los egresados salen airosos resolviendo las dificultades desde
su propia percepción y otros intentan conservar lo que aprendieron durante el proceso de
formación pero manifiestan sentirse decepcionados por la realidad que sienten que los supera.

Por otra parte, la citada fragmentación social provoca una suerte de fragmentación
curricular. Los planes de estudio de las carreras de formación docente proponen numerosos
requisitos de correlatividad que determinan un circuito curricular cerrado, en el que un atraso en
algunas materias puede implicarle al alumno la pérdida de un año de estudios. Al mismo tiempo,
hace casi imposible acreditar las materias realizadas en un profesorado en otro de distinta
especialidad. Con esta problemática se relaciona la dicotomía entre formación pedagógica y
formación disciplinar. Al mismo tiempo, la transposición didáctica (factor predominante en la
circulación del saber) se convierte en una mera justificación de lo que “pueden” aprender los
alumnos y lo único que logramos es reducir la visión de lo que deben aprender porque no nos
detenemos a reflexionar hasta qué punto estamos constriñendo la mirada de los futuros docentes.

Las dificultades se originan durante el proceso de formación porque somos los propios
docentes los que legitimamos el normalismo positivista devenido en instrumentalismo
pedagógico. Y esto produce una distancia demasiado grande que los alumnos deben recorrer al
egresar del instituto entre la teoría y la práctica, entre lo que han aprendido en su proceso de
formación y el oficio de enseñar.

Hay saberes que los alumnos no tienen, hay vacíos que no pueden llenar aún aprobando
exámenes exitosos. Cuando egresan comienzan otro proceso de adquisición de conocimientos
diferente al del instituto. Y es diferente porque cuando son alumnos el aprendizaje se regula
mediante dispositivos curriculares estructurados (por ejemplo, los programas de las materias que
deben aprobar) y cuando comienzan a trabajar en las escuelas la fuerza formativa es ejercida por
otras formas de regulación (por ejemplo, normas explícitas e implícitas, dinámica institucional,
etc.). Es decir, inician un nuevo proceso de aprendizaje sometido a otras reglas de juego
que deberán aprender. En este momento los alumnos egresados enfrentan una tensión entre el
saber formalizado (que ni bien obtienen el título están ansiosos por aplicar) y la evidencia de su
desconocimiento del saber ordinario (ese otro mundo al que acceden una vez que comienzan a
trabajar en las escuelas y que está habitado por otro tipo de expertos.)

Los contenidos y las estrategias que aprendió el estudiante son dejadas de lado cuando se
inserta al ámbito laboral. Es frecuente que algunos egresados se “sometan” a los legados de la
escuela en la cual comienzan a trabajar y otros recurran a los modelos que han interiorizado en
su trayectoria escolar previa a la carrera de formación docente. Por ejemplo, amenazar a los
alumnos en el momento de otorgar calificaciones ante la tarea incumplida o descalificarlos por no
ser capaces de memorizar alguna definición.
La ruptura entre formación inicial y formación profesional se produce porque durante
el cursado de las materias del profesorado los alumnos no son formados para hacer frente a
determinadas situaciones de la práctica. Situaciones que son sorteadas por los docentes en
ejercicio porque recurren a sus saberes ordinarios que, al ser invisibles hasta para ellos mismos,
es imposible teorizar sobre los mismos. Los saberes ordinarios tienen la autoridad de la práctica y
de la experiencia (justamente lo que los alumnos recién recibidos todavía no poseen), de lo
establecido, de lo que da resultado y su ámbito de circulación es el de las relaciones informales
entre pares, es aquello que a un docente le dio resultado y lo comparte con sus colegas, es
aquello que tiene autoridad porque lo hacen los docentes que tienen poder en la institución.

Los saberes ordinarios han sido definidos por A. M. Chartier (2000) como aquellos que
orientan la acción en los oficios pero sobre los cuales los sujetos no dan cuenta, y a los que la
investigación y el conocimiento académico no han captado hasta ahora. La autora ha estudiado la
existencia de lo que denomina “saberes ordinarios” para hacer alusión a aquellos tipos de
saberes que orientan la acción de los oficios. Se trata de un tipo de saberes que obedecen a un
estatuto diferente al de los saberes elaborados. Se basan en diferentes formas de autorización,
en otros lugares de circulación y en sujetos de transmisión también distintos a los que
habitualmente lo hacen en la formación inicial. La autoridad es la autoridad de la práctica, de la
experiencia, de lo probado y que ha dado resultados positivos. Son saberes que circulan por
canales informales, el boca a boca, los pasillos, la sala de profesores, la biblioteca, propios del
ámbito de trabajo. Estos saberes del mundo del trabajo están autorizados por otros sujetos, los
más experimentados, “los de mayor antigüedad” en la institución, que transmiten “los secretos del
oficio”.

Estos sujetos encargados de la transmisión de los saberes ordinarios adquieren


fundamental importancia en la formación profesional ya que los saberes prácticos son
imprescindibles en el proceso de socialización profesional. Los procesos de socialización laboral
que se producen en las instituciones, están a cargo de los docentes que ya conocen el oficio, y la
cultura institucional dominante, que imprime marcas y límites a las expectativas de los docentes
recién recibidos.

Chartier en su análisis sobre los saberes ordinarios, enfatiza la importancia de


jerarquizarlos y conocerlos como una vía posible para comprender y transformar las prácticas.
Durante la residencia se cristaliza la tensión entre estos dos tipos de saberes: los formalizados y
los ordinarios, ya que los alumnos residentes advierten el desconocimiento sobre una serie de
procedimientos y saberes ordinarios de la vida profesional.

Las vicisitudes de ser “Alumno Residente”

Los alumnos de las carreras de formación docente se enfrentan a una etapa peculiar
cuando culminan su itinerario formativo: la Residencia. Generalmente, en este momento sienten
que no saben nada. Es un período de transición por el cual atraviesan debido al lugar de
indeterminación que enfrentan: la condición de estudiante y de docente, al mismo tiempo.

Diversos autores consideran a la práctica de residencia como una etapa fundamental y


de fuerte impacto en la socialización profesional de los futuros docentes. Asimismo, esta práctica
se concibe como una instancia que atraviesa toda la formación de grado, aunque en realidad
suele vivenciarse como una etapa final, de aplicación de lo aprendido en las distintas materias
que componen el plan de estudio del profesorado.

Recabando opiniones de los alumnos practicantes podemos encontrarnos con


apreciaciones tales como “…la residencia me sirvió para darme cuenta lo difícil que es trabajar
con adolescentes…”; “…durante la residencia sentí que me evaluaban si sabía planificar y si
tenía dominio de grupo…”.

Las prácticas de residencia son sólo una simulación de la práctica y no se puede esperar
que generen conocimiento práctico. No obstante, aprobar las prácticas de residencia durante la
carrera docente es para los estudiantes una condición indispensable en el trayecto de formación
inicial. Los profesores del trayecto de la práctica sostienen que es conveniente que los futuros
docentes realicen actividades didácticas y pedagógicas en los escenarios escolares que les
permita interactuar con lo que constituirá su lugar de trabajo y desarrollo profesional. Sin
embargo, no todos los aspectos de las prácticas de residencia están claros para los docentes y
estudiantes implicados. Por ejemplo, ¿Cómo relacionar lo que el alumno tiene que hacer durante
la residencia con lo que aprendió en las demás materias? ¿Cómo relacionan los alumnos
residentes la formación académica y la complejidad del salón de clase?

El transitar por el rol de practicantes coloca a los alumnos en la búsqueda por el


reconocimiento de su papel, les genera cierta conflictividad y les confiere un estatuto poco claro
respecto de los demás docentes de la escuela. Para moverse en esta realidad, triunfan los
supuestos y creencias sobre experiencias vividas a lo largo de la vida como aprendices en las
aulas, que por lo general han sido conservadoras y tradicionales, surtiendo un poderoso efecto
negativo en su compromiso como practicantes transformadores. Al mismo tiempo, sus tareas y
roles docentes se desarrollan impregnados de una engañosa simplicidad. No existen en los ISFD
instancias destinadas a la problematización del rol del practicante, más allá de los deberes
prescriptos en el Reglamento de Práctica y Residencia.

Los alumnos practicantes dicen: “…no sabemos cómo planificar las clases, no tenemos
claro qué tenemos que hacer… lo único que tenemos son definiciones de planificación didáctica y
cuáles son sus componentes…”. Esta situación se torna sumamente conflictiva cuando descubren
que la distancia entre ser alumno del profesorado y recibirse de profesor se mide por una
magnitud indefinida que debe captar la distancia entre lo que aprendieron en su formación y el
“oficio” de enseñar.

Finalizada y aprobada la etapa de Residencia ( para lo cual deben sortear variados


obstáculos) comienzan a trabajar y entonces sienten que tienen conocimientos formalizados pero
que carecen de otros que hacen referencia a aquellos saberes no transmitidos y que están en
juego: las “excusas válidas” para retrasarse en la sala de profesores cuando finaliza el recreo; las
estrategias para contener a alumnos con problemas familiares; las respuestas que hay que “dar”
ante las demandas del directivo del turno; los silencios que hay que mantener ante la agresión
solapada de algún colega, el no tener derecho a ocupar determinados espacios de la escuela, el
no entender los “códigos compartidos” que se evidencian en alianzas entre ciertos docentes, etc.

Esto nos lleva a pensar en la ruptura entre formación inicial y formación profesional
que se pone en evidencia ante el desconocimiento por parte del alumno recién recibido del juego
de tácticas y estrategias que dan forma a la cultura escolar de la escuela en la que se inician y al
mismo tiempo porque no han podido construir aún los saberes ordinarios respecto de los modos
de hacer y pensar sedimentados a lo largo del tiempo y que forman parte de la gramática de esa
escuela. ( La gramática de la escuela hace referencia al conjunto de tradiciones y regularidades
institucionales sedimentadas a lo largo del tiempo, transmitidas de generación en generación por
los docentes; de modos de hacer y de pensar aprendidos a través de la experiencia docente; de
reglas del juego y supuestos compartidos que no se ponen en entredicho y que posibilitan llevar
a cabo la enseñanza, adaptar la sucesión de reformas planteadas desde el poder político y
administrativo a las exigencias que se derivan de dicha "gramática", y transformarlas. El tiempo,
el espacio, los ritos y las prácticas del oficio de los docentes, son algunos de los más importantes
componentes de la gramática de la escuela.)
La apasionante aventura de enseñar

Los ISFD estamos formando a nuestros alumnos para el oficio de enseñar. Este oficio
tiene una historia que puede sernos útil. En un primer momento la enseñanza era una profesión
libre ejercida por cuenta propia y basada en saberes empíricos, luego se transformó en una
profesión de Estado en la que se ingresaba después de recibir y acreditar una formación
específica en escuelas normales creadas para ese fin y sostenidas por el Estado. Desde la
segunda mitad del siglo XIX se desarrolló un proceso de estatalización de la educación. Se
considera la profesión como un sacerdocio, luego pasa a ser un trabajo regulado por el Estado,
luego se considera al docente entre un profesional con vocación y un trabajador asalariado.

Bourdieu plantea la profesionalización como una dinámica del mundo del trabajo en que se
especializan y fragmentan el conocimiento y las tareas. Las profesiones son casos del desarrollo
de campos estructurados de producción de bienes simbólicos. En el caso del magisterio el
proceso de profesionalización se confunde con el de estatalización. El Estado de Bienestar
significó no sólo una forma de expansión de los derechos y la protección social sino a la vez una
forma de contención política y social de los trabajadores que permitió regular su capacidad de
acción, el estado apareció como equilibrador de las relaciones laborales a través de la legislación
laboral. Surge la división del trabajo docente: especialista y técnico y los maestros. Surge el
docente como trabajador sindicalizado a mediados del siglo XX. Con la crisis del Estado de
Bienestar, cambia la economía con la globalización y la competitividad, debilitándose lo sindical,
el mercado laboral se desregulariza, hay flexibilidad laboral y la docencia se transforma en una
profesión de mercado: se mantiene el estandarte de empleados públicos pero se acrecienta la
precariedad laboral.

En la actualidad debemos formar docentes reflexivos, críticos, creativos, con capacidad


para trabajar en equipo y abiertos a las innovaciones. Henry Giroux propone la formación de
intelectuales transformativos que desarrollen pedagogías contrahegemónicas y habilidades que
necesitan para actuar en sociedad con sentido crítico y para tener una acción transformadora. Por
su parte, Ana María Zoppi apunta a la formación de profesionales con alto grado de autonomía,
capaz de tomar decisiones pertinentes, significativas y relevantes.

Y resulta que en la actualidad nos encontramos con la siguiente situación: de los


ingresantes a las carreras de formación docente sólo el 20 % llegan al último año en el tiempo
considerado “ideal”. El resto, desaprueba los exámenes finales, debe recursar materias,
postergando uno o dos años el momento de ser egresado. La mayoría de las veces los docentes
afirmamos que esto es producto de la crisis, de que los alumnos no estudian, de que no están
preparados para hacer frente a las exigencias del nivel superior. Pero no buscamos las causas en
otra parte.

A diferencia del segmento, que se constituye como un espacio diferenciado en un campo


integrado, la fragmentación remite a un campo estallado caracterizado por las rupturas, las
discontinuidades y la imposibilidad de pase de un fragmento a otro. El fragmento es un espacio
autoreferido en el interior del cual se pueden distinguir continuidades y diferencias. Las primeras
marcan los límites o las fronteras del fragmento, las otras dan cuenta de la heterogeneidad de
estos espacios. Las investigaciones nos muestran que existe una ruptura del campo de sentido
compartido por el conjunto de las instituciones y de los agentes que circulan por ellas. Por
ejemplo, la categoría formar un “buen docente” adquiere una diversidad de sentidos para los
diferentes grupos de los ISFD. Para algunos implica que los alumnos deben dominar los saberes
disciplinares que deberán enseñar, para otros implica formar profesionales que puedan hacer
frente a las nuevas demandas educativas.

Es frecuente que ingresen a los ISFD jóvenes que provienen de sectores sociales
vulnerables y en algunos casos son producto de una escolarización en segmentos deteriorados
del sistema (con saberes académicos empobrecidos). La docencia aparece como la posibilidad
de una rápida inserción laboral. Los docentes no tenemos clara conciencia de ello y seguimos
esperando un perfil de estudiante para la docencia que ya no existe. Y entonces elaboramos
discursos alrededor de la noción del “déficit” que traen tanto por sus rendimientos académicos
como porque se alejan del patrón social y cultural que se considera pertinente para la docencia.
La formación inicial, en consecuencia, debe compensarlos en tanto son “sujetos deficitarios”. Se
construyen así otras clasificaciones, otras visibilidades e invisibilidades, se autorizan ciertos
discursos y se desautorizan otros. Y estos discursos provienen de los propios ISFD.

Se alimenta así una espiral de estigmatización que presenta a estos jóvenes como grupos
inhabilitados para el ejercicio de la posición de enseñantes. Se fortalece el des-reconocimiento y
se producen futuros docentes crecientemente convencidos de su minusvalía.

En este sentido, cobra especial relevancia el 'efecto destino' (al decir de Bourdieu) de
estos veredictos: algunos jóvenes abandonan la carrera, otros la continúan pero sólo imaginan su
inserción laboral en los circuitos más empobrecidos del sistema. Es decir, se trata de efectos
paradójicos: la misma institución que brinda la oportunidad de la inclusión marca los circuitos de
exclusión.

Hoy, entonces, no sólo los estudiantes y las condiciones materiales de escolarización son
diferentes y desiguales en cada institución; también lo somos quienes en ellas enseñamos.
Categorizamos a los alumnos como “pobres” o “ignorantes” colocándolos a una distancia
infranqueable de poder asumir las responsabilidades que les exigiría ser docentes y
estigmatizándolos como incapaces de construir el lugar de autoridad imprescindible para llevar a
cabo la transmisión de la cultura.

Hoy, enseñar requiere mucho más que poner en práctica lo que se aprendió en la
formación inicial. En consecuencia, repensar el currículum institucional requiere proponer la
superación de los modelos carenciales e instrumentales centrados excluyentemente en el
conocimiento experto y en la transmisión que conciben al alumno como un sujeto deficitario que
debe ser reconvertido.

Enseñar para Inés Dussel es transmitir, recrear e introducir a sujetos en una cultura que
tiene su historia. La transmisión es entendida como una recreación y el que imparte la
enseñanza tiene que tener una autoridad, o sea, ejercer una relación asimétrica que promueva
obediencia y respeto entre dos sujetos y ejercer una autoridad cultural que es la que tiene el
currículum prescripto.

Es decir, el alumno egresado de los ISFD pasa del status de estudiante a tener que
construir una autoridad con responsabilidad. Pero pocas veces nos detenemos a pensar que
cuando es estudiante aprende qué elementos de la cultura deberá enseñar a sus futuros alumnos
pero sólo en el ejercicio de la profesión transmite cultura y ejerce poder sobre sus alumnos.
Cuando es estudiante le sugieren contextualizar el currículum pero en la práctica profesional le
resulta más fácil copiar recetas ajenas. Cuando es estudiante le hablan de la importancia del
trabajo en equipo y de la interdisciplinariedad pero en la práctica profesional el trabajo es
generalmente en solitario.

Otra dificultad recurrente aparece cuando los egresados deben elaborar sus
planificaciones. Esto se relaciona con lo que llamamos pautas de ordenamiento curricular que
consiste en una combinación de formas de normalizar cuerpos de conocimientos, tiempos
escolares, conceptos sobre el aprendizaje y los sujetos de la educación. M. Palamidessi
considera que hubo tres etapas históricas en el desarrollo del ordenamiento curricular: a partir de
1940 la modalidad curricular técnico racionalista, a partir de las décadas 60 y 70 el currículo es
considerado como proceso y el docente como investigador; y a partir de 1980 se considera un
currículum flexible, amplio y abierto; como toma de decisiones, procesos de reflexión y
tratamiento de problemas. La forma que adquieren los alumnos para planificar, alude a algunas
de estas etapas.

Para G. Augustowsky y L.Vezub, la planificación es un documento público escrito que


forma parte de una cultura profesional docente. Es un momento intermedio entre la teoría y la
práctica, implica un proceso reflexivo que permite guiar y anticipar la enseñanza y cumple una
función de control y supervisión. Por su parte, J. Gimeno Sacristán analiza las tareas que un
docente tiene que realizar al planificar: además de la selección de contenidos hay que pensar
sobre la práctica antes de realizarla, configurarse la experiencia que tendrán los alumnos, pensar
alternativas posibles, prever el curso de la acción, anticipar las posibles consecuencias de la
opción elegida, ordenarlas paso a paso, distribuir el tiempo, el espacio y los materiales
necesarios.

Si enseñar es prever racionalmente la organización y administración de los nuevos


saberes, obviamente aprender a planificar es la condición necesaria para hacerlo.

Las planificaciones representan uno de los ritos más destacados de imposición


simbólica del poder y la autoridad por parte de los profesores de las “didácticas específicas”.
En consecuencia, los alumnos durante la formación inicial incorporan diferentes modelos de
planificación. Inés Dussel sostiene que la autoridad pedagógica se basa en la transmisión y que
la “crisis de autoridad” puede remitirse al cambio que han sufrido las formas y vías tradicionales
de transmisión.

Entonces, el problema no es que no se “enseña” a planificar, el problema no es que no


haya transmisión ni que esté en crisis la autoridad de Ios ISFD. Lo que está en crisis es la
autoridad pedagógica porque cada docente tiene su discurso que, en ocasiones desacredita al de
los colegas. Por ejemplo, los profesores de las didácticas específicas acusan a los generalistas
de “…seguir con el verso, no tener contacto con la realidad, no bajar al aula…”. En consecuencia,
los generalistas se sienten desautorizados ante los alumnos por sus colegas y los alumnos tienen
dificultades para reconocer la autoridad pedagógica de sus docentes. Si enseñar supone
transmitir una cultura y ayudar a otro a incorporarse a una tradición indudablemente hay algo que
está quebrado. En los ISFD es urgente replantear el lugar de la transmisión y la autoridad. Los
docentes debemos volver a autorizarnos en nuestro lugar de transmisión.

Los alumnos durante la formación inicial seguramente vivencian la construcción de un


vínculo pedagógico centrado en sus profesores de las didácticas específicas pensado como
“ascendencia moral” al decir de Durkheim, en el que la transmisión no da lugar a la crítica ni a la
recreación sino a la aceptación de un legado incuestionable. El alumno sigue dichos “legados” sin
cuestionamientos.

La autoridad entonces es ejercida por el material bibliográfico propuesto por cada profesor
y por el poder experto que los alumnos reconocen en cada uno de ellos. (En algunos más, en
otros menos). En este sentido, la autoridad es la relación que promueve "obediencia", "respeto",
que establece un vínculo asimétrico entre los docentes y los alumnos. La autoridad pedagógica
aparece corporizada en el grupo de docentes que los alumnos ven como los más “fuertes” de la
institución.

Pablo Pineau discute el predominio de una concepción de autoridad basada en forma


exclusiva en la desigualdad y en la inmutabilidad de posiciones entre "el que enseña" y "el que
aprende". El autor nos propone pensar en "formas de autorización" más que en "autoridad".
Para que esto sea posible hay que superar la imagen de que el docente porta lo que no porta el
alumno. Los profesores de los ISFD no vemos a los alumnos como “futuros iguales” sino como
aprendices que, aún cuando culminen su carrera, seguirán en una posición de inferioridad
respecto de la nuestra. Esto genera mecanismos de control y degradación hacia los alumnos que
“no estudian, no se preocupan, no preparan sus clases, no leen la bibliografía”, etc. La
autorización sigue un camino jerárquico de un solo sentido, donde los ya autorizados autorizamos
a los nuevos. El título docente sigue marcando una clara línea divisoria y establece una jerarquía
de autoridad entre quienes lo ostentan.

Indudablemente los docentes debemos sentirnos autorizados a serlo y, como tales,


sentirnos capaces de autorizar mundos a nuestros alumnos. Según Steiner la mejor forma de
autorización es la que se desprende de creer que el acto educativo vale la pena y que puede
inaugurar condiciones inesperadas. Como docentes, en consecuencia, para tener autoridad
pedagógica no sólo debemos determinar “qué” enseñar sino que también debemos ser capaces
de justificar ante nuestros alumnos el “porqué” vale la pena hacerlo (Aunque ellos no estén
totalmente de acuerdo).

Tanto Dussel como Pineau nos proponen buscar nuevas formas para el ejercicio de la
autoridad y señalan la insuficiencia actual de las formas de autoridad. También sostienen que no
se trata de restaurar las formas de autoridad perdida sino de buscar nuevas formas de
autorización. Tal vez, lo que nos cueste a los docentes sea aceptar que en la actualidad no es
posible sostener una autoridad asentada en esquemas rígidos de mandato y de obediencia o en
una desigualdad absoluta entre sujeto de autoridad y sujeto de obediencia. Lógicamente, lo difícil
es fundar una autoridad basada en la asimetría (entre el que enseña y el que aprende) sin caer
en el autoritarismo. Sin embargo, no podemos dejar de tener en cuenta que la insuficiencia de las
formas de autoridad no es causada por fuerzas externas a los ISFD sino que es parte de
procesos sociales e históricos de los que nosotros como docentes somos responsables (Seamos
conscientes o no de ello)

CONCLUSIONES

La conclusión a veces implica el fin, el punto de llegada. Sin embargo, prefiero pensar en
“puntos de partida” que surjan de los planteamientos aquí vertidos.

Partí de la consideración de algunos factores que ponen en evidencia la crisis de la


formación docente inicial. Propuse dos hipótesis, por un lado la falta de adecuación de la
formación docente inicial a las demandas emergentes de la práctica educativa y por otro, la fuerza
de las tradiciones de las escuelas para neutralizar el impacto de la formación de grado brindada
en los ISFD.

Luego del camino recorrido haciendo referencia a algunas de las problemáticas


peculiares de la formación docente inicial (aplicando una especie de “zoom” como si
tuviera una cámara en mano) estoy en condiciones de afirmar que el currículum de dicha
formación debe ser desafiado tanto por los cambios en el perfil de los aspirantes a
profesores como por la transformación y el incremento de los saberes necesarios para la
docencia.

Una formación docente acorde con los desafíos que se nos presentan exige comprender
las profundas transformaciones sociales y culturales que hoy imprimen nuevas demandas y
nuevos sentidos a la escuela, al quehacer docente y a la experiencia escolar toda. Se trata de
movilizar preocupaciones por la relación de la tarea educativa con el conocimiento, su producción,
circulación y distribución social, contribuyendo a replantear en profundidad el trabajo de enseñar y
el lugar de la escuela, hoy.

Es imprescindible recrear los vínculos entre los ISFD y las escuelas para construir un
espacio de reflexión y aprendizaje compartido. Dichos vínculos exigen considerar su potencial
transformador, alejándolos de las formas en que la práctica de la enseñanza sea un espacio de
reproducción de lo vigente.
Actualmente, enseñar requiere mucho más que poner en práctica lo que se aprendió en la
formación o la experiencia previa. Repensar la formación de los docentes requiere proponer la
superación de los modelos carenciales e instrumentales centrados excluyentemente en el
conocimiento experto y en la transmisión unidireccional que conciben al docente en formación
como sujeto de déficit que debe ser reconvertido.

Son muchos los jóvenes que hoy eligen ser docentes (a pesar del desprestigio del rol, a
pesar de los bajos salarios, a pesar de la incertidumbre laboral, etc.). Entonces, por que no
pensar que esta elección puede representar para ellos la posibilidad de construir otro futuro; por
que no ofrecerles una variedad de experiencias que les permita construir una mirada compleja
acerca de la realidad escolar y los problemas del mundo contemporáneo; por que no pensar al
currículum como autoridad de construcción cultural y demostrarles a los alumnos que lo que les
estamos enseñando es importante.

Por que nos cuesta tanto entender que masificación no es sinónimo de inclusión, por que
no generamos espacios diferentes para los nuevos sectores que se incorporan. El problema está
en seguir sosteniendo un imaginario que incluye un “modelo de alumno” y un “modelo de
prácticas escolares”. Y no existe el alumno “modelo”, existen alumnos diversos que tienen
trayectorias diferentes que resultan de un acceso diferenciado a los saberes que pretendemos
enseñarles. En consecuencia, la desigualdad es el resultado de un problema de acceso pero no a
los ISFD, sino a los saberes que en ellos circulan.

Debemos hacer el esfuerzo (de una vez por todas) de entender que el ser profesor implica
no sólo adquirir conocimientos y destrezas, sino que es un rol que se construye a partir de la
práctica, la reflexión y las tradiciones. Por esto además de acceder a los conocimientos
pedagógicos y de tener pericia metodológica es necesario que los alumnos conozcan e
interioricen las reglas del oficio, los intereses, valores y actitudes de los docentes, y se inicien en
la subcultura de las escuelas. Y aquí radica la importancia de las prácticas de residencia. No hay
prácticas sin marcos de referencia, ni teorías sin correlatos con realidades concretas. Vale decir,
la formación teórica y la formación práctica no pueden constituir dos realidades dicotómicas. La
mirada de la teoría en relación con la práctica requiere superar tendencias “aplicacionistas”, y
constituirse en un marco para sustentar la acción.

Es necesario que enseñemos a los alumnos a indagar, analizar y valorar el origen de su


pensamiento pedagógico y de sus representaciones, aspecto que debiera ser un referente
continuo a lo largo de la formación teórico-práctica, para leer críticamente el accionar de los
docentes en ejercicio y el propio accionar como practicantes y de esta manera contribuir a la
instalación de nuevos estilos pedagógicos. Los primeros que hemos de cuestionar nuestras
propias subjetividades somos los docentes de los ISFD para intentar que nuestros alumnos a su
vez, aprendan a cuestionarse las suyas. Porque el sistema educativo actual necesita un profesor
diferente. Un profesional idóneo que pueda impactar de manera positiva en la sociedad, en la
escuela, en el currículo. La educación por ser dinámica no necesita docentes infalibles sino de
vanguardia, que busquen constantemente renovar sus conocimientos con el propósito de
ajustarse a los cambios de un mundo tan dinámico como en el que vivimos.

La formación docente inicial debe brindar respuestas educativas a la diversidad, superando


la “pedagogía de la exclusión” y para ello los docentes que trabajamos en los ISFD debemos
abandonar los planteamientos del modelo selectivo en el que fuimos formados y descubrir las
absurdas limitaciones y la falta de justificación de antiguas tradiciones educativas que parecían
intocables. Es decir, tenemos que dejar de mirar el pasado y reconstruir las instituciones de
formación docente en clave de futuro (instituciones en las que todos los alumnos – sin
exclusiones – puedan aprender)

Quizá el primer paso es quebrar la idea de que hay que formar al “docente ideal". Lo que las
escuelas necesitan son equipos docentes que incluyan identidades múltiples, recursos variados,
historias de vida muy disímiles y un espacio de comunicación en el que las diferencias se
articulen como riqueza, en lugar de ser vistas como problema, como carencia o como rasgos a
tolerar.

Si existe una crisis de confianza en la profesión docente y en las instituciones formadoras,


su origen reside en la epistemología de la práctica que aún hoy prevalece. En los ISFD se debe
dar lugar a la incertidumbre y a la creatividad; se deben propiciar situaciones que tornen
insuficientes las recetas instrumentales con vistas a transformar la formación docente actual.
En definitiva, considero que lo que debe cambiar es la formación docente inicial para
que pueda responder de manera adecuada a las demandas de la práctica educativa en el
contexto actual.

Para ello, es indispensable generar condiciones para el desarrollo profesional de los futuros
docentes, entendido como un proceso formativo que pasa por una serie de etapas (no
necesariamente lineales) destinadas a la adquisición de conocimientos y al desarrollo de
competencias que incrementen niveles de autonomía y responsabilidad, que favorezcan la
reflexión sobre la práctica; que propicien el análisis crítico de los problemas que surjan en el
hacer cotidiano; la búsqueda de alternativas de solución y por sobre todas las cosas, dirigidas a
que comprendan cada vez más la importancia social de sus intervenciones.

Si lo logramos no van a haber tradiciones educativas capaces de neutralizar el impacto de la


formación docente inicial. Porque los cambios antes mencionados no sólo hacen referencia a los
contenidos que se enseñan en los ISFD sino que nos interpelan a redefinir lo que implica la tarea
de enseñar.
La meta aparece como pretensiosa y el camino como sinuoso pero, indudablemente, vale la
pena intentarlo.

BIBLIOGRAFÍA

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frente a la reforma: estrategias y configuraciones de la identidad", en Propuesta Educativa, Año 9, Nº 19,
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http://www.revistatodavia.com.ar/todavia07/notas/tenti/tenti.html
Clases virtuales correspondientes al Posgrado Especialización en Currículum y Prácticas Escolares en
Contexto. FLACSO, Argentina

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